8
Pepita rodó muy despacio, fingiendo estar aún dormida.
Ahá. Ahí estaba ese bandolero, roncando a pierna suelta boca arriba. El bulto de su masculinidad ocultaba sin pudor el resplandor que asomaba por el este, como si le hubiera salido una colina extra al paisaje.
Necesitaba combatir la pena que amenazaba con encogerle el corazón, y el enfado era útil… o eso creía. El enano diabólico que vivía en su mente y que hablaba con una voz idéntica a la de Pepita, pero más aguda, la instó a coger un pedrusco y dejárselo caer en la entrepierna. No obstante, en un alarde de piedad y sentido común, la joven desechó esas malas ideas con cierta vergüenza.
“Si no lo he castrado antes por tenerme presa, no lo haré ahora porque anoche me besara y después me desechara como a una golosina.”
Al recordarlo, se puso tan roja que las orejas le quemaron. Con un resoplido, echó un nuevo vistazo para comprobar que Rafael estaba profundamente dormido.
Esa madrugada había ideado un plan que estaba muy lejos de ser perfecto, pero era lo mejor que tenía.
Rafael se despertaría solo en el claro, sin caballo y sin prisionera; para cuando se diera cuenta de que Pepita se había escapado, ella ya se hallaría muy lejos de allí.
“Es la hora, vamos” se apremió.
Muy despacio, se levantó, recogió la manta y se deslizó de lado hasta donde el caballo reposaba, ya despierto. El animal la observó tranquilamente; a Pepita le pareció que arqueaba sus cejas caballunas, como preguntándole qué se traía entre manos.
La muchacha ahogó una risita maliciosa mientras lo saludaba con unos suaves toques en el cuello. Se agarró a la silla y se aupó sin esfuerzo.
Cuando estuvo a horcajadas sobre el caballo sin nombre, un aire le sacudió los cabellos y se sintió heroica y salvaje. Alzó el rostro para mirar al camino que ante ella se abría, dispuesta a afrontar su futuro incierto e innumerables obstáculos. Mas no importaba, pues ahora tenía una montura, y el palurdo del forajido sabría que se había metido con la persona equivocada.
−Hiá, bonito. ¡Arre! –azuzó al caballo en voz baja, preparándose para sentir el viento en la cara y paladear el sabor de la libertad y, por qué no, la justa revancha.
No pasó nada.
El equino se quedó plantado en sus cuatro patas sin moverse un ápice. Pepita se tomó un segundo para hacer memoria, pero no, no se había olvidado de cómo montar. Había desatado al caballo y lo estaba intentando guiar de forma correcta. Montaba mejor que muchos que se afirmaban expertos. Entonces, ¿qué ocurría?
−¿Arre?
En respuesta, el caballo ladeó un poco el pescuezo y la miró de lado con un resoplido cargado de mofa.
“¿En serio crees que voy a abandonarlo ahí? Me ofendes, moza. Soy un caballo de honor y palabra.”
Ay, maldición. Otra vez creía oír la voz del animal en la mente. Mejor ignorar esto y buscarse un buen doctor que le arreglara eso una vez se encontrara en suelo británico, no fuera a ser que de los caballos se pasara a los perros. Por Dios que prefería quedarse sorda antes que escuchar los desvaríos de los caninos en la época del celo.
−Vamos, muévete, maldita sea.
“No.”
Pepita sacudió las piernas y rebotó en la silla de pura frustración.
−Que no te oigo, que soy una persona cuerda. Vamos, sé bueno y obedéceme. Corre un poco. Luego te dejo que vuelvas con él, que seguro que te sabes el camino…
Rafael se despertó al percibir una agitación inusual en el ambiente. Se rascó la nariz y buscó a Pepita con la mirada; la encontró en lo alto de su caballo, con los mofletes hinchados y zarandeándose como un muñeco de guiñol.
El caballo se mantenía inmóvil, como si con él no fuera la cosa. Miró a Rafael con su rostro caballuno, como no podía ser de otra forma, con una expresión que decía “Haz algo con la trasnochada ésta, que si la dejo caer, encima el que queda mal soy yo”.
“La madre que la parió.”
−¿Se puede saber qué haces?
Al saberse descubierta, Pepita azuzó desesperada al animal sin éxito. Rafael fue hacia ella con cara de pocos amigos.
−¿Estabas intentando robarme el caballo? ¿De verdad?
No se lo podía creer.
−¡Maldita sea! –exclamó ella, soltando las riendas con ira. Se había dado por vencida.
El bandolero puso los ojos en blanco. Qué bien empezaban el día. Como si no hubiera sido bastante con la noche que habían tenido, ahora se encontraba con esto.
−Eres dura de mollera, ¿eh?
Pepita sintió la rabia burbujear en su interior. Ya había hecho demasiado el ridículo. Ingenuamente, había creído que el caballo le haría caso solamente por su habilidad para montar; por lo visto, le quedaban un par de cosas por aprender.
Siempre había agradecido tener la oportunidad de contemplar cosas sorprendentes, y así había sido desde que pusiera un pie en España. Había visto el mar de colinas y montañas de la sierra, que se perdía difuso en la luz flameante del atardecer y se coloreaba plateado al salir el sol, todo mientras viajaba recostada en los brazos de un bandolero. Había escapado por los pelos de morir bajo los colmillos de un jabalí. Había huido y sido atrapada en varias ocasiones, y cuando debió sentir frustración, así fue. Sin embargo, el hecho de que fuera Rafael quien la mantenía bajo custodia le provocaba otra lluvia de sentimientos, y eso la asustaba y la enfurecía.
Porque él no estaba interesado en ella, y aún así la había besado y acariciado su cuerpo, le había enseñado que lo que pasara tanto tiempo buscando existía de verdad, aunque sólo fuera un instante. Y acto seguido, Pepita descubrió otra de esas cosas sorprendentes.
Que compartir un beso no significaba nada para él y demasiado para ella. Pepita Worthington era una necia que había puesto los ojos en un hombre al margen de la ley, un forajido peligroso. Gentil y divertido en ocasiones, sí, pero peligroso.
No pensaba dejar que esos sentimientos crecieran. No seguiría dócil a Rafael mientras él la devolvía a su infierno particular y encima cobraba por ello. Sus opciones eran pocas, cuanto menos, pero había confiado en que el puñetero caballo sin nombre se limitara a actuar como un jamelgo cualquiera bajo su mando.
Mira por dónde, no sólo había ido a topar con el bandolero más culto y atractivo de Sierra Morena, sino también con el caballo más incorruptible.
Se echó a llorar.
Rafael no supo qué hacer cuando la vio derramar las primeras lágrimas. Su primer impulso fue abrazarla y consolarla, pero eso era lo que hacía con Juanita, y Pepita no era su hermana.
Además, la noche anterior se había hecho la promesa de no volver a tocarla, ni a mirar a los pozos azules que eran sus ojos. Cuando bromeó con ella y la hizo creer que los penitentes eran unos masoquistas sangrientos, cuando ella acabó riéndose también, todo ello desencadenó un caos dentro de Rafael. Y fue una agitación agradable, porque volvió a sentirse un poco en casa, un poco más seguro. La risa limpió la dura costra que cubría su corazón y lo protegía del dolor.
Cuando se guarecieron de la lluvia, Rafael se sintió cerca de Pepita y supo que podía dejar de fingir, dejar de permanecer en guardia, aunque sólo fuera por un momento. Bromearon, se contaron historias, confesaron.
Todo iba bien hasta que la besó.
Lo que vino después dolía, y en ese momento, mientras Pepita lloraba a lomos de su caballo, Rafael seguía sintiéndose como esa única vez que montó en la cubierta de un barco; inestable, inseguro y listo para resbalar y caer a las profundidades del océano.
−Vamos, no llores.
En ese momento, Rafael fue muy consciente de lo jóvenes que eran los dos. No recordaba haberse sentido tan torpe en mucho, mucho tiempo.
Pepita sujetó las riendas tan fuerte que sus nudillos palidecieron, y apartó el rostro.
−No me mires.
−¿Por qué?
Grácilmente, la joven desmontó por el otro lado, usando al equino como muralla entre ambos. Rafael suspiró y acarició el morro del animal con cariño.
−Porque una vez una monja me dijo que mi cara parecía un tomate apuñalado cuando lloraba, y desde entonces no dejo que nadie me vea llorar.
El bandolero rodeó al caballo y se asomó con cuidado.
Pepita se limpiaba las gotas que rodaban por sus mejillas con tanta furia que parecía a punto de arrancarse la piel a trozos.
−Bueno, Pepita, según veo, es probable que esa monja te tuviera tirria y nada más. No pareces un tomate.
Oh, Dios. El hecho de que le resultara tan difícil contemplar esa escena sólo era una muestra de hasta qué punto había permitido que este asunto con Pepita se le fuera de las manos. Lo que en un principio fue sólo una mera transacción se había complicado más de lo esperado.
−No llegas ni a la altura de pimiento morrón. Escucha…
−No, déjame. No me hables. Sólo… ignórame, ¿quieres?– Pepita alzó un dedo, alejándose de él con la cara en las sombras.− Aunque sea un rato.
A estas alturas, Rafael sabía muy bien cuánto detestaba que la vieran llorar, así que la dejó recomponerse mientras se apoyaba de costado en el caballo.
−Vamos a hacer una cosa…−empezó, rascándose la sien.
−¡No! No vas a atarme y a llevarme en la grupa de tu jamelgo como si fuera un saco de boniatos, ¡de ninguna manera!
−Jesús, ¿para qué quiero tener ideas, si ya te lo imaginas tú todo por mí?
Ella se mesó los cabellos brillantes con tanta rabia que se dejó la cabeza como un nido de pájaros.
−Para un momento, por Dios. Me estás poniendo negro. Toma un pañuelo.− Rebuscó entre los pliegues de su fajín y en los bolsillos de su chaqueta, pero sólo encontró un mustio cuadrado de tela cuyo color original ya se había perdido hacía tiempo.− Mejor no.
−¡No me importa! Tengo este… este… ¡disfraz absurdo! Qué irónico que para lo mejor que me ha servido hasta ahora sea para limpiar las lágrimas que esta charada me ha provocado −ululó Pepita, tomando las faldas y enterrando la cara en ellas. Acto seguido, reparó en el sinsentido de sus palabras y añadió, con la voz ahogada entre las capas de tela−. Aparte de impedir que vagara desnuda por la sierra, desde luego.
Un dolorcillo persistente tras los ojos de Rafael le indicó que debía poner fin a esta absurda escena cuanto antes. Que el Señor tuviera piedad de él, era demasiado temprano y ya tenía ganas de tirarse por un barranco.
−Mira, ya se me ha olvidado hasta por qué te has puesto a llorar. Perdemos el tiempo con estas sandeces. Deberíamos estar ya en marcha y llegar al pueblo en menos de dos días si vamos a buen paso. ¿Cuál es el problema entonces?
Ella soltó las faldas con el ceño fruncido, seguramente calculando distancias.
−¿Pueblo? ¿A qué pueblo?
−Si te lo he dicho ya, ¿es que nunca me escuchas? Voy a visitar a mi hermana para conocer a mi sobrino recién nacido, en Pajeras. Dado que tú pareces dispuesta a colgarte de un pino antes que volver al lugar del que te escapaste, había pensado que vinieras conmigo. Allí me reuniré con unos amigos y, si te portas bien y no me das más dolores de cabeza, tal vez encuentre una forma de mandarte lejos.
Pepita se había quedado congelada.
−¿Lo dices de verdad? ¿No te estás mofando de mi desgracia?
−Desgracia la que me ha caído contigo. Pongámonos en marcha de una vez −refunfuñó Rafael. Se recorrió el campamento con unas pocas zancadas y recogió las mantas, que se echó al hombro. Siendo una criatura de costumbres, olvidó las habilidades ecuestres de Pepita y la tomó por la cintura para subirla al caballo.
Ella dio un respingo y ambos quedaron cara a cara, conteniendo la respiración. Había sido un gesto inconsciente; Rafael recordó que no quería tocarla de nuevo y, como si lo de la noche anterior no hubiera sido suficiente, ahora le quedó claro por qué.
Quiso evitarlo, pero los sorprendidos ojos azules de Pepita se clavaron en él y, de pronto, toda la ropa empezó a molestarle y los dedos le hormiguearon, aún rodeando la carnosa cintura. Las vestimentas que ambos llevaban le parecieron absurdas y deseó arrancarlas y arrojarlas al viento. Podía besarla de nuevo y saborear sus tiernos labios, ahogar sus propios jadeos en las profundidades de su boca.
Sí, debía intentarlo otra vez. Sólo un roce, dejar que un suave suspiro mezclara sus alientos. Aún podía sentir la cremosidad de sus pechos en la mano, calientes como piedras al sol de la tarde. Puede que ella fuera una señorita y él un proscrito, pero ¿qué excusas eran ésas contra la fuerza arrolladora de su deseo?
Cuando quiso reparar en sus pensamientos desbocados, Pepita ya se había aupado a la grupa, mirando al infinito con un intenso rubor en las mejillas. Rafael sacudió el cuello, molesto por su debilidad, y montó de un salto, sujetándola entre sus potentes muslos.
Carraspeó antes de iniciar la marcha.
−Quiero que esta travesía sea tranquila. Debo pasar desapercibido y evitar llamar la atención en el mismo momento en que pisemos el suelo de Pajeras. ¿Tengo tu palabra de que no me darás más disgustos durante este viaje?
−Teniendo en cuenta que la mayor parte de cuanto me ocurre escapa a mi control, tal promesa no serían más que palabras vacías.
El caballo avanzaba al paso por caminos serpenteantes que habían permanecido intactos durante mucho tiempo. Hacía un rato que el sol lucía en lo alto, taponado su resplandor por la manta de nubarrones que parecía ser una constante en esta época de Semana Santa.
−¿Veremos procesiones? –preguntó Pepita.
−¿Te ilusiona la idea? –Rafael arqueó una ceja.
−Siempre se agradece ver las curiosas costumbres de una tierra extraña. Aún así, sigo dudando de que tu historia sobre los penitentes sangrantes y el tocino para curar las heridas sea mentira.
El bandolero sonrió, notando cómo su cuerpo se relajaba.
−Lo era, te lo digo yo. Pero de todos modos, mantente pegada a mí; no estarás segura cuando comiencen las peleas de los cofrades.
−¿A qué te refieres?– El recelo se adivinaba en su voz.
−Oh, tranquila. Con suerte, no lo verás. De hecho, te juro que si me vuelves a dar otro susto como el del gorrino, o como el de esta mañana, te meteré en un saco de arpillera y no te sacaré de ahí hasta la próxima luna llena.
Pepita se puso rígida y descargó un manotazo sobre su muslo, virándose a duras penas. Rafael la devolvió a su postura rodeándola con los brazos de forma sutil, sin soltar las riendas.
Después de haberla tenido tan cerca y haberla oído gemir, montar a caballo con ella iba a ser una larga y dura prueba. Lo peor no era eso, sino ser consciente de que torturarse a sí mismo de esta forma durante las próximas horas lo llenaba de una morbosa satisfacción.
***
Los ánimos estaban tensos en Pajeras. En este lugar, la época de contención y solemnidad que era la Semana Santa traía consigo pasiones violentas. Literalmente. Dos cofradías se disputaban el privilegio de ser las primeras en pasear sus tronos por la calle más importante del pueblo, representando la Pasión de Cristo.
Estos fervorosos contendientes eran la cofradía del Cristo de los Cardenales, que se reunía en el barrio alto y había pasado todo el año puliendo su trono principal, una inmensa obra de imaginería donde dos sayones azotaban a un Jesús de Nazaret que se abrazaba a un poste con agonía. Al otro lado del enfrentamiento, desde la parte baja de Pajeras, se alzaba la cofradía del Sagrado Dolor, que siempre conseguía los mejores adornos para su hijo de Dios, que sufría en una imponente cruz con la mirada al cielo y el cuerpo maltrecho.
Durante las últimas lunas, una guerrilla fría se había ido caldeando a fuego lento entre las dos mitades de Pajeras, y las rencillas, como todos los años, habían ido resucitando con la venida de la Semana Santa. Miembros de una y otra cofradía planeaban audaces artimañas, buscando sabotear al trono que amenazaba con robarles la primera posición en el desfile.
La primera ofensiva entre estas cofradías fue colarse en los patios rivales para birlar hasta el último clavel de las macetas, y así impedir que éstos pudieran usarlos en su trono. Por desgracia, la originalidad no era el fuerte de estos grupos y ambos habían pensado exactamente lo mismo. De modo que, en la misma noche, los del barrio bajo habían saqueado las macetas del barrio alto y viceversa, resultando esto en un empate tan bochornoso como inútil. Pajeras se había quedado sin claveles, y a falta de otro tipo de flor, ahora los tronos debían ir desnudos o, peor aún, vestidos de hojas de chumbera.
En lugar de detener el sinsentido aquí y poner fin a la rencilla, los cofrades siguieron batallando sin descanso entre bambalinas.
El segundo ataque, esta vez de naturaleza más política, lo lanzó la cofradía del Sagrado Dolor, cuyos miembros más sibilinos intentaron sobornar al cura del pueblo para que les dejara cruzar la plaza los primeros en la tarde del jueves santo. Le ofrecieron cestas llenas de jamón, roscos, dulces de azúcar y canela y una botella de vino, mas el cura los rechazó, diciendo que estaban en época de austeridad y que no le correspondía a él aceptar regalos que propiciaran la gula.
No obstante, su voluntad de hierro resultó ser más bien de gachas, ya que aceptó el soborno apenas le insistieron un poquito. No contento con esto, también se dejó untar por los cofrades del Cristo de los Cardenales, que lo obsequiaron con quesos en aceite, lomo curado, galletas y pastas de almendra, además de otro lote de vino. Todo a cambio de su favor en la procesión del jueves.
El cura los despachó diciéndoles que tomaría una decisión después de consultarlo con la almohada, y guardó todo el lote en la sacristía para evitar caer en la tentación de probar toda esa comida antes de que terminara la Semana Santa.
Los fieles de Pajeras se sumieron en la expectación esa noche, comiéndose las uñas y encendiendo velas que acompañaran a sus plegarias. Uno de los pasos iría en cabeza durante las procesiones, y el otro se comería los mocos y rabiaría.
Las maquinaciones de las cofradías enemigas, unidas a la acción devastadora del vinillo y una gula desmedida, desembocaron en tragedia; el cura decidió ceder un poquito a altas horas de la madrugada y se tomó una pastita salada. Sólo una, se prometió. Pero por lo visto, el desliz se le fue de las manos, porque siguió después con los dulces, los salchichones, el queso y la cuajada, y al día siguiente fue hallado muerto de un empacho en la sacristía.
El funeral del sacerdote fue uno de los eventos más incómodos que Pajeras había vivido en mucho tiempo. Lo peor, sin duda, era el gran interrogante que el cura había dejado sin resolver: ¿Qué cofradía ganaría este año la supremacía a la hora de subir al cerrillo para honrar a la Virgen de la ermita?
Era Miércoles de Ceniza y un cura nuevo estaba a punto de llegar para sustituir al anterior; el pueblo entero aguantaba la respiración, acechando el camino que llevaba a la entrada de Pajeras. Pobre del nuevo sacerdote, que no sabía la de pleitos sin arreglar que le había dejado su predecesor.
¿Encontrarían una solución que placiera a ambas cofradías y pusiera paz entre los dos barrios?
El cura era un joven imberbe de apenas veintitantos años, con esponjosos ricillos anaranjados y nariz de botón. Respondía al nombre de Federico Palomino, y se movía dentro de su sotana con la gracia de un espíritu. O eso creía, ya que todos esos giros y vuelos de sus faldas, vistos desde fuera, parecían más bien los devaneos de una peonza. Mas no importaba; el padre Palomino se veía fabuloso en sus atavíos del sacerdocio, y allá que iba montado en su burra, erguido como un rey, camino de un pueblo del que creía saber muy poco cuando no sabía nada.
Podía verse a sí mismo, glorioso y rodeado por la luz divina, cuando alzó la mano y saludó a sus futuros fieles. El ilustre y núbil Federico se balanceó con las piernas tiesas sobre la burra y los deleitó con una voz que sonaba igual que el chillido de un conejo.
−¡Mis buenas gentes de Pajeras, qué feliz me siento de poder traerles las nuevas del evangelio! Qué maravilloso pueblo se halla ante mis ojos…
Conforme atravesaba la muralla casi en ruinas que rodeaba el lugar, su tono se fue moderando al reparar en los rostros adustos y las manos que resobaban rosarios y se frotaban entre ellas. Los ojos brillaban febriles, y el señor Palomino supo que algo oscuro pesaba sobre sus nuevos feligreses. Presentía que, hoy, el confesionario iba a tener más actividad que un puesto de frituras en la feria.
En ese momento, una mano callosa se posó en las riendas de su montura, y a punto estuvo de gritar “¡socorro, que me atracan!” en un acceso de pánico irracional. Federico Palomino era un joven propenso a los altibajos y la exageración, y a menudo bailaba entre la euforia religiosa y la melancolía con una rapidez pasmosa. Para combatir estos brotes de inestabilidad, que atribuía a las malas artes del Maligno, el lampiño cura portaba siempre un ejército de crucifijos de todas formas y tamaños, atados entre sí a modo de cuerda de látigo. Enrollaba este insólito artilugio en torno a su cuerpo, bajo la sotana, junto a frasquitos de agua bendita que vertía, presto, sobre su frente al primer indicio de que el Maligno andaba cerca, buscando arrastrarlo a la tentación.
Así había perecido el infame sacerdote al que ahora sustituiría. ¡Oh, endiablada gula, cuántas vidas tomadas, cuántos esfínteres reventados a causa de su insidiosa naturaleza! Mas él, Federico Palomino, sería la luz que desterraría al mal de Pajeras, y se alzaría en un dechado de virtudes del que los ciudadanos tomarían ejemplo, extasiados ante tal magnificencia.
Además, qué bien le sentaba ese sombrerito que llevaba.
Inclinó el rostro hacia el hombre que lo había sobresaltado, con una sonrisa beatífica.
−Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
El tipo, un robusto campesino con manos que parecían tortillas de patata, lucía unas ojeras que acentuaban el brillo vidrioso de sus ojos. Algo le estaba quitando el sueño, y así lo demostraba el halo de ansiedad que lo rodeaba, al igual que al resto de personas que allí lo esperaban.
Entonces reparó en los dos grupos, claramente divididos, en que se dividía la muchedumbre. La tensión entre ambos se podía cortar con un cuchillo y untarla luego en pan.
−Cucha que… padre. Que yo quería decile que hay una corza muy impohtante que…
Irritado por la impaciencia, otro hombre lo apartó de un tirón y se plantó frente al cura, y empezó a hablar de una procesión que tenía que pasar por la plaza, y una manada de fariseos que querían impedir que la cofradía del Sagrado Dolor honrara al Señor como éste mandaba.
Palomino parpadeó, confuso ante el aluvión de argumentos, e intentó recolocarse el sombrero sin perder el hilo. Apenas lo consiguió.
Una mujer delgada y garrotuda se abrió paso entre los hombres, la mirada inyectada en sangre, y agarrándose al otro brazo del cura, ululó:
−¡De eso nada! Mentiras, cochinas patrañas, pues todo el mundo sabe que el Cristo de los Cardenales es la cofradía más antigua…!
Un coro de aplausos y gritos la animó desde atrás, seguramente los miembros de su grupo. Enardecida, la mujer continuó, casi sin respirar:
−¡…más devota…!
Palomino podía oler el aroma de Satán, que corría entre esas gentes, emponzoñándolas de rencor e intriga. Se llevó la mano al pecho, sintiendo el frío peso del acero bajo su tacto. Sus cruces también lo sentían. Oh, bendita la hora en que él llegara, esas gentes serían salvadas.
−¡Y… por eso… debemos pasar primero por la plaza… y ante…!
