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Los invitados se arremolinaban bulliciosos frente a la Capilla de las Angustias, un modesto edificio de paredes encaladas una y mil veces, con un pórtico de arco románico enmarcado en ladrillos. Los años de lluvias y las visitas de los pájaros habían hecho brotar un ejército de malas hierbas entre las tejas, ya mustias y resecas.
El lugar se alzaba sobre una empinada cuesta, custodiado en la cima por unos riscos plagados de nidos de golondrinas que permanecían abandonados hasta el siguiente verano.
Don Antonio esperaba emocionado y vestido para la ocasión. Se había puesto sus mejores leotardos y los pantalones del brocado más fino; la prenda estrella era una torera cuyas hombreras rellenaba con calcetines para parecer más fornido y esbelto.
Ya que los caballos y carruajes lo tenían muy difícil para recorrer el arduo ascenso hasta el lugar, Don Antonio había subido a pie, y ahora se afanaba en limpiar el sudor que chorreaba de sus sienes con un pañuelo bordado en sus iniciales. Su calva grasienta brillaba con la fuerza de un farol.
La atención general se volcó sobre el camino cuando el sonido de cascos alertó a los invitados de que el carruaje de la novia llegaba al pie de la cuesta. Todos se asomaron a la barandilla de piedra para ver cómo era la inglesa que había traído Doña Eduarda y, mejor aún, cómo la habría vestido para la ocasión. Don Antonio, por su parte, irguió la espalda satisfecho y aprovechó la distracción para recolocarse un calcetín que se le asomaba por el sobaco de la chaqueta.
−Ya hemos llegado. Salte tú por el otro lado, Paquillo, y me ayudas a sacar a la niña, no vaya a descalabrarse con el tranco y tanta enagua− apremió Eduarda. Cuando su hijo obedeció, la mujer empezó a rebuscar entre los velos y faldas de Pepita hasta que encontró su brazo. Hecho esto, la obligó a levantarse y la empujó hasta la portezuela que el primo había abierto.
“No, no, nononono” siseó Pepita, aferrándose al marco, una mano a cada lado.
−¿Qué es eso que está pariendo el carro? – se oyó una voz entre los invitados.
Todos estiraron el pescuezo, las mujeres abanicándose y los hombres fumando, para contemplar el inmenso bombo rosa y blanco que emergía por un lado del carruaje. Paquillo Jiménez aguardaba en la puerta, pero fuera quien fuera la que estaba dentro del vestido, no quería bajar. La falda asomaba, rígida por el cancán, y acto seguido se retiraba.
Eduarda le clavó una rodilla en el trasero, intentando soltarle las manos de la entrada.
−¡Así revientes, maldita, suéltate he dicho! ¡Por la telilla de mi abuela, que no la rompieron hasta que tuvo treinta, que tú vas a salir casada de Las Angustias!
Pepita intentó resistir, pero Eduarda la embistió con toda su fuerza y la joven resbaló, aterrizando en brazos de su primo con tanto ímpetu que lo tiró al suelo. Su tía se quedó apoyada en la portezuela, jadeando mientras resoplaba y se recolocaba la peineta, muy digna.
Arriba de la cuesta, los invitados vieron cómo Paquillo desaparecía bajo el inmenso vestido de la inglesita. La joven alzó el cuello e intentó levantarse el velo para ver la capilla. Quien estuviera tocando las campanas se había levantado frenético esa mañana.
“¿Estará haciendo efecto mi tara, tan pronto?”
Eduarda la tomó del codo y empezaron a subir la cuesta. Ya podía echar a correr, debía evitar ese matrimonio a toda costa, pero ¿cómo? No conocía el terreno y su tía había sido muy lista zambulléndola en esa ropa que entorpecía cada uno de sus movimientos.
El primo se levantó, rojo de vergüenza, y se sacudió el polvo. A un gesto de su madre, recogió la cola del vestido de la novia para evitar tropezones hasta que llegaron a la puerta de la capilla.
“Por favor, Señor, no permitas que esto ocurra” rezó Pepita, petrificada, cuando atisbó una silueta con forma de berenjena frente a ella. Don Antonio, sin duda.
−¡Mi hermosa Pepita! Estás… estás…
Eduarda dibujó una enorme sonrisa. Su arrugado pecho se infló mientras se pavoneaba de su talento. Don Antonio, dudoso, intentó levantar una capa del velo para asegurarse de que su novia se encontraba de verdad ahí adentro. Bajo esa tarta de fresa podía hallarse cualquiera. Lo mismo lo casaban con el arzobispo de la provincia de al lado sin que él se diera cuenta.
Dio un respingo cuando la señora Jiménez le apartó la mano.
−¡Súsh, señor mío! A ésta no se la toca hasta que llegue la noche de bodas.
−Ay, Eduarda, qué cosas tiene usted.
La multitud comenzó a fluir hacia el interior de la iglesia. La ceremonia estaba a punto de iniciarse y Pepita se vio arrastrada inexorablemente a su perdición. Elevó los ojos hacia el cielo encapotado, o eso creyó que estaba mirando, y ahogó un grito de horror al pensar que, a pesar de sus plegarias, esa tarde quedaría atada al merluzo de Don Antonio hasta que la muerte los separara.
