12

 

Cabalgaron durante quién sabe cuánto tiempo, a veces montando y otras a pie y en fila india, cuando el camino era demasiado estrecho y escarpado. Pepita estaba casi segura de que el caballo tropezaría en la oscuridad y se rompería una pata o se despeñarían por un barranco. El temor fue en aumento cuanta más altura ganaban, y no importó nada de lo que dijera, porque Rafael se negó en redondo a parar. Apenas hablaron en todo el camino, y el bandolero se había cerrado sobre sí mismo hasta el punto de incomodar a Pepita.

Finalmente dejaron de subir caminitos empinados y Pepita, que casi se había dormido sobre Rafael, abrió los ojos.

−Ya estamos aquí.

La joven miró a la pared de roca que él señalaba, casi cubierta de líquenes y oculta por el follaje denso. Llevarían una hora rodeados de piedra agujereada cual queso, así que este hueco, más grande de la cuenta, no le pareció especial.

−No… veo nada.

−De eso se trata. Agárrate a mí y ven.– La tomó del brazo y, al acercarse, Pepita descubrió que era la entrada a una cueva. Su estrechez hacía que sólo pudieron entrar en fila india tras amarrar al caballo al árbol más cercano.

La negrura habría sido asfixiante de no ser por un tunelillo que comunicaba el techo de la caverna con el exterior, permitiendo que el aire corriera. Un haz de luz de luna se dibujaba como una columna etérea en el centro del hoyo. Pepita palpó con sumo cuidado hasta encontrar una roca en la que se sentó, y a orden de Rafael allí permaneció, mirando al infinito. Mientras, él revisó la bolsa con provisiones que tan apresuradamente le habían preparado los Tres; encontró yesca y pedernal y, tras recoger algunas ramas afuera, prendió un fuego con más esfuerzo del que le habría costado de haber estado tranquilo.

No dirigió una sola palabra a Pepita, y ésta, agotada, fue la primera en romper el silencio cuando él partió un pan y se lo pasó.

−¿Cómo está la herida?

Su única respuesta fue un gruñido. El fuego crepitaba, calentándoles los músculos machacados. Pero el frío de Pepita no se debía sólo a la temperatura y había calado muy hondo. No podía apartar la vista del desgarrón en la chaqueta de Rafael, que parecía decidido a no mirarla como si su vida fuera en ello.

Lo cierto era que apenas tenía apetito. Aún con el pan frío y casi duro en las manos, Pepita se acercó al bandolero. Sin embargo, cuando hizo ademán de mirarle los puntos, él sacudió el hombro como para quitársela de encima. La joven aguantó la respiración, sabiendo que no le faltaba mucho para echarse a llorar, y murmuró:

−Lo siento. No sabía que mi tía se tomaría tantas molestias para llevarme de vuelta. Entiendo que estés enfadado. Os he puesto a todos en peligro y…−. Se le quebró la voz.

Rafael seguía mirando el fuego, como si ella no existiera.

−…lo he estropeado todo. Dios mío, destruyo cada cosa que toco. A las personas, las cosas, las situaciones. Y ahora tú estás herido, sé que debe de dolerte muchísimo aunque lo disimules, y no sé qué hacer para arreglar todo esto…

Intentó reprimir el llanto, pero un torrente de lágrimas le bajaba ya por la cara y no podía contenerlo ni con las dos manos juntas. Sólo le contestaba el eco de su propia voz, rebotando en las paredes de roca.

−Podrías haberme dejado tirada por ahí. Ellos no me habrían hecho daño, tenían que devolverme en buen estado. Y habrías podido huir a tiempo sin tener que toparte con ese Rajabocas, y ahora estarías en algún lugar más cómodo, con tus amigos, en lugar de aquí solo conmigo, comiendo pan duro a oscuras y…

Por un momento, pareció que Rafael iba a responderle algo. Pero no; había abierto la boca para terminarse la cena y ahora seguía como ensimismado, con esa expresión que hacía que cualquiera deseara correr a esconderse debajo de una piedra.

