16
El fuego de la chimenea chasqueaba, casi sofocado por las risas de Paco, que se paseaba por la habitación. El cuarto ya era estrecho de por sí para un solo cura, pensó Federico, pero cuando añadías a tres bandoleros y un perro, ya no era estrecho; era una caja de cerillas. De hecho, Federico notaba que su cabeza estaba a punto de entrar en combustión. No es que le desagradaran esos tres hombres; habían resultado ser muy simpáticos y agradecidos, en contraste con la imagen que él tenía del bandolero típico. Pero había un límite en la efusividad que esa habitación podía soportar debido al eco y los techos tan bajos, y la visita hacía rato que había superado con creces ese tope de escándalo.
El que tenía cara de loco desaliñado dio una palmada en la mesa con una risotada y señaló al moreno que parecía medio árabe:
−¡Y va y sale de la celda, vestido de mujer, todo emperifollado con enaguas y volantes, y justo cuando creemos que ya está fuera, lo aborda el guarda en el patio y le pregunta si está casada o soltera!
El de los pelos canos rompió a reír otra vez, inclinándose sobre la chimenea con el vaso en la mano. El moreno ¿Francisco era?, gruñó algo indescifrable sin dejar de limpiarse las uñas con la navaja. El mayor de los Tres añadió:
−¡Sí, sí! ¡Si es que encima estaba guapo el sinvergüenza! ¡Si hasta meneaba el culillo para andar, taconazo va y taconazo viene!
−No llevaba tacones. Iba descalzo. Os olvidasteis de traer mis zapatos −rezongó Francisco.
−¿Ah, sí? Aaaah, entonces el meneo era porque te habías escondido la llave en…
−¡Por Dios bendito, Cisco, no asustes a nuestro amigo, hombre! –saltó Paco, haciendo aspavientos.
Federico soltó una risilla temblorosa, metiéndose un trocito de queso en la boca. Todavía tenía problemas para saber cuál de los tres era Paco, Francisco o Cisco, y después de oír veinte mil anécdotas y aventuras ya no sabía quién había hecho qué, ni cuándo. Era como si hubiera leído cincuenta epopeyas y luego las hubiera mezclado todas en su cabeza, dando lugar a las mezclas más insólitas.
Y el conejito color canela que permanecía en su regazo, hecho una bolita, no lo ayudaba a aclararse las ideas.
No sabía qué había ocurrido; él estaba tan tranquilo en el huerto después de decir la misa, soñando despierto mientras regaba las plantas, que estaban algo resecas después de los días de sol intenso que habían hecho. Entonces habían llamado a la cancela con insistencia y cuando levantó la cabeza, allí estaban los tres bandoleros, los amigos de la pareja a la que había ayudado la fatídica noche de la procesión. Mirando a lado y lado para asegurarse de que no había nadie más en la calle, les había abierto. ¿Qué otra cosa podía hacer? No le habían hecho mal alguno.
De hecho, venían como si fueran los Reyes Magos vestidos de paisano, con aspecto chungo y mucho más humilde e ibérico de lo esperado. Si los miraba, lo cierto es que daban el pego: Uno mayor con pelo cano, el de en medio como yema de huevo, medio pelirrojo, y el tercero más joven y moreno, que hacía un Baltasar con aires de asesino a sueldo. Traían regalos para él, en agradecimiento por haber hecho bien con su amigo Rafael y la señorita, y en cuestión de segundos acabó con una botella de vino, un queso, un puñado de calcetines de lana y un saco de arpillera que no dejaba de moverse en sus brazos. Todo eso sin soltar la regadera, que todavía goteaba.
Como era un chico educado y esos hombres lo miraban con aprecio, los invitó a pasar adentro y sentarse un rato. Aún atónito, les sacó platos y vasos mientras ellos examinaban el lugar con timidez, sombreros en mano.
Al poco rato, ya se habían soltado y los dos más mayores hablaban sin parar, con ocasionales comentarios lacónicos del tercero. Ah, y el perro, que se había tirado panza arriba frente al fuego, como si le hubieran pegado un tiro, y que por la forma en que corría cual tortuga volcada, seguramente estaba soñando.
Despistado, Federico abrió el saco, preguntándose qué demonios había dentro para que estuviera tan calentito y no dejara de moverse. El contenido resultaron ser tres conejitos, que se desperdigaron por todo el cuarto, por fin libres ante su mirada perpleja. Uno había salido corriendo por la puerta y con toda probabilidad ahora estaría suelto en la iglesia, pero los otros se habían quedado en el cuarto, esquivando los intentos de Federico de controlarlos.
Al final, el joven cura se dio por vencido, se sentó y empezó a comer con los Franciscos, que le contaron toda la historia de Rafael el Mulato, de cómo se había visto obligado a meterse al bandolerismo por proteger a su hermana. Lo que más le había interesado había sido la historia del Rajabocas, un villano sádico que se había convertido en el némesis de Rafael junto con toda su banda, y que había sido quien atacara en Pajeras la noche de la procesión. ¡Con razón se había reído de él cuando lo sorprendió colándose en el pueblo! ¡No traía buenas intenciones! Y Federico lo había notado de inmediato. Si tan sólo lo hubiera sabido antes…
Otro conejito, de color gris, se paseaba dando saltos por todo el lugar en círculos y más círculos y sus botes distrajeron a Federico de sus pensamientos.
−¿Y al final el guarda desistió de sus intentos? –titubeó con la boca llena de pan y queso, tratando de mantenerse con el hilo de la conversación.
−Bueno, creo que antes le agarró una teta, el muy marrano −dijo Paco.
−Y las tetas eran pellejos viejos rellenos de agua, así que ante la insistencia hicieron lo que era de esperar… ¡Puf!– Cisco sacudió los dedos en el aire entre las carcajadas de Paco y Francisco.
−Es que a quién se le ocurre decirle que estabas viuda, so lerdo. El hombre pensó que buscabas atención de macho.
−Sí, con lo feo que era y encima después de reventarme una teta −masculló Francisco, casi sin mudar la expresión concentrada.
Federico había soltado un gritito muy poco masculino al verlo sacar la navaja, pero resultó que sólo quería jugar a clavársela entre los dedos. El detalle del tapete le pareció muy inteligente; al menos no le haría agujeros en la mesa.
−Imagínese, padre, el susto del hombre cuando el pecho de este guapo rompió aguas.
−Una visión… extraña, sí −balbuceó Federico, acariciando sin darse cuenta las orejas del conejito.
Podía soltarlos en el corral del huerto, que estaba vacío, pensó. Tanto follón le tenía las ideas algo desordenadas entre los bandoleros, los animales, la comida y las historias. Volviendo a los conejitos, también podría dejarlos corretear por el huerto bajo vigilancia, para que no se comieran lo que no debían. Lo cierto es que no quería criarlos para comérselos, los prefería dejar vivir; tenía debilidad por los animales que parecían pompones con orejas. Lo que no sabía es cómo esos tres bandoleros lo habían averiguado.
Pensándolo bien, no estaba mal eso de tener visitas, aunque no fueran del todo legales. Además, él era un cura y la iglesia no debía hacer distinciones al recibir gente, ¿verdad? No parecían malos, no como el Rajabocas y compañía. De hecho, se sorprendió sintiendo simpatía por Rafael y la chica, pese a sus intentos de mantenerse neutral al respecto.
El tal Paco dejó de reírse cuando se asomó por la ventana, que daba al huerto y permitía ver todo lo que pasaba frente a la cancela. Algo tuvo que ver, porque enseguida les hizo señas a los demás y éstos alzaron la cabeza, atentos.