−¡Oh Dios, padre mío, por qué me has abandonado! – suspiró al ver el altar al otro lado de la estancia.
−Niña, no farfulles, que estamos en misa− le chistó su primo, guiándola entre los bancos. El aire impregnado de incienso y olor a viejo provocó que unos alarmantes recuerdos la asaltaran. Se echó a temblar.
Se arrodilló frente al presbiterio. Un gruñido la avisó de que su futuro esposo hacía otro tanto a su lado. El mutismo expectante de la muchedumbre, unido al frufrú de los hábitos del cura, le provocaron tal ansiedad que, de haber tenido comida en el estómago, la habría expulsado sin remedio.
La ceremonia empezó y no encontraba forma de quitarse semejante destino de encima.
Una paloma se había extraviado mientras la gente esperaba a la novia, y ahora revoloteaba de viga en viga. Montaba tal escándalo que más de uno se había cubierto la cabeza con la chaqueta o el mantón, por si le daba por evacuar encima de ellos.
El sacerdote hablaba sin cesar en latín, parapetado tras el altar, con un ojo puesto en los feligreses y otro en la paloma.
−E nomine patris et fili et…
−¡CUCURRUCÚ CURRUCÚUU! – ululó el ave, dando tumbos entre los cirios titilantes. Se posó sobre la cabeza de un Cristo, la cabecita moviéndose adelante y atrás con los ojos desorbitados.
Pepita lloraba en silencio, consciente de que, si intentaba correr, no llegaría a la mitad del pasillo sin romperse los dientes de un cabezazo en el suelo.
−Et spiritu saaaanctiiii…− prosiguió el cura, mosqueado.
−Amén− corearon los demás.
−¡¡CÚUUUURRUCÚ, CURRURRÚ CURRÚRU!!
La sombra de la paloma se multiplicó a la luz de las velas, pintando alas grises en las paredes y sobre las estatuas que vigilaban a los fieles. Como poseída por un espíritu maligno, la paloma voló agitada describiendo círculos erráticos hasta acercarse demasiado a un cirio que ardía con fuerza.
Como siempre que el mal se acercaba, los ojos de Pepita se desviaron lentamente, de forma que cada uno miraba para una oreja.
Ése fue el desencadenante.
Un estallido de llamas iluminó los rostros pasmados de los feligreses, que se persignaron al ver al pobre animal aletear en el aire como un fuego fatuo y aterrizar con un sonoro plof en el mismo centro del altar, más muerto que la vida sexual de Doña Eduarda.
Un silencio pesado y oscuro se asentó entre las filas de bancos.
El corazón de Pepita se detuvo un segundo al oírlos contener la respiración. La esperanza regresó a ella, dándole fuerzas renovadas.
“Ya ha empezado.”
El cura soltó un chillido muy femenino y se lanzó sobre el mantel, temiendo que la paloma metiera fuego al altar. Antes de que pudiera ponderar las consecuencias de sus actos, se puso en pie, azorado, y todos pudieron contemplar el agujero ennegrecido y sanguinolento de la sotana.
−¡Es la paloma ardiente del Espíritu Santo! ¡El Señor ha bendecido esta unión y a todos nosotros! – gritó un hombre mayor, poniéndose en pie emocionado antes de que su mujer lo devolviera al banco de un tirón.
−¡Pero qué dices, demente! ¡Esta boda está maldita! ¡La paloma se ha reventado en la barriga del cura! – exclamó alguien en las filas de atrás, y otros le dieron la razón.
Dicho esto, un jaleo tremendo inundó la capilla. Todos discutían, otros seguían paralizados y alguno abandonó el lugar de forma subrepticia, santiguándose como loco. Una anciana de la primera fila chilló y se desmayó, rodando cual croqueta hasta los talones de Don Antonio, que sudaba nervioso.
Pepita se levantó el velo y miró tras su espalda, para comprobar que el camino a la salida estaba despejado. Su ilusión se vino abajo cuando vio a Eduarda interponerse con cara de mala baba, jurándole con los ojos que tendría que pasar por encima de su cadáver para llegar al pórtico.
El pequeño incendio se había apagado. De la paloma sólo quedaba ya una especie de calabacín emplumado que olía a barbacoa, como una ofrenda al lado del pan y el vino.
Pero la muchacha sabía que aún quedaba más por venir. Una niñez de misas traumáticas la había preparado lo bastante para saber que, una vez despertada su suerte, la iglesia en la que ella estuviera corría peligro, y con ella todos cuantos estuvieran dentro.
“Debo marcharme de aquí.”
Hicieron falta varios intentos del cura para calmar el jaleo y recuperar la atención de sus fieles. Un rato más tarde, el sacerdote se había cambiado de sotana y un monaguillo se había llevado el cadáver del pájaro, de modo que la misa reanudaba su curso.
Unos perturbados coros gregorianos resonaron en las profundidades de la mente de Pepita, alcanzando notas agudas como para reducir a añicos una vidriera. La muchacha cerró los ojos, asustada, y supo que su tara seguía actuando.
−Y ahora, celebremos la unión entre Don Antonio García Montes…
“No, no, no.”
El cura titubeó antes de pronunciar su nombre. Lo intentó, y no habría cometido fallo alguno, pero la tara de Pepita era tan potente y puñetera que hasta le trabó la lengua al hombre de Dios.
