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Pese al caos desatado, no hubo incidentes graves en la iglesia, aparte de algunas magulladuras, varios desperfectos y un sacerdote con la cabeza cosida. Los invitados acabaron por salir corriendo a refugiarse en sus casas y rezar porque Don Antonio no los invitara nunca más a una boda.
La ceremonia, por supuesto, quedó pospuesta hasta que encontraran a la novia rebelde. Hasta el momento nadie tenía la más mínima idea de dónde podía haberse metido. ¿Le habría ocurrido algo? ¿Estaría bien? El único rastro que quedaba de ella era un jirón de tela rosa que se había enganchado en una aulaga.
De haber muerto despeñada o atacada por un animal, la habrían encontrado ya, ¿no? Pero ¿dónde podía estar? ¿Tendría amigos que la esperaban en las cercanías de la capilla, listos para llevarla lejos en cuanto ella se perdiera de vista un segundo? No era posible. ¡No conocía a nadie!
Doña Eduarda guardaba cama con un bulto en la cabeza que, más que un chichón, parecía un higo chumbo de buena cosecha. Aún así, no metía lengua en boca. Se había convertido en una pequeña biblioteca de juramentos y maldiciones que le ponían los pelos de punta a cualquiera.
Con el bastón en la mano, gesticulaba y amenazaba a todo bicho viviente con darle la paliza de su vida, así le reventaran las tripas del dolor. Una criada juraba que le había salido un sarpullido tras ser víctima de una maldición especialmente retorcida de la señora.
Don Antonio aún no había perdido ningún miembro por la lepra, y desde luego la mujer se había reprimido en su presencia, pues no quería echar a perder las relaciones entre las familias. No obstante, sí que le dolía un poco la cabeza de tanto quebrársela intentando hacerse una idea de dónde estaría su novia.
Había recibido una invitación de su amigo Don Emilio, un militar retirado que había estado fuera durante todo el suceso, puesto que había ido a casar a su hija menor con un oficial. Don Antonio aceptó y fue a visitarlo a una de sus fincas el día que comenzaba la Semana Santa.
Le entregó un presente para su hija y, cuando Don Emilio quiso felicitarlo por su boda, el hombre le contó lo ocurrido mientras paseaban por las tierras. Su amigo intentó consolarlo con un puro, aunque la verdad es que Don Antonio no fumaba demasiado.
−La búsqueda está resultando inútil, y además, no tengo a ningún experto al que acudir− se quejó.
Don Emilio meneó la cabeza y le dijo, con un brillo cómplice en la mirada:
−Para eso están los amigos, hombre. Yo sí sé de qué cuerdas tirar, y puedo ayudarte.
Se atusó el bigote cano y dio una buena calada antes de seguir:
−Eso sí, júrame por lo más sagrado que esto no sale de entre nosotros, ¿entendido? Estas cosas no son demasiado… legales, ya me entiendes.
−Pues claro, Emilio, ¿cómo iba a ser de otra manera? Esas cosas ni se preguntan.
Don Emilio tenía a muchos hombres contratados para patrullar de una punta a otra de sus fincas, vigilando que nadie entrara a robar y que los trabajadores se dedicaran de pleno a sus tareas. De cuantos estaban a su cargo en este puesto, la mayoría tenía mala fama y un pasado difuso. Se rumoreaba, incluso, que algunos de ellos habían sido bandoleros que se habían retirado en busca de algo de estabilidad para desaparecer del mapa y proteger a sus familias.
El terrateniente llamó con gestos a un individuo que masticaba algo mientras observaba el panorama, agarrado a su arma como si fuera otra extremidad más de su cuerpo.
El hombre se acercó a ellos, dócil como un perro mortífero que sólo se controla para con su amo. Don Antonio logró mantenerse bastante erguido y tranquilo, pese a que no se sentía cómodo en esa compañía.
Hablaron largo y tendido y alguna que otra moneda pasó entre las manos de Don Emilio y el asalariado. Don Antonio se mostró conforme y se fumó el puro con cortas y ansiosas caladas.
