14
Pasaron el resto del día disfrutando el uno del otro, cariñosos como tortolitos. Cenaron un poco de todo cuanto había en las provisiones y durmieron acurrucados bajo las mantas, esta vez sin tener que disimular cuánto les gustaba estar juntos.
Al día siguiente regresaron al claro y llevaron al caballo con ellos para que trotara a placer. El equino no parecía muy entusiasmado; mientras hacía ochos entre los árboles, sus pupilas ovaladas parecían decir: “Sí, sí, mucha emoción, mucho sacarme a pasear ahora, pero mientras vosotros estabais ahí chocando vuestras partes amorfas, nadie se acordaba del pobre y frustrado Caballo.”
Pepita reveló, por fin, su pericia de jinete. Rafael lo había sospechado todo este tiempo, pero ahora que se estaban diciendo verdades, se quedó admirado con la elegancia que mostraba la joven a lomos de su caballo. Cuanto más aprendía de ella, más le gustaba, y la joven estaba encantada teniendo al bandolero para ella sola.
Con más optimismo que la mañana anterior, Rafael le dio unos cuantos consejos a la hora de manejar la navaja. Pepita escuchó, atenta, cómo buscar los puntos débiles en los riñones, estómago y cuello. Llegado cierto punto, la idea le disgustó tanto que tuvo que sentarse para digerir todo cuanto significaba lo que estaban haciendo. Rafael se acuclilló frente a ella, con el filo capturando la luz dorada del ocaso.
−¿Alguna vez has matado a alguien? Lo siento, es una pregunta muy tonta. Claro que lo habrás hecho.
El bandolero meneó la cabeza, nada satisfecho con sus recuerdos.
−Si te digo la verdad… nunca antes había matado a nadie. Aborrecía la idea. Derramé mi primera sangre cuando el Rajabocas me acorraló aquella vez en la tormenta.
−Pero eso fue en defensa propia.
−Maté a unos cuantos, sí… pero no estoy orgulloso. Lo hice para protegerme, a mí y a… Perico.– Muy cansado de pronto, se frotó el puente de la nariz.– Pero no fui lo bastante rápido. Podría haberle salvado. Tomó la bala que iba dirigida a mí, y cambió su vida por la mía.
Ahí estaba otra vez Perico. El dolor en la voz de Rafael gritaba a los cuatro vientos que aún no había superado la pérdida de su amante, y Pepita se sentía agotada por el vaivén de los celos. ¿Por qué no podía ser generosa como Rafael?
Bueno, ¿y por qué él no dejaba de hablar de Perico? Ya habían tocado el tema el día anterior y, aunque Pepita deseaba que él se desahogase y no hubiera barreras entre ellos… No podía evitar pasarlo algo mal cuando Perico se colaba en la conversación.
Rafael tenía que saber que la hacía sentirse insegura. Lo que había entre ellos aún era nuevo y, por tanto, frágil. Pepita sabía esto de una forma visceral. ¿No notaba cómo sufrían los sentimientos de la joven, pese a sus esfuerzos por ser comprensiva?
−Debía de amarte mucho para hacer algo así −carraspeó, haciendo de tripas corazón.
Rafael cerró los ojos y plegó la navaja.
−Sí. Él era más de actos que de palabras, pero entre nosotros había un vínculo que jamás he visto en otra parte. No creo que pudiera volver a encontrar otro…−se interrumpió con una risa sofocada, como asaltado por un recuerdo particularmente querido.
Las uñas de Pepita se enterraron en su falda. ¡Por todos los corsés acartonados! Esto era más de lo que creía poder soportar. ¿Por qué Rafael no se detenía? ¿Por qué parecía tan decidido a hacerla partícipe de su intimidad con Perico, insistiendo en lo especial que había sido su relación con él? ¿Acaso cuando recordaba a Perico, su juicio se nublaba de tal modo que se olvidaba de todo cuanto le había confesado a Pepita mientras compartían sus recovecos más húmedos y humeantes?
−Ahá −consiguió musitar, con un nudo en la garganta.
−¿Sabes? –continuó Rafael con mirada soñadora, ajeno a la alteración de Pepita–. Lo que más le gustaba era que nos tiráramos al sol en los prados de flores. Nos podíamos pasar las horas ahí, mirando las nubes. Le daba mucha rabia cuando yo intentaba ponerle amapolas en el rabo −añadió, riéndose.
