17
−¿Unas últimas palabras antes de rodar como un tonelillo? –gorjeó el Rajabocas, paseándose entre Rafael y Pepita. Como ninguno le daba el gusto de responder, siguió−: ¿Nada? ¿Ni una maldición, ni una despedida?
Se colocó tras la joven y le levantó unos cuantos bucles de forma juguetona.
−Vamos, contadnos ya que estáis. ¿Dónde os habíais escondido? ¿Era un sitio bonito? Era…− Pegó la boca al oído de Pepita.− ¿…íntimo? ¿Por qué tomarse tantas molestias por esta muchacha? No sé, Rafael, no me parece nada del otro mundo.
Pepita apartó el rostro con una mueca de repugnancia. El Rajabocas hizo ademán de apartarle la tela del hombro para comprobar qué había debajo, lo cual enfureció aún más al Mulato. La Rosario soltó un bufido despectivo.
Nadie se atrevía a interrumpir el momento de gloria del Rajabocas, nadie salvo Tomasa, que expulsó aire pesadamente por la nariz, dando a entender que ella había venido con una misión en mente y no a entretenerse en numeritos innecesarios.
−Va, Rafael, que me estás aburriendo, di algo coño. Me estás empezando a cabrear.
El Mulato mantuvo los labios apretados en una línea sanguinolenta. Las cuerdas crujían sobre su piel, demasiado apretadas para que pudiera escurrirse.
−Venga, yo te doy un empujoncito. No en sentido literal, ése vendrá luego. Hijo, es que después de tantos años sin verte y que no me digas ni un “hola”, ni un discursito vengativo, nada…−continuó el Rajabocas, caminando entre ellos como espantando moscas−. ¿Después de lo que hice? ¿O fuiste tú, Rosario?
El villano y su mujer compartieron una mirada cómplice. El Rajabocas hizo un gesto como de apuntar y disparar, y ella sonrió entre dientes, echando una vaharada de humo. Luego, el líder se volvió hacia Rafael encogiéndose de hombros.
−A saber de quién es el mérito. Los dos disparamos a la vez.
Congelada, Pepita vio cómo Rafael entraba en uno de sus frenesíes y la mirada se le transformaba en una máscara asesina.
“Perico” pensó Pepita. “Están hablando de su muerte. ¿Cómo puede alguien ser tan cruel?”
Tarareando por lo bajo, el Rajabocas se colocó tras ella y la obligó a estirarse jalándola del pelo. La joven ahogó un grito de dolor.
La paciencia del criminal se estaba agotando a ojos vista; por qué era tan importante para él oír suplicar a Rafael, nadie lo sabía. Tal vez llevaba años imaginando su glorioso reencuentro, plagado de fanfarrias y justicia poética. Quizás había planeado tener un público más extenso ante el que humillar al que lo había dejado casi sin banda hacía años. O tal vez sólo era un sádico que adoraba tener poder sobre los que alguna vez habían representado una amenaza para él, y Rafael no le parecía aún lo bastante aterrorizado como para darse por satisfecho.
Puede que el Mulato supiera esto. El Rajabocas sabía que sólo podría matar a Rafael una vez, y ese momento tenía que ser perfecto. Tenía que oírlo gritar y rabiar para saber que lo había hecho bien y luego recordar esa maravillosa ejecución en los años venideros. Por eso, cuanto más aguantara sin dar el brazo a torcer, más tardaría el Rajabocas en matarlo, y más tiempo tendría para pensar en sus opciones.
Casi al instante, Pepita supo que ella sería el instrumento de tortura de Rafael. Como para corroborarlo, el Rajabocas sacó una navaja enorme y agarró a Pepita, poniéndosela en la cara.
−Vamos a hacerlo así, Mulato.
Al oír el sonido que vino a continuación, como un entrechocar de piedras, todos creyeron que se trataba de un trueno. Pero era la giganta, que había dado un paso adelante con un gruñido de advertencia. El Rajabocas la miró de refilón, muy contrariado porque alguien se hubiera atrevido a cuestionar su autoridad, aunque ese alguien tuviera el peso y la estatura de un carruaje.
−Sosiega, mujer –advirtió, arrastrando las sílabas en un tono muy amenazador.
Luego volvió a centrarse en la pareja atada, acariciando la boca de Pepita con el filo helado.
−Es una pena que te quieran con la cara intacta, chiquilla. Así me reducís las posibilidades, con lo que me gusta hacer honor a mi nombre. Los apodos son como los votos de fe; si no los reafirmas cada poco tiempo, dejan de tener valor.
Con pericia, replegó la navaja y se la guardó. Todo el mundo aguardaba en silencio, e incluso Tomasa parecía más tranquila al ver que el Rajabocas reculaba en su decisión.
−Muy bien, nada de rajar al personal −concedió. Luego tamborileó con el pie, mesándose el bigote.
Pasaron varios segundos eternos, durante los cuales Pepita se mordió la lengua para no alterar más a Rafael.