−Y Josefina guor… thing… Guorzinchon…
“¡NO!”, suplicó la joven.
Como obedeciendo su pensamiento desesperado, uno de los soportes de hierro que contenían los cirios se venció, dando de pleno en la frente del sacerdote.
CLONG.
Antes de perder la consciencia y comerse la esquina del altar, el pobre hombre lanzó una mirada suplicante al cielo, como preguntándose qué pecado había cometido para recibir tanto castigo junto en una sola tarde.
La barra de hierro cayó por las escaleras de piedra con tal estruendo que un salto colectivo recorrió como una ola a la multitud. Un nuevo coro de gritos se alzó, y Pepita supo que era ahora o nunca.
Se arrancó el velo y se dio la vuelta, tirando de toda la fuerza de sus rollizas piernas para escapar. Se encaró con la figura de su tía, que había vuelto a ocupar su posición de centinela, y Pepita, ni corta ni perezosa, aferró la barra del cirio dispuesta a luchar por su libertad contra el mismo demonio.
Una estatua de San José cayó de su repisa y se estrelló sobre el sagrario de plata. El jaleo y la histeria eran ensordecedores; por los gritos y los juramentos parecía que había llegado el día del Juicio Final.
Hubo un duelo de miradas entre sobrina y tía. Doña Eduarda parecía muy estoica hasta que oyó el aullido salvaje de la novia, que se arrojó sobre ella como un pastel de nata contagiado con la rabia. Chillando como una rata, la mujer se apartó a tiempo de esquivar la barra, y cayó con tan mala fortuna que se dio un cabezazo contra el respaldo de un robusto banco.
Pepita soltó el arma improvisada, se agarró las faldas y salió como alma que lleva el diablo, saltando sobre viejas desmayadas y sombreros voladores cual una medusa de encaje.
“¡Soy libre! ¡Libre!”
Después de todo, su dios la perdonaba por su maldición y le regalaba una nueva oportunidad. ¡Ya estaba atravesando el pórtico! Ante ella se abría un mar de barrancos y rampas pedregosas, inhóspito y a la vez acogedor, dispuesto a ocultarla de sus perseguidores.
A sus espaldas oyó cómo alguien gritaba sobre un candelabro que se caía, una vidriera que estallaba y una boina que echaba a arder. Alguien juraba que la estatua de San José tenía los ojos vueltos del revés, lo cual sin duda era una señal de que el Altísimo los había abandonado.
A todo esto, se preguntaron algunos, ¿dónde estaba la novia?
***
Intentó rajarse las vestiduras, pero maldita fuera, qué resistente era la tela. A duras penas pudo sortear los primeros balates, botando entre los matojos como una lorza gigante. Sus bucles oscuros azotaban sus mejillas arreboladas y húmedas, pero la sonrisa de su rostro era hermosa y radiante. ¡Quién se lo iba a decir! Pepita Worthington, ¡novia a la fuga! Y de qué manera. Sólo esperaba que ninguno de los invitados hubiera salido herido.
Cuando consiguiera volver a Inglaterra, contaría esa historia a todas sus amigas. Omitiría la parte de la novia maldita, claro, pero no había duda de que, cuando estuviera a salvo y en compañía de sus compatriotas, volvería la vista atrás y todo esto no parecería sino una pesadilla distante.
Apenas podía verse los pies. Tenía todo un muestrario de plantas enganchadas en las faldas y las mangas del vestido estaban tan reviradas que le costaba mover los brazos. Aún así, no dejó de correr ni para tomar aire.
“Señor, sólo una cosa más te pido por hoy, que el corsé no reviente con esta corrida y me apuñale con las ballenas como a mi amiga Mary la Tuerta”
Ya que sus plegarias eran escuchadas ese día, hubiera sido más productivo rogar por las inclemencias del terreno. Pepita resbaló cuando un puñado de tierra se desprendió, y se encontró con los pies colgando al borde de un salto de nivel.
Un trueno golpeteó lejano, anunciando el fin de su fortuna.
Aterrada, intentó retroceder para evitar la caída, pero el puñetero vestido pesaba más que un burro ahogado. Aunque ese día las leyes de la lógica se hubieran torcido en su beneficio, no tendría tanta suerte con las de la gravedad, así que Pepita se precipitó cuesta abajo rodando como un tonel fuera de control, cada vez más rápido.
Las hierbas le arañaban la cara y su cuerpo estallaba de color cada vez que encontraba una roca en el camino. Abrió la boca sin querer justo cuando pasaba encima de un puñado de amapolas silvestres. Se tragó la mitad de ellas y otra se le metió por la nariz. La tierra golpeó sin piedad a la novia fugada hasta que un bulto rocoso con muy mala leche corrió gustoso a encontrase con su testa.
Un último pensamiento gritó fiero en la mente de Pepita antes de que el golpe la noqueara.
“¡España, yo te maldigo, incluyendo tus jamones y la tortilla de patatas!”
Todo se volvió negro.
***
El caballo se detuvo en un claro de la foresta y Rafael desmontó. Deseaba estirar los músculos y aliviarse. No se hallaba muy lejos del estanque al que iba a menudo a refrescar la garganta y dormir al sol. Según sus cálculos, si continuaba a caballo, llegaría allí poco antes del anochecer.
