15

 

El alba del día siguiente llegó mortecina. La luminosidad había desaparecido tras un manto de nubes grises y, cuando el sol subió, apenas se lo percibía por un puñado de destellos amarillos allá donde el nublado era más fino. Soplaba un viento silbante que mecía los árboles, lo bastante insistente para poner un poco nervioso a cualquiera.

Pepita y Rafael pasaron una madrugada tranquila. Hablaron y hablaron acurrucados bajo las mantas, con besos y caricias aquí y allá. En sus conversaciones tocaron muchos temas de lo más sorprendente y entretenido, pero ninguno que pudiera disparar la inseguridad que Pepita había sufrido el día anterior.

Cuanto más rato pasaba con él, más se admiraba de lo inteligente que era y la facilidad con que hablaba cuando estaba relajado. Rafael sabía de varios temas y siempre tenía una historia interesante en la punta de la lengua. Él, por su parte, encontraba muy agradable pasar el tiempo con Pepita, incluso cuando no hacían el amor. Le gustaban sus ideas peregrinas, no exentas de una lógica aplastante, y su temperamento vivaz y espontáneo. Además, bajo todo ello, Pepita era muy empática y lista, aunque no acabara de creérselo.

Allá por media mañana terminaron de vestirse y Rafael propuso subir a pie a un prado que quedaba a pocos minutos de la cueva.

−El pastor suele pasar por allí. Si los Tres nos envían un mensaje y se los ha encontrado antes, seguro que él lo tendrá.

−¿Siempre hace el mismo recorrido?

El bandolero asintió, colocándose su chaqueta, ya arreglada del balazo. En los paquetes que les trajeran los Tres Franciscos el día anterior también había hilo y aguja, así que Pepita se había ofrecido a coserle el roto, contenta de poder ayudar con sus habilidades.

La herida de bala parecía sanar según lo esperado, aunque Rafael se mantenía cauto en los movimientos del brazo derecho. La joven habría deseado saber más de medicina para estar segura de que todo iba en óptimas condiciones, pero tenía que conformarse con saber que al bandolero no le dolía demasiado.

Tomaron las riendas de Caballo y lo llevaron paseo arriba para que cambiara un poco de aires. Después de unos quince minutos andando, llegaron a una explanada cubierta de flores y hierba verdísima. Pepita se sujetó el pelo alborotado por el viento y aguzó la vista; sonrió al ver los brotes de rojo, amarillo y blanco allá donde crecían las flores. Desde allí se veía toda la sierra, o al menos daba esa sensación. Parecían estar en un mar ondulante de flora y roca; bajo ellos, ninguna colina era demasiado espigada, todas las superficies parecían haber sido lijadas para que la escena pareciera lo más curvilínea posible.

−¿Qué te parece? –le dijo Rafael, dejando suelto al caballo para que pastara.

−Me encanta.

−Bueno es saberlo.

Subieron una rampita natural hasta llegar al punto más alto de una roca que sobresalía entre las flores, como un mini acantilado de un metro de altura. Se sentaron en el extremo, Rafael con las piernas colgando sobre el prado, y se dedicaron a mirar el horizonte.

−¿Has traído algo ya escrito? –preguntó Pepita, inspeccionando con curiosidad perezosa el zurrón del bandolero, que le dejó hacer. La tinta y el papel reposaban en el fondo, envueltas aparte para amortiguar cualquier golpe.

−No −respondió él, los rizos que su pañuelo no cubría azotando el aire bajo el viento−. Si recibo un mensaje, entonces les escribiré algo. Si no, esperaremos hasta su próxima visita, que seguramente será dentro de otros dos o tres días.

Pepita se apoyó en su espalda, buscando movimiento en la lontananza.

−¿Y cuándo será seguro movernos de la cueva?

Él se volvió para mirarla.

−¿Estás a disgusto allí?

−Para nada. Pero me gustaría saber con certeza cuándo dejarán de buscarnos y seremos libres.

Rafael estiró la mano hacia atrás para tomar la suya. Apartó la mirada hablando en voz queda:

−La gente siempre dice lo contrario, pero un bandolero nunca es libre, Pepita. Deberías saberlo cuanto antes.