El dolor se convirtió en indignación y, farfullando algo ininteligible, Pepita se puso en pie con la rapidez de un resorte. ¿Pero qué demonios? ¿Cómo le soltaba ese detalle tan íntimo y se quedaba tan pancho?
−Bien, creo que es suficiente.
Le faltaba poco para llorar; ¿cómo era posible que Rafael fuera tan descarado? No entendía nada. ¿Es que no le había importado todo cuanto habían hecho y se habían dicho el día anterior?
No había sido suficiente reunir el valor para entregarse a Rafael, con todo lo que eso conllevaba, ¿tendría que pasársela luchando con el imborrable fantasma del mancebo bandolero? ¿Cómo iba a competir con eso?
Rafael parpadeó, como confuso, y se levantó para ir tras ella, que caminaba a pasos largos de vuelta a la caverna.
−¿Pepita? ¿Va todo bien?
¿En serio? ¿Qué bicho le había picado? ¿Pero es que era lerdo o algo? ¡Esto no podía estar pasando!
−Sí, todo bien, no te preocupes −farfulló, queriendo evitar un enfrentamiento. Lo último que quería era estropear esos preciosos momentos de intimidad que habían ganado, pero mucho se temía que ahora había sido Rafael, con su tacto de ogro, quien lo había echado todo a perder.
−¿Estás segura?
−Sí, sólo estoy cansada.
“No pasa nada, pero gracias por hacerme ver nítidamente la imagen de Perico y su cuerpo blanco, su pelo angelical de rubio platino y su nardo cubierto de amapolas, que tanto te gustaba.”
Por la gloria de su madre, con tal descripción le parecía tenerlos delante, uno moreno y el otro níveo cual unicornio hecho persona, una criatura etérea y entregada al placer sumiso en los brazos de acero pulido de Rafael. Porque Perico había sido el sumiso, de eso estaba casi segura. Era el rubio y delgado, así que tenía lógica. El delicado Perico, con flores enredadas en esa parte que tanto le gustaba a Rafael y que Pepita jamás podría tener a menos que se metiera de cabeza en algún tipo de la más turbia magia negra.
Mierda, no debería haber hecho esas conjeturas, pensó mientras esquivaba los arbustos y rocas. Ahora no podía sacarse las imágenes de la cabeza. El bandolero la seguía, dudoso, a varios metros de distancia, guiando al caballo de vuelta.
Rafael, que se habría enterrado con abandono en las profundidades prohibidas de Perico, uniéndose ambos en una danza bicolor que hacía palidecer a los amores griegos de las leyendas. Muerte trágica incluida.
“No es justo que lo odie, ¡dio la vida por su amor! ¡Murió en sus brazos! ¿Cuánto no tuvo que sufrir?”
Otra vocecita interior, que tenía la forma de un diablillo gordo y verde, mal vestido con las ropas de Pepita y una peluca negra mal colocada, habló. El diablillo saltaba echando humo y pisoteaba el suelo imaginario:
“¡¿Y a mí qué me cuentas?! ¡¿Por qué tiene que contarme con pelos y señales lo mucho que le gustaba encontrar el placer en el cuerpo áureo de Perico?! ¿Qué espera que haga con ese conocimiento, usarlo para hacer murales de carboncillo en la cueva para inmortalizar así la mayor historia de amor homoerótico jamás contada?”
Los ojos le ardían por las lágrimas. ¡Maldito idiota! Qué ingenua había sido al pensar que Rafael era un hombre sensible y prudente. Eso no quitaba sus muchas otras cualidades, pero Pepita sentía que la burbuja de felicidad había estallado demasiado pronto, y no de las formas que ella habría previsto.
Justo cuando casi llegaba a la entrada de la cueva, se encontró de frente con tres hombres y un par de caballos. Se paró en seco, sofocó un grito y trastabilló de tal manera que habría acabado hocicada en un arbusto si Cisco no la hubiera sujetado.
−¡Mother of God!
−¡Mujer, no te asustes, que somos nosotros!