−Pero intuyo que tú ya te has encargado de joder una parte de la mercancía, y por eso la señorita ha bajado su valor. Una pena.
La Rosario ahogó una protesta; luego pareció pensárselo mejor y, mohína, apartó la vista. Entonces el Rajabocas empujó a Pepita de bruces contra el suelo de una patada y se agachó tras ella, haciendo ademán de levantarle las faldas.
−O tal vez no. Porque lo que ya está roto, no se puede volver a romper, ¿verdad? ¡Vamos a comprobarlo!
Al oír el primer desgarrón, Pepita gritó y la reacción de Rafael fue instantánea. Intentó levantarse y correr hacia ellos, pero las cuerdas lo impidieron y acabó gritando desde el suelo:
−¡SUÉLTALA, MAMÓN!
El Rajabocas asomó tras el hombro de la joven, como si la abrazara, y sonrió de oreja a oreja. El brillo infantil había vuelto a sus ojos y sus hoyuelos parecían más joviales que nunca.
−¿Cómo dices? No te oigo…
Se cortó de pronto y algo tiró de él hacia atrás. El líder se volvió a mitad de camino, desenvainando la navaja medio colgado en el aire, y gruñó al encontrarse cara a cara con la mujer gigante.
−¿Y a ti qué te pasa, burra cansada?
−Intacta −fue toda la explicación de Tomasa, tirándolo como si fuera un saco viejo.
El Rajabocas aterrizó de culo con un grito indignado.
Los bandoleros aguantaron la respiración, y por un momento lo único que se oyó en el prado fue el aullido del viento y el crujir de las vigas antiguas. Con cautela, asomaron las primeras navajas mientras las filas se cerraban en torno a Tomasa. La mujer miró de refilón el panorama, cerrando los puños en torno a sus armas, consciente de que la tregua se había terminado.
La cuchilla del Rajabocas ya brillaba desnuda antes de que terminara de levantarse. El golpe lo había despeinado, sacándole varios mechones del pañuelo que ahora se balanceaban sin control sobre su rostro sudoroso.
−Acabas de cargártela, cacho carne con ojos.
Pese a ser un asesino, ladrón y posiblemente violador de la peor calaña, había que reconocerle un único mérito al Rajabocas, y es que fue el primer hombre sobre la faz de la Tierra en arrojarse sin dudarlo un segundo sobre el monstruo que era la Tomasa. Con una agilidad pasmosa, se impulsó de un salto desde su pierna y la trepó hasta llegar al hombro.
La mujer intentó quitárselo de encima girando a gran velocidad. El resto de la banda se abalanzó sobre ella como un enjambre de avispas atacando a un buey.
No habría un momento mejor que éste para desaparecer. O lo habría sido, de no ser por las cuerdas que no cedían.
−¡Pepita!– Rafael se arrastró como pudo hacia ella, que también intentó recortar la distancia entre ellos avanzando con las rodillas. Sólo unos metros los separaban.
−Ya casi estoy… aguanta…
−Lo siento, Rafael. No podía soportar quedarme allí mientras te daban una paliza.
−No perdamos tiempo con eso ahora. Tenemos que desatarnos ya.
Una figura femenina se interpuso entre ellos cuando ya casi se tocaban, derribando a Pepita de una patada. Cuando logró recuperarse del aturdimiento, la joven rodó para descubrir a la Rosario, que se acuclillaba junto a ella cuchillo en mano.
−Tendríais que ver la pinta que tenéis desde fuera correteando con las rodillas. Es una lástima que todo el mundo esté tan ocupado.
Agarró la tersa piel del cuello de Pepita, retorciéndola en un pellizco que la hizo ver las estrellas.
−Tanto follón por una guiri. ¿Tan desesperado estás, Rafael?
Éste intentó embestirla de cabeza, pero la Rosario lo esquivó sin esfuerzo. Pepita jadeó, con un cardenal extendiéndosele bajo la mandíbula:
−¿Por qué estás con alguien como el Rajabocas? ¿Qué ganas haciendo algo tan horrible? Ayúdanos a desatarnos y te sacaremos de aquí. No tienes por qué seguir aguantándole.
La Rosario la miró detenidamente y, justo cuando Pepita creía que había conseguido desarmarla, soltó una pedorreta seguida de una risa ronca de lo más contagiosa.
−Ni lo intentes. Son los dos tal para cual −gruñó el bandolero.
−No finjas que me sigues odiando, Rafael. Me quisiste demasiado en su día. ¿No lo sabes, niña? Hubo un tiempo en que tu bandolero no podía mantener las manos apartadas de mí. ¿No te lo ha contado?
Sin poder aguantarse, Pepita escupió:
−Claro que me ha hablado de ti. Me ha contado que cuando te quitabas la ropa interior y la tirabas contra una pared, se quedaba pegada, so cerda.