Ella guardó silencio, sabedora de lo mucho que le dolía al bandolero arrastrarla a su vida con todas sus consecuencias. Pero no le importaba aguantar lo que fuera; sabía dónde quería estar. Lo abrazó por detrás, dejando que él se llevara sus manos al pecho.

−Yo me siento libre contigo. Al menos esto sí lo he elegido.

Rafael se tomó su tiempo para responder, tratando de usar bien las palabras. Quería protestar, decir que en realidad Pepita había elegido entre un matrimonio miserable y él, que no había tenido tantas opciones como ella creía. Pero también intuía que sus sentimientos hacia él eran sinceros y que, por ahora, era feliz.

−¿Qué pasará si alguna vez nos falta la comida? ¿Si vuelvo al contrabando y…?

−Ya hemos hablado de esto −protestó ella en voz baja.

−Sólo quiero que sepas lo que estás eligiendo.

Ella se colocó a su lado, mirándolo con cierta irritación.

−Rafael, ya estoy mayor para tomar decisiones. Soy mi propia dueña y quiero estar contigo aunque nos llueva encima todos los días. Aunque tenga que hacer de cebo para jabalíes, si con eso consigo que comamos carne. Ya buscaremos algo.

El bandolero apartó la mirada. El día tan gris lo había puesto melancólico, o tal vez era la sensación de que lo bueno iba a acabarse pronto, que la suerte no duraba tanto para la gente como él. Y esos días y noches en la cueva con Pepita habían sido, con diferencia, lo mejor que le había pasado en mucho tiempo. Y él quería algo mejor para Pepita antes de que su intuición se cumpliera y las cosas terminaran de torcerse.

Ella le puso una mano en la rodilla. Sus bucles se sacudían libres al viento y le hacían cosquillas en el cuello a Rafael.

−¿Por qué sigues pensando en mí como en una niña que no sabe lo que quiere? ¿Es que preferirías que me marchara a otra parte? –aventuró, con un ramalazo de dolor subiéndole por las entrañas. ¿Y si Rafael se había cansado de ella demasiado rápido?

Él la tomó por el rostro, mirándola con intensidad.

−No −dijo muy despacio−. No quiero tener que separarme de ti nunca. Que eso te quede claro.

Se inclinó para besarla y ella le dejó hacer, pero entonces oyeron los primeros cencerros y balidos a lo lejos. Lo que apuntaba a ser un beso apasionado que podría dar pie a un ardiente acto amatorio se quedó en un pico.

Rafael estiró el cuello para divisar al pastor Fernando, que se acercaba con su rebaño de cabras.

−Ahí está.

−¿Estás seguro de que es alguien de fiar?

Rafael se levantó y bajó con agilidad de la roca. Ella lo siguió sujetándose las faldas para que no se engancharan entre sus zapatos y la roca, no fuera a ser que desgarrara la tela y tuviera que pasársela con el pandero al aire hasta que llegaran los Tres con más provisiones.

−Totalmente. Es un hombre muy tranquilo y lo conocemos de hace muchos años ya. Lo único que hace es llevar cartas por la sierra y no sabe leer, de modo que no hay que preocuparse −la tranquilizó el bandolero mientras saludaba de lejos al pastor y se acercaban a él−. Como sólo es un mensajero y algunos saben que los bandoleros lo protegemos, nadie suele molestarle.

−Está bien entonces −concedió ella con una sonrisa, echándose el mantón sobre la cabeza porque estaba harta de que los rizos se le metieran en la boca y no la dejaran hablar.

El pastor era un hombre ya entrado en años, con unas cejas blancas que parecían pesarle sobre los ojos con sueño. Sus andares eran parsimoniosos, con una mano a la espalda y otra en el bastón, y en la calma de sus movimientos se adivinaba su carácter, el de un hombre al que lo que más le importaba era cuidar de sus cabras y no tener que discutir nunca con nadie.

Pero, incluso a varios metros de distancia, Rafael notó que Fernando el pastor parecía algo alterado cuando intercambiaron saludos. Le hizo un gesto a Pepita para que se quedara donde estaba y se adelantó. Lo último que la joven le oyó decir fue:

−¿Está todo bien, Fernando? ¿Ha ocurrido algo…?