El bandolero la ayudó a recuperar el equilibrio e intentó verle la cara, notando que parecía muy alterada. A lomos de los caballos estaban Paco y Francisco, este último observándola con el ceño fruncido. Rafael llegó casi de inmediato.
−¡Por fin aparecéis! ¡Y yo que creía que os habríais largado a un viaje por Gibraltar sin mí! –rió, tratando de suavizar la preocupación que había albergado por sus compañeros durante estos días.
−Pepita, ¿qué pasa? –dijo Cisco. Luego miró a Rafael−. ¿Tanto os hemos espantado?
El chucho de Cisco, que iba a lomos de uno de los caballos, bajó de un salto, loco de contento al ver a Pepita. Ésta sonrió con dificultad y le rascó la cabeza.
Paco desmontó y les mostró las alforjas.
−¡Eso se les pasará deprisa cuando vean todo lo que traemos! Hemos tenido unos días de lo más ocupados mientras vosotros intentabais haceros invisibles. Nos dejamos caer por un par de sitios…
Pepita no sabía para dónde mirar. Se estrujó la tela de las faldas y balbuceó, igual que si recitara una lista:
−Estábamos muy preocupados por vosotros. No sabéis lo que me alegra que estéis bien… Muchas gracias por toda vuestra ayuda.– Dicho esto, desapareció dentro de la cueva, seguida por el perro, que movía el rabo con tanta emoción que de un momento a otro se le despegaría del cuerpo y saldría volando, dándole un susto a todo el mundo y probablemente tumbando a algún ave en mitad de su vuelo.
Todos se quedaron mirando el lugar por el que se había marchado. Rafael se rascó la cabeza con el ceño fruncido, y al momento Paco se encaró con él:
−¿Pero qué le pasa a la chiquilla, que parece que ha visto un fantasma?
El Mulato se encogió de hombros.
−No tengo la menor idea. Se le ha metido algo de pronto.
−Pues ve y habla con ella −le animó Paco con gestos. Pero Cisco negó con la cabeza mientras descargaba las nuevas provisiones.
−No, de ninguna manera. Cuando una mujer no quiere hablar, no quiere hablar y punto. Hay que dejarlas enfriarse, y cuando ellas se aclaren y sepan lo que les pasa, ya vendrán y lo explicarán.– Chasqueó la lengua. –O no.
Francisco el Moreno se cubrió los ojos con una mano, como avergonzado de la conversación. Paco puso los brazos en jarras y le espetó:
−¿Y desde cuándo tú te has convertido en un experto en mujeres, listo, que eres mu listo? Anda y no aconsejes, que tú tienes unas ideas muy peregrinas.
Cisco sacudió los brazos, cual pavo ofendido a punto de entrar en combate. La chaqueta le venía grande, así que las mangas se le sacudieron igual que a un espantapájaros.
−¡Habló el que fue tó trasnochao a cantarle una serenata a medianoche a la viuda Melones cuando se le metió entre ceja y ceja!
−Oye, ¡también yo le gustaba a ella!
−Sí, claro, por eso te tiró un jarrón a la cabeza y te llamó “so mendrugo”.
Paco le dio la espalda, muy dolorido.
−¡Calla! ¡Que tengo sentimientos y no me gusta acordarme!
−Y así se pasan el día −masculló Francisco, bajando del caballo de un salto grácil.
Rafael intentó no alimentar un dolor de cabeza dándole más vueltas al tema, estaba seguro de que Pepita tenía algún problema rondándole y que se lo habría contado en la intimidad de la cueva. Porque Pepita no era de esas personas que se cabrean y esperan que uno sepa lo que ha hecho mal, ¿cierto? ¿Y él qué había hecho? Sintió la tentación de repasar todos los sucesos del día en busca de una pista, pero había asuntos más acuciantes que tratar.
−Traed que os ayude. Menos mal que venís, ya empezábamos a quedarnos sin comida. ¿Alguna noticia del Rajabocas?
Amarraron a los equinos todos juntos, dejándolos sumidos en un debate sociopolítico de lo más desafiante e iluminador, demasiado complejo para las simples mentes humanas. Cargados, los bandoleros entraron en fila india a la cueva, donde Pepita se había sentado con el rostro vuelto, de forma que no pudieran vérselo.
