9
Todo el mundo vestía con sus ropas más dignas, casi todas de negro riguroso. Entre el murmullo y los cotilleos, se oía el seco repiqueteo de los abanicos, pues aunque no era una noche especialmente calurosa, la perspectiva de la procesión hacía que a más de una le dieran bochornos.
−¿Dónde nos ponemos? –susurró Pepita, encogiéndose más en cuanto más se acercaban al gentío.
Rafael estiró el cuello para examinar el lugar. Todo el mundo tenía la mirada fija en la marea negra de fieles que subía por la cuesta, portando cirios recién encendidos.
−Ojalá pudiera llevarte a la primera fila para que lo vieras bien, pero no sería discreto. Y con la cosa de que el cura nos ha echado a todos a las calles laterales…− Rafael resopló.− Habrá que esperar a que los tronos pasen de la puerta de la iglesia y empiecen a subir a la ermita. Ahí sí que podremos verlo todo mejor.
Pepita asintió, conforme. Se deslizaron tras las últimas filas, cabizbajos y al amparo del juego de luces y sombras, hasta llegar a la bocacalle en forma de T.
−Aquí queda justo la mitad del pueblo −explicó Rafael−. Desde siempre ha venido cada cofradía por un extremo de esta calle, y después se juntan en el cruce para pasar en fila india hasta cruzar por delante de la iglesia, porque juntas no caben. ¿Empiezas a entender por dónde va el pique?
−Ambas quieren pasar primero, ¿no es así?
−En efecto, y eso normalmente lo decidía el cura. Pero este año han traído a uno nuevo y éste ha dicho que, para evitar follones, todo el mundo se aparte a las calles paralelas a la del Rocío, que es la que tenemos delante, o espere en la cuesta de arriba de la iglesia, para dejar espacio.
−¡Ah! Y así podrán pasar juntas, y no habrá razón para que haya malos humos −dijo Pepita−. Pero, si es así, ¿por qué todo el mundo parece tan tenso de repente?
Rafael estudió el panorama por encima de Pepita, mientras ésta observaba medio de puntillas entre la gente. El bandolero le respondió, tras mirar a lado y lado:
−Porque ya vienen hacia aquí.
Pepita vio por el rabillo del ojo cómo Rafael se mordía el labio y no pudo evitar sonreír emocionada, mientras la marcha de los tambores y trompetas se iba haciendo cada vez más fuerte.
Los tronos se acercaban cada uno por un lado, arreglados y pomposos como dos niños mohínos a los que sus madres han vestido con esmero para que paseen juntos, pero que se odian porque ambos piensan el otro huele peste. Cada trono estaba esmaltado en una imitación de oro y los cortinajes de terciopelo que caían por los cuatro costados eran rojos en el caso del Sagrado Dolor, y de un intenso púrpura en el del Cristo de los Cardenales.
A modo de séquito, ambos estaban rodeados por un coro de mujeres silenciosas ataviadas con mantillas de encaje y hombres con su mejor traje, todos de negro y cada uno portando un cirio. Pepita absorbió cada detalle como una esponja, ávida de más. No sabía a cuál mirar primero, porque los dos tronos eran dignos de admiración.
−Fíjate en las imágenes. Algunas tienen más de cien años de antigüedad −escuchó a Rafael en su oído, señalando a las estatuas de cristos y sayones, vestidos con túnicas y pintados con un detallismo asombroso.
Demasiado asombroso y algo morboso, opinó Pepita al reparar en los cardenales y heridas. Pero no por ello menos admirable. Se fijó en los lechos, esperando ver un estallido de rojo y blanco. Pero en su lugar, había algo un poquito menos épico.
−¿Por qué llevan todos chumberas? ¿No se suelen usar claveles?
Rafael frunció el ceño.
−No… tengo ni idea. Paco decía nosequé sobre que habían destrozado todas las macetas.
−Pues vaya. Las chumberas no tienen tanto encanto −suspiró Pepita.
−Ya te digo.
Los penitentes, con sus togas sueltas y sus capirotes, se mantenían anónimos tras sus máscaras, convertidos en fantasmas con cirios goteantes. La cera perlaba el empedrado, volviéndolo brillante como un espejo. Cada llama, por pequeña que fuera, rebotaba en los relieves dorados de los tronos, creando una bruma diáfana de color mantequilla que se reflejaba en los ojos de Rafael y Pepita.
Presidiendo a cada cofradía había un tamborilero, y como todo tamborilero que se precie, tenían una buena barriga en la que apoyar el tambor. Porque, de todas las leyes inquebrantables de Semana Santa, la del tamborilero gordo es una que jamás se ha visto desobedecida. El resto de la banda puede ser como quiera, y así lo demostraba este puñado de vecinos armados de trompetas, pitos y flautas. Pero el del tambor siempre había sido, era y sería en el futuro y hasta el fin de los tiempos, gordo.
Y allá que iban, con su percusión, hasta que las cofradías quedaron frente a frente y los tamborileros se acercaron el uno al otro orondos y sonoros.
Pam, pam-prráam. Pam, prráaaam, pampám, pampám.
Hubo que reconocerles el mérito. Estos dos hombres, pese a la presión de sus congéneres, se miraron a los ojos y se tragaron su orgullo en un gesto que conmovería a Pajeras durante las generaciones venideras. Y lo hicieron aguantándose como machotes las ganas de ir a destiempo el uno del otro nada más que para demostrar lo gordos, viva la redundancia, que se caían mutuamente. Estos guerreros del tambor, estos rebeldes, se siguieron el ritmo y juntos crearon una armonía tamborilera que apuntaba a que, por fin, las dos cofradías se empezarían a llevar bien, y todo empezaría esa noche.
Todo el mundo aguantó la respiración cuando los tronos, sus cabecillas y el séquito se detuvieron, frente a frente, al rozarse las barrigas de los del tambor. Los costaleros, que cargaban el peso de los tronos sobre sus hombros, ocultos bajo los cortinajes y las vigas, descansaron para tomar fuerzas.
La música se detuvo. La percusión cesó, y los cabecillas, que eran los que animaban y guiaban a los costaleros, empezaron a animar con voces a sus tronos.
−¡Venga, mis valientes! ¡A doblar la esquina! ¡A vuestra derecha! –gritaba uno.
−¡Aaaaarrrriba! ¡P’alante, mi gente! ¡A vuestra izquierda! ¡A entrar por el Rocío!
Ambos se estudiaban de refilón mientras sus cofrades obedecían y los tronos se colocaban lentamente uno al lado del otro.
−Esto es inaudito, te lo digo yo −musitó Rafael. Por el rabillo del ojo, Pepita lo vio persignarse, y no era el único. A juzgar por la cara de todos los presentes, Pepita no sabía si se santiguaban de alivio, por fe o porque aún temían que las cosas se torcieran de algún modo.
Entonces reparó en algo que tendría que haber pensado antes siquiera de salir del refugio. Un puño se le cerró en el pecho justo al tiempo que se santiguaba ella también. Inspiró un par de veces, preguntándose si también en esa situación su tara haría efecto. No estaba en una iglesia, no había ningún cura junto a ella. Ni palomas extraviadas. Pero, aun así… ¿Cómo podía estar segura de que una procesión era un escenario libre de peligro? ¡Ésta era la primera vez que asistía a una!
¿Debía avisar a Rafael? ¿Cómo explicarle algo tan singular y esperar que la creyera? Además, se le veía tan contento, participando de sus costumbres, que se le hacía un pecado interrumpir nada de lo que ocurría.
−Este año, según oigo los cuchicheos de por aquí, el cura ha prohibido que los penitentes se azoten más que lo justo −continuó Rafael−. Qué lástima, Pepita, y yo que quería ver tu cara de horror.
Ella le hizo un mohín.
−Ha, ha. Qué gracioso. Tú y tus penitentes, y tus tocinos y tus leches cortadas. Seguro que el cura será como yo y no aprueba que se derrame sangre sin necesidad.
−Pobre, a lo mejor se marea. Un sacerdote por los suelos, ¿te lo imaginas?
Pepita se rió por lo bajo, tratando de pasar desapercibida.
−Bueno, basta un adoquín puñetero o un golpe de calor para hacer que cualquiera bese el suelo, ¿por qué un cura, por muy cura que fuera, iba a librarse?
Ambos compartieron una mirada cómplice y rieron. Al ver esa sonrisa de nuevo, el corazón de Pepita volvió a bombear de una forma muy poco decente.
No pudo evitar quedarse mirándolo. Parecía tan a gusto. Estaba tan guapo todo de negro y granate, aunque la ropa fuera vieja. Se preguntó si habría una mínima posibilidad de que él la viera así. Sólo un poco. Bajó la vista, ruborizada, y se alisó la falda con disimulo.
La voz de Rafael la sacó de su ensueño.
−Mira, ya están colocados. Es hora de moverse mientras estamos a tiempo, o con toda la gente apiñada no podremos ver cómo los bendicen en el portón.
−De acuerdo, vayamos entonces.– Pepita tomó el brazo que éste le ofrecía y ambos se mezclaron con el gentío.