Avergonzada, Pepita se encogió sobre sí misma con un gemido, maldiciendo su suerte, al imbécil de su padre y su ludopatía, a las deudas, a su tía, a Don Antonio y a todos los que trabajaban para ellos, pero sobre todo a sí misma. ¿Aún se extrañaba de seguir soltera y sola? ¿Qué partido iba a encontrar mejor que un viejo lascivo y ridículo? ¿Acaso alguien en su sano juicio podría quererla jamás, siendo tan fea, tan ingenua y encima gafe? Había hecho bien en no cargar a sus amigas con su presencia. ¿Cómo la habrían aguantado bajo su techo tras la muerte de su padre? Más le valía mantenerlas lejos… o la aborrecerían de igual modo.

Se sentía tan absurda con aquel disfraz de andaluza. Porque eso era, un disfraz; ahora se veía a sí misma como Rafael debía de verla, una tipeja gorda y llorona, embutida en tela negra igual que una morcilla con tetas y peluca.

Y por su culpa habían disparado a Rafael. Podrían haberlo matado, o haberlo dejado tullido para siempre.

“Oh buen Jesús, quiero morirme ahora mismo.”

−Por lo que más quieras, Rafael, dime algo, lo que sea…− hipó, el fuego convertido en un velo de perlas doradas ante su visión acuosa.

El silencio que vino a continuación sólo volvió sus sollozos más humillantes. Sin saber muy bien qué hacía, Pepita se levantó y fue a tientas a la boca de la cueva para marcharse de cualquier forma. Tenía que desaparecer, aunque fuera yéndose sola al cerro más próximo para pasar la noche bajo el primer árbol que encontrara; sólo así pondría fin a la miseria de Rafael y a la suya propia.

Una mano se cerró en torno a su muñeca con cierta brusquedad y tiró de ella, sentándola de nuevo junto al bandolero. Con un hipido, la inglesa no tuvo valor de mirarlo y enfrentarse a la ira y el asco que de seguro hallaría en su rostro.

Pero, en lugar de eso, la voz de Rafael sonaba tan sólo molesta. Y cansada, muy cansada.

−Cállate un momento, por favor. Sólo estaba ordenándome las ideas.

El llanto de Pepita se desbordó de puro alivio y Rafael levantó su manta para que ella pudiera acurrucarse dentro; la temperatura serrana en las noches de Semana Santa no era algo que tomarse a la ligera. Viendo que ella no reaccionaba, la agarró por la cintura y la arrastró hasta que ella acabó hocicada en el sobaco bandolero, dejándoselo como un charco.

−Ya está, ya, Pepita, por Dios, cálmate que aquí al que le han disparado es a mí.

Ella gimió desolada, con la nariz doblada a lo cerdito contra su axila:

−Pego no sopohto ponehte en pedigro, Rafaéh. Doh puedo. Poh qué no me dehah tirada de una véh por un varranco. No vahgo todo ehte follón.

Él se volvió, preocupado por oírla hablar de forma tan rara. ¿Le estaría dando otra vez la tara? Entonces la oyó sorber y encontró su cabeza. Cambió la postura y se reclinó para apoyarse en la pared, haciendo que Pepita reposara sobre su hombro.

−Yo también me lo pregunto. Pero ¿cómo te las ibas a arreglar sola? Ya hemos hablado mil veces de esto.

Ella se habría echado sobre su pecho, buscando consuelo. Pero no se merecía tal gusto; debía hacer penitencia por ser tan problemática, y la abstinencia sensorial era un buen punto de partida. Al día siguiente empezaría con una técnica más dura, como sentarse bajo el culo de Caballo y esperar, o andar descalza sobre aulagas.

−Pero antes no sabía de mi talento para atraer jabalíes. Me las apañaré bien; los atraeré junto a un barranco, dejaré que corran hacia mí y me apartaré en el último momento y, cuando se despeñen, bajaré y me los comeré. Y usaré sus pieles. Podré beber agua de lluvia.

Muy a su pesar, Rafael empezó a reírse sin hacer ruido. Ella siguió, sin dejar de llorar:

−Seré una mujer feral. Viviré apartada de la civilización y nadie me encontrará nunca.– Sorbió.− Ya tengo pensado lo de la comida, agua y calor. Con eso es más que suficiente. Y no molestaré a nadie más por culpa de mis perseguidores o mi tara. Salvo a los jabalíes, quizá.