Paco fue el primero en contestar, dejando las alforjas junto al fuego.
−Tú ya sabes que las autoridades tienen las pelotas de plomo y que les importa todo un pito mientras no les salpique a ellos, pero después del follón que él y su banda montaron en el pueblo, dejando muertos atrás y todo…
−Están muy, muy cabreados. Hoy mismo han pregonado un anuncio; no sabes cómo ha subido el precio de su captura −intervino Cisco, con los ojos claros muy abiertos−. Si tan sólo pudiéramos acorralarlo y entregarlo… ¿creéis que nos perdonarían a nosotros?
Una sombra cruzó el rostro de Francisco. Paco hizo un mohín y el silencio denso que siguió a continuación fue más elocuente que cualquier palabra.
−No sé yo, Cisco. Yo no vivo mal con mis trapicheos. Cierto es que ya me hago viejo, pero también por eso no me hago ilusiones. Sería ponernos a todos en bandeja.
−Pero…−protestó el otro.
Rafael rezongó:
−¿Y cómo sería eso? Si consiguiéramos reducirlo, no sólo a él sino también a su banda entera, cargar con ellos y llevarlos ante la justicia… ¿qué crees que pasaría? Los encarcelarían, nos darían una palmada en la espalda y dirían “Muy bien, mozos, tomad vuestra paga e id con Dios de vuelta a vuestros asuntos”?
Todos lo miraron con una mezcla de pesar y cansada resignación. Pepita mantenía el oído aguzado, fingiendo estar muy ocupada en lavar una cacerola en la poza.
−No −continuó Rafael, cada vez de peor humor−. Se reirán en nuestra cara, nos cogerán a nosotros también y acabaremos compartiendo celda con ellos, quién sabe si patíbulo también.
−Olvidadlo −dijo Francisco, que ya estaba liado con su juego del tapete y la navaja.
Rafael meneó la cabeza, como intentando sacudirse esas ilusiones estúpidas e ingenuas, y dijo, mientras los demás disponían un buen almuerzo en el mantel improvisado:
−Bueno, ¿sabéis dónde anda ese cabrón o algo? ¿Ha molestado a alguien más?
Pepita sabía que se refería, sobre todo, a su hermana. Pero el horror que le provocaba la simple idea le impedía ponerlo en palabras.
Los otros negaron.
−Los pajaritos nos cuentan que lo vieron dejar el pueblo. ¿Te acuerdas de la giganta? Pues por lo visto se fue con ellos.
La joven sintió que un bloque le caía en el pecho. Así que habían juntado fuerzas. ¿Acaso podía ir a peor? ¿Cómo podían detenerlos? De pronto, su brevísimo entrenamiento con el trabuco y la navaja le pareció irrisorio.
Las miradas se centraron en Pepita, que ya no veía razón para mantenerse al margen de la conversación, pese a que aún se sentía herida por la metedura de pata de Rafael. Quien, por cierto, parecía de lo más despistado al respecto. Estaba tan desanimada que apenas podía prestarle atención al perro que la seguía a todas partes. Se acercó a ellos y se arrodilló junto al fuego.
−¿Qué puedes decirnos de esa mujer, Pepita? –preguntó Paco.
Ella respondió sin mirar, ocupadas sus manos en avivar la lumbre con una ramita.
−Mi tía debe haberla enviado a capturarme de vuelta. Es imparable, zafia y con la fuerza de tres toros. Y si alguna vez tuvo alma, ahora hay ahí un agujero negro.
−Dios los cría y ellos se juntan, entonces. Con buen aliado ha ido a topar −resopló Cisco.
Pepita aún tenía los ojos algo vidriosos, pero si alguien lo notó, no dijeron una palabra. Empezaron a comer un poco de todo lo que habían traído.
−¿Y quién nos dio la puñalada trapera? ¿Lo habéis averiguado? –gruñó Rafael a medio masticar.
−Lolillo el Comealdabas. Esta mañana ha aparecido tirado, todo miserable, en el tranco de la taberna.
−Alguien, adivina quién pudo ser, le dio una bolsa repleta de dinero. Por lo visto pensaba darse la noche de su vida, pero el dueño se dio cuenta de que todas y cada una de las monedas eran falsas. Muy bien hechas, pero falsas −explicó Paco torciendo el gesto antes de dar un trago.
