5

 

La primera noche apenas mediaron palabra. Pepita no tenía intención de escabullirse hasta que supiera dónde demonios se encontraba, y el bandolero no estaba muy parlanchín. Lo veía afilar sus navajas con un aire meditabundo, como perdido en sus recuerdos. Había momentos en los que a Pepita le apetecía hablar un poco, pero enseguida se mordía la lengua, no fuera a soltar más información de la cuenta.

Así que durmieron alrededor de un fuego que se apagaba, o al menos Rafael lo hizo. Pepita lo observó entre cabezada y cabezada. ¿Cómo podía ser tan guapo un hombre con tan mala vida? Apenas tenía provisiones de comida y pernoctaba al aire libre. ¿Cómo era su piel tan brillante y tersa, sus labios tan perfectos?

Sentía deseos de acercarse a él y acariciarle el pelo. Agarraría los rizos y hundiría la cabeza en ellos con tal empeño que su cabeza se fusionaría con la de él y ambos quedarían pegados de por vida, como siameses de feria.

Al pensar en esto, creyó que ya había fantaseado bastante y se rindió a los brazos de Morfeo.

Se alzó una aurora azur que tornó difusas las curvas de Sierra Morena. Abrió los ojos y contempló el espectáculo. Los árboles permanecían estáticos, como congelados en un grabado muy viejo. Con gran lentitud, la bruma se retiró y se fue convirtiendo en un mar plateado, donde se recortaban las ramas de bordes ásperos, las hojas que parecían filos de cuchillos.

El canto de un pájaro dio la bienvenida al día, y las demás aves lo siguieron.

Pepita miró al cielo, dándose cuenta, después de tanto tiempo, de que el sur de España era bello, al contrario de lo que ella creía. Se desperezó, lánguida, y deseó estar desnuda para no sufrir los pinchazos de ese maldito vestido.

A todo esto, ¿para qué leches le había puesto su tía un corsé, si la ropa gastaba un corte imperio, ceñida bajo el pecho? ¡Maldita sádica! Eduarda habría sido capaz de enviarla al altar con un perchero metido por el culo si hubiera habido un código de vestimenta que le diera la excusa perfecta.

Rafael la contempló, sentado al estilo indio sobre su manta. La muchacha parecía un hada abandonada en mitad del campo, con la tela rodeándola como un nenúfar y un brazo tras la nuca, sirviéndole de almohada. Su virilidad se alegraba de verla tan de buena mañana.

No, no, no. No permitiría que esa desconocida ejerciera tanto control sobre sus impulsos más bajos.

Esa mañana irían a la venta que regentaba un amigo, y allí conseguiría lo necesario para continuar su búsqueda de información.

Fue hacia ella y le dio unos golpecitos en el hombro.

−Arriba, moza. Te he dejado remolonear un rato para que te recuperaras mejor del testarazo de ayer, pero no te acostumbres.

Pepita se incorporó y se despabiló enseguida. Compartieron un parco desayuno sin hablar mucho y montaron a caballo para seguir bajando de la montaña.

Cuando el sol estaba ya alto, centelleante y blanco, Pepita ya no podía aguantar más sentada entre las piernas de Rafael, con ese titánico pecho golpeteando en su espalda, y necesitaba distraerse con lo que fuera. De modo que intentó hablar un rato:

−¿Cómo se llama tu caballo?

La pregunta sorprendió al bandolero, que tiró de las riendas para virar por un sendero estrecho, desde el que se veía el Barranco de la Dormida.

−No tiene nombre.

−¿Carga contigo y tus bártulos por doquier y ni siquiera te has dignado a bautizarlo?

−Se llama Caballo, y punto. Además, sólo los ricos le ponen nombres a sus jamelgos, y yo no soy Don Quijote ni el Cid Campeador.

Pepita alzó las cejas, manteniéndose a buen equilibrio. Se fijaba en cada detalle del paisaje, desde las explanadas cubiertas de suave hierba que clareaba hasta las cuestas, algunas de ellas tan escarpadas que se obligaba a no mirar para no asustarse. No quería poner nervioso a su dudoso rescatador ni al animal que los llevaba.

−Mi madre me contó muchas historias de España, pero no me acuerdo de la del Cid.