El bando opuesto se convirtió en un avispero, y los gritos y abucheos se volvieron tan ensordecedores que Palomino se puso bizco, aún rebozándose en la euforia de encontrarse al fin en un lugar donde podía ser el soldado de Dios y purgar la huella del Maligno.
−¡Ante la IGLESIAAAAAA!
Locos por protestar, los miembros de la cofradía del Sagrado Dolor, aunque Palomino aún no sabía estos nombres, se abalanzaron sobre la burra del cura, no fuera a ser que la balanza se inclinara a favor de los otros en la disputa. En respuesta, los del Cristo de los Cardenales se colgaron del otro flanco de la mula, y todos tocaban, tironeaban, aullaban, suplicaban, sufrían éxtasis y espumarajeaban, y Federico Palomino, el querubín pelirrojo, se balanceaba de un lado a otro como un tentetieso.
Jesús, sí. Estas gentes lo necesitaban. Las pupilas se le dilataron de gusto. Pajeras sería la próxima Tierra Santa bajo su guía.
En ese momento, el forcejeo desgarró los bajos de su sotana, dejando al descubierto sus calcetines bailongos y sus piernas flacas, tan lampiñas como su cara. El índice de desmayos femeninos aumentó ligeramente.
Palomino soltó otro chillido de conejo. Cometió el error de soltar las riendas y llevarse las manos crispadas a la cabeza, incapaz de lidiar en ese momento con el hecho de que su sotana se hubiera tornado en camisa.
Un mar de manos lo arrastró para un lado, y el suelo se volvió vertical, los cuerpos horizontales y su visión totalmente oblicua. Notó el frescor de la mañana en sus piernas blancas y en otras partes aún más blancas, y pensó en lo magnífica que había sido esa sotana. El disgusto fue tal que quedó tieso, cual cabra muerta, con las manos y los pies por delante, y ya no respondía a nada ni nadie, con los dientes apretados y los ojos bizcos.
Así fue como el padre Palomino, el implacable vencedor del Maligno, o Federiqui, como lo llamaba su madre la vizcondesa, conoció el pintoresco pueblo de Pajeras y a sus gentes.
***
Mientras el caos burbujeaba en el lado sur del lugar, la insólita pareja de bandolero y señorita se infiltraba por el otro extremo, aprovechando una de las muchas grietas en la vieja muralla. Con unas vidas tan duras y ocupadas, nadie se molestaba en arreglar las zonas que se desmoronaban con el paso del tiempo. Después de vigilar la actividad del pueblo desde una colina, Rafael advirtió que las minúsculas personitas se concentraban, cual agua en un cuenco, camino de la entrada de Pajeras. Ignoraba que sucedía, pero le venía de perlas que la gente tuviera la atención en algo que no fuera la intrusión de un forajido y una señorita forastera.
Se caló el sombrero antes de desmontar junto a la grieta, por la que podía pasar el caballo. Instó a Pepita a cubrirse la cabeza con un mantón, y mientras ella se lo echaba encima, él vigiló la estrecha callejuela con el pulso latiendo en su cuello, fuerte y constante.
−Vamos, rápido, por la derecha. No te despegues de mí.
Tomó a Pepita por el brazo y tuvo que mirarla dos veces para darse cuenta de que algo se veía raro en ella. La moza se encogió de hombros al ver su irritación.
−¿Qué pasa ahora?
−Nunca te has puesto un mantón en tu vida, ¿verdad?
Con un bufido, Pepita se arrancó la tela de la coronilla, liberando la negra cascada de sus cabellos. En un instante de deseo visceral, por no decir perturbador, Rafael hubo de refrenar el impulso de hundir la nariz en sus rizos y esnifar hasta desmayarse de un mareo.
“Santa madre, ¿cuánto sol me ha dado hoy en la cabeza?”
−Bien, pónmelo tú, que sin duda sabrás más que yo sobre moda española −rezongó Pepita, al parecer ajena a las agonías del Mulato.
Rafael echó otro vistazo a la calle; no había ni un alma por las callejas cercanas. Tomó el mantón y, con cierta torpeza, se lo colocó de forma que le hiciera sombra en la frente. Se lo cruzó por el pecho para que no se le cayera, y pudo notar cómo ella tragaba saliva al notar el roce de sus manos.
−¿Está ya?
Él dudó un momento. Después atrapó un rizo suave y lo empujó bajo el mantón, introduciendo los dedos en la masa de su pelo. Pudo sentir las limpias perlas de su sudor besándole la piel, y supo que Pepita debía estar tan deseosa de una buena cama como él. Para descansar, sí. No para otra cosa. Porque estaban muy cansados, claro.
“Ay de mí. El sol me ha golpeado más fuerte de lo que temía.”
−Ahora está perfecto. Date prisa.
Por sinuosas cuestas empedradas y calles sombrías condujeron al caballo, que contemplaba las macetas vacías que colgaban por doquier y las prendas tendidas bajo la débil luz de la mañana. Los tejados de arcilla, viejos y a veces mellados, daban cobijo a oscuros nidos de golondrinas que permanecían abandonados desde otoño. La cal de los muros se desconchaba, dejando ver capas y capas de distintos tonos de blanco, como si la ciudad entera hubiera sido tallada a partir de una cebolla dura y quebradiza.
El único testimonio de su furtiva entrada eran las huellas que sus botas dejaban sobre los redondos adoquines, apenas un rastro de barro restregado, una leve agitación en el polvo húmedo que intentaba flotar, pesado, entre las cortinas que guarecían las puertas de las inclemencias del tiempo.
Pepita lo observaba todo. A pesar del aborrecimiento por todo lo español que albergaba, debido a su desafortunada estancia en el país, la joven quería saber cómo se vivía allí, quería conocer a los personajes de las historias que las madres españolas contaban a sus hijos al amor de la lumbre. Personajes como el coco, que se llevaba a los críos desobedientes cuando no querían dormir, o a los íncubos que acosaban a las jovencitas, despertando en ellas pensamientos indebidos.
Se preguntó si no tendría delante a uno de ellos, si el mismo que la guiaba no sería un genio mentiroso, no nacido de mujer, sino de un vientre más oscuro, surgido del averno. Un ser que despertaba la pasión con el más simple roce de sus manos callosas y bronceadas, que se movía con la elegancia de una pantera.
Pepita siguió a Rafael como en un sueño, absorta en la danza de sus músculos bajo la chaqueta, en su regio perfil cuando éste se volvía para comprobar que ella iba tras él.
¿Sería tan malo quedarse?
¿Sería posible que hubiera aquí algo para ella, algo que llevara esperándola durante mucho tiempo sin que Pepita lo supiera?
No, no debía dejar que ideas tan insensatas germinaran en su cabeza.
Con qué garbo caminaba el maldito bandolero, sus fibrosos glúteos frotándose entre sí, seguramente sin lanzar los gritos de dolor que proferían las posaderas de Pepita, tan poco acostumbradas a esas largas cabalgadas.
Tal vez… él, con su poderosa figura y sus costumbres endurecidas por la vida, podía enseñarla a cabalgar día y noche bajo la luna y las estrellas.
No tenía por qué estar sola mientras buscaba el camino de vuelta a casa.
Unas voces ahogadas la arrancaron sin piedad de sus peligrosos pensamientos, y Rafael retrocedió, apretándose tras una esquina. La aprisionó entre él y el caballo, y ella intentó camuflarse con el corazón desbocado.
−Sólo dos calles más −susurró el bandolero−, y habremos llegado.
Por el rabillo del ojo, husmeando cual lobo hambriento, Rafael observó a dos muchachas pasar bajo el arco que separaba dos callejones. Parloteaban con alegría, aunque la brisa distorsionaba sus trinos y no se entendía cuanto decían. Rafael tamborileó con los dedos, esperando, y no se arriesgó a salir de su escondite hasta que las mozas estuvieron bien lejos.
−Qué útil sería que los caballos pudieran encoger, para guardárselos en los bolsillos en situaciones como éstas.
La sangre norteña de Pepita, unida a lo nervioso de la situación, la volvía algo lenta para las bromas en ese momento.
−Quieres decir… ¿para que no llamáramos tanto la atención si alguien nos viera? ¿Por el tamaño del caballo y tal?
Rafael la miró con preocupación, sus labios formando una fina línea que quería decir “qué lástima de hija, Señor”.
−Sí, justo eso. Anda, tiremos para adelante. Francisco nos estará esperando en esa casa de ahí− se apartó un poco para dejar paso a Pepita y señaló una cortina rojiza; la casa indicada se apretujaba en el extremo de un callejón y parecía a punto de venirse abajo a cachitos.
Sin embargo, surgía un obstáculo ante ellos; por esta calle sí pasaba gente, pues no muy lejos había un pilar al que las mujeres iban a llenar los cántaros y pipotes. Rafael se detuvo en tensión, intentando reunir agallas para salir disparados en el mejor momento, cuando nadie estuviera mirando.
−Bien. ¿Cómo hacemos ahora para que un mulato de casi dos metros, una inglesa desconocida y un caballo crucen por ahí sin que nadie, absolutamente nadie, se entere de su presencia?
Pepita inspiró hondo.
−Me temo que tal cosa es imposible, Rafael.
Éste parpadeó, sorprendido al escuchar su nombre salir de los labios de Pepita con tal naturalidad.
−Tenemos que actuar como si viviéramos aquí, hay que creerse de verdad que no tenemos nada que ocultar.
Pasaron muy despacio junto a un patio apenas vallado, en el que un ejército de macetas de barro rojizo tomaba el sol. Los insectos zumbaban sobre los geranios del jardincito, que casi ocupaba toda la bocacalle. Maldita fuera, había demasiada gente.
Tal vez si seguían siendo tan silenciosos como hasta ahora, si no hacían movimientos bruscos… Había tantas cosas que podían mandar la tapadera a tomar viento fresco. Pepita ocultó el rostro en las sombras del velo y se pegó a Rafael, fingiendo que eran un matrimonio que pasaba de largo con su caballo.
El equino piafó y avanzó con lentitud, dejándose guiar con mansedumbre por la mano del bandolero.
Un anciano sin dientes salió al tranco de una casa, limpiándose las manos con un trapo grasiento. Se quedó mirándolos con unos ojos pequeños, inquisitivos, y mil preguntas en su rostro arrugado, como tallado en madera.
Pepita tragó saliva. Consciente de que otro chiquillo se había unido al escrutinio desde detrás de una ventana, se sentía incapaz de caminar de forma normal. Sus tobillos eran ahora de gelatina, pero se irguió. Una mujer que no tuviera nada turbio entre manos jamás se achantaría ante ninguna mirada, ¿verdad?
Un grupo de mujeres de varias edades entró como una riada por la misma calle por donde ellos iban a pasar. La sorpresa los obligó a detenerse, pues no había forma de esquivarlas. Bajo los mantos, varios pares de ojos los observaron con curiosidad, y la curiosidad se volvió desconfianza.
Rafael reculó con disimulo, murmurándole a Pepita algo como “Mi vida, nos hemos equivocado de sitio, aquí no está la casa de tu primo. La próxima vez me dejas guiar a mí y así nos ahorramos disgustos, que siempre tienes que llevar tú la voz cantante y luego acabamos haciendo el camino dos veces.”
Tuvieron suerte de dar con un grupo discreto, pues esta parodia de discusión marital obligó a las mujeres a mirar a otro lado para no meterse donde no las llamaban. Se pegaron a un portal para dejarlas seguir su camino, y cuando volvieron a tener espacio entre las casas, se dispusieron a abandonar el jardincillo de la cerámica.
Entonces el caballo la lió parda.
CRAKAPLAKA.
KROLAKLOCHISSSS KRAKA.
El crujido de cerámica rota retumbó por todo el lugar como una traca de feria. El eco se cebó, rebotando y magnificando el ruido, hasta que en cien metros a la redonda no quedó un solo par de ojos que no estuvieran fijos en la insólita pareja y el infeliz caballo, que había pisado sin querer una maceta.
El caballo sin nombre levantó un casco y miró los pedazos polvorientos. Resopló por lo bajo, como diciendo “Sólo a un idiota se le ocurre poner algo frágil en medio de la calle, como si fuera la yema de un huevo.”
Pepita y el bandolero se quedaron rígidos, sin saber qué hacer ahora, con todo el mundo mirándolos acusadoramente. Otros, probablemente hartos de que el vecino pusiera sus cosas donde estorbaban, se mostraban más comprensivos. Alguno por ahí que era sordo ni se había inmutado, pero los había visto al seguir la dirección de todas las miradas.
El caso era que los habían descubierto, y el murmullo fue subiendo como la espuma.
“¿Y quiénes son ésos?”
“A mí me da que al hombre lo conozco, pero no caigo.”
“Habría que preguntarle a la tata, que ella se acuerda de todas las caras.”
“¿Quién es ésa? No es de por aquí.”
−¿Y ahora qué hacemos? –silbó Pepita, observando la reacción de Rafael por el rabillo del ojo.
−Sigue andando y daremos un rodeo −susurró él−. Vamos, vamos. Como si no fuera contigo.
No habían dado dos pasos cuando una voz les gritó:
−¡Eh! ¡Ya hay que tener poca vergüenza, romper las cosas ajenas y hacerse el tonto para no pagarlas!
El Mulato sopesó las posibilidades a toda velocidad. Pepita casi podía oír cómo le chiflaba el cerebro mientras rebuscaba en sus bolsillos en busca de una moneda que lanzar antes de huir miserablemente. El tipo que los había increpado no era el dueño de la cerámica, sino un vecino que gustaba de meter las narices en todo.
−Perdónenos, buen hombre, si es tan amable, por favor dele esta moneda al dueño para compensar…−empezó Rafael sin desembozar el rostro.
Pepita lo agarró del codo para detenerlo. No podían verles de cerca o lo echarían todo a perder. Rafael se desprendió de ella y avanzó al encuentro del desconocido.
Después del estruendo, el silencio era sofocante. Algunos habían pasado ya de largo, pero el hombre seguía allí, caminando hacia ellos con la mano extendida y cara de pocos amigos.
Contó la cantidad de personas que los vigilaban, dispersas por toda la calle, inclinadas tras las ventanas, parapetadas tras las cortinas de los dinteles.
La mano de Rafael ya casi rozaba la del vecino. La moneda atrapó un destello de luz y Pepita siguió, como hechizada, el haz dorado que dibujó en el aire y que fue a acariciar la cara del otro hombre.
En ese momento, un grito rompió el funesto hechizo. Una muchedumbre se acercaba por el lado opuesto al que la pareja debía seguir.
−¡El nuevo cura, ha llegado! ¡Llamad al médico, que le ha dado un ictus, que está tieso! ¡Ay, que se nos ha muerto! ¡Pajeras ha acabado con otro sacerdote, estamos malditos!
Y ya a nadie le importó más la maceta rota, ni los desconocidos, ni el caballo metepatas. Los vecinos pasaron corriendo alrededor de Rafael y Pepita, cargados de intriga.
El bandolero frustró los intentos del desconocido de descubrir su identidad y le dio la espalda con la misma rapidez con que dejó la moneda en sus manos. Como un vendaval, aprovechó esta oportunidad de oro, tomó a Pepita por el codo y la guió casi corriendo por un segundo camino que acabó con el poco aliento que les quedaba. Nadie podía saber en qué casa querían entrar; debían despistar a cualquiera que pudiera seguirlos por aburrimiento o malicia.
−¡Nos han visto todos! –jadeó Pepita.
−Y más nos verán si nos paramos ahora. Reza porque sigan distraídos un buen rato o estaremos perdidos, ¡maldito caballo!
El caballo resopló.
Doblaron esquinas y se dieron codazos con las paredes en calles demasiado estrechas, pero tras dar una vuelta llegaron, por fin, a la puerta diminuta que tanto deseaban cruzar.
Vigilando por encima del hombro, Rafael llamó con prisas. Esperaron durante unos pesados latidos de corazón.
Nadie salió a recibirlos.
El bandolero escupió una maldición y volvió a golpear la puerta. Pepita podía oír voces ahogadas que se acercaban por donde ellos habían venido. No creía que pudieran permitirse pasar otra vez de largo y fingir que iban a otro sitio sin levantar sospechas. Escuchó los cascos del caballo y a Rafael murmurar ansioso.
Tiraron de ella y la arrastraron en un segundo bajo el quicio, hacia la oscuridad. La puerta se cerró tras ella cuando apenas había asimilado que estaban, gracias a Dios, dentro de la casa y a salvo.
***
Los cambios hacen cosas extrañas con la percepción del tiempo. Lo estiran, lo doblan como si fuera una manta. Pepita no había pasado más que unos días de nada a la intemperie, y ya casi había olvidado lo cómodo que era encontrarse bajo un techo. Por eso, apenas superó el sobresalto inicial de verse en un lugar desconocido y rodeada de extraños, pudo por fin sentarse a una mesa y poner en orden sus ideas.
La habitación era pequeña, de paredes blancas. En el centro había una mesa con seis sillas y un florero de porcelana falsa que daba un toque de contraste al lugar. Había macetas salpicadas por los rincones y esteras junto a las puertas, además de algunos abanicos colgados de la pared más alejada de la chimenea. Todas las persianas estaban echadas.
Apenas habían entrado, alguien había llevado al caballo a una cuadra y una joven morena se había arrojado a los brazos del Mulato. Pepita sintió un fugaz latigazo de celos antes de darse cuenta de que se trataba de Juanita, su hermana. Era una muchacha bonita, de ojos negros como el carbón, que guardaba un gracioso parecido a su hermano pese a la mezcla de sangres. Él la levantó por los aires, dándole besos en las mejillas, y por un momento parecieron estar solos, mucho más jóvenes, más críos, sin preocupaciones que les pesaran encima. Emocionada como una chiquilla, la joven lo agarró del brazo para que fuera a ver al bebé, su sobrino, y él la siguió.
Desapareció por el pasillo y Pepita se quedó sola sin saber qué hacer. Había repartido saludos, pero dudaba que nadie la hubiera oído. Le habría encantado ver al bebé también y saber un poco más de Juanita, pues conocerla a ella era conocer una parte de Rafael.
Pero no, ahí estaba mirándose las cejas.
Un pequeño fuego ardía, bordeando en dorado las siluetas de los tres hombres que se sentaban frente a Pepita. Al menos, el bandolero había tenido la decencia de decirle quién era quién y presentarla antes de marcharse como un vendaval.
Los Tres Franciscos eran los mejores amigos de Rafael, bandoleros a su vez y cada uno con una historia a sus espaldas. Habían estado esperándolos mientras vigilaban las cercanías de la casa. Conociendo la puntualidad de Rafael, su tardanza en llegar a la hora acordada los había preocupado. Ahora se habían olvidado de eso y estaban de lo más ocupados observando a Pepita con curiosidad mal disimulada.
Ninguno de ellos parecía dispuesto a hablar primero aunque se murieran de ganas, así que Pepita empezó.
−De modo… que los tres os llamáis igual.
El mayor de todos tenía unas lustrosas patillas canas y espaldas anchas como un armario. Una sonrisa le iluminó el rostro cuando vio que ella podía, en efecto, hablar español.
−¡Sí! A mí me dicen Paco. Las malas lenguas te dirán que en casi todos lados me conocen como Paquillo el Labias, pero no te creas ni una palabra. Me puedes llamar Paco a secas.
El más joven, un bandolero alto y espigado de aspecto moruno, dejó escapar un resoplido burlón. Apenas se le veía el rostro bajo el sombrero; era el único que no se lo había quitado.
Paco se volvió hacia él.
−¿Qué? Si tienes algo que decir, escúpelo. A éste lo llamamos Francisco, sin recortes ni nada, porque es un sosainas, y lo que le pasa es que tiene envidia de que mi diplomacia le haya sacado tantas veces las castañas del fuego cuando estaba en un aprieto, a él y a todos −le explicó a Pepita−. Vamos, vamos, si aquella vez de marras no llego a estar yo, ¿quién te habría conseguido los vestidos y el maquillaje que te sirvió para escaparte de prisión, eh? ¿Y la vez de las llaves de la celda?
El tercero parecía estar asustado o loco, y a esto contribuían sus ojos azules y saltones y una sombra de barba que le oscurecía la cara, con pelo castaño cobrizo. Sus mejillas estaban hundidas, las órbitas pronunciadas y los labios finos y siempre torcidos en una mueca, como si alguien lo hubiera sorprendido haciendo algo terriblemente bochornoso y absurdo. Al oír a Paco se echó a reír con un ladrido.
−¡Ah, ni se lo recuerdes! Cuando se enteró de dónde tenía que guardarse las llaves para cuando lo registraran, fue la única vez que lo he visto soltar un gallo…
Los otros dos lo callaron con muecas de agitación. Éste no supo a qué venía tanto pudor hasta que Paco señaló a Pepita con la cabeza. Le entró un súbito ataque de tos.
−No importa, olvidadlo.− Luego murmuró para sí−: Rancios.
Paco le dirigió su atención.
−Éste es Cisco. No te dejes guiar por esa pinta de majara que tiene ni por sus modales bastos; el pobre hace lo que puede, y en el fondo tiene buen corazón…− no pudo terminar la frase antes de que Cisco le tirara una servilleta a la cara.
−Vete a cagar al monte, cacho carne con ojos.− Su voz era rasposa, como lija contra metal. Si uno de estos perros de raza inclasificable, despeluchado y medio cojo que vagan por las calles hubiera podido hablar, habría sonado como Cisco.
Se volvió hacia Pepita, visiblemente azorado.
−No le haga caso señorita, se cree el oro y el moro. Y no nos juzgue por lo mal que nos hablamos, en realidad somos muy buenos amigos y si no hemos llegado más lejos en esto de… de ser bandoleros, como usted sabe… es porque somos unos blandos a la hora de la verdad.
Francisco los pilló por sorpresa. Su nariz era tan grande y gacha que le tapaba la boca cuando hablaba, y lo hacía en voz muy baja.
−No quiere asustarte. Una vez Cisco destripó a un lobo con sus propias manos y una navajita. El lobo quería comerse su última ración. Al final Cisco fue quien se comió al lobo.
Los ojos claros de Cisco viajaron nerviosamente por la mesa mientras se manoseaba las manos. De pronto, como si nada, Francisco sacó una reluciente navaja de su cinturón. Pepita dio un respingo.
−¿Otra vez, hombre, con la navajita? –protestó Paco.
Francisco había apoyado la mano abierta en la mesa y ahora apuñalaba rítmicamente el espacio. Pepita aguantó la respiración; iba cada vez más rápido y acabaría por amputarse un dedo. No sabía si estaba preparada para ver algo así. No, no estaba preparada.
Tan tranquilo, Francisco pareció acordarse de algo. Detuvo su juego temerario y sacó un tapete grueso de cuero de su zurrón. La piel presentaba varias cuchilladas minúsculas. Luego lo puso bajo su mano y siguió con su apuñalamiento.
−Francisco es un cabezón, así que le regalamos eso para que pudiera hacer el tonto a gusto sin ir por ahí destrozándole los muebles a la gente −explicó Cisco−. No es sólo por educación; es que es fácil saber por dónde ha pasado si eres un poco avispado y sigues las marcas que va dejando.
Paco asintió, muy digno.
−Eso es, Francisco, se podría decir que nos debes otra. Con ésa, ya van unas cuantas que te salvamos la vida.
Francisco gruñó por lo bajo a modo de respuesta y siguió felizmente con su juego, esta vez tan rápido que Pepita no se atrevía ni a mirarlo. Que se iba a mutilar. Pero Virgen Santa, que iba a perder un dedo.
Cisco, con su espalda encorvada y su mirada huidiza, intentó tranquilizarla tanto como su timidez se lo permitía.
−Ni se preocupe, señorita, que éste nació con una navaja en la mano, el pobre, y sabe lo que hace. Anda, que la veo nerviosa, vamos a tomar algo.− Dicho esto, echó mano de la botella que reposaba entre ellos, que había traído él mismo.
−¿En serio que la has comprado? –preguntó Paco.
−Pues claro, ¿qué te crees? ¿Qué no trabajo honradamente apenas se me presenta la ocasión?
−Como todos, amigo, pero eso no pasa a menudo para nosotros.