Era una lástima que la borrasca no se hubiera disipado del todo; el Mulato siempre encontraba consuelo a su soledad observando las estrellas. Últimamente apenas disfrutaba de más compañía que la de los tres Franciscos, ya que aún no le faltaba dinero para subsistir después de entregar el último cargamento. A menos que pasara necesidad, Rafael prefería no dejarse ver ni añadir delitos a su historial, no fuera a ser que un día de éstos las autoridades decidieran mover el culo, hacer su trabajo y empezar por él.
No obstante, por muchos principios que tuviera, ningún bandolero sobrevivía mucho tiempo jugando a ser el lobo solitario. Rafael estaba poniendo a prueba su suerte. Afortunadamente, aún había gente agradecida por su ayuda en el pasado, que compartía su plato y los escasos bienes con él cada vez que se pasaba por el lugar adecuado.
Ató el caballo a un árbol cerca de un riachuelo esmirriado para que pudiera beber si le placía y se irguió en jarras, contrayendo los férreos músculos de sus glúteos para calentar tras la cabalgada. Se alivió junto al tronco de un árbol y, cuando terminó, se ajustó el fajín rallado.
En ese momento, una serie de crujidos lo puso en alerta. Oyó un chillido ahogado, breve como un suspiro.
Sin darse cuenta, ya tenía el trabuco en la mano, y su mirada azabache de depredador recorría el bosque en busca de peligro. Se acercó con cuidado al lugar del que había salido el ruido. Saltó ágilmente un puñado de rocas y se agazapó sobre una elevación desde donde tenía plena visión del lugar.
Al pie de una rampa natural muy escarpada se abría un pequeño claro salpicado de guijarros y margaritas. Rafael frunció el ceño al descubrir un objeto poco usual.
“¿Qué es eso?”
Una pompa rosa, a trozos brillante, se desparramaba semioculta entre la hierba alta. No viendo nada sospechoso en las cercanías, el bandolero recortó la distancia y se agachó para investigar.
Se trataba de un vestido, a todas luces. Con él se habrían podido fabricar toldos para cubrir las calles de media Ronda. Levantó una capa de tela con expresión divertida. No parecía haber rastro de la dueña.
Fijo que alguien había visitado antes el claro para un encuentro furtivo seguido de un revolcón. Quien fuera había sido sorprendido, huyendo sin recoger sus prendas, y ahora Rafael tenía en sus manos una monstruosidad, sí, pero de buena calidad. Con un lavado y la ayuda de una mujer que arreglara los desperfectos, podría sacar un buen dinero por ese vestido.
Se dispuso a cargarlo y llevarlo al campamento. Fue a levantarlo cuando notó algo cálido y contundente bajo todas esas puntillas.
“Virgen Santa, alguien ha fenecido aquí. ¡Estoy cargando un cuerpo!”
Ceñudo, apartó un volante y la visión lo dejó atónito.
En su poder yacía una joven entrada en carnes de impresionante belleza y lustrosa melena negra como la pez. Los bucles acariciaban la nívea aunque magullada piel de sus mejillas.
La sintió respirar y se permitió relajarse un poco.
Por un momento creyó que le sangraba la nariz, mas lo que creyó que era sangre resultaron ser dos amapolas que salían de las fosas nasales. Hizo una mueca y se las quitó para poder contemplar en conjunto el rostro de la mujer.
Por los orejones de su padre, pero qué hermosa era. Sus párpados cerrados y ribeteados de tupidas pestañas ocultaban los ojos. Tenía la boca entreabierta, como congelada a mitad de un jadeo. El bandolero ahuecó la mano bajo su cuello para enderezarla, pero la muchacha hacía peso muerto.
¿Se habría perdido? El atuendo hacía pensar que estaba lejos de ser pobre, así que debía tener a alguien que se preocupara por ella. Ignoraba cuánto tiempo llevaría aplastada bajo todos esos pliegues, pero no podía ser mucho. Cuando la chica despertara, averiguaría de dónde se había escapado y la llevaría de vuelta a casa.
Con suerte, recibiría una mejor compensación por rescatar a la desconocida de morir desaparecida en la sierra que por vender el vestido que había creído vacío.
La cargó sin esfuerzo. Los músculos se tensaron bajo su blusa mientras la llevaba donde su caballo aguardaba. Apenas le veía la cara entre tanta pomposidad cuando la subió a la grupa y la acunó sobre su pecho. Pasaría la noche en el estanque perdido. Esperaba encontrarlo despejado y solitario como siempre. Allí dejaría que la joven se recuperara y procedería a interrogarla.
Descubrió un escarabajo pelotero enredado en su delicada coronilla. Lo mandó lejos de un golpe con el dedo corazón y, cuando comprobó que no había más infiltrados en la cabeza de la muchacha, instó al caballo a seguir a buen paso hasta el refugio.
El infeliz no sabía el saco de problemas que acababa de echarse a cuestas.
***
El terreno descendía en un anfiteatro natural que parecía abrazar un muro abrupto, como si un gigante hubiera querido construirse una pila de agua bendita a su medida y se hubiera cansado a medio camino, dejando su creación para disfrute de los humanos.