El olor a cera e incienso se pegaba a la tela y las paredes. Mientras se dejaba guiar por Rafael, pues ella no conocía el pueblo, Pepita miró al cielo por curiosidad. Aunque hubiera querido, no habría podido ver las estrellas por la cantidad de cirios encendidos. Sobre ellos se abría una poza de tinta que parecía a punto de tragarse Pajeras, enmarcada por las estrechas callejuelas, que titilaban de blanco y amarillo.
Dieron un rodeo por las calles circundantes y Pepita tuvo que remangarse la falda para no tropezar cuando empezaron a subir una cuesta. Los empedrados húmedos y los tacones, por bajos que fueran, no hacían buenas migas y la joven estuvo a punto de resbalar en un par de ocasiones. Entonces, Rafael tiró un poco de ella.
−Ven por aquí. Sé por dónde podremos verlos subir.
***
Hay tensiones… muy tensas. Como la de dos viejas que se odiaban desde niñas y ahora se escupen cada vez que se ven por la calle. La del joven de catorce años que se ve obligado a salir de paseo con sus padres. La tensión que se produce cuando alguien llega a casa después de trabajar, tirándose la clase de pedos que sólo se tira cuando cree que está solo, y que al entrar a la cocina esté allí toda la familia política reunida para darle una sorpresa. Como cuando se celebra el entierro de tu abuelo y las señoritas del burdel, agradecidas por sus donativos, deciden asistir para presentar sus respetos.
Pues ninguna podía competir con la que preñaba la calle del Rocío en ese momento.
Los cristos marchaban juntitos por la calle. Como las dos bandas no cabían, iban sin música, sólo con los tambores llevando la marcha. Y era tal la quietud, que se podía oír como los goterones de cera se estrellaban en el suelo.
−¡Venga, campeones! ¡Arriba ese Cristo, al cielo con él! –gritaba el guía.
Y cuanto más se desgañitaba uno, peor hacía el otro.
−¡Vamos costaleros! ¡Adelante, adelante! ¡Que no se diga que pudisteis menos que otros peores! –exclamó el guía del Cristo de los Cardenales.
Un grito ahogado de indignación recorrió las faldas del trono del Sagrado Dolor mientras su líder fulminaba con la mirada al que acababa de lanzar el guante. La papada se le puso roja, e irguiéndose, azuzó al tamborilero para que fuera más deprisa.
−Ya lo habéis oído, compadres. ¡A por la iglesia! ¡Porque llevaremos la cruz de los pecados, que pesa más que ninguna, y aún así podemos! ¡Porque somos hombres!
−¡Síiiiiiiiii! –gritaron los costaleros del Dolor. El tamborilero, rendido ante la presión, lanzó una mirada de disculpa a su contraparte y aceleró el ritmo.
Entre la cacofonía de golpes y viriles quejidos imbuidos por la fe, los piececillos que asomaban bajo el trono del Sagrado Dolor empezaron a moverse más rápido, para desespero de sus rivales. El Cristo en la cruz parecía tener ganas de echar a correr a juzgar por los botes que pegaba el trono.
El líder de los Cardenales reaccionó lo más rápido que pudo, sabiendo que la tregua se había roto.
−¡De ninguna manera! ¡A toda pólvora, machos! ¡Que se creen que nos pueden adelantar y robarnos nuestro derecho de paso!
−¡Nooooo!
−¡Aprisa, aprisa!
Los tronos echaron a correr que se las pelaban. Los costaleros gritaban y sudaban como pollos bajo las telas y las vigas, se pisaban entre ellos. Los del tambor no daban más de sí, los cristos iban que echaban humo, y cada vez que un trono le sacaba la delantera al otro, el guía rival chillaba cual vaca loca para que sus costaleros se apresuraran. Así, el paseo que debería haber durado por lo menos tres minutos se resolvió en medio. Los pies de los costaleros olían a callo quemado.
Mientras tanto, Federico Palomino aguardaba, todo peripuesto, al pie de la iglesia. Creyó que todo marchaba según el plan hasta que empezó a escuchar unos “oyoyoy” cada vez más agudos entre los fieles que allí aguardaban.
−¡Que van que se matan!
−Ya decía yo que esto no podía ser.
−¡Ay que vuelcan! ¡Que se siniestran!
−Déjenme pasar, por favor −gruñó Federico, abriéndose camino entre mantones y hombros trajeados.
Supo que la cosa iba mal cuando ya no tuvo que empujar más, puesto que la gente se apartaba sola, como huyendo de algo. En dos segundos, se quedó solo en la bocacalle y, cuando alzó la vista, se le descolgó la mandíbula.
Los dos tronos venían como carros desbocados, los guías corriendo como si los persiguiera el demonio, los tambores parecían a punto de explotar. Y todo se le venía encima.
Apuntaló los talones, alzó los brazos y aulló, con un gallo supremo:
−¡Aaaaaaaalto!
Al oírlo, los costaleros intentaron pararse, pero la inercia era grande y Palomino tuvo que recular trastabillando hasta que, con un sonido como de derrape, el Cristo de los Cardenales y el del Sagrado Dolor se detuvieron a pocos centímetros de su nariz.
Siempre sospechó que acabaría muriendo de forma exagerada bajo una horda de hombres fuertes y sudorosos, pero en sus sueños la situación era algo distinta a ésta.
Tomó un par de bocanadas de aire, lidiando con el hecho de que había estado a punto de morir atropellado en una carrera de tronos.
−¡¿Pero qué hacéis?!
Los guías se encararon con él a la vez, con los ojos inyectados en sangre.
−¡Han roto el pacto! ¡Querían adelantarnos! – aulló el de los Cardenales, señalando al otro.
−¡Han empezado ellos, insultando a nuestros hombres! –se defendió el del Sagrado Dolor−. ¡No se pueden decir cosas feas en Semana Santa y eso lo sabe todo el mundo!
−¡Eso se lo acaba de inventar! –surgió una voz ahogada bajo las faldas del trono de los Cardenales.
El guía del Dolor, al que a partir de ahora llamaremos el Calvo, corrió hacia las cortinas de terciopelo.
−¡Hala! ¡Y encima ahora me dejan de mentiroso! ¡Sal, seas quien seas, y da la cara, tú que tanto te atreves a insultar!
−¡Yo no he sido! –replicó otra voz sin rostro.
−Pues claro que no has sido tú, Ramón. Si eres mudo.
−¿Pues entonces cómo ha podido ser Ramón, si no habla?
−Anda, pues es verdad. ¿Quién ha dicho que no había sido?
−¡Costaleros, chitón todos! –gritó el guía de los Cardenales, al que llamaremos el Rubio. Luego se dirigió al Calvo−. ¡Ahí abajo hay más de veinte hombres, no vas a desmontarme el trono nada más que para encontrar a uno!
Federico se plantó entre ellos, con un dolorcillo fulminándole las sienes.
−¡Ya está bien! ¡Que parecéis críos chicos! ¿Habéis llegado al mismo tiempo o no? ¡Pues ya está!
−Pero… pero…−balbucearon los otros.
La cosa parecía aplacarse, hasta que de pronto una voz surgió bajo el trono del cristo en la cruz, muy bajita. Podría haber pasado desapercibida si no hubiera sido porque, justo en ese momento, todo el mundo decidió callarse.
−Pestosos.
Otro grito ahogado, como para adentro, sacudió las entrañas del trono de los sayones.
−¡Oh no! ¡No nos han dicho eso!
−Todos imbéciles −murmuró uno de los tamborileros, sentándose trabajosamente en el tranco más cercano.
−¡Perrillas! –escupió alguien de vuelta.
Los dos tronos se zarandeaban, reflejando cuanto sucedía debajo. El cristo en la cruz se levantó un poquito, volviéndose hacia su rival:
−¡Tiñosos!
El cristo y los sayones se volvieron con otro respingo y se inclinaron tanto que ambos tronos se tocaron, haciendo que saltaran chispas imaginarias por todo el lugar.
−¡Cagachumbos!
El Sagrado Dolor reculó. Las decenas de piececillos se alejaron un poco y Federico pudo oír los cuchicheos que venían de abajo.
−Oy lo que nos han dicho.
−Tío, cagachumbos. ¿Lo habíais oído alguna vez?
−Seguro que se lo acaban de inventar, los muy tragaldabas.
−¡Eh, que os hemos oído! ¡Que no nos insultéis más! –gritó el trono del Cristo de los Cardenales.
−¡Sí, coñete! ¡Que algunos aquí tenemos sentimientos!
−¡Eso deberíais haberlo pensado antes de llamarnos cagachumbos!
−¡POR DIOS CALLAOS DE UNA VEZ! –estalló Federico, convertido en un remolino negro y pelirrojo. Echando espuma por la boca, corrió cual urraca fuera de control entre los tronos, repartiendo pisotones hasta que todos los costaleros remetieron los pies para adentro y las imágenes volvieron a estar enderezadas.
−¡Los guías, a sus puestos! ¡Ahora mismo!
Ambos obedecieron, seguidos por los tamborileros.
−Ahora, salís los dos a la vez por esa cuesta, y que no me entere que alguien corre más de la cuenta. No quiero saber de piques, ni de pestosos ni chumbos ni de la madre que los parió a todos. Venga, que siga la música. Y yo iré en cabeza, que así es como se hace, ¿no?
−Sí, sí. Si a usted le parece bien.
−Pues ea.
