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La casa de Doña Eduarda se había convertido en un agujero oscuro y preñado de temor. Armada con un bastón y su vestido más imponente, la señora deambulaba por doquier como un jinete del Apocalipsis que se hubiera aislado del cuarteto para trabajar en solitario. Allá por donde pasaba, un halo tenebroso impregnaba las paredes y cerraba las cortinas. Los taconazos de Doña Eduarda reverberaban con un martilleo constante, haciendo que las criadas se encogieran y los sirvientes se volvieran eunucos durante breves lapsos de tiempo.
−Y se cree que me puede ganar Antonio, el botijo con patas ése, me cago en su madre y en todo lo que se mueve, y me cago en la tumba que va a ocupar como siga contratando ineptos para encontrar a la zorra de mi sobrina…
Los reniegos iban y venían como la marea; inundaban las habitaciones y ahogaban a todos los presentes con su sonar ronco y venenoso. Lo cierto es que Eduarda, a pesar de sus palabras, llevaba cinco días sin visitar el baño y su cara estaba ya pajiza. El disgusto había sido tan tremendo que se había cargado su tránsito intestinal, hasta entonces infalible como un reloj.
Además de un estreñimiento tan duro como el muro de Adriano, la fuga de Pepita y el consiguiente enfado le habían provocado un derrame en el ojo, tics nerviosos en la nariz, un crecimiento inusitado del vello en la parte derecha del bigote y la caída de una muela. Y para más inri, uno de sus arrugados pechos se había descolgado hasta rozarle el ombligo y ahora debía enrollárselo como si de un calcetín se tratara para disimular.
−Vaca, la muy vaca, podrida como su madre, ya lo sabía yo. Ésa ha hecho un pacto con el demonio y ahora está escondida en una cueva, fornicando con el Macho Cabrío y haciéndome brujería. A mí, ¡a mí, que soy una ferviente sierva de todo lo bueno y justo! Pero por mi vida que la mato con mis propias manos…
Acompañó sus palabras con un gesto de sus dedos nervudos. Se había olvidado de cuidar sus uñas hasta el punto de dejarlas parecerse a conchas de mejillón.
Coc, coc, coc, repiqueteaba el bastón.
Avanzó por los pasillos con la mantilla negra ondeando en el aire viciado, como un cuervo en busca de carroña. Las faldas crujieron al doblar una esquina.
Una joven criada tuvo la desgracia de cruzarse con ella antes de poder esconderse y Doña Eduarda la agarró por un hombro. El ojo que había sufrido el derrame ahora estaba completamente rojo, y la pupila negra parecía un pozo en el corazón del infierno.
Una vaharada de aire calentón con olor a fritanga brotó de la boca de la señora cuando preguntó con voz cascada:
−Tú, niña, ¿ha llegado ya la Tomasa?
La criada notó cómo le brotaban un par de canas en el cabello. La obstrucción en las entrañas de Doña Eduarda había convertido a la señora en una pasa amarillenta tan llena de maldad que iba provocando vejez prematura en todo lo que tocaba.
Temblando de pies a cabeza, la muchacha asintió y señaló el fondo del pasillo, donde una línea de luz tenue se recortaba tras la vieja puerta. La señora la soltó con brusquedad y siguió sus indicaciones. No había lámparas allí, ni siquiera una mísera ventana; la oscuridad era tan densa que Doña Eduarda hubo de tantear la pared con la mano que le quedaba libre.
−Digo, como no tuve bastante con que la guarra de mi hermana me truncara la boda con esa tara puñetera, encima ahora su cría se cree que me puede dar esquinazo, ¡ja! Pues se va a enterar, vaya si le va a quedar claro, porque antes pego un reventón que dejarla irse de rositas…
Metió la punta del bastón por la abertura iluminada y entró en un cuartucho estrecho y penumbroso.