−Tenemos mensajero.
Federico cogió al conejito y se lo quitó del regazo para levantarse. Frunció el ceño al asomarse a la ventana y ver a un hombre de su edad, montado en burro y que esperaba junto a la cancela con expresión insegura, como si no estuviera seguro de la dirección.
−¿Para mí? Qué raro.
−No, no, ése viene por nosotros −aclaró Paco, mientras los otros se apiñaban también para ver a través del cristal. La ventana era más bien estrecha, así que Federico se encontró con la cara atascada cual relleno de bocadillo entre las barbas a medio afeitar de tres bandoleros. Con los morritos apretados a lo besugo coqueto, balbuceó:
−¿Y cómo os ha encontrado?
−Ah, siempre hay alguien que sabe dónde estamos, por si alguna persona de confianza necesita encontrarnos −le explicó Cisco.
−Ya salgo yo −dijo Francisco el Moreno.
Apretujados en la ventana, lo vieron atravesar el huerto hasta la cancela, saludando al mensajero. Federico sintió gran aprobación al ver que el bandolero cuidaba mucho de no pisarle las acelgas, pero enseguida se preocupó al ver la forma en que se le ensombrecía la cara al escuchar las noticias del mensajero y recibir una carta.
Cuando volvió, todos se abalanzaron sobre él.
−¿Qué pasa? ¿Y esa cara?
−Malas noticias −rumió Francisco−. El Rajabocas ha secuestrado a Juanita.
Los otros se quedaron congelados. Federico se toqueteó las manos, con una sensación extraña de irrealidad, y preguntó con un hilillo de voz:
−¿Quién es Juanita?
Paco se volvió hacia él.
−La hermana de nuestro amigo Rafael. Ya sabes la historia.
El sacerdote lo recordó. La repentina seriedad de la situación lo había vuelto lúcido, y por fin su mente funcionaba con la agilidad habitual. Lo cual no es decir mucho, pero al menos no se sentía como si escuchara cien voces distintas a la vez.
−Buen Jesús, ¡ella! ¿Cómo ha podido pasar?
Los ojos de Cisco parecían a punto de salirse de las órbitas y aterrizar rodando en la carta. Cuando terminaron de leerla, se miraron entre ellos con suma aprensión.
−¿Por qué haría una cosa así? –insistió Federico.
−Es un chantaje. Quiere cambiar a la chica por Pepita, la moza que va con Rafael. Y le ha dicho que vaya solo a la ermita abandonada. Es una trampa, ¡cualquiera se daría cuenta! –exclamó Cisco, mirando al cura.
−¡Será hijoputa! Con perdón, padre.
−Nada, nada, en verdad es algo muy hijoputil.– Federico se acercó para echar un vistazo a la carta y los bandoleros, viendo que poco daño podía hacer, se lo permitieron. Un curioso regustillo inundó al sacerdote al sentir que le dejaban ser parte de algo. Luego se reprendió duramente por sentir alegría en una situación tan seria.
Sólo con leer la carta por encima, pudo corroborar su impresión de que el tal Rafael estaba enamorado hasta las trancas de Pepita, por si le había quedado alguna duda de la noche en que los acogió en ese mismo cuarto. Federico sabía muy poco del tema, por no decir absolutamente nada, pero lo que estaba a la vista no precisaba de gafas. Y él era un tipo muy idealista como para no sentir simpatía por una causa perdida.
−¿Solo? ¿Y una banda entera? Si el Rajabocas es tan vil como decís, ¿no es demasiado peligroso?
−Lleva años queriendo echarle el guante a Rafael, y ahora tiene una excusa −gruñó Paco, colocándose su montera−. Incluso si cumple su parte del trato y cambia a las muchachas, nuestro amigo sigue en peligro. Tenemos que marchar para allá cuanto antes, si es que no es ya demasiado tarde.
Como si fueran uno solo, los Tres recogieron sus cosas, se pusieron sus chaquetas y sombreros y salieron a toda velocidad por la puerta. Federico los siguió a pocos metros hasta llegar a la cancela, olvidándose ya de toda discreción.
−¿Qué pensáis hacer?
Cisco le habló sin detenerse:
−Vamos a detener a ese asesino y a salvar a nuestro camarada. Si el camino sigue tan liso como siempre, tal vez lleguemos a tiempo.
−¿Y dónde queda esa ermita?
−Sólo hay que seguir el sendero que sube por el Pilar del Barranquillo. Pero usted no le diga nada a nadie, porque no servirá de nada.
−¿Cómo que no? –insistió Federico.– El Rajabocas y su banda son ladrones y asesinos y se les busca por toda Andalucía. Si a Juanita la quieren tanto en este pueblo, ¿cómo no podría servir avisar en el cuartel para que os envíen refuerzos?
Paco se volvió con una sonrisa triste.
−Padre, usted es joven y lo ve todo muy claro, pero las cosas no funcionan así. Somos bandoleros y a los ojos de la justicia todos somos igual de malos. Incluso aunque aceptaran trabajar con nosotros para eliminar a esa alimaña, el tiempo que perderíamos mientras se deciden y se organizan sería decisivo.
−Ya hemos perdido demasiado rato. Deberíamos irnos ya −insistió Francisco, que iba en cabeza.
−Ande con Dios, padre. Y récenos algo, porque lo vamos a necesitar −se despidió Cisco.
Federico asintió, aún inseguro, y se quedó en el sitio, amasándose las mangas con nerviosismo bajo la arcada de la cancela.
Debía hacer algo, quería ayudar. Puede que esa gente fueran contrabandistas y delincuentes de poca monta, pero parecían píos en comparación con el Rajabocas y, al menos, trataban a la gente con prudencia. No les habría creído en circunstancias normales, pero él mismo había mirado a los ojos al Rajabocas y había visto la oscuridad demente que yacía detrás. Había percibido el endiosamiento de ese hombre, que había entrado en Pajeras como si le perteneciera, dispuesto a asustar a sus fieles y derramar sangre en una noche santa.
Sus superiores habían confiado en Federico y puesto al pueblo de Pajeras a su cargo. Podía soportar que los pajerienses fueran unos bestias y unos incultos, al menos la mayoría de ellos; podría enmendar eso con mucha paciencia y trabajo duro.
¿Pero que viniera un criminal de fuera a liarla parda, con chulería y encima secuestrando a sus habitantes? ¿En qué lugar dejaba eso a Federico, si permitía que ocurriera?
¿Qué les impedía seguir haciendo fechorías por la zona, si nadie los detenía? ¿Cómo pensaban arreglárselas cuatro bandoleros y una muchacha contra toda una banda de criminales curtidos?
−¿No hay nada que yo pueda hacer?
Los Tres quedaban ya demasiado lejos. Tal vez lo habían oído, pero no querían perder más tiempo en decirle lo que ya sabía; que sólo era un cura asustadizo y con delirios de gloria, sin amigos en ese lugar nuevo y hostil.
Uno de los conejitos daba saltos por el huerto, eufórico cual niño en una tienda de caramelos. El desánimo de Federico impidió que se alterara lo más mínimo cuando el bicho empezó a roer las hojas de los cultivos.
El cura regresó a la habitación de la chimenea y se sentó frente a ella con los hombros hundidos. ¿Por qué una reyerta entre bandoleros lo deprimía tanto? ¿Por qué estaba tan enfadado?
Una bolita de pelo canela saltó a su regazo y Federico acarició al conejo canela, pensativo. Con la otra mano, tocó la dureza del látigo de cruces bajo su hábito, pasándola por los eslabones. El peso de su arma siempre había sido reconfortante, ¿por qué de pronto ya no lo era? Cogió al conejo y lo alzó frente a su rostro, mirando su cara regordeta y el morro que no dejaba de sacudirse.