El vino se vertió, rojo y cálido, en los vasitos. Pepita quiso replicar, pero Cisco insistió, con un repentino tic, en que aceptara el vaso; si al final ella no lo quería, él se lo bebería sin problema.
Los esfuerzos de ese hombre feo, torpe y acomplejado por hacerla sentirse cómoda la ablandaron un poco y, aún en contra de su voluntad, empezó a relajarse. Los Tres brindaron y Pepita, al ver que todos bebían, tomó un sorbito con timidez. El líquido ardiente le bajó por la garganta como lava, y una nube de vapor etílico le ascendió al cerebro, embotándole la mente por unos segundos.
−Huy, mujer, ¿es muy fuerte? Que te has puesto como un tomate −sonrió Paco.
Pepita hizo una mueca para fingir que ella ya estaba de vuelta de todo. No veía nada con los lagrimones que le caían, pero aún así tomó otro traguito. Expulsó el aire con un sonido rasposo que hizo reír a los bandoleros, y así fue como se terminó el primer chupito.
−¿Ésta es la casa de Juanita? –preguntó.
−No, qué va. Es de alguien que nos mira bien; nunca pondríamos a Juanita en el apuro de recibir bandoleros en su casa, y menos siendo su marido quien es. Podemos reunirnos aquí cada cierto tiempo, y sabemos que nadie nos molestará −respondió Paco−. A ver si se nos une Rafael, que lo echamos en falta. A todo esto, ¿qué haces tú con él? De ti sólo sabemos el nombre, pero no quién eres. ¿Qué, eres su mujer?
Pepita habría escupido el vino a chorro por la nariz de no haberlo tragado a tiempo.
−¿Qué? ¡No! En absoluto.
−¿Qué pasa con él, si no es feo? Con lo apañado que es.
−Vaya con el alcahuete, déjala vivir −murmuró Francisco, que había retomado su manía navajera.
−Oye, el que pregunta se entera, y el que se entera sabe, y el que sabe se vuelve más listo, ¿no lo veis? –protestó Paco sirviendo otra ronda de chupitos.
−Eso no se aplica a los chismes, membrillo −gruñó Cisco. Luego se volvió hacia Pepita−. Pero ya que estamos en el tema, ¿cómo habéis ido a parar los dos juntos, si no tenéis nada entre vosotros?
−¡Así me gusta, viendo la viga en el ojo ajeno! –exclamó Paco. Francisco se rió entre dientes.
Pepita titubeó.
−Pues… yo huía de algo terrible, caí por un barranco, perdí el conocimiento y él me ayudó a recuperarme. Y ahora… no sabemos…
Al lado de la botella de vino había un plato con jamón, queso y aceitunas que parecía morirse de risa sin que nadie lo tocara. Cisco decidió ser el primero en engullir un trozo de queso mientras la animaba a continuar con un asentimiento.
−¡Pues que sepas que tú tienes un pajón en el tuyo! –siguió Paco antes de vaciar su segundo vasito en un trago.
−Ña, ña, ña −se burló Cisco, haciendo gala de un tremendo tic en el ojo derecho.
Pepita no sabía cómo continuar sin comprometerse. En ese momento, Rafael regresó a la habitación. Le brillaba el rostro y su sonrisa era tan amplia que parecía capaz de comerse el mundo con esa dentadura de marfil. Era la primera vez que Pepita lo veía demostrar algo parecido a la felicidad auténtica. Repartió abrazos entre sus amigos y entre los cuatro escupieron una serie de saludos y frases que sólo tenían sentido para ellos.
Bullendo de energía, el Mulato se dejó caer en una silla y se sirvió vino y comida. Su sobrino era precioso, fuerte y sano, gordo como un gorrinillo pese al poco tiempo que tenía. Su hermana lo había puesto al tanto de su vida, y él se alegraba sobremanera de verla contenta y satisfecha. Su marido era un buen hombre que cumplía con sus deberes, sus vecinos la miraban bien, y su única preocupación eran los azares de Rafael. Habían conversado largo rato mientras el bandolero tocaba las manecitas del niño, que dormía plácido, y habían intercambiado todas las anécdotas posibles. Juanita quería quedarse más tiempo, pero Rafael insistió en que se marchara a su casa para no levantar sospechas; tal vez pudieran verse al día siguiente durante unos minutos más.
Así era la vida de un fugitivo: Semanas y meses corriendo contra el tiempo para luego intentar exprimir unos granos de felicidad en tan sólo segundos. Pero al menos tenía eso.
Juanita salió con el bebé y se despidió de ellos. Abrazó a Rafael y fue tan evidente que le costaba separarse de él que Pepita se conmovió. La mujer se despidió de ella también con tanta simpatía como su relación nula le permitía, y tras desearles lo mejor se marchó.
El Mulato suspiró y se metió un trago de vino. Después examinó a Pepita.
−¿Se han portado bien estos rufianes contigo?
Paco se echó a reír.
−No puedo quejarme −respondió ella. El efecto del vino tardaba en pasársele, y se preguntó si un vasito de nada era suficiente para emborracharla.
−Y bien, ¿qué explicación tienes para traer a una muchacha extranjera pegada a tu lomo?
Rafael infló los carrillos, haciendo memoria. Pues sí, les iba a contar la que le había caído con esta muchacha, y esperaba de corazón que pudieran ofrecerle una alternativa a dejarla abandonada a su suerte o seguir llevándola consigo hasta que uno de los dos se colgara de un pino en un ataque de desesperación.
Así que les contó la historia, omitiendo ciertas partes íntimas, como los besos y las caricias, y esas innumerables ocasiones en que él se había puesto duro como una roca con sólo tenerla cerca. Nada echa a perder una noche de bebida con los amigos como hacerles imaginar en vívido detalle el comportamiento de tu hombría en situaciones de miedo o felicidad. En cualquier tipo de situación, en realidad, si se atenía a las convenciones.
¡Cómo rieron con la historia del jabalí, y con qué ganas deseó Pepita que se la tragase la tierra! Si bien Rafael no explicó qué demonios hacía Pepita apartada en el bosque, ella sí lo sabía. Les encantó la historia del matrimonio cruelmente pactado, de la novia a la fuga y la extranjera lejos de su tierra; tenía todos los elementos de una historia fantasiosa, pero ellos bien sabían que era real.
Pepita tuvo que explicar algunas cosas. Sí, su tía tenía vestidos tan horrorosos, y aún peores. Sí, había muchos rubios de ojos azules en Inglaterra, y no, no comían seis veces al día. No, no se afeitaban la frente como en la época de la reina Isabel I, de eso hacía unos cuantos siglos. Sí, Shakespeare estaba muerto porque era de esa misma época. No, Shakespeare no era el marido de la Reina actual, sino un dramaturgo y escritor. ¿Qué si podía hablarles algo en inglés? Sí, claro…
−Dejadla respirar. Volvamos al tema que nos atañe −interrumpió Rafael, aguantándose la risa al ver lo aturrullada que se había quedado Pepita.
Los Tres Franciscos se pusieron repentinamente serios. Paco se había terminado la tercera ronda, aunque estaba de lo más lúcido y sereno.
−Pues mira, si ella quiere volver, podría encontrar a alguien que conociera a otro alguien que pudiera enviar esa carta a sus amigas en Inglaterra. No es difícil.
−¿Cómo sabes que llegaría ese mensaje? –musitó Francisco.
−Es muy probable que lo haga. Yo no hago tratos con mediocres −dijo Paco.
−También teníamos un plan de fuga a través de Despeñaperros, hacia la Mancha −sugirió Cisco.
−Ése es para nosotros, por si alguno necesita marcharse o consigue los fondos para empezar una nueva vida. No podemos usarlo con ella −dijo Francisco.
Su pragmatismo tenía toda la razón del mundo, pero eso no impidió que Pepita se sintiera un poco más desolada. Los bandoleros guardaron silencio, pensativos.
Entonces, un chucho gris con cejas caídas se acercó con parsimonia a ella y la miró con esa silenciosa pregunta que muchos perros tienen en los ojos: “Hola, ¿me das cariño?”.
−Eh, Perro, no la molestes, vete a pillar calor a la chimenea −lo espantó Cisco con suavidad, pero Pepita lo detuvo.
−¿Es tuyo?
−Sí, sí −sonrió Cisco−. Es muy bueno y fiel, lleva conmigo muchos años. Es sólo que es un pegajoso.
−¿Y se llama Perro?– Pepita rió un poco−. No os mareáis con los nombres; Rafael llama a su caballo Caballo, y tú igual a tu perro.− Se volvió hacia el chucho, que fue hacia ella meneando el rabo.− Ven, bonito, ven.
El animal la miró con sus ojos tiernos y viejos y apoyó la cabeza en su regazo. Ella lo acarició susurrándole en inglés, y en poco rato el perro alcanzó tal nivel de felicidad que se tumbó panza arriba. Pepita se bajó de la silla y empezó a rascarle con una sincera sonrisa en la cara. Perro parecía a punto de explotar de alegría; sacudía la pata sin control.
Cisco se volvió un puñado de gachas al verla jugar con su chucho. Rafael la miró un rato, y la escena le resultó tan apacible, tan agradable, que se sorprendió.
Mientras Pepita jugaba con Perro, vio que Paco apartaba la botella de su lado.
−No me digas que sigues con la manía de parar antes de la cuarta copa –dijo Rafael.
Paco alzó un dedo, igual que un profeta diciendo la verdad absoluta.
−¡Ché! Ni palabrita quiero oír. Que a Bernardo el Pelao, Dios lo tenga en su gloria, le cayó un rayo encima justo cuando se tomaba la cuarta, no muy lejos de mí, y quedó calcinado como un fósforo. Así que no, yo no me tomo la cuarta copa, que no quiero tentar a la suerte y eso seguro que fue lo que le dio mal fario a mi buen amigo Bernardo.
Pepita agradeció que no pudieran ver la expresión que cruzó su rostro. ¿Pero de dónde había salido esa gente? ¡Ay, adónde había ido a parar en esta odisea española!
De pronto, el ambiente de la habitación pareció volverse más opresivo. Fue sólo un cambio en el aire, en la energía que fluía entre los cuatro hombres, y Pepita fue consciente de ello gracias a una intuición inexplicable por la ciencia.
−Sabes que han visto al Rajabocas no muy lejos de estos lares, ¿verdad?
Rafael apuró otro vasito, azuzando el fuego que rugía dentro de él cada vez que oía ese nombre y evocaba los recuerdos que traía consigo.
−¿Cómo de cerca?
−A un día de camino de Pajeras, con eso te lo digo todo −añadió Cisco.
Rafael miró furtivamente a Pepita. ¿Y si se lo encontraba mientras estaba con ella? ¿La pondría en un peligro innecesario? Las cuentas del Rajabocas y compañía eran sólo con él, pero esa clase de gente no hacía distinciones cuando la pólvora inundaba el aire y las navajas estaban sedientas de sangre.
−Y es cierto que va con la Rosario, ¿verdad?
Pepita aguzó el oído aún más de la cuenta.
−Sí, aunque ella no hará más que calentarle la oreja, la malaje. Mira, Rafael, mira que estuviste ciego para buscarte esas junteras −se lamentó Paco.
La muchacha sintió que el corazón se le paraba un instante. Claro, sí, ya lo había pensado. Estaba casi segura de que el bandolero había tenido amantes, muchas de ellas, un ejército de mujeres tan vasto que si se colocaran en fila se podría cruzar el Estrecho de Gibraltar pasando sobre ellas. Ah, ¡maldición! ¿Por qué le dolía algo tan estúpido? No era lo mismo pensar en una legión de fantasmas sin nombre ni rostro que en ésta, la tal Rosario. El nombre las volvía reales, de carne y hueso, y Pepita se sentía empequeñecer frente a esas figuras que en algún momento habían tenido la estima de Rafael.
¡Pero qué ridícula era, qué niña estaba hecha!
Rafael tomó aire con ira y apretó los puños sobre la mesa. Cuando habló, su voz sonó como la amenaza de tormenta en la lejanía.
−Tal vez quiera tenerlos cara a cara, y coserlos a balazos por lo que hicieron. Dios jamás los perdonará por eso.
Los bandoleros guardaron un pesado silencio. Ya no había ni rastro del animado ambiente anterior, sino un aviso de guerra latente, los recuerdos tristes y dolorosos que pendían sobre ellos como sombras colgadas del patíbulo.
−Ha pasado tiempo desde entonces, Rafael.– Paco habló en voz muy baja.
−No digas eso. No te atrevas. Ninguno de vosotros lo entendéis…
Pepita siguió acariciando al perro, consciente de que, si se movía, si los obligaba a acusar de nuevo su presencia, tal vez no llegaría a enterarse de algo importante.
−¿Crees que no comprendemos cómo te sientes, amigo? ¿Quién te conoce mejor que nosotros? ¿Piensas que no echamos de menos a Perico?
Perico.
El nombre flotó entre ellos como un miasma, y un escalofrío subió por la espalda de Pepita.
−No quiero hablar de eso. Aún no −gruñó Rafael, apartando el vino, como temeroso de lo que podía hacer si bebía demasiado–. Repasemos de nuevo las posibilidades que tengo con el asunto de Pepita.
−Lo de la carta es viable, pero aún así necesitaremos tiempo. Ningún otro plan es posible a corto plazo; mis contactos están desaparecidos u ocupados −suspiró Paco.
−Igual −dijo Francisco.
−Mis contactos sois vosotros, y ya se ve el percal. Lo siento, Rafael. La chica deberá quedarse contigo una temporada a menos que la suerte se ponga de vuestra parte por arte de magia −terminó Cisco, apesadumbrado como si fuera su problema.
Rafael rumió las ideas, pensativo. Pepita se volvió hacia él y asintió, repentinamente cansada. Estaba harta de toparse con puertas cerradas por doquiera que fuera; estaba harta de depender de los demás, y en esta última etapa de su vida no había hecho otra cosa. Ojalá hubiera tenido medios para arreglar eso. Se sentía tan débil, tan a merced del mundo.
El Mulato reparó en su desazón y habló con suavidad:
−Debes de estar muy cansada. Si quieres acostarte, el dormitorio está en la última puerta a la izquierda.
Pepita se puso en pie, dejando al perro casi muerto de gusto en el suelo. Frunció el ceño.
−Un momento, ¿no es ahí donde vas a pasar tú la noche?
−En efecto, y siento herir tu sensibilidad, pero no me fío de ti como para dejarte sola en este lugar. Y tampoco creo que quieras dormir con estos cafres.− Señaló a sus camaradas.
−Sí, con los pedos que se tira Paco −dijo Francisco.
Paco le quitó el sombrero con una colleja tan grande que casi le arrancó la cabeza.
Un rojo subido se apoderó de las mejillas de Pepita, que señaló al maldito Mulato.
−¡Ya hiciste lo mismo la otra noche en la venta! Pues… que… que sepas que no pienso dormir en la misma cama que tú. Cogeré una esterilla, ¡no, qué digo! ¡El suelo desnudo me bastará! Pero ni sueñes que voy a ignorar mi educación y meterme en las sábanas...
Como haciéndose eco de sus palabras, los Tres se echaron a reír, pero no de Pepita, sino con ella. Rafael no pudo evitar esbozar una sonrisa que no por discreta era menos arrebatadora.
−Siento decepcionarte, pero no hay motivos para que te indignes tanto. Hay dos camas en esa habitación. Así que ve y te acuestas, Doña Rebelde.
Pepita inspiró hondo, tratando de controlarse. Pues claro. Vaya número que había montado. Sacudió la cabellera y abandonó la habitación tan erguida que cualquier institutriz habría llorado de orgullo al verla. Cruzó el pasillo como un huracán y, aunque no era su intención, pues era un gesto infantil, las corrientes de aire provocaron que diera un portazo.
***
La habitación, como todas en la casa, era estrecha, con espacio justo para dos camas viejas y un ventanuco cerrado que apenas dejaba pasar unos rayos de luna. Las sábanas habían visto días mejores y estaban algo agujereadas, pero al menos se mantenían limpias por la falta de uso, y las mantas abrigaban. Pepita se desvistió hasta quedarse con la enagua y, aunque no era muy tarde, se sentía cansada y se acostó. Soñó despierta un rato, dio vueltas y probó mil posturas distintas.
Se preguntó cómo sería esa Rosario. ¿Morena y exuberante, de labios carnosos? ¿Una gitana atractiva con lunares picantones en el rostro? ¿O tal vez una belleza pelirroja cuyas caderas flacas habían botado encima de Rafael en las noches de pasión?
No, no debía seguir pensando en esas cosas. Dolía. No debería haber dolido así, pero Pepita empezaba a descubrir, con cierto retraso, que costaba muchísimo racionalizar los anhelos del corazón.
***
Un rato después, la joven seguía despierta, así que se cubrió los hombros con una manta y asomó al pasillo con mucho cuidado. ¿Por qué no habían ido a acostarse ya? ¿Acaso había algo de lo que ella no debía enterarse, y ahora mismo estaban discutiendo el tema? ¿Y si estaban barajando la posibilidad de dejarla tirada en el primer erial que encontraran? Los Tres Franciscos no parecían esa clase de persona, pero una nunca sabía a ciencia cierta.
Se deslizó con cautela hasta que pudo oír las voces ahogadas que venían de la habitación de la chimenea.
−Mantener la cabeza fría podría salvarte la vida llegado el momento.
−Es fácil decirlo, Francisco. ¿Cómo dormirías tú por las noches sabiendo que tu mejor amigo está muerto por tu culpa? – gruñó Rafael.
−No tuviste nada que ver. Su asesinos fueron la Rosario y el Rajabocas, y él hizo lo que cualquiera de nosotros habría hecho por el otro −dijo Paco con suavidad.
−¡No, maldita sea!– Rafael golpeó la mesa−. ¡Esa bala iba dirigida a mí! Él podría haberse salvado, lo merecía más que yo. No tendría por qué haber saltado para ponerse en medio. Por las noches… veo su cara, cómo la vida abandonaba sus ojos mientras lo sujetaba en mis brazos bajo la tempestad y su sangre caliente me empapaba… me… Dios.
−Todos lo echamos de menos −dijo Cisco tras un silencio agónico.
Pepita se cubrió la boca. Así que eso era lo que había ocurrido. Se sintió miserable por haber ido a espiar el dolor de Rafael; lo habría consolado, esta vez sí, si ella hubiera tenido permiso para presenciar su desahogo.
−Era tan noble, tan leal, el mejor de todos nosotros. Si hubiera una forma de hacerlo volver, lo haría sin dudarlo −se lamentó Cisco.
−No puedo dejar de verle en mis sueños. Si lo hubiera hecho mejor, si lo hubiera protegido como él hizo conmigo… Desde que él se fue, siento que una parte de nosotros se ha marchado, que no estoy completo −susurró Rafael.
Hubo un silencio cargado de significado; entonces Paco carraspeó.
−Ahem… nosotros… todo el mundo sabe que Perico y tú… vuestra relación no era como la de cualquier hombre y sus compañeros, sino más profunda, más completa. Y oye, lo respetamos, porque era auténtico y puro, y en eso ningún hombre de bien ha de opinar por mucho que no logre comprenderlo.
Los demás hicieron ruidos de asentimiento.
Si Pepita hubiera tenido algún objeto en las manos, se le habría caído. El entendimiento se abrió paso a cuchilladas por su mente, iluminándola con tal fuerza que se sintió cegada.
Oh Dios.
Oh Lord Jesus.
De modo que era eso. Perico no había sido sólo un bandolero, un compañero y amigo; tal vez sí para los Tres, pero no para Rafael. Para él había sido algo más.
Pepita nunca había visto con sus propios ojos ese tipo de relaciones, puesto que la sociedad las prohibía y condenaba, al menos de puertas para afuera. Sin embargo, en los libros secretos que se pasaban sus amigas, esta clase de relaciones, donde los hombres amaban a hombres, aparecían a mansalva. Había personas a las que les atraían por igual los dos sexos, y aunque a Pepita jamás se le hubiera ocurrido, ahora le veía sentido. Alguien tan sensual como Rafael el Mulato jamás se habría conformado con inspeccionar a fondo sólo un lado del espectro.
Se cubrió el rostro, sacudida por una emoción difícil de clasificar, que la hacía burbujear como un volcán a punto de entrar en erupción. ¿Qué podía decir a este descubrimiento?
Ahora no sólo se imaginaba a Rafael gimiendo de placer con Rosario junto a alguna hoguera. Una nueva imagen, más nítida, la asaltó: el cuerpo moreno del bandolero sudando y contrayéndose, preso del frenesí, enredado en una danza con otro cuerpo igual de musculoso, fibra con fibra, acero contra acero, los gruñidos masculinos acariciando el aire nocturno de la sierra mientras disfrutaban con descaro de algo tan prohibido como delicioso.
Y ahí estaba ella, ardiendo, espiando tras la puerta como una cría maleducada. Su consternación era tal que casi pasó por alto el suave arrastrar de las sillas.
−Será mejor que descansemos por hoy.
Los hombres se disponían a salir del cuarto, cada uno al lugar donde esperaba su cama.
Pepita dio un salto y se escabulló por el pasillo con el corazón desbocado. Pensó en ciervos huyendo por el bosque; seguro que ella tenía el mismo aspecto. Se encerró a toda velocidad y se metió bajo las sábanas, luchando por dominar sus jadeos. Sus alocados latidos sonaban escandalosos, e intentó calmarlos antes de que Rafael entrara en la habitación.
Cuando él entró, tambaleándose por el repentino cansancio, Pepita parecía profundamente dormida.
El Mulato la observó bajo la luz plateada de la luna, y cerró la puerta. Se quitó el chaleco y la camisa y se rascó distraído el hirsuto vello de su pecho. Las botas fueron a parar a un rincón. Las armas acabaron debajo de la almohada y del colchón, y el fajín se deslizó sobre sus nalgas cuando lo aflojó. La luz nocturna perfilaba su silueta de bronce cuando empezó a desabrocharse con parsimonia los botones de los pantalones.
−Antes, mientras estaba con el perro, habéis dicho un nombre.
Rafael se llevó tal susto que estuvo a punto de caerse de bruces. Pepita susurró, medio ahogada bajo las mantas:
−¿Quién era Perico?
−¿Qué… qué? ¡Joder, no puedes arrancarte a hablar en la oscuridad como si nada, mujer! ¿Qué importa quién fuera Perico? –gruñó, de un repentino malhumor−. Duérmete de una vez.
Ella se sentó en la cama, apenas cubriéndose con las sábanas.
−No quería asustarte, sólo saber si era vuestro compañero.
−Sí, lo era. Era un gran amigo, valiente, sincero y entregado, y cuando atrape a los que lo mataron los desollaré vivos. ¿Te vale eso?
Pepita midió sus palabras; no quería revelar más de lo que se suponía que sabía.
−Lo siento mucho. Parece que era especialmente querido para ti. Sabes, yo no juzgo esas relaciones.
−¿De qué estás hablando? –farfulló él, luchando por mantener los pantalones en su sitio y no quedarse en porretas delante de la moza.
−Quiero decir que esa realidad no me es ajena. Sé que ocurre muy a menudo, e intento mantener mi mente abierta porque, al final, todos somos humanos y el amor es lo que importa.
Él dejó de forcejear y la miró detenidamente.
−¿Eso crees?
Pepita asintió con esfuerzo, aún intentando asimilar el torrente de celos y vergüenza que la embargaba por dentro. Sólo llevaba unos días con Rafael, ¿por qué de pronto se había enamorado de una forma tan tonta? ¿Qué derecho tenía a creerlo suyo? A lo mucho, podría ofrecerle su amistad; bien sabía que el bandolero no aceptaría nada más.
El tono de Rafael se suavizó.
−Es muy noble por tu parte pensar así. ¿Alguna vez has perdido a alguien? No me refiero a un pariente. Quiero decir a un…
−No −se apresuró a responder ella−. Nunca. Yo… siempre he buscado algo así, pero jamás lo encontré. Tal vez el problema está en mí. Por más que lo intentara, nunca encontraba un compañero ideal. Y por eso ahora soy una solterona, o eso dicen.
