6

 

Abandonaron la venta al despuntar el alba. Doña Dolores quiso que prolongaran su estancia, pero Rafael estaba resuelto a cabalgar toda la mañana. Al ver que no podía convencerlo, se despidió de él afectuosamente.

También le dio un abrazo a Pepita, que no supo cómo reaccionar. La joven no era en absoluto ajena a las muestras de afecto, pero no podía dejar de ver a Dolores y compañía como aliados de Rafael, y el bandolero, de momento, era más enemigo que aliado. Ser efusiva con la dueña de la venta se le antojaba falso, de modo que, aunque le dio las gracias sinceramente por la ropa, apenas correspondió a su abrazo.

Una vez más, fingió no saber montarse al caballo, y Rafael la subió a la grupa sin esfuerzo, como quien carga un fardo.

“Eso es lo que soy, ¿no? Una carga que vender por dinero o en matrimonio” pensó con resentimiento.

Al único a quien dedicó un simple gesto de despedida fue a Antoñillo, que había pasado la noche en vela preocupado por haberla dejado salir al patio sin permiso de Rafael. Sentía que le debía al menos una mirada antes de marcharse.

Mientras el bandolero subía a su montura tras ella, Pepita se giró y sacudió la mano en dirección a Antoñillo. El chiquillo se puso rojo como un tomate. Para ocultarlo, se caló el sombrero hasta la nariz, pero su reacción hizo sonreír a la joven.

Esa fue la última muestra de alegría que Pepita dio en toda la mañana. No tenía la menor idea de adónde se dirigían, pero por la posición del sol descubrió que no iban en dirección al hogar de su tía Eduarda, sino al oeste y cada vez más arriba, regresando al amparo de la montaña.

Si bien ya no vestía ropas de varón, al menos su nuevo atuendo no era, ni de lejos, tan terrible como el vestido de boda. Ahora llevaba una cómoda falda larga de color pardo que había visto tiempos mejores y que dejaba ver sus tobillos. La blusa clara se le antojaba muy poca protección para su pecho a la luz del día, así que debajo vestía unas enaguas que de paso abrigaban. Le habían dejado los pololos que llevara el día de la fuga, así como sus medias y zapatos.

Lo que más le llamaba la atención era la chaquetilla, una prenda modesta, muy amplia en el cuello que le apretaba un poco en la parte alta de los brazos, pero que daba un toque de dignidad. Había visto esas chaquetas en mujeres de clase alta, preciosas, forradas de borlas negras y brocado. No obstante, la que ella llevaba ahora no era más que una pobre imitación, adaptada a lo que la gente mundana podía permitirse.

Mejor. Nunca le había gustado vestirse con excesivo lujo, y lo que deseaba era que nadie la mirara dos veces.

Tal vez le habían ceñido de más el corpiño, pero la tela tenía pinta de ceder después de tanto uso. Se acostumbraría a su cuerpo si la llevaba puesta el tiempo suficiente.

−Qué callada vas hoy, misis Pepita. ¿Estás mosca por algo?

Se sobresaltó al oír la voz del bandolero tan cerca de su oído. Había estado demasiado distraída intentando memorizar cada rampa, paso y árbol del camino, así como la trayectoria del sol. Cuando el astro quedó tapado por un montón de nubes, no le quedó más remedio que pasar a examinar su ropa. No se había dado cuenta de que se había relajado en los brazos de Rafael, hasta el punto de que su espalda descansaba en el pecho de él.

Y encima se burlaba de ella imitando la forma de hablar de sus compatriotas. ¡Cómo se atrevía!

−Es “Mrs.”, no misis. No soy un gato para que me llames así.

El caballo sorteó un par de troncos caídos y siguió a paso tranquilo bajo la sombra de los pinos. Pepita elevó la vista hacia el follaje, plagado de agujas verdeantes.

Un rizo negro invadió la vista cuando el bandolero se inclinó hacia ella. En respuesta, la joven se irguió y le volvió a dar la espalda.

−¿Adónde vamos ahora? –preguntó en tono frío.

−Tengo unos compromisos que atender en un pueblo no muy lejos de aquí. Hice una promesa y creo que tu rescate puede esperar dos o tres días.

−Qué pragmático −rezongó ella.

−Veo que no te agrada la idea de volver con tu novio abandonado y que te ofendes ante su sola mención, así que esos días de tregua nos servirán a ambos.

Pepita se apoyó en la silla para mirarlo. Maldito, qué armonioso era su rostro. De haber sabido dibujar, habría llenado un cuaderno entero con esa cara y ese pelo, aunque odiara tanto al dueño.

−¿Has decidido dejarme libre?

−Qué pronto te emocionas. No.

Al ver la mirada fulminante que ella le dirigía, él se encogió de hombros.

−Necesito el dinero que me darán por tu regreso sana y salva. A estas alturas sabrás que mi vida es difícil y peligrosa. ¿Qué clase de tonto sería para desentenderme de ti, cuando seguramente valdrás tanto?

Pepita se las veía negras para no tirarlo del caballo. Pero, aunque lo hubiera intentado, después se habría sentido mal por hacerle daño. Para qué se iba a engañar.

−Podemos llegar a un acuerdo. Yo te ayudaré a ganar el dinero que necesites.

−Ya hemos hablado de eso, mujer. No sigas por ahí.

−Pero…

−No.

La muchacha bufó y le dio la espalda. Pasaron un rato callados, escuchando sólo el sonido de los cascos golpeteando la tierra y la roca, el viento que soplaba y silbaba sin descanso.

−Así pues, te llamas Pepita… ¿qué?

−Qué más dará ya que lo sepas. Pepita Worthington.

−¿Y cómo que una inglesa se llama así? ¿Tienes ascendencia española?

Ella suspiró, manteniéndose erguida sin dificultad.

−Mi madre era española. Me llamaron Josefina, y de ahí mi apodo. Al principio no me agradaba; creía que sonaba ridículo. Pero mi madre murió, y desde entonces no respondí a ningún otro nombre que no fuera Pepita. Supongo que fue una forma de mantenerla conmigo.

El bandolero guardó silencio un momento. Cuando respondió, la broma había desaparecido de su voz.

−Así que ahora tus únicos aliados son esas amigas tuyas de Inglaterra, según me contaste anoche.

−Así es.

−Tenemos un buen trayecto por delante. ¿Por qué no me hablas de ellas? Quién sabe, tal vez me convenzas de dejarte enviarles un mensaje.

Alentada por la esperanza, Pepita soltó la lengua. Le contó acerca de su amiga Mary la Tuerta, que había perdido un ojo por culpa de un niño puñetero y una percha, pero que ahora era la solterona más feliz de toda la isla, además de una virtuosa del piano y una gran amante de los perros. Cuidaba de los hijos pequeños de su hermana Catherine, también amiga de Pepita.

Catherine y Mary habían sido las primeras en tener la idea de montar un círculo de señoritas aficionadas a la lectura, gracias al cual conocieron a Janine y Lucy. Resultó ser un proyecto ideal, pues las cinco ocupaban sus ratos libres compartiendo opiniones sobre manuscritos o haciendo picnics. Cuando coincidían en algún baile o evento social, no había quien las separara de tanto como se entretenían juntas.

