10
Una nube de vaho escapó de los labios de Rafael, que temblaba de puro odio. Antes de darse cuenta, ya tenía el trabuco apuntando a esa jeta mal afeitada, cargado y listo.
−Tú…
Pepita se apartó el pelo de la cara y palideció. Sólo una persona merecía tanta ira por parte de Rafael. Lo que significaba que, finalmente, habían caído en manos del Rajabocas.
Todo había terminado.
Éste sonrió con unos dientes blanquísimos. Había tenido ventaja todo este tiempo sobre Rafael. Podía haberle volado la tapa de los sesos hacía un buen rato, y todos allí lo sabían. Pero parecía querer tomarse su tiempo, saborear la humillación de su presa.
−Rafael… no…−gimió Pepita.
Él no respondió. Sus ojos negros destilaban una rabia capaz de incendiar media España y, aunque temblaba, su mano no vacilaba, apuntando a ese odioso hueco entre los dientes del Rajabocas.
−Hola, majete −rió éste con un meneo de la cabeza−. Sabía que estarías aquí.
La respiración de Rafael sonaba como un vendaval apenas contenido. El Rajabocas balanceó el peso, como si no pudiera aguantarse la emoción, y se relamió.
−Así que ésta es la chica, ¿eh? Caray, está rolliza. Me vas a tener que prestar el caballo para llevársela al tío rico ése, porque yo al mío no lo pongo debajo de eso.
Pepita habría dado la vida por poder hacer algo y no ser sólo un bulto ahí en medio. Con lágrimas en los ojos, vio a Rafael dar un paso, sólo uno, para protegerla con su cuerpo sin dejar de apuntar.
−No… no lo hagas, Rafael.
−¿Para qué la quieres a ella? –gruñó el Mulato.
El Rajabocas se encogió de hombros y guiñó.
−Pues si fuera un marrano, me la guardaría para alimentar a mi banda entera durante medio año, pero va a ser que no. Niña −le dijo a Pepita−, ¿qué es eso de dejarse una boda a medias? ¿Es que no piensas en los invitados, el disgusto que se llevarían cuando cancelaran el convite?– Chasqueó la lengua.
La joven se clavó las uñas hasta hacerse sangrar.
“Todos me querían a mí. Esto ha sucedido por culpa mía, todo. Rafael ahora estaría viendo una procesión tan tranquilo si jamás me hubiera encontrado en ese barranco. ¿Señor… por qué no me dejaste morir allí mismo?”
Miró a Rafael, su melena negra enredada al viento. La gente gritaba en derredor, algunos poniéndose a cubierto, otros aparentemente fascinados por el duelo a muerte.
“Él es un buen hombre. Dios, no dejes que muera por mi culpa. Si lo matan, juro que me cortaré las venas apenas mi tía me pierda de vista. Él no lo merece. Yo no lo valgo. Señor, siempre me has perdonado por mi tara. Perdónalo a él, que es mejor y más valiente que yo.”
−Entonces, ¿qué hago contigo, Rafaelito? Digo yo que te reconocerán aunque te vuele la cara, ¿no? Aún así, nada más que por nuestra historia, te puedo perdonar y agujerearte el pecho. ¿Te vale?– El Rajabocas parecía en éxtasis, pero la risa no subía de su boca.
−Por favor, no le haga daño −suplicó Pepita. El Rajabocas la miró por el rabillo del ojo, sin aflojar la presión sobre el gatillo.
−Anda, ¡si habla y todo!
−Pepita, no −masculló Rafael.
−Me iré con vosotros si lo dejáis ir en paz. No me resistiré, y dejaré que me llevéis con mi tía Eduarda y Don Antonio, si es lo que queréis.
El Rajabocas la estudió sin mucho interés, con un mohín. Pepita empezó a albergar una loca esperanza, pero entonces él meneó la barbilla.
−Nah.
Los ojos de Rafael se abrieron de par en par cuando el Rajabocas apretó el gatillo, demasiado rápido, siempre tan rápido. Pero una figura rubia y menuda apareció tras el Rajabocas, gritando.
−¡Espera! ¡Valdrá más vivo!
Entonces, el trabuco del Rajabocas se disparó.