−Pues hace mucho tiempo, durante la Reconquista, el Cid sirvió al que sería el rey Sancho II de Castilla. También sirvió al rey de León, y luchó y ganó muchas batallas contra los moros y los enemigos de la corona. Luego lo desterraron, si mal no recuerdo, porque se pasó saqueando una ciudadela sin permiso. Se convirtió en una especie de mercenario, y junto con su mesnada entraron al servicio de un rey moro de Zaragoza. Después de muchas batallas, porque así se entretenía la gente en esa época, se reconcilió con el mismo rey que lo había desterrado.

−Ahá.

−En cualquier caso, el Cid y el rey se volvieron a mosquear, y Alfonso VI lo desterró de nuevo, esta vez quitándole todos sus bienes. El Cid se convirtió en un caudillo independiente, vamos, que él con su pan se lo comía. Conquistó Valencia y creó un protectorado que él gobernaba como señor de la guerra. A pesar de todo, creaba bastantes buenas alianzas con los musulmanes cuando le convenía, y tenía tantos amigos como enemigos. Ahí fue donde el Cid, que en realidad se llamaba Rodrigo, empezó a ser conocido como Sidi, que significa “señor” en la lengua mora. Y como nosotros lo pronunciamos todo a nuestra manera, acabamos llamándolo Cid.

−Ya veo.

−Casó a sus dos hijas con altos cargos, y consiguió un montón de cosas importantes de las que ya no me acuerdo. Y cuando murió poco antes de una batalla, le metieron una escoba bajo la armadura, lo subieron al caballo y mandaron el cadáver a galopar contra el ejército enemigo, que huyó despavorido al creer que el Cid estaba vivo y venía para darles guantazos hasta en el cielo de la boca.

−¡Venga ya! – gritó Pepita, sin poder evitar reírse. Resultaba muy entretenido hablar con Rafael cuando se daba la ocasión de que éste se hallara de humor.

−Hablo muy en serio. Todo el mundo sabe que lo que se diga en un cantar de hace ocho siglos va a misa. Si dicen que un fiambre clavado a un caballo espantó a un ejército, hay que creérselo.

Lo oyó soltar una corta carcajada. El sonido le provocó un cálido escalofrío que la recorrió desde el cuello hasta la rabadilla. Oh, si pudiera oír esa risa a cada segundo, con sólo chasquear los dedos. Era como hacer ángeles de nieve en una cama de terciopelo.

−Y a todo esto, ¿cómo se llamaba su caballo?

−Babieca.

Pepita ladeó la cabeza. No sonaba muy romántico. Rocinante, como el caballo del Quijote, le gustaba mucho más. Tenía más poderío.

−Es usted un bandolero muy culto, señor Rafael. ¿Me contará algún día dónde aprendió tantas cosas?

−Señorita, estará de vuelta en casa antes de que pueda contarle por accidente cuántos años tengo entre pecho y espalda.

El entusiasmo de la muchacha cayó en picado. Permaneció muda y nerviosa todo el tiempo que tardaron en llegar a la venta. Maldito bandolero, ¿a qué venía ese empeño en devolverla?

Dinero, por supuesto. Don Antonio y su tía le pagarían gustosos. Mierda. Si no forcejeó y se tiró del caballo fue porque temía abrirse la cabeza en un risco. Prefería despistarse en un lugar donde hubiera más gente y preguntar hasta encontrar un refugio seguro. Una vez allí, tal vez podría entrar a trabajar en una casa discreta y mantenerse oculta hasta conseguir la suma necesaria para pillar un barco que la llevara de vuelta a Inglaterra.

Los balates y saltos dieron paso a un terreno llano, donde las montañas se perfilaban lejanas y grisáceas bajo el cielo despejado. El suelo era terroso y algún pequeño saltamontes daba botes entre mata y mata.

Rafael la sacó de sus cavilaciones cuando pararon cerca de un edificio chato con hierba seca en el tejado. Algunas tejas estaban ya ennegrecidas y rotas por la lluvia y el paso del tiempo, casi habían perdido su color rojo original, y servían como nido a varios animalejos. Por todos lados destellaban macetas de geranios pintadas de azul y verde; enganchadas a las paredes, asomando por arriba, amontonadas en los endebles balcones protegidos con barrotes de hierro.

Una chumbera enorme se erguía cual centinela en el portal entreabierto. Nadie se había molestado en retirar algunos trozos de cactus marchito que salpicaban la entrada. Si no hubiera sido por los geranios recién regados, Pepita habría pensado que se encontraban ante un lugar abandonado; sin embargo, al aguzar el oído, acertó a percibir unas notas de voz y los cacareos de una gallina.