Un mal presentimiento le cruzó el alma cuando Rafael llegó hasta el pastor y éste meneó la cabeza, hablando con preocupación. Algo había salido mal. Rafael se puso tenso y esa expresión asesina se apoderó de su rostro, ésa que Pepita había aprendido a identificar tan bien. Lo peor llegó cuando el pastor empezó a rebuscar en sus fardos; fuera lo que fuera que le estuviese diciendo al bandolero, eran unas noticias terribles y Pepita sintió pavor al pensar que algo les había ocurrido a los Tres.

A Rafael le temblaban las manos cuando recibió el papel arrugado, escrito con letra muy pequeña, y lo desplegó para leer el mensaje. Pepita empezó a caminar hacia ellos, aterrada al ver cómo Rafael se iba poniendo cada vez más pálido ante la mirada mortificada del pastor.

−Dios mío, ¿qué ocurre?

El papel crujía bajo las manos crispadas de Rafael, que parecía a punto de prender fuego a las letras con la mirada. Entonces, igual que un gatillo, todo su cuerpo se disparó cuan largo era. Lanzó su zurrón al suelo y, frenético, buscó la tinta y el papel. Apretando los dientes, garabateó algo con letra temblorosa, lo firmó y sacudió el papel para que se secara lo más rápido posible, sin dejar de soltar maldiciones a voz en grito.

−¡Joder! ¡Hijo de la gran puta! ¡Lo voy a matar! ¡Juro que lo voy a matar y voy a arrastrar su cuerpo y el de esos cabrones por toda la sierra! ¡JODER!

Pepita empezó a tiritar, notando que el color le huía del rostro. Algo realmente horrible debía haber pasado; jamás había visto a Rafael tan mortalmente furioso y asustado. El bandolero le dio la nueva carta al pastor, seguida de una moneda que éste se negó a aceptar. Luego, sin mediar más palabra, giró sobre sus talones y agarró a Pepita del codo, echando a correr hacia el caballo, que había alzado las orejas al detectar el peligro en su dueño incluso a esa distancia.

Pepita corrió casi sin aliento por el prado. A Rafael se lo llevaban los demonios, estaba blanco y le temblaba la mandíbula. Parecía estar sufriendo uno de sus ataques, con una vena a punto de estallarle en la frente.

−¡Rafael, dime qué pasa! ¿Son los Tres? ¿El Rajabocas les ha hecho algo?

−Algunos de su banda han abordado a Fernando a mitad de camino. Sabían que lo encontrarían allí.

Subieron atropelladamente al caballo. El bandolero se sentó delante de ella y le pasó la nota que tanto pánico le había causado. Mientras Pepita la desdoblaba, Rafael agarró las riendas con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron sin sangre y, con un rugido, azuzó al equino, que salió al galope.

−El Rajabocas le ha dejado esto para mí.

La nota decía así:

“A Rafael el Mulato, o como sea que te digan ahora:

Nos hemos llevado un trofeo como regalo cuando nadie miraba. Ahora te propongo un trueque; ven a la ermita en ruinas (tú sabes cuál) antes de medianoche, y podrás darnos a la novia fugada.

A cambio, nosotros te daremos a Juanita.

Pero no puedo prometer nada a menos que vengas solo, sin tus amiguitos ni nadie más que la moza. Nada de armas, nada de trucos. Tú ven, danos a la tal Pepita y podrás marcharte con tu hermana, que por cierto es muy guapa, juntitos a casa. Y algún día ajustaremos cuentas.

Pero no es mal trato, ¿verdad? Rezaré por Juanita y porque tomes la decisión más sensata. Si para esa hora no apareces con lo acordado, ya no seré responsable de ella.

Mis hombres tienen hambre y se aburren fácilmente; y la sierra es vasta y llena de precipicios. Date prisa, Rafael. Tenemos que hacer un intercambio justo.

Tu amigo el Rajabocas, que te estima.”

El sonido de los cascos del caballo y el viento quedaron ahogados en la mente de Pepita mientras un frío absoluto le llenaba las entrañas. Le costó reunir un hilo de voz para preguntar:

−Dios mío, Juanita… ¿Y ahora qué?

−Te dejaré en un lugar seguro e iré a por ella. Y los mataré a todos.

Pepita intentó volverse para mirarlo, pero el caballo iba tan rápido que temía caerse si hacía algún movimiento brusco.