Él se sentó en el borde de su propia cama. Guardó silencio unos segundos que se hicieron eternos. Pepita esperó, porque sabía que estaba reuniendo valor para sincerarse.
−Perico era muy importante para mí. Siempre estábamos juntos, de día sobrevivíamos codo con codo, y por la noche… con él jamás me sentí solo. Nos acostábamos juntos y nos dábamos calor, y creía que estaría siempre a mi lado.
Pepita hizo lo imposible por mantener un aire de calma. No necesitaba saber tanto. Si Rafael le daba tanta información, definitivamente era porque ella no le atraía lo más mínimo. Vamos, por si no le había quedado claro.
−Entiendo.
−Él no tenía nada para darme salvo su fuerza y su entrega. Y a cambio… yo…− Rafael inspiró hondo.− Cuando la traición del Rajabocas y Rosario se hizo más que evidente, me buscaron para darme muerte. Conseguí deshacerme de muchos de sus secuaces que vinieron en mi busca, y los Tres también me echaron una mano. Perico estuvo conmigo todo ese tiempo, y creí que estábamos a salvo cuando ese par de malditos se batieron en retirada. Pero… en el último momento, mientras los truenos rugían y la lluvia nos emborronaba la vista, uno de los dos se volvió… no recuerdo cuál… y me apuntó con su trabuco.
Abrió las manos, como sosteniendo un cuerpo invisible. A Pepita se le hizo un nudo en la garganta.
−Se oyó un disparo, y Perico gritó, arrojándose sobre mí. El impacto lo sacudió y cayó como un plomo a mis pies. Cuando me di cuenta de lo que había ocurrido, me volví loco. El cielo respondió a mi alarido y un desprendimiento de roca y agua los borró del mapa. Los creí muertos. Perico se desangraba, y por más que intenté curar su herida, se moría…
Se le quebró la voz. Aguantó un momento antes de seguir.
−Y vi en sus ojos que lo aceptaba, que tenía miedo, pero era consciente de lo que pasaba. Grité su nombre, le rogué que se quedara conmigo, pero…
Ella dejó que se le agotara el aire, y fue hasta su cama para sentarse a su lado. Le cubrió una mano con la suya.
−Lo siento muchísimo, Rafael. Si fuera menos torpe, podría encontrar palabras que sirvieran ahora mismo para aliviar tu dolor.
Él la miró en la penumbra, y sus ojos se clavaron como lanzas en los suyos, con una emoción hasta entonces desconocida por su fiereza. Tomó su mano entre las suyas, grandes y fuertes, y Pepita sintió su calor subirle por el brazo y hasta el pecho.
En fin, aquí se terminaba la historia que había existido sólo en su cabeza. Una mujer adulta como ella debería aceptarlo en lugar de patalear y revolverse contra el destino. Todas las muchachas aprenden, tarde o temprano, que un beso sólo es un beso, nada más, y ahora le había llegado el turno a Pepita.
Miró a Rafael y suspiró. Le dedicó una sonrisa triste, no sólo por ella, sino también por Perico y el vacío que había dejado tras su partida.
El bandolero apresó su delicada mano blanca durante unos segundos más de lo necesario. El dolor liberado lo sacudía como una lluvia de fuego, quemando y tensando todo su interior como un bálsamo purificador. Llevaba demasiado tiempo luchando contra este dolor, avergonzado por la culpa. Aún no entendía por qué se había abierto a Pepita de esta forma, pero tenerla cerca en ese comprensivo silencio era algo benigno, casi divino.
Se sentía limpio. Cerró los ojos e imaginó las estrellas que brillarían ahí afuera, más allá de las ventanas cerradas y la maraña de secretos que rodeaba esa casa anónima. Necesitó, de forma casi física, salir a montar a su caballo y correr a la luz de la luna, respirando el aire puro de la noche, con Pepita a su lado, y dejarlo todo atrás, donde nadie pudiera alcanzarlos.
En un impulso loco, se volvió hacia Pepita para decirle que no le importaba quedarse con ella un tiempo, hasta que los Tres Franciscos pudieran ayudarles a devolverla a Inglaterra.
Justo cuando abría la boca, un crujido de los muchos que provocaban los cambios de temperatura sacudió esa casa vieja desde los cimientos al techo, y ambos dieron un respingo. Sonó casi como un disparo o, en todo caso, algo peligroso.
La vida de Rafael era una en la que una reacción lenta podía significar la muerte, de modo que saltó sin pensarlo, preparándose para coger el trabuco que reposaba bajo su almohada. En el frenesí, se olvidó de que Pepita estaba entre él y su arma. Cuando reparó en que el ruido no había sido más que un crujido inofensivo, vio que la había aprisionado entre su cuerpo y el colchón.
Pepita quería preguntar qué sucedía, pero todo se desvaneció en el momento en que se vieron tumbados, cara a cara, encajando a la perfección en aquellas cálidas mantas bajo los haces plateados de la luna.
El nacimiento de sus pechos brillaba blanco bajo la tela de su enagua. Dos tiernas roscas se formaban ahí donde el pecho del bandolero apretaba a Pepita, y el aliento del Mulato bañó con calor su cuello cuando éste jadeó, a medio camino entre la sorpresa y la disculpa.
La mano de Pepita tanteó el brazo que la tenía inmovilizada y que se había enterrado bajo la almohada. No debía hacerlo, ya no tenía sentido sabiendo que él no la deseaba, pero sus dedos viajaron suaves por la piel del bandolero, sintiendo la dureza de los músculos bajo el tacto aterciopelado de su carne.
“Puede pararme cuando quiera” pensó, flotando en una bruma que olía a calor humano, a humo de leña y azahar.
Rafael se estremeció al contacto de Pepita. De pronto le vino a la mente la primera vez que vio cómo el mundo se volvía blanco en invierno. Había tocado la nieve, y al principio pensó que quemaba como el infierno; unos segundos más tarde, se dio cuenta de que su tacto era tan frío que acuchillaba la carne, y que el cuerpo sentía calor porque no había forma de expresar tal grado de helor, tal extremo en la naturaleza.
Eso era lo que le estaba haciendo la mano de esa mujer, y la sensación se extendió por todo su cuerpo como una ola. La sangre corrió por sus venas a torrentes, endureciéndolo.
Pepita había detenido su caricia en la nuca del bandolero, saboreando las dulces cosquillas que sus rizos negros le provocaban al enredársele en los nudillos. Entonces sintió una dureza prolongarse entre sus piernas, insistente, cada vez más evidente, que daba voz a los deseos de Rafael. Turbado, éste carraspeó algo inaudible y comenzó a apartarse con el rostro ardiendo.
Pero ella se rindió y elevó sus suaves y rollizas caderas con un suspiro, frotándose contra su erección de toro. Rafael rechinó los dientes, sabiéndose cada vez más esclavo de algo que no sabía si quería controlar. Su hombría se desplegaba, presionando el hueco entre los botones desabrochados de sus pantalones.
“Dios, no puedo. No puedo.”
Borró el aire que los separaba pegando su boca a la de Pepita, y con ese beso firmó el contrato con el diablo. Se retorcieron juntos, disfrutando de la humedad de sus labios, y Rafael enterró los brazos tras Pepita, tirando de las enaguas hasta dejar al descubierto su seno generoso. Enterró la lengua en el hueco de la mandíbula femenina, y Pepita jadeó cuando la besó hasta llegar a las areolas de sus pezones rosados y enhiestos, tan duros que atrapaban los rayos de luna en sus picos como trozos de mármol. Los suaves bultitos de esas coronas cedieron a la lengua de Rafael. Cuando él retiró la boca para inhalar el aroma embriagador de su vientre, una película húmeda trazaba un camino sinuoso sobre la piel de Pepita.
Pepita arqueó la espalda cuando él siguió tirando de su ropa, y dejó que le bajara lo que le quedaba de enagua hasta la cintura. Deseaba verlo desnudo como aquel día en el estanque y conocer cada centímetro de ese cuerpo. Temblando, tocó los músculos de acero de su espalda, sintiendo cada lunar, cada cicatriz, cada minúsculo detalle que contaba una pequeña historia sobre Rafael el Mulato, sus refriegas, sus accidentes, el placer que sentía ahora cuando Pepita introdujo sus dedos en la cintura del pantalón y se lo bajó hasta liberar la potente erección.
Con un chasquido sofocado, el mandoble carnal salió despedido, estrellando la punta contra los muslos de Pepita, que no sabía muy bien qué demonios estaba haciendo, qué podía esperar de todo eso. Rafael hacía estragos en sus ideas y su cuerpo.
La joven enredó sus piernas contra las de Rafael, que jadeó de nuevo al sentir ese abrazo tan íntimo y erótico, que lo invitaba a unirse con Pepita en uno solo y dejarse llevar. Se cegó en su pecho, lo chupó con fuerza, arrancando con un placer malicioso pequeños gemidos de esos labios femeninos. Metió un brazo bajo su falda y palpó la húmeda suavidad de entre sus muslos. La respiración de Pepita se sofocó, cargada de una expectación tan excitada que Rafael pensó que él mismo se volcaría antes siquiera de comenzar nada.
Tanteó el monte de rizos sedosos, que en la penumbra imaginó negros como el cabello de Pepita, y sus dedos se encontraron con una más que líquida bienvenida en la hendidura secreta de su femineidad. Fue como explorar un volcán a punto de entrar en erupción. Perezosos riachuelos de lava brillante y transparente le corrían por los nudillos cuando él sacó la mano y la contempló, fascinado, a la luz de la luna.
−Rafael…− suplicó Pepita con un gemido débil.
El bandolero sonó completamente ronco cuando susurró en su cuello:
−¿Es esto lo que quieres?
En respuesta, ella rodeó su arma morena con una mano dudosa. El inesperado tacto envió una ráfaga de fuego que dejó a Rafael tenso, excitado, hambriento de carne. La dejó tocar sus partes más íntimas y aguantó con toda su fuerza de voluntad mientras ella exploraba esa barra de acero envuelta en terciopelo, más suave y tersa de lo que jamás habría esperado en un hombre. Acarició las durezas de esos músculos, sintió los caminos que trazaban las venas y llegó a la punta húmeda, carnosa, que brillaba ante sus ojos asombrados cual obelisco de la pasión.
Estaba atónita ante su propia audacia. Jamás había tocado antes a un hombre y sólo se estaba dejando llevar por el instinto sensual. Le sorprendía no haber metido la pata aún, dada su inexperiencia. Pero ahora mismo, con la intimidad entre ellos dos, todo parecía tan natural, tan correcto.
−Pepita, por lo que más quieras…−rogó, con los labios a pocos centímetros de su lengua, que lo exploraba sin descanso.
−¿Qué ocurre? –susurró ella, deteniéndose y mirándolo a los ojos. Estaba preciosa con ese velo de ardor en las pupilas, arrebolada como una rosa en primavera−. ¿Te he hecho daño?
−Más bien todo lo contrario. Si sigues así, no podré aguantar mucho más.
Ella pareció asombrada del poder que tenía sobre él, sobre su hombría, que palpitaba escandalosamente en sus manos inexpertas. Por un momento, pareció recuperar la cordura y le preguntó con dulzura:
−¿Cómo lo hago?
Rafael esbozó una sonrisa temblorosa y le rodeó el puño, enseñándole cómo subir y bajar lentamente a lo largo de ese mástil de ébano. El placer le vino en olas tan intensas que estuvo a punto de derrumbar su peso sobre ella. Pepita observó encantada cómo cerraba los ojos en una expresión tan vulnerable que anheló besarlo, y eso hizo hasta que los labios de ambos estuvieron hinchados.
−Déjame a mí −pidió Rafael.
Pepita no entendió a qué se refería hasta que él retiró su cetro y, en su lugar, volvió a explorar su fosa húmeda con pericia fatal. El Mulato apartó gentilmente los pétalos exteriores de su rosa hasta encontrar la perla pulsante, y la acarició como si tocara un delicado instrumento.
Las oleadas recorrieron a Pepita, endureciéndole y dilatándole los pezones mientras sentía cómo se volvía líquida. Rafael se deleitaba observándola. Introdujo un dedo y disfrutó del tacto increíblemente caliente de su cueva. Al oír gemir a Pepita, imbuyó a su dedo de un vaivén mientras con el pulgar acariciaba la perla secreta. Un erótico coro de chasquidos ahogados flotaba por el cuarto, mezclados con la respiración acelerada de Pepita, que pronto se sincronizó con el compás que seguían los dedos del bandolero al frotarse con su valle mojado.
−Rafael… no puedo más…
−Sabes lo que va a ocurrir, ¿verdad?
−Sí, me temo que sí, pero…
Él, embriagado por una primitiva sensación de poder masculino, la agarró por los muslos, dejando un reguero húmedo y brillante tras sus dedos. Cegado por la pasión, le susurró al oído:
−Déjate llevar. No sabes lo hermosa que estás ahora mismo.
Acto seguido, volvió a la carga. Pepita se arqueó con los muslos temblando. Sentía un hormigueo en los pies que anunciaba el principio del estallido.
−¡Rafael! –gimió por lo bajo−. No sé si… hay algo que tienes que saber que yo…
−Dámelo, Pepita.
Su tono, tan íntimo e imperante, se volcó sobre ella con tal efecto que no pudo evitarlo y se rindió. Una ola abrumadora de placer estalló dentro de ella, hundiéndola y después sacándola a flote. Rafael cubrió su boca con la suya para ahogar sus gritos, sin dejar de embestir con aquellos dedos imparables, y entonces fue cuando llegó lo que Pepita intentaba advertirle.
Una ráfaga tras otra de perlas límpidas brotaron de su flor femenina, salpicando con su tibieza la hombría desnuda de Rafael, que jadeó por la sorpresa. Se separó de Pepita para presenciar el fenómeno, y observó atónito cómo la intimidad de Pepita se transformaba en una fuente del éxtasis que bañaba sus propias cantimploras morenas. El espectáculo fue más de lo que su autocontrol podía soportar; jamás había visto nada parecido, y una bruma rosada le nubló la mente.
Pepita se recuperó de su clímax y quedó a su merced. Sus ojos azules y vidriosos estaban clavados con asombro en el mandoble de Rafael, que palpitaba fuerte y duro, casi tan largo como su antebrazo.
−No… sabía que las mujeres podían hacer eso −susurró embelesado. Pepita se puso colorada y, de pronto, pareció muy consciente de lo que acababan de hacer, por no decir aterrorizada.
−Lo siento, debo de ser muy rara…
−No, no, no digas eso. Ha sido lo mejor que he visto nunca.
Pepita no parecía creerlo del todo, pero el halago la insufló de un brillo muy atractivo. Rafael se abalanzó sobre ella y colocó la punta de su hombría en la entrada de su hendidura, donde fue recibida con un cálido baño, residuo del éxtasis de Pepita.
−¿Estás segura? –le preguntó, tan febril que sentía que sus saquitos masculinos estallarían de un momento a otro.
−Sí. Sí −jadeó ella, rodeándolo con los brazos. Había un reflejo de temor en sus pupilas, pero el deseo barría todo lo demás.
Rafael la besó y se hundió un poco más, deleitándose en la forma en que la cueva se dilataba para abrirle paso. Notó una barrera y se detuvo. Pepita respondió a su duda clavándole las uñas en la espalda, y ese débil mordisco fue todo el permiso que necesitaba.
Sus glúteos se tensaron al embestir con fuerza, y el grito de Pepita se perdió en la garganta de Rafael, que inmediatamente la acarició con una dulzura inusitada, apartándole el pelo de la cara y mordisqueándole los labios hasta que se recuperó de la impresión.
Se arqueó involuntariamente al sentirse dentro de Pepita; las paredes hirvientes abrazaban su trabuco, listo para disparar. Empezó su vaivén ancestral y recolocó los muslos de Pepita para que sus piernas lo abrazaran. La joven se colgó de él, rindiéndose a ese ritual tan antiguo como el tiempo, y dejó que él la conquistara clavándole la bandera hasta el fondo de su tierra inexplorada. Un murmullo de jadeos y roce de sábanas hizo la melodía para su baile, hasta que el bandolero supo que se acercaba el éxtasis y sacó su herramienta.
Pepita observó sin perder un solo detalle cómo él se aferraba el miembro y lo acariciaba, hasta que una lluvia plateada regó su vientre femenino. Rafael dejó escapar un gemido ronco, tan masculino que parecía acariciarla hasta en lo más íntimo, y las últimas ráfagas de su semilla gotearon en sus ingles y rodaron entre sus muslos.
Jamás pensó, en su inocencia, que ver algo así podía ser tan satisfactorio.
Rafael se dejó caer a su lado y luchó por recobrar el pulso. Su pecho de acero subía y bajaba. Estaba tan bello que parecía un dios pagano, y el tono marrón de su piel acentuaba aún más su superficie brillante por el sudor. Los pantalones aún seguían medio arremangados a la altura de sus rodillas, tan revueltos como la enagua de Pepita.
Pasaron varios minutos de calma después de la tormenta, y un silencio se instaló sobre ellos. Pepita tomó conciencia de lo que había hecho, y una gota ponzoñosa de miedo se filtró en su interior.
“¿Y ahora qué?”
Miró a Rafael, que también la observaba con una expresión similar en el rostro; inseguridad, temor, el eco de un deseo que aún no se había apagado. Ambos habían entregado algo valioso al otro, de eso no cabía duda. ¿Pero hasta qué punto importaba eso para cada uno? ¿Cómo podía saberlo Pepita?
“¿De verdad siente algo por mí, o lo ha hecho pensando en otro? Mientras me hacía suya, ¿era a Perico a quien veía en su mente?
La perspectiva le resultó tan dolorosa y humillante que tuvo que cubrirse con la manta en un fútil intento de protegerse. El bandolero se subió los pantalones de forma apresurada, y Pepita supo, sin lugar a dudas, que pensaba pedirle disculpas por haber perdido el control.
−Yo… no pensaba que esto ocurriera…−empezó él. Apenas quedaba nada de la pasión que su voz había mostrado minutos antes, sólo azoramiento. Pepita se encogió, aún sintiendo el placentero dolor que su hombría había excavado dentro de ella.
La adrenalina que el acto amatorio había disparado en ella fue útil para disfrazar el dolor de ira.
−Oh, no. Por lo que más quieras, no se te ocurra decirme que no lo pretendías. Porque lo has hecho a conciencia y de principio a fin −masculló, luchando por contener las lágrimas. No, no, no. No podía ser que él no hubiera deseado genuinamente hacerle el amor, que lo hubiera usado como remedio para paliar el dolor que el recuerdo de Perico le causaba.
Él se tensó mientras ella se sentaba en la cama, recolocándose las enaguas. Pepita echó mano de la jofaina y el trapo que había en una mesita y empezó a limpiarse la semilla de Rafael con una inmensa humillación.
−Lo siento, Pepita. Tal vez ha sido imprudente. Debería haber pensado que era el primero.
Rafael no sabía cómo decirlo sin estropearlo todo. ¿Qué palabras podía usar? ¿Cómo decirle que llevaba deseando eso desde el momento en que la montara en su caballo por primera vez? Sentía que debería habérselo pensado mejor antes de tomar su virginidad, puesto que no podía ofrecerle una vida decente, y ni siquiera estaba seguro de amarla, ni de que ella lo amara a él. Apenas se conocían.
Y a lo mejor Rafael era un raro por plantearse esas cosas, pero a él le parecían de lo más importantes.
−He tomado algo tuyo que no podré devolverte, y no sé cómo son las cosas en Inglaterra, pero tú piensas volver, y seguramente encontrarás un marido. ¿Cómo… cómo puedo estar seguro de que con lo de esta noche no te causaré problemas mucho después de que no volvamos a vernos?
Eso fue la gota que colmó el vaso. Pepita se levantó bruscamente, con el rostro ardiendo. Y entonces Rafael supo que pensar en Pepita haciendo el amor con otro, fuera o no su marido, lo encendía como la llama a un fósforo. Y no de una forma agradable.
Apenas podía apartar la vista de sus pechos desnudos, que ella intentaba cubrir ahora recolocándose las enaguas.
−¿Eso era lo que estabas pensando mientras me tomabas, en lo pronto que me marcharía para que no tuvieras que tomar ninguna responsabilidad?– La voz de Pepita se quebró.
Rafael ya se estaba arrepintiendo de la torpeza de sus palabras.
−No, no intentaba desentenderme de lo que hemos hecho, sólo decía que… ha sido precipitado.
Pepita se volvió hacia él, con el cabello aún revuelto.
−¡Bien! Pues sí, lo ha sido. Estábamos hablando de tu Perico y de pronto, ¡zasca! He dejado de ser virgen.– Tomó aire, combatiendo un llanto inminente.− Tranquilo, no te expliques, no es difícil sumar dos más dos.
El bandolero se quedó mudo ante su descaro, y al momento se sintió enfadar. Pepita actuaba como si lo que habían compartido no tuviera la menor importancia, ni siquiera su virginidad. Él le había abierto sus sentimientos y una parte muy vulnerable de sí mismo, y ahora ella se lo arrojaba todo a la cara, como si no hubiera sido más que un intercambio de fluidos y empujones.
−¿En serio? ¿Me tomas por un bruto sin cerebro?
−No, sé que le estabas poniendo mucho sentimiento. Lo que ignoro es si era realmente conmigo con quien estabas en ese momento, a juzgar por lo que me dices ahora.
−Qué tontería, ¿en quién iba a estar pensando? Sólo me preguntaba en si esto no afectaría a tu reputación. Lo siento, Pepita, debería haber sido más consciente.
Pepita se tapó el rostro, mortificada. No podía estar en esta situación. Pasara lo que pasara, no debía dejar que la viera llorar. Corrió a taparse bajo las mantas de su cama, lo más lejos posible de ese maldito bandolero.
−Virgen santa, no digas nada más. Ya me ha quedado claro. Sí, tranquilo, tomaré un marido, le ocultaré lo ocurrido hoy y tú podrás vivir tranquilo. Probablemente él tampoco sienta nada por mí, pero al menos no dolerá como la primera vez.− Sorbió muy bajito, fingiendo despreocupación. Era una costumbre que había intentado adoptar cuando su padre empezó su decadencia; fingir que en realidad no le importaban las cosas con una buena dosis de cinismo, cuando en realidad se moría de pena por dentro.
Rafael tomó aire, indignado. De pronto, una idea nociva se abrió paso.
−Un segundo… ¿Me estás diciendo que me has usado como experimento para la primera vez?
−¿Cómo? ¿Acaso tú no me has utilizado también?
−¿Cómo puedes ser tan frívola?
Pepita sintió unos febriles deseos de estrellarle una silla en la cabeza y luego huir arrojándose por la ventana. Rafael tampoco se quedaba atrás.
−Siento no llenarte del mismo modo que hacían Rosario o Perico.
El bandolero se quedó de piedra.
−¿Disculpa, qué?
Pepita rodó en la cama y le dio la espalda, con las lágrimas empapando la almohada.
−No es necesario que te sigas haciendo el loco, ¿de acuerdo? No creas que eres el primero. En mis libros hablaban de relaciones como la tuya con Perico, y no soy tonta como para creer que todo eso es producto de la fantasía.
−¿Qué?– Rafael parecía pasmado−. ¿Pero qué clase de libros tenías tú?
−Compruébalo tú mismo; todavía no me has devuelto el mío. Cosa que tendrás que hacer cuando por fin me vayas a perder de vista.
“Lástima que no puedas devolverme lo que yo misma te he dado esta noche” pensó Pepita, cubriéndose con las mantas hasta la coronilla.
Rafael bufó indignado y recogió su ropa. Con grandes zancadas se encaminó a la puerta, mientras el sudor se le enfriaba.
−Bien, como tú digas. Me largo a darme un baño.
Antes de cerrar la puerta tras de sí, asomó la cabeza para añadir:
−A ti tampoco te mataría tomar uno, ya me entiendes.
Desde la montaña de mantas le llegó un gruñido fiero a modo de respuesta.