El segundo piso de la venta mostraba una hilera de ventanas con los postigos abiertos. Las macetas colgaban de los alféizares en un gracioso desorden, y alguien había pintado los marcos en rojo. El desgaste se había ensañado con la pintura hasta hacerla parecer un sarpullido en las ventanas.

Rafael esperó a una buena distancia del edificio.

Una mujer se asomó con cautela y escrutó el horizonte. Si había visto a la curiosa pareja, no dio muestras de ello. No obstante, se hizo visera con la mano, cerró un postigo y lo abrió de nuevo. Repitió la operación dos veces y se retiró al interior.

−Estamos de suerte. No hay nadie ni lo esperan− dijo Rafael.

Cabalgaron hasta rodear la venta, donde había un mozo de unos doce años esperándolos con una sonrisa. Se detuvieron en la parte de atrás, junto a una puerta apenas disimulada bajo una higuera.

El bandolero se bajó del caballo y extendió los brazos para ayudar a Pepita a desmontar. Ella lo dejó hacer, fingiendo indiferencia. Se sentía herida porque ese estúpido no respetara sus deseos de no volver con sus captores.

−Ahora, escucha bien. Mantente callada, no llames la atención y déjame hablar a mí.

El muchacho le tendió el cuenco, que rebosaba agua fresca y cristalina. Llevaba un sombrero que debía haber pertenecido a un hombre más grande, pues se le calaba hasta casi taparse los ojos. Cuando Rafael le indicó por señas que le pasara primero el agua a Pepita, el chico la miró de arriba abajo con una expresión que decía “Pero illa, ¿tú qué llevas puesto?”.

La joven tomó el refrigerio con agradecimiento. El líquido bajó por su garganta, limpiando toda sequedad. Las hojas de la higuera, que aún estaban pequeñas y brillantes, se balanceaban suavemente sobre ellos. Pepita se tomó unos segundos para respirar el aroma dulzón y a la vez agrio del árbol.

−Nos pensábamos que algo te había pasado− empezó el chico.

Rafael recogió el cuenco cuando Pepita se lo alargó. Bebió, mojó las manos en lo que quedaba del agua y se las restregó por el cogote con alivio.

−Para nada, Antoñillo. He estado dando vueltas y ocupándome de mis asuntos. Encontré a esta señorita perdida al pie de un barranco.

Pepita se encontró al tal Antoñillo mirándola con timidez bajo el ala gastada de su sombrero. Le sonrió y el chico echó el cuello hacia atrás como una cobra, poniéndose colorado.

−¿Y de dónde se ha escapado usted? –le preguntó directamente.

Rafael respondió por ella:

−No dice palabra. Justo he bajado para ver si alguien la andaba buscando, y de paso encontrarle un atuendo más… adecuado.

Antoñillo sacó agallas para mirarla una última vez antes de hacerles pasar al refugio del muro.

−Pues sí.

Ocultaron al caballo de miradas indiscretas en el establo. El olor a paja y animal era denso allí, pero en lugar de alejarse, Pepita se paró a mirar a una yegua gris que los observaba tranquila.

−Qué, ¿te gustan los caballos, Jane? –le preguntó el bandolero, quitándole algún aparejo a su montura.

No se le había escapado la seguridad con que la moza se había sostenido sobre el equino durante todo el trayecto, moviendo las piernas a la vez que él, como si supiera guiar desde pequeña. No mostraba miedo ante los caballos, tal y como él esperaba.

−Sí, mucho− respondió Pepita. Ya se arrepentía de haberle dado un nombre falso, de haber decidido no contarle nada más sobre ella. Le resultaba muy difícil mentir por omisión, cuánto menos disimular que era una fiera montando a caballo.

−¿Sabes montar y no me lo has dicho? – insistió Rafael.

Pero aún no podía confiar en nadie.

Negó con la cabeza y, sin decir una palabra más, se dio la vuelta y salió del establo, con los rizos negros virando a su espalda.

Rafael el Mulato torció sus carnosos labios en una mueca. ¿Qué bicho le había picado a la inglesa? ¿En serio creía que su secreto duraría mucho a cubierto? Tal vez el cansancio había sacado su lado de niña rica a flote, y ahora consideraba que hablar con un pulgoso bandolero era algo a lo que ninguna dama inglesa debía rebajarse.