Juntas animaron a la despistada Janine a demostrar su afecto al apuesto Andrew Rolfe, que pretendía cortejarla pero no se atrevía. Con unos cuantos empujones por parte de sus amigas, Janine había descubierto que era muy feliz junto a él, y se habían casado hacía ya un año. En cuanto a Lucy, también estaba casada. En su última carta le contaba que había adquirido una serie de láminas de las Indias y que se moría por enseñárselas.

−Cuando empezaron a casarse, cada una se mudó a un lugar distinto y perdimos el contacto inmediato. Apenas me dio tiempo a decirles que me marchaba a España, tan repentino fue todo.

Por un instante, la voz se le quebró. Rafael hizo un ruido de asentimiento.

Se adentraron en un claro junto a una pared natural de roca que se cernía sobre ellos cuanto más se acercaban. Parecía un buen lugar para esconderse, pero también para acabar acorralado.

−Vamos a hacer una parada −informó el forajido.

Jesús, sí, por favor. Le dolía el culo como si un duende diabólico le hubiera machacado las nalgas con un remo astillado. Estaba harta de cabalgar con ambas piernas en el mismo lado del caballo. Le habían enseñado que era la forma más educada y propia para una señorita, pero ella siempre había preferido montar a lo chico, como debía ser. Aún así, para disimular, había aguantado la pose al ver que el bandolero daba por sentado que así se sentiría más cómoda.

Dejó que Rafael la bajara del equino y se quedó mirando la visera de piedra que asomaba sobre ellos. ¿No se les caería encima? No quería morir como un escarabajo aplastado por una suela.

−Conoces bien estas montañas, ¿cierto?

−Como la palma de mi mano −respondió el hombre.

−¿Y qué ocurre si te encuentras con alguien no grato? ¿Hay una forma de evitar cruzarse con enemigos en este lugar?

−Uno lo intenta.

Rafael se acercaba cada vez más, tal vez para observar el paraje desde el mismo lugar que ella.

−¿Y si no lo consigue?

Por respuesta, el bandolero se llevó la mano al trabuco con una cara que lo decía todo. Pepita tragó saliva y se paseó por el claro, aguantando los pinchazos y los ramalazos de dolor que le subían por la parte baja de la espalda.

Él sacó algunas provisiones y las repartió para que ambos pudieran comer. Pepita devoró un trozo de pan y queso curado, aunque se quedó con hambre. A juzgar por la sensación de sopor que le entraba a ratos, calculó que estarían cerca del mediodía.

No hablaron mucho durante el almuerzo; no estaban de humor. Los ánimos se relajaron cuando tuvieron el estómago un poco más lleno. Rafael se tiró encima de su manta cuan largo era.

−Me gustaría dormir un poco.

−Pues hazlo, ¿qué tengo que ver yo? –gruñó Pepita.

−Que te conozco lo bastante para saber que, apenas cierre los ojos, correrás hasta matarte de un cabezazo en cualquier grieta.

Ella soltó un bufido que iba a medio camino de ser una risotada. Con una sacudida, se apartó los rizos de la cara. Cielos, tenía la vejiga llena y no sabía cómo quitarse a su guardián de encima durante unos míseros minutos.

En un alarde de descaro, se atrevió a decir:

−En algún momento necesitaré estar sola y que no me observes. Ahora mismo, por ejemplo.

Se puso en pie, se alisó las faldas y se alejó unos cuantos pasos, en busca de un escondrijo entre las piedras y los arbustos. En un segundo, el bandolero ya estaba de pie y la seguía a zancadas.

Lo espantó sacudiendo la mano, como si fuera un chucho. Al ver esto, Rafael frunció aún más el ceño y la agarró por la torera.

−Oye, no me faltes el respeto, niña mimada. Lo último que necesito es que me calientes la cabeza con adivinanzas.

Pepita estaba harta, dolorida y encima hambrienta, y ese odioso espécimen ni siquiera la dejaba mear. Sintió cómo se le enrojecían hasta las raíces del cabello. Incapaz de aguantarse por más tiempo, se olvidó de su educación y le espetó:

−¡¿Es que piensas acompañarme al mismo aliviadero o qué?!

Rafael se quedó muy parado. El entendimiento se abrió paso en su moreno rostro. Como si lo hubiera picado un bicho, reculó con una mueca que Pepita habría encontrado sumamente graciosa, de no haber estado tan enfadada.

−Ah… disculpa −farfulló Rafael.

−Quédate ahí y ni se te ocurra intentar nada raro.

Tras lanzarle una mirada de advertencia, el bandolero se frotó la cara, como intentando sacudirse de encima la repentina vergüenza. Pepita esperó en jarras a que éste se encontrara a varios metros de distancia, y entonces dobló una esquina de roca para seguir adentrándose en la tupida arboleda, lejos de miradas indiscretas.

Al menos, Rafael tuvo la decencia de no pedirle que hablara mientras hacía sus necesidades para asegurarse de que no se escabullía. De haber sido así, lo habría matado.

Le llevó un poco más tiempo de lo previsto encontrar un lugar que se adecuara a su sentido del decoro. Nunca, en toda su vida, había imaginado que se vería en una situación semejante. La tierra estaba húmeda en algunas zonas; temía embarrarse la falda o mancharse las piernas.

Al final, encontró un hueco entre un par de encinas que le pareció lo bastante “usable”. Hizo sus necesidades agazapada, sin dejar de maldecir por lo bajo. Cuando terminó, se quedó rígida, con los ojos como platos.

Un escalofrío subió por su espalda al reparar en que no tenía con qué limpiarse.

Miró a un lado y a otro con creciente nerviosismo. ¿Y ahora qué? No podía soltarse las faldas sin antes cuidar su higiene. ¿Por qué no le habían dado consejos de este tipo en su infancia? ¿Acaso las mujeres de bien nunca se aliviaban en medio de la salvaje naturaleza?

Allí, acuclillada entre matojos, Pepita Worthington se cuestionó seriamente su identidad.

¿Seguía siendo una mujer decente? ¿O había sobrepasado el punto de no-retorno, convirtiéndose en una salvaje incivilizada, más cerca de un mono que de una persona?

−Ay, mamá, lo siento −suspiró amargamente, intentando mantener el precario equilibrio en el que se encontraba.

Necesitaba encontrar un charco con agua limpia. Eso sería mejor que nada. Si el bandolero se impacientaba, peor para él. Que se jodiera.

Se las apañó para ponerse en pie sin soltar las faldas. No recordaba haberse sentido jamás tan denigrada como en el momento en que, con las piernas separadas, empezó a dar saltitos por el lugar en busca de un poco de agua de lluvia.

De esta guisa esquivó zarzas y traicioneros montículos hasta encontrar, por fin, una hondonada donde el agua reposaba tranquila, reflejando las copas de los árboles. Con un suspiro de alivio que más bien sonó como un rebuzno, Pepita colocó un pie a cada lado del charco y se dispuso a comportarse como toda una señorita.

