18
Los días siguientes transcurrieron difusos, con la sensación de sobresalto y paranoia que sucede al despertar de una pesadilla muy vívida. Se cosieron y vendaron heridas, y cada uno buscó el refugio más seguro que pudo encontrar.
Cuando las noticias llegaron a Doña Eduarda, a estas alturas la mujer ya no estaba pajiza, sino amarilla y arrugada como una pasa. Sus maldiciones eran un runrún ponzoñoso que no cesaba. Yacía postrada en cama, medio calva del cabreo, y su ritmo intestinal estaba más saturado que un puesto de chucherías a la salida de misa. Al enterarse de que su mejor esbirro había fallado y que ya no vería nunca un real de la fortuna de Don Antonio, un grito de urraca fue creciendo en sus pulmones. Entonces, su orgullo herido se manifestó en la forma de un intenso flujo de ácido que deshizo el tapón de sus tripas, provocando así lo que las malas lenguas llamarían después “una lluvia de mierda que duró tres días”. Esas mismas malas lenguas afirmarían también que “hubo que reunir los restos de Doña Eduarda con una rasqueta, Dios la tenga en su gloria”.
En cuanto a Don Antonio, lo aterraba demasiado el hecho de que la verdad pudiera salir a la luz y quedar vinculado a un criminal de la talla del Rajabocas. Y, viendo todas las molestias que esa joven les había hecho pasar, prefería seguir soltero, muchas gracias.
***
Federico escribía a la luz de una vela, calentándose los pies en un brasero. Mientras que los otros conejitos correteaban felices por el huerto, al de color canela parecía gustarle mucho el calorcito corporal del sacerdote y se pasaba el día en su regazo. Federico encontraba su compañía de lo más reconfortante.
–No me viene mal algo de apoyo para lo que voy a pedir, ¿verdad? –dijo, rascándole las orejas peludas–. ¿Crees que me tomarán en serio?
Por suerte, Federico se expresaba muy bien por escrito, y había volcado todo su talento en las páginas y páginas que contaban su historia. Suspiró y escribió con su pulcra caligrafía los últimos renglones:
“Por eso, madre, deseo fervientemente que consideres transmitirle mi petición a nuestro pariente el marqués. Confío en tu tacto y poder de persuasión para convencerle de que envíe un mensaje a quien sea necesario para ayudar a mis amigos, que aunque no son el típico hombre de a pie, en verdad tienen mejor espíritu que muchos que se toman por píos.
Estaré eternamente agradecido a quien sea que nos ayude. Comparado con lo que piden por ahí, éste no será más que un favor nimio, pero para esta gente significa la oportunidad de enderezar sus vidas y volver a tener un hogar y familia.”
Añadió unos cuantos párrafos más por puro afecto y para no terminar la misiva de forma tan abrupta, y finalizó con un “Tu hijo que te quiere y reza por ti, Federico”.
Cuando la tinta estuvo seca, Federico cogió al conejito y lo levantó de su regazo. El animal meneaba el hocico, como masticando algo invisible.
–Ya he pedido suerte a Dios, pero si tú me das un pedacito, no te diría que no, Gaspar.
Miró a lado y lado, para asegurarse de que nadie lo observaba. Cosa muy poco probable, ya que estaba solo en su propia casa. Pero aun así, se apartó de la ventana antes de darle un besito en la frente al conejo y achucharlo con gentileza.
Sí, les había puesto los nombres de los Reyes Magos porque nombrar a los conejos como a los bandoleros que se los habían traído le parecía algo inapropiado, sobre todo si les daba besitos y eso. De modo que al conejo blanco moteado de gris le había tocado Melchor, al canela Gaspar y al negro, que era algo más indómito, Baltasar.
Envolvió las cartas y, tras dejar al conejo con sus compañeros en el huerto, cruzó la cancela con paso decidido.
***
Juanita colocó un plato de aceitunas con cebolletas frente a Rafael y Pepita, que permanecían quietos como estatuas sin saber qué decir. La razón era que estaban en la misma casa de Juanita, y que el marido estaba sentado justo delante, estudiando a Rafael igual que un maestro hace con un niño algo difícil.
–Hombre mío, ¿por qué no les tocas algo y así no estamos tan callados? –saltó Juanita de pronto, recolocándose al bebé en brazos, que había salido con una mata de pelo tal que parecía que se le había acostado un gato en la cabeza.
Su marido dio un respingo, pillado con la guardia baja. Carraspeó y se tomó otro sorbo de su vaso. Sin darse cuenta, Rafael imitó el gesto y Pepita no supo si soltar la risa que iba creciendo en su interior. De haber estado allí los Tres, ¡qué distinto habría sido todo! Pero cuando llegó la invitación cada uno estaba fuera atendiendo sus asuntos.
–¿Qué? ¡No! No, no soy tan bueno. No sé…–balbuceó el casado.
–¡Tonterías! Vete a por la guitarra y entretienes a esta gente, que bien se lo merecen después de todas las molestias que han pasado por mí.
–Ay, Juanita, de verdad…–protestó Pepita.