Ni siquiera si ya lo había visto desnudo en todo su esplendor genital.

Bufó. No veía la hora de devolverla al agujero forrado en oros del que hubiera salido, ganar su recompensa y seguir ocupándose de sus negocios varios. Debía encontrar la pista del Rajabocas, la Rosario y la cuadrilla que los acompañaba. Después decidiría qué hacer. También quería visitar a su hermana, pero, ¿no sería ahora demasiado peligroso? Dios sabía que lo último que Rafael quería era meterla en apuros, y menos con un bebé en brazos.

Con lo caro que le había costado salvar a Juanita de una mala vida y después alejarse de ella, no pensaba arriesgarse a darle más problemas. Su hermana ahora tenía una nueva familia, acomodada por cierto, que había aprendido a aceptarla e incluso quererla; eso era más de lo que Rafael podría aspirar a encontrar jamás.

Se sentía tan solo, tan cansado. Estaba harto de dar vueltas con sus pensamientos, de no poder tener un trabajo honrado y estable, de lo difícil que era vivir como él hacía. No quería arrastrar a nadie más consigo, ni siquiera a los amigos que ya eran bandoleros antes de conocerlo.

Demonios, necesitaba un vasito de vino. Sólo uno.

 

***

 

De muros para adentro, la venta era tan distinta en hermosura y cuidado que nadie se lo habría creído al verla desde lejos. No muy apartado de los establos se abría un patio acogedor pavimentado con piedras rectangulares y tierra prensada.

El lugar se mantenía a buena temperatura por la sombra que le proporcionaba el edificio principal, que rodeaba tres de los lados. Una hilera de arcos encalados apartaba el cuarto borde, y un toldo natural de zarcillos y hojas de parra se enredaba en las columnas y se extendía por unas varillas hasta tapar el patio, dándole un aspecto íntimo y sereno.

Los mosaicos de falsa porcelana, relucientes y limpios, adornaban las paredes hasta la mitad de su altura. Un hueco en una pared, también forrado de azulejos, albergaba un farol que los dueños encendían por las noches.

Había cerámica por todas partes; cántaros, jarras, platos y cuencos calentándose a los rayos de sol que entraban donde la parra escaseaba. A un lado, un par de sábanas colgaban tendidas de un cordón, brillando diáfanas.

Cuando Rafael terminó de acomodar al caballo y salió al patio, se sorprendió al ver a la muchacha fugada rajándose los bajos del vestido. La tela estaba tan anegada en barro seco, paja y agujas de pino que casi no se adivinaba el color original. No obstante, se quedó mirándola perplejo al lado de Antoñillo. El rasgar de la tela debió sobresaltar al colorín que saltaba en una jaula que pendía de una viga, porque empezó a cantar como loco.

−¿Pero qué haces, mujer? –exclamó, casi abalanzándose sobre ella− ¡Podemos vender eso!

−¿Qué demente compraría esta porquería? –replicó Pepita, que rasgó otro volante acartonado, dejando a la vista sus maltrechas medias y los zapatos sucios.

Rafael empezaba a ver parte de razón en sus palabras, pero una gruesa mujer que se cubría los hombros con un manto salió a recibirles, aún escoba en mano. Un montón de cabellos grises se arremolinaban en torno a su cabeza, escapados del prieto moño de su nuca. Ella había sido quien había invitado a entrar al Mulato a la venta, mediante un lenguaje secreto acordado hacía mucho tiempo.

−¡Rafael! ¡Ay, mi moreno! ¡Cuánto tiempo sin verte!

Sin darle tiempo a escabullirse, la señora de la venta, Dolores López, abrazó a los dos metros de bandolero con tanta fuerza que casi lo levantó del suelo. No contenta con eso, lo agarró de las orejas, lo atrajo hacia sí y le estampó dos besos tan sonoros que a Pepita le empezó a pitar un oído.

−¡Cada día estás más grande! ¡Ay, eso es de los potajes que te preparo cuando vienes, que te riegan como si fueras una maceta y así estás, se te sale lo lustroso por la cabeza! – exclamó Dolores quitándole todo el polvo del camino a base de palmadas en los brazos. En cuestión de segundos, la chaqueta de Rafael recuperó el color y la nube de polvo se fue a por Antoñillo, que se bajó el sombrero para no tragársela.