Fluía de una brecha en la roca un agua cristalina que centelleaba besando la orilla musgosa y suave. Rafael abrió las alforjas y sacó una tupida manta que extendió sobre la hierba. Con cuidado, bajó a la joven del caballo y la depositó en ella. No parecía tener heridas graves y su respiración era pausada, pero constante. El bandolero consideró que no intentaría escapar inmediatamente al despertar, así que la dejó allí y comprobó la temperatura del agua.
Un buen baño limpiaría todo el sudor de las últimas horas.
Por pura precaución, tumbó a la moza de espaldas a él; no era la primera vez que una mujer se desmayaba o gritaba hasta quedarse afónica al contemplar su poderoso cuerpo sin previo aviso.
Se quitó el sombrero y desenrolló el pañuelo que le cubría la cabeza. Una brisa traviesa le enredó los rizos negros, que al verse libres se inflaron como una nube y luego reposaron en su esbelto y moreno cuello. Dejó el trabuco en la orilla, lo bastante cerca para poder alcanzarlo en un segundo si aparecía una visita indeseada. Con un rápido ademán se deshizo de su chaqueta y el manto que le cubría los hombros.
El caballo resopló por lo bajo, como animándolo a continuar. Por supuesto que el animal tenía cosas mejores que hacer, como meditar sobre la situación económica de España y la presencia francesa, pero a Rafael le gustaba subirse la autoestima.
¡Rasss! Se sacó la camisa y su pecho se irguió orgulloso hacia el cielo. Los pectorales robustos parecían cincelados por la mano experta de un arcángel, cubiertos de una mata de lustrosos caracoles de vello que se abrían como un águila al vuelo sobre su cuerpo.
La camisa voló por el aire hasta aterrizar sobre el montón de ropa. A ella se unieron los pantalones cuando Rafael el Mulato, desnudo y asombroso como un semidiós caído del cielo, se zambulló en el estanque y empezó a bucear.
Las pestañas de Pepita se agitaron cuando recobró el sentido. Desorientada, palpó a su alrededor y halló bajo sus manos una gruesa manta con flecos. Al recordar los sucesos de esa tarde, su respiración se agitó. ¿La habrían encontrado por culpa de su torpe caída? ¿Se había roto algo? Intentó rodar y ponerse boca arriba; nada le dolía salvo un ejército de moratones que había brotado en su carne; los notaba protestar bajo el vestido con cada movimiento.
Por el rabillo del ojo atisbó un caballo marrón oscuro que la miraba con ojos tranquilos.
“¿Qué opinas sobre la política de Fernando VII en cuanto a la producción de tabaco?” parecían decirle sus pupilas alargadas.
Pepita parpadeó, confusa. Jesús, debía haberse dado un buen coscorrón si ahora creía comprender a los caballos. Por cierto, ¿de dónde había salido el animal? Alguien debía haberla rescatado de sus perseguidores, pues de lo contrario, habría despertado atada a una cama con la tía Eduarda arreándole con un fuelle. ¿Quién se había preocupado por ella como para llevarla a ese lugar y acostarla sobre una manta, en lugar de dejarla a su suerte?
Rodó hasta apoyarse en su hombro en busca de su salvador. El vestido crujió, pero logró dominarlo para que un golpe del rebelde cancán no la dejara inconsciente de nuevo. Alzó la vista hasta un bonito estanque cuya agua susurraba y proyectaba reflejos en la pared de roca.
Y así encontró al misterioso rescatador.
Una portentosa figura masculina emergió de las profundidades, levantando consigo una salvaje ola de espuma iridiscente. La armada de perlas acuosas lo rodeó durante unos segundos que se estiraron hasta que todo pareció suceder de forma muy lenta.
Los ojos de la señorita, ávidos de información, se proyectaron fuera de sus órbitas hasta parecer dos huevos cocidos.
El macho andaluz, que había sido bendecido con una hermosa piel broncínea, casi africana, se irguió y echó la cabeza hacia atrás con despreocupación. Su melena de azabache describió un perfecto arco de agua en el aire, recogiéndose acto seguido en bucles y rizos que se aferraron a su cuello.
Sin saber que una joven inocente estaba a punto de fenecer ante tal visión, Rafael siguió honrando su cuerpo con el baño. Alzó los brazos y los magníficos músculos, duros como piedras, presionaron la piel, marcándose con una nitidez digna de las mejores obras clásicas.
¡Buen Dios! Ese hombre había sido la inspiración para esculpir el Torso de Belvedere, pensó Pepita con la mandíbula tan descolgada que la barbilla casi se le escondía en el canalillo.
El cuerpo se tensó y el hombre se puso en pie, emergiendo cual descendiente de Poseidón. Lentamente, apareció la parte baja de la espalda, que se iba estrechando hasta llegar a una cintura sin un gramo de grasa, y luego vinieron…
¡Ay, madre!
Eso no eran glúteos. Eso eran dos planetas en plena colisión, haciendo vibrar el universo entero con una fuerza devastadora, digna de la furia del Altísimo. La línea de lo prohibido se perfilaba, recta y oscura, entre las dos formas redondeadas. Con cada movimiento, un viril hoyuelo hundía los lados de las nalgas hasta que parecía que éstas estaban sonriendo, divertidas por la contemplación de Pepita, que ya no sentía las rodillas.
Al estirar los muslos, los glúteos chocaron entre sí, dando dos lentas palmadas que enviaron las lujuriosas gotas a la orilla, igual que un cañón dispara perdigones.