−Anda, cómete el pan ése.

−Do −sorbió ella, que había vuelto a ponerse mocosa, y le ofreció su trozo−. No tengo hambde, y… tú tienes que reponer fuedzas. Por favor, acepta mi parte…

Le tendió su trozo, que estaba ya manoseado y reblandecido por las lágrimas que le habían caído encima, más parecido a una coliflor que a un cacho de pan. Rafael declinó tan generosa −aunque muy sentida− oferta, e insistió en que la joven estirara las piernas para que el fuego le calentara los zapatos.

Pepita seguía en la fase penitencial, y se negó a darse el gusto de templar los pies.

−Me odias. Sé que me odias, ¿quién no lo haría? Sólo señálame un camino y lo seguiré mañana al ser de día, y no volverás a verme nunca. Podrás ocultarte sin problemas mientras yo despisto al Rajabocas y a Tomasa.

−No quiero que te vayas. Mañana pensaremos en algo, ¿de acuerdo?

−No, no intentes distraerme para que me sienta mejor. Haré de cebo y los llevaré en la dirección opuesta a ti.

Rafael se frotó el puente de la nariz. Le dolía el brazo, le dolía el estómago y también el culo, y lo peor era la cabeza, por tener que asimilar tanto en tan poco tiempo. Estaba enfadado con Pepita, de eso no cabía duda, pero en el fondo sabía que nada era culpa suya. Estaba más cabreado consigo mismo, con el oficial que lo había arrojado indirectamente a la vida de bandolero, con el Rajabocas y todos sus seguidores. Estaba furioso con las calles de Pajeras y con el mundo en general, y ahora mismo no tenía fuerzas ni para ponerse a gritar hasta desgañitarse.

Envidiaba a la gente que se liberaba de su furia golpeando paredes o pateando árboles. Para ellos parecía más fácil. Pero a él le costaba dar espectáculos tan infantiles, incluso en mitad de la sierra, donde nadie lo podía ver. De modo que la ira, el miedo y todos esos instintos asesinos que le hacían hervir la sangre seguían ahí, rugiendo en su interior, mientras Pepita se deshacía en lágrimas a su lado.

Tenía razón. Él había estado relativamente tranquilo hasta que la encontró, y a partir de ahí todo empezó a enredarse. Pero… no, todo había ido a peor desde que Francisco le diera la noticia del regreso del Rajabocas. Pepita había sido un imprevisto, sin duda, pero… no estaba tan mal. A veces quería tirarse a un pozo, pero muy en el fondo sabía que, si lo hacía, echaría de menos a Pepita en las oscuras profundidades. Incluso aunque se hubiera arrojado para huir de ella un rato.

La miró de refilón con el ceño fruncido. Ella se había rendido y ahora intentaba comerse el dichoso pan, pero el llanto parecía haberla dejado tan agotada que había olvidado cómo se usaban los dientes. Así que parecía un caracol tratando de comerse una lechuga pocha, con los morritos para afuera, ya para adentro, ya para afuera, ya para dentro, y parecía funcionar porque cada vez había menos pan a la vista.

Sin poder evitarlo, soltó una risa silenciosa y ella lo miró, aún desolada.

−¿Ya has decidido qué hacer conmigo? ¿Me vas a pegar un tiro?

−Yo creo que estás desvariando.

−¿Por qué quieres que me pegue a ti siquiera? Debería darte asco −farfulló ella con los morros llenos de pan.

−Qué tonta, no me das asco. Estoy demasiado cansado para sentir otra cosa que sueño.

Pepita suspiró y terminó de cenar. Después del llanto, le habían venido unos escalofríos tremendos y se estaba sacudiendo entera. Rafael la rodeó con el brazo bueno y la atrajo hacia el calor de su cuerpo.

−Ven aquí, te castañean los dientes.

−Déjame pasar frío. Me lo merezco.

−Bien, lo que tú digas, pero yo sí que no merezco despertarme mañana junto a un cadáver tieso. Así que hazme el favor de dejar los lamentos para mañana y tápate. Tenemos que descansar.