El público observó desde los balcones y el pórtico, con el corazón en un puño, cómo los tronos marchaban frente a la iglesia. Mohínos y cabizbajos, pero en relativo orden.
A sus espaldas, Federico alcanzó a oír a los tamborileros por encima de la percusión:
−Yo ni siquiera quería tocar el tambor. Mi padre se empeñó porque decía que era lo que le pegaba a un niño gordo, y aquí me veo.
−A mí me lo vas a decir. Yo quería ser bailaor de boleros.
***
Rafael apartó la rama más baja de un limonero para que Pepita pasara sin enredarse el manto. Estaban en una glorieta abarrotada de gente, y el mirador se asomaba a la plaza a través de una vieja balaustrada de piedra.
−Eso no parece una bendición −susurró la muchacha al ver al cura hacer aspavientos frente a los cofrades.
−Dudo que lo sea. Pero mira, parece que no ha salido tan mal la idea. Pero vaya crío está hecho el cura, cada vez nos vienen más jóvenes.– El bandolero se asomó a un murete, apenas disimulando una risa.
−Pues… sí, no parece mayor que nosotros.
−Mírale los mofletes −resopló él−. Parece que le han dado pellizquitos antes de salir de su casa.
−¡No te rías más de él! Pobre, qué disgustado parece.− Pepita intentaba fingir indignación sin mucho éxito. La risa disimulada de Rafael era tan contagiosa como la de su hermana.
−Míralo, le va a dar un chungo.
−¿Y ahora qué?
Rafael se volvió hacia ella. Las luces se recortaban en el perfil de su rostro, acentuando sus pómulos y la blancura de sus dientes. Una vez más, la inglesa se maravilló ante su belleza y se sintió basta en comparación. Entonces, Rafael centró toda su atención en ella, sorprendiéndola en su escrutinio.
−¿Qué pasa? ¿Va todo bien?
−Sí, claro. Es sólo que pareces… contento.
Su respuesta pareció divertirle. Se apoyó de lado en el murete, cuan largo era, y se la quedó mirando en silencio.
−¿Te preocupa algo?
−Creo que debería contarte una cosilla que me pasa −empezó Pepita−, y no me vas a creer. Te vas a reír de mí. Pero es algo muy serio y no sé cómo no se me ha ocurrido antes.
−Te escucho.
−Es…−bajó la voz hasta convertirla en un susurro.− ¿Tú te acuerdas de las historias que contaban sobre cómo me había escapado de esa iglesia?
Tendría que haber sido más clara, porque en ese momento Rafael volvió a fijarse en la procesión, que ya comenzaba a subir la cuesta hacia la ermita. Todo el mundo había reanudado la marcha, los penitentes y el séquito se apresuraban a retomar sus puestos junto a los tronos, y se estaban quedando solos en la glorieta.
Pepita intentó seguir con el tema, pero Rafael volvió a tomarla del brazo con ánimo y de nuevo se mezclaron con el gentío. No se atrevía a hablar más alto por temor a que alguien la escuchara y se delatara ella sola, y por eso Rafael olvidó por completo el asunto. Se deslizaron entre la muchedumbre en un torbellino de luces y sombras, taconazos y trompetas hasta que se encontraron a dos metros de la marcha, desfilando por el camino que iba a la salida más alta del pueblo. Tan sólo un par de filas de fieles los separaban de rozar el oro y el terciopelo de los tronos.
−Vamos a acercarnos más.
−No, Rafael, tengo que explicarte…
Él se giró y la tomó por los hombros con una sonrisa. Volver a asistir a una celebración en Pajeras lo tenía emocionado como un chiquillo, y a Pepita le sabía mal romper ese hechizo. Rafael necesitaba esa procesión, aunque sólo fuera un poco más. Tragó saliva mientras él le hablaba con suavidad.
−Deja de preocuparte sobre lo de antes. Olvida la discusión de esta mañana o cualquiera que hayamos podido tener. Sólo quiero que tengamos una noche agradable, tú y yo. ¿Era eso lo que querías decirme?
Al oírlo hablarle de una forma tan íntima, las entrañas de Pepita empezaron a tocar palmas y a bailar sevillanas, y cuando intentó hablar le salió un sonido como de zorro asfixiado.
En ese mismo momento, los penitentes subían por la cuesta, una legión de capirotes púrpuras y negros, cada uno con su cirio o con fustas. Alcanzaron a oír algunos latigazos y al cura, que gritaba:
−¡Que nadie se me desbarate con las fustas! ¡Esto no es un concurso! ¡No, no! ¡He dicho que dejéis de picaros! ¿Qué dije del cuento del Rey Salomón? ¡Pues eso!
−¡Pero si es ná más que un poquitirri de sangre, oiga!
−¡No, que ya os conozco! Que si los penitentes de un lado sangran, vosotros sois capaces de mataros. Venga, ¡arriba por la cuesta y no me protestéis más!
−¡Jo, padre!
Rafael tuvo que taparse la cara con el embozo, porque su risa era incontenible.
−Pajeras acabará con este infeliz a menos que se calme.
−¡Va a pegar un reventón del cabreo! –exclamó Pepita, aguzando el oído.
Entonces, mientras los penitentes desfilaban, escuchó unos coros ominosos, una combinación de notas tan familiar que se le puso el vello de punta. Cuando intentó retroceder, chocó con el pecho de Rafael.
−Pepita, ¿qué te pasa? ¿Has visto algo?
Ella no podía apartar los ojos de los capirotes y los flecos del trono, que se balanceaban con cada paso de costalero en una danza hipnótica y dorada.
Un momento. No podía ser que estuviera viendo esas dos cosas al mismo tiempo, puesto que cada una le quedaba a un lado de la cara.
Oh, no. No. Eso sólo podía significar una cosa. Se volvió hacia Rafael con un hilillo de voz:
−Rafael, sólo dime una cosa. ¿Se me ha puesto un ojo piripi?
Éste dio un respingo al verle la cara.
−¿Cómo demonios haces eso? Vas a tener que enseñarme.
−¡Oh, no! –exclamó ella llevándose las manos al rostro. En ese momento parecía un camaleón particularmente bello, con un ojo mirando para cada lado. Los coros subieron de volumen, y Pepita sabía ¡oh, buen Jesús!, que sólo estaban dentro de su cabeza.
−Tenemos que salir de aquí.
−No te entiendo, Pepita.
Ella abrió la boca para contestarle, pero tuvo que interrumpirse porque una de las pupilas le empezó a botar frenéticamente, como intentando escapar de la órbita. El bandolero la miró con una expresión que gritaba “Dios todopoderoso, deja de hacer gamberradas con la naturaleza que me estoy asustando”.
−Sácame de aquí antes de que convierta esto en un desastre −apremió Pepita, sin quitar la vista de encima a la horda de penitentes.
En ese momento, el cirio que portaba el encapuchado más cercano se partió sin más por la mitad. Bandolero y damisela vieron cómo la llama dibujaba una estelita en el aire e iba a parar a la mano de un hombre que sujetaba un estandarte del Sagrado Dolor. Al tocar el fuego la carne, un olorcillo a torreznos impregnó el ambiente y el infeliz, con un grito, soltó el mango de plata labrada, que cayó con muy mala leche sobre el hombro de un seguidor del Cristo de los Cardenales.
La colisión sonó con un PLONG que hizo a todos encogerse de dolor. Agarrose la parte herida el cofrade, mas el golpe lo había desestabilizado y cayó de costado, derribando a un penitente. Y ahí debería haberse detenido la cosa, mas ¡ah! Pepita conocía su tara, y con gran horror vio cómo se producía un efecto dominó entre los penitentes de ambos lados, que caían derribados los unos por los otros, seguidos por sus cirios, estandartes, bocinas y demás parafernalia. Una fusta salió volando por los aires cuando su dueño se vio aplastado por un orondo encapuchado, y le dio en toda la cara a una pobre anciana que atendía al desfile en la primera fila.
−¡Que me matáis a la abuela cohone! –exclamó una muchacha abalanzándose sobre la señora, que se frotaba la nariz en estado de shock.
−¿Pero qué está pasando aquí? ¿De pronto todo el mundo se ha olvidado de cómo andar? –susurró Rafael sin dar crédito.
−Es mi tara −gimió Pepita, cubriéndose los ojos, que seguían bailando en las cuencas.
Él la volteó con cuidado para mirarla.
−¿Qué tara? ¿De qué hablas?
−¡Aaaaay! ¡Aaaay que me mareo! –gritaba un cofrade, que lucía una brecha en la cabeza porque uno de los pendones se le había caído encima, cegándolo, y al trastabillar se había dado de bruces con las rejas de una ventana.
−¡Que Don Bernabé está sangrando! ¡Ay, ay! ¡Hay que llevarlo con el médico! ¿Dónde está el médico?
−¡En su casa, que se había torcido un tobillo o algo asín!
−¡Vaya por Dios, esto no es ná más que desgracias! ¡Ayudadme a cargarlo!
−¡Aaaaay y yo sin hacer testamento, aaaay! –se quejaba Don Bernabé con los ojos en blanco.
Pepita tragó saliva.
−Me sucede desde pequeña. No sé por qué, ni cómo, pero no puedo acercarme a una iglesia sin que de pronto todo salte por los aires.