−¿Qué me sucede?
Una voz que atribuyó a la voluntad del Señor se coló en su mente, aunque más bien sonaba como si este Dios se dedicara a cargar sacos de piedras todos los días y estuviera cuadrado como un toro.
“¡¡De nada sirrrve un arrrma si erres un cobarrrde que no la usssuaaaah!! ¡¿Dónnnndeshtá tu valuoooor, Federricoooorr?! Te hiciste currraaaah para luchá contra er demonioooo, ¡¡y ahooora que te lo encuentraaas te eshcondeeees en la ohcurridáaaah como una pilebra!!”
−¡No es cierto! –protestó Federico, mirando intensamente a los ojitos negros del conejo–. Me hice sacerdote porque todos mis hermanos mayores se iban a quedar con la herencia y era meterme a cura o ser su esclavo. ¡Y no había nada que se me diera bien salvo estudiar esto!
“¡Mieeennnnteh cuar bellaco!” parecía decirle el conejito.
−¡No, hablo en serio! ¡Me gustaban los libros! ¡Por lo menos en el seminario podía ser bueno en algo!
“¡Y eeerrah el único de todos eeeellos con un sentido de la huuuustisiaaaar! ¡¿Acaaasho no llevah tóa tu viiiida buhcaaaando tu oporrtunidáaarl de lusháaah contra er Máaaaah y vencerrrrlooo?!”
Federico zarandeó con suavidad al conejito, desesperado.
−¡Pero sólo soy un hombre! ¡Y ni siquiera me crece la barba!
“¡¡No impooorrrrta eshuoo ahoooorra!! ¡¿Dóonnndeshtá el hérroeee que suoñiaaaaaba con matarrr drrraaaagonesssh?! ¡¿Parra quéee pasaste añioooosh constrrrrruyento erse látigo bendituooooh?! ¡¿Parra abrrrigarrte el pechuooo a farta de peeeelosh, o parra usaaaaarrlo en tu luuuushia contrar Malirrrnoooo y tóooah suh manifeeerrtasioneeeh?!”
−¡Cielos! ¡¿Qué se supone que puedo hacer?! ¡Nadie me escuchará! ¡Además, son bandoleros, todos ellos! ¿Por qué debería impedir que se maten?
El conejito movía el hocico cada vez más rápido.
“¡¡Porrrque haaaay bondáaaah en eeellosh!! ¡Y viiidas innuoseeeenteh que sarváaaarl! ¡¿Acaso Hesucriiiiiishto dudó cuando ssupo su cometídoooorr?!”
Con el corazón haciéndole carrerillas, Federico barbotó, cada vez más atacado:
−¡No! ¡Bueno, sí, un poco!
“¡¡Eeeexaaactuooor!! ¡¡Y tú yássh dudadooor!! ¡¿Perrmitiruáaas que el temorrr impida que comieeeence tu crrrrusadaaaarh contrrra la inhushtissiaaaar de eshte munduoooorl?!
−¡No! ¡Nunca más! ¡Éste debe de ser el momento! ¡¿Por qué si no tendría tanto miedo y me sentiría tan solo?!
La voz del Señor petado resonó con fuerza en su mente acalorada, mientras el látigo parecía quemarle en el cuerpo cual espada llameante de un arcángel.
“¡¡Eeeeersho éeeeh, Feeeederricoooorrr!! ¡¡Eeeeh la joooorra de losh valieeeentueeeeeerl, y tu deshtinu aguaaaarrrrrdaaaaaah!!”
−¡ES MI DESTINO! –gritó Federico en toda la cara del conejo, al que le dio un tic en una patita.
“¡¡Blaaaannde tu eshpadaaar, mi Paladínnn de la Hushtissiaaaaarl!! ¡¡Demuéeeeshtrale a todoh losh que dudarrron de ti de qué materrriaaaarl ehtásh eeeeeshioooou!! ¡¡A tus jerrrrmanoooosh, jatu paaaadrre y jatu maaaarreeeeeh!!”
−¡ÉSTA ES MI IGLESIA!
“¡¡SHIIIIIIIIH!!”
−¡Y NADIE VOLVERÁ A ATERRORIZAR A MI DIÓCESIS! –exclamó, con los ojos ya bizcos, soltando al conejito sobre la mesa. La voz corroboró con un rugido:
“¡¡NUOOOOOOH!!”
Cual huracán fuera de control, Federico se puso los zapatos cómodos, cogió su cartera y las llaves de la casa. Cuando salió y quedó al pie de la cuesta por la que se habían ido los bandoleros, tomó carrerilla, dejando a la vista sus pantorrillas huesudas bajo el hábito.
“¡¡LUUUCHA PORR LA LIBERRRTÁAARL, PORREL AMÓRRRR Y LA HUSHTISSIAAARL!!” lo azuzó la voz masculina.
El sacerdote sacó su látigo y se lo enrolló en el brazo, alzó el puño armado e infló los pulmones hasta casi estallar. Luego, con un estridente alarido de guerra, Federico Palomino desató su pasión largo tiempo reprimida y echó a correr cuesta arriba.
−¡¡Aaaaaaaaaaaaaaah!!
Una pareja de señoras tomaba el aire en el balcón. Con el día gris y ventoso que hacía, era extraño ver a nadie tomando el fresco. Pero las señoras mayores eran la excepción, pues los bochornos de la menopausia las habían vuelto inmunes al frío. Hablaban de cosas triviales abanico en mano cuando oyeron un grito en el viento y bajaron la vista a la calle desierta, sólo para ver al cura nuevo cruzarla él solito a todo correr.
−¡¡Aaaaaaaaaaaaaah!!
El alarido siguió y siguió, inacabable, mientras lo veían desaparecer.
−Cucha Manola, otro cura que se nos vuelve loco. Con este ya nos van tres.
Manola se golpeteó el escote arrugado cual pasa con el abanico, presa de los bochornos, y rezongó con voz de fumadora:
−Pajeras se los come vivos, uno tras otro. Pobres almas.
***
Rafael se mantuvo en las sombras mientras daba un rodeo hasta acabar en el lado sur de la ermita. Había intentado evitar el campo abierto en la medida de lo posible, pero desde la linde del bosque, donde él se encontraba, no veía nada que le resultara útil.
La banda estaba allí, no cabía duda. Tenían hombres apostados en cada esquina del edificio y uno sobre los restos del campanario, pero no lograba ubicar al Rajabocas, quien asumía que se encontraría dentro, bien resguardado con su hermana.
Sólo de pensar en ese cabrón arrancando a Juanita de su refugio y arrastrándola a ese lugar perdido de la mano de Dios hacía que le hirviera la sangre y se le nublara la razón. No podía permitir que le ocurriera nada; Juanita ya había sufrido bastante por su culpa y él había dado demasiado por protegerla. No era justo, gritaba una parte de él. Dios no podía permitir que algo como esto sucediera.
¿Y si conseguía escabullirse con Juanita, pero ella no corría lo bastante rápido? ¿Y si Pepita recibía las señales equivocadas y huía antes de tiempo, dejándolos en la estacada? ¿Y si las dos conseguían encontrarse, incluso estando él atrapado o muerto, pero no lograban escapar del Rajabocas? Joder, los habían acorralado de tal manera que cualquier plan que pudiera idear Rafael era, cuanto menos, temerario.