El dolor ardiente que Rafael debería haber sentido entre los ojos no llegó. La bala le arañó el brazo izquierdo, abriendo una raja humeante de la que empezó a brotar sangre. El bandolero gritó y se cubrió la herida.
−¡Rafael! –aulló Pepita, arrojándose sobre él.
Rechinando los dientes, el bandolero divisó a la Rosario, que había desviado el disparo del Rajabocas. Sin mediar palabra, éste la lanzó al suelo de un revés y se giró de nuevo hacia Rafael, recargando el trabuco.
¿Ésa era la Rosario?, se preguntó Pepita en algún lugar de su mente. La mujer se levantó penosamente, con la mejilla colorada, y los miró. Parecía descompuesta y muy, muy enfadada.
−¡Puta desquiciada! –le escupió el Rajabocas.
Ya estaba metiendo la siguiente bala en el cañón. La Rosario hablaba y los señalaba con su navaja, como intentando compensar por su metedura de pata, y Tomasa aparecía a pocos pasos, blandiendo su martillo.
No fue necesario que Pepita apremiara a Rafael; éste ya se había erguido y los dos pusieron pies en polvorosa. Esperaban sentir el dolor de un balazo en la espalda en cualquier momento.
Cruzaron varias calles, se toparon con algún callejón sin salida, y al bajar una cuesta llegaron a la plaza y casi se dieron de boca con la puerta de la iglesia. No tenían otro lugar adonde ir; las calles que podrían haber sido seguras estaban bloqueadas por los tronos volcados o quedaban demasiado lejos.
−¡Abrid! ¡ABRID, MALDITA SEA! –aulló Pepita, golpeando las puertas con toda la fuerza de que era capaz. De nada le importaba ya que fuera a entrar en una iglesia, ni su tara, ni nada. Sólo quería poner un muro entre ellos y sus atacantes. Rafael lo intentó con patadas, pero la puerta no cedía.
Pepita embistió con el hombro, como había visto hacer a algunos hombres. Tomó carrerilla a la desesperada y se precipitó con todo su peso.
Entonces, alguien abrió.
Con un chillido de cabra loca, Pepita chocó con un cuerpo y se encontró dando volteretas en la oscuridad. Vio sus piernas embutidas en medias apuntar a la bóveda, luego al altar, luego acabar hechas un gurruño. Cuando las vio otra vez eran flacas, con pelitos rizados y endebles.
Un momento. Ésas no eran sus piernas. Ni las de Rafael, ya puestos. El bandolero estaba tragándose el dolor del balazo mientras cerraba la puerta y la atrancaba con un banco. La joven quiso levantarse para ayudarlo, pero los pies se le enredaron con el hábito y cayó de bruces al frío suelo.
−¡Rafael! Dios mío, ¿estás bien?
Le llegó un gruñido en respuesta. Pero no de donde habría esperado; o Rafael era ventrílocuo además de contrabandista, o había alguien atrapado entre sus abundantes pechos.
Descompuesta, Pepita se incorporó. De su canalillo salieron varias cosas: un sonido de succión mezclado con una sudorosa pedorreta, una cabecita pelirroja y, pegada a ella, la cara de Federico Palomino, que parecía al borde de la asfixia.
−¡Aaaah!– Pepita dio un respingo.
−¡Aaaaah! –replicó el núbil cura, haciendo aspavientos cual escarabajo pelotero boca arriba. La muchacha se quitó de encima y le tendió una mano para ayudarlo a ponerse en pie. En lugar de aceptarla, Palomino hizo la croqueta, con el hábito remangado hasta los muslos. Parecía un avestruz a medio desplumar.
Rafael apareció entre ellos, resollando. El hombro le sangraba profusamente, manchando todo el hábito de nazareno.
−Padre, sentimos irrumpir así, pero necesitamos que nos diga por dónde salir de aquí que no sea la puerta principal. Nuestras vidas corren peligro.
−¡Vive Cristo que nadie me había arrollado así en mi propia entrada desde aquel día en que mi madre hizo buñuelos para todos mis hermanos…!
−¿Qué…?−balbuceó Pepita.
Federico se las apañó para incorporarse, rojo como la grana, y se palpó el rostro, como para asegurarse de que no se le había quedado ningún cacho de seno pegado a la barba.