−¡¿Qué?! ¿Estás loco? ¡No vas a ir allí solo, es una trampa y lo sabes!

El bandolero no respondió. Barajaba las ideas en su mente a toda velocidad.

La ermita quedaba al borde de un risco, a más o menos la misma distancia de donde estaban ellos que de la parte oeste de Pajeras. En algún punto entre la cueva y el pueblo se encontrarían los Franciscos, de haberse ceñido al plan que comentaran el día anterior. El pastor era lento, pero la casa de su hijo no quedaba lejos, y si éste se encontraba allí cuando llegara, tomaba la carta y la llevaba sin tardanza hasta Pajeras en busca de los Tres…

No, no llegarían a tiempo. No podía esperarlos para ir al encuentro del Rajabocas a la ermita; no recibirían su mensaje hasta bien entrada la tarde y, si se mantenían en movimiento, tal vez el mensajero no pudiera encontrarlos hasta al menos el día siguiente.

Demasiado tarde… estaba solo. No tenía más que ese día hasta medianoche, y no podía permitirse el lujo de esperar sin hacer nada mientras Juanita estaba en manos de esos hijos de la gran puta. ¿Habrían cogido al bebé también? No, se lo habrían dicho. El Rajabocas no era de los que omitían detalles dolorosos. Se imaginó el miedo de su familia cuando notaran la ausencia de Juanita.

Saber que ahora estaba en esa situación sólo por ser su hermana lo estaba destruyendo. El Rajabocas había contado con eso; siempre había sabido dónde golpear para hacer más daño.

Los mataría a todos aunque se lo llevaran por delante.

Pepita insistió, tratando de hacerse oír por encima del zumbido de sus oídos y el martilleo de sus corazones:

−¡Te matarán, Rafael! ¡No puedes ir allí! ¡No te dejaré hacerlo! ¡Sabes que tengo razón!

Entonces él aminoró la velocidad del caballo hasta que el galope se tornó en trote. Un millar de ideas se agolpaban en su mente, creando una cacofonía de pensamientos confusos, de caminos cortados y medidas desesperadas que no podía permitirse porque el tiempo corría en su contra y la de su hermana.

−¿Y qué hago entonces? –rugió él–. No tengo tiempo de reunir refuerzos. Les he enviado un mensaje a los Tres para que sepan lo ocurrido, pero ni siquiera sé cuándo lo van a recibir, ni dónde están.

Se detuvieron. El Mulato jadeó con los hombros hundidos y la furia de una bestia sacudiendo su alma. Se frotó con rabia el lugar donde la herida de bala pulsaba bajo la tela.

−No puedes ir allí, sabes que acabarán contigo… A quien quieren es a mí −repitió Pepita, trémula−. Dime dónde es e iré sola, haré el cambio con Juanita y tú estarás a salvo.

−No puedo…

Pepita lo hizo volverse y le tomó el rostro con una mano helada. Rafael se había quedado quieto como una estatua.

−No voy a entregarte a ellos.

−A mí no me harán daño; tienen que devolverme a mi tía para seguir con esta farsa que planearon para mí.– Las lágrimas enturbiaron su visión. – Pero Juanita… ella es tu hermana.

−No… No me pidas eso. No lo haré.

Rafael la estrechó en su brazo bueno con una fuerza desmedida; podía notar los músculos temblando como cuerdas tensas bajo la ropa, amenazando con descolocar los huesos de la joven. Pepita rompió a llorar.

De modo que aquí era donde acababa todo. Ahora y entonces, aquí residía su valor para solucionar las vidas de los demás. Su tía, Don Antonio, el Rajabocas, Rafael y su hermana. Su práctica con el trabuco y la navaja sólo habían sido una bonita ilusión para hacerla creer que tenía algún tipo de control sobre el resto de su vida.

−Es la única forma en que podré salvaros a todos, Rafael… siendo una moneda de cambio.

−Cállate −masculló él, enterrado en su cuello.

−Es hora de devolverte cuanto has hecho por mí. No van a tenerte, no mientras yo pueda evitarlo…− Se le quebró la voz y abrazó como pudo al bandolero, deseando poder detener el tiempo y quedarse allí para siempre.

−Por encima de mi cadáver.