−Pff. Como que el Rajabocas va a soltar un cuarto.– Rafael intentó pasarle un trozo de queso recién cortado a Pepita, pero ésta lo rechazó, tensa.
−¿Y no podría daros más problemas? Ya os ha delatado una vez y esa bolsa de dinero, aunque falsa, levantará sospechas −musitó ella−. ¿Y si la justicia decide investigar y lo presionan? ¿Por qué no iba a cantar?
Cisco soltó una carcajada rota.
−Porque lo hemos cagado tanto que no volverá a poner un pie en el pueblo en tres años por lo menos. A estas alturas ya tiene que andar por lo menos a la altura de Málaga, según iba corriendo.
−¿Le habéis hecho daño?– Pepita aguantó la respiración.
−¡Naaah! –dijeron todos a coro, haciendo gestos como de espantar moscas.
−Le hemos contado un cuento, le hemos dado algo de dinero de verdad para que pueda apañárselas, y nos lo hemos quitado de en medio una temporada −dijo Paco, despreocupado.
−Que sea la última vez que nos fiamos de un tonto −rezongó Rafael, considerablemente de peor humor que sus compañeros, o tal vez lo disimulaba menos.
Todos alzaron su comida y bebida, lo que llevaran en las manos en ese momento.
−Amén. Y que esto pase pronto bajo la alfombra −corroboró Cisco.
−Y muerte al Rajabocas −fue el deseo de Francisco, que clavó con ímpetu su navaja en el suelo, atravesando el mantel−. Que eche las tripas igual que un pellejo reventado y se lo lleven los buitres desperdigado a los cuatro vientos.
Todos se quedaron mudos, no tanto por sus palabras como por el hecho de que hubiera soltado una frase tan larga e imaginativa así, de forma espontánea. Entonces Cisco se llevó las manos a la cabeza, muy agitado:
−¡No! ¡Ya está bien, Francisco! ¡Quedamos en que no habría más maldiciones gitanas en la mesa!
−Si no es gitana, ésa es mía.
−¡Ni hablar! ¡Que das mal fario cuanto te pones así, tío! ¡Que pones en marcha cosas con las que es mejor no medrar! –insistió Cisco, quien empezó un ritual de palmadas en la nuca de lo más raro, como intentando sacudirse el mal sentimiento a guantazos. Francisco puso los ojos en blanco, aunque era difícil verlo bajo el ala de su sombrero.
−Venga, Cisco, sosiega, si ha sido para el Rajabocas.
−Y para todos los que vayan con él −añadió Francisco.
−Y esto no es una mesa, estamos en el suelo de una cueva −insistió Paco, rascándose las patillas canas.
−¡Me da igual! –gimió el de los ojos azules. Luego pareció pensárselo mejor y, tras un par de cogotazos más, gruñó de mala gana−: Bueno, está bien, él sí se merece todo lo que le pase. Tripas fuera incluidas. ¿Pero, fuera como en diarrea, o por un navajazo o cornada de jabalí?
−Lo que más rabia te dé −dijo Francisco, que desclavó la navaja para regresar a su juego temerario. Paco hizo un mohín al ver el descosido que su compañero había dejado en el mantel.
Rafael suspiró con hastío y se frotó el puente de la nariz. Pepita tenía el ánimo por los suelos y no entendía cómo podía sentir el más mínimo apetito. Aún así, en su posición no era buena idea saltarse las comidas; no había peor carga en una situación de emergencia que una damisela desmayada, en especial cuando ésta pesaba algo más de la cuenta.
Después de un rato lleno de masticar, tragar y comentarios sobre los planes a seguir después de lo ocurrido, el tema fue cambiando hasta que Paco dijo, con una sonrisita:
−Y vosotros, ¿qué? ¿Qué habéis hecho mientras nosotros andábamos por ahí?
Los dos se azoraron al instante y respondieron a coro:
−Nada.
Rafael carraspeó, esquivando la mirada marujona de Paco.
−No, nada especial. Comer, dormir, bañarse…−. Se interrumpió apenas dijo eso último y se apresuró a llenarse la boca de bebida en busca de una excusa para callarse.