−¡Pero… pero… en nombre del Señor, qué formas son ésas de entrar aquí, exigiendo y gritando y aporreando como un poseso en…! −exclamó, encarándose con ellos.− ¡Pero qué os habéis creído, después de la que me habéis liado ahí afuera, después de haberme hecho esto!
Se señaló un bulto amarillento en la frente.
−Oiga, yo no le he hecho eso −se defendió Pepita.
−¡Claro que no! ¡Esto fueron los cazurros de los cofrades, manada de monos endemoniados! ¡Usted, señorita… usted me ha en… entetado vivo! ¡A mí, un cura recién salidito del seminario!
−Me temo que éste también está tronado, Pepita. Vayámonos de aquí. Dudo que la puerta resista a esa giganta más de lo que resistió ese muro.
Pepita empezó a hiperventilar al ver la herida de Rafael.
−No… −gimió−. Necesitas que alguien te cure eso.
Entonces, el cura reparó en la sangre y dejó de despotricar. Se llevó la mano al pecho, como buscando algo bajo la tela, y se acercó con cautela al bandolero.
−Pero bueno, ¿qué ha pasado ahí?
−Nada en lo que debamos meterle. Sólo díganos una forma segura de salir de aquí, porque hay gente muy chunga buscándonos y no están dispuestos a arreglarlo hablando −resolló Rafael, pero el sacerdote lo sujetó del brazo, arrancándole un gruñido.
−¡Esto es una herida de bala! ¿Pero qué le pasa a este pueblo? Cielo santo…
Sin darles tiempo a replicar, los arrastró hasta la sacristía, cerrando con llave tras él. Pepita creyó oír golpes en la puerta principal; de haberse vuelto a mirar, habría visto que el sagrario se había desprendido a su paso y que ahora rodaba tras el altar. El corazón se le iba a salir del pecho. Atravesaron un pasillo y acabaron en lo que era, a todas luces, la casa del cura.
−No tenemos tiempo para confesarnos, padre…−empezó Rafael, haciendo amago de deshacer el camino.
−Tú calla y siéntate ahí ahora mismo −lo cortó Federico, señalando un par de sillas junto al fuego.
La habitación era pequeña y muy modesta. En el centro había una mesa con una estatua de la Virgen y velas encendidas. Las cuentas de un rosario reflejaban la luz sobre el mantelillo, acompañadas por un plato de aceitunas a medio terminar.
Pepita se arrodilló junto a Rafael y lo ayudó a quitarse el disfraz. La bala había desgarrado la tela de su chaqueta y la camisa, pero por suerte no había entrado en el brazo.
−¿Puedes moverlo?
−Descuida, no me voy a morir. Creo que estoy bien.
Ella soltó un largo y tortuoso suspiro de alivio y Rafael le acarició la cabeza para tranquilizarla. Pepita negó y se echó a llorar. Federico desapareció un momento y, cuando regresó, traía una jarra de vino y una jofaina con trapos.
−¿Pero qué hace? –farfulló el bandolero.
−Vamos a emborracharnos y cantar fandangos. ¡Pues claro que no, zopenco! Voy a curarte esta cosa y luego os quiero ver fuera de aquí. Bastantes disgustos me he llevado hoy. Quítate esa camisa, hombre.
Mudos de asombro, dama y bandolero dejaron que el cura limpiara la herida con el agua y luego con vino. Rafael hizo una mueca y gruñó, agarrándose a la mano de Pepita.
−¿Se pondrá bien?
Federico resopló.
−Digo yo. No lo sé. Sólo soy cura. ¿Quieres una extremaunción por si las moscas?
−Me parece que aún no −rezongó el Mulato−. ¿Por qué nos está ayudando?
El sacerdote parpadeó, enjuagando los paños.
−¿Yo? Bueno, es lo que hacemos. Ayudar a la gente, proteger al débil y al enfermo. Dar de beber al sediento, vestir al desnudo, y limpiarle los agujeros al que está como un colador, véase esto mismo.
Rafael frunció el ceño.
−Señor… ¿Palomino?
−Sí, eso me dicen.
−No debería juntarse con nosotros. Ahí afuera hay gente peligrosa que nos está buscando. Por favor, no se ponga en peligro por ayudarnos. Sólo díganos cómo salir de forma discreta.