−Recuerda; la queremos viva e intacta− advirtió el terrateniente.
Poco después, el hombre partía a lomos de una mula.
−Ya verás cómo éstos encuentran a tu prometida− sonrió su amigo con la vista perdida en las hectáreas que componían su propiedad.
Don Antonio suspiró.
−Eso espero. Doña Eduarda, esa loca, se empeña en que no me gaste dinero contratando a alguien que busque a Pepita. La muy rácana se debe de pensar que el dinero que me ahorre voy a dárselo a ella, por guapa. Al final hemos hecho una apuesta.
−¿Cuál? – preguntó Don Emilio, enarcando una ceja.
El novio abandonado dio una calada. El puro le estaba durando más de lo que esperaba.
−Me dice que ella conoce a alguien que atrapará a la chica antes que cualquiera que yo contrate. Está esperando que regrese de enterrar a un pariente. Afirma que, si su sabueso corre más que el nuestro, le habré de pagar a ella el doble de lo que te pague a ti por tu favor.
−Esa mujer ha perdido la cabeza− se rió Don Emilio. Luego se encogió de hombros−. Sea, pues. Si es capaz de enviar a alguien más rápido y efectivo, yo me libro de aflojar el bolsillo y todos ganamos, ¿no es así?
−Pienso pagarle en cebollas, a la muy bruja.
Su amigo se echó a reír aún con más ganas. Don Antonio se le unió en el cachondeo y, tras dar una última calada, tiró el puro al suelo y se palmeó la barriga.
La sonrisa desapareció del rostro de Don Emilio. Señaló el puro y negó con la cabeza.
−Oye, en mi finca no.
−Uy perdón− balbuceó rápidamente Don Antonio, separando las rodillas para agacharse y recogerlo.
***
Un hachazo que partía la tierra en dos. Eso parecía el Barranco de la Dormida; una terrible cicatriz encostrada, tan gigantesca y profunda que una hilera de gigantes podría haberse acostado en lo más hondo. Ni siquiera los árboles torcidos se atrevían a crecer cerca del borde del barranco. El terreno se partía limpiamente, dando paso a una caída en vertical de varias decenas de metros.
Una cuadrilla de malhechores esperaba de pie y en silencio, como fieles asistiendo al oficio. Un muchacho que rondaba los veinte años suplicaba de rodillas con las manos atadas a su espalda. Su rostro congestionado era un mar de lágrimas que goteaban de la barbilla.
−Por favor, tienes que entenderlo, se iban a morir de hambre. Prometo que te lo devolveré, aunque tenga que vender lo poco que tengo. ¡No compartas conmigo ningún botín más, si es lo que hace falta!
El grupo se abrió como el mar de Moisés para dejar paso a un hombre achaparrado. Vestía una chaquetilla azul de muy buena calidad, que hacía que sus hombros pareciesen esquinados. Se movía con una gracia inusitada para alguien con tan extraña silueta: la espalda era un triángulo invertido y las piernas parecían colgar, estrechas, como las patas de un saltamontes.
−¡Por favor, por favor, perdóname la vida y seré tu esclavo, te lo juro! – rogó el muchacho, intentando por enésima vez liberar las muñecas sin éxito. Lanzó una mirada imbuida por el horror al inmenso barranco.
Un golpe de viento azotó el pañuelo rosado que envolvía la cabeza del líder, cuyas orejas sobresalían como las asas de una olla. Lucía un bigote negro y espeso, con las puntas viradas hacia el cielo, y un mechón de pelo suelto sobresalía bajo el sombrero, sacudiéndose frente a sus ojos fríos y brillantes.
Sin inmutarse por los gritos del joven que pedía piedad, cada vez más estridentes, el Rajabocas abrió una pequeña biblia. El tomo estaba tan sobado que la cubierta estaba casi desgastada y la mitad de las páginas sueltas, cuando no desaparecidas.