Rafael parpadeó unas cuantas veces, como esperando que Pepita dejara la broma y le dijera lo que de verdad la preocupaba. Ella continuó:
−Es como si fuera gafe, ¿entiendes? Mi padres me educaron en la fe cristiana, católica por cierto, y todo parecía ir perfectamente normal hasta que un día, cuando tenía ocho años, me apuntaron al coro de la iglesia y…
El bandolero balbució algo, intentando negar con la cabeza sin apartar los ojos de ella, el pescuezo cada vez más echado para atrás en su incredulidad.
−Y cuando iba a cantar en público por primera vez, comencé mi solo y de pronto una de las pipetas del órgano salió volando, desafiando todas las leyes de la física, y atravesó el presbiterio, estrellándose en la puerta de la sacristía. Y no creí que yo tuviera nada que ver, hasta que…
−¡Ay que no puede andar! ¡Ay que lo habéis dejado tonto! –gritaba una mujer mientras dos hombres cargaban con Don Bernabé−. ¡Que alguien lo lleve con el doctor!
−¡Niño, tú, tráete el burro que lo carguemos!
Pepita gesticulaba. Rafael parecía cada vez más tenso y, con la voz cambiada de pronto, le espetó:
−¿Me estás diciendo que llevas al demonio dentro o algo del mismo cantar?– Sus ojos negros viajaban frenéticos por toda la escena, sobre los penitentes que trataban de incorporarse, confundidos, los siniestrados y los tronos que apenas habían logrado detenerse al mismo tiempo.
−¡No! No, en absoluto. Cuando me dieron la primera comunión, ni siquiera vomité papilla verde.– Pepita hizo una mueca, disgustada por su falta de modales.− Disculpa, una señorita no debería mencionar esas cosas. El caso es que sí comencé a hablar tonterías en español, pero lo atribuimos al calor que hacía ese día, y hasta donde yo sé, el español es un idioma muy cristiano. Y después del incidente de las vidrieras y de un intento de exorcismo del cura, que me persiguió durante varios acres arrojándome agua bendita y gritándome en latín, supimos que había heredado la misma tara de mi madre, pero multiplicada como… como por cien por lo menos.
Rafael tragó saliva y sacudió la cabeza con más fuerza. Pepita lo observó sudar en abundancia; le brillaba el labio superior y parecía tener problemas para respirar. Tras ellos, Don Bernabé era subido a lomos de un borrico y despedido con gran drama para que la procesión pudiera continuar.
−Eso… eso es… muy poco creíble.
Pepita apretó los puños y trató de ignorar la fuerza con que él la sujetaba por los brazos. Sus manos se cerraban como tenazas alrededor de las mangas de su chaquetilla.
−¡Ya lo sé! No caí en eso antes, tenía demasiadas cosas en la cabeza. Y nunca había ido a una procesión, de modo que creí… creí que aquí no funcionaría.− Miró a su alrededor, a los penitentes recolocados y a los cabecillas, que volvían a lanzar órdenes a los costaleros.− Y tú parecías tan feliz que no quise… Oh, lo siento tanto, Rafael. Pero debo alejarme cuanto antes de aquí.
Esperaba una respuesta, la que fuera, pero de pronto el bandolero parecía presa de las fiebres que le dieran aquella noche, ahora tan lejana, en la venta, cuando ella intentó escapar y él la atrapó en el suelo. Los dientes le castañeteaban del mismo modo, temblaba y los ojos parecían dos huevos duros. Hermosos y sensuales, porque Rafael era guapo hasta untado en mermelada de cebolla, pero huevos duros al fin y al cabo.
−Rafael, ¿qué pasa? ¿Por qué estás así? ¡Te he dicho que lo lamento! No quería arruinar esta noche. Intenté decírtelo antes…− Pepita gimió.− Me estás haciendo daño.
Al oírla, el Mulato pareció más asustado que furioso, y se apresuró a relajar las manos y soltarla. Retrocedió unos cuantos pasos, como si de pronto no reconociera la escena que los rodeaba, y se apoyó en una fachada cubierta de naranjos. Pepita lo siguió, sin comprender.
−Oh, dios mío, jamás pretendí disgustarte tanto.
Él le indicó que parara con un gesto. Tragó saliva, tratando de controlar su respiración agitada, y masculló con una voz cavernosa:
−No importa. Está bien. Esto no tiene nada que ver contigo.
−¿Cómo? ¿Y qué te ha alterado tanto? Ya te he visto otras veces así, pero no entiendo…
−No quiero hablar de eso. Sólo dame un minuto− la cortó con brusquedad. El tono hizo que Pepita diera un respingo, herida.
Rafael apoyó las manos en las rodillas, luchando por recuperar el aire. Una garra invisible se le había cerrado en la garganta y su cuerpo parecía querer volverse del revés, empezando por las entrañas. No había contado con la posibilidad de sufrir uno de estos ataques, no esta noche. Todo había empezado maravillosamente, él y Pepita estaban juntos, pasándolo bien, riendo, y de pronto…
¿Pero cómo podía explicárselo? No lo creería. Y se sentía incapaz de hablar ahora mismo de ello, mientras el zumbido de sus oídos aún acallaba a la banda de música que pasaba frente a ellos.
Bueno, ¿por qué no iba a creerlo Pepita? Tuvo que recordarse que era la misma chica que afirmaba tener una maldición anticlerical. Por Dios, que nadie la oyera, porque como esa manada de burros se enteraran, eran capaces de creerla bruja o algo peor.
Las palpitaciones de su corazón le hicieron expulsar un gemido ronco. Pepita se inclinó, preocupada, e ignorando su aspecto atroz, le acarició el rostro, mirándole a los ojos. Todo el mundo parecía ignorarles, demasiado pendientes de cuanto ocurría.
−Rafael, ¿estás bien? ¿Quieres que volvamos a casa?
Él la miró, con esfuerzo al principio, hasta que pasados unos segundos, encontró un poco de tranquilidad en sus iris azules. Le habría gustado quitarle el mantón de la cabeza y liberar sus rizos. Ella le aflojó un poco el embozo y la respiración volvió a un ritmo normal. Rafael cerró los ojos, avergonzado por el episodio, y sintió de nuevo la caricia de Pepita en la mejilla.
−¿Quieres que nos vayamos? –susurró ella con dulzura.
Su tacto no hacía más que confundirlo. Lo volvía todo espantosamente fácil; tan sólo era cuestión de seguir sus deseos y olvidar todo lo demás. Que las cofradías se quedaran con su procesión, ellos ya había visto suficiente. Ahora podían aprovechar que todo el mundo estaba ocupado para dar un paseo bajo la luz de la luna por las calles desiertas. Podían hablar de cuanto les preocupara. Y podría besarla otra vez. Tal vez… tal vez podían volver a hacer lo de la noche anterior. Sólo de pensarlo se endureció. Parecía haber pasado una eternidad, y todo parecía tan irreal, como si sólo hubiera sido un sueño muy vívido y erótico.
Podían comprobarlo. O, si Pepita aún se sentía confusa o cohibida, no mencionaría el tema y sólo hablarían y se dirían tonterías. Se meterían el uno con el otro, eso estaría bien.
Sus pensamientos fluían, a la vez dispersos pero muy lógicos, mientras su rostro se acercaba al de Pepita. Ella parecía pender de sus ojos. Sus labios entreabiertos lo llamaban, brillantes en contraste con el ciento de personas que aún recorría la calle como fantasmas de negro, separándolos de la procesión, que cada vez estaba más lejos.
En ese momento, su vista se agudizó y el mundo tras pepita cobró una nitidez pasmosa. Por un momento, Rafael olvidó el deseo que lo acuciaba y reparó en una figura apoyada contra una esquina lejana, quieta y con aspecto de estar esperando. Se trataba de un hombre cuarentón, fibroso, y parecía ajeno a la procesión, pero no obstante, allí estaba, pendiente de ella…
De pronto la sangre rugió en sus venas al reconocer los rasgos, casi ocultos bajo el embozo, pero imborrables de su memoria. A la velocidad del rayo, Rafael se llevó la mano al trabuco escondido bajo la manta y apretó los dientes en una máscara de rabia.
Les habían dicho que el Rajabocas y su banda habían abandonado Pajeras esa mañana. Entonces, en nombre de todos los demonios, ¿qué hacía uno de los suyos ahí, a un tiro de piedra de donde ellos estaban?
Pepita, al verlo, siguió la dirección de su mirada con creciente ansiedad.
−No lo mires −se apresuró a detenerla−. Es un bandolero del Rajabocas.
−Pero…− Instintivamente, se pegó a él, rígida de miedo.− Nos dijeron…
−Pues alguien nos ha engañado −la cortó, acogiéndola bajo su brazo como haría un marido protector −. Tenemos que marcharnos ahora mismo y avisar a los demás…
−¿Cómo sabes si no han sido ellos mismos los que…?
−No. Ni por un segundo. Ellos jamás me traicionarían. Debe haber sido uno de nuestros contactos −masculló Rafael, guiándola con disimulo en busca de un callejón en el que desaparecer. Dado que aún tenía un ojo apuntando a su oreja, a Pepita le resultó fácil espiar al criminal mientras luchaba por mantener la compostura.
Justo entonces, maldita fuera su suerte, el hombre reparó en ellos. Abandonó de inmediato su postura relajada y su mano se perdió entre las ropas, seguramente buscando un arma. Rafael se dio cuenta.