“Limpia, limpia como una vajilla de porcelana. Que jamás se diga que Pepita Worthington se comportó como una bárbara, ni siquiera en las peores circunstancias.”

Le costaba horrores mantener su posición, pero se las apañó como pudo hasta que consideró que ya estaba bastante aseada y preparada para volver al campamento.

Entonces oyó un chasquido a pocos pasos. Ahogando un grito de sorpresa, levantó la vista.

A un tiro de piedra, un jabalí enorme la observaba. Pepita repasó con la vista los terribles colmillos torcidos, más largos que sus manos, la tremenda cabeza cubierta de cerdas ásperas y las duras pezuñas que hendían la tierra, amenazantes y listas para la estampida.

En sus ojillos se adivinaba un brillo asesino. Pepita había entrado en territorio prohibido; seguramente andaba cerca de alguna cría sin saberlo, o tal vez sólo era la diosa de la fortuna, que le tenía tirria. Fuera como fuera, el puerco estaba sediento de sangre y no apartaba los ojos de ella.

Se aguantaron la mirada durante unos segundos que se estiraron, tensos, como la cuerda de un arco a punto de quebrarse.

Hasta que todo estalló.

El jabalí soltó un salvaje y agudo gruñido, echando a correr que se mataba. Pepita dejó escapar un alarido y puso pies en polvorosa con los brazos en alto y las faldas volando por los aires.

No, la señorita Worthington no encontraría su épico final en el frío beso de un puñal, al pie de un acantilado o a manos de un bandolero cabreado. No.

Moriría arrollada por un gorrino de la sierra, con los pololos a la altura de los tobillos.

 

Rafael dedicaba su atención a mirarse las uñas, que destacaban pálidas sobre su piel marrón. Aún notaba las mejillas calientes por su torpeza. ¿Cómo no se le había ocurrido que Pepita necesitaría ir a hacer aguas? Llevaba demasiado tiempo solo o en compañía de hombres. Ah, cada día que pasaba se volvía más burro.

Apostaba lo que fuera a que la inglesa estaba coqueteando en ese momento con la idea de fugarse, si es que no lo había hecho ya. El bandolero hizo un repaso mental de su situación; no llevaba ni tres días con la moza y ya lo aquejaba un persistente dolor de cabeza. Y algo le decía que los problemas sólo acababan de empezar.

Nah, la chica no era tan tonta, ¿cierto? ¿Le daría un respiro justo para cerrar los ojos y echarse una siestecita? ¿Podía confiar en ella lo bastante para dejarla perderse de la vista un momento?

Quería creer que sí.

Bajó los párpados y su respiración se ralentizó. Los sonidos del bosque se amodorraron, la brisa fresca de primavera se tornó en una nana, y unas figuras difusas iniciaron una danza en su inconsciente. Ah, dormiría un poco, sólo un poquito…

El grito en lontananza fue tan nítido que perforó sus oídos como un serrucho. Se incorporó tan repentinamente que, maldita su estampa, le dio un tirón en la parte superior de un glúteo. El dolor fue tan arrasador que lo dejó sin voz.

−¡Aaaaaaaaaaah! –gritaba la loca aquélla a lo lejos.

“¿Pero qué demonios pasa ahora con esta mujer?”

Quiso ignorarla; con toda probabilidad, la señorita había ido a dar con su culo encima de una mata de ortigas. Aún así, los chillidos eran demasiado alarmantes. Algo no iba bien. ¿Zarzas espinosas en lugar de ortigas, tal vez?

Intentó levantarse, pero su glúteo estaba ahora duro como la piedra y paralizado. Abrumado por la agonía, el bandolero gruñó y rodó como un churro hasta apoyarse en una rodilla. Logró ponerse en pie con mucha fatiga y, trabuco en mano, renqueó con una mueca hasta el muro de escombros que rodeaba el claro.

¡Aaaaaaah oh my God, help me, help me my dearest mother I don’t want to die aaaaaaaaaah!

Rafael se empujó con las manos. Quien lo hubiera visto se habría muerto de asombro; una pierna colgando, el trasero torcido y los ojos bizcos por el sufrimiento del tirón.

−Me cago en tó lo que se menea…

Sudando como un pollo asado, el Mulato se sirvió de un hercúleo esfuerzo para llegar a una posición más elevada, desde la que alcanzó a ver un movimiento a su derecha.

Los gritos se acercaban más y más. Rafael se apoyó en una rodilla y aguzó la vista. Instintivamente, comprobó el trabuco y se aseguró de que estaba bien cargado.

Pepita emergió de entre los árboles, corriendo que se las pelaba. Parecía un huracán de tela, brazos y pelo negro. En su cara se dibujaba el terror más absoluto.

−¡Aaaaaaaaaah!

−¡¿Pepita, qué es lo que pasa?! –la llamó, intentando hacerse oír por encima de sus aullidos.

La respuesta le llegó en forma de un gruñido agudo e histérico.

−¡¡OIIIIII, OIIIIIII!!

Casi pisándole los talones a la muchacha, un jabalí monstruoso apareció trotando a toda velocidad con la cabeza agachada. Las patas cortas y embarradas se veían borrosas de tan rápido como iba el bicho. Era el puerco más feo que Rafael había visto en su vida, y eso ya tenía mérito, tratándose de un cerdo salvaje.

La mandíbula se le descolgó. De sus labios escapó un juramento tan feo que habría dado ardor de estómago al marinero más burdo del Mediterráneo.

Pasaron por delante de sus narices, la una chillando en inglés y el otro en el idioma de los marranos. Pepita, como habría hecho cualquier persona con las bragas a esa altura, tropezó y la fatalidad se hizo dueña de su destino; la bestia serrana se cernió sobre ella, con el hocico húmedo de gusto.

Con el corazón desbocado, Rafael apuntó.

“Esto lo cuento y no se lo cree nadie.”

Apretó el gatillo y la pólvora se disparó, levantando ecos por todo el lugar. El jabalí resbaló y derrapó durante un trecho, antes de quedar inerte sobre un lomo.

Pepita dejó de chillar y, al verse fuera de peligro, se volvió y miró atónita a la bestia muerta y después a su salvador.

El cabello de Rafael ondeó al viento, su heroico rostro resplandeciendo con la emoción del depredador. Una vaharada de humo ascendía del cañón del trabuco y se enredaba en el vello de su pecho, apenas cubierto por la camisa. Un glúteo le palpitaba con rabiosos coletazos.

La inglesa se dobló, luchando por recobrar el dominio de su pulso. El bandolero alzó el trabuco con una sonrisa dolorida.

No sentía las piernas.

−¡Ya tenemos cena!

Incluso Pepita tuvo que soltar una risita histérica ante el repentino giro de los acontecimientos. Luego, ambos recordaron que la moza llevaba la ropa interior bajada y se dieron la espalda mutuamente, carraspeando para que Pepita arreglara ese detalle.

La inesperada caza les subió la moral, aunque carecían de los útiles necesarios para conservar toda la carne. Ya que querían desperdiciar la menor cantidad de comida posible, decidieron darse un festín esa tarde. Después cabalgarían otro rato y se volverían a inflar de cerdo cuando pararan para pasar la noche. No les quedaba más remedio que dejar el resto para los carroñeros.