El cura suspiró y se echó hacia atrás para estudiarlos mejor. Parecía un buhíto asustado.
−¿Peligrosos? Hmm.– Se quedó ensimismado unos segundos, como batallando consigo mismo. Finalmente dijo−: Contadme más. ¿Quiénes son éstos que vienen a dar problemas en Pajeras? ¿Son de aquí?
−Sólo sepa que debe evitar a una banda de bandoleros, cuyo líder es un carnicero fanático −dijo Rafael, cansado−, y a una mujer tan grande que no cabría por esa puerta. Rece porque nos pierdan pronto la pista y abandonen el pueblo cuanto antes.
−Una mujer gig… Un momento.– Federico dejó de apretar un torniquete alrededor del brazo herido y se quedó mirando al techo.− ¡Una mujer gigante! Creo que la vi la pasada noche. Lo cierto es que esa noche pasaron muchas cosas extrañas y que no me gustaron un pelo. Espera… ¿Y entre esos bandoleros no habrá una mujer rubia con la cara más bien larga, y un tipo con los ojos muy azules y que no para de hablar de la biblia?
Rafael se tensó ante la mirada preocupada de Pepita.
−¿Cómo lo sabe?
−¡La madre que los parió a todos! –saltó el cura, lanzando un trapo ensangrentado por los aires con el pronto.− ¡Con razón venían a las tantas de la madrugada, con esa nocturnidad y alevosía, y encima burlándose de mí, que sólo había ido a buscar esa cruz!
−¿Se los encontró solo? ¿Y se metieron con usted? –susurró Pepita con los ojos muy abiertos.
−Lo que se dice meterse, no del todo. Pero no me gustaron. ¡Bandoleros! Válgame Dios, ¿y qué tenéis vosotros que ver con esa gente y con la mujer gigante para que te hayan metido a ti un balazo?– Luego, más bajito−: Vaya, esto necesitará unos puntos.
Rafael titubeó, esperando que su silencio obligara al cura a cambiar de tema y apresurarse. No sabía cómo reaccionar ante tan inesperada simpatía, y jamás habría esperado que un desconocido, y encima sacerdote, decidiera ayudarlos.
Como Palomino seguía escrutándolos con la mirada, de seguro sospechando algo, Pepita dijo:
−Sólo una cosa… ¿Usted ve bien que a una muchacha la obliguen a casarse con un hombre que le dobla la edad?
El cura meneó la cabeza.
−Depende del hombre. Si es bueno y honesto y la chica está en necesidad, pues qué le vamos a hacer…
Rafael saltó como un resorte, sin poder contenerse, y Federico estuvo a punto de caerse de la silla.
−¿En serio?
En respuesta, el imberbe cura balbuceó algo incomprensible, se puso colorado y carraspeó:
−No, no del todo. Bueno, ¿y cómo esperas que yo sepa nada? ¿Tengo pinta de estar casado? ¡Soy cura!
Pepita suspiró, recolocándose los rizos alborotados. Se sentía pegajosa y helada, y sin darse cuenta se había ido acercando más y más a Rafael, buscando el consuelo de su espalda, como abrazándolo sólo con su rostro. El bandolero la miró de refilón, sorprendido. Un calor que nada tenía que envidiarle al balazo se extendió por su pecho, apartando a un rincón el miedo y el frenesí. El cabello de Pepita le hacía cosquillas en la espalda desnuda, como recordándole “Estoy aquí. No estás solo. Conmigo siempre tendrás un momento de paz, por breve que sea”.
Tal vez fuera la adrenalina, o la sensación de que su vida tenía las horas contadas si todo salía mal, pero necesitaba hacerle el amor otra vez como si no hubiera un mañana. Federico carraspeó, incómodo y colorado como un tomate, y los pinchazos de los puntos lo devolvieron a la realidad.
−¿Cómo sabe usted coser una herida?
El cura se encogió de hombros.
−Siempre llevo conmigo aguja e hilo. Las heridas abiertas siempre me han dado mucho asco.
−¿Y dar puntos no? –sonrió Pepita casi sin ganas.