A la señorita Worthington se le escapó un chillido de rata, incapaz de soportar un solo segundo más tal experiencia en silencio.
Rafael dio un respingo, repentinamente alerta, y se giró hacia la muchacha. No fue la mejor decisión. Con la inercia de la vuelta, Pepita contempló, en perfecta definición, cómo una tremenda boa castaña describía una parábola horizontal, cada vez más visible en cuanto el hombre se volvía más hacia ella, la sorpresa pintada en su rostro adónico.
Y no sólo era ese arma, ese mazo de guerra, lo que tanto impresionó a la muchacha. Volando tras el nardo titánico, siguieron dos cantimploras velludas que rebotaron a lado y lado cuando Rafael se quedó mirándola, medio encorvado y alerta.
Los genitales aún se balanceaban, como diciéndole “Hola, ¿qué pasa moza?”
Pepita sufrió un nuevo mareo, y sólo alcanzó a balbucear algo en inglés antes de aterrizar de bruces en la manta, sin llegar a desmayarse del todo.
El bandolero maldijo por lo bajo y se vistió a toda prisa. Con los pantalones y la camisa consideró que era suficiente. Se ató el cinturón, no fuera a ser que hablando con la joven los calzones cedieran y acabara de rematarla del todo.
Aún en el improvisado lecho, la chica cabeceaba con una mano en la frente, colorada como un tomate. Rafael suspiró y se acercó con cuidado hasta arrodillarse enfrente.
Pero qué ojos azules más bonitos tenía. Grandes y expresivos, igual que los de…
No, pensó. No era momento de recordar a los que se habían ido para no volver. Ignoró la punzada de dolor que afloró a su pecho y se dirigió a la joven:
−¿Cómo te llamas?
Ella cabeceó, recobrando la completa lucidez, y frunció el ceño. Le replicó en un español ligeramente raro, que reveló en un segundo que debía ser extranjera.
−¿Cómo te llamas tú?
Rafael la detuvo con un gesto de la mano.
−No, no. Aquí soy yo quien pregunta. ¿Cuál es tu nombre?
Ella vaciló, estudiándolo con suspicacia, ya olvidada de su ataque de histeria. Pepita no era tonta; había visto imágenes de bandoleros y sabía reconocer a uno cuando lo veía. El trabuco y algunas prendas acabaron de convencerla de que, en efecto, ese hombre se dedicaba a algo ilegal.
¡Puede que incluso fuera un asesino! Era consciente de que, por mucho que éste la hubiera salvado, eso no significaba que debiera confiar plenamente en él. Pensar que los bandoleros eran la versión española de Robin Hood, robando a los ricos para darle a los pobres, era caer en la ingenuidad más penosa.
Puede que Pepita Worthington chillara al ver un rabo, se cayera por los barrancos y destrozara iglesias sin querer, pero no era tonta.
−María. Me llamo María.
Él arqueó una ceja. Señor, pero qué pómulos. La nariz recta y un poco ancha revelaba una mezcla de razas. Los labios eran carnosos y bien formados, y los ojos escrutaban, negros y fieros, bajo unas cejas rectas y perpetuamente fruncidas en una expresión de suspicacia.
“Como te desmayes otra vez es para matarte”, se reprendió.
−¿Qué eres, inglesa?
−No.
−Y un cuerno. No me engañes; tú eres inglesa, y si te llamas María, yo soy el rey de la China− replicó él, usando su acento más fino para hacerse entender.
El bandolero se sentó al estilo indio a un par de metros de ella. Pepita sintió un ramalazo de miedo cuando lo vio depositar el trabuco bajo su brazo y colocarse un par de navajas en el fajín. Él advirtió su ansiedad y la tranquilizó:
−Tranquila, no pensaba hacerte daño. Pero por estos lares, un hombre desarmado y solo es un hombre muerto.
¡Qué voz! El acento era áspero y rápido, pero el sonido que salía de su garganta hacía sentir a Pepita como si la estuvieran untando en mantequilla.
−¿Por qué no puedo ser de aquí?
−Porque por aquí hay “Marías”, no “Mauruíahs”, como acabas de decir tú. Bien, ahora dime la verdad, ¿cuál es tu nombre y qué hacías tirada en mitad de la sierra con esas pintas?
Pepita ojeó el vestido con una mueca. Deseaba más que nada quitárselo, pero no tenía otra ropa. Se irguió, muy digna, y trató de sonar sincera.
−Jane. Jane Carroll. Yo… estaba corriendo y tropecé. No recuerdo más.
El bandolero ladeó la cabeza. Intentó que los ojos no se le desviaran al blanco cuello de la señorita, con esas clavículas perfectas. Debía de llevar un corsé, porque parecía a punto de reventar el corpiño con cada bocanada de aire que tomaba.
Reprimió con toda su fuerza de voluntad el acuciante deseo de tocar ese pecho que subía y bajaba, como dos niños calvos asomando tras una barandilla.
Carraspeó para centrarse.
−¿Tienes familia, alguien que pueda estar buscándote? Si me dices dónde viven, te llevaré con ellos.