Fue Rafael quien desolló al jabalí y lo troceó con una gran navaja. Pepita quiso ser útil y echarle una mano, pero el bandolero la apartó, diciendo:

−Déjame a mí. Tú vete y siéntate donde yo te vea, y no toques nada ni te muevas, que eres gafe.

Ofendida, Pepita quiso protestar diciendo que aún estarían racionando las provisiones de no ser por esa misma suerte que los había llevado hasta un jugoso marrano. Se quedó esperando, mohína, hasta que a Rafael no le quedó otra que mandarla a buscar una buena fuente de agua para lavar toda la sangre y la carne.

Movieron el campamento hasta un lugar mucho más adecuado, cerca de un finísimo arroyo.

Rafael encendió una fogata y prepararon la comida, esta vez dispuestos a empacharse y quedarse al borde del reventón. Entre unas cosas y otras, cayó una noche húmeda y sin estrellas.

 

***

 

Con disimulo, Pepita se quitó un trocito de carne tostada de entre los dientes. Después de tantos días sufriendo y al borde del colapso, ahora se encontraba agotada y extrañamente triste. Conocía esa sensación; era como la calma después de la tormenta. Sabía que su cuerpo se estaba venciendo de esa manera porque se había permitido relajarse y sentirse a gusto, aunque sólo fuera un poco, mientras Rafael y ella trabajaban codo con codo en la cena.

Se suponía que no debía ayudarle, ni sentir la necesidad de darle las gracias por haberla salvado de la muerte más penosa de la historia. Había de admitir, por mucho que le pesara, que el forajido tenía una puntería magnífica.

En ese momento, él la sacó de sus pensamientos.

−Ayer empezó la Semana Santa. ¿Sabes lo que es eso?

Pepita asintió, removiéndose en su improvisado lecho de hierba y mantas. Resultaba muy difícil sentarse como una señorita en esas circunstancias.

−¿Tenéis algo parecido en Inglaterra?

−Más o menos. Pero no hay procesiones.

Al otro lado del fuego, Rafael se reclinó de lado. Observó a Pepita y no pudo evitar pensar que la ropa andaluza le sentaba tan bien que, por fuerza, debía ser ilegal. La muchacha se había desabrochado la torera y aflojado un poco el fajín. El calor de la fogata y la buena comida le habían reavivado el semblante y su cara parecía brillar con un aura de salud que no le había visto antes. ¿Sería verdad eso de que la habían dejado pasar hambre? Sólo había pasado unos días con ella, pero hoy, en especial, le había dado por dudar de si realmente era tan remilgada como él creía en un principio. No había protestado a la hora de despedazar al jabalí, más bien al contrario. Se había manchado las manos de sangre y había insistido en tomarle el relevo varias veces.

La primera vez que habían hablado, ella parecía aterrada, y él pensó, tontamente, que era por su presencia. Sin embargo, la veía ahora y no parecía la misma. Aunque seguía siendo dulce a su manera, ahora le aguantaba la mirada, le replicaba, y desde luego, no se había vuelto a desmayar.

“Bueno, tampoco yo me he vuelto a desnudar.”

La chica era orgullosa y pugnaba por mantener la dignidad en todo momento. No se había quejado ni una sola vez por las largas horas a caballo; Rafael sospechaba que estaba más acostumbrada a los equinos de lo que ella quería dar a entender.

Tenía curiosidad por ella.

−Oh− prosiguió−. ¿Has visto alguna vez una procesión de Semana Santa?

−No. Nunca antes había venido a España.

Rafael suspiró con disimulo. Caramba, había comido en demasía y ahora estaba amodorrado. Ahogó un pequeño eructo con la mayor elegancia que le fue posible y se aclaró la garganta.

−Tal vez puedas tener esa experiencia en el lugar al que vamos. No es como las de las capitales, pero no está mal para iniciarte.

−¿Iniciarme?

Él asintió con solemnidad. Al ver la expresión de desconfianza que mostraba Pepita, no pudo resistirse y sonrió con malicia. Las llamas danzarinas se reflejaron en sus dientes.

−Por supuesto. ¿Eres católica?

−Sí, así es.

−Bien. En las procesiones, para demostrar su fervor, muchos creyentes demuestran su fe vistiéndose de penitentes. El traje de penitente consiste en la túnica, que se parece a la de un fraile. Después está la parte de la cabeza…

Rafael se llevó ambas manos junto a las orejas, para ilustrar mejor la imagen.

−No sé si lo habrás visto alguna vez, el capirote. Es un tocado picudo de un metro de largo, más o menos, que te tapa toda la cara y el pelo, de forma que eres irreconocible. Sólo hay dos pequeñas aberturas para los ojos.

Pepita entornó los párpados, asintiendo muy despacio.

−Ah, sí. Mi madre me los dibujó una vez. Me parecieron muy siniestros, como espectros.

−La cosa no acaba aquí−. Rafael se relamió− Cuando salen a seguir al paso, los penitentes deben ir descalzos y llevar una fusta. Y durante todo el tiempo que dure la procesión, han de fustigarse las espaldas con gran ahínco para que sus sucios pecados se evaporen a través de las heridas sangrantes.

La moza empezó a echarse para atrás con cara de espanto.

−Y si algún penitente ve que otro no se está azotando con suficiente fuerza, su deber como buen cristiano es darle un fustazo en toda la cara, para que ese prójimo aprenda a expiar sus pecados como Dios manda, y como castigo por ser un débil de poca fe.

Ella se cubrió la boca, con los ojos desorbitados.

−¡Te estás burlando de mí!

Rafael compuso su rostro más solemne.

−No, en absoluto. Es una experiencia obligatoria para todos los católicos. Yo mismo he participado en las procesiones más de una vez, y es de lo más liberador el abrirse zanjas en la carne. Fíjate, ven…

Se quitó la chaqueta y se señaló la espalda, haciéndole señas a Pepita para que acudiera.

−Tengo aquí una de una vez… que me dejé una cicatriz tremenda con una fusta de metal trenzado…

Pese a que la curiosidad invadía su rostro, la inglesa no se arrimó ni un solo paso. Su expresión era un poema.

Estaba cagada.

−¡¿Y piensas que voy a participar por propia voluntad en un ritual aberrante y sádico como ése?!

Rafael abrió los brazos.

−Claro que sí, mujer. Serás una primeriza, así que no serán muy duros contigo. Será suficiente con que se te vea un poquito de sangre a través de la túnica, una manchita no más grande que mi dedo pulgar…

−¡Estás enfermo! –siseó ella con un hilillo de voz.

−¡Ah! Se me olvidaba. Después, para aliviar el escozor, se toma un pegote de tocino en la mano derecha…− continuó Rafael, acompañando su explicación con gestos−… y un puñado de sal en la izquierda. Y entonces los penitentes procedemos a frotarnos las heridas con gran afán y…

Pepita se puso en pie de golpe.

−¡Basta! ¡Me niego! ¡Eres un demente! ¡Jamás en mi vida he oído tal disparate, tal despliegue de demencia…!

Rafael dejó de toquetearse el pecho.