El sol descendía y el bandolero se preguntó cuántas horas quedarían hasta medianoche. Suficientes para tramar un modo de entrar allí sin ser visto, pero nada le garantizaba que el Rajabocas no se aburriría y empezaría a molestar a Juanita mientras él aparecía. Tal vez estuviera torturándola ahora mismo.
Rechinó los dientes y se asomó a una roca que sobresalía de un terraplén, la navaja desenvainada hacía ya un buen rato. No podía permitir que esa neblina roja de ira que lo azuzaba le hiciera tomar malas decisiones. Contando con que aún seguía sin ser descubierto, bajó por la roca de un salto.
Un respingo a su espalda lo hizo volverse. Se encontró cara a cara con uno de los hombres del Rajabocas, al que había sorprendido al pie del terraplén. Si no hubiera sido por la rabia asesina que llevaba bullendo en él desde hacía varios días y que ya estaba a punto, habría tenido un serio problema. El otro sacó la navaja, pero antes de que pudiera atacar o avisar a los demás, Rafael lo rodeó con una finta, blandiendo su propio filo y le rajó la garganta. El corazón le zumbaba en los oídos mientras luchaba contra los últimos resquicios de su conciencia.
“No me importa. No dejaré que nadie hiera a las personas que quiero y viva para hacerlo una segunda vez”, se dijo, arrastrando el cuerpo que se desangraba tras el arbusto más cercano. Ya había ubicado al siguiente bandolero que montaba guardia aislado del resto. Odiaba matar, lo detestaba con toda su alma, pero sabía que, a menos que fuera reduciendo el número de vigilantes, no habría forma de rescatar a su hermana.
Mató a un par de despistados más con el mismo procedimiento, sintiendo asco de sí mismo y a la vez con una frialdad que le resultó siniestra. Ni siquiera se sentía como si estuviera allí; parecía que estuviera metido en el cuerpo de otro hombre.
“Cada uno que asesino es uno menos corriendo tras Pepita cuando ella y mi hermana huyan. Eso es más que suficiente.”
No había forma de saber con exactitud cuánta gente había en la banda del Rajabocas, ni si se los había traído a todos a la ermita, pero calculaba que aún le quedarían unos diez como mínimo. Mientras se deslizaba de puntillas a lo largo de uno de los muros, tratando de pillar un hueco por el que espiar, supo que necesitaría muchísima suerte si quería matar a diez tipos sólo esperando que se despistaran y a base de navajazos. No iba a pasar.
Entonces, un crujido brotó tras él y al volverse, se encontró a pocos metros de un cañón que le apuntaba al pecho. Apenas le dio tiempo a darse cuenta de dos cosas; una, lo habían descubierto y no tenía posibilidad de matar a éste sin arriesgarse a un balazo, y dos, este bandolero llevaba los pantalones del revés, vete tú a saber por qué.
−¡Rajabocas! –llamó éste con un grito−. ¡Aquí está el mozalbete!
La voz del Rajabocas le llegó como un ladrido desde la parte derruida de la ermita, que daba al prado que terminaba en acantilado.
−¡Ya era hora! ¡Tráelo para acá, que lo veamos bien! ¡¿Viene con la niña?!
El bandolero obligó a Rafael a ir hacia allá, rodeando el edificio. Sin dejar de apuntarlo, respondió:
−¡Yo lo he pillado solo, jefe!
La mueca asesina de Rafael se torció aún más cuando encontró al Rajabocas sentado en las ruinas de un muro, fumándose tranquilamente un cigarro con los demás secuaces a la espalda.
−Vaya por Dios −refunfuñó el líder con una risita hueca. Tomó una larga calada con un brillo en los ojos mientras examinaba a Rafael, cuyas manos estaban salpicadas de sangre−. Marcelo, ve y mira a quién se ha cargado el piltrafilla éste.
El humo le salió en espirales de la boca, enredándosele en las puntas del bigote. El Rajabocas parecía de lo más relajado mientras su súbdito empujaba con el cañón a Rafael hasta hacerlo quedar justo ante él. Las piernas largas le colgaban del muro y las hacía bailar, dando taconazos en la piedra, igual que un joven impaciente.
−¿Y dónde está la chica? –preguntó muy despacio.
−Antes dime dónde está mi hermana −gruñó Rafael−. Y si le has hecho daño te juro que te mataré.
El Rajabocas se echó a reír y algunos le hicieron el coro. Luego escupió al suelo y se ajustó el pañuelo rosado de la cabeza. En ese momento, la Rosario asomó tras las ruinas y salió al encuentro de Rafael.
−Y yo que pensaba que no tendrías los huevos de venir solo −ronroneó. También ella estaba fumando.
−Ya, pues aquí lo tienes. Buena idea, la de la carta, ¿eh? –sonrió el Rajabocas, bajándose del muro de un salto. Rodeó a la Rosario con el brazo libre y le plantó un beso muy profundo y humeante. Ella miró de refilón a Rafael, como para averiguar si esto le afectaba, pero al Mulato le traía al pairo si quería besar el culo de su caballo o pegarse un tiro en la cabeza.
−¿Dónde está mi hermana? –volvió a preguntar con los dientes apretados.
La Rosario hizo un mohín contrariado y se acercó a él para examinarlo mejor. Rafael tuvo que recordarse que seguían apuntándole a la espalda y que no convenía retorcerle el pescuezo apenas la tuviera a mano.
−No sé. ¿Y si nos cuentas dónde te has dejado a la inglesa? ¿La has escondido por aquí?– La Rosario se inclinó, como buscando, divertida. Luego añadió, mucho más bajo, para que quedara entre ellos–: No te recomiendo hacerte el interesante; ya me ha costado convencer a este hombre de que no te matara nada más verte.
−Fue muy agradable ver cómo te partía la cara la última noche. Debes estar muy contenta con él −masculló Rafael, aún con las manos en alto. El Rajabocas mandó a unos cuantos hombres a patrullar el terreno con gestos.
La Rosario se echó hacia atrás torciendo los labios, como si paladeara algo desagradable que más valía olvidar pronto.
−Meh, eso fue cosa de un día. No sé qué me dio, la verdad, para ponerme sentimental. Debería haber dejado que te disparara. Pero, por los viejos tiempos…− Se encogió de hombros, tomando otra calada.− ¿No me has echado de menos? ¿Ni siquiera un poco?
−No.
Su parquedad en palabras parecía irritar a la Rosario más que cualquier insulto o mirada de asco. Le sopló el humo en la cara.
−No te estás ayudando, cielo.– Bajó la mirada hasta las manos del bandolero y esbozó una sonrisa torcida.– Aunque veo que ya no eres tan blandengue como hace unos años. ¿Cuántos han sido los muertos? Espero que no hayas llorado mucho mientras lo hacías.
Se quedó esperando una respuesta, pero como Rafael parecía mirar a través de ella, acabó soltando un bufido ronco y regresó junto al Rajabocas, sin traslucir lo realmente molesta que estaba.
−Todo tuyo.
El líder la miró de reojo, como elucubrando, y luego se volvió hacia Rafael con su sonrisa hueca. Dio una palmada mientras recortaba la distancia entre ellos.
−¡Y bien! Teníamos un trato. Pero no veo tu parte por ningún lado. ¿Dónde anda? ¿Voy a tener que ir a buscarla yo?
El Mulato no respondió; intentaba pensar a toda velocidad qué demonios podía hacer ahora para salir del embrollo en que se había metido. No se le ocurría nada lo bastante bueno.
−Rajabocas, hemos encontrado los cuerpos, pero ni rastro de la moza −dijo uno de los bandoleros que regresaban.