−No pienso bañarme contigo.
−Mejor. No queremos que te desmayes de nuevo.
Abandonó la habitación esquivando por los pelos un trapo de origen incierto que volaba raudo a su cara.
Los malentendidos se acumulaban como la roña en una olla sucia, pero ni Pepita ni Rafael eran conscientes de ello.
El Mulato necesitaba un cubo de agua fría cuanto antes. ¡Qué estúpido había sido! Pepita no sentía nada por él, lo había utilizado por curiosidad, para poner en práctica lo que había leído en esos libros marranos o por vete a saber qué motivo oculto. Le resultaba extraño que un hombre ya adulto como él, con una vida a las espaldas, con sangre en las manos y después de todo lo que había experimentado, pudiera sentirse tan abandonado.
Los dueños de la vivienda habían dejado cubos de agua de lluvia cerca de la chimenea, junto a un plato de baño. Con mucho tino, habían dado por sentado que los bandoleros llevarían mucho tiempo echando de menos lavarse con agua caliente. Todos en la casa dormían ya, de modo que Rafael sabía que podría estar tranquilo.
Tras encender un pequeño fuego en la chimenea, se desnudó y examinó su cuerpo, deteniéndose en las partes que aún conservaban el olor de la pasión que había compartido con Pepita. Algo no encajaba en lo que se habían dicho, como si ni siquiera hubieran estado hablando del mismo tema.
Colocó un taburete en el plato de baño y, tras sentarse, tomó un cubo. Sus brazos se tensaron, musculosos y fuertes, cuando se lo volcó en la cabeza sin molestarse en calentarlo primero. Mientras el agua caía a chorros lamiendo su cuerpo, pensó en Pepita.
Mientras tanto, oculta bajo las sábanas, la joven por fin estaba sola por primera vez en mucho tiempo. Sabía que Rafael le había dado, tal vez sin proponérselo, la opción de escapar ahora que no la estaba vigilando. Podía saltar por la ventana o escabullirse por la misma puerta principal. Rafael estaría en mitad de un baño y no se atrevería a perseguirla desnudo por las calles de Pajeras aún a tan tardía hora.
Aún a su pesar, la imagen le arrancó una sonrisa débil.
Sabiendo esto, podría haber aprovechado la oportunidad, se dijo. Sin embargo, ahora estaba muy arrepentida por la necesidad que había sentido de ser tan cínica, cuando en realidad habría querido decir la verdad sobre sus sentimientos. Se abandonó a los sollozos con la misma rendición con que se había entregado a los brazos del bandolero.
Pepita Worthington no huiría esa noche.
***
Rafael meditaba, sentado en el taburete. El agua limpiando su cuerpo y el calor del fuego acariciando su piel lo relajaron un poco, pero no estaba satisfecho. Aún sentía el cuerpo de Pepita contra el suyo, entregado y sincero, y no podía acallar los gritos de mono salido que inundaban su mente.
“Me ha embrujado. Dichosa hembra, ¿qué me has hecho?”
Una sombra oscureció su campo visual y miró abajo. Su miembro volvía a estar erecto, apuntando al infinito, y Rafael sintió deseos de devolverlo a la calma de un puñetazo. Al momento, se sintió ridículo.
Rebuscó entre su ropa.
“Me distraeré con ese maldito libro. Así me enteraré de una vez por todas de qué va.”
Sí, era una idea estupenda. A ver qué demonios decía esa cosa sobre las relaciones como la suya con Perico. Tal vez lo ayudara a entender mejor a Pepita y sus extrañas acusaciones.
Aún desnudo como lo trajeron al mundo, Rafael abrió el librito por una página cualquiera y empezó a leer. Viajó sobre las líneas, cada vez más ofuscado. Lo que pensaba ser una lectura rápida se convirtió en una zambullida total en el relato, y el mandoble del bandolero, lejos de amodorrarse, se puso al rojo vivo, tan vertical que casi le quemaba el ombligo.
No podía ser. Las historias eran malas hasta decir basta y en varias ocasiones daban más risa que otra cosa, ¿por qué su cuerpo reaccionaba así? Aún tenía el recuerdo de Pepita demasiado fresco, y si cerraba los ojos podía verla de nuevo, desnuda, como un fantasma lujurioso danzando frente al fuego.
Con la respiración agitada, miró a lado y lado, esperando encontrarse a los tres Franciscos espiándolo por la rendija de la puerta. Corrió a cerrarla, y la aseguró con una silla. Cuando se volvió para regresar al baño, su virilidad enhiesta golpeó una percha, volcándola para consternación suya. Logró detenerla antes de que montara un escándalo, y casi de puntillas volvió al taburete.
Siguió leyendo durante un buen rato, absorto, y sin darse cuenta ya tenía la mano ocupada.
***
Los aposentos eclesiásticos zumbaban. La oscuridad era ocre y negra, y pugnaba por devorar la única llama de la vela que Federico Palomino había prendido sobre su mesa. El murmullo flotaba en olas, y esa cacofonía brotaba de la garganta del sacerdote.
Se había propuesto un plan para decidir cuál de las dos cofradías pasaría primero por la plaza. A la del Sagrado Dolor le había asignado las cuentas pares de su rosario, y a la del Cristo de los Cardenales, las impares. Su plan había consistido en encender una vela y ponerse a rezar el rosario una y otra vez. La decisión dependería de en qué cuenta se encontrara su rezo cuando la vela se apagara debido a alguna corriente o por debilidad de la mecha. Así, se sometía a la voluntad de Dios, como buen siervo.
El problema era que ya era de madrugada y la vela tenía que ser la más resistente y larga de toda Andalucía, porque Palomino estaba ya mareado de tanto susurrar y la puñetera no se gastaba.
Así que, primero inconscientemente y luego adrede, el sacerdote empezó a rezar nada más que por un lado de la boca, intentando que el aire de sus oraciones pasara casualmente cerca de la llama. Ahora parecía hablar en un idioma extraño, y tuvo que parar cuando un hilo de salivilla comenzó a escurrirse por la comisura.
Sopló un poco más fuerte, fingiendo que intentaba sorber la saliva, pero ahí seguía la vela, erre que erre, ardiendo con la fuerza de mil soles.
Fingió un suspiro de cansancio, volviéndose “sin querer” hacia ella. Seguro que el Señor lo perdonaba por ese pequeño descuido. Al ver el temblor que sacudió la llama, el vientre se le encogió de la emoción.
Pero no se apagó.
¡No! No debía actuar sobre la vela. Iba contra las estrictas reglas que se había impuesto. Pero ya había rezado como siete rosarios y le estaban saliendo callos en los dedos con la forma de las cuentas.
“Quizás no es ésta la forma de tomar esa decisión” pensó. A cualquier otra persona se le habría ocurrido la posibilidad mucho antes, pero Palomino era obstinado y ligeramente especial. Se estremeció dentro de su camisola, una suerte de carpa que sólo se ponía para dormir y que le daba un aspecto de ardilla voladora celestial cuando se ponía al trasluz.
Ya con ojeras, abandonó el rosario sin haberse decidido por ninguna cofradía y apagó la vela con cierta saña. Se arrastró hasta el lecho, donde había tendido su látigo, de casi tres metros de largo. Lo acarició con reverencia, contando cada eslabón en forma de cruz. Jamás lo había usado contra nadie, pues lo reservaba para cuando el Adversario se presentara ante él y lo pusiera a prueba.
En sus sueños más atrevidos se imaginaba que llegaba el Día Final, y él lo afrontaba volando a lomos de un caballo blanco, con el látigo llameando en sus manos y los demonios huyendo espantados. A veces, cuando se dormía y el sueño era justo eso, un sueño, su armadura reluciente se cambiaba por la camisola de dormir, y el gentío que lo observaba desde el suelo lo señalaba gritando “¡Una vela, una vela!”. En esas ocasiones el inocente Federico se despertaba entre sudores fríos.
Siempre había sido un poco… peculiar. Siendo el más pequeño de ocho hermanos, desde chico había tenido que aguantar las constantes bromas pesadas y burlas de sus hermanos mayores. Parecía haberse colado entre ellos cual cría de cuco, por error o poca supervisión de quien estuviera al mando.
Mientras él pasaba el día como encantado buscando criaturas mágicas en los jardines, sus hermanos la pasaban haciendo el burro o tratando de enorgullecer a su padre, que los hacía competir entre sí de forma despiadada, dándoles la esperanza de pillar un buen cacho de la herencia familiar. Y aunque ésta no era menuda, Federico supo, desde que le explicaron lo que era una herencia, que a él no le tocaría un carajo porque no le gustaba reñir con sus hermanos. Por tanto, su padre no albergaba ningún interés por él, como si lo que hubiera salido de su madre hubiera sido un pedo con peluca en lugar de un niño de carne y hueso.
Estaba demasiado ocupado con los otros siete. Tanto, que a menudo se olvidaba del nombre de Federico, o lo tomaba por el hijo de alguno de los sirvientes.
Eso le daba una pista al niño de su papel en la familia. Eso y también la mirada de extrañeza que parecía haberse instalado en la cara de su padre, el señor vizconde, desde que lo encontrara por primera vez jugando a matar dragones en el patio, haciendo equilibrio con gran pericia sobre un caballo y vestido sólo con una toalla que él insistía en que era una túnica de caballero. Desde entonces, esa mirada de “de dónde coño has salido tú” salía a flote cada vez que Federico abría la boca ante su padre para hablar del monstruo escupidor de fuego que vivía debajo de su cama. O de cualquier otro tema igual de raro, como lo mucho que le gustaba leer el Antiguo Testamento de su biblia porque había infinidad de masacres épicas.
Era el típico niño pálido y pelirrojo que se la pasaba encerrado en una habitación abandonada, tragando polvo entre libros viejos y soñando despierto. Era el chaval que entraba en estado catatónico cuando sacaba algo que no fuera la máxima nota en clase y que siempre recordaba al maestro que se había olvidado de mandar deberes, ganándose sin saberlo el consecuente odio de sus compañeros. Encajaba en su familia tan bien como una vaca encaja en la fiesta de un marqués, y eso lo sabía porque, en resumidas cuentas, había sido él quien colara la vaca en la fiesta de ese pariente, debido a una historia muy larga.
Huelga decir que, pese al sofoco de sus padres, todo el mundo admiró secretamente su habilidad para mantener el equilibrio en pie sobre el animal.
−Mamá, ¿por qué no encajo en ninguna parte? ¿Es que soy tonto? –solía preguntar cuando se sentaba a los pies de la mecedora de su madre después de un día frustrante.
Entonces, ella suspiraba, le dirigía una sonrisa tranquila y le acariciaba el pelo, y Federico sabía que, al menos, ella lo comprendía.
−Oh, Federiqui, tú no eres tonto. Lo único que te pasa es que piensas demasiado y eso no se estila en este mundo.
−Padre me dice que soy un blando medio loco y que tendré suerte si no acabo como Don Quijote de la Mancha, empalado un día en un molino.
−Cielo, tu padre dice muchas cosas pero no sabe un carajo. En especial de Don Quijote o cualquier cosa relacionada con libros.
−Los tatos dicen que no tengo alma porque soy pelirrojo.
−Pues entonces es que son panolis perdidos, porque ellos también son pelirrojos, cielito mío.
−Vaya, madre, no había caído en eso. Qué lista eres.
−Además, Federiqui mío, que sepas que tú eres mi favorito.
−¿Por qué? – preguntaba él.
−Porque mientras tus hermanos y tu padre se conforman con el mundo tal cual es, al menos tú crees en que todo puede mejorarse. Ellos sólo piensan en tomar cuanto pueden mientras aún estén en esta tierra; pero tú, hijo mío, tú siempre te levantas pensando qué puedes dar a cambio de lo que recibes. Y sé que algún día, aunque te creas tan raro, encontrarás tu misión en la vida y sabrás por qué Dios te hizo así.
Se aferró a estas palabras como a un clavo ardiendo, y con los años acabó pensando que, si no quería trabajar para los bestias de sus hermanos, lo mejor que podía hacer era meterse a cura. Allí encajaría de alguna manera; el silencio, la filosofía del sacrificio, el servicio y el estudio le atraían, así como la idea de arreglar todo cuanto estuviera torcido. ¿No era para eso para lo que estaban los sacerdotes?
Pero sus compañeros y superiores resultaron quedar muy lejos del ideal de hombre justo y elevado que Federico esperaba encontrar en la gente de tal posición, y escribía largas cartas a su madre hablándole de lo decepcionado que se encontraba entre tanta hipocresía y cinismo.
−Tú recuerda quién eres y lo que sueñas, cielo −le respondía su madre en cartas impregnadas de un aire místico y ambiguo−. De toda esa gente, tú eres el más correcto para guiar a los fieles, precisamente por tus dudas. Acuérdate de que confío en ti. Y recuerda comer tres veces al día y abrigarte por las noches.
Así pasaron los años, y Federico siguió siendo “ese tipo repelente y raro de narices con voz de pito”. Y nunca llegó a entender del todo por qué su madre había mantenido tanta fe en él. Así que aprendió a disimular muy bien y a dar la imagen de persona fiable y con los pies en la tierra para que sus semejantes lo respetaran aunque fuera un poco.
O eso intentaba.
En el fondo, era un fantasioso que aún soñaba con dragones y caballeros andantes, pero nada lo delataba, ni siquiera el látigo bendito que durante tantos años había estado perfeccionando.
Al llegar al último eslabón, el sacerdote pestañeó perplejo. Faltaba la última cruz, que había añadido poco antes de trasladarse a Pajeras.
−¡Canastos!
Rebuscó por todas partes, incluso recorrió la iglesia y las estancias de alrededor vestido sólo con su camisola, cual alma en pena.
Entonces se le ocurrió dónde podía haberla perdido. Con una maldición de dudosa carga ofensora, se vistió de nuevo y salió al amparo de la noche, camino del lugar donde esa mañana la multitud lo había derribado de la burra.
Y destrozado su levita preferida.
Oh, Señor. Llevaba sólo un día en ese pueblo y ya se le estaba haciendo cuesta arriba. Pero cuán gloriosos eran los retos.
En las dificultades se forjaban los héroes.
Cuando llegó a las puertas de Pajeras, armado sólo con su seguridad y un farol, un golpe de aire frío lo dejó tieso. El cielo negro se cernía como un abismo sobre él, sin luna ni estrellas, y pensó que tal vez debería haber dejado la búsqueda para el día siguiente, cuando hubiera luz.
Pero es que a Federico Palomino las cosas razonables siempre se le ocurrían un poco tarde.
Un destello captó su atención a pocos metros y suspiró con alivio al detectar su cruz extraviada. Había hecho bien, se dijo, en salir a buscarla sin demora, cual pastor que no espera para traer de vuelta a su oveja perdida.
Sus anteriores rezos y el consecuente gasto de aire lo habían dejado algo mareado y los oídos aún le zumbaban. Tal vez por eso no oyó los cascos ni las pisadas que se acercaban.
Justo cuando iba a agacharse para recoger su cruz, una mano velluda brotó de la penumbra y se la arrebató. Federico dio un respingo y alumbró a la pareja que había al otro lado.
−Buenas noches tengan ustedes −saludó.
La mujer iba embozada con un manto, y lo único que pudo atisbar de ella fueron algunos mechones rubios y sus ojos almendrados, cargados de recelo.
“¿Por qué me mira así? Soy un sacerdote, no un bandido.”
El hombre llevaba un sombrero de ala ancha y se movía con la chulería de quien está acostumbrado a salirse con la suya. Hacía bailar la cruz de Federico entre los chorizos peludos que eran sus dedos, y el cura esperó a que se la devolviera, con la irritación creciendo en sus entrañas.
−Buenas noches, padre −terminó por decir el extraño. La sorna en sus palabras mosqueó a Federico−. Una noche oscura ésta para salir solo a pasear, ¿no?
−Cualquier hora es buena para quien no teme.
El caballo que aguardaba tras ellos piafó cerca de la nuca de la mujer. Ésta se lo apartó con malas pulgas. Parecía ansiosa por seguir su camino y perderlo de vista, al contrario que su compañero.
−Ah, bien, bien. El señor es mi pastor, ¿verdad?
−Así es. Disculpe, la cruz que tiene ahí…
−Me encanta leer la Biblia. Está tan llena de sabiduría y buenos valores −continuó el otro, mostrando el hueco entre sus dientes al sonreír−. La religión encauzó mi vida, y me llevó hasta esta criatura divina. ¡Qué mala existencia llevaba hasta que la encontré! Llevo mucho tiempo intentando enseñarle a mi mujer las enseñanzas de nuestro Señor, pero es dura de mollera, ¿verdad, amor?
Mientras decía esto, la había rodeado con el brazo y ahora le pasaba el dedo por la nariz. Su esposa se rio sin muchas ganas.
−Cariño, no deberíamos pararnos. Es tarde y estamos cansados −susurró ésta con una voz de fumadora empedernida.
Cuando el zumbido de sus oídos se apagó, Federico oyó más cascos en las calles próximas. Alcanzó a ver a un par de hombres doblar una esquina y perderse en la negrura. ¿Habrían venido con el matrimonio? No era probable, ya que de ser así, no se estarían separando. ¿O tal vez esta pareja intentaba distraerlo, a saber con qué fin?
Federico tendió la mano hacia la cruz, educado pero firme. Echaba en falta el peso de su látigo enrollado a su cuerpo, y decidió no volver a salir sin él.
−Su señora tiene razón, es una mala hora para andar fuera. Encontrarán una buena posada siguiendo esa calle, todo recto.
El forastero se rió como de un chiste privado.
−Ah, no se preocupe, ya tenemos apañado el alojamiento, ¿eh, vida mía? –Le dio unas palmaditas en la cintura a la mujer−. La pobre se ha asustado al verlo ahí. Ha sido un alivio ver que era un cura. Qué profesión tan magnífica. Aquí cada uno nos buscamos la vida como podemos.
Federico se sentía inquieto por la incesante cháchara del hombre. En su vivacidad había un aire de locura, un entusiasmo más propio de un jovenzuelo que de un hombre hecho y derecho. Éste continuó.
−En fin, nuestras ocupaciones no son tan elegantes, pero trae a cuenta ensuciarse las manos de vez en cuando, matando cerdos para la gente que no tiene agallas para coger el cuchillo con sus propias manos, ¿entiende? Y otras veces, pues se caza lo que se ponga a tiro, y así vamos tirando, ¿qué le parece?
Federico asentía, sin saber muy bien qué responder. La luz del farol le llegaba desde abajo, dándole un aspecto sobrenatural, pero si él lucía intimidante, más aún el desconocido, que además no parecía tener noción de lo que era el espacio personal. Cuando habló de nuevo, lo hizo a un suspiro de distancia y Federico se obligó a no retroceder.
−Usted nunca ha matado a un cerdo, estoy seguro.
−Soy más de rescatar criaturas que de perderlas, buen hombre. Ahora, si me disculpa, ésta no es una conversación que deba tener lugar aquí y ahora. Por favor, la cruz que lleva…
El hombre soltó una risotada y asintió, tendiéndole la cruz. Los otros forasteros habían pasado de largo hacía un rato sin que Federico hubiera podido verles los rostros. La situación lo estaba alarmando, pero al ser un recién llegado, ¿qué podía saber sobre las rutinas de este pueblo?
Federico recuperó su cruz y, antes de que lo pasaran de largo, preguntó:
−Y antes de despedirnos, ¿qué les trae por Pajeras?
−Voy buscando algo a lo que le perdí la pista hace tiempo. Nunca se debería perder contacto con los viejos amigos aunque te hayan traicionado alguna vez, ¿verdad? Mi madre, bendita sea, decía que hay que tener amigos hasta en el infierno.
Federico frunció el ceño. Un golpe de viento hizo ondear su levita.
−Sea cuidadoso. No es sensato relacionarse con gente maliciosa, pues el infierno siempre busca nuevas almas con las que llenar sus cuevas.
El hombre se echó a reír con tantas ganas que a Federico le quedó claro que este extraño sabía algo que él desconocía. Se despidieron y continuaron su camino. Federico los observó alejarse a través de la niebla.
Tenía la sensación de haber esquivado algo turbio.
“Alguien debe de conocerlos por aquí. Mañana me informaré sobre ellos y averiguaré la verdad.”
Resolvió reforzar los enganches de su látigo encadenado; un eslabón débil como aquella cruz bastaba para desbaratar la mejor de las armas, incluso aquellas imbuidas por la fe y la justicia.
Algo le decía que lo necesitaría pronto.
De vuelta a la iglesia, por si la noche no había sido lo bastante curiosa, Federico se topó con un fenómeno.
Al principio creyó que lo que vagaba por la calle era un armario con patas. Luego recordó, muy sensatamente, que los muebles no tenían por costumbre salir a dar vueltas por ahí, a menos que estuvieran poseídos por un espíritu maligno. Y entonces se preguntó: “Palomino, ¿tú alguna vez has visto un armario poseído?” No, jamás. De lo cual dedujo que lo que veía no era sino una mujer de una corpulencia sobrehumana que caminaba a golpes lentos, como si no tuviera rodillas, ni codos, ni pescuezo.
Y había que reconocerle mérito a Palomino, pues nadie más habría podido saber que era una mujer a esa distancia y con tan poca luz.
Como sabiéndose observada, la mujer volvió el rostro de repente. Sus ojillos eran fríos y diminutos, y el mentón parecía haber sido construido a hachazos a partir de un tronco.
“Suficiente por hoy, Federico. A la cama, que mañana madrugas.”
El sacerdote se desvió por una calle brincando de lado, al estilo cangrejo. Ya había tenido bastantes encuentros inquietantes y no lo avergonzaba escurrir el bulto. Como bien decía el Señor, “aléjate del peligro y no perecerás en él”.
Qué lugar tan estrafalario era la Pajeras nocturna, pensó mientras se desvestía, ya en su cuarto, y se acostaba. Antes de dormir, sonrió, porque por fin había llegado a un lugar donde podía hacer algo.
Esa noche soñó con su caballo alado, su látigo flamígero y un montón de seres impíos con forma de armario que huían de él. Después soñó que un ejército de bailarinas de bolero con ojos azules y caras peludas, igual que el forastero, lo perseguían y él escapaba volando gracias a su camisola de dormir, que se ensanchaba hasta convertirse en una vela de barco.
Cuando despertó con un gritito, tuvo una epifanía sin venir a cuento. Tomó una decisión sobre el turno de las cofradías, se felicitó por su gran sentido de la justicia y cayó dormido tan rápido como se había levantado.
***
El libro de Pepita voló y se estrelló contra la pared. Rafael tuvo que agarrarse a las patas del taburete para no darse de bruces con el plato de baño, cuya agua estaba ya tan impregnada de su semilla que sentía vergüenza de sus impulsos. ¿Qué hambre se había apoderado de él al descubrir los bochornosos secretos que se escondían entre esas páginas?
Su corazón bombeaba de tal forma que los pectorales se le contraían entre espasmos. Parecía un semidiós agotado después de un intenso baño en las lagunas del placer, aunque en esos momentos no podía ser consciente de ello.
Con un gruñido, se cubrió la entrepierna. Le escocía y hormigueaba, igual que las palmas de sus manos, pero por fin la boa se había sosegado. No recordaba la última vez que se había sentido tan primitivo, tan privado de razón. Y en todos y cada uno de sus clímax, había visto a Pepita, tan nítidamente como si la tuviera delante y no durmiendo al otro lado del pasillo.
Intentó recuperar el aire entre jadeos.
“Esto no es normal. Si tanto me gusta, debería acercarme a ella y hablar, decirle que… que…”
Bien, si pretendía arreglar las cosas con la muchacha, primero debería vestirse, y para eso debía bajar la hinchazón de sus partes, ya casi despellejadas por el uso rabioso al que las había sometido.
“No, esto es una estupidez. No debo pensar en Pepita cuando aún me sale humo de la hombría; sólo lo empeoraría todo.”
Pero después de lo que ella le había dicho, ¿cómo no pensar que lo había utilizado? No, no se pondría en ridículo. No permitiría que le faltara al respeto o, peor, que lo rechazara abiertamente.