−También, pero no tanto como un rajón sangrando en mitad de la piel. Siempre había alguien en el seminario que intentaba alcanzar un libro que estaba demasiado alto. Da la casualidad de que siempre se les acababan volcando encima, o se vencía la estantería… Y algunos de los libros llevan estas encuadernaciones con las esquinas de metal…−. Arrugó la nariz.− El caso es que mis compañeros siempre iban con la cabeza abierta y yo no podía concentrarme en mis estudios con tanto asquete. Así que aprendí a coser y limpiar heridas por el bien de mis resultados académicos. Lo cual no me sirvió mucho, porque a partir de entonces cada vez que alguien se hacía pupa, venían a mi cuarto y yo tenía que explicarle a los superiores por qué todos los caminitos de sangre acababan en mi puerta.
Pepita y Rafael se miraron con una mueca de aprobación. Algo les decía que ese hombre no solía tener con quien hablar, no sin mantener ciertas apariencias, y ahora que le habían dado cuerda se estaba desahogando a gusto. Federico aseguró la costura y cortó el hilo. Iba pasando del rubor a la palidez igual que una sepia confusa cambia de color.
−Tengo que vendar esa herida. Usaremos el forro del traje de nazareno, que aún está bastante limpio.– Mientras lo hacía, titubeó−: Y… ¿por qué estarían buscándoos unos bandoleros tan peligrosos? Por no mencionar a la giganta. Normalmente no se lo toman tan personal con la gente de a pie, salvo que estén en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Rafael y Pepita aguantaron la respiración. Él empezó a recoger con la mano libre la chaqueta, camisa y demás bultos, como preparándose para salir corriendo. Federico se puso tenso a su vez y los estudió, apartándose unos pocos centímetros.
−A no ser…
−Creo que deberíamos marcharnos ya −susurró Pepita−. Muchísimas gracias por su generosidad, padre. Es usted una buena persona.
A Federico parecieron ablandarle sus palabras, porque se relajó y echó los paños ensangrentados al cuenco. Cuando respondió, parecía ensimismado… y algo triste.
−Sí… Eso intento. Pero nunca parece suficiente, ¿verdad? Te dicen todas esas cosas que tienes que hacer y que decir, y sólo hay una forma de hacerlas. Quiero decir… ¿cómo puedo ordenarle cosas a la gente, si apenas sé nada sobre el asunto? He pasado casi toda mi vida en un seminario y… nunca voy a poder casarme ni tener hijos. Visto eso, no creo que pueda nunca encontrar un consejo razonable para que estas personas puedan seguirlo. No puedo llevar sabiduría a la gente cuando no conozco sus vidas, ni valor cuando me paso el día encerrado en esta iglesia.
Rafael parpadeó, como un animalillo perplejo. Pepita no cabía en sí de asombro; era el primer sacerdote en su vida al que veía desplegar tal humildad e inseguridad, y a la vez tantísimo sentido común.
−Le entiendo −dijo de pronto Rafael−. Yo iba para cura también. Y… era extraño.
El sacerdote lo miró como si de pronto le hubieran salido antenas. Rafael añadió, mientras se vestía de nuevo con muecas de dolor:
−Es usted un hombre sensato y humilde. Sospecha, y aún así ha hecho de buen samaritano con nosotros, sabiendo que podría meterse en problemas. También es valiente… y algo loco. Hay que serlo para intentar arreglar Pajeras.
Pepita apoyó sus palabras con una sonrisa mientras se deshacía del hábito, revelando su traje de maja plebeya. Por su parte, Federico estaba inflado como un pavo y parecía a punto de echarse a llorar de emoción.
−Eso es lo que lo hace especial. No cambie. Pajeras aún no sabe lo que tiene −dijo Rafael, intentando conservar su estoicidad masculina sin mucho éxito−, pero algún día lo hará.
Pepita estaba segura de que Federico se derretiría en pocos segundos por el peso de sus sentimientos, y que probablemente preferiría que ellos no estuvieran delante cuando eso ocurriera. En realidad estaba equivocada, pues Federico se moría por poder ser sincero de todas las formas posibles con alguien y jamás había podido por falta de amigos.
−Deberíamos marcharnos −dijo ansiosa, tocando a Rafael en el brazo bueno−. Tenemos que comprobar si los otros están a salvo.