−¡Mierda!
−Nos ha visto. Oh virgen santa, nos ha visto.
−Shh. Ante todo, calma.− La respiración de Rafael aún estaba agitada.− Tenemos que fingir que no sabemos nada. Ahora dará la voz de alarma; apuesto a que no está solo. Tiene que creer que aún nos tiene ventaja.
−¿Acaso no la tiene? –jadeó Pepita mientras vadeaban entre la multitud.
Por si no había sido poco tratar de contener su tara y evitar que nadie los reconociera entre las buenas gentes de Pajeras, ahora se jugaban el pellejo con uno de los archienemigos de Rafael. Pepita cobró conciencia inmediata de que, hasta ahora, el peor peligro había sido que la devolvieran con su tía y Don Antonio, o que arrestaran a Rafael… lo que desembocaría en lo mismo.
Pero ahora… sabía que ese tal Rajabocas era un sanguinario. Si los atrapaban, matarían al Mulato y a ella… ¿Qué le harían a ella? Lo menos peor que podría pasar entonces sería volver a un matrimonio forzado.
Mientras apretaban el paso cada vez más, el corazón se le contrajo dolorosamente. Oh, no. Era cierto lo que había pensado.
Si los acorralaban, matarían a Rafael. De pronto, sus problemas parecieron nimios en comparación. La imagen del bandolero con un agujero de bala en la frente le vino a la mente, nítida, y en respuesta Pepita gimió y rodeó con los brazos a Rafael sin darse cuenta de ello.
−No te dejarán vivir, ¿verdad?
−No cuento con ello.
Rafael miró por encima del hombro y vio a otro seguidor del Rajabocas emerger tras una esquina. Con los dos pisándoles los talones, ya no pudo seguir haciéndose el loco. Los pajerienses seguían desfilando, ajenos al peligro que se avecinaba. ¿Serían tan locos esos bandoleros como para descubrirse allí mismo? ¿Tanto deseaban capturarlo?
Un rugido asolaba su pensamiento:
“Mierda, mierda, mierda. Alguien nos ha traicionado, nos han vendido. ¿Pero quién? ¿Lo sabrán los Tres? Maldición, ¿y si han ido también a por ellos? ¿Llegaré a tiempo de salvarlos?”
−Por aquí, Pepita −apremió−. Si intentamos huir lejos de la procesión, se destapará todo y correrán tras nosotros sin preocupación. Tenemos que seguir aquí, a la vista de todo el mundo; es la única forma de ganar tiempo.
−Pero entonces nos rodearán, ahora que saben dónde estamos.– La situación comenzaba a cobrar tintes de pesadilla. Pepita seguía creyendo, en el fondo, que despertaría en algún momento y nada sería real.
−Lo sé. Pero es menos probable que disparen cuando cualquiera puede verles.
−Cielo santo −gimió ella, tratando de seguir el atropellado ritmo. Con disculpas variadas, se abrieron paso entre un enjambre de fieles y sortearon estandartes y penitentes, se dejaron estrujar en el espacio entre los tronos y las casas, hasta adelantar a la procesión pero sin salirse del séquito.
Sin embargo, en su huida habían atraído varias miradas suspicaces. Pepita quiso hacerse pequeña; Rafael volvió a mirar a su espalda. Divisó a los dos hombres, que lo seguían tan rápido como podían. No seguirían disimulando mucho tiempo; ya casi habían echado a correr.
−Maldita sea.
Pepita volvió a gemir, como si le hubiera dado un retortijón, y de pronto un penitente sufrió un mareo y cayó con todo el equipo justo delante de los bandoleros. Al mismo tiempo, un puñado de tejas se cayeron a pocos centímetros de los tronos, y el cabecilla de los Cardenales se atragantó del repullo, sufriendo un ataque de tos que lo dejó doblado y confundió a sus costaleros. Todo eso en menos de dos segundos.
−Pepita, no me digas que eso lo estás haciendo tú −susurró Rafael, sin detenerse un instante.
−Te juro que no puedo controlarlo. Mataré a alguien inocente si sigo aquí en medio. Por Dios, sácanos de aquí.
−¿Y qué crees que estoy haciendo?
Al detenerse los tronos para esperar a que el guía se recuperara, su huida se hizo más evidente y cada vez más gente los observaba. Estaban igual que un ratón entre dos trampas, sólo que el resorte de una era más letal y lo llevaban detrás.
Fue como si una espada invisible cruzara el aire, porque unos cinco cirios de los que coronaban el trono del Sagrado Dolor se partieron, todos a la misma altura, y cayeron sobre la túnica del cristo. Los fieles se alzaron en un coro de aullidos y todos se apuraron a trepar para apagar el fuego que prendería de un momento a otro. Una lluvia de hojas de chumbera salpicó por doquier mientras los costaleros entre bambalinas lanzaban maldiciones por el peso extra.
El caos les había hecho ganar tiempo, pero no era suficiente. Los bandoleros esquivarían a la gente y los alcanzarían a menos que desaparecieran de una vez por todas.
−Vayámonos ya por cualquier calle −rogó Pepita.
Rafael miraba en derredor por encima del embozo, con los ojos desorbitados.
−No. No sabemos cuántos de ellos hay ahí, ocultos en las sombras. Un giro equivocado y podrían clavarnos una navaja en las tripas en menos que canta un gallo.
−Pero tú conoces Pajeras y sus recovecos. Sabrás…
−Ése es el problema. Ellos también la conocen.
Pepita se cubrió los ojos, temblando.
−Oh Lord Yisus why…
El Mulato devoró con su atención el entorno, estudiando cada ruta de escape, pero no se fiaba de las calles desiertas y oscuras. No sabía a cuánta gente tenía ahora el Rajabocas; hasta hacía unos días lo había dado por muerto. Y ahora había caído en su trampa. Sus demás hombres podían estar escondidos en cualquier parte, y aquí por lo menos abundaba la luz; podría verlos venir si permanecía atento.
Apretó los puños hasta que le crujieron.
“Ahora Pepita también está en peligro. Si la atrapan… para ello primero tendrán que cogerme a mí. Y si, a pesar de todo, me matan y llegan hasta ella… Jesús, no quiero saber lo que le haría ese loco.”
¿Cuánto sabría el Rajabocas sobre Pepita? ¿Sabría que Rafael la custodiaba, o encontrarlo acompañado habría sido una sorpresa para sus bandoleros? Ahora no importaba. Si el Rajabocas tenía la más mínima sospecha de que a Rafael le importaba lo que le ocurriera a Pepita, usaría todo cuanto tuviera para herirla y hacerle daño a él también.
Más tarde pensaría en el significado profundo de estas ideas, pero primero tenían que salir vivos de ésta.
−Rafael… por favor, dime que tienes alguna idea…
Él caviló, tratando de desaparecer bajo el sombrero. Ahora que la procesión estaba detenida y el caos iba menguando, los penitentes aguardaban, unos conversando entre ellos, otros dándose vueltas para saludar a los conocidos que observaban el desfile.
Captó un destello negro de refilón; un encapuchado aguardaba, como despistado. Su silueta se recortaba con la oscuridad de la calleja que se abría tras él.
Sabía cómo llegar hasta ahí…
−Ven conmigo y no hagas ningún ruido.
Pepita obedeció y ambos se escurrieron bajo una arcada. Ella quiso preguntarle qué le había hecho cambiar de opinión, por qué ahora sí que abandonaban la procesión, pero entonces doblaron una esquina y se encontraron en un patio de luz en penumbra. Apenas se distinguían los muebles, pero el bandolero parecía conocer el sitio. Pasaron a toda velocidad bajo un sinfín de macetas colgantes, Rafael aún tirando de ella. Saltaron sobre una fuentecilla y a la joven casi le dio un infarto cuando derribaron un taburete que alguien se había olvidado en medio de la otra arcada, que conectaba con la calle paralela a la que habían usado.
Rafael detuvo a Pepita bajo el quicio, haciéndole señas para que guardara silencio. Se separó de ella y ésta se obligó a esperar, mordiéndose los nudillos. Vio la sombra de Rafael, recortada en la tierra, peligrosamente cerca de algo picudo que sólo podía ser un capirote.
Oyó un forcejeo y luego un golpe seco.
Se le cortó el pulso. Oh, no. Lo habían pillado. Tenían a Rafael. Se mordió tan fuerte que se hizo daño, mientas buscaba frenéticamente algo que pudiera servirle de arma con la que defenderse antes de salir a por él.
Entonces, alguien asomó al patio, arrastrando un cuerpo, y ella soltó un grito ahogado. El embozado le cubrió la boca, apresándola entre la pared y su cuerpo.
−¡Shh!
Era él. Rafael estaba bien. Oh Dios. Sintió deseos de arrojarse sobre él y besarlo entre sollozos.
−Cielos, creía que te habían…
Él la soltó y se arrodilló junto al bulto que arrastraba. Recuperándose del pánico, Pepita reconoció la figura de un penitente de negro, que yacía inconsciente mientras el bandolero desabrochaba sus vestiduras.
−¿Pero qué estás haciendo?
−¿Qué tal se te da ir por ahí con un antifaz?