La Rosario se quedó tan parada como si le hubiera dado un aire. Entonces Pepita comprendió que seguramente había echado por tierra unos valiosísimos minutos de vida; la Rosario sacudió la melena rubia y alzó el cuchillo.
−Dirán lo que quieran, pero a mí me vales más muerta, perra gorda.
Pepita habría acabado sin nariz de no ser por su habilidad para hacer la croqueta maniatada. El filo rechinó a pocos centímetros de su cara y la Rosario gruñó, preparándose para un segundo ataque que, esta vez sí, sería imposible de evitar.
−¡Pepita, no! –gritó el bandolero, sin poder defenderla.
Entre el escándalo de trabucos, gritos y golpes, se oyó un disparo muy de cerca y el cuchillo de la Rosario se resbaló de sus dedos. Con una mueca de sorpresa, la bandolera cayó de rodillas llevándose la mano al pecho.
Pepita aún estaba convencida de que tenía un cuchillo clavado entre los ojos, por lo que la extrañó mucho ver la sangre salir a borbotones de la camisa de la Rosario.
A sus espaldas, Cisco aún sostenía el trabuco humeante. A pocos metros, Francisco se batía en duelo de navajas con otro bandolero y Paco esquivaba por los pelos un disparo extraviado.
−Lo siento Rafael, no hemos podido actuar antes…−jadeó Cisco.
La Rosario se volvió a duras penas para descubrir a su tirador. Cuando descubrió al bandolero, su fastidio fue tan evidente que se las arregló para decir, escupiendo sangre:
−Pero qué feo has sido siempre, coño…
Y cayó sobre Pepita, sacándole el poco aire que le quedaba en los pulmones. La joven tardó un momento en darse cuenta de que seguía viva y que tenía a alguien muriéndose sobre ella. Luchó por no ponerse histérica.
−Quitádmela, por favor… Quitádmela.
Paco llegó adonde ellos y empezó a cortar sus ataduras mientras Cisco vigilaba.
−Gracias a Dios que habéis aparecido.− Rafael se frotó las muñecas y usó su propia cuchilla para liberarse los pies.
−Ya nos las darás luego. El bicho con faldas ése se ha cargado solo a unos cuantos, pero aún quedan demasiados.
Pepita miró al lugar donde transcurría la pelea; contó al menos cinco cuerpos entre cadáveres y malheridos. Tanta violencia hizo que se sintiera alejada de la escena y con unas crecientes ganas de vomitar.
Tomasa la Destructora, o lo que quedaba de ella, yacía boca abajo en la hierba cada vez más roja. El Rajabocas estaba a horcajadas sobre sus espaldas, la viva imagen del descontrol; tenía la ropa destrozada y su pelo era una maraña negra y desordenada que parecía flotar cada vez que hundía un navajazo en la carne, una y otra y otra vez, sin dejar de gritar.
La joven tuvo que apartar la vista. Si no controlaba los escalofríos que la asolaban, intuía que entraría en un estado que no ayudaría en nada a los demás.
−¡Muérete! ¡Muérete! ¡Muérete! –gritaba el Rajabocas, que finalmente desclavó la navaja y trastabilló lejos del cuerpo, jadeando como un animal.
Alguien tiró de Pepita hasta ponerla en pie, y reconoció los brazos de Rafael rodeándola.
−Vámonos de aquí.
Pero nada sería tan fácil; aún quedaba en pie un total de siete hombres completamente armados que los apuntaban con todo cuanto tenían a mano; cuchillas, hachuelas y cañones.
El Rajabocas hizo bailar la cuchilla en sus manos.
−Vaya, vaya. Y sigue cayendo gente a la verbena, oiga.
−Se acabó, hijoputa. Estáis hechos un desastre −rumió Paco, que cojeaba resollando. El muslo le sangraba.
Francisco había encontrado a un rival particularmente dotado para el combate a cuchillo y ahora se veía obligado a retroceder. Rafael se detuvo para limpiarse la sangre de la nariz porque apenas podía respirar y justo entonces el Rajabocas se arrojó sobre Pepita, tirando de ella hacia atrás por el pelo.
−¡Te tengo!
El cañón tibio de un trabuco se le apretaba contra la sien.
−No sé yo, ¿eh? A mí me da que tenéis los minutos contados. Porque ¡mirad lo que tengo! ¿Qué os parece?− resolló el Rajabocas, sabiendo que Pepita no se atrevería a revolverse, so pena de acabar muerta de un disparo.
Rafael dio un paso adelante, pero el criminal apretó aún más el arma y Pepita se mordió la lengua para no darle el gusto de oírla gritar. En esos instantes el Mulato era pura energía homicida concentrada.
−Suéltala ahora mismo.
El Rajabocas retrocedió con Pepita hasta quedar dentro de lo que había sido el suelo de la ermita. Sus bandoleros acorralaron a Rafael y a los Tres, apuntándolos con todo cuanto tenían a mano.
−¿A alguien le quedan balas? –murmuró Cisco.
−Me parece que no −respondió Paco en su oreja.