Él asintió. Se recolocó el pañuelo de la cabeza, ayudó a Pepita con el mantón y dejaron que un Federico muy pensativo los guiara a través de un pasillo oscuro. Llegaron a un patio interior, donde el antiguo cura y las monjas cultivaban el huerto, y Palomino los llevó por las sombras hasta llegar a la cancela de hierro que daba al exterior.
−Cuidado de no pisarme las acelgas.– Palomino señaló a la oscuridad, donde se atisbaban algunos muros derruidos y casas con las luces apagadas.
−¿Cómo sabemos que ellos no estarán esperándonos, escondidos donde no podamos verlos? –murmuró Pepita.
−Tendremos que confiar −le respondió el bandolero−. Es eso o quedarnos escondidos ahí adentro, como ratas en una trampa. Y salir mañana a plena luz del día… no. Además, no quiero darle más problemas a este hombre.
−Vaya, gracias −dijo Federico, alisándose el hábito.
Rafael le hizo un gesto de respeto con la cabeza y se volvió a Pepita.
−Mejor aprovechemos las horas de noche que quedan. Hoy hay luna llena; hagamos que nos sirva.
−¿Y adónde iremos ahora? No creo que la casa sea ya segura.
El bandolero se puso tenso y la silenció con un ademán. Había escuchado algo. El corazón de Pepita empezó a bombear como loco, y supo que si el Rajabocas los había encontrado allí, no podrían huir de nuevo.
Se oían cascos de caballo cada vez más cerca, y cuando Rafael sacó su trabuco, Federico no pudo remediarlo y lanzó un gritito de paloma aplastada, alertando a todo el que allí estuviera.
Esperaron agazapados, intentando descifrar las siluetas de jinetes que se aproximaban a la cancela ya abierta. Alguien silbó, como imitando a un pajarillo. Tres toques cortos, dos más musicales que parecían un saludo.
Todo el cuerpo de Rafael se relajó de puro alivio. Respondió con otro silbido sofocado, y al momento sonó la voz de Paco el Mayor.
−¿Rafael? ¿Eres tú?
−Sí, por Dios, soy yo.
Pepita dejó salir todo el aire que había estado conteniendo. A pesar de estar a oscuras, veía puntitos de luz bailar ante sus ojos y tuvo que agarrarse a los barrotes de la cancela para no desmayarse.
−¡Bendito sea!– Paco desmontó y, a esta distancia, se podía ver que venía con Cisco y que ninguno parecía herido−. Cuando uno de los soplones nos dijo que el Rajabocas seguía por aquí, salimos disparados.
−¿Estáis bien? –jadeó Rafael, compartiendo un abrazo con ellos. El perro de Cisco iba lomos de un caballo, sentado en la grupa como quien se asoma a un balcón−. ¿Dónde está el Moreno?
−Se ha quedado atrás, vigilando con la navaja en ristre.
−Cielo santo, ¡bandoleros! –gimió Federico, ganándose la atención de todos.
−¿El cura? –farfulló Cisco−. ¿Pero cómo…? Nos decían que os habían visto correr hacia la iglesia, pero no estábamos seguros de que hubierais entrado. No sabéis el susto que nos habéis dado desapareciendo de esa manera.
Pepita salió en defensa de Federico, viendo lo tensos que estaban todos.
−Él nos ha dado asilo, y además ha curado la herida de Rafael y la ha vendado sin pedir nada a cambio.
−¿La herida?– Paco inspeccionó a Rafael y, al tocar la sangre aún tibia de la manga, dio un respingo−. ¡La puta que parió a ese piojoso degenerado! Cuando lo pille le cortaré las pelotas y le haré tragárselas hasta que…
−No ha sido nada, Paco, tranquilo todo el mundo. Ya estoy bien. Debéis agradecérselo a este hombre.− Rafael señaló a Palomino.
El cura parecía querer fusionarse con el murete más cercano y pasar desapercibido, cual mejillón en un pedrusco.
−¿En serio? –dijo Paco−. Vaya… Estamos en deuda con usted, desde luego.
−Sí. Probablemente le debamos la vida −añadió Rafael.
−Hombre, t-t-tampoco es p-para tanto…−. La voz aguda de Federico daba a entender que se estaba desinflando y pronto se desvanecería.