La señora, habiendo mostrado ya su alegría, se fijó en Pepita y miró a Rafael interrogante. Luego los invitó a pasar adentro, a un cuarto que olía a queso curado y a viejo. Del techo colgaban chorizos y morcillas que hicieron recordar a Pepita lo mucho que echaba de menos sentarse al fuego de la chimenea y leer uno de sus libros prohibidos.

La mujer se arregló un poco el moño y mandó a su hijo menor, Antoñillo, a traerles un plato de queso en aceite y pan del tierno. Después aseguró el lugar cerrando alguna ventana. Mientras tanto, Rafael tomó asiento a la mesa y Pepita lo imitó, sin saber qué hacer ni qué decir.

Cuando el chiquillo volvió con un suculento plato rebosante de triángulos de queso con aceitunas, su madre le dio un coscorrón suave.

−Niño, que los sombreros no se llevan en la casa.

Antoñillo, mohíno, la obedeció y se quitó la prenda, dejando al descubierto un mechón negro que sobresalía de su cabeza, tieso como un poste. Satisfecha, Dolores asintió y lo mandó a preparar un par de habitaciones para los invitados, que seguramente pasarían la noche en la venta.

−No, Dolores, mejor que sea sólo una. Tengo que tener vigilada a esta muchacha.

La señora lo miró dubitativa.

−Oiga, no me estarás viviendo en pecado, ¿no?

−No, no− Rafael se llevó una mano al puente de la nariz e inspiró hondo−. Es que tengo que tenerla vigilada.

−¿No habla? –preguntó Dolores, invitando a Pepita a que comiera como todos.

−Se hace la muda cuando le viene en gana− dijo Rafael, señalándola con el pulgar.

Antoñillo sacó un cuchillo para partir el pan, queriendo hacer alarde de modales, pero el bandolero ya se estaba sirviendo con las manos. Bufó indignado y se cortó un trocito que mojó en el aceite para entretenerse chupando. Dolores apoyó los codos en la mesa y dirigió a Pepita una sonrisa afable.

−¿Y por qué no querrías hablar con este muchacho, tan bueno y noble como es? Yo lo conozco desde pequeño, y te aseguro que si fuera tú, lo liaría y enredaría hablando como una cotorra hasta que me cogiera cariño y no pudiera despegarse de mí. ¡Ay, cómo ha sufrido mi Rafael! Lo que tú necesitas es una mujer que te apriete esos cachetillos…

Antes de que Dolores pudiera pellizcar los mofletes del bandolero, éste la esquivó con disimulo e interrumpió la cháchara. Maldita fuera, no sabían nada de Jane y ya estaba intentando hacerle de alcahueta.

−Gracias, Dolores. Verás, te cuento lo que ha pasado. Encontré a esta chica casi despeñada al pie de un barranco, así vestida. No sé de dónde se ha escapado, sólo que es inglesa, sabe hablar español y sospecho que montar también. Dice que se llama Jane Carroll.− Lanzó una mirada de reproche a Pepita.− Pero no sé si creérmela, porque la muy mentirosa intentó engañarme diciendo que se llamaba María.

Imitó el acento de la inglesa con tal acierto que Pepita se puso colorada. ¡No volvería a hablar más en su presencia! ¡Maldito y sensual descarado! ¡Estúpido forajido de dientes blancos y pezones de ébano acerado!

−¿Y bien, qué piensas hacer?– Viendo que Pepita, en efecto, se hacía la muda, todas las preguntas iban para Rafael.

−De momento, quisiera saber de dónde ha salido y si la busca alguien. Luego la devolveré, y con la recompensa haré mi avío. Es bastante simple.

−¿Qué te hace estar tan seguro de que alguien la quiere de vuelta?– El comentario no tenía ninguna mala intención; Dolores sólo mostraba sincero interés.

−Eso, eso, ¿por qué iban a querer que volviera?– saltó Pepita de pronto, sobresaltándolos a todos.

Antoñillo se la quedó mirando con un trozo de queso sobresaliendo de la boca. Rafael estiró los labios y entornó los párpados con cansancio. Dolores fue más práctica.

−Apuesto a que estás incómoda con esa ropa, hija.

Pepita respondió con un hilillo de voz, agradecida porque alguien hubiera reparado en su miseria.

−No puedo más, señora.

−Bien, digo yo que Rafael querría pedirme ropa más adecuada para ti y no se atrevía, ¿verdad que sí? Qué fatigoso es este hombre.

Rafael asintió, rascándose la sien con disimulo.