–Estamos jodidos.
–Mira tú, por una vez estamos de acuerdo, Rafaelito −dijo el Rajabocas–. Pero a mí me viene muy bien, porque voy a cobrar esa puñetera recompensa de una puta vez…
Pepita, luchando contra la levedad que se iba apoderando de su mente, miró hacia arriba, a los restos vidriados del rosetón que se alzaba sobre ellos. Sus tacones repiqueteaban contra las baldosas del suelo, entre las que brotaban hierba mortecina y dientes de león.
Se quedó como encantada, recorriendo con la mirada lo que había sido la nave. Aún había restos de bancos destrozados; repentinamente lúcida, distinguió las lenguas negras en la pared, y supo que había sido un incendio lo que había echado abajo ese lugar hacía mucho tiempo.
Pero allí al fondo quedaba, casi en las sombras, el altar con su ambón, coronado por las rendijas que en su día fueran vidrieras.
Su mente atacada viajó en el tiempo y creyó escuchar los coros y rezos que habrían resonado entre esos muros. Y cuanta más conciencia volvía a cobrar del cañón que le hacía moratones en la sien y del olor a sangre caliente del Rajabocas, más se le desviaban las pupilas, hasta que pudo ver ambos extremos del edificio sin tener que volver el cuello.
−Pepita…−oyó decir a Rafael.
El viento soplaba más furioso que nunca bajo el cielo gris. Como haciendo eco de la masacre que aún no había terminado, el grito se iba haciendo más y más fuerte hasta cobrar tintes casi humanos.
Pepita sabía que no funcionaría. Lo había intentado con las cruces y basándose en que estaban en una ermita. Pero no era suficiente; hacía demasiado tiempo que ese lugar había dejado de tener el poder de desatar al monstruo pagano que llevaba dentro.
–Os habéis cargado a Rosario −dijo el Rajabocas−. Ésa me la vais a pagar… y da igual cuánto me lo pida el cuerpo, no va a ser rápido. Tirad las armas ahora mismo, todas.
Los Tres y Rafael no dudaron; tal vez el Rajabocas quisiera cobrar la recompensa por entregar a la chica, pero después de dar rienda suelta a su locura, ahora era impredecible. Tras semejante fiasco y tantas muertes entre sus aliados, parecía tan deseoso de llevarse por delante a Pepita como al resto.
−Así me gusta −resopló cuando éstos depusieron las armas y alzaron las manos muy despacio−. Ahora, arrodillaos. ¡He dicho que os arrodilléis o le vuelo la sesera, que me da lo mismo!
“Se ha acabado” pensó la joven, sufriendo unas convulsiones que obligaron al Rajabocas a sujetarla con más fuerza. “Vamos a morir todos por mi culpa. Paco, Cisco, Francisco…”
Levantó la mirada y sus ojos bizcos se encontraron con los de Rafael, que era la viva imagen de la desesperación.
−Me habría gustado que nuestro tiempo fuera más largo −gimió.
Tal confesión hizo reír al Rajabocas, y su risa brotó como un ladrido chirriante que hizo encogerse hasta a sus más fieles seguidores. El Rajabocas estaba ebrio de victoria; había matado y rematado al ser humano más fuerte que había encontrado a lo largo de su vida, había reafirmado ante sus hombres que seguía siendo un rey temible y, encima, las otras tres personas que más disgustos le habían dado después de Rafael habían acabado allí, a su merced, sin que él tuviera que esforzarse lo más mínimo.
–¿Por dónde íbamos? Ah, sí… Ya que os tengo a todos juntitos aquí en amor y compaña, tenemos que hacerlo bien. Pero va a ser rápido, muy rápido. Tú, sácame la biblia.
Un bandolero obedeció y se la abrió frente a los ojos. El Rajabocas, que tenía las manos ocupadas, le dio indicaciones hasta que llegó a la página que él quería.
−Aaaah… perfecto.
“¿En serio? ¿En serio nos va a leer ahora un salmo? ¡¡Está completamente loco!!” Pepita captó los renglones por el rabillo del ojo, sacudiéndose cada vez más hasta que parecía estar sufriendo un brote de epilepsia.
−Estate quieta, coño. Veamos…
Cisco intentó murmurar algo, pero a orden del Rajabocas, uno de los bandoleros que le dio tal puñetazo que le sacó un diente, dejándolo aturdido.
No tendrían ninguna posibilidad. Relamiéndose, el Rajabocas se aclaró la garganta y empezó a declamar:
−“¡Señor, que venga de ti mi sentencia,
Pues tú sabes lo que es justo!
Mis enemigos han seguido de cerca mis pasos
Esperando el momento de destruirme.”
Los coros en la mente de Pepita empezaron a girar, como si diera vueltas y más vueltas en un concierto demencial, pero ya no tenía la esperanza de que funcionara. Su tara la había abandonado.
¿O sólo había necesitado un empujoncito y ahora venía con efecto retardado?