−De eso se trata. No más muertes. Te devolveré a Juanita sana y salva a costa de lo que sea. No me importa que me obliguen a casarme, no me importa nada de lo que pueda hacerme mi tía y sus sabuesos mientras tú sigas con vida.

−No −ladró Rafael, agarrando las riendas del caballo para salir a galope de nuevo.

Pepita lo detuvo con un grito.

−¡Escúchame por una vez! Puede que ya no nos queden más opciones, que estemos solos en mitad de la sierra y que al final todo esto fuera sólo una tregua frágil entre nosotros y nuestro destino… Pero Rafael, los días que hemos pasado en esa cueva han sido los más felices de mi vida, y nadie podrá quitarme eso. Aunque después me encierren, sabré que una vez fui libre contigo, y guardaré eso en mi corazón, reuniendo fuerzas hasta que llegue el día en que pueda escapar y volver contigo de una forma u otra.

El bandolero rechinó los dientes, pero Pepita siguió hablando, anegada en lágrimas de rabia, esta vez sin importarle que él la viera, sin preocuparse de si parecía un tomate, o un pimiento, o lo que fuera que dijera esa monja loca del nabo que ya no era más que un recuerdo borroso.

−Te encontraré y, si me quieres entonces igual que ahora, ya nada podrá separarnos. Pero si hoy vas solo y te ocurre algo, entonces todo terminará aquí. No puedes hacerme eso. No puedo perderte, Rafael.

El fuego en la mirada del bandolero podría haber desatado un incendio forestal en ese momento. Pepita abrió la boca para decirle que lo amaba demasiado y que si él moría, a ella no le quedaría nada por lo que luchar en su cautiverio. Rafael debía sentir lo mismo; sus ojos hablaban por sí mismos, y realmente ya no importaba tanto lo que pudieran decir. Las palabras no salvarían a Juanita, no borrarían la amenaza que se cernía sobre ellos, destrozando la ilusión frágil de paz que se habían creado.

Ahora sabía cómo proteger a Rafael, y el sacrificio palidecía en comparación con la idea de perderlo a manos de un loco sanguinario. Tenían la solución justo delante, clara como el agua… pero ¿por qué Rafael no daba su brazo a torcer?

Un sacudir de riendas, un grito viril y el caballo arrancó al galope cuesta arriba. Pepita se aferró a la silla para no volcar; no estaban siguiendo el camino que llevaba a la cueva. ¿Adónde iban entonces?

−La cueva ya no es segura; podrían haberla encontrado igual que han hecho con Fernando −gruñó Rafael.

−¿Adónde vamos entonces?

−Adonde esos cabrones quieren; la ermita. Pero no van a tenerte. No mientras yo respire.

De nada sirvieron las súplicas de Pepita, ahogadas en el viento bajo el cielo plomizo que parecía querer aplastarlos como a hormigas insignificantes. Y eso eran, pensó la joven. Pequeñas criaturas que se habían atrevido a soñar en una tierra salvaje y cruel, desafiando a los hados. Al final había encontrado lo que había buscado toda su vida: el verdadero amor. Y había tomado cuanto era posible, robando pedazos de felicidad junto a Rafael.

Pero el tiempo se les terminaba, los últimos granos caían demasiado rápido en el reloj de arena. Se pegó al calor del pecho del bandolero, sabiendo que, muy probablemente, ésa sería la última vez que podría tenerlo tan cerca.

Cabalgaron durante horas sin apenas detenerse salvo por el bien del caballo. Nada de lo que dijera Pepita tuvo efecto; el bandolero se había cerrado sobre sí mismo y no daba explicaciones ni cedía lo más mínimo. Hasta que, cuando el sol empezaba a descender, aminoraron la marcha sobre una loma cubierta de árboles donde el viento soplaba con un silbido incansable.

La vegetación áspera se espaciaba varias decenas de metros más allá, hasta dar a una explanada que terminaba en una red de acantilados traicioneros, dando la impresión de que un gigante se había ensañado a hachazos y puñaladas con la tierra. Y en medio de todo eso, Pepita divisó, muy lejos, una tenue mancha grisácea.