−Venga mujer, si luego te dan leche cortada para que se te pase el malestar…

Ella ahogó un grito y se llevó las manos a la cabeza. Dio un par de vueltas a su lado del fuego, murmurando en inglés, y luego se giró para mirarlo, en busca de una explicación a tanto masoquismo religioso.

El Mulato intentó aguantarle la mirada con los labios muy apretados, pero no pudo aguantarlo más. Rompió en sonoras carcajadas y se dejó caer en la manta, golpeando el suelo. La indignación de Pepita no hizo sino empeorar la situación, y el bandolero acabó revolcándose, presa de los retortijones.

Cuando logró reponerse, se incorporó y se limpió los lagrimones que le chorreaban por la cara. Pepita estaba de brazos cruzados.

−Entonces… ¿lo de la leche cortada es mentira? –preguntó la pobre, manoseando nerviosa su falda.

Brotó una nueva riada de agudas carcajadas, más propias de una vieja loca que de un rudo hombre de la sierra. Por el amor de Dios, le iba a dar algo.

−¡Será tonto este hombre! –la oyó despotricar.

Rafael rió y rió hasta quedarse sin aliento. No recordaba la última vez que le había sucedido algo semejante, y casi se había olvidado de lo agradable que era.

La apaciguó con un sacudir de la mano.

−¡Virgen santa, si no he dicho más que tonterías desde que empecé a hablar! ¡Tenías que haberte visto la cara!

Ella se sentó con una mueca de cabreo monumental.

−No te burles de mí, bandolero.

−Es que me lo has puesto muy fácil, chiquilla.

Se sentó, sorbiendo por lo bajo. Aún tenía la mirada un poco vidriosa cuando le dijo:

−Sólo se azotan y van descalzos los penitentes que quieren, y nunca se hacen heridas, sólo alguna magulladura si son más brutos de la cuenta. Siguen al trono para demostrar su fe y su arrepentimiento, pero lo del tocino y la sangre es mentira, mujer.

Soltó una risa gutural. Ella se relajó visiblemente y, cuando se le pasó el enfado, sonrió también a regañadientes.

−Entonces… no piensas llevarme a ninguna de esas procesiones, ¿verdad?

Rafael parpadeó, sorprendido.

−Bueno, no era lo que tenía en mente. Debo pasar desapercibido.

Pepita suspiró y desvió la mirada hasta las llamas.

−¿Por qué? ¿Te gustaría ver alguna? –aventuró el bandolero.

Ella negó débilmente.

−No, no es necesario.

Tenía la sensación de que no estaba diciéndole la verdad, y la idea lo dejó algo perplejo. Decidió dejar tranquila a la inglesa y fumarse un cigarrillo, pero sólo le quedaban tres. Maldición, tenía que hacerse con unos cuantos apenas pudiera.

Cuando acercó el cigarro al fuego para prenderlo, sintió las primeras gotas de lluvia estrellarse en su ropa. Miró al cielo, contrariado. En cuestión de segundos, el chispeo se convirtió en un auténtico diluvio que los pilló por sorpresa.

−Vaya, hombre. Tendríamos que haber avanzado más hoy; así estaríamos cerca de la cueva y no nos veríamos en éstas.

Pepita no respondió; hacía lo posible por evitar empaparse, pero era una empresa destinada al fracaso cuando no contaban con más techo que el follaje. Si la lluvia no amainaba pronto, corrían el riesgo de quedarse sin fogata.

Rafael reunió el equipaje y echó un vistazo a su caballo, que se movió lo justo para pillar un lugar estratégico donde no caía agua. Cuando se aseguró de que el animal estaba cómodo y a cubierto, levantó las mantas e improvisó una estrecha tienda entre las ramas de dos olivos muy cercanos.

La muchacha estaba encogida sobre sí misma; el cabello empezaba a chorrearle.

−¡Pepita! ¡Ven aquí!

Se apartó a un lado para dejarle sitio, aunque poco se podía hacer. A duras penas cabían los dos bajo esa imitación de toldo, pero al menos así se mantendrían secos durante un buen rato.

Rafael murmuró una queja, aún paranoico con la idea de que se había dejado algo importante a la intemperie, lo cual lo dejaría sin alguna herramienta o provisión valiosa, pero por más que escrutaba la penumbra, todo parecía en orden.

−¿Y ahora qué? –preguntó la chica, apartándose los rizos húmedos de la cara.

−Me temo que no nos queda otra que esperar, a menos que te apetezca seguir cabalgando bajo la lluvia.

Ella se arrebujó en su chaqueta, que mantuvo desabrochada. Rafael no pudo evitar atisbar por el rabillo del ojo cómo el agua le había pegado la blusa al pecho, convirtiendo la tela en una segunda piel.

Advirtió que ella también lo observaba de refilón; si la lluvia había mandado al traste su modestia, no había hecho menos con la del bandolero. Sus potentes pectorales empujaban la camisa, pesada por la humedad. Las lágrimas del cielo rodaban por su mandíbula, aterrizando en la caliente roca de su pecho, para luego desaparecer bajo los botones desabrochados.

Ante todo, Rafael era un hombre con modales y principios, así que aplicó fuerza de voluntad y logró distraer su atención de los enhiestos picos que tironeaban de la tela sobre los senos de Pepita.

−No, gracias. Dudo que pudieras cuidar de mí si enfermara por la temperatura. No hablemos ya, en el caso de que enfermáramos los dos −respondió Pepita, cubriéndose con los brazos.

Rafael se sintió indignado. Se giró para replicarle, pero sólo consiguió quedar aún más pegado a su cálido costado, blando y suave como el lecho más delicioso.

−¿Qué te hace pensar que no sé cómo reaccionar a algo tan mísero como un resfriado, y más estando tan acostumbrado a vivir a la intemperie?

−Sólo intento tener sentido común. Eres un bandolero, y uno bastante culto. Pero, aunque ignoro de dónde te viene esa instrucción, dudo mucho que seas un médico. De ser así, ¿por qué tendrías esta vida?

Él entrecerró los ojos. ¿A qué venía ahora eso? Esa maldita mujer tenía una habilidad innata para sacarlo de quicio cuando menos lo esperaba.

−Para que lo sepas, no todos somos iguales.

−No quiero ofenderte, pero ¿me vas a decir que no te ganas la vida con delitos?

Rafael rumió por un momento la idea de mandarla fuera de la improvisada tienda de una buena patada en las posaderas, pero ella tenía un ápice de razón, por mucho que le pesara; no podía permitirse que ninguno de los dos se enfriara.

−Disculpa −dijo ella de pronto−. Nunca me he visto en esta situación y ni siquiera te conozco. Mi porvenir se antoja aterrador y no parece que tú quieras ayudarme en absoluto.

La hierba crujió bajo sus cuerpos cuando ella le dio la espalda, apoyándose en el tronco. Rafael no sabía qué decir. ¿Estaba enfadada, asustada o qué? A un segundo lo increpaba y después le pedía disculpas.