La señora hizo un gesto al chiquillo para que se levantara de la mesa. Antes de obedecer, Antoñillo se proveyó de un par de trozos de pan que guardó en el bolsillo de su chaleco.

−Niño, ve y tráeme el vestido ése que ya no me cabe, el que tiene un zurcido en...

El bandolero la interrumpió, intentando por todos los medios sonar lo más educado posible:

−Verás, Dolores, yo… creo que sería mejor algo más… discreto.

La mujer lo miró sin comprender. Rafael ladeó la cabeza. Dolores hizo lo mismo para el otro lado. Insistiendo, el bandolero enfatizó el gesto. La mujer dobló el cuello aún más, confundida.

Los ojos azules de Pepita viajaban de uno a la otra. Se sentía más perdida que un pulpo en una carroza.

−Mamá, que quiere ropa de hombre para que la chica no llame la atención si la lleva a un sitio donde hay más gente− soltó Antoñillo con hastío.

−¡Ay por los golondrinos de la tata! ¡Podías haberlo dicho antes!– suspiró Dolores−. Pues ve y saca la ropa vieja de José Luis, la que ya no se pone. Digo yo que con unos ajustes le vendrá bien.

Rafael se frotó la cara con una mano y dio un largo trago al vaso de vino que le habían servido.

La inglesa se levantó y siguió al chiquillo escaleras arriba. El bandolero se quedó embobado mirando la parte de sus piernas que había quedado a la vista al rajarse el vestido. Tenía los pies pequeños y la forma delicada de sus tobillos empujaba con suavidad bajo la tela de las medias. Algún desgarrón desvelaba retazos de una piel blanquísima en unas pantorrillas rollizas y suaves.

No era su intención que su imaginación echara a volar de esa manera. Se imaginó sus manos envolviendo esos tobillos, sintiendo la tierna calidez de la carne invadirle las palmas. ¿Adónde le llevaría el camino que subía hasta sus rodillas, cuyo aspecto desconocía? Si se fiaba de ese vestido, entonces debía creer que el cuerpo de la moza tendría la forma de un saco de patatas reventado.

Pero había visto sus pechos subir y bajar bajo el corsé, lentamente, mientras ella dormía… No podía dejar de preguntarse cómo sería sorprenderla igual que ella había hecho con él mientras se bañaba, ajeno a su escrutinio…

−¡Uy! ¿Qué ha sido eso?– Dolores López dio un respingo y miró a su alrededor.

Rafael sacudió la cabeza, regresando al momento presente de un golpazo, y sintió un dolor leve en la punta de su miembro, que se apretaba furioso y rebelde contra la parte baja de la mesa.

−¿Qué? ¿El qué? –balbuceó.

−Ha sonado como si alguien diera con un palo en la mesa. Rafael, ¿tienes el trabuco seguro? Mira que no quiero que se dispare solo en mi casa, ¿eh? Ay, qué poco me gustan las armas. Yo entiendo que lo necesitas, pero me da mucho susto.

De haber tenido aún sangre de ombligo para arriba, Rafael habría tenido la decencia de ruborizarse. Maldita Jane, lo tenía trastornado desde que la viera por primera vez, despatarrada y con amapolas saliéndole de la nariz.

−Ah, sí, el… trabuco. Está perfectamente. Puedes quedarte tranquila, jamás daría un solo tiro en la habitación donde tú estuvieras, señora –carraspeó el bandolero, cruzándose de piernas. Consiguió contener su poderosa serpiente bajo un muslo, pero aún la notaba rozar con la silla, protestando ansiosa.

“Cuando entregue a la dichosa inglesa de una vez, me voy a quedar en la gloria.”

−¿Cuándo llega José Luis? –intentó cambiar de tema.

José Luis era el hijo mayor de la señora de la venta. Él y su mujer trabajaban con Dolores en la producción del queso. También ayudaban a la señora en la gestión del taller de cerámica que llevaba el hijo mediano, Pedro, apodado Pedrillo Yomalegro por su costumbre de responder “M’alegro” a casi cualquier cosa.

−Ah, fue a vender una tanda de quesos y leche al pueblo, y estará al llegar. Si quieres, pregúntale cuando aparezca; tal vez sepa algo sobre la chica. Es muy guapa, ¿no?