−¿Qué clase de pregunta es ésa? ¿Y no habrás… no habrás sido tú…?− Pepita señaló al penitente, luchando por reprimir la histeria de su voz.
−Tranquila, sólo está desmayado.
−¡Lo has desmayado tú!
Rafael la miró con irritación sin detenerse en su tarea.
−Sí, sí, disculpa por intentar salvarnos la vida. De nada y esas cosas. Joder −gruñó cuando desvistió del todo al hombre−, no sé si esto me vendrá bien.
−¿Me vas a explicar qué estamos…? Oh, no, espera… ¿Sugieres que nos disfracemos de…?
−Sí −cabeceó Rafael, frenético−. Eso es justo lo que pretendo. Ahora, sé buena y vigila que no se despierte mientras voy a por otro.
−¿A por otro?
Otra vez Pepita y la voz de rata eunuca. El Mulato cogió una maceta y la dejó a sus pies.
−Si ves que se recupera demasiado pronto, le estrellas esto en la cabeza.
−P-pero-pero qué…
Anonadada y cubierta de un sudor frío, Pepita se quedó plantada en el sitio. Esperó lo que se le hizo una eternidad hasta que Rafael regresó con otro encapuchado, al que despojó también de sus atavíos.
−Es menos probable que nos ataquen si nos toman por dos penitentes que se han hartado de desfilar antes de tiempo y vuelven a su casa.
−Espero que tengas razón.
−Sólo hay un problema…−musitó él, repasándola de arriba a abajo−. No dejan que las mujeres vayan de nazareno. Y tu figura… es difícil de esconder.
−¡Canastos!– Otra vez se mordió los nudillos. –Bien, pues… En algún sitio tenemos que meter todo esto, ¿no?
Señaló la manta de Rafael y su propio mantón. Él lo pensó unos segundos, y asintió.
−No hay tiempo que perder.
En otro momento, desnudarse delante de Rafael habría sido algo mágico y especial, a la vez que deliciosamente enervante. Podrían haber arreglado muchas cosas pendientes entre ellos. Pero ahí, en la oscuridad casi total y con la amenaza de una muerte casi segura acechándoles, o algo peor… fue muy distinto.
Mientras se cambiaban de ropa, la joven pensó:
“Así es como será siempre, ¿verdad? Era lo que él intentaba decirme. No puedo estar con él. Nunca habría paz para nosotros.”
***
La capucha y el capirote le venían estrechos. Rafael se lo palpó y notó sus orejas, calientes y aplastadas bajo la tela como si alguien las hubiera planchado con saña. El dueño del traje era mucho más bajo que él, de modo que la túnica le venía rabicorta a la altura de las pantorrillas y las mangas le apretaban en los codos. Parecía un chaval que hubiese crecido demasiado rápido para su ropa.
Pepita se llevaba la peor parte: Había tomado la túnica del nazareno más grueso, pero para disimular sus curvas de mujer había sido necesario rellenarle una panza con el embozo y unas lorzas a juego con el mantón. Cualquiera que la viera pensaría, con toda la razón del mundo, que ese nazareno hacía penitencia por su gula.
−Apenas puedo juntar las muñecas −jadeó la joven, sofocada bajo el capirote, que ahora iba lleno con su pelo−. Parezco un sapo cantando, si los sapos cantaran con todo el cuerpo.
−Qué me vas a decir. Yo parezco un trapo tendido.
La tomó del codo, tras esconder a toda prisa aquello que no podían cargar bajo las túnicas. Cargaron sus cirios, que se habían apagado, y comprobaron que su auténtica ropa no asomaba bajo los trajes. Los dos pobres nazarenos seguían inconscientes y Pepita les pidió mentalmente unas disculpas muy sentidas antes de que Rafael la guiara fuera del patio y doblaran a la derecha, dándole la espalda al desfile.
−Todo debería ir bien ahora. Regresaremos a la casa…
Rafael se detuvo en seco y Pepita lo vio de inmediato.
Otro hombre de aspecto sospechoso estaba parado al final de la calle, y por la forma en que miraba a su alrededor, parecía buscar a alguien. No hacía falta ser muy listo para saber a quién.
Antes de poder levantar sus sospechas, Pepita y Rafael se dieron media vuelta, como si no fuera con ellos. Mientras tanto, ella susurró:
−¿Y ahora qué?
−Nos ha bloqueado la salida. Si pasamos tan cerca de él nos descubrirá. No nos queda otra que volver.
−¿Otra vez a la procesión? ¿Estás loco?
Los ojos negros de Rafael se clavaron en ella, agobiados, a través de las rendijas de la máscara.
−¿Se te ocurre algo mejor?
La marcha se había reanudado cuando se mezclaron de nuevo con el séquito. Al ser las calles tan estrechas e ir los tronos tan parejos, la gente estaba muy pegada y, gracias a eso y a la tensión entre las cofradías, nadie se fijó en el calzado tan poco convencional que llevaban los dos nuevos penitentes del Sagrado Dolor.
Rafael se arrimó al nazareno más cercano en tono amable:
−Compadre, ¿me dejas fuego?
El otro asintió, sin sospechar nada, y le prestó la llama de su vela para que Rafael encendiera la suya y la de Pepita.
Prrám, pam, pa-pám. Pam-prrráaam pam-pám pam-pám. Los tambores parcheaban y la cuesta se volvía cada vez más empinada. Rafael miró con sutileza y vio que los hombres del Rajabocas parecían desorientados. Los habían perdido de vista.
La impotencia lo estaba matando; debía avisar a los Tres Franciscos antes de que esos criminales se cansaran de buscarlo y decidieran visitar la casa. Si alguien los había traicionado, con toda seguridad sabrían dónde se alojaban.
“Señor, que alguien leal los avise y salgan al galope hacia las montañas mientras aún estén a tiempo” rezó para sus adentros.
−No podemos estar aquí. Ya te he explicado por qué −siseó Pepita junto a él, caminando parsimoniosa al mismo ritmo que todo el mundo.
−No tenemos otra opción, maldita sea −escupió él.
−¿Y ahora qué?
−Ahora…
Las palabras murieron en sus labios. Habían extraviado a sus perseguidores, ¿pero por cuánto tiempo? ¿Cuánto tardaría algún avispado en darse cuenta de que bajo el traje de ese penitente se adivinaba la forma de un trabuco, de que al otro se le estaban cayendo las lorzas de forma asimétrica?
“No lo sé, Pepita. Que Dios me perdone, pero a partir de aquí ya no puedo hacer promesas.”
***
Entre las sombras, una mujer gigantesca se limpiaba la roña de las uñas con una navajuela recién pulida. El rastro se le había quedado frío y su pequeño cerebro, que no por pequeño era menos calculador, pensaba y pensaba.
No podía volver a su ama con las manos vacías. Ella nunca se rendía y jamás fallaba una misión. Era una máquina de hueso y músculo, pero ambos se creían acero y la naturaleza aún no había tenido las pelotas de sacarlos de su error.
Tendría que deshacer sus pasos y visitar un par de tabernas. Según las últimas noticias, la banda de mequetrefes que Don Antonio y Don Emilio habían enviado se encontraba aún en Pajeras. Los evitaría sin problemas; no la preocupaban más de lo que un puñado de moscardas molestaría a un toro bravo.
Sí, ella y Doña Eduarda ganarían la apuesta. El dinero no le importaba a este sabueso, pero sí cumplir con éxito su cometido y someter a quien se había escapado.
Un vocingleo la sacó de sus pensamientos.
−¡IIII-OOOOH!
No, voces no. Un rebuzno. Los quejidos venían detrás.
−¡Don Bernabé, responda! ¡Ay que le ha dado un chungo!
El grupito se acercaba; los vio subir por la calle y la luz solitaria de una farola iluminó una herida sangrante. Eran dos mujeres mayores y un hombre, sin contar al que iba medio tumbado en el burro. La voz tortuosa del anciano gimió, ya más enfadada que dolorida:
−Por la Virgen, mujer, me duelen más los oídos de oír tus lamentos en mi oreja que la brecha ésta en la cabeza. ¿Te quieres callar?
−¡Oiga usted que yo me he llevado un disgusto!
−¡II-OOOOOH! –chillaba el burro, como diciendo “Y a mí qué me contáis, histéricos del nabo”.
−Este pueblo está maldito. ¡Maldito! Primero matamos al cura…
−Perdone que le diga pero él se mató solito, que todavía le salían las galletas por la boca cuando lo encontraron tieso en…−saltó el hombre que iba a pie.
−¡Shhh cállese usted! Y luego van y se cargan los claveles, ¡mi madre! Y ahora los cristos tienen que ir con chumberas, ¿me oye? ¡CHUMBERAS!
−Oyoyoyoyoy…−chasqueó la lengua la otra mujer, cubriéndose los ojos con el abanico.
−Y por eso Dios está mosca con nosotros, eso es. ¿Qué si cirios que se parten, que si humos y peleas, que si penitentes por los suelos y encima va el pendón y le abre una raja en la calabaza al Bernabico?
−¿Oiga pero qué son esas confianzas señora, para llamarme así?
−Shh usted calle que el golpe lo ha dejado tonto y ahora no sabe lo que dice.
−¡Señora que estaré con pupa pero eso no le da derecho a sobarme la cabeza!