Uno de los Tres susurró su nombre, o quizás fue Rafael. Pepita siguió convulsionándose, con la sensación de que el cielo se volvía cada vez más oscuro y el sol corría a esconderse.
−¿Qué pasa, moza? ¿Te escuece la Palabra del Señor? –se burló el líder cuando la cabeza de la joven cayó hacia adelante, cubierta por una cascada de cabello enmarañado–. Razón de más para que me piense matarte cuando acabe esto. Prosigamos…
Su secuaz pasó la página. Una repentina bocanada de viento lanzó varios sombreros por el aire, sobresaltándolos a todos. El Rajabocas, complacido por lo bien que se amoldaba el escenario a su idea de la ejecución perfecta, elevó su voz hasta convertirla en un grito.
−“¡Levántate, Señor, enfréntate a ellos!
¡Hazles doblar las rodillas!
¡Con tu espada, ponme a salvo del malvado!”
Un gruñido chirriante subió por la garganta de Pepita. Algo terrible se acercaba; podía sentirlo en las vibraciones que recorrían los muros de la ermita y en que los pensamientos de su cabeza se volvían cada vez más ceceantes al estilo malagueño.
–…Aaaaaaaaaaaaahhh…– soplaba el vendaval. Una red de truenos se oía en lontananza; la tierra empezó a temblar.
–¿Qué es eso? –murmuró uno de los del Rajabocas, mirando inquieto a su alrededor.
–¡Me importa un carajo! –escupió su líder, dando un pisotón para recuperar su total atención–. ¡Aquí nadie se mueve hasta que yo termine el salmo!
–Ngñng-ngngngnh…– Pepita rechinó los dientes.
–Joder, se le han puesto los ojos en blanco y todo, vaya prenda.– El Rajabocas la sacudió para apartarle el pelo de la cara y verla mejor. –A tomar por culo, a ti no te entrego viva, que llevas el demonio dentro.
–¡No!
Rafael se adelantó, fuera de sí, pero el otro apartó el cañón de Pepita para apuntarlo a él. Una sonrisa perezosa se extendió por la cara sudada del Rajabocas:
–Sí, niñato, sí. Me la voy a cargar cuando acabe, igual que me cargué al maldito Perico de las narices.
Sólo ese nombre bastó para que las pupilas de Rafael acabaran convertidas en puntas de alfiler y un temblequeo le contrajera los músculos hasta convertirlos en piedras a punto de desmoronarse.
–Peazzo bahtardo…–barbotó Pepita.
Las vigas y tejas del techo empezaron a crujir, soltando una lluvia de guijarros y arena que espolvoreó las cabezas de los bandoleros.
–¿Te ha hablado tu Rafaelito de Perico, niña del demonio? Seguro que sí. No sabes la alegría que me dio que él se llevara el tiro, estábamos todos hasta las pelotas de jodío Perico, siempre Perico a todos lados con el niñato, que lo tenía tonto perdido…
Pepita quería matarlo. Nadie podía ser tan cruel y seguir vivo; el dolor de Rafael le llegaba en oleadas y necesitaba detenerlo como fuera. Pero ni siquiera se sentía dueña de su propio cuerpo.
–Zólo zabe hacé zufríiiih a la hente, zo malahe…
–No hables de Perico. No te atrevas…–farfulló Paco levantando el dedo índice. En respuesta, el cañón del Rajabocas volvió a apuntar a la sien de Pepita.
–¡Qué risas acordándonos la Rosario y el menda de aquella noche antes del desprendimiento! Por fin te teníamos a tiro, la pólvora estaba lista, y en ese momento, ¡bum!
De haber podido, Rafael lo habría matado nada más que con la mirada que le lanzaba en esos momentos.
–¡Perico, el zopenco, va y salta así de lado, con un rebuzno, y se come todo el mojón! Qué trágico, madre, qué dramático todo, tú con el bicho desangrándose en brazos y gritando al cielo…
Pepita parpadeó. Algo no cuadraba. El Rajabocas alzó el cuello hasta la bóveda que se desmoronaba por momentos y gritó a voz en cuello, en una parodia de la agonía del Mulato:
–¡Periiiicooooo, nooooo!
Las risas de sus bandoleros por poco ahogaron un crujido de cristal roto. Los restos del rosetón se estaban craqueando, levantando una nube de polvo acumulado tras décadas, y las baldosas bajo los pies vueltos de Pepita se habían empezado a partir, como si un ejército de relámpagos quisieran dejar huella en el dibujo de la piedra.
–¡¡No me hables de Perico!! –explotó Rafael con un tic en la vena del cuello.
El Rajabocas se mondaba. Entonces, uno de los ojos de Pepita se volvió al frente para enfocar a Rafael, cargado de perplejidad. La palabra se repetía, haciendo eco en su mente… Rebuzno… rebuzno… uzno… uzno… Entonces la epifanía le vino igual que un calcetín sudado golpeándola con la fuerza de mil olas en la cara.