Meditó un rato. Quería dormir, pero no podía con ella tan cerca. Su pelo se había impregnado de los aromas de la naturaleza y olía divinamente. Al Mulato no le quedaba otra que olerlo hasta embriagarse; la otra opción era aguantar la respiración y morir de forma ridícula.

−Está bien, ¿qué quieres que te cuente?

−¿A qué te refieres?

Rafael se recostó en el tronco más cercano y la miró con un suspiro cansado. No fue su intención, pero el aire de sus pulmones acarició la nuca de Pepita, enviando un torrente de tibios escalofríos a lo largo de todo su cuerpo.

−Te quejas de que no me conoces y el hecho de que sea más culto que el granjero común parece perturbarte. ¿Quieres que te diga a qué me dedicaría ahora, de no ser porque tuve mala suerte?

Llena de interés, la muchacha volvió a su anterior postura. Dios, no, no te cruces otra vez de brazos, pensó Rafael. Cada vez que lo hacía, sus turgentes pechos se apretujaban sobre el borde de la torera. Los dedos de Rafael hormigueaban rabiosos, a duras penas contenidos por la conciencia de su dueño.

−¿Lo harías? Adelante.− Ella lo miró con sus enormes y soñolientos ojos azules, que lo distrajeron de su escote con una fuerza magnética.− Lo cierto es que he estado haciendo conjeturas, pero no alcanzo a averiguarlo.

−No me digas. ¿Y a qué conclusión has llegado?

−Como ya he dicho, no creo que fueras médico. En realidad, no sé a qué edad se llega a serlo, y no sé cuántos años tienes. Siempre se me ha dado mal calcular la edad de alguien.

Pepita se rascó un lado de la nariz, la mirada fija en las gotas que caían sin piedad fuera de su espartano refugio.

−¿Cuántos me echas? –preguntó Rafael con un atisbo de diversión. Se dio cuenta de que hacía mucho que no conversaba con alguien de ese modo. Había dejado de conocer gente nueva de forma tranquila, sin la sospecha de que la respuesta equivocada podía hacerle acabar con una navaja entre las costillas o colgado en el patíbulo.

−¿Cuántos crees que tengo yo?

Él la examinó brevemente.

−No lo sé, ¿veintidós?

Pepita jadeó.

−¿Qué? ¡No! Buen Dios, ¿tan vieja me veo?

−¿Cómo quieres que lo sepa a simple vista? Está oscuro.

−¡Tengo veintiuno! –exclamó ella, palpándose la cara con susto, seguramente en busca de alguna arruga que se le hubiera pasado por alto la última vez que se mirara en un espejo.

Rafael se echó a reír.

−¿A qué viene tanto escándalo entonces? Si casi he acertado. Además, si tú eres vieja, ¿en qué me convierte eso a mí, que tengo veinticinco?

−¡Oye! –protestó Pepita dándole una palmada en el brazo.

−¿Qué pasa ahora?

Ella hizo un mohín bastante gracioso.

−Que se suponía que debía adivinarlo yo. Ahora que me lo has dicho, has estropeado el juego.

Su risa fue tan explosiva que ni la lluvia pudo amortiguarla. El Mulato se sacudió de tal manera que zarandeó el costado de Pepita.

−Está bien, mujer, pues acierta ahora el que habría sido mi oficio.

Ella sonrió a regañadientes y probó con tabernero, barbero, artesanos de todo tipo, e incluso militar y pescador. Rafael aún seguía riéndose con ganas cuando ella se dio por vencida después de fallar por enésima vez, esta vez con criador de mastines.

−De acuerdo, me rindo, señor bandolero.

−Pobre moza, cuánta falta de imaginación.

−Adelante, dame una pista −suspiró ella.

Rafael levantó una mano y describió una cruz, canturreando:

−E nomine patris et fili et spiritu sancti…

Pepita dio un respingo y se cubrió la boca.

−¡No! ¡Te estás burlando de mí otra vez, como antes con las procesiones!

−Esta vez te juro que es verdad.

−¡No puede ser! Cuéntame la historia.

Él empezó a negar con la cabeza, por fin lo bastante relajado como para sentir que el sueño se le subía encima. La inglesa también se sentía pesada, y sin darse cuenta los dos iban cayéndose poco a poco de lado.

−Vamos, yo te he hablado de mis amigas y mi vida en Inglaterra. Aún es temprano; tienes tiempo de dejarme saber qué pasó.

Rafael abrió un ojo y la encontró apoyando la barbilla en una de sus rodillas.

−¿Dejarás entonces de regañarme por ser más culto que tú?

−Dejémoslo en que no volveré a enfadar a ningún jabalí cuando estemos acampados.

−Trato hecho, señorita Worthington.

Resultó mucho más difícil empezar el relato que tomar la decisión de compartir con Pepita esa parte de su vida. ¿Qué importaba, si la chica estaba a su merced? Una vez sus caminos se separaran, ella tendría cosas más importantes que hacer que delatarlo a las autoridades o infligirle daño alguno. No había forma de que ella pudiera perjudicarlo sólo por conocer la historia de Rafael el Mulato.

Le habló de su madre, que había sido una negra nacida en España de padres tunecinos. Trabajaba de sirvienta en una casa acomodada cuando conoció al padre de Rafael. La echaron de la casa estando embarazada y no tenía a quién acudir, de modo que los padres de Rafael hubieron de buscarse las habichuelas como pudieron. Ella murió cuando su hijo tenía cinco años, y su padre se buscó una nueva compañera, que cuidó de él y engendró a su hermana Juanita, marchándose también en brazos de la muerte demasiado pronto.

Pepita escuchó casi sin pestañear, a menudo quedándose inmersa en sus pensamientos, pero sin perder el hilo de la historia. No lo interrumpió ni una sola vez, y cuando Rafael pasó a contarle cómo el oficial había intentado aprovecharse de Juanita, desatando la tragedia, una sombra se asentó en su mirada. Al fin y al cabo, ¿qué mujer era ajena a la maldad de los hombres que no las amaban? ¿Cómo esperaba que Rafael se contuviera al ver que su hermana corría semejante peligro? ¿Acaso no era suficiente con la miseria que ambos habían confrontado durante la mayor parte de sus vidas, como para que ahora Rafael se hubiera convertido en un matador y forajido?

Fuera cual fuera el concepto de él que Pepita tuviera en el pasado, ahora había cambiado. Rafael agradecía que no lo mirara con pena, sino comprendiendo. Sabiamente, la joven asintió sin decir nada que pudiera estropear la inesperada intimidad que se había formado entre ellos. ¿Qué habría podido añadir? Ella era ajena a esa vida, o lo había sido durante la mayor parte de su existencia.

La lluvia seguía cayendo persistente, pero ahora débil. La fogata había quedado reducida a un puñado de ascuas que seguirían calentándoles los pies durante algún tiempo. Por desgracia, eso no era suficiente. Rafael atisbó un escalofrío recorrer a Pepita.

Había un aire de arrepentimiento y vergüenza en ella que parecía pesar sobre sus hombros.

−¿Tienes frío?

−No…

−Mujer, no mientas, estás tiritando.

−Bueno, no es como si pudiéramos hacer gran cosa. Ya estamos usando todas las mantas.