Se echó por encima algo de agua limpia para refrescarse y enfriar las ideas. Se puso los pantalones y ordenó el lugar para no dejar huella de su furioso onanismo, aunque cualquiera que lo hubiera visto caminar hacia el dormitorio habría sospechado algo por la forma en que evitaba cuidadosamente juntar las piernas.
Pepita dormía. La visión de su figura hizo que el pulso se le acelerara. ¿En qué estaba pensando? Si debía prendarse de una mujer, ¿por qué fijarse en la que más problemas le podía traer? Se dejó caer en la cama y se esforzó por no mirarla.
“No, Rafael. Intentar acercarte a ella para algo más no sería justo para ninguno de los dos.”
“Pero tampoco es tan problemática, mírala. Además, no quiere casarse con ese hombre. Yo creo que le gustas más tú” le dijo una vocecilla en su cabeza, a la que se imaginaba como una versión aniñada de sí mismo, más inocente pero muy alcahueta.
“Que no, maldita sea. Que ya has visto lo que te ha dicho, ¡no ha sido nada para ella!”, se replicó.
Ella dependía demasiado de él. No le quedaba otra que complacerlo, incluso si no le apetecía, y Rafael lo sabía. No la había forzado a nada, pero una nueva idea lo hacía desinflarse.
¿Y si le había hecho el amor para ganarse su simpatía, confiando en que él la liberara o le diera privilegios? ¿Tan prisionera de él se sentía como para haber recurrido a eso?
“No. Lo estaba disfrutando, lo sé. No se puede mentir en algo así.”
¿O sí? Pepita no parecía esa clase de mujer, pero una vez más tuvo que recordarse que apenas la conocía.
Si no la había liberado aún, era por responsabilidad, porque sabía que ella no podría valerse sola en un lugar tan desconocido. Su conciencia no se lo habría permitido. Pero una vez estuviera seguro de que Pepita estaría a salvo, la dejaría marchar y se olvidaría de ella.
Con un caos de sospechas y pensamientos aturrullando su mente, el bandolero se rindió al sueño. En la bruma onírica, vio a Perico sonriéndole y haciendo el tonto. Oyó el restallar de la pólvora, sintió la lluvia mezclada con sangre fluir por sus manos desnudas. Llamó a gritos a Perico, y cuando quiso darse cuenta, el que se desangraba en sus brazos no era su compañero, sino Pepita.
Sin darse cuenta, comenzó a quejarse en voz alta en el mundo real. Se revolvía en las sábanas con tal frenesí que la cama chirriaba.
−Perico… Perico… ¡Perico! ¡Ah! ¡No te mueras, Pepita!
Al otro lado de la habitación, Pepita se debatía con sus propias pesadillas, que la acosaban desde hacía un buen rato y habían ido a peor con el follón que el bandolero montaba por su lado.
−No, please, Father, I didn’t mean to break the stained glass, please… I’m not possessed, stop throwing water at my face, my mother is so embarrassed…
Sus quejidos despertaron a Francisco el Moreno, que se levantó y se asomó por la puerta con cuidado, temiendo encontrarse con una escena tórrida. Cuando vio el percal, una justificada decepción cruzó su rostro.
Se sacó un calcetín y tomó un cojín. Arrojó el primero a la cara de Rafael, con puntería fatal. El cojín fue para Pepita, que soltó un gritito al despertarse.
Novia fugada y bandolero cesaron los lamentos y miraron a Francisco, medio dormidos, sin comprender el motivo de tal ataque nocturno.
−Dejadme dormir, puñeta, que tenéis un cencerraje liado entre los dos que esto no es ni normal −masculló.
Rafael se retiró la prenda de entre los ojos. Miró indignado a su amigo.
−¿A ella le tiras un cojín y a mí un calcetín sudado?
Paco se encogió de hombros.
−Mi madre me dijo de pequeño que a las mozas nunca se les tira una prenda interior. Aún así, si preferías mis calzones, haber avisado.
El forajido se retiró justo a tiempo de esquivar un zapato volador que iba raudo hacia él.
−¡Vete a cagar!
−Lo que tú digas, pero devuélveme mi calcetín que si no se me queda el pie frío en la cama.
Pepita no entendía nada. Aún así, después de la irrupción de Paco en sus sueños, no hubo más incidentes ni quejidos en el silencio de aquella casa.
Al menos esa noche.
* * *
A la mañana siguiente, los pajerienses acudieron al furioso repicar de las campanas de la iglesia, ansiosos por conocer la nueva. Se agolparon en torno al pórtico, ambos bandos separados por una línea vacía de personal. En esa línea había una tensión tan densa que se habría podido sacudir colchones con ella.
El padre Federico emergió con una sotana nueva y la cara tan lavada que relucía cual albaricoque. Llamó a la calma con gestos, se aclaró la garganta y proclamó:
−Buenas gentes, ésta ha sido una noche larga. La contemplación y mis plegarias finalmente me ayudaron a encontrar el arreglo que tanto tiempo llevábamos buscando.
Todos se removieron inquietos. Al fondo se escucharon murmullos ahogados:
−¿Ha dicho ya lo que vamos a hacer?
−No, aún no. Se está haciendo el interesante con palabras raras.
−Ah bueno. Pues ya está.
Federico se hizo el loco y continuó:
−Recordemos aquella historia en la que dos mujeres acudieron a ver al rey Salomón con un niño recién nacido en brazos. Ambas insistían en ser la auténtica madre del hijo.
A veces, el sacerdote se preguntaba si lo era por auténtico fervor, o porque le encantaba contar historias pero la escritura poco daba de comer.
−Tras escucharlas, Salomón, en su gran sabiduría, se levantó de su trono y pidió que le trajeran su espada.
−¡Sí, sí, ésa me la sé! ¡Y dice de partir al niño pero luego no lo hace! –saltó un chiquillo en primera fila, ganándose una mirada asesina del cura.
Federico inspiró hondo. Jodío niño, cómo le fastidiaba cuando se sabían el final y se lo destripaban a los demás.
−El asunto es, y ahora lo voy a contar bien…−prosiguió con retintín−. Que fue hacia el niño, que yacía en el suelo, y alzó su espada, y con voz potente dijo: “Cortaré a la criatura en dos mitades iguales, de modo que cada mujer se llevará una, y con esto zanjaremos la discusión”.
Más murmullos.
−Pues cosa penca entonces; ¿qué te quedarías tú, la mitad que berrea y come o la mitad que sólo caga? –le susurró un vecino a otro por el rabillo de la boca.
−¡Puf! Por lo menos la de abajo no pide, sólo da, y abono gratis es abono gratis.
−¡SEÑORES! –interrumpió Federico con un gallo−. Ahem. Terminaré la historia para que me comprendáis. Al oírlo, una de las mujeres asintió satisfecha, y se apartó para dejar que el rey cumpliera su sentencia. Mas entonces, la otra rompió a llorar desconsolada y gritó: “¡No, piedad! ¡Que se lo lleve ella, pero por favor, no hagáis tal cosa!”.
Hizo una pausa dramática. Los fieles lo miraban fijamente. A lo mejor era porque, metido en la historia como estaba, no se había dado cuenta de que había imitado la voz de la mujer en falsete.
−Y Salomón el sabio tomó al bebé y se lo entregó a esta última, diciendo: “Ésta es la verdadera madre, ella se llevará al niño”. Esta historia viene a contar que sólo aquellos que renuncian por el bien de su progenie, son los que aman de verdad. Y puesto que el Señor es amor, está mal que ambas cofradías peleen por un privilegio.
Los demás se miraron entre ellos, luego a los miembros de la cofradía rival, sin tener muy claro adónde quería ir a parar Federico.
−Entonces… ¿Esto significa que el paso de la Iglesia es el bebé, y las cofradías somos las mujeres? –dijo uno, manoseando su sombrero.
−En efecto −sonrió Palomino.
− Y tú vas a… hum… ¿amenazar con cortar el camino? ¿Y ver quién llora o quién se recochinea con la idea? –preguntó un muchacho, rascándose la nariz confuso.
Federico sacudió la cabeza.
−No, no era ése mi punto… Lo que intentaba decir es que en compartir está la virtud, así que el privilegio se repartirá entre todos igualmente.
Se detuvo, esperando emocionado la reacción de su público. Pero, lejos de mostrar intriga, se quedaron callados de tal forma que la brisilla primaveral sonaba como una trompeta en comparación.
−Pero eso no es lo que pasa en la historia de Salomón −dijo una anciana por fin−. Al final no partió al niño; si lo hubiera hecho, lo habría matado.
−Es verdad, sí, no se podía cortar al bebé.
Federico empezó a ver por dónde iban los tiros y se apresuró a llamar su atención con gestos:
−Es una metáfora, gente. No quería decir…
−Y al final, al churumbel no lo compartieron, se lo llevó una entero para ella sola −se oyó más atrás.
−¡Claro, pues si era la madre! –le replicaron los del grupo enemigo. Los otros contraatacaron, dándoles la razón sin ser conscientes de ello.
−¡Pues eso, que no podían cargarse al bebé! ¡No sé qué relación tiene esta historia con las cofradías! A lo mejor hemos oído mal.
−Entonces qué, ¿quién se llevará el primer lugar en la procesión?
−¡Sosiego, silencio! –pidió Palomino, revoloteando de un lado a otro. La mañana estaba tomando unos derroteros muy distintos de los que había imaginado−. ¡Canastos! El caso es que yo seré justo y he encontrado un modo de reflejar la virtud cristiana, que es la generosidad y… y… ¡hay que tratar al prójimo como a un igual! ¡Basta de discordia y egoísmo! ¡Aquí partimos el niño, se lo damos a Dios y las mujeres a tomar por saco!
Se detuvo para tomar aire. Sus fieles lo miraban de reojo a la espera de alguna frase que tuviera sentido. El cura señaló a la calle de marras con aspavientos.
−Aquí alrededor todo el mundo tiene balcones, ¿no? ¿Y tejados, y azoteas?
−Sí, claro −farfullaron los pajerienses.
−¡Y hay muchas callejas comunicadas con la calle principal! ¿Verdad?
−Verdad, verdad, sí −respondió el coro.
−¡Y nadie se va a morir si pierde de vista la procesión durante un momentito!
−Pues… no, no creo… no…
−¡Y todos sabemos que ser cristiano es ser solidario y sacrificarse por el bien del amor y la amistad, y la paz y todas las cosas buenas! Vamos, ¡que no compartir es cosa del demonio!
Su respuesta fueron unos cuantos berridos mitad vítores de asentimiento, mitad gemido de “pero qué leches está pasando aquí”.
−¡Pues olvidémonos de historias y del rey Salomón y de las metáforas! ¡¿Veis esa calle por la que tanto os peleáis?! –continuó Federico.
−¡Sí! ¡Sí!
−¡Pues los dos tronos van a pasar por ella al mismo tiempo!
La plaza quedó silenciosa de nuevo. ¿Cómo?, preguntaban. ¿Qué dice?
−¡Pero eso no puede ser, no caben! –protestó el señor del sombrero−. Por eso siempre hemos pasado uno después del otro.
−¡Cierto! ¡Y muy bien puesto ese comentario! Porque ahora viene el secreto, y es que el día de la procesión, a la hora de cruzar ese camino, tooooodos los fieles os iréis a las calles de al lado y dejaréis el espacio libre para que los dos tronos pasen muy juntitos, sin peleas, sin ventaja, como buenos prójimos, que es lo que tiene que ser.
Ambas cofradías compartieron una mirada. La indignación se mezclaba con la intriga, como en un buen folletín de ésos que nadie respetable lee, pero luego todo el mundo ha leído.
−¡Juntos! ¡Con ésos!
−¡Esto no puede ser bueno!
−¡Pues ésa es mi decisión y no se hable más! –exclamó Federico Palomino, con su sotana ondeando épicamente al viento−. Y ahora, ¡todo el mundo a misa, a confesar sus pecados, que seguro que tenéis unos cuantos acumulados con tanto rencor! ¡Adentro! ¡Adentro!
Lo siguieron al interior de la iglesia entre furiosos murmullos, pero nadie se atrevió a contradecirlo. Pasado el estupor, no parecía tan mala idea. Cierto era que jamás lo habían intentado. La cofradía del Sagrado Dolor y la del Cristo de los Cardenales se odiaban como el gato y el agua, pero nunca era tarde para probar algo que paliara las diferencias entre tan acérrimos enemigos, incluso sacrificando una pequeña parte del desfile para los espectadores.
A veces, lo mejor es encerrar a los rivales juntos en una habitación estrecha y dejar que el roce haga el cariño.
¿Qué podía salir mal?
***
Cuando Rafael despertó, no vio a Pepita por ninguna parte. El corazón le martilleó el pecho cuando apartó las sábanas y halló la cama vacía. Afuera, el día apenas empezaba a clarear con un gris plácido que pronto se tornaría en un amarillo cuajado de trinos de pájaros.
“Se ha ido. Lo sabía; debería haber hablado antes con ella.”
Fueron apenas unos segundos de incertidumbre, el tiempo que necesitó para vestirse y cruzar el pasillo. Pero se hicieron eternos.
Al llegar al cuarto de la chimenea oyó la risa de Pepita y le sentó como lluvia que lo limpiara. No se había marchado; seguía allí, conversando con los tres Franciscos. Al parecer, habían decidido dejarlo dormir hasta hartarse, y estaban cocinando algo. El olor a torrezno lo arrastró como a un perro hambriento hasta ellos.
Pepita, Paco y Cisco jugaban a las cartas y, al parecer, la muchacha llevaba una buena racha de victorias. Soltó una carcajada más ibérica que británica y les mostró el mazo.
−Me estáis dejando ganar. ¡No es posible!
−Pues tienes un don para estos juegos, moza. ¿Seguro que no estás haciendo trampas? –refunfuñó Paco, examinando su baraja en busca de algún error.
Pepita puso con los brazos en jarras. Rafael la observó desde el quicio. Alguno de los Tres debía haber ido de madrugada a por algo de ropa limpia, y ahora Pepita vestía una falda de volantes. El tono coral de la tela dirigía la vista a sus labios sin remedio.
“Eso ha sido cosa de Paco. Zalamero. Alcahuete.”
Anudado a su cintura había un manto rayado, y sobre la blusa y el jubón de punto se había plantado otra vez la chaquetilla. Parecía haberle gustado esa prenda.
Al verlo, la sonrisa de Pepita se congeló. Rafael fingió no haberse dado cuenta y se adelantó para pinchar algo de carne con tomate.
−¡Buenos desayunos os dais sin mí! ¿Y esto son amigos? ¡Qué dolor!
Francisco estaba enfrascado en su juego del cuchillo y el tapete, y apenas lo saludó con un gruñido. Cisco le arrimó una silla y él se les unió con la boca llena.
−Ya veo que Pepita os está dando pal pelo.
−Exacto. Pero sospecho que se están dejando. Caballeros, no hay necesidad, soy tan capaz de ganaros tanto si queréis como si no −respondió ella.
−¡Por mi madre que lo estamos intentando, pero no hay manera! ¿Quién te enseñó a jugar?
Ella se encogió de hombros.
−Mi padre. Era endiabladamente bueno. O lo era hasta que empeñó casi todo cuanto teníamos a lo tonto.
Todos se quedaron callados, pero Francisco lo encontró tan divertido que se atragantó y se le resbaló el cuchillo, haciéndose un corte.
El cacareo que se montó fue inmediato, más cuando la sangre salpicó las cartas de Paco. Cisco corrió a por un pañuelo y luego se arrojó sobre el dedo de Francisco como si éste estuviera en llamas, todo en cuestión de segundos. Paco lo regañó peor que si fuera su madre y Pepita lo ayudó a vendarse el dedo.
−¿Os tiene en el bolsillo o soy yo? –susurró Rafael a Cisco, ya más apartados del alboroto.
−Nah, no es una trapalona, malpensado. Pero nos gusta mucho, tiene salero y no es melindrosa. Tal cual la ves, así parece. Sin falserías, ya me entiendes.
−Ya… si tú lo dices −dijo de mala gana−. Oye, ¿la azotea está en condiciones?
−Sí, que yo sepa. Me gusta ir allí a fumar cuando puedo; nadie te puede ver, con la tapia y la parra. Así que si quieres relajarte solo, pues vete para allá.
−Bien.
Resolvió llevarse a la joven arriba para arreglar el asunto cuando ambos se calmaran un poco.
Pepita parecía aún más turbada que él con su presencia; se retiró de la partida y se dedicó a contemplar la calle a través de los postigos cerrados, con el perro de Cisco a sus pies. Rafael rechazó un vaso de vino y se conformó con agua fresca; entonces empezaron a discutir los planes de ese día.
−¿Y Juanita no viene hoy?– Cisco llamó al perro, pero éste lo ignoró en favor de los cálidos pies de Pepita–. Chaquetero.
−No −respondió Rafael−. No es bueno que la vean venir aquí a menudo, y encima sola. La gente hablaría, y no es plan que sepan que estamos aquí, ¿no?
−Ay, quién pudiera salir y tirarse a lo marrano en mitad de la plaza sin preocuparse de quién te ve y quién no −suspiró Paco.
Rafael se echó a reír.
−Eso no lo hacen ni los hombres decentes, so simplón. Así, más que “bandolero”, lo que te gritarían es “¡Flojo!”.
Cisco meneó la cabeza.
−Pues no sé qué es peor.
Llamaron a la puerta y todos echaron mano del arma más cercana por puro instinto. Pepita se apartó de la ventana. Entonces quien fuera silbó dos veces, de tal forma que parecía un pájaro más, pero con un toque extraño. Todos se relajaron.
Francisco abrió a un hombre embozado, de avanzada edad. Éste no se detuvo a saludar, apenas pasó del umbral. Intercambió unas cuantas palabras con él, señalando a Rafael, que se envaró. Antes de que pudiera unirse, el hombre se marchó tan rápido como había venido.
Francisco el Moreno ya había nacido con cara de pocos amigos, pero cuando se volvió hacia ellos, su expresión era aún peor.
−Venga, suéltalo.− Paco se llenó el primer vasito de vino del día; fuera la que fuera la noticia, iba a necesitar algo de coraje.
Francisco miró largo rato a Rafael.
−Anoche llegaron unos forasteros al pueblo. Los amigos dicen que no están seguros, pero podría tratarse del Rajabocas y los suyos.
Los ánimos se ensombrecieron. Rafael apretó el puño hasta que crujió.
−¿Cuántos eran?
−No pudieron verlos a todos, pero unos ocho como mínimo.
−¿Y qué se le ha perdido al hijoputa por estos lares? –masculló Cisco.
−Debe tener un motivo, uno que le daría mucho dinero. De lo contrario, no se arriesgaría a dejarse ver en un lugar como Pajeras; su cabeza tiene un precio más alto que todas las nuestras juntas.– El Mulato empezó a caminar por toda la habitación, tratando de aclararse las ideas cuanto antes. Esto cambiaba las cosas, y no para bien.
Pepita los escuchaba, muy seria.
−¿Dinero? Pues no creo que vaya a robar aquí, poco hay. Alguien debe haberlo contratado para que haga algo no del todo legal −aventuró Paco.
Rafael se apoyó en la pared. Pepita se atrevió a hablar por fin:
−¿Creéis que vienen a por vosotros?
Por su tono, Rafael hasta habría creído que estaba preocupada por él. Luego se recordó que, si algo le pasaba a él, ella quedaría desamparada. Claro, así era lógico que sintiera aprensión. No debía hacerse ilusiones; ya estaba mayorcito para ser tan ingenuo.
−No lo descarto, pero lo dudo. Enfrentarnos dentro de Pajeras sería demasiado ruidoso, habría muchos testigos incluso aunque lo manejáramos con sigilo.
−Tal vez ande detrás de un indulto.
Todos se volvieron hacia Francisco que, tras el corte con el cuchillo, se contentaba con hacerlo dar vueltas entre sus dedos.
−¿Un indulto?
En ocasiones, si la deuda de un bandolero con la justicia no era demasiado grave, éste podía redimirse colaborando con ella. Existían casos anteriores, escasos y contados de boca en boca, de renegados que habían entregado a sus compañeros o rivales, ganándose así la confianza de las autoridades. En pago por el servicio, cabía la posibilidad de que se le perdonaran sus delitos, permitiéndole vivir en paz si prometía bajo juramento no volver al bandolerismo.
O eso decían. Lo más probable era que sólo fueran leyendas usadas por la justicia para ver si alguno picaba y podían echarle la mano encima.
−¡Ja! ¡Pues la lleva clara! –rezongó Paco−. A saber cómo compensaría toda la sangre que lleva a las espaldas. ¡Ya le vale provocar la Segunda Venida de Cristo, que a ése no lo indultan!
−Calla caramba, no blasfemes.– Cisco le dio un cogotazo con el sombrero.− ¿Creéis que sabe que estamos aquí? Puede que se haya enterado del parto de Juanita y haya sumado dos y dos.
Rafael inspiró fuerte e hizo lo imposible por apartar esos pensamientos de su mente. Negó con vehemencia. Antes se mataría que permitir que el Rajabocas o cualquiera de sus aliados le pusiera un dedo encima a su hermana, y menos para llegar hasta él.
−Ni pensarlo. Además, al Rajabocas no le interesa mi familia, sólo yo, si se diera el caso. Maldito sea mil veces. Además, no somos tan importantes para la autoridad, sólo una molestia. Contrabandistas y a pequeña escala. Y yo llevo siglos sin dar un golpe, estoy muerto de hambre.
−Verdad es, pero somos unos cuantos. Si nos capturara, podría estar intentando compensar con el número, más que con el precio de nuestros pescuezos −sugirió Paco.
−Y yo que había venido a estar tranquilo.– Francisco arrastró los pies hasta la chimenea.
La voz de Pepita los sacó del trance.
−¿Y si no sois vosotros a quienes busca?
Todos se volvieron hacia ella, y el perro se tiró boca arriba, feliz de estar en el centro del corro.
−Sea como sea, si se entera de que estamos aquí, y con la suerte que tiene no me extrañaría… habrá pelea, te lo aseguro. Además, ¿qué querría si no?– Era la frase más larga que había intercambiado con Pepita desde la noche anterior. Seguía siendo algo incómodo.
−Soy una prometida a la fuga, ¿recuerdas? Y mi marido… o cosa… lo que fuera, es un hombre bien colocado. Con bastante dinero, seguro, o la avara de mi tía jamás me habría emparejado con él.
−Ya veo a dónde quieres llegar. ¿Pero quién sería tan idiota de relacionarse con la tropa del Rajabocas? Ese indeseable tiene más peligro que una caja de mistos −dijo Paco.
−Bueno, apenas conocía a Don Antonio, pero muy espabilado no era.
La agitación de Pepita se dejaba entrever a través de su fachada de aceptación, e iba en aumento.
−¿Es posible que él o mi tía hayan contratado a una banda para encontrarme y llevarme de vuelta? No puede ser. No soy tan importante. Deberían haberme dado ya por muerta.
Los forajidos se miraron entre ellos.
−Es raro, pero no sería la primera vez −dijo Cisco.
−Lo veo poco probable. Seguramente lo que haya traído aquí al Rajabocas no tenga nada que ver con nosotros.– Rafael se colocó junto a ella para tranquilizarla.
−Nosotros le interesamos poco. Pero Rafael, a ti te quiere muerto −dijo Francisco, señalándolo con el cuchillo−. Es mejor que te esfumes, y si llevas a la moza contigo, ten el doble de cuidado.
Pepita se puso en pie y se alejó de Rafael en dirección a la chimenea.
−¿Cómo? Si salimos, alguien nos verá, y no sabemos si tendrá gente apostada en esta misma calle. ¿Sabe que os refugiáis aquí?
−A menos que alguien nos haya soplado, lo dudo.
−Por lo poco que sé, ese hombre es peligroso y no se detiene ante nada, ¿no? Entonces, ¿por qué correr riesgos? ¿Por qué no nos quedamos aquí dentro sin hacer ruido y nos limitamos a esperar? –dijo la muchacha.