Rafael apretó las piernas con mayor ahínco y la boa comenzó a sofocarse, molesta por tanta represión. Como respuesta, se encogió de hombros y tomó otro trago. El vino era suave y poco cargado, así que dudaba que se le subiera a la sesera. Necesitaba estar fresco hasta que cayera la noche y pudiera echarse a dormir.

“¡Volveréeee!” gritó silenciosamente su virilidad antes de retirarse a un estado sumiso.

 

***

 

Antoñillo se quedó vigilando a la inglesa después de que se cambiara de ropa, y avisó al Mulato de que la muchacha se había quedado dormida en el lecho. Orgulloso por habérsele encargado la tarea de custodiar a la señorita, se plantó muy erguido junto a la puerta, con los ojos abiertos cual lechuza.

Los hombres de la venta regresaron con las ganancias del día y recibieron a Rafael, si bien no con la efusividad de su madre, al menos con educación y un atisbo de respeto. Quisieron compartir más de su bebida, pero el bandolero se negó a abusar aún más de su hospitalidad. Al contrario, les regaló algunos cigarrillos de buena calidad, y aún se estaba fumando uno cuando salió al patio con la fresca inundando el aire.

Había algo mágico en la hondonada cuando el cielo se oscurecía, negro como el cabello de una gitana. Tan sólo unas tímidas llamas titilaban, su resplandor tornando los azulejos del patio en un cuadro brillante y líquido, como si la venta estuviera en el fondo del mar. Las líneas de sombra que proyectaban las lámparas trastocaban las formas, creando puertas donde sólo había muros. Un gato manchado de gris y blanco observaba tranquilo la negrura insondable, con el rabo colgando sobre una viga. Las ramas de los árboles se mecían con un susurro caótico, pero Rafael se dejó hipnotizar por la calma de la noche.

Se apoyó en una columna, envuelto en un halo de humo. La Semana Santa había comenzado, y echaba de menos ver una procesión y tocar uno de los tronos para pedirle misericordia y perdón a la Virgen María o al Señor. Piedad por la vida que llevaba y por aquellos que lo rodeaban; perdón, porque había obrado mal al no entregarse a la justicia cuando mató por primera vez.

No había sido enteramente culpa suya; no se manchó las manos de sangre ajena por maldad, ni por codicia. Sólo quería proteger a su hermana del ponzoñoso deseo de un oficial que había intentado arrebatarle la honra por la fuerza.

Juanita era sólo hermana suya por parte de padre, y tanto ella como Rafael habían vivido a las puertas del hambre toda su vida, eludiendo la mala vida a golpes de suerte y determinación. Su hermana era toda una luchadora, una fiera oculta bajo la apariencia de una muchacha frágil y espigada. Entró de aprendiz en un taller de costura a muy temprana edad, y sus bordados despertaban la envidia de todas sus compañeras. Desde antes del alba y mucho después de la medianoche, Juanita se mantenía encorvada sobre sus delicados abanicos y flores de hilo, enhebrando agujas con los ojos convertidos en rendijas. Con esos dedos creaba maravillas sobre la tela y la rejilla, mas era una ocupación mal pagada y debía trabajar muchísimo para conseguir lo justo para comer.

Su padre había muerto poco antes de que Rafael llegara a los dieciocho, pero no les había dejado más deuda que la que él tuviera para con ellos. Nada podía gastar el que nada tenía. Ellos sólo se tenían el uno al otro, y Rafael no conoció un momento de ocio, siempre ocupado en cien asuntos a la vez, forzándose al límite. Juanita tenía la desgracia de haber nacido mujer en una tierra descuidada por la ley, donde eran burros hasta los que sabían leer y escribir. La cultura y el conocimiento se usaban para mentir y persuadir al ignorante, pues pocos tenían la generosidad de compartir cuanto sabían a cambio de nada. La inteligencia sin cultivar se convertía en picaresca. La nobleza era un bien escaso, pero muy preciado, y Rafael gozaba de este don. También era listo y muy dispuesto, y su padre había tenido a bien usar sus ahorros para meterlo en un seminario antes de morir.

El joven Rafael no era más devoto que cualquier otro, pero sabía reconocer una oportunidad cuando la tenía delante. Podría ayudar a su hermana y a sí mismo; ganaría un sueldo y viviría bien. ¿Cómo iba a asustarse de una vida austera, siendo ya la suya tan pobre? ¿Iba a huir del celibato, si su arduo trabajo apenas lo dejaba trabar amistad con todas esas muchachas que lo seguían adonde fuera? No tenía nada que perder, y mucho que ganar.