Oh Dios.
Oh Dios.
A la velocidad del rayo, las memorias de los últimos días, todas sus discusiones con Rafael y la incertidumbre, las crisis nerviosas del bandolero en momentos que parecían aleatorios, los celos que la habían consumido por dentro, todo ese aluvión de recuerdos y emociones se coló por un alambique imaginario, destilando una única gota en la mente de Pepita.
Una gota que decía a todo volumen: “Holy Yisus, soy tonta del culo”.
El viento gritaba como haciéndose eco del frenesí interior de la joven:
–…Aaaaaaaaaaaaaaaahh…
–¿En zzerio?– Haciendo caso omiso del trabuco, se volvió para encarar al Rajabocas con un chillido de rata–. ¿Un burro? ¿Perico era un burro?– Miró a los Tres y a Rafael.
Silencio de todos los allí presentes.
–…Aaaaaaaaaaah…
–No, ya de verdad, ¿quién leches está gritando? –saltó uno de los bandoleros, agotando la escasa paciencia del Rajabocas.
–Bueno, ya me he divertido bastante. Lo bueno, si breve, dos veces bueno. ¡Al infierno vas, ramera de Babilonia!
Fue a apretar el gatillo y Rafael dio un salto hacia él, pero el temblor de la tierra y los cascotes que volaban ya eran imposibles de ignorar y, cuando se volvieron, tanto los de un bando como los del otro tuvieron que mirar una segunda vez a la colina que bajaba del sudoeste para convencerse de que no estaban alucinando.
–¡Aaaaaaaaaaaaaaah…!
Los árboles se estremecieron de un lado a otro hasta que la estampida emergió al prado; una manada de toros que bajaban como peñascos negros arrasando con todo a su paso entre mugidos demenciales.
−Eso son… toros −balbuceó alguien. Hasta el Rajabocas aflojó el brazo sin quererlo, atónito.
Sí, toros.
−¡Aaaaaaaaaaaaaaaahh!
Y en cabeza, la estampa más épica y a la vez absurda que nadie en ese espacio había tenido jamás el dudoso privilegio de contemplar: Haciendo equilibrio en pie sobre uno de ellos, quien gritaba cual plañidera ganándose el sueldo vitalicio no era otro que el sacerdote Federico Palomino.
–¡Hostia puta! –gritó Cisco.
La levita azotaba el aire tras él, revelando sus patitas blancas de pollo y unos calcetines más bien flojos. Y haciendo círculos sobre su cabeza, blandía un tremendo látigo de más de dos metros, hecho sólo de… ¿cruces?
Al divisar a los malhechores, Federico habría querido gritar algo adecuado para con la situación, como “¡Arded, perros del infierno! ¡Vuestra hora ha llegado!”. Pero estaba caminando cual Jesucristo sobre una marea de toros de lidia y la impresión era demasiado de soportar, así que su discurso justiciero se repetía un poquito:
–¡AaaaaaaaAAAAAH…!
–¡Sálvese quien pueda! –aulló alguien.
La presa del Rajabocas sobre Pepita se aflojó, y Rafael tiró de ella para ponerla a salvo en el mismísimo momento en que la manada se derramaba sobre el edificio con la furia de un cataclismo. Federico, y todos cuanto lo vieron, estaba convencido de que moriría en el choque.
Entonces, los ojos de Pepita empezaron a girar frenéticos en las cuencas, y ese brote seudo-satánico decidió el curso del desastre.
El toro sobre el que iba el cura no dudó ni un instante antes de precipitarse sobre la rampa desmoronada del pórtico, escaló sobre los escombros y el cadáver del rosetón corrió al encuentro del sacerdote.
–¡Corred! ¡CORRED! –gritó Francisco. Los truenos se sucedían en el cielo, el mundo se estremecía.
Y entonces, una explosión de hierro y cristales rotos, el aullido de la ira de los justos y un mugido agudo. Los fragmentos de vidrio atraparon la luz de un relámpago y la diseminaron sobre las caras atónitas de los mortales en una danza de destellos caóticos.
Glorioso como un ángel vengador, Federico atravesó el rosetón a lomos de un toro de ojos llameantes y pareció flotar en el aire mientras todo estallaba tras él. El látigo giraba, libre, y Pepita se quedó embobada mirándolo, pensando en un rincón de su mente que Federico no sobreviviría a la caída, que los toros correrían a través de ellos, pisoteando cuanto encontraban en el camino sin piedad.
En algún momento, Rafael la subió a la altura de un murete y juntos treparon como pudieron sobre los cascotes para ponerse fuera del alcance de las bestias, que se vertieron como una inundación alrededor del edificio y también dentro de él, cuando reventaron otra sección del muro a fuerza de amontonarse a cabezazos contra la roca.
Los gritos de pánico quedaron ahogados bajo pezuñas que aplastaron con furia, quebrando huesos, partiendo cañones de trabuco. Los cuernos se clavaron en la carne y bolearon a cualquier seguidor del Rajabocas que no huyera lo bastante rápido.