Pepita no ayudó a arreglar la situación.
−Pero por separado. Juntos no.− Miró insegura a Rafael.− No, ¿no? Quiero decir, no nos conocemos de nada.
Cuando Rafael tragó, hizo un sonido rarísimo. La expresión de los Tres no mejoraba su alboroto; Paco había entrelazado los dedos y apoyado la barbilla en ellos, como diciendo “oh, por favor, continúa, cuéntame más”. Francisco se reía entre dientes y Cisco parecía dudar seriamente si realmente estaba en el aire lo que todos sospechaban. Le faltaba frotarse las manos.
−No −rezongó el Mulato.
Paco asintió con tal complacencia que Rafael deseó tirarle una bota a la cara.
−Sabía que la poza sería de vuestro agrado. Nada como un buen baño para liberarse de las preocupaciones.
Hubo otro silencio durante el cual el bandolero se hizo el estoico y Pepita la digna, como si no supieran de qué iba la cosa. Entonces Cisco pareció recuperarse de su estupor y, con un tacto de lo más dudoso, soltó:
−Ah, ¿qué insinuáis? ¿Qué estos dos por fin están…?−. Juntó los dedos índices con pequeños toquecitos.
El caos se desató en el grupo. Pepita empezó a hablar atropelladamente, intentando cambiar de tema con las mejillas encendidas; Rafael intentó replicar con tanta vehemencia que se atragantó y el agua le salió por la nariz, chisporroteando al aterrizar los chorros en la lumbre. El chucho, al ver el follón, quiso participar y empezó a correr en círculos ladrando, parando en contadas ocasiones para rascarse el culo contra el suelo. Francisco se tapó la cara con la mano, muerto de risa, y Paco habría volcado una mesa por los aires de haberla tenido a mano, dividido entre la euforia de saber que ahí había tomate, y la indignación por lo basto que era Cisco.
−¡Coño, Cisco, por eso no se te puede llevar a los sitios!
−¡Y a mí qué me cuentas, si no has hablado de otra cosa en el camino que no fuera lo mismo! –se defendió el otro.
−¡Tengo que lavarme las manos! –exclamó Pepita, huyendo cual gallina despavorida hacia el recodo de la poza.
−¡Mentira cochina! –gritó Paco a su compañero, dando una palmada en el suelo.
−¡Porque tú lo digas! “Que si es que se miran así, que si yo creo que a Rafael le hace tilín, que si a ella le hace tolón, bla bla bla soy Paco y soy una alcahueta atrapada en el cuerpo de un bandolero gordo y medio calvo…” −se burló Cisco, sacudiendo las manos.
−¡¿Se supone que ése soy yo?! ¿Acaso hablo como si tuviera un rábano atascado en la napia o qué?
−Un rábano no, ¡una polla! –explotó Cisco, antes de que Paco agarrara una de las mantas y se la tirara encima, dejándolo convertido en una tienda de campaña humana.
Rafael apretó sus bellas facciones, tratando de contener la riada de gritos obscenos que acudía a su boca. Cerró un puño y lo meneó en el aire, hablando entre dientes:
−Os juro que a veces me dan ganas de meteros a todos en una bolsa y lanzaros desde el barranco más alto que encuentre.
−¿A que sí? –masculló Francisco, ignorando el hecho de que también había un hueco para él en el saco imaginario.
Pepita quería tirarse al agua de cabeza y hacerse ahogadillas hasta perder el sentido. No sabía dónde meterse y la cueva era tan pequeña que no podía dejar de oírlos, ¡y sabían que ella, por tanto, también estaba escuchando! ¡Cielos! ¡Vacas en carromato! ¿Tan evidente era lo que había pasado entre ellos? ¡Si ni siquiera se habían mostrado cariñosos el uno con el otro delante de los Tres!
“Oh Dios mío, me lo han notado. Mi amiga Janine tenía razón, cuando dejas de ser virgen se te nota en los andares. ¡Oh Yisus, seguro que después de acoger semejante herramienta en mi interior, ahora ando como si se me hubiera escapado el caballo!”
Los bandoleros oyeron un gemido dramático venir del lugar donde estaba Pepita. Rafael fue el primero en saltar:
−¡Pepita! ¿Estás bien?