−Pues vaya mierda, ¿no? –rezongó el Rajabocas, con los brazos en jarras. Se volvió hacia Rafael–. ¿Intentas dármela con queso? ¿La has dejado por ahí escondida, a la pobre, tan sola? ¿O está con los Tres, esos cutres trasnochados con los que juegas a ser lo que no eres? En fin, supongo que tendremos que buscarla luego.
Le habría gustado decir que lo vio venir, pero pese a los sentidos agudizados de Rafael, nada en la expresión del Rajabocas dio a entender que pensaba hundirle el puño en el estómago. El puñetazo lo dejó sin respiración y, muy a su pesar, se le doblaron las rodillas.
−Para qué me vas a poner el trabajo fácil, cacho puta, ¿eh? –canturreó el otro, paseándose frente a él.
−Dime dónde tienes a mi hermana −susurró Rafael, apenas reuniendo un suspiro de voz. El Rajabocas dio un par de saltitos y luego se colocó a su lado.
−¿Tu hermana? Y yo qué sé dónde está la perra ésa. En su casa, imagino.
Antes de que Rafael pudiera decir nada, le propinó una patada en el brazo herido, arrancándole un grito de dolor y dejándolo tirado en el suelo. El Mulato se retorció, viendo las estrellas, mientras la idea terminaba de cuajar en su mente.
−Pero ni siquiera lo has comprobado, ¿verdad? –se rió el Rajabocas−. Al final la Rosario tenía razón; bastaba con poner el nombre de Juanita en un papel y tú, que eres tonto perdido, vendrías echando mistos. Hay que ver, las cosas que tienes.
Se acuclilló para que Rafael pudiera verlo más de cerca y meneó la cabeza.
−Hombre, te reconoceré que estabas por ahí perdido en la montaña y que no tenías tiempo de sobra. Eso ha sido mi idea. Es que trabajamos muy bien juntos, ésa y yo. Sabemos hacer nuestro trabajo.
Satisfecha, la Rosario apagó los restos de su cigarrillo en el murete y le hizo un gesto a Rafael con el sombrero a modo de saludo. Si las miradas mataran, la del bandolero se habría llevado por delante a toda la banda, ermita incluida. El Rajabocas se irguió. ¿Qué pensaba hacer ahora?
¡Por Dios, pero qué imbécil había sido! Había puesto en peligro a Pepita, se había entregado igual que un cordero va al matadero, y todo por nada; Juanita ni siquiera sabía lo que estaba pasando.
−Todo había sido… un farol −jadeó, furioso, tratando de incorporarse. Pero el Rajabocas le colocó el filo de su navaja en la garganta, instándolo a quedarse quieto.
−Sí, coño, mira que eres lento. Sí, un farol, mentira pura, una cortina de humo, como quieras llamarlo.
Mientras el líder hablaba, una figura cuadrada y gigantesca apareció en el campo de visión de Rafael, caminando pesadamente con un martillo en la mano. Al final era cierto; Tomasa la Destructora se había aliado con el Rajabocas.
−Pero había que sacarte de tu escondite.– El loco ése suspiró, mirando con la mandíbula ladeada a la lejanía, al cielo gris que se extendía interminable sobre los acantilados y montañas.
Luego hizo gestos a los demás con aire distraído.
−Bueno, habrá que consolarse como uno pueda. Que alguien vaya a traerme cuerdas; por los viejos tiempos, habrá que cerrar este asunto como Dios manda.
Se volvió hacia Rafael y lo miró desde arriba con la nariz arrugada, como si le costara trabajo recordar algo importante. Se sacó la biblia del interior de la chaqueta azul y pasó las páginas tras mojarse el dedo con la lengua.
−Ya que estamos, mientras aún no estés cayéndote por un barranco, ¿hay algún salmo que te guste especialmente?
Dadas las circunstancias, el único alivio que le quedaba a Rafael era saber que por lo menos los Tres sabrían dónde buscar su cuerpo para enterrarlo y, sobre todo, que no había sido tan idiota de traer a Pepita. Al menos le había dicho que la quería. Pero saber que probablemente iba a morir y que no podría seguir con ella, como había soñado, lo estaba destrozando.
Gritó para sus adentros, luchando por encontrar una forma de, al menos, llevarse a unos cuantos por delante antes de morir como un perro.
***
Allá por el momento en que Rafael estaba dedicando largos ratos a rodear la ermita y preparándose para abrir gargantas a escondidas, Pepita tiritaba de aprensión sentada junto al caballo.
“No puedo permitir esto. A esta distancia ni siquiera veo bien lo que sucede. ¿Cómo voy a saber si Juanita sale o si Rafael necesita que me vaya?”
Si no podía saber cuándo hacía falta actuar, entonces no sería de ayuda. Tomó las riendas de Caballo y caminó durante unos diez minutos con la respiración agitada, recortando la distancia que le quedaba hasta la mancha gris, que poco a poco fue tomando forma suficiente para distinguir las pequeñas siluetas que se movían alrededor. Atenta al más mínimo ruido, no fuera a ser que algún bandolero estuviera vigilando la zona, aguzó la vista y esperó con el corazón en un puño, rezando con fervor.
Así distinguió a ver a Rafael cuando los del Rajabocas lo atraparon. Ahogó un grito y necesitó de toda su fuerza de voluntad para no montar en el caballo y galopar como loca hasta allá. Se obligó a esperar, como Rafael habría querido, a que Juanita apareciera por alguna parte.
Pero no había ni rastro de ella, y Pepita empezó a temerse lo peor: que, en efecto, hubiera sido un ardid para atraer al bandolero y, de paso, a ella misma y matar dos pájaros de un tiro.
Las rodillas le flaquearon cuando empezaron los golpes. No, que Dios la perdonara, no podía consentir algo tan horrible. Cada golpe que dirigían a Rafael le dolía a ella misma.
−No, por favor, no, no, no…
Lo matarían. Juanita no aparecía por ninguna parte, y sin embargo ese cabrón del Rajabocas, porque tenía que ser él con esa chaqueta azul, seguía golpeando a hombre que ella amaba.
Una rabia incandescente fue creciendo de tal modo en ella que la joven se sorprendió por su virulencia. Hervía como lava y la hacía crispar los puños. Un coro demoníaco se alzó dentro de su cabeza mientras ella gruñía, caminando en círculos sin apartar la vista de la figura de Rafael, que caía de rodillas.
−No, no, no, no, no…
Mientras los coros subían de volumen y el cabello se le crispaba, eléctrico, Pepita rechinaba los dientes de tal forma que creía que se estaba volviendo loca de desesperación.
Sólo era una mujer desarmada. No sabía pelear, no sabía esconderse, era totalmente impotente. Se martilleó con esas palabras mientras, imbuido por la furia asesina, su ojo derecho se ponía apuntando para su oreja.
−No… tengo un as en la manga −gruñó a la desesperada, mirando a Caballo con el ojo bueno. El animal clavaba los cascos en el suelo, levantando trozos de tierra y hierba, sabedor de que algo iba mal, muy mal.
Pepita caminó en un vaivén, buscando ideas a su alrededor.
−Pero no es suficiente… Necesito más… aunque nos maten a todos, pero no puedo dejar a Rafael ahí, da igual lo que él diga. No me importa. No me importa nada más que él.
Frenética, rebuscó en las alforjas de Caballo y encontró una hachuela. La blandió y fue hasta el árbol más cercano. Con un grito de hembra encabronada, empezó a cortar ramitas desesperada, una tras otra. Rasgó el bajo de su vestido en tiras y unió las ramas, y su tara empezó a pulsar apenas se colgó ese pequeño ejército de cruces del cuerpo. No era suficiente, necesitaba más.