De haber tenido un catalejo o similar, habría visto con mayor claridad la nave de la capilla, un esqueleto vacío hacía mucho tiempo, en el que las aves migratorias y las alimañas habían hecho sus nidos, también abandonándolo ellos después. Al techo le faltaban trozos aquí y allá, y las vigas asomaban entre las tejas flojas como las costillas de un cadáver a medio rapiñar; la argamasa menguaba entre las rocas que mantenían los muros en pie, y resultaba un milagro que el rosetón de la pared principal se mantuviera intacto salvo por algunos cristales perdidos hacía mucho, mucho tiempo. En su día, bajo el rosetón había habido un portal techado, pero éste también se había venido abajo, sepultando la entrada frontal y creando una triste rampa de escombros custodiada por los restos de un par de columnas. El interior era oscuridad punzada por la luz gris del día, imposible de ver desde la lejanía. Pero Rafael y Pepita sabían quién les esperaba allí dentro.

La joven creyó morir por el dolor que había anidado en su pecho. Rafael desmontó y le entregó las riendas del caballo. Pepita ignoró este gesto y bajó también, adelantándolo. Él la detuvo, sujetándola del brazo.

−¿Adónde crees que vas?

−Voy a entrar en esas ruinas y devolverte a tu hermana. Te lo he explicado todo −replicó ella, tratando de aparentar una valentía que no sentía en absoluto. Le temblaban las piernas y hacía ya un buen rato que las lágrimas se le habían congelado, siendo ahora incapaz de derramar una sola más.

−De ninguna manera.– Rafael la obligó a coger otra vez las riendas del caballo.– Tú te quedas aquí.

−No pienso dejar que…

El bandolero la interrumpió con un gesto enérgico.

−¡Aún estás herido!

−Escúchame y presta atención. Lo haremos a mi manera y no hay más que hablar. Tú te quedarás aquí con el caballo, pendiente de ese sitio.– Señaló a la mancha gris.– Tardaré unos minutos en llegar a pie. Mi plan inicial es llegar a escondidas y tratar de averiguar dónde tienen exactamente a Juanita y cuántos son. Desde aquí tienes una visión privilegiada del lugar; tú vigilarás mis movimientos y así podrás hacerte una idea de qué ocurre.

−¿No piensas llevarme contigo? ¿Entonces qué harás si te descubren? No me tienes para hacer el trato. Esto no tiene sentido, es una locura…

−Intentaré que no me encuentren.

−De acuerdo, ves a Juanita, ellos no te ven a ti. ¿Qué hacemos después?

Rafael se mordió el carrillo, caminando de un lado para otro. Intentaba mantener la calma, pero sus gestos lo traicionaban y Pepita sintió el miedo tornarse en pánico cuando tuvo claro, esta vez sí, que el plan hacía aguas por todas partes.

−Me las arreglo para sacarla de allí y salir corriendo. Entonces… entonces volvemos hasta aquí, contigo.

−¿Por qué tengo que quedarme tan lejos? Os verán correr a campo abierto y os seguirán, y si tienen caballos os alcanzarán fácilmente.

−Déjame pensar, yo sé lo que hago.

−Es una estupidez, estás luchando contra lo inevitable. ¡Maldita sea, Rafael, déjame ir a mí! Te enviaré a Juanita y tú podrás recogerla con el caballo y huir a toda velocidad antes de que puedan seguiros.

Rafael se volvió hacia ella con el rostro ensombrecido.

−Ése es el plan. Yo mandaré a Juanita contigo mientras los distraigo. Les convenceré de que tú estás en la dirección opuesta o de que te he mandado lejos, los engañaré de alguna manera. Pero tú estarás aquí, viéndolo todo, y cuando divises a Juanita, tendrás que recogerla, montaros las dos en el caballo y galopar lo más rápido que sepas de vuelta a Pajeras. ¿Recuerdas el camino?

Pepita guardó silencio, haciendo memoria.

−Creo que sé cómo llegar al prado desde aquí, y después a la cueva. Pero cuando huimos de Pajeras era de noche y no recuerdo…

Él la sujetó por los hombros y la estrechó, tratando de insuflarle seguridad:

−Es más que suficiente. Tú sólo baja, sigue bajando con cuidado de no ser vista y tarde o temprano, después de poco más de una hora, llegarás a las cercanías del pueblo. Una vez allí, sigue las indicaciones de Juanita. Ella os llevará con su familia y podréis fortificaros. El Rajabocas no se atreverá a atacar un hogar con todo el mundo sabiendo que viene.