−Tanta mala suerte no puede ser nada bueno. Deberíamos fusionar las dos cofradías en una sola, y que se apañaran ellos con sus piques en vez de maldecir a toda Pajeras. No he visto procesión más gafe en mi vida −rezongó el hombre a pie.
Los ojillos de la giganta se achicaron aún más al escuchar la conversación. Doña Eduarda la había advertido, y ella oía atentamente. El patrón era correcto, el rastro volvía a activarse.
Al levantarse del tranco en el que estaba sentada, tapó la luz que se volcaba por la ventana de la casa del médico. Ante la súbita penumbra, el grupito se calló y repararon en ella, quedándose atónitos, como todo el que la veía por primera vez.
Cuando habló, la voz cavernosa no parecía de mujer; apenas parecía humana.
−¿Por dónde se va a la procesión?
Temblequeando, uno por uno fueron señalando a la parte baja de la calle, por donde habían aparecido. Sin dar las gracias ni dirigirles una última mirada, siguió el camino en la dirección indicada. Los adoquines que quejaban bajo sus pasos, que resonaban en el silencio.
Nadie se atrevió a hablar hasta que desapareció.
−Oye… si ése es el nuevo médico, yo creo que mejor me voy para mi casa…−balbuceó Don Bernabé con ademán de bajarse del burro.
−Que no Bernabico, que eso era una tía y el médico ya asoma por la puerta.
−¡Esto con agüita fresquita y vino se cura! –insistió el herido.
−¡Que no cohone! ¡Que se le ven los sesos por ahí!
−IIIH-OOOOH…
***
Nadie sabría jamás con qué denuedo luchaba Pepita mientras marchaban al ritmo de los tambores. En su interior iba creciendo algo terrible, un bicho. Un enano diabólico que arañaba las paredes de su estómago y le achuchaba los pulmones mientras ella pugnaba por mantener ambos ojos mirando al frente y silenciar los coros siniestros que retumbaban en su cabeza.
Rafael le lanzaba miradas furtivas y, aún escéptico, contemplaba cómo una de las pupilas de Pepita bailoteaba cual pelota fuera de control tras la rendija de la máscara. Las manos le temblaban.
−¿Estás bie…?
−No me hables. Tengo que controlar esto o lo destrozaré tóoooo −chistó ella. El acento inglés casi le había desaparecido, siendo sustituido por un malagueño cerrado que lo dejó muy perplejo.
−¿Qué le pasa a tu voz?
−No le pazza ná. Ná de ná.
Cielos, pensó Pepita. No podría resistirlo mucho más tiempo. La energía gafe crecía dentro de ella, girando y girando cual satélite fuera de control. Como una bola de fuego que aullaba y…
Fwoooosh.
Una llamarada brotó de la punta del cirio de Pepita. Rafael dio un respingo, los ojos desorbitados. Ella se quedó tiesa como una estaca y, cuando se recuperó del estallido de luz, gimió.
La llamarada había prendido el capirote del penitente que iba delante de ellos. Primero fueron unas lenguas doradas que lamían la tela. Horrorizados, vieron cómo el fuego llegaba al cucurucho de cartón, convirtiendo al penitente en una antorchilla.
Pepita y Rafael compartieron una mirada frenética.
“Haz algo.”
“¿Yo? ¡Tú eres la que lleva al demonio dentro!”
Ella parpadeó muy rápido.
“Pero es que yo no puedo, no le alcanzo.”
“¿Y cómo se lo apago? ¿Le hago un placaje?”, gesticuló él.
La joven resopló ansiosa, sin apartar la vista de las llamas.
“Todavía nos quedan un par de minutos hasta que el fuego le llegue a la cabeza.” Él se encogió de hombros.
Pepita negó con fuerza y miraron a su alrededor. ¿Es que nadie se daba cuenta de que había un nazareno en llamas? Nadie parecía haber visto la llamarada antinatural de Pepita, y eso les convenía, pues no debían llamar la atención. No obstante, ¡no podían dejar que un cofrade se quemara el cogote!
Los balcones estaban atestados de gente que contemplaban la procesión desde su lugar privilegiado. Como era la costumbre, a uno de ellos se asomó una mujer y empezó a cantar una saeta a los cristos.
−Aaayayayayyy… Yyyyh… Aaaay ayyyy…
Pachín, pachín, pachín, pachín…
El tamborilero de los Cardenales le daba con ganas. No parecía estar al corriente de la moza y su saeta. Pepita abrió la boca para avisar a cualquiera que pudiera apagar al penitente, pero entonces los coros de su mente subieron de volumen, ominosos.
PACHÍN PAPÁM PACHÍNNNN…
−Aaaay mi Señóooooh…
Fiuuuu.
El desastre apareció como la cabeza de uno de los palillos de tambor. Cuando el músico echó el brazo hacia atrás para golpear, el bolón salió despedido y los pajerienses contemplaron, boquiabiertos, cómo dibujaba una parábola y se estrellaba en la frente de la saetera. Justo en el centro, con una puntería que habría hecho llorar de placer al geómetra más quisquilloso.
La cantante se quedó bizca y se bamboleó, mientras Pajeras contenía el aliento. Y, cual muñeca de trapo, cayó con tanta fuerza que su cuerpo pasó sobre la barandilla y se precipitó al vacío.
Un griterío horrorizado inundó la calle, y hasta los penitentes dieron un bote cuando la saetera cayó encima del trono del Cristo de los Cardenales con la fuerza de un marrano ahogado, de boca y con los pies mirando a la luna. De puro milagro no se empaló con las estatuas, pero las chumberas se las comió enteritas.
Con el golpe, los costaleros se desestabilizaron y el trono se tambaleó de forma muy poco halagüeña; el cristo se zarandeó de lado a lado, las fustas de los sayones viraron, y justo cuando ya creían que habían recuperado el equilibrio, el agarre de uno de los sayones se aflojó y, imbuido de energía cinética y muy mala baba, éste se volcó del lado por donde desfilaba el trono rival.
Los fieles del Sagrado Dolor chillaron como plañideras cuando el sayón se quedó haciendo de puente entre un trono y otro bajo la mirada resignada del cristo crucificado, que parecía decir “Cucha tú, pa tirarte a la bartola te tiras en tu trono, so melón”.
−¡Estamos malditos! ¡Estamos malditos!
Rafael consideró ése un buen momento para escabullirse, pero divisó, no muy lejos, a uno de los criminales que no les quitaba ojo de encima. Tuvo que obligarse a aminorar la marcha por el bien de la charada.
Justo en ese momento, alguien reparó en el penitente-antorcha delante de Pepita, que desfilaba tan feliz, ignorante de su desgracia, y el griterío se volvió ensordecedor.
−A tomar por culo, ¡no puedo seguir aquí! –gritó Pepita, con los ojos en blanco. Desesperada, intentó aferrarse a algo, y lo más cercano que encontró fue la manga de Rafael.
Y las túnicas de nazareno son buenas y resistentes. Tienen las costuras muy bien cosidas, ahí una puntada al lado de la otra. Y la moza no tenía mucha fuerza.
Pero era la Semana Santa en Andalucía y Pepita, gafe como ella sola.
¡Raaaaaaj!
La manga del bandolero se rajó como si fuera de papel y la joven observó, desencajada, el jirón de tela negra que ahora pendía de su mano. Debajo, en todo su esplendor, se veía la chaqueta del bandolero y su pañuelo a rayas.
Ambos compartieron una mirada que gritaba a los cuatro vientos “Oh, leñe”. Aunque la de Rafael decía más bien “Olé tu potorro, Pepita”.
El atentado sayón entre tronos había terminado por detonar toda la ira reprimida entre los cofrades. Los costaleros habían abandonado sus puestos y ahora se liaban a palos los unos con los otros. Los cabecillas estaban enredados en el suelo en una pose más íntima de lo que ninguno de los dos habría estado dispuesto a reconocer, más que nada porque intentaban estrangularse mutuamente. Un puñado de fieles se llevaba a la saetera también a la casa del doctor, y una oleada de desmayos recorrió a las señoras de mantilla.
Federico Palomino gritaba y gritaba, tirándose de los pelos. Estaba rojo cual fresón de Huelva y, tras sus fallidos intentos por establecer una tregua en el Jueves Santo, supo que si se quedaba un minuto más allí, moriría de un ataque o por un reventón de arteria.
Soltando unas maldiciones muy poco propias de un sacerdote, Palomino intentó separar a varios contendientes sin conseguir más que algún puñetazo extraviado que le hizo sangrar la nariz. Al final, supo con desazón que no conseguiría nada allí, de modo que abandonó el lugar y, con largas zancadas, llegó solito a la iglesia, donde se retiró a despotricar a gusto.
Y mientras tanto, el secuaz del Rajabocas, uno de ellos, dio un silbido. Los demás acudieron, él los señaló y Rafael supo que el momento fatídico había llegado.
−Pepita, corre.
Entonces, alguien aulló:
−¡El Cristo arde! ¡¡Las cortinas!! ¡Que alguien traiga agua!
−¡¡Los caballos de Manolo se han escapado y corren hacia aquí!! ¡Las puertas de su cuadra han reventado de golpe! ¡Sálvese quien pueda!
−¡No me fastidies! –gritó un penitente− ¿Nos va a pillar todo hoy?