Pero, si llegaba a la ermita, tal vez…
Pepita se subió al caballo, el ojo derecho pulsando aún vacilante, confundido ante todas esas cruces construidas de forma burda. La joven habría hecho mucho más, pero no había tiempo. Ya llegaba tarde y no tenía ni idea de lo que iba a hacer, salvo tratar de desatar todo el caos que tuviera en sus manos; si perdía un solo segundo, incluso por una buena razón, perdería a Rafael sin poder siquiera intentar salvarlo.
−Rafael, aguanta, por favor.
Con un grito, azuzó al caballo, que salió despedido al oír los extraños coros humanos que se le colaban en el cerebro, cada vez más altos, descontrolados por la alteración de Pepita, que llevaba como once cruces atadas por todo el cuerpo.
−¡Hiá! ¡Hiá!
Entonces, Caballo supo que más le valía correr, porque la voz de Pepita cambió súbitamente y emergió profunda y masculina, para sorpresa de ambos, humana y equino.
−HIÁAAAAAAH…
***
En su ascender por la vereda que salía medio escondida de Pajeras, Federico Palomino se dio cuenta de muchas cosas; entre ellas, que no había grito de guerra que pudiera durar más de cinco minutos, no importaba el esfuerzo. Además, no era plan de alertar a nadie, pues sabía que había de ir solo tras la pista de los bandoleros.
Iba ya con la lengua fuera y no llevaba más de media hora correteando. No lo entendía; se consideraba un joven atlético y ágil, cargadísimo de energía y voluntad, y había que reconocerle el mérito de seguir pensando eso a pesar de verse cada mañana las patas de pollo que tenía por piernas.
−¡Lo haré! –iba resollando−. ¡Les enseñaré a esos canallas quién es el sacerdote de Pajeras, y este día será el comienzo de una reforma que hará historia!
Se detuvo unos segundos para recuperar el aire. En verdad, la cuesta era muy empinada para la gente de a pie y hacía siglos que nadie se había molestado en apañarla, puesto que ya eran muy pocos los que se acordaban de las ruinas de esa ermita. Federico había ignorado su existencia hasta hacía unas horas, y eso que se había molestado en aprender todo cuanto podía sobre la historia del pueblo antes de trasladarse a él.
Cuando alzó la vista, se encontraba ante una bifurcación y soltó un bufido contrariado. Los dos posibles caminos a seguir subían, sí, pero ¿cómo iba a saber ahora cuál era el que llevaba a la ermita?
Dejó caer los brazos y la última cruz, la que un día saliera a buscar cual cordero extraviado, rozó el suelo con un repiqueteo triste. Federico dio una vuelta sobre sí mismo, perdido.
−¿Y ahora qué?
Ojalá la voz del Señor Musculoso no lo hubiera abandonado tan pronto, dejándolo solo con sus dudas. ¿Qué sendero habían tomado los Tres Franciscos? Buscó huellas de cascos, pero ambos caminos estaban plagados de ellas. Aun así, a cuatro patas sobre el suelo y casi olisqueándolas, Federico advirtió que no todos los cascos eran iguales, y que se mezclaban en cierto punto con otro tipo de pezuñas, confundiendo su sentido de la orientación en lo desconocido, ya bastante pobre de por sí.
Podía sentir el tiempo correr tras sus oídos, o tal vez sería el latido insistente de su corazón sediento de heroísmo. Al final decidió que, aunque el viento soplara allí de la manera justa para hacer ondear su levita épicamente, como a él le gustaba, lo peor que podía hacer era quedarse allí parado como un inútil.
−¡Basta de ego! ¡Basta de distracciones! ¡El Señor me guiará, debo tener fe! –explotó, sacudiendo el puño al aire.
En ese momento, el viento cambió y el extremo de su látigo viró en el aire, las cruces señalando al camino de la derecha. Federico inspiró hondo con determinación.
−¿Quieres que vaya por éste? Bien, sea pues.
Caminó y caminó, y se sorprendió al ver que el sendero era cada vez más practicable; los trancos y escombros se tornaban en tierra apisonada y hierba de lo más suave. Se negó a detenerse, pero no tenía ni idea de cuánto le quedaba hasta el lugar del secuestro y, en su fuero interno, temía haber tomado la dirección equivocada. Federico estaba acostumbrado a esa sensación que le sobrevenía cada vez que se equivocaba, una mezcla de tristeza y la confirmación de que estaba solo y siempre lo estaría, de que no tenía nada que ofrecer que fuera valioso para los demás, eliminando así la posibilidad de ser aceptado algún día.
−Dios bendito y todopoderoso, envíame una señal… Un haz de luz que me señale el camino, uno de tus gritos de ánimo, una revelación, la que sea…
Tan ofuscado estaba mirando al cielo que ni siquiera reparó en el trozo de valla medio desmoronada que se deshizo bajo sus pies cuando pasó sobre ella. Iba haciendo aspavientos a las nubes encapotadas, implorando sin cesar.
La frustración no sólo lo hacía replegarse sobre sí mismo, sino que además le taponaba los oídos y le chafaba la visión periférica, por lo visto. Por eso no escuchó los mugidos que iba despertando a su paso, ni tampoco reparó en las monstruosas manchas negras que pastaban a pocos metros. Ni en el calorcillo húmedo que le subía por el pie derecho.
No dejó de farfullar entre zancadas hasta que reparó en un olor terrible que lo seguía doquiera que fuera.
−¡¿Padre, por qué me castigas?! ¿Acaso soy ya tan impío que me maldices con la marca del oloroso?
Olfateó el aire. Llevaba tanto tiempo mirando para arriba que le costó horrores ir bajando el cuello y tomar contacto con la realidad que lo rodeaba. Cuando logró que su mentón tocara el cuello de la levita, comprendió el porqué del olor; lo que no sabía era cómo se las había apañado para encontrar una boñiga tan inmensa en mitad del camino.
No, un momento. Había vallas en la distancia, por lo que tenía que haber ido a parar a una especie de… ¿granja?
−Vaya, hombre, ¿dónde demonios estoy? ¿Cuál es tu plan, Altísimo? ¡Ilumíname, a tu siervo extraviado!
−Múuuu −respondió la voz del Señor, que sonaba igual de viril que antes, pero con un toque altamente bovino que dejó muy descolocado a Federico.
Muy despacio, el cura se volvió para encontrarse cara a cara no con un enviado de Dios, ni siquiera con un conejito que catalizara la voz de su conciencia, sino un puñado de bestias enormes y negras que lo miraban fijamente a través de una valla de madera.
−¿Dónde… me he… metido?
De haber estado allí el guarda en lugar de durmiendo la mona quién sabe dónde, la respuesta le habría llegado más o menos así: “En un criadero de toros de lidia, so gilipuertas. ¡Hic! ¿No has leído el cartel de la verja?”
Ah, así que eso eran las astillas mohosas que le perlaban los calcetines. Los restos de una verja que debería haber evitado, seguramente la de la entrada. Pero para eso había que ser alguien más centrado en el mundo real y tangible, es decir, cualquier persona salvo Federico Palomino.
Para comprender lo que pasó a continuación, es necesario hablar de los toros.
Habían tenido un día duro y lleno de violencia, los machos batallando como locos entre sí por la dominancia de la manada. Pero de pronto, estos toros de lidia habían desafiado años y años de evolución mediante el diálogo, llegando a una solución pacífica que los traía locos a todos. En una asamblea plagada de mugidos, acordaron exaltados que, de ahora en adelante, se regirían por un gobierno anarco-comunista cuyo primer propósito sería derrocar a los apestosos humanos que los mantenían presos, obligando a machos y hembras a vivir separados y oprimiendo su libre sexualidad. Eso lo primero.
