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Cuando tenía dieciséis años y fue presentada en sociedad, ya convertida en una belleza regordeta, con su exuberante y rizada melena oscura y sus chispeantes ojos celestes, Pepita anhelaba algo que había descubierto en los libros que ocultaba en el fondo de su armario, que llegaba a su corazón con la música que sus amigas tocaban en el piano.
Quería encontrar al amor de su vida. ¿Era mucho pedir? ¿Tanto costaba que Dios le concediera su más ferviente deseo?
Al principio pensó que sería fácil. Pobre niña cándida. Creyó que, si esperaba y anhelaba con suficiente fuerza, una de esas veladas aparecería el hombre adecuado y el fuego de la pasión estallaría entre ellos, tal y como debía ser. Sus miradas se cruzarían, uno en cada extremo del salón de baile. Entonces ella se abanicaría, aleteando las pestañas y sintiendo su corazón desbocarse, mientras él, gallardo, cruzaba la estancia y le pedía un baile. Cuando se tomaran de las manos y empezaran a girar al compás de la música, ambos lo sabrían. No habría necesidad de buscar más.
Y declinó los coqueteos de sus anodinos pretendientes con la mayor educación posible, convencida de que, cuando todo pareciera perdido, su otra mitad aparecería.
Así que los solteros se emparejaron en las primeras temporadas, sus amigas fueron comprometiéndose una tras otra, y la duda se fue abriendo camino en Pepita.
Algo aún peor se cebaba con su familia. Su padre ya había sido propenso a despilfarrar cuando estaba contento, aparte de su espíritu ingenuo a la hora de elegir amistades, y bastaron dos años para que la modesta fortuna de los Worthington se desvaneciera como el humo. Junto con su dote, se marcharon los cuatro petimetres que habían quedado solteros, y ella se sumió en una profunda tristeza, no tanto por la perspectiva de quedarse soltera, sino por el terror que le provocaba acabar en la miseria junto a un padre al que no parecía importarle nada salvo seguir apostando y endeudándose.
Y por un repentino infarto, su padre murió sin siquiera dejar un testamento. La herencia era inexistente y Pepita no sabía adónde ir; sus amigas vivían lejos y ella no quería ser una carga en sus vidas matrimoniales. Entonces la ayuda le vino de forma inesperada, gracias a una misiva que un conocido de su padre se había tomado la libertad de enviar a España. El hombre se había apiadado de Pepita y, rescatando recuerdos y direcciones, había intentado aportar un último gesto para con la hija de su difunto amigo.
Descubrieron que sólo un pariente vivo quedaba al que no le importara cuidar de ella y acogerla bajo su techo; la hermana de su madre, Eduarda Jiménez, una viuda que vivía en Sierra Morena junto a sus cuatro hijos, todos casados. Pepita, que aún estaba aturdida por la pérdida, intercambió correspondencia con su tía, que afirmaba esperarla con gran ilusión para tratarla como a una hija. La joven empacó sus escasas pertenencias y se fue de su hogar, esperando poder regresar algún día, cuando todo se hubiera asentado un poco.
¿Qué se encontraría en el sur de España, esa tierra plagada de leyendas románticas, de misterio y gente de ojos oscuros como el carbón? Ese lugar, Andalucía, que había heredado tanto de la cultura árabe y judía, y que se le antojaba salvaje y extraño. Su madre le había contado historias asombrosas de la Reconquista, de los Reyes Católicos y la Inquisición. Se había ido a dormir con cuentos sobre reinas dementes y montañas escarpadas donde se ocultaban hombres que secuestraban niños para sacarles las mantecas. ¿Qué haría una muchacha allí, rodeada de parientes a los que jamás había visto y procedente de una vida tan distinta?
Cuán terrible fue su desasosiego cuando vio por primera vez a su nueva familia. Apenas un abrazo, sólo los dos secos besos de costumbre entre las españolas. En el caso de su tía, más bien fue chocar las mejillas mientras le estrujaba los hombros con unas manos largas y huesudas, forradas de anillos. Las risas fueron forzadas, y apenas hablaron con ella los primeros días para darle el pésame y comprobar su nivel de español, no sin cierta malicia.