Sentada en la cama, una mujer gigantesca afilaba con parsimonia un largo cuchillo que arrancaba destellos de la llama de una lamparita de aceite. El cabello grasiento, de una tonalidad imposible de conocer, se le resbalaba de la cofia en mechones lacios que tapaban ambos lados de su cara. Los ojillos eran como dos puñaladas en un tomate, de un pálido e indolente color gris; la mirada de la Tomasa, a la que apodaban la Destructora, era fría como la guadaña de la Parca.
Mejor dicho, ella era prima hermana del Segador, como mínimo.
En sus cuarenta años de vida, Tomasa había perfeccionado el delicado arte de infligir golpes letales con todo tipo de instrumentos, desde cuchillos y trabucos hasta martillos, palos, piedras y su propio cuerpo. Incluso un hueso de aceituna se convertía en un arma temible cuando eran sus manos las que lo portaban. Nadie sabía cómo esa mujer había entrado al servicio de Doña Eduarda, pero la obedecía ciegamente.
La señora sabía que contaba con un arma implacable como la ira de Dios, e igual de ajena a la piedad.
Allá donde el resto de los mortales se componía de carne, esta mujer parecía haber sido construida a partir de roca. Pétreos eran sus brazos como jamones y sus manos capaces de aplastar sandías sin esfuerzo. Sus espaldas tenían la anchura de un armario, y más o menos la misma silueta. A la hora de fabricarla, el Señor había olvidado dotarla de un cuello, y por ello su cabeza primitiva parecía brotar directamente de su cuerpo.
−Llegas tarde −la increpó Eduarda, apoyándose muy erguida en su bastón.
La criada asintió sin decir una palabra. Dejó el cuchillo afilado a un lado de la cama y pasó a encargarse de un hacha. Toda una colección de filos se extendía sobre la mesita ante la que se sentaba, pendientes de sus cuidados.
−No nos veríamos en esta situación si hubieras estado aquí en vez de enterrando a tu cuñada. Pero claro, ¿quién se esperaría que la jodía niña echaría abajo la iglesia? Mírame, Tomasa, mírame, me ha echado veinte años encima.
Obtuvo otra sacudida de cabeza como respuesta. Eduarda la puso al corriente de cuanto había ocurrido y la señaló con un picudo dedo forrado de anillos.
−No hay tiempo que perder. La puñetera está dando botes en alguna parte y quiero que la encuentres y me la traigas viva. Me da igual si alguien le ha dado cobijo, y me importa un bledo si tienes que pasar por encima de toda esa pandilla de inútiles que ha contratado Don Antonio. Tráemela.
La mujer se puso en pie lentamente, y su imponente figura hizo que la habitación pareciera diminuta, casi de juguete.
−Tráemela, y tendrás parte del dinero que Antonio me dará al perder la apuesta que hicimos. Ve a por ella, Tomasa. Véngame, venga a esta casa.
Un martillo inmenso y un cuchillo desaparecieron bajo las burdas ropas de la criada. Sin una sola emoción en el rostro, la Ira del Divino apretó los puños, grandes como calabazas, y los nudillos crujieron.
Doña Eduarda se apartó para dejarla salir, las narices infladas al paladear su venganza, cada vez más cerca. El ansia casi mermaba la agonía que le provocaba su congelado ritmo intestinal.
Lenta e inexorable, Tomasa la Destructora se puso en marcha. Los marcos de la puerta crujieron y escupieron una lluvia de astillas y polvo, incapaces de albergar la titánica envergadura. Las jambas se salieron de su lugar y el dintel cayó como la cuchilla de una guillotina, estrellándose a los pies de Doña Eduarda.
Los pasos, cada vez más lejanos, eran martillazos contando los segundos de libertad que le quedaban a la novia fugada.
Eduarda abandonó el cuarto con la cabeza alta y la mantilla flotando a sus espaldas. Esbozó una sonrisa mellada, ignorando los retortijones de sus tripas.
“Vuelve, sobrina, cual hijo pródigo. Veamos cómo intentas huir de nuevo cuando te rompa las piernas igual que si fueran huesitos de pollo.”
En ese momento, le dio un derrame en el ojo sano.