Y luego, irían a por los toreros en cuanto descubrieran dónde se reunían para pastar. Después, dominarían el mundo, que según ellos eran las cuatro colinas que rodeaban la granja. Enseguida empezaron a discutir por quién lideraría ese terreno una vez desterraran a los humanos, y esto prendió una acalorada discusión, puesto que habían acordado que serían una manada anarco-comunista, y eso implicaba que no habría líderes ni gobierno. Pero unos querían votar, los otros no sabían qué significaba eso, y al final todos se dieron cuenta, con gran espanto, de que la existencia junto a los humanos había contaminado sus mentes con nociones políticas de dudosa fiabilidad y que ahí radicaba la semilla de su destrucción como especie.
Los milenios de evolución regresaron a la primera señal de incertidumbre, y la asamblea se fue cargando más y más mientras los toros intentaban permanecer civilizados y no liarse a cornadas los unos con los otros de pura frustración.
En ese momento, el humano desconocido y que olía a boñiga pasó por delante de ellos al otro lado de la valla, hablando solo con su voz de pito, que no hizo sino aumentar la mala baba que reinaba en el ambiente. Lo miraron fijamente, todos sus ojillos bovinos imbuidos de un resplandor al rojo vivo. Habían luchado todo el día contra la ira primigenia que los impulsaba a liarse a cornadas con todo lo que se moviera; dado su rencor hacia la raza humana y su frustración por no entender una política exenta de jerarquías, ver a ese hombrecillo haciendo aspavientos delante de sus narices mientras pasaba de largo fue la gota que colmó el vaso.
“Y no se va, sigue ahí”, mugió uno, un toro negro como la pez, grande como un carruaje.
“Y que lo digas, qué descaro, cómo se atreve a interrumpir la Primera Asamblea Toril de la Historia Toril”, corroboró uno, hendiendo el suelo con las pezuñas.
Todos asintieron, haciendo crujir los músculos. Humaredas brotaron de sus hocicos, creando una neblina siniestra sobre el prado.
Federico por fin se había convencido de que no estaba alucinando; tenía enfrente una manada entera de toros de lidia, esos monstruos de ébano que eran puro músculo pesado en toneladas, con cuernos capaces de partir en dos a una criatura en cuestión de segundos.
En lugar de retirarse caminando muy lentamente hacia atrás o fingir que era un árbol con crisis de identidad, Federico hizo lo único que cualquier persona cabal habría evitado por todos los medios al confrontar a un puñado de toros indignados.
Se agarró los ricillos de la cabeza, miró al cielo y aulló sacudiendo los brazos:
−¡¡OOOH SEÑOR POR QUÉ ME HAS ABANDONADO!!
Acto seguido, con las faldas de la levita ondeando en el aire, echó a correr en la dirección opuesta, hacia el este, sin dejar de gritar.
Y ése fue el pistoletazo de salida que desató la ira reprimida de la manada, cuyo líder pre-asamblea mugió, estremeciendo el aire:
“¡¡¡Muerte al macho omega!!!”
Los otros toros ignoraban qué leches era eso de “omega”, pero entendieron “muerte” y ya no hizo falta nada más. Cargaron en estampida, levantando una tormenta bajo sus pezuñas, que arrancaban una fina lluvia de barro.
Ninguna estúpida valla volvería a ser un obstáculo entre ellos y el resto del mundo. Se estrellaron contra ella con tal violencia que la madera explotó, lanzando una lluvia de astillas, clavos y moho a los cuatro vientos. La opresión humana se derrumbó bajo sus pezuñas sedientas de venganza y, al verse por fin libres, lanzaron un mugido colectivo capaz de estremecer las montañas.
Federico se agarró a la primera roca alta que encontró el camino, jadeando como un poseso con la rabia. ¡Jesús bendito! ¡¿Qué había sido eso?! No podía volver a distraerse en sus andares de esa forma, ¡o jamás llegaría a la ermita!
Levantó la vista y, muy despacio, sus ojos crecieron hasta parecer platos soperos. Muy a lo lejos, coronando un acantilado no del todo inaccesible, había una mancha gris.
−¿Eso es… la ermita…? −jadeó, sin dar crédito.
¡¡Sí!! ¡El Señor le había dado una segunda oportunidad, mostrándole el camino a seguir aun cuando se había perdido! Ahora, Federico sería imparable, sería el heraldo de la justicia divina.
Desplegó el látigo con un gesto triunfal, disfrutando del chasquido musical de las cruces al entrechocar con los eslabones.
Su euforia fue tal que apenas notó el temblor que empezó a sacudir la tierra, más y más fuerte. Volviéndose eunuco por un momento, Federico se volteó.
Apenas tuvo tiempo de gritar cuando el primer toro le estrelló la frente en el estómago, levantándolo por los aires igual que a un muñeco de trapo.
La realidad se volvió difusa, brillante… De pronto el suelo era gris y esponjoso, y el cielo verdinegro. Ambos tiraban de él, y Federico vio sus piernas de pollo pelado virar en círculos, el látigo estirarse, como elástico, y luego retroceder sobre su cuerpo.
Igual que si pasara las páginas de un libro ilustrado, vio escenas sueltas de su vida transcurrir ante sus ojos: él, vestido con una toalla, de pie sobre una cabra y más tarde sobre una vaca, ante la mirada atónita de su tío el marqués, que acababa de escupir el vino por la sorpresa. Vio la aguja y el hilo en sus manos, que arreglaban las heridas de sus compañeros de seminario.
“Federiqui, tú siempre has sido mi favorito”, dijo la voz de su madre, mientras la mecedora iba y venía.
“Estás loco perdido y un día acabarás empalado en las aspas de un molino…” escuchó decir a su padre.
En verdad estaba volando muy alto, pero en este lugar no había molinos, sólo toros enfurecidos y llenos de cuernos. ¿Habría tenido razón al final su padre? ¿Estaría muerto sin saberlo?
Una de las cruces le arañó la cara cuando el látigo volvió a virar en el viento. Las montañas daban vueltas como en un caleidoscopio.
“Sólo quieren meterte miedo para que falles, cielín. Porque no eres como ellos, y si triunfas, entonces pensarán que han hecho algo mal”, decía su madre en la oscuridad de su mente. “Y no están dispuestos a dejar que tú les demuestres lo equivocados que están.”
−Tenían razón, madre…−susurró mientras el descenso y las volteretas acababan. Entonces empezó a caer como un cometa negro sobre la marea destructora.
“No. Federiqui, mi lindo. Tú lo harás bien. ¿Sabes por qué?”
La mecedora iba y venía, pero Palomino no la veía por ninguna parte. Sólo oía el repiqueteo del látigo y el estruendo de la estampida, cada vez más cerca.
“Porque pase lo que pase, tú… siempre…”
Su estómago estaba aplastado entre los pulmones. Iba a morir allí mismo y ni siquiera había pensado en rezar algo.
“…caes…”
El golpe se acercaba a toda velocidad, y Federico seguía girando. Unas gotitas de su sangre frotaron ante sus ojos, como perlas de granate.
“…de pie.”
Entonces, el sacerdote ingenuo, el niño raro de narices, colisionó en el mismo centro de la manada con tal fuerza que la oscuridad se lo tragó todo.