−¿Cómo se llama usted? –se adelantó Cisco, con sus ojos azules brillando bajo la luna como canicas.
−Yo… eh… Federico Palomino, para servirle a Dios y a usted. Soy el nuevo sacerdote de Pajeras.
Cisco le sacudió la mano vigorosamente, tan conmovido que no se daba cuenta del modo en que zarandeaba a Palomino con su afecto.
−Gracias, padre. No lo olvidaremos nunca.
−No hay tiempo que perder. Veníamos con tu caballo −dijo Paco, tirando de las riendas del equino hasta Rafael−. Será mejor que nos dispersemos cuanto antes y desaparezcamos del mapa una temporada, lo suficiente para que nos pierdan la pista.– Se volvió hacia Federico−: Por su seguridad, padre, yo volvería a meterme en la cama. Cuanto menos sepa de esto, más fácil nos resultará mantenerlo alejado de nuestros problemas.
−M-me parece bien. B-b-buenas noches.– El sacerdote reculó y deshizo el camino remangándose las faldas del hábito, con sumo cuidado de no pisotear las acelgas que habían quedado a su cuidado tras la repentina marcha del antiguo cura. Oyeron el chasquido de la puerta al cerrarse.
−Un tipo extraño, ése de ahí −masculló Cisco.
−Sí, pero es del extraño que nos gusta, como tú. Cara de tronao incluida −sonrió Paco, dándole una palmada en el hombro.
Rafael, por su parte, seguía con el ceño fruncido. Aún no estaban a salvo y podía sentir el tiempo correr en su contra mientras el Rajabocas y compañía les seguían el rastro. Con una mueca de dolor, fue a subir a Pepita al caballo ya ensillado, pero ésta negó y se aupó solita como la experta amazona que era, ganándose una mirada de reconocimiento y sorpresa de los otros bandoleros.
−¿Quién nos ha traicionado?– Rafael montó delante y ella se aferró a sus espaldas sin dudarlo.
−Tenemos nuestras sospechas, pero lo principal ahora es que os larguéis cuanto antes.
−Venían buscando a Pepita. Los han contratado para encontrarla, y no son los únicos. Y a ella, a diferencia de a mí, la quieren viva.
Cisco soltó un silbido.
−Pues nos ha tocado la lotería contigo, niña –suspiró Paco.
A Pepita se le humedecieron los ojos instantáneamente, y Rafael le lanzó tal mirada a Paco que las patillas canas le empezaron a echar humo.
−Peeeero −añadió éste, montándose a su caballo− si la quieren a ella, por Dios que ahora sí que la quiero mantener alejada de sus manazas. Antes muerto que darle una satisfacción al mierda ése del Rajabocas.
−¿Adónde iréis ahora?– Rafael hizo virar al caballo, listo para salir al galope. El tiempo corría en su contra.
−Tú, al refugio del agua y la sombra, si ya me entiendes. Descansad un tiempo allí; necesitarás recuperarte. Es mejor que no sepas dónde estaremos nosotros, ya sabes. Pero te iremos trayendo provisiones hasta que estés listo para ir a otra parte.
−De acuerdo −suspiró Rafael−. Por favor, cuidaos mucho.
Se cubrió los ojos con una mano.
−Lo siento muchísimo. Os merecíais más tiempo de paz en Pajeras. Y mi hermana…
Cisco arrimó al caballo y lo agarró fraternalmente por el brazo bueno.
−Eh, eh… Deja de torturarte, compadre. Hoy por ti, mañana por mí, así es como funciona. Estábamos preparados y pronto también a salvo. Alguien le enviará una nota a Juanita, y dejaremos a alguien vigilando, ¿de acuerdo?
Rafael suspiró. Intercambiaron algunas palabras más y, tras darse instrucciones, salieron al galope por calles diferentes. Pepita se agarró a Rafael y pegó el rostro a su recia espalda, oliendo sus rizos negros que azotaban el viento.
Ante sus ojos vidriosos y asustados, el paisaje bajo la luna llena cambió; los tejados y arcadas se convirtieron en explanadas, luego en árboles, luego en montañas. Y el calor del cuerpo de Rafael era lo único que la hacía sentir segura en medio de la absoluta y fría soledad nocturna.