Entonces supo que le habían mentido como bellacos, y que jamás debería haber abandonado su hogar. ¿Pero qué hogar podía tener en Inglaterra, cuando hasta la casa se la habían embargado por culpa de las deudas de su padre? ¿Qué habría podido hacer, salvo mudarse con alguna de sus amigas, todas con sus propias preocupaciones? No, jamás sería una carga para nadie.
Todo había ido de mal en peor. El acento era apenas comprensible y a menudo observaba a su tía hablar con sus hijos a escondidas, dando órdenes mientras escribía cartas que luego entregaba a los niños de las criadas.
Un sexto sentido avisaba a Pepita de que todas esas conversaciones giraban en torno a ella, pero no podía estar segura, ya que todos parecían muy tranquilos en su presencia y nadie le mencionó ningún problema que hubiera podido causar su llegada.
Pero su tía guardaba planes para ella.
No la habían acogido como una hija o sobrina, sino como moneda de cambio. Se habían aprovechado de su soledad y su desconcierto para arrojarla sin piedad al centro de una telaraña que su tía había tejido con maestría para su beneficio.
En cuestión de semanas, cuando apenas se acostumbraba al acento y podía entender a sus primos sin ponerse bizca, la presentaron a Antonio García, un hombre de dinero que buscaba una segunda esposa tras enviudar. Ya entrado en los cincuenta, con espaldas débiles, el señor cargaba con un pandero bamboleante que amenazaba con doblar las sillas en las que se posaba. Su pelo gris estaba siempre grasiento y peinado en tirillas sobre la incipiente calva, de tal manera que parecía que una vaca le hubiese lamido la coronilla de oreja a oreja.
La primera vez que la vio, el desagradable hombrecillo la había repasado de pies a cabeza con unos ojos porcinos, sin pudor alguno. Con un amago de pánico y desconociendo las intenciones de su tía, Pepita conversó esa noche con él durante la cena, tratando de ser cortés e ignorando cómo la miraba igual que si fuera el postre. Quería demostrar a su nueva familia que podía serles de ayuda, no sólo de puertas para adentro, sino en cualquier evento social. Sonrió, asintió y esquivó los intentos de García de flirtear con ella con la pericia de toda una dama.
Cuando se marchó, Pepita creyó que se había librado de él.
Sin embargo, el viudo regresó una y otra vez. La tía Eduarda entraba en éxtasis cada vez que él traía un regalo para Pepita, desde mantones hasta pilladores para el cabello, incluso unas medias blancas que ella se negó a usar. Por mucho que intentara excusarse y quitarse de su vista, García tenía una habilidad increíble para encontrarla y materializarse a su lado, dándole unos sustos de muerte cada vez que le hablaba al oído de pronto, zumbando en andaluz como un abejorro.
“Me está cortejando” pensaba, descompuesta, cuando el señor aparecía los domingos en casa de la tía para unirse a rezar el rosario. ¡Cielos! Antonio García despertaba tanta atracción en ella como un calcetín sudado y enmohecido.
Incluso huérfana y caída en desgracia, lejos de todo cuanto conocía, se había aferrado a su sueño del amor verdadero con uñas y dientes.
¿Pensaba la vida arrebatarle eso también?
Se encaró con su tía y sus primos. Les dejó claro que no pensaba corresponder a las atenciones de Don Antonio, daba igual cuánto dinero o tierras tuviera. ¡Ella no era un animal que usar como trueque en un matrimonio de conveniencia! ¿Qué pensaban hacer ante su negativa? ¿Obligarla a desposarse con ese horrible hombre? ¿Llevarla a rastras hasta un altar contra su voluntad?
Pues mira por dónde, eso mismo hicieron.