***
−Más rápido, más rápido…
Pepita lo intentaba con todas sus fuerzas, pero ni Caballo podía correr más, ni ella potenciar su maldición. Lo cual era nefasto, pues su plan de rescate dependía demasiado de ésta.
Supo que había metido la pata hasta el fondo cuando uno de los hombres del Rajabocas la divisó desde lo alto del campanario; era mucho más fácil descubrir a una moza a caballo en la linde del bosque que a un bandolero escurriéndose entre las sombras.
Un par de jinetes le salieron al encuentro tratando de arrinconarla. Pepita trató de dar un rodeo y despistarlos, pero fue inútil; ya sabían de su llegada.
Las cruces que pendían de su cuerpo no sirvieron más que para ganarse algunas miradas perplejas de los bandoleros. Por mucho que Pepita intentara descontrolar a su bicho interior, su mala suerte, la que servía de verdad, parecía haberla abandonado en el peor momento.
La agarraron entre dos, resistiendo sus sacudidas y arañazos, y la llevaron a rastras ante el Rajabocas. Cuando llegaron a la parte más ruinosa de la ermita, Rafael ya estaba atado con las manos atrás y de rodillas, dándole la espalda al precipicio. Sangraba profusamente por la nariz y la boca, con la camisa empapada de rojo intenso. Pepita rugió y le dio un cabezazo en la cara a uno de sus captores, que soltó una maldición y la tiró rodando al suelo. Allí, el otro la inmovilizó, aplastándole la cabeza contra la hierba.
El Rajabocas dejó de prestar atención a Rafael y se acercó a ella. Sólo le faltaba dar brincos de gusto.
−Pero bueno, ¿y esto qué es?
−Ha venido solita, jefe. Y se ha traído el caballo.
Rafael se espabiló de pronto y buscó con la mirada a Pepita. Rogó que sus sentidos lo estuvieran engañando, que no hubiera sido tan demente de venir cuando él le había dicho claramente que…
El líder se agachó junto a ella y le arrancó una de las cruces, mirándola divertido.
−Si te digo la verdad, no sé para qué leches quieres esto. Será una costumbre rara inglesa. Veamos…− Le apartó un puñado de rizos para verle la cara. Pepita le habría arrancado un dedo de un mordisco, pero el Rajabocas se apartó a tiempo con una risotada.
Por el rabillo del ojo, entre la polvareda, la joven vio acercarse a la Tomasa. El Rajabocas se volvió hacia ella, lanzando la cruz por encima del hombro.
−¿Tenía el ojo piripi ya de antes?
La giganta la miró y negó muy despacio, como si necesitara aceite en las juntas del cuello. Pepita gruñó, temblando de impotencia:
−Suelta a Rafael y me iré con vosotros.
Esto hizo sonreír al Rajabocas, que chasqueó la lengua y dijo, muy alegre:
−Mira, como te veo despistada, te voy a poner al día. En resumen: No, no tenemos a Juanita. Sí, era todo mentira. Ése de ahí…− Señaló a Rafael, que acababa de asimilar la situación y ahora gritaba a pleno pulmón.− …tu novio, va a volar por el precipicio cuando yo lo diga, y tú… bueno, tú no sabes la de molestias que me has ahorrado viniendo hacia aquí por tu propio pie. Asumo que el caballo es un regalo aparte… por mi cara bonita.
Antes de que Pepita pudiera revolverse o responder, tiraron de ella para levantarla, arrancándole algunos mechones de pelo en el proceso.
−Atadla y que vea el espectáculo desde la primera fila.
−Voy a mataros a todos −escupió Pepita, sacudiéndose como una posesa. Uno de sus captores soltó una maldición cuando le arreó un taconazo en la espinilla.
−Pues como no sea de risa, maja…−rezongó la Rosario, que se había encendido otro cigarro y observaba con creciente regodeo sus intentos de rebelión.
−Que alguien tranquilice a la puta, que me está cargando y la necesito viva.– El Rajabocas hizo un gesto negligente con la mano, y justo cuando Pepita intentaba lanzarse sobre él para arrancársela de un mordisco, algo la golpeó por detrás y perdió el conocimiento.
Lo último que oyó antes de caer como un fardo fue el grito de Rafael.
***
Contra todo pronóstico y gracias a su pericia de cabra montesa, los Tres Franciscos llegaron al lugar acordado pocos minutos después tras dejar los caballos y al perro en un lugar seguro donde nadie pudiera descubrirlos. Como nadie montaba guardia ya en los alrededores, asumieron con que ya debían haber capturado a alguien de su interés y no esperaban a nadie más. Eso no podía ser bueno.
Se arrastraron como lagartos hasta asomarse entre dos rocas afiladas, con las armas ya listas para saltar en caso de que los descubrieran.
El panorama que encontraron no podía ser más desolador: Rafael estaba atado de pies y manos, y apenas un metro de tierra lo separaba de metros y metros de caída libre hacia la muerte segura.
−Por los clavos de Cristo…−dijo Paco, echándose para atrás la montera. Nada podía hacer su labia para aliviar este momento.
−Hijo de la gran puta, le voy a sacar las tripas y a colgarlo de una viga −farfulló Cisco, rojo de ira.
Francisco estudiaba la situación con ojos de águila, sosteniendo la navaja plegada bajo los labios.
−Nadie fue a casa de Juanita a comprobar que estuviera allí, ¿verdad?
Los tres se miraron, comprendiendo lo imbéciles que habían sido, y Paco dio un puñetazo a la roca.
−¡Somos todos gilipollas perdidos!
−¿A quién se le ocurre?
−Mirad −los interrumpió Francisco−. También tienen a Pepita.
En efecto, cuando unos bandoleros se apartaron unos pasos, divisaron a la muchacha en idéntica situación a Rafael, justo enfrente. Dio unas cuantas cabezadas, como recuperando el sentido, y cuando vio al Mulato y comprendió lo que iban a hacer, empezó a revolverse sin éxito.
−¿Piensa matarla a ella también? No… −empezó Cisco–. A ella tienen que entregarla viva o no verán un real. Pero el malaje quiere que Pepita lo vea todo.
−Tenemos que hacer algo ya o Rafael estará perdido.– Paco se mordía los nudillos, exprimiendo el cerebro que de tantos aprietos les había sacado a lo largo de los años. Pero allí abajo había demasiados bandoleros enemigos y cualquier movimiento en falso acabaría con el Rajabocas, o cualquier otro, empujando a Rafael por el acantilado.
Los tres se removieron inquietos, tratando de acercarse lo máximo posible sin revelar su posición. Se apostaron sobre el balate que se alzaba en el lado sur de la ermita, resguardados por unas chumberas. Pero seguían estando demasiado lejos.
Su única alternativa era abandonar la protección de los árboles y rocas, que el más sigiloso bajara a ras del suelo y, una vez allí, se tumbara y reptase al amparo de la hierba alta hasta colocarse a unos metros del Rajabocas.
−Si conseguimos colocarnos tras él y le volamos la sesera, ¿los demás se desperdigarán?
Francisco miró los cadáveres que se desangraban en los alrededores de la ermita y negó con la cabeza.
−Lo dudo. Ha matado a sus compañeros. Terminarían la tarea por venganza.
−Y sabrán al momento dónde está el tirador. Baje ahí quien baje, con ese plan morirá seguro, y ni siquiera podremos salvar a esos dos −gruñó Cisco.
Paco soltó un taco y los Tres miraron la escena con aprensión, tratando de controlar la rabia impotente que los inundaba. No podían permitirse el lujo de hacer locuras o tentar a la suerte.
−Necesitamos distraerlos como sea o aquí morirá hasta el apuntador.