Pepita trató de asimilarlo todo con sumo cuidado. Finalmente, tragó saliva y elevó los ojos hacia Rafael.

−No quiero que vayas ahí. No pienso dejarte solo con ellos. No tendrás una posibilidad si… si deciden…

Sus palabras quedaron ahogadas por un furioso abrazo del bandolero, que la estrechó contra su pecho de acero. Pepita gimió y enterró las manos bajo su chaqueta, intentando fusionarlo consigo, enterrarlo en ella de cualquier forma con tal de protegerlo y evitar que se lanzara a esa misión suicida. Él habló en su oído, inspirando el aroma de su cabello negro:

−Todo saldrá bien, Pepita. Conozco estos lares. Conseguiré distraerlos de cualquier manera y liberar a mi hermana sin que nadie se entere. Ya he hecho esto otras veces cuando los Franciscos se han visto en problemas; no es algo nuevo.

−No te creo. Esto es de locos.

−Te lo juro por lo más sagrado. Por mi hermana. Por los Tres…−. Se separó de ella lo justo para alzarle el mentón y mirarla a los ojos fijamente.– Te lo juro por todo lo que hemos vivido juntos.

Ella ahogó un sollozo.

−Volveremos los dos contigo, y nos marcharemos antes de que puedan preguntarse qué demonios ha ocurrido. ¿De acuerdo? ¿Estarás aquí, esperándome y atenta a todo lo que ocurra? Necesito que me obedezcas en esto; sólo tú puedes cumplir esta parte del plan.

Pepita suspiró, intuyendo que en realidad nada era tan seguro, que Rafael sólo intentaba hacer que se concentrara en una tarea para impedir que lo siguiera, aún a costa de su propia seguridad. Pero no tenían un plan mejor. Estaban solos, acorralados y con el tiempo en contra.

−Si algo te sucede, jamás me lo perdonaré −susurró Rafael, sujetándole el rostro−. Prométeme que te quedarás aquí vigilando, y que a la primera señal de que algo se ha torcido huirás. Prométemelo.

Todo estaba ocurriendo demasiado deprisa. Pepita se sentía como si luchara a manotazos contra una inundación que se lo llevaba todo por delante; impotente, lenta, torpe. Pero él la miraba y sabía que Rafael seguiría adelante con el plan, tanto si ella daba su consentimiento como si no.

Con un gemido, asintió. Rafael la abrazó suspirando; luego la volvió a tomar por el rostro y la besó con una pasión feroz. Fue un beso largo, ardiente y que la dejó con los labios hinchados y un dolor placentero, y como todo en esos momentos, terminó demasiado pronto.

El bandolero sacó una de sus navajas y se la dio; luego comprobó sus armas y se dio la vuelta para marcharse. Pepita se echó a temblar y habló de pronto.

−Te quiero, Rafael.

Ya estaba. Ya se lo había dicho. Debería haberlo hecho antes, mientras hacían el amor en la cueva, mientras se bañaban, comían y pasaban el rato juntos. Ahora, su declaración parecía también una despedida. El bandolero se volvió hacia ella, pero más que sorprendido, la calidez irresistible de su media sonrisa daba a entender que él ya lo sabía, que siempre lo había sabido, pero que lo complacía muchísimo oírselo decir en voz alta.

Fue hacia ella y la besó de nuevo, esta vez con una dulzura inesperada. Pepita lo agarró por los hombros, tratando de retenerlo, pero sabía que era inútil. Cuando Rafael se separó de ella, le acarició la mejilla y susurró:

−Yo también te quiero, Pepita.

Mientras ella se sentía desfallecer, el bandolero echó a andar terraplén abajo, deslizándose entre las sombras difusas del follaje. Dándole la espalda, añadió:

−Por eso no dejaré que te tengan.

Con las lágrimas rodando en silencio por su cara, Pepita lo observó volverse cada vez más pequeño, hasta que dejó de oír sus pasos y su figura no fue más que un punto oscuro en el paisaje. Agarró las riendas del caballo, se mordió los labios y soltó un gemido de dolor, profundo y como de criatura herida.

“Dios, si estás ahí y me has perdonado por lo de la procesión, te lo suplico, cuida de él. Es el hombre al que amo. Haz lo que sea necesario para mantenerlo a salvo.”