Sin responder, Rafael se despojó de su chaqueta con un grácil movimiento. Tensó los músculos de sus viriles brazos para templarse y colocó la prenda sobre los hombros de Pepita. Ella musitó unas palabras de agradecimiento, pero el bandolero no pudo escucharla debido a que su caballo empezó a relinchar al oír un trueno en lontananza.

−Vaya, hombre −masculló.

Temiendo que el caballo hubiera divisado alguna figura no grata aproximarse en la noche, Rafael salió de debajo del toldo y se aventuró bajo la lluvia para echar un vistazo.

Pepita se quedó meditando y sintiéndose pequeña bajo esa chaqueta de hombre. Ahora que sabía su historia, al menos en parte, se sentía ridícula y sabía que se había comportado como una cría mimada. Sí, tenía derecho a sentirse furiosa porque Rafael no la dejara marchar y por sus circunstancias en general. Estaba bien si se cabreaba, pataleaba y se negaba en redondo a ser una prisionera dócil, pues eso era, una especie de rehén.

Sin embargo, cada vez le costaba más sentirse como una prisionera y menos como una compañera casual de Rafael. Sabía que esto era muy peligroso y debía hacer algo al respecto cuanto antes.

Unos pasos la avisaron de que Rafael regresaba.

Intentaba poner más distancia entre el bandolero y ella, pero cada vez que lo intentaba le salía el tiro por la culata. Por supuesto, a las señoritas como ella no se les enseñaba a lidiar con forajidos absurdamente apuestos, y menos si el tipo en cuestión encima sabía ser gracioso y...

…y ay la madre.

Rafael apareció de vuelta. La lluvia le había calado la camisa aún más a la altura de los hombros y el pecho, y por encima del fajín Pepita alcanzó a ver unos abdominales tan duros que se podía rallar el queso en ellos. Quizás hasta servían para pulir el mármol. Los pectorales eran dos rocas amplias, y la recia mata de vello que asomaba en medio lucía húmeda y brillante, como si un osezno se le hubiera acostado encima.

Los pezones erectos por el fresco la apuntaban fijamente desde detrás de la tela marfileña. Oscuros como el ébano, fieros y erguidos como mástiles de un barco.

Esas pupilas de carne capturaron su atención, haciéndose con el control de su mirada y perforando su sentido hasta llegar al fondo de su alma.

Quiso pensar que era la hierba llovida lo que empapaba la tibia piel entre sus muslos.

−No pasaba nada, no sé qué le ha dado al caballo −dijo él.

Pepita asintió, absorta.

Acababa de reparar en el masivo bulto de su entrepierna, al que nunca había prestado atención antes. Los pantalones de Rafael se ceñían a sus piernas de forma lujuriosa, casi posesiva, resaltando cada músculo cincelado. La prenda se merecía un premio o, al menos, una mención honorífica en una ceremonia, pues llevaba a cabo una empresa de hercúleas proporciones; mantener toda la butifarra del potente bandolero sujeta en su lugar, resistiendo el vaivén de su virilidad y la presión de los recipientes de su semilla.

Oh sweet Jesus, pero qué paquetón. Pepita podía sentir su peso de forma casi física, como un saco de patatas que le echaran encima. El tremendo bulto mantenía las costuras en tensión constante, y la forma de su orgullo masculino se adivinaba, reposando oblicuo bajo la cintura y el fajín.

Se le agitó la respiración hasta el punto de sonar igual que un fuelle avivando las llamas. Unas llamas que le lamían el bajo vientre con caricias lascivas e irreverentes, que le costaba horrores pasar por alto.

No quería mirarle. Quería encontrarle repulsivo y anhelarlo lejos. Pero habría sido más fácil, ya puestos, comerse un tonel de hígado encebollado y después bailar una giga sobre carbones encendidos.

Ajeno al clamor que provocaba en los entrepaños de Pepita, Rafael protestó algo sobre la ropa mojada y cómo no podía dejársela puesta. Como si no hubiera sido suficiente con la intervención del caballo alcahuete que lo había mandado a empaparse la camisa, el bandolero empezó a desabrochar los botones de esta prenda.

Pepita sentía las olas de todas las costas de Inglaterra romper en sus profundidades femeninas.

Estaba rígida y casi sudando cuando Rafael se metió bajo el toldo, la camisa hecha un gurruño en sus manos. Ahora, con menos ropa separando sus pieles, Pepita podía sentir el calor que emanaba el cuerpo del bandolero. Un ardor similar se extendió por todo su cuerpo y se sintió obnubilada, incapaz de pensar con claridad.

No era la única que sentía que algo había cambiado a lo largo de la velada. Rafael la miraba en silencio, y Pepita se dio cuenta de que se había echado hacia atrás, arqueando el cuello de forma instintiva.

No, maldición. ¡No! Su femineidad quería sabotearla, exprimir su cerebro hasta dejarla lela perdida y sin fuerza de voluntad. No importaba que despertara en ella la sensación que precisamente había buscado en un compañero durante tanto tiempo. Ese hombre no era para ella. Era un forajido, un asesino, ladrón y contrabandista como mínimo.

Además, también era medio cura. Seguro que eso añadía gravedad al pecado de desearle, estaba segura.

“Di algo que suene normal, vamos”, se apremió mentalmente.

−Rafael… siento haberte ofendido antes con mis palabras. No conocía tu historia, y asumí lo peor.

Él siguió callado. La observaba, confundido por lo difícil que se había vuelto no ver esos labios húmedos, el deseo que vibraba en sus ojos que parecían un cielo de verano. Pepita tenía el cuello echado hacia atrás, ¿no eran imaginaciones suyas? ¿Qué demonios estaba pasando?

¿Sería que ella también percibía la atracción entre ellos, la misma que él había intentado apartar a un lado desde el momento en que la vio al pie del barranco, con las amapolas asomando de los delicados huecos de su nariz?

−Ya…−balbuceó, arrullado por el susurro de la tenue llovizna, que iba amainando.

−Entiendo que… hicieras lo que hiciste. Cualquiera habría actuado igual en tu situación.− Pepita seguía esforzándose por desviar la atención del hecho de que estaban solos en mitad de la nada, tan cerca que podían sentir la respiración del otro en las mejillas.

Él era tan masculino y estoico, y ella era tan… virgen. ¿Cómo iba él a poner los ojos en Pepita Worthington, la chica maldita que no había encontrado marido en años y años de bailes y eventos? Seguro que él ya tenía recorrido mucho mundo, seguro que cada vez que bajaba a un pueblo iba dejando un reguero de mujeres deshidratadas de placer allá por donde pasaba. Apostaba a que el río Guadalquivir le debía la mitad de su caudal a los llantos, suspiros y éxtasis de las hembras que gozaban de la mera visión del bandolero.

“Virgen santa, no permitas que se me vaya la cabeza.”

−Y me parece muy injusto que tu vida se viera afectada de esa forma…−continuó.

−Bueno es saberlo− farfulló Rafael, sus gruesos labios entreabiertos, sus ojos de azabache clavados en la boca de Pepita.

−Estoy segura de que habrías sido un sacerdote maravilloso.