Rafael se rascó la sien.
−Hmm. No quiero meter a la gente de Pajeras en esto. El Rajabocas es de gatillo flojo y le da igual si pilla a alguien en medio. Antes me perdería en la sierra de noche para evitarlo que montar un tiroteo en estas calles.– Hizo una pausa, meditando.− Tal vez tengáis razón y no sepa que estamos aquí. Debería mantenerme oculto, y Pepita también, por si las moscas.
Paco habló entonces:
−Bueno, no es como si pensáramos llevaros a la verbena. ¿Mando que le digan a Juanita que no venga más aquí? Si el Rajabocas la tiene vigilada, podría llamarle la atención…
Rafael rechinó los dientes, sintiendo cómo un aullido de rabia y frustración nacía en sus entrañas y amenazaba con salir.
−No lo digáis ni en broma. Joder.– Se dio media vuelta y abandonó la habitación. Necesitaba aire. Mientras subía las escaleras que llevaban a la azotea, oyó los pasos de Pepita tras él. Estaba demasiado saturado para saber cómo reaccionar a eso, así que se hizo el loco.
Llegó arriba casi al trote y tomó una bocanada de aire fresco que apenas logró entrarle en los pulmones. Un techado de vigas cubría la azotea para darle sombra e intimidad. En ella había enredada una parra muy vieja, sus raíces ahogadas en las jardineras donde la habían plantado. Los rayos del sol entraban en fragmentos a través de las hojas pachuchas y había polvo en el suelo y desconchones en las paredes y la baranda.
Rafael intentó respirar con normalidad, aparentar que esto no era más que el pan de cada día para la gente como él. Pero entonces Pepita se sentó junto a él, los dos apoyados en la pared, y le dijo:
−Es cruel.
Necesitó un momento para poder contestarle.
−¿El qué?
−Venir para relajarte con tus compañeros y pasar tiempo con tu hermana, después de no poder verla casi nunca, y que tu archienemigo aparezca y te encierre en tu propio pueblo.
−Vaya, eres muy comprensiva.
Pepita se volvió hacia él con el ceño fruncido.
−No es necesario que te pongas borde. No me estaba burlando de ti. Es cruel. Pero si quieres estar solo, entonces…− Por el rabillo del ojo Rafael vio que su seguridad se estaba haciendo añicos.− Te dejo que rumies la angustia tú solo.
Se disponía a marcharse, y Rafael estuvo tentado de dejarla. Ya se sentía bastante ofuscado para encima tener que lidiar con los sentimientos que ella le provocaba, incluso estando enfadados.
Y a pesar de todo, la detuvo tomándola de la muñeca con gentileza.
−No. Quédate.
Totalmente desarmada, Pepita carraspeó y se volvió a sentar a su lado. A juzgar por su postura, parecía que intentara volverse cada vez más pequeña, pero eso sí, sin dejar de estirar el cuello. A lo mejor, pensó el Mulato con un deje de diversión, estaba intentando convertirse en un jarrón.
“Puede que no la haya dejado ir por esto. Porque incluso en momentos como éste, me hace reír sin darse cuenta. Eso sólo me hace más tonto todavía.”
−Debe de ser asfixiante, no poder bajar la guardia nunca −empezó ella en voz queda−. ¿Alguna vez te sientes a salvo?
Él negó con la cabeza. Sentía que debía decir algo, como si la frase correcta estuviera al alcance de su mano, pero no pudiera verla y se le escapara constantemente, como un hada burlona. Cuando estaba con Pepita, tenía la perenne sensación de que todo era como debía ser, a la vez que desastroso y torpe.
Odiaba sentirse como si tuviera quince años.
Hubo un largo momento sin palabras, durante el cual Pepita se dedicó a juguetear con sus rizos como si fueran lo más interesante del mundo. Poco a poco, la presa en el pecho del bandolero fue cediendo, con una lentitud insoportable, hasta que dejó de sentir que el aire estaba viciado. Y por unos segundos, estando así callados, hubo paz.
Pero duró poco. La memoria del Rajabocas, la noticia, Perico, todo mezclado con la noche anterior se le vino otra vez encima, hasta que no pudo soportarlo más. Pepita estaba pensando lo mismo que él, lo sabía; se le veía en la cara. Tenían que hacer algo al respecto.
−Si… si te traté mal anoche, yo…−titubeó.
−Lo de anoche…−empezó ella al mismo tiempo.
Se pararon en seco e intentaron darse la palabra mutuamente con gestos cada vez más insistentes, hasta que Pepita aceptó seguir:
−No sé qué pasó. Bueno, sí que lo sé. Es que…
−No te gustó. Lo entiendo. Lo… ¿siento?– Rafael se aclaró la garganta, creyéndose el tipo más inútil de España.
−¡No, nononono! Sí me gustó. Un montón −se apresuró a decir Pepita con gran vehemencia, y cuando Rafael la miró con la sonrisa bailando en sus labios, se puso tan colorada que parecía al borde de un ataque.
−Ah… bueno es saberlo −ronroneó él.
Presa del bochorno más extremo, Pepita intentó explicarse, pero la lengua se le había liado de tal modo que finalmente optó por darle la espalda y gemir de nervios.
Rafael posó una mano en su hombro y trató de pasar por alto el calor de su piel a través de la tela.
−Pepita…−empezó con voz suave−. Me gusta que me digas si has disfrutado algo. Y si no te ha gustado, también deberías decírmelo.
Ella se estremeció bajo su contacto. Dios, no sabía qué decir. ¿Por qué habría abordado el tema? ¿Qué, en nombre del cielo y las fajas de hierro, quería preguntarle de verdad? ¿Si él había disfrutado? ¿Si lo había complacido? Había sido su primera vez y él lo sabía, tenía que haberse dado cuenta. ¿Cómo iba a ella a opinar, si no sabía nada del tema que no fuera sacado de una novela de dudosa calidad?
−Pepita…
Esa voz, maldito fuera aquel hombre. Esa voz podía hacer crecer las rosas en el desierto y derretir el invierno más duro.
−¿Va todo bien?
Ella no se atrevió a mirarlo. Le avergonzaba haberse enfadado con él, pero al mismo tiempo no sabía si sus razones estaban justificadas. No sabía si había sido un sustituto del recuerdo de su antiguo amante. ¡Demonios! ¿Y si la había tomado de esa forma porque, de alguna manera, su cuerpo y sus maneras eran masculinos a los ojos de Rafael?
¿Y si le recordaba a Perico porque ella era tan basta que, en la oscuridad, podía pasar por un hombre?
El Mulato la miró removerse con preocupación creciente.
−Pepita, ¿por qué… por qué te estás… tocando el pecho? ¿Te duele algo?
−¡No! –saltó ella cuando él la volvió para mirarla a los ojos. Entonces pasó a palparse el rostro, como buscando algo en esa piel delicada de flor inglesa–. Es sólo que… que…
−¿Qué haces? ¿Buscar una barbilla perdida o algo?
Ella suspiró, desviando la mirada.
−No… más bien una barba. Una barba negra, brillante, totalmente ibérica.
“Cielos. Esto va a ser la luna llena de anoche. Mi padre decía que algunas se volvían locas, y ésta es de ésas”, pensó Rafael. Y automáticamente desechó la idea, porque lo cierto es que su padre nunca había tenido mucha idea de mujeres.
−Creo que la conversación se nos ha ido de las manos −dijo muy despacio.
−¿Por qué lo hiciste? –preguntó ella en voz baja.
Rafael tragó saliva, y un calor ardiente le trepó por el pecho hasta hacerle sudar.
−Porque eres hermosa… y…−dijo, casi sin pensar.
Ella lo miró con esos preciosos ojos, y Rafael quiso besarla. Había dicho una verdad, y era liberador. Y también era refrescante ver la misma verdad, desnuda, en esos pozos azules que ahora se clavaban en sus labios.
−¿Tú… crees eso? ¿Hermosa yo?
Él se dio cuenta de que esbozaba una media sonrisa.
−Creo que fui bastante convincente ayer. A lo mejor no me expresé lo bastante bien.
−Entonces… no se te nubló la mente, ni te seduje, ni nada de eso… Lo hiciste porque querías. Por voluntad propia.
−Mujer, no sé adónde quieres llegar con eso. Sí, me sedujiste, pero lo hice porque lo deseaba, y tú también. Y llegados a un punto, sí, se me nubló la razón, pero hasta donde tengo entendido, es algo normal y saludable. Y tú tampoco parecías muy lúcida cuando…
−Sí, sí, lo sé. Es sólo que…−lo interrumpió ella, ruborizada–. No estoy segura.
Estaba atrapado en esa mirada. Sabía lo que ella estaba rememorando, podía sentir su deseo resbalar de sus pupilas, y él deseaba besarla más que respirar. Sí, lo seducía sin siquiera proponérselo. Y lo volvía loco.
−¿Te arrepientes, Pepita?
Ella le aguantó la mirada, luchando contra lo que le producía fuego en lo más profundo de su ser.
−No.– La firmeza en su voz la hacía aún más irresistible.
−Yo tampoco −susurró él, rodeándole la cintura. Y ella parecía derretirse poco a poco en sus manos diestras−. Y si lo que quieres es que vuelva a pasar, entonces vamos por buen camino…
El aliento de Pepita le acarició los labios, tembloroso y anhelante.
−Pero tú no me amas…
−Ni tú a mí. Pero ahora mismo podría hacerte el amor durante días y noches, y sé que una parte de ti lo desea.
Obnubilado y preso de un furor que había ido caldeándose a fuego lento, el Mulato volteó a la joven con destreza hasta tumbarla bajo su cuerpo. Ella le acarició el pecho duro y descubierto; buscó las suaves ondulaciones entre sus músculos. Su curiosidad no tenía límites y, con igual pasión, Rafael empezó a leer su piel con los labios. Se deleitó con sus gemidos, con su anhelo.
La enfrentó con descaro y ella le aguantó la mirada, desafiante incluso en su vulnerabilidad, mientras él deslizaba la mano bajo la falda, allá donde se terminaban sus medias y empezaba el terciopelo de sus muslos. La forma en que cedía a la presión de sus dedos, la repentina humedad que se escondía como un secreto entre ese triángulo de rizos…
Ella alzó las caderas y su dedo se hundió hasta la mitad, pillándolo por sorpresa. Y entonces lo besó con tanta delicadeza que lo hizo estremecerse. Fue un beso largo, suave, un beso que más bien parecía una pregunta, un ruego.
Y eso lo detuvo en seco.
Por primera vez, se sintió desnudo de verdad, pese a que estaba completamente vestido, igual que ella. Pero ese beso había sido diferente a todos los demás, ése no había sido el deseo ciego, ni fruto de un impulso.
Ésa había sido Pepita besando a Rafael, al auténtico Rafael, aunque ella apenas lo conociera y él la siguiera considerando un misterio. Y él le había devuelto el beso con una necesidad frágil, sincera. Las barreras habían caído estrepitosamente por un segundo, y de esa vulnerabilidad absoluta había nacido un beso que no se parecía a nada que ninguno hubiera vivido jamás.
Pepita lo interrogó con la mirada: “¿He hecho algo mal?”
Él intentó reaccionar, pero no fue capaz. El temor se abrió paso por el rostro de la joven, y después vino una tristeza que hizo que Rafael se sintiera el ser más despreciable de la península.
−Es verdad. No me amas. Lo cual es lógico −dijo ella en voz muy baja.
Él negó con la cabeza, pero no para darle la razón, sino para intentar explicarse. Al verlo, los ojos de Pepita se pusieron vidriosos y se escapó de su abrazo. Quiso detenerla, pero en ese momento la voz de Paco los interrumpió desde abajo, en la escalera, y así terminó de arruinar el momento.
−Eh, muchachos, ¡bajad aquí! Se nos ha ocurrido algo, a ver qué nos decís.
Rafael se apartó de Pepita como si le quemara. No le apetecía que los pillaran juntos, aunque los Tres sospecharan que algo había entre ellos. De lo contrario, no podría quitárselos de encima.
Ella se levantó, rodeándose con los brazos. Rafael la siguió.
−Pepita, todo es demasiado peligroso. No sabes lo dura que puede ser esta vida. No quieres estar en ella, créeme.
La joven lo miró de refilón.
−Tampoco quiero estar en la mía.
−No puedo ofrecerte nada más que lo de anoche. Y mi protección, hasta que encontremos otro modo. Entonces serás libre. Y, si así lo deseas, no te molestaré nunca más.
No recibió respuesta.
−No es esto lo que tú quieres, Pepita −insistió.
Ella apretó los puños y empezó a bajar las escaleras, con el cabello ondeando al viento. Unas cuantas hojas secas de parra cayeron entre ellos.
−No, tienes razón −dijo por fin−. No quiero esto. Y lo que quiero, tú no podrías dármelo.
Lo dejó solo, y él enderezó la espalda. Era mejor así.
***
Nada digno de mención sucedió durante el resto del día. El único que salió para recabar información y provisiones fue Francisco.
Volvió diciendo que sus contactos afirmaban haber visto al Rajabocas abandonar Pajeras junto con algunos de los suyos, y era de esperar que, fuera cual fuese su misión, ya estaba cumplida y ellos libres de peligro. Todos respiraron aliviados, y para celebrarlo Francisco había traído una cesta de fresas gordas como tomates. Comieron hasta hartarse.
Paco y Cisco pasaron horas haciéndose rabiar mutuamente con los pies al fuego. Revivían anécdotas compartidas, pero cada uno las recordaba de una forma distinta, y el hecho de que su compañero tuviera tan mala memoria los irritaba y hacía reír sobremanera. Pepita los escuchaba, intentando contagiarse de su buen humor sólo a duras penas mientras el chucho hacía la croqueta a sus pies, esperando que le diera más cariño. Tanto interés enterneció a Pepita, que pasó tanto rato rascándole la cabeza que el perro acabó con un nuevo peinado.
Por su parte, Rafael la pasó tumbado en la azotea, la vista perdida en los fragmentos de luz sobre la parra mustia. A pesar de que su enemigo se hubiera marchado, tenía demasiadas cosas en qué pensar; adónde iría después de esto, cuánto tendría que pasar hasta que tuviera que volver al contrabando sin más remedio. Algunas prendas pronto empezarían a rompérsele por el uso, y no podía permitirse el lujo de seguir aprovechándose de los pocos amigos que tenía.
Sólo quería estar tranquilo y feliz. O, al menos, descansar un poco. ¿Era mucho pedir? Si tan sólo pudiera conseguir un trabajo en un lugar donde no lo conocieran… ¿Y si se marchaba a la Mancha? No, no lo haría a costa de los Tres Franciscos. Ellos necesitaban alejarse tanto como él, y no sería él quien utilizara ese único viaje y los gastos que conllevaba. No era un egoísta.
“Maldita sea, sólo quiero olvidarme de todo esto por un momento. Ser uno con la gente común, poder fingir, aún por unos instantes, que mi vida es normal.”
Cerró los ojos y escuchó a los pájaros. Se imaginó a los gorriones, con sus alas pequeñas de mil tonos castaños; soñó que era uno de ellos y volaba, dejándose llevar por el viento, sobre las fuentes y las plazas, sobre las rejas cuajadas de macetas hasta el campanario de la iglesia.
Entonces creyó escuchar el eco de las campanas. O tal vez fuera sólo la idea, que cayó restallando en el fondo de su cabeza y lo hizo incorporarse, sorprendido.
Bajó las escaleras, rascándose la nuca algo inseguro, y se asomó al cuarto de la chimenea, donde todos charlaban con despreocupación desde que se habían enterado de la partida del Rajabocas.
−Eh, vosotros. ¿Me he olvidado del día en que estamos, o no era hoy la procesión?
Todos se volvieron hacia él con los morros colorados y pegajosos de tanto comer fresas. Pepita no se había terminado la suya y aún le sobresalía entre los labios; la estampa que ofrecía era a la vez cómica y extrañamente atractiva. Se apresuró a tragarse la fresa apenas lo vio.
−Pues sí, debería ser esta noche, ¿no? –dijo Paco.
−Pajeras está como un avispero removido. El cura nuevo ha venido con un remedio para la disputa de siempre −informó Francisco, limpiándose la boca.
Rafael tomó asiento y disfrutó del calor del fuego sobre su pecho descamisado.
−¿Ah, sí? ¿Y cuál es ésa?
−Los dos tronos pegaditos, bien juntitos, pasando por la Calle del Rocío al mismo tiempo. Y la gente fuera. ¿Cómo lo ves tú? –se rió Cisco.
−¡Venga ya! ¿Hablas en serio? ¡Os estáis quedando conmigo!
−Velo esta noche por ti mismo –dijo Francisco, examinándose el corte que se había hecho por la mañana con la navaja, ya casi curado−. ¿No eras tú el que le tenía fervor al Cristo?
Rafael se echó para atrás en la silla, pensativo.
−Sí. A los dos. Y a la Virgen, antes de que en una de las refriegas la descalabraran en las escaleras del pilar de la Trucha.
−¿Qué…?− Pepita sacudió la cabeza.
−Fue un accidente. Unos costaleros perdieron pie, tropezaron y el trono se volcó; destrozaron la estatua y no veas la que se lió −explicó Paco−. Rafael, con lo que a ti te gustaba ir a las procesiones, ¿cuántos años llevas perdiéndote las de tu pueblo? ¿No te da pena?
−Unos… tres.
Paco señaló a Pepita, y por el tono de sus palabras cualquiera habría pensado que el mundo iba bien, que nadie los reconocería y que lo único que estaban planeando era un buen rato lleno de sana devoción.
−Y tú, Pepita, siempre has querido ver una. ¡Caramba, Rafael! Si el Rajabocas y compañía ya se han ido, nadie la conoce y a ti casi nadie te desea un mal en este pueblo, ¿qué daño puede hacer? ¡Poneos guapos e id a la procesión!
−¿Te has vuelto loco?– Rafael se puso a dar vueltas por la habitación, nervioso sólo de pensarlo.
−Venga, ¿tú de verdad crees que, tal cual se lo montan las cofradías, va a haber una sola alma pendiente de ti? ¡Deja ya de castigarte y relájate un poco! Llévate a la muchacha y pasáis un momento a gusto −insistió el mayor.
Cisco asentía, mientras Francisco se mantenía al margen.
−Podemos pedirle a Juanita que nos mande un vestido negro con su mantón, y a ti te embozamos y a tomar por saco. Nadie os mirará dos veces.
Rafael dio unos cuantos pasos alrededor de la mesa. ¿No había estado soñando con algo así tan sólo unos minutos antes? ¿Le estaría brindando el Cielo una oportunidad de hacer las paces con la tradición y, tal vez, de poder revivir su fe sin hacer daño a nadie?
Miró a Pepita, que no soltaba prenda.
La inglesa empezó a tocarse los dedos, tratando de ocultar la ilusión que le hacía salir al aire libre. Apenas llevaba tiempo encerrada en esa casa, y ya sentía que le faltaba el aire.
“No. Te asfixias porque basta con que este bandolero se te ponga por delante para que la mente se te haga papilla y ya no des pie con bola, ni siquiera a la hora de pensar.”
Sacudió la cabellera y apartó la vista, consciente de que Rafael la estudiaba con la mirada. Cielo santo, le había entregado su virginidad a ese hombre y los demás ni siquiera se habían enterado. ¿O sí? Sólo de pensarlo deseaba que la tierra se la tragase hasta el fin de los tiempos.
Se estremecía cada vez que él estaba cerca, cada vez que hablaba, y le gustaba cuando estaba serio y aún más cuando se reía. Las cosas habían cambiado mucho en muy pocos días. Con él, una Pepita que jamás sospechó que existía salía a flote, y esa avalancha de emociones la dejaba perpleja y exhausta.
Lo oyó carraspear. No habían hablado más desde el incidente de la azotea, pero por la tensión en el ambiente, sabía que ahora pensaba preguntarle algo. El estómago se le encogió, igual que si estuviera cayendo al vacío.
−Tú… ehm… ¿te gustaría ir? –carraspeó Rafael. Todos los ojos se posaron en ella.
Su pecho subía y bajaba. Oh dios. Lo había hecho. Le había vuelto a dirigir la palabra, como si nada hubiera pasado ahí arriba…
−¿Pepita?
No podía oír su nombre en esos labios; el pecho le empezó a subir y bajar con la velocidad de un aleteo. De pronto se dio cuenta de que estaba a punto de desmayarse, igual que una tonta damisela.
“Sosiégate y habla, so lerda, antes de que te desvanezcas y caigas de boca en la panza del perro. Y da igual cuántos consejos te dieran tus padres, jamás te explicaron qué hacer cuando una señorita se hocica contra un chucho que no es el suyo.”
−Sí. Sí, ¿por qué no? Es… es hora de que conozca un poco mejor las costumbres españolas, ¿no os parece?
Se obligó a mirar a Rafael. El Mulato parecía tranquilo, mientras que a ella le había salido la voz que las ratas tendrían si hubieran podido hablar.
El bandolero exhaló un largo suspiro y alzó las manos en gesto de rendición.
−Bien, ¡a la porra! Iremos a la procesión.
Paco y Cisco empezaron a aplaudir, y Francisco se les unió poco más tarde. Pepita asumió que se trataba de algún chiste privado, y le quedó claro cuando Rafael puso los ojos en blanco y abandonó la habitación. Se echaron a reír con un jaleo tremendo, como olvidándose de toda discreción, y cuando se calmaron, Paco se volvió hacia Pepita:
−Y tú ponte más guapa todavía. Ya verás qué bonito es todo; tú agárrate a su brazo y no te despegues, y verás la tontuna que le da.
−Eso, eso −animó Cisco−. Y le pestañeas de vez en cuando, que a mí me da que Rafael últimamente está algo tierno.
Pepita reunió toda la dignidad que pudo y les dio la espalda.
−No sé de qué me estáis hablando.
Francisco soltó una risita siniestra de las suyas.
−No, claro que no.
“Claro que no”, repitió una molesta vocecilla en su mente. “Aquí somos todos tontos y nadie se da cuenta, salvo tú.”
***
Juanita apareció cuando se iniciaron las luces del ocaso y las nubes se tiñeron de rojo. Había acudido con algo de ropa para Pepita, que ésta recibió con tal agradecimiento que no sabía cómo expresárselo. Para ser alguien que había alborotado tanto la rutina de Rafael, Juanita la había recibido muy bien.
El bandolero la estrechó entre sus brazos apenas la vio. Le hizo mil preguntas sin soltarla; si había notado algo raro, si sentía que la habían seguido, si había visto al Rajabocas o a alguien sospechoso por las cercanías. Pero Juanita lo tranquilizó revolviéndole los rizos como a un niño.
−Ay tato, ¡con el talento que tengo yo para escurrirme! Quédate tranquilo, que si yo no quiero que me vean, a mí no me ven ni las rapaces.
Y luego se echó a reír, y su risa era tan contagiosa que Pepita quiso unirse a ella a pesar de la tristeza que le provocaba saber que Rafael jamás la miraría del modo en que miraba a Juanita. Como si fuera valiosa como para matar por ella, y de hecho, así había sido.
Ni siquiera su excitación por la inminente salida podía rivalizar con la tristeza que la roía por dentro. Cada vez que intentaba averiguar por qué se sentía así, sus pensamientos la llevaban irremediablemente a la noche anterior, cuando Rafael le había entregado su cuerpo, y la había hecho suya a cambio.
Juanita le sacudió la melancolía de encima cuando la tomó del brazo y la llevó, más bien arrastró, al dormitorio para ayudarla a vestirse.
−Bien, tu ropa está decente, pero algo de negro no te iría mal. Veamos, yérguete un poco, que vea cuánto mides de verdad −le dijo, mientras examinaba un corpiño negro.
Pepita obedeció y aprovechó para examinarla mejor. Tenía los mismos ojos y pelo negro de su hermano. Pero, tal vez a causa de sus distintas madres, la piel de Juanita era más blanca, su pelo no tan rizado y sus rasgos más finos. Pero había un aire de parentesco, una forma de moverse y fruncir el ceño, de reírse sólo a medias, que la inglesa encontraba fascinante y entrañable al mismo tiempo.