−Bueno, bueno, ya sabes que nos encantaría quedarnos aquí más rato, pero tenemos que marcharnos, hay mucho por hacer −empezó Paco, poniéndose en pie mientras se sacudía las migas de pan. Luego miró a los otros con mucha intención−. ¿Verdad, vosotros?
−Sí −corroboró Cisco−. Hay que volver a Pajeras a ver si ha ocurrido algo más, y hacer algunas paradas entre medias. Mañana le haremos una visita por la mañana al cura ése tan majo.
−Sí, es lo suyo −asintió Paco.
−Muchísimas gracias por todo. No sé cómo os lo voy a devolver, de verdad. Pedidme cualquier cosa −rogó Rafael, abrazándolos, ya olvidado el cabreo, como pasaba entre los buenos amigos.
−¿Me das tu cara bonita? La mía no me saca de apuros –pidió Cisco con sorna, arrancando una risa de Rafael.
Pepita, algo más repuesta, regresó junto a ellos, toda colorada y con la voz aún subida un par de octavas más de la cuenta.
−Sois muy buenos con nosotros. No quisiera que os echarais más problemas encima por mi culpa, por favor −susurró, sin valor para mirarlos directamente.
−¡Ni falta que hace, mujer! –sonrió Paco−. Rafael ha hecho lo mismo por nosotros muchas veces, es sólo que es un fatigas y jamás lo reconoce.
−Cierto, cierto −asintió Cisco.
−Y tú no abras más la boca, que nos vas a meter en un compromiso −protestó el otro, dándole sus alforjas.
Cisco rumió algo ininteligible, subiéndose con Francisco al caballo. El perro le dio un último lametón en los zapatos a Pepita, la miró con ojitos tiernos y, a un silbido de su dueño, subió a los brazos de Paco y de ahí a la grupa del caballo.
−¿Te acuerdas del pastor de cabras, Fernando? –dijo Francisco.
Rafael asintió.
−Sigue haciendo el mismo recorrido de siempre, ¿no?
−Sí −respondió Paco, ya a lomos de su montura−. Y sigue llevando cartas, sólo que ahora se reparte el trabajo con su hijo mayor, que vive pegando a Pajeras. Un muchacho de lo más discreto. Si necesitas cualquier cosa, en las alforjas tienes papel y tinta entre varios trastos más. Nos escribes una carta diciendo lo que necesitas, preguntando lo que quieras, y él o su padre nos encontrarán como sea.
−Bueno es saberlo.– Rafael bajó la vista, abrumado.− Gracias de verdad. No sé qué haría sin vosotros.
−Corretear por el campo con Pepita, por ejemplo −dijo Francisco con una de sus sonrisas ambiguas.
−O jugar a los barquitos en la poza −añadió Paco, mirándolo de reojo con un vaivén de cejillas de lo más insinuante.
−A ver…−empezó Rafael de malas pulgas, mientras Pepita fingía estar muy ocupada rascándose el cuello.
−O haceros guirnaldas de flores. A la gente le gustan esas moñerías −dijo Francisco, que se revolvía en la incomodidad de su compañero igual que un marrano en un charco.
Cisco alzó el puño, todo triunfante:
−¡Y soltar las riendas de la pasión!
Pepita ahogó un gritito y, antes de poder pensar en nada, sus piernas ya la estaban llevando de nuevo al interior de la cueva. Rafael gritó una maldición, pero los otros bandoleros ahora miraban muy perplejos a Cisco, que justo ahora acababa de comprender que, una vez más, la sutileza no era su fuerte.
Paco se llevó una mano al pecho.
−Compadre… ¿ya te has leído el folletín del mes sin mí?
Cisco se puso colorado y negó, muy serio.
−Troloso −masculló Francisco, poniendo en marcha su caballo. Paco los adelantó, con un mohín de lo más dolido.
−Maldito traidor.
−¡Hombre, no te pases! ¡Si es que estaba muy interesante!
−¡No hay excusas que valgan!
Los caballos se fueron alejando. Rafael esperó apoyado en lo alto de una roca hasta que los perdió por completo de vista bajo el follaje y el terreno escarpado. Después se frotó la frente, echó un largo suspiro y regresó al interior.