Era la primera vez que Rafael se presentaba abiertamente ante el marido de su hermana. Pese a que esta familia había aceptado a Juanita y la bañaban en cariño aun sabiendo todo el percal, Rafael siempre había mantenido las distancias para no avergonzarla ante ellos o perjudicar su imagen. Era un forajido, un contrabandista y además asesino, no importaban las razones. No quería que relacionaran a Juanita con él y afectar malamente a su vida familiar, honesta y decente.
Pero Juanita sabía esto, e igual su marido que, después de enterarse por boca de su mujer consternada del asunto del Rajabocas y todo lo que había ocurrido, decidió recibirlos en su propia casa. Ahora trataba de ser un buen anfitrión con su cuñado –la palabra aún se hacía rara tanto para él como para el bandolero–, agasajar a la muchacha que lo acompañaba, pero que no era su esposa… aún, y crear una velada agradable.
Así que, farfullando algo incomprensible, fue a por su guitarra. Cuando volvió, encontró que Juanita había acostado al niño y se había sentado también.
Rafael sonrió, superando por un momento su inseguridad y, agarrado de la mano de Pepita, lo animó a empezar cualquier canción. Resultó que su cuñado tocaba con bastante soltura, y en pocos minutos Juanita se había arrancado a cantar entre risas y Pepita tocaba palmas, feliz porque, por fin, se sentía entre amigos… y también entre familia.
Entonces llamaron a la puerta y la música cesó. No sin cierta aprensión, todos vieron al mensajero que traía una carta para Juanita. La muchacha regresó junto a los demás y todos se fijaron en el sello del sobre, que señalaba que venía de las más altas esferas, del todo inalcanzables para ellos.
–¿Por qué nos llega una misiva de éstas? ¿Se habrán equivocado? No, la han enviado aquí, a nuestra casa.
Su marido cogió la carta y la abrió.
–Sí, pero aquí pone el nombre de Rafael… cielo santo.
Juanita le arrancó la misiva de las manos, sin poder contenerse, y sus ojos negros viajaron por los renglones, cada vez más aprisa y más abiertos.
Pepita estrechó la mano de Rafael y compartieron una mirada cargada de tensión. Recordaron todos esos cuerpos en la ermita, abandonados a su suerte. Pero ¿a quién podrían habérselo dicho? Las autoridades los habrían dejado allí igualmente para los buitres, y nadie estaría dispuesto a pagar un entierro para semejante ralea. Aún así, no habían podido olvidarlo, y estaban convencidos de que nadie creería la verdad, que no creerían el incidente de los toros ni la razón novelesca que los había arrastrado a todos allí.
Todavía podían ir a la cárcel o al patíbulo, y dudaban que nadie atendiera a razones.
–Todo saldrá bien –susurró Rafael en la sien de Pepita.
–¡¿Qué todo saldrá bien?! ¡Oh, bendita sea la Virgen del Socorro! –estalló Juanita, poniéndose en pie con las rodillas temblorosas. Su marido parecía igual de descolocado.
–¿Pero qué es? ¡Maldita sea, dámelo ya, si es para mí! –exclamó Rafael, que atrapó la carta y la leyó junto con Pepita. Poco a poco, el temblor de sus manos ya no fue de aprensión, sino de incredulidad.
–Holy Lord…–dijo Pepita con un hilillo de voz. Luego se volvió hacia Juanita–: ¿Estáis seguros de que no es una broma de mal gusto? Esto… ¿esto es de verdad?
Las defensas de Rafael se quebraron cuanto más leía, y de pronto, lo que parecía una lágrima solitaria se convirtió en un manantial brotando de sus ojos.
–Es un documento oficial. Alguien ha intercedido por vosotros, alguien con relaciones poderosas, y se os concede un indulto… a ti y a tus Tres amigos –respondió el cuñado, mirando fijamente al bandolero y luego a Juanita, que de pronto se había echado a llorar de emoción y se arrojaba sobre su hermano.
Los dos se levantaron y empezaron a saltar abrazados. De pronto, Pepita se vio arrastrada al abrazo, y luego fue el marido, y acabaron formando una suerte de corro de la patata muy, muy apretado y eufórico.
Mientras daban vueltas, la inglesa no daba crédito. Todo había pasado de la pesadilla al sueño, y era un sueño tan real, la alegría tan palpable, que ni siquiera sabía cómo hacerle justicia sólo con el lenguaje de su cuerpo. Entonces, el cuñado cogió de nuevo la guitarra y, sabedor de la felicidad que todo esto traía a su querida esposa, siguió cantando con verdadero desparpajo, revelando su naturaleza jovial, que Rafael y Pepita agradecieron como un auténtico regalo.
En un espacio de varios días, distintas misivas fueron llegándoles a los Tres Franciscos, que acudieron incrédulos y ensimismados a Pajeras, cada uno guardando con celo su copia sellada y firmada. Ninguno de ellos, ni siquiera Rafael, se había atrevido a creer que esto era auténtico, ni aun cuando juntaron sus cuatro cartas y vieron allí sus nombres y apellidos.
Y así, como flotando en una bruma, en una mañana de abril se presentaron todos, con muchos amigos invitados, en la ceremonia acordada en la plazoleta frente al cuartel.