Ella se dejó hacer, y acabó tumbada de cara al fuego, con el cuerpo del bandolero acunándola por detrás y la manta envolviéndolos como una crisálida. Afuera soplaba el viento, pero el lento crepitar de la lumbre era agradable, hipnótico.

Pepita inspiró hondo y se negó a caer rendida tan pronto; debía encontrar una solución que pusiera a Rafael a salvo de una vez por todas. Él la había protegido todo este tiempo, ahora lo veía; no había sido su rehén, tal vez al principio. Pero él la había respetado y no la había obligado a nada. Siendo ella una forastera que nada sabía del lugar, sin contactos y encima mujer… había sido tan vulnerable.

Y él la había tratado como a una persona, pese a ser él quien había tenido el poder todo este tiempo. Habían cambiado tantas cosas en tan pocos días…

“Anoche… él y yo estábamos…”

La respiración suave de Rafael le acariciaba la mejilla, despertando todo su cuerpo de formas que él ni siquiera sospechaba.

“Debo darle algo a cambio. Tengo que protegerlo yo también, ahora es él quien está en apuros. Pero… ¿qué puedo hacer, si yo soy el problema?”

El brazo herido del bandolero la rodeaba por arriba, la mano reposando sobre las mantas. Pepita la observó, la piel marrón y las uñas más pálidas, esa mano tan masculina y maravillosa, capaz de apuntar al corazón de su enemigo y de hacerla perder la noción del mundo.

“¿Qué dirían mis amigas si supieran lo que estoy viviendo? Si lo vieran a él, si supieran cómo estamos ahora, lo que siento… Pero él no me ama. Me lo dijo así esta mañana, con todas las letras. No me ama, y no creo que nada pueda cambiar eso. La pérdida de Perico hizo cicatrizar su corazón de esa forma… y además, yo no soy gran cosa.”

El bandolero se fue quedando cada vez más quieto. Lo oyó murmurar, resbalando cada vez más hondo en los sueños mientras el cuerpo de la joven iba recuperando el calor. No podía ignorar las piernas musculosas que rozaban contra las suyas, su pecho de acero, que le reajustaba las vértebras cual corsé terapéutico a la par que erótico. Encajaban tan bien.

“Pero yo no te amo” le había dicho Rafael. No podía dejar de repetírselo. Debía aceptarlo. Y, a ser posible, dejar de ser una carga para él.

−Perico… no… no lo hagas… Perico…−farfullaba Rafael, perdido en sus pesadillas.

Pepita tragó saliva, sin apartar la vista de la mano del bandolero. Con mucho cuidado, la tomó y la atrajo hacia sí, cerrando los ojos.

Los quejidos cesaron casi al momento. Un suspiro cálido le alborotó los rizos del cuello mientras Rafael se relajaba poco a poco. Los dedos se movieron un poco bajo la barbilla de Pepita.

“Nunca le haré olvidar a Perico, lo sé. No soy rival para él. Pero puedo estar enamorada de él en secreto. Llevo toda mi vida enamorada de una idea sin que nadie lo supiera. Podré hacer esto también.”

Creía que Rafael no se habría dado cuenta de que le había tomado la mano; no en el mundo de la vigilia, al menos. Pero sí que se había despertado, y al principio el Mulato no reconoció el lugar. Perico había desaparecido de sus brazos, desvanecidos sus ojos azules, y ahora él había regresado a la cueva.

Y Pepita lo había traído de vuelta, sus manos rodeando la suya, como diciéndole “Todo está bien. Te quiero”. Abrió mucho los ojos, pero ella parecía haberse quedado dormida.

“No… no me quiere. Sólo me ha cogido la mano en sueños, y si hubiéramos estado durmiendo frente a frente, habría cogido cualquier otra cosa. Rafael, deja de ser tan gili y duérmete.”

Suspiró muy bajito y, sin soltar la mano de Pepita, se permitió dormirse otra vez. Esta vez no tuvo pesadillas. Soñó con unos ojos azules, que podrían haber sido de Perico o del Rajabocas.

Pero sabía que eran los de Pepita, porque mantuvieron el dolor a raya hasta que el canto de los pájaros se coló en la cueva al amanecer.