−¿Pepita?
La encontró sentada en la orilla del estanque, las pantorrillas desnudas y metidas en el agua. En ese momento, Pepita se estaba enjuagando el cuello abochornado.
−¿Cómo lo han sabido?
El bandolero se quitó las botas y se sentó al lado de ella, mojando también sus pies en el frescor. Se encogió de hombros, tratando de no parecer muy azorado.
−Son muy marujas. Has llegado hace poco, vamos juntos a todas partes y les gustas… así que empiezan a imaginarse cuentos románticos.
−Pero… tienen razón, ¿no?– El temor apareció de pronto en la voz de Pepita−. ¿O son… cuentos, como tú dices?
−¿Qué? ¡No!– Consciente de su torpeza en ese momento por todas las cosas que se mezclaban en su mente, resolvió expresarse mejor sujetándole el mentón y mirándola a los ojos.
Ella le esquivaba la mirada; parecía que algo la corroía por dentro.
−Deja de preocuparte por lo del Rajabocas. Todo se arreglará tarde o temprano.– No acababa de creerse sus palabras, pero deseaba que Pepita estuviera tranquila.
−No pasa nada.
Notaba algo evasivo en el comportamiento de Pepita, pero no lograba acertar el qué, así que lo atribuyó a todas las emociones enredadas en ella, puesto que así era como se sentía él mismo.
Le acarició el cabello, enterrando la nariz en su coronilla. Le encantaba su olor, lo suave que era, las curvas que se repartían maravillosamente en su figura y toda esa carne que podía agarrar a manos llenas.
−¿Te apetece un baño?
Pepita lo miró de pronto, como si la hubiera sacado de sus pensamientos. Entonces sonrió, aliviando la punzada de sospecha en el corazón de Rafael, y le acarició la mano, como olvidando cualquier cosa que antes la hubiera molestado.
Pero volvió a perder la sonrisa.
−Rafael…
−¿Sí?
−Sigo temiendo no estar a la altura de tus pasados amantes.
−¿Pasados…? −balbuceó él, extrañado por el cambio de tema, entre otras cosas.
Ella enterró la cabeza en su pecho, casi con timidez.
−No sé qué temes, Pepita. Sabes…− La conversación con los Tres lo había dejado algo oxidado. Carraspeó para aclararse la garganta y, de paso, la mente.– Sabes cuánto te deseo. No hay otra como tú.
−¿De verdad?
−¿Quieres que te lo demuestre ahora mismo? –ronroneó, ya más suelto, enterrando los labios en su cuello. Ella suspiró, cada vez más laxa, y lo rodeó con los brazos.
−Sí… Es lo único que quiero −alcanzó a decir Pepita. En realidad quería más, mucho más. Quería el amor auténtico de Rafael. Quería ser la única a la que él deseara y librarse de esos estúpidos y malditos celos que se le habían pegado al estómago como una mala hierba. Necesitaba saber que el bandolero le decía toda la verdad, igual que ella hacía.
Pero, irónicamente, no se atrevía a contarle sus auténticos y más profundos miedos, temiendo que él se enfadara con ella o, peor aún, se riera de su ingenuidad.
Había logrado desechar al fantasma de la Rosario, de las muchas que Rafael también habría tenido en el pasado.
Pero Perico… él había sido el gran amor del bandolero, ya no le cabía ninguna duda. Ese improbable, prohibido y trágico amor frustrado, interrumpido por una bala certera y un sacrificio.
¿Cómo podía competir con eso?
Rafael la estaba despojando de su ropa con tanta facilidad que parecía que no llevaba ni costuras. Ella cerró los ojos y lo besó con fuerza, rodeándolo con las piernas mientras le sacaba la camisa por encima, enterrando luego un puñado de besos en la mata ibérica de sus pectorales.
Tal vez aún no la amara de verdad, no tan irrevocablemente como ella a él. Pero tomaría cuanto pudiera, cuanto él quisiera darle. Gritó de placer cuando Rafael se hundió en ella de una sola embestida, impaciente, y al sentir su pasión cruda e imparable, cualquier rastro de inseguridad se evaporó de su mente.
Pasaron el resto del día dedicándose el uno al otro, justo como los Tres habían aventurado que harían, y más.