Pepita se echó a temblar, pero logró ocultarlo. Sin embargo, no supo qué responder, pues cualquier cosa que dijera sonaría a mentira. Si decía que no, que estaba sola, él no la creería. Si asentía, él insistiría en tener más información. ¡Maldita sea! ¿Quién le iba a decir que saldría de Poncios para meterse en Pilatos? No pensaba dejarse llevar dócilmente de vuelta a los brazos de su tía y Don Antonio. ¡Antes muerta!
Tenía que ganar tiempo o distraerlo para que dejara de preguntar. Agarró sus faldas y se puso en pie. Él protestó, pero por lo visto no la creía capaz de llegar muy lejos, así que no la retuvo. Alzando la barbilla, mohína, Pepita echó a andar hasta un pino lejano sin saber muy bien qué hacía.
El bandolero demostró tener razón, ya que la pobre tropezó con el dobladillo y se dio un codazo con un árbol. Lo oyó soltar un bufido y supo que se estaba riendo.
Maldijo y se volvió. Entonces recordó lo que había escondido en sus pololos. Parecía haber transcurrido una eternidad desde entonces.
El librito se había escurrido por la pierna abajo y ahora yacía abierto entre los dos, como tentándolos libidinoso, a ver quién lo cogía primero.
Rafael lo alcanzó antes, picado por la curiosidad. ¿Sería un diario? Si estaba en lo cierto, entonces podría averiguar mucho sobre la tal Jane Carroll. La muchacha intentó arrebatárselo, pero él levantó el brazo y lo puso fuera de su alcance.
−¡Devuélveme eso! ¡No tienes derecho a hurgar entre mis cosas! – protestó, intentando llegar hasta el libro sin éxito.
El Mulato esbozó una sonrisa lobuna. Le sacaba al menos una cabeza a Jane y no importaba cuántos saltitos diera ésta; no recuperaría su preciado librito empapado de sudor hasta que se calmara.
−No soy yo el que ha estado espiando mientras me bañaba como me trajeron al mundo, señorita. Así que lo menos que merezco es el derecho a echar un vistazo, ya que tú no sueltas prenda sobre cómo demonios has llegado a perderte por aquí− le espetó.
Pepita se puso colorada al instante, y él le dio la espalda, muy gallito. Se preguntó si sería muy arriesgado darle un rodillazo en las pelotas a un bandolero, recuperar su libro, robar el caballo y salir huyendo.
Sí, probablemente sería mejor idea quitarle el trabuco y volarse los sesos antes de ponerse en ridículo de tal manera. Ni siquiera sabía por dónde quedaba el pueblo más cercano. De momento, no llegaría a ninguna parte sola.
−Mira qué bien, ¡una edición española! “Del comportamiento de la dama en sociedad”. Vaya, yo pensaba que estas moñerías sólo las hacían los ingleses.
Ella correteó hasta colocarse otra vez delante de él, pero el bandolero la esquivó con agilidad y se alejó de un par de zancadas. Si tantas molestias se tomaba la chica para quitárselo, seguro era porque dentro había algo importante.
−¿Sabes leer? – preguntó ella, deteniéndose.
Rafael la miró desdeñoso por encima del hombro.
−¿Te sorprende?
Al menos Pepita tuvo la decencia de bajar la cabeza avergonzada.
−Pero eres un… un…
Recorrieron toda la orilla del estanque, ella aún persiguiéndolo para evitar que abriera el maldito libro, cosa que Rafael hizo de todos modos.
−Un bandolero− terminó Pepita.
−¿Y qué? Bien podría haber sido magistrado o incluso médico antes de esto, ¿quién te dice a ti lo contrario? – soltó él divertido.
−Vaya, yo… lo siento. No era mi intención ofenderte.
Él se volvió para estudiarla, la comisura de los labios aún temblando por una sonrisa que no se atrevía a dejar salir. Por Dios, parecía tan mortificada que no le quedó otra que soltar una carcajada. Ignorando su expresión indignada, abrió el librito por una página cualquiera. La inglesa se abalanzó sobre él de nuevo, pero la esquivó igual que un torero experto.
Esperaba hallar una aburrida lista de consejos sobre cómo hacer reverencias, usar los cubiertos o incluso lavarse el cinturón de castidad, pero se encontró con una terrible narración de cómo una persona le metía a otra cosas insólitas por lugares todavía más impropios. Rafael ya tenía recorrido mucho mundo, pero los párpados se le fueron abriendo más y más conforme seguía leyendo.
−Por la gloria de mi madre, ¿pero tú de dónde has sacado esto? ¿Esto es lo que leéis en el lugar de donde te has escapado? Vaya marranada.
No obstante, siguió leyendo y pasó la página. La muchacha gruñía de bochorno y frustración, tirándole de la manga sin temor por su propia seguridad.
−¡Devuélvemelo AHORA!
−No.
La chica se estrelló contra su pecho con tanto ímpetu que ambos se tambalearon. Para evitar que se diera un guarrazo otra vez, el Mulato la sujetó por los codos, y ambos se quedaron mirándose como si el tiempo se hubiera congelado.
Rafael aguantó la respiración. Le encantaban esos ojos enormes y azules como el cielo de verano, y se moría por posar los labios sobre ese pequeño lunar al lado del ojo. Jane tenía la boca entreabierta y las mejillas ruborizadas. No se daba cuenta, pero le estaba invitando a enterrar la cara en su melena larga y oscura e inspirar. A pesar de todos los metros que había recorrido en su caída, la muchacha olía a tarde de lluvia y a sudor femenino, y el pelo alborotado sólo la volvía más bella, como si la hubieran interrumpido en mitad de un revolcón en el campo.