Y Federico Palomino caía, sus pies flotando sobre el toro que arañaba el vacío con sus patas poderosas. Si aterrizaba ahora, en medio de la estampida que machacaba las entrañas de la ermita, moriría hecho papilla.
–¡Por la gloria de mi madre, esto es el apocalipsis! –exclamó Cisco, encaramado cual mono al viejo púlpito.
–¡Federico, nooooo!– Paco intentó zafarse del abrazo de Francisco, que luchaba por mantenerlos en equilibrio sobre un muro derruido.
Pero entonces, el látigo de cruces, el arma justiciera que llevaba una vida esperando servir a un propósito mayor, viró y en su camino encontró una viga desnuda. La cadena se enroscó en ella y la caída de Federico se detuvo con una sacudida. El toro chocó contra el suelo como un meteorito, cabeceó aturdido y luego siguió corriendo hasta atravesar con sus camaradas la nave. Pulverizaron los bancos apolillados mientras los pedazos del rosetón aún seguían patinando por las baldosas.
El grito del cura, que no había parado en todo este tiempo, fue muriendo mientras colgaba como una piñata. Perplejo, se preguntó si el Altísimo le había otorgado como premio la capacidad de volar, pero entonces recuperó la sensibilidad en la mano y recordó que estaba aferrado a su látigo. Los toros ya se alejaban por el este; algún rezagado se había distraído con el verdor del prado al borde del acantilado y se había quedado a pastar, ya apaciguada su ira.
El silencio después de la estampida fue denso, sólo roto por algunos truenos en lontananza. Incluso los relámpagos eran ahora más débiles.
Cuando todos apartaron la vista del cura y miraron al suelo, la escena fue difícil de ver. Pepita ocultó el rostro en el pecho de Rafael, que la abrazó con toda su fuerza.
–¿Estás bien?
–Creo que sí.
El bandolero la agarró por los hombros y la sacudió, pero la situación había sido tan extrema que apenas podía demostrar toda la ira que habría deseado. Eso, y que estaban a punto de caerse de un muro ya inestable de por sí.
–Por Dios Pepita, casi nos matan a todos. ¿Por qué no me hiciste caso?
–No podía soportar que te hicieran daño. Perdóname, por favor. Creí que mi tara podría ayudarnos…
En ese instante, la viga crujió y Federico fue consciente de que aún estaba a unos tres metros del suelo. Una llovizna de astillas y restos de nido de golondrina lo cegaron por unos instantes, mientras el látigo resbalaba por el extremo partido.
–¡Que alguien le envíe una carta a mi madre diciéndole que la quiero!
–¡No, de ninguna manera! –gritó Cisco, bajando del púlpito de un salto. Corrió, sorteando bultos y cuerpos hasta colocarse bajo el cura con los brazos abiertos–. ¡Yo te sujetaré!
–¡Qué dices, loco, tú solo ahí! ¡Ahora mismo voy yo también!– Paco se soltó de Francisco y, aún con el muslo sangrando, bajó y renqueó hacia ellos. Francisco suspiró y los siguió. Los Tres alzaron los brazos a modo de canasta.
–Venga, tírate –rezongó Francisco, poniendo los ojos en blanco.
–¡El suelo está muy duro, no sobreviviré a la caída!– El cura se agarró al látigo con las dos manos y movió las piernas igual que un zapatero de agua, proporcionando unas visiones algo indebidas a los que lo esperaban abajo.
Francisco meneó la cabeza.
–¿Te colocamos unos cuantos cadáveres para que amortigüen?
–¡¡No!!– gritaron todos a coro.
Pero ya no hubo más que discutir, porque la viga cedió y, con un chillido de cabra loca, Federico cayó con el látigo describiendo una estela tras él. Los Tres lo atraparon como mejor pudieron y acabaron hechos una maraña quejumbrosa de brazos y piernas. Las cruces repiquetearon, soltando esquirlas, y el eco cristalino se propagó por lo poco que quedaba del lugar tras la visita de los toros.
Pepita y Rafael descendieron del murete y corrieron hacia ellos.
–¿Estáis heridos? Paco, ¡tú tienes sangre! –exclamó la joven, ayudándolo a levantarse.
–No es nada, muchacha, sólo un rasguño. El cura me dará unos buenos puntos, como hizo con Rafael, y con eso y un buen plato de jamón estaré como una rosa.
Ella rompió en risas medio llorosas, completamente quebrada de nervios. Rafael la estrechó entre sus brazos mientras los demás se incorporaban, sacudiéndose el polvo. Federico hiperventilaba, completamente despeinado y aún con cara de velocidad.
Entonces reparó en los cuerpos a su alrededor de aquellos del Rajabocas que no habían huido a tiempo. Todos vieron la destrucción y la miseria, y tomaron conciencia de que, contra todo pronóstico… aún estaban vivos y todo parecía haberse arreglado.