Mientras buscaba entre las hojas, el hombre cambiaba el peso de una pierna a otra, no sin cierta chulería. A pocos metros, una mujer de pelo rubio oscuro que vestía como un hombre puso los ojos en blanco con impaciencia.
−¡Volveré a la casa y les quitaré todo lo que les di! ¡Lo juro por Dios, los echaré de la choza y será tuya para lo que quieras!
−Mira qué cara tengo de importarme− musitó desdeñoso el Rajabocas, mojándose un dedo en la lengua para pasar página.
Los seguidores de atrás se cruzaban de brazos, volvían la cara o tragaban saliva, incómodos. Otros sonreían ampliamente. Uno de ellos se había dado cuenta de que llevaba los pantalones del revés y trataba de corregir su error, ajeno a todo lo demás.
El delito por el que juzgaban al muchacho, por llamarlo de alguna manera, no era otra cosa que desviación de fondos. Había entrado de los últimos en la banda y no le había dado tiempo a hacer amigos, ni siquiera enemigos entre los otros bandoleros. No dio nada que hablar hasta que cometió un pequeño fallo sin querer queriendo a la hora de repartir una recompensa. Le habían encargado el trabajo a él, y lo había cumplido casi solo.
Pero oye, eso no significaba que tuviera derecho a aflojar el bolsillo para con sus cuatro hermanos hundidos en la miseria, que dependían enteramente de él. El botín se repartía siempre igual, y a él le correspondía menor parte por ser el nuevo.
Qué desfachatez tenían los mozos de hoy en día.
−Ah, aquí está. ¡Mira! Te vamos a dedicar uno bonito y que le pega mucho a tu traición. No digas que no te cuido, fíjate.− El Rajabocas sonrió.
Se aclaró la garganta para empezar a declamar:
−“En pago de mi amor me han sido adversarios;
Mas yo oraba.
Me devuelven mal por bien,
Y odio por amor.”
El muchacho se venció hacia adelante y empezó a llorar a lágrima viva. La mujer hizo una mueca al ver cómo los mocos le goteaban bigote abajo. Deseaba que terminaran cuanto antes ese maldito teatro para poder preparar algo de comer, pero a ver quién era el guapo que le decía al Rajabocas que no recitara un salmo cuando se empecinaba. Una vez alguien lo intentó; osó interrumpirlo a mitad de un verso que le gustaba especialmente, y ese desgraciado acabó con un agujero de perdigón atravesándole de la nariz a la nuca.
El líder alzó una mano cual sacerdote, caminando de un lado a otro. Parecía un buitre rondando a un fiambre.
Todos esperaban sosteniendo los sombreros respetuosamente bajo la cintura. El Rajabocas era el único que no se lo había quitado; decía que necesitaba las dos manos libres para dar el sermón de despedida.
El salmo continuó:
−“Sean sus días pocos;
Tome otro su oficio.
Sean sus hijos huérfanos,
Y su mujer viuda.
Anden sus hijos vagabundos…”
La Rosario sofocó un bostezo. El de los pantalones del revés se dio cuenta de que tenía un trozo de pan reseco perdido en la ropa interior; lo sacó y se lo tiró a uno de los perros. El can lo olisqueó, miró indignado al bandolero y se alejó muy digno.
−“No tenga quien le haga misericordia,
Ni haya quien tenga compasión de sus huérfanos.
Su posteridad sea destruida;
En la segunda generación sea borrado su nombre.”
−¡Amén! – finalizó, contento. Una gran sonrisa le estiró el bigote, pero sus ojos seguían relucientes de odio.
El desgraciado comenzó a chillar y a retorcerse como un gusano. Su líder avanzó y tiró de él hasta ponerlo de rodillas otra vez, encarado al barranco.
−Hala, vaya usted con Dios.
Dicho esto, le propinó una patada en la espalda y el chillido sacudió las paredes de roca, cada vez más abajo y más agudo, hasta quedar reducido a un silbido.
Después, nada.