−¿Así que mi hermano te encontró despeñada y disfrazada de tarta rosa?
La joven pestañeó, pillada por sorpresa.
−Ehm… Supongo que así fue.
Juanita se encogió de hombros y, antes de que Pepita pudiera protestar, se apresuró a ayudarla con los cordones del fajín.
−Seamos sinceras, no te conozco. Pero, si todo lo que cuentas es cierto… digamos que yo también huiría de cualquiera que se atreviera a vestirme así para mi boda.
−Lo siento mucho, de verdad.
La muchacha dejó de desabrocharla por un momento.
−¿Por qué?
−Yo… intenté no ser una carga para tu hermano. Pero al final él tenía razón; no sería seguro estar sola en un país que no conozco. Lo discutimos muchas veces. Aún así… lo siento muchísimo.
La voz se le quebró antes de poder continuar. Juanita la rodeó hasta colocarse frente a ella y Pepita se sorprendió al notar comprensión en su mirada. Pero sabía que Juanita no se fiaba de ella; ¿cómo iba a hacerlo? Pepita no era más que una desconocida, y podría haber mentido como una bellaca todo este tiempo. No tenían pruebas de su sinceridad. Y Juanita había conocido a gente deshonesta; más aún si debían contar con las experiencias de Rafael.
−Sé que Rafael ha sufrido traiciones de gente en la que confiaba, y ahora aparezco yo y… No tengo forma de probaros que realmente soy Pepita Worthington. No sabéis nada de mí, y aún así me habéis aceptado aquí, me habéis dado alimento, y refugio, y ahora… ahora tú me traes esta ropa tan bonita…
Juanita la detuvo cuando empezó a sollozar. Sacó un pañuelo, uno limpio, no como los de su hermano, y se lo tendió para que enjuagara su rostro.
−Pero chiquilla, si no te hemos dicho nada…
−Es que llevo mucho tiempo sin poder hablar con mis amigas, o con cualquier mujer, todo sea dicho, salvo mi tía, que eso no es mujer, es una burra tiñosa…
Se detuvo para sonarse con tal estrépito que Juanita dio un respingo. A través de las lágrimas, Pepita no podía ver los esfuerzos que ésta hacía por aguantarse la risa floja.
−Y de pronto, ¡todo son hombres, hombres rudos! ¡Y montañas! ¡Y caballos y jabalíes salvajes, y acentos raros! Y… y… Dios mío… el aire andaluz me tiene que estar afectando, no sé cómo, porque desde que llegué aquí… siento estas cosas… raras.
Se desinfló y las palabras se le desvanecieron en la garganta. Juanita la había dejado soltarlo todo, y cuando habló, lo hizo en un tono tan suave que a Pepita le dieron ganas de desahogarse y llorar hasta convertirse en río, como en una tragedia griega. No obstante, se contuvo.
−¿Cosas raras? –sonrió Juanita−. ¿Podrías ponerme un ejemplo?
Pepita bajó la cabeza. Había sido una estúpida al decirlo. ¿Aire andaluz? Más bien mulato andaluz. Su ayudante de vestuario amplió la sonrisa con un aire de conspiración.
−¿Mi hermano te pone nerviosa?
−¿Qué? No. Nonono −tartamudeó la inglesa.
−Oh, ya entiendo. Te ha asustado, ¿verdad? A veces hace eso cuando no lo conoces bien. Tiene esa mirada que pone a veces…
−No. Lo cierto es que nunca me ha dado miedo.
Cosa curiosa, eso era cierto. Lo dijo sin vacilar. Pero fue el suspiro de después lo que la delató ante los ojos atentos de Juanita, que le dirigió una larga mirada.
−Es extraño −dijo al cabo de un rato−. Mi hermano me había dicho que eras terca como una mula y orgullosa.
Pepita estaba segura de que, si se le hundían más los hombros, llegaría un punto en el que se le dislocarían y caerían al suelo con un ruido sordo.
−Si es porque no le dejo que me vea cuando lloro, lo puedo explicar; es que una vez una monja me dijo que cuando lloraba parecía un tomate apuñalado y entonces…
Juanita empezó a reírse y Pepita se interrumpió, cambiando de tema.
−¿De verdad ha dicho eso de mí?
−Entre muchas otras cosas, no necesariamente malas, así que no te deprimas tanto. Y, por cierto, no pareces un tomate. Vamos, no llegas ni a pimiento morrón.
Esta vez fue Pepita la que se echó a reír entre lágrimas.
−Tiene gracia, tu hermano me dijo exactamente lo mismo.
Al ver que Pepita parecía algo más repuesta, la otra la rodeó de nuevo para seguir desatándole los cordones y, cuando ésta quedó en ropa interior, continuó:
−Pero, si te digo la verdad, no me pareces orgullosa en absoluto. No me malinterpretes, lo que quiero decir es que no eres estirada. Así que supongo que lo que él llama orgullo, en realidad es dignidad. ¿Es cierto eso de que no te gusta que te vean llorar?
−Me temo que acabas de ver que no lo es.
−Es porque soy una mujer, como tú. Ah… ya entiendo. No quieres que los hombres piensen que eres débil. Y por lo del tomate y la monja. Pero más que nada, por lo primero.
Pepita asintió con otro suspiro. Era agradable, pese a las circunstancias, compartir un momento de intimidad con otra muchacha. Aunque fuera algo tan simple como quedarse en enaguas y luego dejar que te rompieran las costillas a fuerza de apretar un corsé.
−Quizás. Pero jamás me había visto en una situación así. Intento ser fuerte, pero es difícil. Y… fingir que eres alguien que no es del todo… tú…
Juanita le puso el corpiño y empezó a abrochárselo tras apartarle el pelo con delicadeza de la espalda.
−Sí. Cansa tanto mantener la fachada, ¿verdad? En eso tenéis bastante en común Rafael y tú. Es injusto, es duro. Pero aunque nos pese, así es el mundo.– No había reproche en su tono, sino una triste aceptación.
La inglesa se volvió para coger un peine con el que cepillarse el pelo, pero Juanita se lo quitó.
−Por favor, déjame que te peine yo. Yo también echo de menos tener amigas a las que ayudar con estas cosas. Todas se casaron con forasteros y están lejos.
−Oh… está bien. Si no es molestia.
En respuesta, Juanita soltó un bufido que iba camino de ser una risotada. El tema se desvió, y pasó a terrenos más alegres. Juanita le contó anécdotas de Pajeras: de cómo un día una culebra se coló en la casa de su vecina, una viuda chismosa, y ésta se llevó tal susto que, cuando salió a la ventana a pedir ayuda para que alguien más fuerte viniera a matarla por ella, lo único que le salió fue el grito de “¡Un hombre, que venga un hombre! ¡¡Necesito un hombre!!”. Todo el vecindario se echó unas risas ante el malentendido, las mismas que la joven se llevó al escuchar la historia por boca de Juanita.
A su vez, Pepita le narró cómo un jabalí asesino había estado a punto de matarla en un momento vulnerable, si no hubiera sido por la puntería de Rafael. Lo contó de tal manera y con tales gestos que Juanita tuvo que dejar de peinarla para poder reírse a gusto. Una vez más, esa risa se le pegó a Pepita, y las dos acabaron sin aliento.
Entonces, Juanita dijo, no sin cierta tristeza:
−Ah, pobre hermano mío. En el fondo, es un héroe. Es lo que siempre ha querido ser.
Pepita se miró las manos, dubitativa.
−Antes has dicho que Rafael también… tenía una fachada. Que fingía. Si es así… ¿qué hay debajo?
La otra tomó el mantón y se lo colocó sobre los hombros con destreza, enmarcando la blancura de su cuello y su rostro.
−No sería muy buena hermana si fuera por ahí contando los puntos débiles de mi tato, ¿no crees? Además, tú eres la que ha pasado más tiempo con él en una sola semana que yo en el último año. Seguro que ya has podido echarle un buen vistazo.
Un intenso rubor se apoderó de Pepita, y éste habló más alto y claro que cualquier cosa que hubiera podido decir. Al verla, Juanita tragó saliva, intuyendo que algo incómodo flotaba en el aire, y se apresuró a añadir:
−Quiero decir, a lo que hay bajo todo ese disfraz de bandolero descastado.
Los pechos de Pepita empezaron a subir y bajar de tal modo que, de haber podido gritar, el corpiño habría empezado a pedir socorro urgente. Juanita carraspeó y el volumen se le fue un poco cuando dijo:
−¡Carajo! ¡Pues estoy yo fina hoy con las palabras! ¡Me refiero a cómo es él en realidad! Su espíritu.
−Ah, sí. ¿Qué otra cosa iba a ser? –rió Pepita con un deje de histeria. La otra arrastró las sílabas.
−Tú sabrás…
Unos golpes en la puerta las sacaron de aquella situación tan embarazosa. La voz de Rafael les llegó del otro lado:
−¿Estás lista, Pepita? La procesión empezará pronto.
Ésta miró a la hermana del bandolero.
−¿Tú no vienes con nosotros?
−Me temo que no. Voy con mi marido.– Chasqueó la lengua.– Lo mejor es que no nos vean juntos si quiero mantener a mi hermano a salvo. Además, Rafael no lo permitiría. Y a mis suegros les gusta que los acompañe, así que… nuestras manos están atadas.
Pepita se puso en pie y dio una vuelta sobre sí misma, contemplando su nuevo aspecto. Podría pasar por una española si cuidaba su acento. Puede que, incluso, por una andaluza, si le echaba desparpajo. Le tomó las manos a Juanita con sincero aprecio.
−Muchísimas gracias por tu ayuda. No sé cómo agradecértelo, Juanita. Y… de verdad que me habría gustado conocerte en mejor momento.
Juanita se puso algo colorada y le dirigió una sonrisa a la vez cohibida, a la vez segura. Una sonrisa de alguien que era madre y también, si el tiempo lo permitía, amiga.
−Y a mí, chiquilla. Y seguro que a Rafael también.
La joven no supo cómo responder a esto.
En ese momento, Juanita abrió la puerta y el Mulato entró, gallardo y guapísimo, embozado con una capa negra que, combinada con el sombrero, casi ocultaba su atractivo rostro. Sus piernas parecían interminables dentro de las botas de cuero bordado, las mejores que habían podido conseguir. Se le veía tan misterioso, tan castizo, que Pepita creyó oír solos de guitarra venir de la nada flotando hacia sus oídos.
Cambiaba el peso de una pierna a otra, como inseguro de su atuendo y, cuando alzó la vista para pedirle consejo a su hermana, se fijó en Pepita, que se mantenía con la espalda recta y los brazos en jarras, hecha toda una maja. La joven sintió la furtiva caricia de su mirada recorrerla como de puntillas y resistió las oleadas de calor que la golpeaban por dentro en respuesta.
−¿Qué, no le dices nada? –protestó Juanita, señalándola.
Rafael titubeó.
−¿Cómo?
−Me he pasado un buen rato arreglándola, ¿no nos vas a echar ni un piropo? ¡Desagradecido!
−Bueno, a mí tampoco me han llovido los cumplidos y no me quejo −se defendió, carraspeando.
Al momento, la voz de Paco les llegó en falsete desde el pasillo.
−¡Pero qué diseh guapetónnn! ¡Por aquí ehtamoh ehperando un hijo tuyooo sinvergüensaaa!
Los demás le hicieron el coro con risitas y, cuando Rafael se volvió, una mano, probablemente de Francisco a juzgar por el bronceado, apareció de la nada y le acarició la mejilla con tal descaro que el Mulato casi se atragantó.
−¡Fuera, fuera, moscas cojoneras!
−Jesús qué escándalo −rio Juanita, fingiendo indignación.
A pesar de los aspavientos, la mano intrusa se las arregló para ladear el sombrero de Rafael. Cuando el bandolero consiguió quitarse a Francisco de encima, se volvió hacia ellas ofuscado y recolocándose los atavíos.
−¿Decías de los piropos? –sonrió Juanita con retintín.
−Los de los locos borrachos no cuentan.
−Pero Paco nunca se toma más de cuatro copas, so pena de que un rayo lo parta −se sorprendió diciendo Pepita, con una media sonrisa.
Rafael la miró de reojo con diversión mal disimulada. Le dio unas cuantas vueltas al sombrero, como dudando, y ante la insistencia tácita de Juanita, dijo:
−Está bien, no anda bebido, pero sigue estando loco. Y ya que tanto queréis un cumplido, diré que has hecho un trabajo excelente, tata.
Pepita suspiró para sí. Juanita puso los ojos en blanco y soltó un bufido muy poco femenino.
−¡Boh! No tienes remedio ¿Eso es un piropo? Meeeh −exclamó pasando junto a él. Rafael se echó a reír y le dio una palmada en las posaderas. Juanita ahogó un grito, se giró y le devolvió el golpe con la mano abierta. El encuentro entre mano fraternal y nalgas bandoleras resultó en un chasquido tal que Pepita reculó con un respingo.
“Ay ojalá mi cara fuera esa mano”, pensó el enano diabólico y perverso que vivía en su mente.
−¡Pero oye! ¡Yo creía que te habías convertido en una señorita!– Rafael se frotó dolorido.
−Para eso primero deberías ser tú un caballero, y no lo eres. ¿No es cierto, Pepita? –añadió Juanita con una mirada maliciosa. Sin esperar respuesta, recogió sus cosas y fue al salón a despedirse de los Tres, dejando al bandolero y su falsa compañera a solas.
Sin la presencia jocosa de la hermana, el silencio cayó entre ellos. Pasaron unos segundos muy tensos, durante los cuales Pepita sólo pudo darle vueltas al asunto de querer estrellarse de cara contra un culo ajeno y lo estupendo que era que nadie pudiera escuchar nunca sus pensamientos.
−En fin… ¿nos vamos, señorita Worthington?
Pepita regresó al mundo real y vio a Rafael junto a ella, ofreciéndole el brazo en un gesto galán que no había visto nunca. Al ver su turbación, Rafael frunció el ceño.
−¿No hacéis eso en Inglaterra?
−Sí, por supuesto −carraspeó Pepita, respondiendo a su gesto.
La suavidad de su brazo encajaba a la perfección con la dureza de los músculos de él. Era tan extraño, tan excitante, dejar que la sujetara así, como si la estuviera cortejando. Como si… todo fuera normal. Como si su padre no hubiera muerto endeudado, como si los bailes junto a sus amigas siguieran existiendo y hubiera conocido a Rafael en un viaje a España.
−¿Alguna vez… te preguntas cómo serían las cosas si…?
Se detuvieron frente a la puerta abierta y él se volvió para mirarla directamente. Pepita interpretó su silencio como una invitación para continuar.
−¿Si… no fueras un bandolero? ¿Si todo esto… arreglarse, ir a ver una procesión… enseñarle tu pueblo a una extraña…?
Cuando la interrumpió, la voz de Rafael sonó grave.
−Si no fuera un forajido, no habría estado allí para encontrarte y habrías muerto perdida en el bosque, despeñada con el traje de entierro más indigno jamás creado. ¿Crees que habrías tenido tanta suerte de no ser porque soy lo que soy? ¿Tanto te disgusta que esto…− Se señaló las ropas.−… no sea más que una mascarada?
Pepita se obligó a recomponerse para no gritarle.
−Sólo me hacía preguntas inofensivas. No he dicho eso en ningún momento.
−Debes de pensarlo, o de lo contrario no soñarías tanto despierta −dijo él con una sonrisa torcida.
−¿Qué sabrás tú de lo que sueño? ¿Y por qué debería dejar de hacerlo?
La sonrisa se borró.
−No. Tienes razón. Nunca deberíamos dejar de soñar despiertos. A veces lo que deseas se hace realidad.
Pepita lo miró a los ojos, intentando descifrar el verdadero significado de sus palabras. Rafael la observaba, a ella y al arduo trabajo de Juanita, con tanta intensidad que sintió vértigo de seguir agarrada a su brazo y tenerle tan cerca.
Era peligroso. Y delicioso.
−Pero, por más que sueñe −añadió Rafael−, soy un criminal y lo seré toda mi vida. No hay forma de enmendar el pasado.
Y también era imposible y ridículo.
La inglesa tragó saliva y apartó la mirada. A punto estaba de soltarse de ese brazo cuando divisó a Francisco apoyado en el marco de la puerta, observándolos igual que lo haría una esfinge: callado, inmutable, indolente y muy moreno. Comprobaba el filo de su navaja con una atención normalmente reservada para un amante.
−¿Os vais o no?
Rafael apenas pudo contener su irritación. Fuera doloroso o placentero, entre ambos estaba ocurriendo algo y Francisco lo había interrumpido.
−En eso estábamos.
−Bien, pues daos prisa, porque Cisco quiere tirarse pedos y lleva aguantándose todo el día porque le da vergüenza soltarse delante de la dama.
Desde uno de los cuartos, la voz consternada de Cisco les llegó insultando a Francisco de tal manera que nada, ni siquiera la flatulencia más ominosa, podía competir con ella.
−Jesús bendito, tengo el cielo ganado con vosotros −exclamó Rafael, guiando a una Pepita muy perpleja hasta la puerta de la calle.
−Si oís un cañonazo −continuó Francisco desde atrás− y os empieza a llover mierda en la procesión, sabréis que Cisco ha muerto por sus modales.
Cisco seguía despotricando, indignado porque lo hubieran descubierto con una traición tan vil.
−¡Oh, cállate, culo de mono, navajero mugroso, so…!
Rafael cerró la puerta y se ajustó el embozo.
−¿Ves tú…? −murmuró Pepita−. Esto no lo hacían en Inglaterra.
−¿Aguantarse los pedos? Pues vaya. Menos mal que estáis en una isla.
−¡No, caramba! ¡Sabes a lo que me refiero!
−Reconocerás que por lo menos son absurdamente guapos, esos tres.
Pepita lo miró de reojo y, cuando vio que estaba bromeando, se echó a reír, olvidada ya la tensión del minuto anterior. Bajaron el tranco y Rafael le señaló la dirección a seguir.
La joven siguió sujetando su brazo, y Rafael no parecía disgustado, más bien todo lo contrario.
Las campanas de la iglesia repicaban, y sus ecos recorrían toda Pajeras bajo el azul profundo que coloreaba los muros de cal. La humedad era fresca y olía a tallos verdes, a corral y foresta, con tintes de lejía y cera quemada. Las casas parecían fantasmas silenciosos que contemplaran su caminar, juzgando tras las jaulas que tenían por ventanas.
−Tengo la sensación de que detrás de cada cortina hay alguien observándonos. ¿Cómo te las apañas para parecer tranquilo cuando lo tienes todo en contra?
−¿Quién te dice a ti que no lo tenga todo bajo control? –sonrió Rafael. Sus dientes destellaban blancos a la luz de la luna.
−Oh, no seas fanfarrón.
−Pobre Pepita, cómo se disgusta cuando no le respondo lo que quiere oír.
−¡Oye! ¿No creerás que soy una de esas personas que no admiten que la gente tenga deseos y pensamientos distintos a los suyos? Porque si es así, me ofende que tenga tan bajo concepto de mí, señor Rafael.
−Entonces, si no está molesta, ¿por qué se rasca la nariz así, con el dorso de la mano, toda propia y educada?
Pepita dejó de hacerlo apenas fue consciente de ello. Suspiró con indignación, lo cual pareció divertir muchísimo al andaluz.
−¿Qué tendrán que ver mis incomodidades con el hecho de que nunca respondas a derechas?
−Discúlpeme, señorita, pero creo que hace tiempo que me he perdido en esta conversación.
−Me temo que yo también. El asunto es que, señor mío, nunca me responde con sinceridad cuando le hago una pregunta. Lo único que busco de usted es la verdad.
−Aparte del hecho de que no entiendo por qué de pronto volvemos a tratarnos de usted, la aviso, misis Worthington, de que la verdad es algo que depende mucho de la persona.
Pepita se deshizo de su brazo y trató de no demostrar lo mucho que la ofuscaban tanto su contacto como sus ganas de marearla.
Se acercaban a una escalinata de dientes redondeados, y a ambos lados de la calle se abrían dos acequias por las que fluían chorrillos de agua en un gorgoteo quedo.
−¡A eso me refiero! Siempre con evasivas. Siempre… haciendo eso.− Sacudió la mano, como intentando apartar de sí un objeto volador.
Rafael enarcó las cejas y repitió su gesto con una sonrisa bailando en los labios.
−¿Cómo? ¿Esto? ¿Y eso qué quiere decir? ¿Que te ha dado el mal del zambito en la muñeca?
−¡Maldita sea!– Pepita lo dio por imposible y lo adelantó con pasos más vigorosos de lo que, según su educación, era decente. Bajó la escalinata y trató de no torcerse el tobillo con los empedrados del suelo.
“Pues nada, que el hombre no se abre. ¿Cómo quieres que lo haga? Es un bandolero. Es rudo, estoico, monta a caballo por las agrestes sierras y dispara un trabuco tan mortífero como su hombría. Tiene más pelos en el pecho que un oso y seguro que se afeita sin espuma. ¿Qué digo, espuma? ¡Se afeita a guantazos y el vello huye de su cara entre gritos de terror!”
−Estás guapa.
Se detuvo en seco y se giró hacia él. Rafael la miraba con intensidad, bajando las escaleras sin ninguna prisa.
−¿Eso era lo que querías saber?
−Entre otras cosas −logró decir ella−. Pero no está mal para empezar.
Rafael soltó una risita y se mordió el labio, como barajando alguna idea atrevida. El corpiño de Pepita volvió a aullar pidiendo auxilio.
−Estás muy bella esta noche −repitió, ofreciéndole el brazo de nuevo. Ella se lo tomó, ruborizada−. ¿Lo ves? No soy un zopenco ajeno a los piropos.
Pepita lo miró con cierta diversión.
−Ese mantón te queda muy bonito.
¡Buen Jesús! ¿Es que quería matarla?
−Bueno, ya está bien con la risita, ¿no?
−¿No querías cumplidos? Yo oigo y obedezco. Escuchadme, bella dama.
−¡No!
−Hermosa.
−¡Oh!
Pepita intentó alejarse de él, pero él la siguió con una sonrisa cada vez más amplia.
−Morena.
−¡Cielos, para ya!
Él la seguía con parsimonia, las manos ocultas tras su regia espalda.
−Guapa.
−¡Canastos, qué hombre más bobo!
−¿Te has empachado ya, o quieres que siga? Porque puedo tirarme así toda la noche hasta que te arrepientas de haberme pedido nada.
Pepita se rascaba la nariz frenéticamente sin darse ni cuenta, ofuscada como estaba con la broma absurda de ese hombre.
−Creo que he tenido piropos para una semana, gracias.
−Bien. Luego vas y le cuentas a mi hermana lo obediente que soy, a ver si así me deja de buscar las cosquillas.
Pepita negó, como pidiendo paciencia al Cielo, y continuaron su camino hacia la congregación. Los murmullos de los pajerienses se escuchaban cada vez más próximos, como un canto sofocado carente de cadencia, pero no por ello menos emocionante.
Se detuvieron a la vez, como para ganar valor. ¿Los reconocerían después del incidente de la maceta? ¿Recordaría alguien el rostro de Rafael, incluso bajo el embozo y el sombrero?
−Una última verdad esta noche, Pepita.
−Sorpréndeme −susurró ella, sintiendo que la voz de Rafael era como agua caliente rodando sobre sus hombros.
−Eres una moza muy divertida.− Pepita volvió a rascarse como loca la nariz y el bandolero apenas pudo terminar la frase del golpe de risa que le dio.
−Ya veo lo bien que te lo pasas, ya veo −dijo ella con media sonrisa.
Lo empujó sin mucha brusquedad con la mano libre mientras pasaban bajo una arcada. Al otro lado, la multitud aguardaba, un ejército de espaldas negras y mantillas, de velas encendidas y rostros expectantes. Un mosaico de oro, turquesa y ébano esperando las dos teselas que faltaban, Pepita y Rafael.