–Bleeeeeeeeeeeergh…
El llanto de Federico los pilló por sorpresa. Cuando lo vio, Pepita supo por fin lo que era en verdad parecer un tomate apuñalado. Todos lo miraron fijamente, aún batallando con su propia histeria.
–Niño, ¿qué es? Ya está, ya está todo bien, ahora nos vamos para casita y nada más.– Rafael le dio unas palmaditas en la espalda, inseguro ante las repentinas ganas de reír que le daba lo feo que se ponía Federico para llorar.
–Eeeejgue me he llevao una enritación pu ggaaaaandeee…
–Bueno… creo que todos estamos igual.
–Y mientras eggtaba encima de los toros ggitando me he traggao munchos, ¡muuunchos mosquitos!– Sabedor de que él no se había llevado ni de lejos la peor parte, Federico se alejó corriendo de ellos y se postró ante el altar polvoriento–. ¡Do me miréis, lo siento, ya se be pasará! ¡Dejarme!
Dicho esto, empezó a rezar frenético en voz baja, seguramente dando las gracias por su suerte. Respetando sus deseos, los demás se tomaron un tiempo para asimilar lo ocurrido. Pepita fue la primera en hablar, porque sentía que les debía algo muy gordo a todos ellos, y lo menos era no quedarse callada:
–¿Y ahora qué? ¿Qué nos pasará?
–Ahora, nos vamos a descansar y que las fieras se encarguen de esta chusma –rumió Cisco.
Todos asintieron y Pepita pensó que, en realidad, era un plan magnífico. Aún no podía pensar con claridad y lo único que quería era escapar de allí quedándose dormida en los brazos de Rafael. Sujetarlo y no soltarlo nunca, nunca más.
Un gemido iracundo los hizo volverse.
El Rajabocas luchaba por mantenerse en pie apoyándose en lo que antes había sido una pila bautismal, pero tenía el tobillo torcido y en un estado lamentable; un toro debía haberlo pisado, o tal vez se algún escombro le había caído encima. Sangraba abundantemente por una herida en la cabeza, y su pelo negro ahora era una plasta lacia y sudada. Los ojos azules brillaban con una locura desenfrenada, contrastando con los hilos rojos que le goteaban por la cara.
–Ahí está el hijoputa –escupió Paco. Francisco sacó la navaja y fue hacia él, pero Rafael lo detuvo con el rostro de piedra.
–No. Yo mismo debería haber hecho esto hace mucho tiempo.
La frialdad en su mirada era tal que incluso Pepita sintió temor. Sobre todo, porque esa misma frialdad crecía en su interior cuanto más miraba al Rajabocas, que apretaba los dientes mientras renqueaba tratando de escaparse.
“Esto es lo que hace esta gente. Incluso aunque te resistas, acaban contagiándote de su maldad.”
Rafael rebuscó entre los cadáveres hasta que encontró un trabuco cargado y funcional. Luego, con largas zancadas, fue hacia el Rajabocas, que en respuesta empezó a gritar una sarta de obscenidades, olvidada ya su astucia. El bandolero alzó el brazo, y esta vez no temblaba como aquella noche en la procesión.
El Rajabocas se arrojó sobre él, ignorando el dolor terrible de su tobillo. Mientras se acercaba, Rafael inspiró, recordando todo lo que había perdido a manos de ese monstruo. Había sido cobarde y blando, había olvidado que la vida en sí era muy cruel a veces, cuánto más la de un bandolero.
Pero había demasiadas cosas hermosas por las que valía la pena vivir, luchar y hasta morir con una sonrisa en los labios. Y el Rajabocas había osado amenazarlas.
El chillido demencial punzaba los oídos de todos los allí presentes. Y entonces Rafael soltó el aire con parsimonia, y el disparo silenció de una vez y para siempre al peor monstruo de toda Sierra Morena.
Con un agujero humeante entre los ojos, el Rajabocas cayó a plomo. Alguien gritó, seguramente Palomino. Pepita sólo podía mirar a Rafael, que bajó el cañón con un suspiro cansado, agarró el cuerpo del Rajabocas y lo arrastró fuera de la ermita, para que ni siquiera pudiera yacer en un lugar santo.
Se sentía gris y vacío. Pero entonces, unas manos suaves lo rodearon y Pepita apareció ante él, con sus grandes ojos azules devolviéndole un trozo de cordura.
–¿Ya ha terminado, Rafael?
Él la miró intensamente y la dejó acariciarle el rostro, mientras el trabuco aún reposaba caliente en sus manos. Lo dejó caer con un ruido sofocado en la hierba, y ambos quedaron de rodillas, abrazados. Pepita rompió a llorar y él enterró la cara en su pelo rizado.
–No vuelvas a separarte de mí.
–No lo haré –prometió Rafael, estrechándola hasta que le crujieron los huesos–. Nunca jamás mientras me quede vida en el cuerpo.