***
Oyó el chasquido de la cerradura. Con un respingo, no se le ocurrió otra cosa que esconderse el libro bajo los pololos, donde se quedó alojado en la parte de atrás del muslo.
Observó con los ojos inyectados en sangre cómo su tía se guardaba la llave en el bolsillo del vestido negro, una aberración recargada de puntillas con el escote tan apretado que la piel del pecho se le constreñía en pliegues arrugados. Una peineta cuadrada, grande cual remo, sobresalía de su moño canoso, rodeada de floripondios. Buen Dios, era imposible ignorar semejante muestra de mal gusto; la cabeza de su tía parecía un trono de procesión de ésos que tanto celebraban los españoles.
−¿Se han bajado ya esos humos, fiera? –. Enarcó las cejas finas y penetró en el cuarto, satisfecha al verla rendida –. Cualquiera diría que allí en Inglaterra atáis los perros con longaniza, viendo los ascos que le haces al pobre Don Antonio, que bebe los vientos por ti.
Se acercó al lecho y tomó el vestido rosa por los hombros. Los tupidos encajes le colgaron por los brazos al sacudirlo. Parecía un cuervo peleándose con un geranio gigante.
−Me alegra ver que no lo has roto, con tu genio. Ya es hora de meterte dentro y adecentarte. Vamos, niña tonta, límpiate esa cara colorada. ¿Quieres llegar hecha unos zorros a tu boda?
−Si mi madre estuviera aquí, se te caería la cara de vergüenza− masculló ella, dando un paso atrás, mareada por la inanición.
−Tu madre está muerta, ¿no te lo han dicho, chiquilla? – resopló Eduarda, poniendo los ojos en blanco.
Dos criadas entraron siguiendo los pasos de su tía. Una de ellas la miró con pena; la otra blandió un cepillo de pelo como si fuera un garrote, por si a Pepita le daba por atacarlas intentando abrirse paso hasta la puerta.
Pero la joven no tenía fuerzas apenas para levantar la cabeza. ¿Cómo iba ahora a resistirse a los brazos de acero de su tía, que se cernía sobre ella como la Parca, lista para segar lo que quedaba de su felicidad? Sollozó desolada mientras le frotaban la piel hasta dejarla reluciente, suspiró mientras la peinaban, y cuando finalmente estuvo embutida en esa aberración de encajes que crujía con cada uno de sus movimientos, quedó muda y floja como una muñeca de trapo.
El librito pesaba bajo la ropa interior, pero nadie lo había notado. Ahora, Pepita tenía otras cosas más urgentes de las que preocuparse que por el estado de sus memorias de la Viuda Audaz.
Si vestida de novia era la única forma de salir de allí, que así fuera. Encontraría una forma de huir, lo juraba por la memoria de sus padres.
Afuera la esperaba el cochero junto con algunos primos, todos de punta en blanco. Quiso borrarles las sonrisas a patadas. Eduarda le puso un ramo de flores en la mano y Pepita se quedó mirándolo, preguntándose qué demonios esperaban que hiciera con eso. Su tía se pilló una gigantesca mantilla en la peineta y se cubrió los hombros con ella.
Antes de que Pepita pudiera apartarse, le echaron un velo por encima y se lo pillaron con un puñado de flores. Los tallos le arañaron el cuero cabelludo y gimió de dolor. Entonces su tía la arrastró hacia el carro tirado por caballos, la agarró del cogote y la metió adentro casi de un empujón. La joven estaba hiperventilando, a punto de desmayarse.
No veía nada con ese velo tapándole los ojos. El olor a caballo, que siempre le había gustado, ahora le parecía asfixiante. Eduarda Jiménez sudaba como un pollo cuando se abrió paso entre sus faldas para colocarse delante de ella en los asientos. Abrió un abanico tan fosforito como las flores que poblaban su cabeza y empezó a golpearse las tetas con él en un intento de refrescarse. Creyendo que se había salido con la suya, tomó la mano de su hijo mayor, que ya casi encanecía, y exclamó:
−¡Va a ser una boda preciosa! Don Antonio estará más contento que unas Pascuas con una novia tan guapa. Si te lo digo yo, ya te lo digo, ¡siendo familia, pasaremos más rato en su casa que en la nuestra! Esta Semana Santa nos vamos a poner bien gordos comiendo de su despensa, ¡vaya que sí!