−¡Dios nos castiga por no azotarnos! ¡Usad las fustas, hermanos, que se vea esa sangre roja!
−¡Anda y que os den por culo a todos, yo me voy! –exclamó uno, arrojando fusta y cirio al suelo y echando a correr, como muchos otros fieles.
Pepita ni siquiera prestó atención a la cruz flamígera, que había estallado como por combustión espontánea; ella corría cual alma que se lleva el diablo, las manos de Rafael y ella entrelazadas para no perderse mientras luchaban para no tropezar y morir pisoteados por el resto de pajerienses. El séquito se diseminó por las callejuelas, pero con tanta histeria era difícil saber para dónde iban.
Tras ellos, los del Rajabocas esquivaban a los cofrades y señoras con peineta, apartaban a empujones a los costaleros que ya no sabían con quién se estaban pegando. Había un tambor rodando cuesta abajo y sin dueño, cada vez más rápido. Dos penitentes particularmente inspirados se batían en épico duelo de alabarda, sólo que en vez de alabardas usaban soportes de pendón. Todo hedía a tallo de chumbera aplastado. Pero lo único que importaba en ese momento a nuestra pareja era que, muerta la charada, los del Rajabocas empezaban a desenvainar sus trabucos y a apuntarles.
−¡Pistoleros! ¡Sálvese quien pueda! –gritó alguien al verlos.
El aire faltaba y el sudor caía a chorros bajo los capirotes, pero permanecer disfrazados era la única oportunidad que tenían de seguir vivos. Los enemigos de Rafael no dispararían hasta tener claro el blanco, pues perderían mucho tiempo recargando.
La riada humana descendía atropelladamente por una calle que parecía eterna. Rafael y Pepita escucharon golpes secos en el frente, y notaron que la multitud se dividía en dos, como si hubiera algo en medio del camino.
−¡Apártate carajo! ¡¿No ves que hay estampida de caballos?! –oyeron exclamar a alguien que se había topado de bruces con el obstáculo.
PAF.
Sin dar crédito, vieron al cofrade salir volando cual espantapájaros en una tormenta.
−¿Qué demonios pasa ahí delante? –gritó Rafael.
Pepita negó como pudo. El traje y el relleno, el pánico y la corrida la estaban asando a fuego lento. Temía que las piernas dejaran de responderle en cualquier momento.
−¡No importa, apartémonos! ¡No te pares, corre!
−¡En eso estoy, mujer!
Creían que el obstáculo que tanto esquivaban los fieles sería un burro o un carro volcado. Una silueta como de armario se perfilaba contra los faroles, y al verla, Pepita clavó los talones en el suelo, haciendo que Rafael casi se cayera.
−¿Pero qué haces? ¡Tenemos que salir de aquí!
“Oh, no. No, no, no.”
La había visto apenas un par de veces. La primera, la confundió con un muro. La segunda, la vio partirle el cuello a un cordero con una sola mano mientras con la otra araba una parcela. Era la sierva multitarea preferida de su tía.
Pepita jadeó y tiró de Rafael hacia la calle paralela, separada tan sólo de ésta por un par de muretes encalados. Pero era demasiado tarde; Tomasa la había visto.
Esperaban que al cambiar de calle la hubieran despistado.
−¿Qué es esa cosa?
−Hay quien dice que es una mujer. Yo no me lo creo −chilló Pepita. Rafael trastabilló tras ella sin perder puntada de la posición de sus enemigos.
−¿La conoces?
−Es una bestia parda. ¡La llaman Tomasa la Destructora y trabaja para mi tía!
−¿Estás insinuando que ha venido a por ti? ¿Y cómo te ha encontrado?– Rafael la volvió a coger de la mano y la hizo girar como una peonza para evitar que un grupo la atropellara. Saltaron por encima de los restos destrozados de una banqueta.
−¡No lo sé! ¿Cómo te han encontrado a ti los del Rajabocas?
BROOOOM.
Un estallido de humo les hizo zumbar los oídos. Todos los allí presentes detuvieron la estampida y se agacharon instintivamente. Los brazos de Rafael se cerraron en torno a Pepita mientras una lluvia de polvo y cascotes los dejaba blancos como pescados en harina.
−¿Qué ha sido eso? –susurró Pepita con un zumbido en las orejas.
Rafael jadeó, ayudándola a levantarse muy despacio:
−La madre que la…
Ella parpadeó, aún desorientada, y entonces la vio, aún cubierta de yeso y piedra, con la cabeza echada para adelante igual que un toro bravo. Tomasa la Destructora volvía a cortarles el paso, y para ello no había necesitado siquiera tomar el mismo camino que ellos.
No. La muy bestia había atravesado el muro que separaba las calles igual que un ariete. Y ahora caminaba hacia ellos, inexorable, martillo en mano. Los adoquines crujían bajo sus alpargatas, como instándoles a que huyeran sin mirar atrás, aunque les costara la vida.
Una ominosa música de tuba sonaba en la mente de Pepita, como un reflejo de su horror que acallaba los coros impíos de su tara.
BUOOOOOH.
PUM.
BUOOOOOOOOH.
PUM PUM.
−Vamos. Vamos, Pepita.− El Mulato la obligó a darse la vuelta y poner los pies en marcha.– Tenemos a los del Rajabocas detrás. No podemos detenernos. ¡Vamos!
El tiempo parecía fluir lento y pesado. La tara de Pepita se había retirado a algún rincón oscuro de su ser, como comprendiendo que la situación ya era bastante insalvable de por sí como para empeorarla. La trampa a su alrededor se cerraba, comprendió Pepita mientras corrían una vez más. Reconocía este lugar… volvían a estar en las calles que rodeaban la iglesia.
Huían en círculos.
No saldrían de ésta. Los peores sabuesos de Sierra Morena iban tras ellos, Pajeras era un laberinto enloquecedor y su cuerpo aullaba pidiendo auxilio.
Rafael intentaba salvarlos, pero no lo lograría. Estaba solo, tan solo. Pepita quiso dejarse caer y que la atraparan. Así, él tendría una oportunidad. No lo lastraría.
−Déjame, Rafael. Sólo te estoy retrasando.
Él se volvió a medias para mirarla. Ni siquiera sabían adónde iban, ni dónde quedaba el peligro; la gente que los rodeaba se dirigía a todas partes y a ninguna.
−¿Estás loca? ¡No!
Pepita lo agarró por las muñecas, con el rostro bañado en lágrimas de desesperación.
−¡Tú eres mucho más rápido! ¡Esa mujer me está buscando a mí, pero si le das problemas, acabará contigo! ¡No pienso ponerte en peligro! Márchate, por favor. Podré apañármelas sola.
Tres segundos de puro caos rugieron en torno a ellos mientras se miraban a los ojos. El bandolero tomó sus manos temblorosas y el calor se extendió por su cuerpo rígido.
−Vete. Me esconderé en alguna parte. Pero tú no puedes morir hoy aquí, Rafael.
−Pero…
−¡No! –lloró la inglesa−. A mí me quieren viva. Estaré bien.
−¿Y si…?−. Rafael miró por encima de ella.
La cabeza greñuda de la giganta emergía a pocas zancadas de ellos; era fácil divisarla porque iba apartando del camino a todo el que le estorbaba, creando una bandada de pájaros humanos a su paso.
Y Pepita en sus brazos, tan resignada, los ojos tristes bajo la capucha. No podía perderla allí. No se lo perdonaría.
−Te llevará con tu tía. Te obligarán a casarte. Volverán a dejarte pasar hambre y… quién sabe lo que…
−Sí, pero tú podrás vivir. Vamos, vete. Estamos perdiendo un tiempo muy valioso.
La joven forcejeó hasta soltarse y se alejó de él en dirección a aquella cosa llamada Tomasa. El sentido común de Rafael quiso forzarlo a correr y no mirar atrás, buscar a sus camaradas y darse a la fuga al refugio más cercano.
Pero en el momento en que dejó de sentir las manos de Pepita en las suyas, tomó una decisión fatal. La clase de elección que condena a la tragedia a cualquier héroe de leyenda.
−No. De ninguna manera.
Pepita gritó por la sorpresa cuando Rafael la cogió por la cintura y la cargó casi en volandas, haciendo alarde de una sobrecogedora fuerza masculina. Sus músculos hacían crujir las costuras del hábito. Con un grito ronco, se echó a Pepita al hombro como si fuera un saco de papas y se precipitó a la calle que daba a la plaza de la iglesia. El capirote de Pepita se venció, descubriendo su rostro; Rafael se arrancó el suyo para ver mejor.
−¡Abrid paso! ¡Abrid paso! –aulló a los pocos desorientados que aún intentaban rescatar los tronos volcados. Todos lo esquivaron, abriéndole una suerte de camino.
Todos menos uno, que lo apuntaba con un arma.
El cuerpo de Rafael se tornó en hielo cuando su mismo némesis apareció frente a él, sonriente. Con sumo cuidado, dejó que Pepita regresara al suelo. Un millar de recuerdos se dispararon al ver esa cara como de niño grande, los ojos azules y brillantes, el hueco entre las paletas.
El Rajabocas se pavoneó, haciendo bailar el trabuco en mano. Lo había conseguido; no había necesitado moverse apenas para guiarlo hasta él, como un gato con un ratón.