El Rajabocas se asomó con el ceño fruncido. Cuando atisbó el cuerpo desmadejado, apenas un puntito negro estampado en las rocas, asintió satisfecho.
Se giró hacia el resto de la cuadrilla, mostrando todos sus dientes blancos, que aseaba con esmero. Un pequeño hueco se abría entre sus paletas, dándole un toque infantil.
−Y hoy tocamos a más comida por cabeza. ¿Qué os parece?
Se oyeron algunas palmadas.
La Rosario recibió un caluroso beso de su amante, pero un sonido de cascos la hizo interrumpirlo. Alerta, se colocó el sombrero de nuevo y escrutó el horizonte, por donde se acercaba una figura a lomos de lo que parecía ser una mula.
−Tenemos visita. ¿Esperabas a alguien? – preguntó, con una voz que recordaba al ronroneo de un gato. Todos sabían que la Rosario fumaba más que un carretero, aunque la ronquera que había sacado de esto le sentaba más bien que mal.
El líder se apartó de ella y reconoció al hombre que se acercaba. Salió a recibirlo, eso sí, con la mano en torno al ornamentado trabuco. Nunca se sabía quién planeaba asestarte una puñalada trapera, no importaba lo amigo que fuese.
La mula se detuvo a pocos metros; el hombre no se molestó ni en bajarse. Le pasó un papelito con una serie de directrices y charlaron durante unos minutos. La Rosario se arrimó para pegar la oreja y su amante no se lo impidió. Distraída, se palpó la burda cicatriz que le recorría un lado de la cara, como un rayo. Otro recuerdo del que fuera su compañero, Rafael el Mulato.
Puñetero cerdo. Sí, muy guapo y muy bien dotado. Desde luego, mucho mejor que el tío con el que se acostaba ahora, pero su manía de no cargarse gente y mantener los robos al mínimo la estaba matando de hambre y aburrimiento.
Hubo un tiempo en el que el Rajabocas y Rafael habían sido amigos, pero mientras que el primero había ido cuesta arriba en cuanto a ambición y arrojo, el otro se había quedado estancado. No les había dejado más opción que volverse contra él. Total, para ser una mierda de bandolero, más servía muerto. Como Rosario siempre decía: “Si no sabes torear, para qué te metes”.
¿Y si seguía vivo? ¿Andaría por esas montañas, con el pelo negro alborotado, con su porte de macho y ese paquete cortando el viento?
Un golpecito en la cara la devolvió al presente.
−Niña, ¿qué tienes hambre o qué? Tienes cara de bicho en celo. ¿Me estás oyendo? Te estoy hablando de dinero.
Se aguantó las ganas de darle un rodillazo en la cara y asintió, esta vez prestando atención. El Rajabocas sonrió y sacudió el dedo índice delante de sus ojos.
−Escucha bien, ¡vamos a cazar personas!
Rosario se apartó la cabellera y alzó las cejas interesada. Cuando ya esbozaba una sonrisa, su amante chistó y negó con la cabeza.
−Naaah, naah no te emociones, que a ésta la quieren viva.
Se desinfló más rápido que un pellejo de vino en la romería. El Rajabocas pasó de largo y se dirigió a la cuadrilla; todos se volvieron hacia él al instante, con las orejas aguzadas.
−¡Atento todo el mundo! Nos han prometido una bolsa de dinero tan grande que vamos a tener que pillar un burro para cargarla.
−¡Hala! – gritaron algunos.
−Y antes de que hagáis el gili y empecéis a disparar a diestro y siniestro, os aviso que es una moza y la quieren viva. Vamos a bajar a hacer preguntas, y no quiero follones ni tonterías. Al que se le vaya el trabuco, que sepa que se lo meto por el culo al rojo vivo.
Rosario sabía que no bromeaba. Los demás también; se les notaba en la forma de remeter los cachetes para adentro y removerse inquietos con una sonrisilla nerviosa.
−Poneos en marcha; a alguien se le ha perdido una novia a la fuga.