El bandolero la vio sonreír y su voz salió ronca y oscura.

−Yo no lo creo.

−¿Por qué?

El brazo de Rafael estaba rodeando lentamente la cintura de la muchacha y atrayéndola hacia sí. El pecho de Pepita subía y bajaba con agitación, los rosados botones de sus senos rasgando la blusa con un susurro lleno de ardorosas promesas.

−Porque el mundo está lleno de tentaciones.

Pepita intentó decir algo, pero Rafael posó sus labios sobre los suyos, y la caricia fue ardiente como el mismo centro de la Tierra. La joven ahogó un gemido en el interior de su boca, intentando resistirse sin mucho empeño. Sus manos golpetearon, débiles, los hombros del bandolero. Ese hombre no era para ella. Pero si esto era cierto, ¿por qué se sentía como si hubiera puesto un pie en el Edén?

Los duros brazos de Rafael la aprisionaban de forma exigente. Se sentían desnudos y cálidos, impregnados de un olor profundamente masculino y embriagador que se extendió alrededor de Pepita como una droga. Sus grandes manos, gentiles, se deslizaron bajo la chaqueta, dejando rastros de fuego a su paso.

Pepita emitió un quejido extático, como una gata siendo acariciada. Sus labios eran suaves y blandos, sabrosos, y la entrepierna de Rafael se endureció aún más, hasta el punto de doler y quemar. Recibió la lengua de Pepita en su boca y se sumergió en ella, mientras desabrochaba con dedos expertos su torera. Posó una mano sobre las costillas de la joven y sintió uno de sus senos sacudirse sobre su pulgar. Deslizó la otra mano por su cuello y empujó la torera hacia atrás, dejando su pecho al descubierto.

Pepita acarició la lustrosa mata de vello de Rafael, enredando los dedos en los rizos. Un pezón oscuro le rozó la palma, tan duro como lo estaba la excitación del bandolero, que presionaba incansable contra sus muslos, amenazando con abrir una brecha allí donde la muchacha estaba hinchada y resbaladiza.

Rafael la apretó contra su cuerpo, aprisionándola entre sus brazos. Con una delicadeza inusitada, dejó bailar un pulgar sobre un pecho de Pepita. Ésta jadeó y se quedó rígida al sentir el contacto de sus ardiente mano cuando el bandolero abarcó el seno entero y lo estrujó, pellizcando el botón enhiesto. Una oleada de placer recorrió a Pepita. Por unos breves segundos, sintió miedo por las sensaciones que la inundaban. Eran demasiado fuertes y salvajes, desconocidas hasta ese momento. Ella dominaba el arte de darse gozo a sí misma, pero nada que hubiera aprendido podía compararse con la sensación de ser besada y tocada de esa forma.

Quería más. Ansiaba saborear cada centímetro de ese cuerpo broncíneo, explorar la fortaleza que se erguía bajo los pantalones de Rafael, lamer ese cuello cuyos tendones se marcaban cada vez que él acallaba sus jadeos con un nuevo e hirviente beso.

Por eso no podía seguir adelante.

No podía permitírselo.

Rafael notó que Pepita se debatía entre sus deseos y la razón, y se apartó de ella. La soltó casi de golpe y reculó hasta salir del refugio bajo el toldo, donde la lluvia ya había cesado. Sus ojos, al principio nublados por la pasión, fueron recobrando poco a poco el juicio.

“Maldita sea, ¿qué he hecho?”, pensó el forajido, su pecho sacudiéndose al ritmo de su respiración agitada. El corazón le latía desbocado.

Pepita parecía igualmente confundida. Estaba ruborizada, y sus labios, hinchados y brillantes por la saliva y los besos que habían compartido.

Enseguida apartaron la vista. La muchacha se recolocó la torera y se quedó ensimismada.

−Disculpa. No sé qué ha pasado −dijo, cubriéndose con los brazos−. Las… señoritas no hacen estas cosas. Ha sido impropio de mí… lo siento.

Y, como sucede cuando las personas están nerviosas y son vulnerables, surgió un gran malentendido.

“Oh, claro” pensó Rafael, bajando la mirada. En qué habría estado pensando.

Eran demasiado diferentes. Él era un bandolero y ella una niña rica acostumbrada a las comodidades. Cualquier acto romántico que sucediera entre ellos no sólo era inapropiado, sino de chiste, por no decir imposible y arriesgado.

−Sí, por supuesto. No, discúlpame a mí.

Rafael se alejó. Ni siquiera se sentía dolido; debería haberlo visto venir. Puede que ella lo deseara también, pero él tenía una misión y ella, un destino. Y en ese destino él no participaba salvo como ganador de un puñado de dinero. Pepita debía ser consciente de esto.

−Tu futuro marido me mataría si osara ponerte un dedo encima.

Pepita levantó la cabeza para mirarlo mientras él intentaba rescatar lo que quedaba del fuego y encender uno nuevo. Lo observó, incrédula e indignada por lo que acababa de decir. ¿Entonces, si tanto temía dañar su mercancía, por qué demonios la había besado de esa manera? Ella no se lo había pedido, no se había lanzado sobre él. O eso creía recordar.

Pero claro, qué más se podía esperar de alguien que tenía el punto de mira sólo en el dinero. Por supuesto, ¿cómo había sido tan estúpida? Rafael era un hombre y había querido probarla por curiosidad, sólo eso. Después la mandaría con Don Antonio y se olvidaría de ella.

Deseó que se la tragara la tierra cuanto antes.

Contuvo como pudo la arrasadora vergüenza que la hundía. Rafael sacó otra manta de las alforjas y la usó para tenderse sobre la hierba, bien lejos de ella. Sin su maldita camisa, orgulloso de su cuerpo, mostrándolo arrogante a todo el que quisiera mirarlo.

Ya lo había sospechado; ella no tenía más atractivo para él que el de la novedad. No podía ofrecerle nada que él no pudiera encontrar en cualquier otra mujer.

Se quitó la chaqueta y la dejó junto a él. Que se la metiera por donde amargaban los pepinos. Frotándose los costados, que aún hormigueaban con el recuerdo del tacto de Rafael, regresó bajo el toldo y se acostó.

Rafael se tumbó de espaldas y se cubrió los ojos con el antebrazo, dispuesto a echarse a dormir y olvidarse del sinsentido de esa noche.

−Duerma, señorita Worthington. Mañana hay que madrugar.

Pepita se encogió por la humillación y otro sentimiento que no alcanzaba a identificar. Ah, no, ya lo recordaba. Rechazo. ¿Quién no conocía esa sensación de vergüenza mezclada con dolor, que sentaba como un navajazo derecho a las entrañas?

−Amén. Podéis ir en paz −masculló, lo bastante fuerte para que él la escuchara. Si él se había burlado de ella, ¿por qué iba Pepita a ser menos?

Dándose la espalda mutuamente, ambos rumiaron sus pensamientos hasta que Morfeo les concedió un descanso. La noche pasó, negra y vacía de sonidos. El calor que surgiera entre la novia fugada y el bandolero se fue evaporando, igual que las llamas se extinguen para dejar tras de sí unas mustias ascuas al rojo vivo.