Su masculinidad se izó como el mástil de un barco, dura y caliente, amenazando con destrozar las costuras de los pantalones. Rafael apartó con cuidado a la moza, no fuera a darse cuenta de cuánto le afectaba tenerla tan cerca.
Necesitaba hablar de algo que no fuera un libro que lo hiciera pensar en sexo. También debía cuidarse, en el futuro, de no arrimarse demasiado a esa mujer. De lo contrario, en algún momento se le nublaría el cerebro y haría algo estúpido, como trotar cual perro suelto por un prado y recogerle un ramo de flores.
Pepita también se había quedado en blanco. Un hormigueo le recorría todo el cuerpo, cebándose con sus muslos y el bajo vientre. Jamás le había ocurrido nada semejante. Parpadeó, perpleja, y dejó que el bandolero la retirara un par de pasos y se colocara fuera de su campo de visión.
El corazón se le iba a salir del pecho. ¿Habría sentido él algo parecido? No, claro que no. Era un fornido bandolero, salvaje y experto, y ella no era más que una extranjera que lo único que sabía era el idioma. De repente, deseó estar bella, tener otro vestido distinto y el cabello más limpio.
−Me… ¿me vas a dar el libro ya?
−Me lo quedaré hasta que sepa lo que necesito sobre ti− lo oyó decir. Lo buscó de nuevo y lo vio meter el tomo en un saco. El hombre se puso su chaqueta, una bonita prenda de hombros recios y en un color rojo oscuro apagado. Terminó de vestirse y envolverse la cabeza con su pañuelo. Antes de ponerse el sombrero y dirigirse a su caballo, le preguntó con sorna:
−Tiene dos opciones: quedarse en este lugar perdido de la mano de Dios o montar y venir conmigo. No se engañe; tarde o temprano averiguaré de dónde ha salido. No hay muchas inglesas desaparecidas mientras iban disfrazadas de cortinaje, créame. Entonces, señorita Jane, ¿qué piensa hacer?
Pepita cerró los ojos un momento. ¿Qué otra le quedaba? Debía ir con él o no duraría mucho antes de que un animal salvaje se la cargara o, con su suerte, se matara despeñada. Además, aún quedaba algo de esa magia latiendo en su pecho. ¿No merecía la pena intentarlo? Dudaba que el bandolero quisiera herirla; de lo contrario ya lo habría hecho.
Él esperaba con una mano en el fajín, todo gallardo, con las riendas sujetas.
Bueno, no es que estar en compañía de ese descarado le resultara desagradable, al fin y al cabo. De momento, parecía mejor que Doña Eduarda. Y, como se repetía, no tenía muchas opciones.
Habría podido subirse sola al caballo si hubiera llevado otra indumentaria. No obstante, él no lo sabía y la aupó a lomos del equino como si cargara con una muñeca. Pero qué fuerte era.
“¡No te desmayes, Pepita! ¡Mantén la calma!” se ordenó cuando él montó también, el ardiente pecho pegado a su espalda y los muslos de acero acunándola para evitar que se cayera.
“¡Pepita, la compostura!”
−A todo esto, señor, no sé su nombre. ¿Tiene alguno? – inquirió mientras el caballo echaba a andar.
−Aquí en España todo el mundo tiene varios, incluido el mote− rezongó él con una media sonrisa. No se le había borrado esa estúpida expresión desde que encontrara el libro. Al muy sádico le placía verla avergonzada.
−¿Y podré conocerlo?
−De momento le basta con llamarme Rafael. No se haga ilusiones de intentar delatarme una vez se vea libre; encontrará siete Rafaeles bajo cada piedra que patee, y lo mismo le pasará a cualquiera que intente buscarme.
Rafael. Sonaba tan común, y a la vez tan clásico, como el pintor del Renacimiento. Pepita giró un poco el cuello, buscando sus ojos.
−¡Qué pésima opinión tiene de mí! ¿Por qué iba yo a delatar a quien me ha salvado hoy?
Él se encogió de hombros. Los árboles susurraban sobre sus cabezas conforme la penumbra caía. A la joven le habría gustado pasar la noche en el estanque, pero ¿quién era ella para cuestionar las estrategias de un bandolero?
−La gente no necesita una razón especial. Además, cuando bajemos a la venta, sabré si alguien ha preguntado por usted.
Pepita bufó para sus adentros. No la iban a devolver a Don Antonio. No pensaba permitirlo.
−Me pregunto de qué estará escapando para negarse con tanto empeño en volver.
−Hágase una idea entonces, señor Rafael.
Hubo un pequeño silencio durante el cual sólo se oían los ruidos del bosque y los cascos del caballo. Finalmente, Pepita preguntó por última vez esa noche:
−¿Me piensa devolver el maldito libro?
−No.
−Pues disfrútelo y apréndaselo de memoria.
−Dudo que pueda llegar a divertirme con él tanto como parece hacerlo usted, Jane.
Pepita se sintió tan abochornada que hundió el cuello entre los hombros y miró al frente sin decir una palabra más durante horas.
La había rescatado pero… pero… ¡Ojalá que un rayo le partiera esa cara dura!