Su hijo se echó a reír, despatarrado en el interior del carruaje. Las mallas le quedaban tan ceñidas como si se las hubiera robado a un niño, y las sienes le sudaban casi tanto como a la madre.
Cómo odiaba a esta familia.
−¿Habéis llevado las arras?– inquirió de pronto Eduarda, pellizcando a su hijo en la muñeca. La capacidad de esta mujer para pasar de la alegría al enfado, rozando la demencia, era algo que temían todos cuantos la rodeaban.
−Sí, mamá.
Una última lágrima rodó por la mejilla de Pepita.
−¿Y el jamón? ¿Lo habéis llevado a la casa del cura?
−Sí, mamá.
−Pero habrá sido el pequeño, ¿no? Mira que como le hayáis llevado el que quería para nosotros te…
−Que sí, mamá.
Eduarda sonrió, satisfecha, y se echó para atrás, mirando a su sobrina como si fuera una obra de arte pintada por ella. Con la mantilla colgando de la peineta hasta los codos, la silueta de la mujer recordaba a un ataúd florido. Volvió a ser presa de la jovialidad y los ojos oscuros le brillaron cuando juntó las manos dando una palmada.
−Ay, ¡qué novia tan linda! Como no la ha habido en toda Córdoba.
Pepita apenas podía respirar. Las faldas de su vestido se inflaban tanto que llegaban de una pared a otra, y cada vez que su tía quería hablar con su hijo, debía apartar capas y capas de tela para encontrarle la cara. Los pololos le chorreaban de sudor y el corsé no la dejaba doblar la espalda. Como si no fuera suficiente suplicio que las varillas de la faja le elevaran el abundante pecho hasta casi tocarle la barbilla, el velo se rozaba con el techo y crujía como el follaje seco que tanto abundaba por esos lares montañosos.
−Lo que te digo yo. Preciosa. ¡Una princesita! Fina y sobria, como pega a la gente de dinero. Yo siempre atino. He vestido a más novias de las que puedo contar. Vuestras cuatro esposas fueron divinas al altar gracias a mi buen gusto, y mira cómo aún a día de hoy siguen hablando de ello.
El primo tragó saliva con desolación al recordarlo. Casi veinte años después, en el pueblo seguían llamando a su mujer “el pastelito apuntillado”.
−Sería bueno que abriéramos las ventanas, me estoy cociendo− farfulló el pobre cuando los caballos iniciaron la marcha y todos se empezaron a sacudir dentro de la cabina.
−Sí, mejor. A ver si llegamos pronto a la iglesia.
Los ojos de Pepita, que se había mantenido al margen de la estúpida conversación, se abrieron de golpe al oír en la lejanía el primer tañido de la campana. ¿Cómo no lo había pensado?
La iglesia.
Recordó al párroco de su pueblo, llamándola “hija del Maligno”, el fuego elevándose y ennegreciendo la fachada de la capilla. Cómo sus padres habían decidido celebrar la misa en casa con los criados para evitar los incidentes.
¿Sería posible que su tía ignorara la maldición que arrastraba consigo Josefina Worthington desde la niñez?
Sus labios pálidos de espanto se apretaron con renovada esperanza.
“Por favor, por favor, no me falles ahora, suerte mía”, rezó para sus adentros, ciega y mareada en la blancura del aparatoso velo.
Su última posibilidad de escapar a su aciago destino recaía ahora en manos de Dios… si es que éste la había perdonado ya por su extraña condición.
Bajo las capas de encaje rosa, Pepita rebuscó hasta encontrarse las manos y las unió para rezar como no había hecho en todos sus veintiún años de existencia.