Rápidamente, aprendió a leer con fluidez y a chapurrear en latín. Su diligencia complacía a los maestros. Sus ojos ávidos repasaron las sagradas escrituras, su mente sedienta absorbió las historias de despecho, engaños y violencia. Aprendió cuantas virtudes pudieran estar al alcance de un hombre, si bien no consiguió adoptarlas todas.

Mientras su hermana se destrozaba la espalda y la vista bordando, él aprendió de historia, geografía, e incluso un poco de francés. Ah, el francés. Una vez consiguió enhebrar algunas frases en este poderoso idioma y arañar un poco de tiempo libre, no hubo mujer que se le resistiera. Serían los sonidos guturales que emitía su garganta cuando decía “Bon soir”. Quizás el atractivo radicaba en cómo se erguía, las manos tras la espalda, para inclinar la cabeza ante alguna extranjera con un “Pardon”. Y la frase más poderosa de todas, la que las hacía temblequear como cuerdas de guitarra: “Aucune femme ne peut courir plus vite que moi, ma belle mademoiselle”.

Ya, ya, celibato. Bueno, aún no era sacerdote. Además, era todo un experto en llevar el éxtasis a cualquier dama al tiempo que velaba por su reputación, y si ellas estaban libres y daban todo su consenso, ¿por qué iba a avergonzarse de sus actos?

Las cosas iban bien. Había esperanza en sus corazones. Juanita estaba tan orgullosa de él y de todo cuanto estaba aprendiendo. Ella también sabía leer, pero escribir le costaba mucho más; no obstante, Rafael robó tiempo de aquí y allá para enseñarla a escribir cartas. En cuanto a los números, su hermana, lista como un lince, no tenía problemas. No había quien la engañara a la hora de cobrar.

Su digna Juanita, con una belleza simple pero llamativa, captó la atención de un oficial de alto rango que se había alojado en el pueblo, camino a su destinación. Éste la empezó a rondar, pero su primer error fue utilizar su posición superior como reclamo para Juanita. Se presentó ante ella como un regalo de Dios, venido de una familia rica e influyente y aparecido para sacarla de su miseria. Sacarla, a ser posible, con su entrepierna y luego arrojarla de vuelta cuando se hubiera cansado de ella. Como era de esperar, Juanita lo rechazó, y los intentos de flirteo se convirtieron en amenazas.

Una carta llegó a manos de Rafael, donde Juanita narraba lo sucedido, y éste consiguió unos días para regresar a su lado y enfrentar al oficial. Lo espantó tanto como su origen humilde le permitía, al menos hasta que completara su formación como cura. El oficial abandonó el pueblo, y creyeron que todo había pasado.

Sin embargo, cual mosca cojonera que, ahuyentada del pastel, escapa a la boñiga y luego regresa, el indeseable volvió poco después y acechó a su hermana. El azar o una suerte retorcida quiso que Rafael estuviera allí también, y lo alertaron los gritos de su hermana en la penumbra de la tarde. Corrió como un loco, y sorprendió al oficial sobre su hermana, gruñendo como un cerdo. Juanita tenía la blusa desgarrada y la falda sucia, y estaba aterrada.

Una bruma roja se extendió ante sus ojos y perdió el control.

Salvó a su hermana y pasaron unos minutos hasta que volvió en sí. Se miró las manos y vio la espada del militar en ellas. Contempló el cráneo abierto del oficial, que había pintado un clavel sanguinolento y enorme en la tapia encalada, y las cuchilladas que su torpe manejo de la espada había dejado en las ropas del cadáver. ¿Cómo lo había matado? ¿Había sido un sablazo certero antes que el golpe contra el muro?

Daba igual, había matado a un hombre más poderoso que él. Los inútiles que no habían venido antes a socorrer a su hermana lo rodeaban ahora. Hubo chillidos agudos y gritos, unos acusando y otros que abogaban por su perdón, pero Rafael no se lo pensó y huyó. Algunos le debían favores, y obtuvo ayuda de ellos. Se alojó en las montañas, aturdido por el brusco giro que había dado su vida. Ya nunca sería sacerdote, ni siquiera una persona respetable. Mediante algún amigo de confianza, su hermana lo previno de volver al pueblo, pues los parientes del desgraciado lo andaban buscando.

Así pasaron los días y las semanas, y los mismos que lo habían enviado a la sierra terminaron de pagarle la deuda metiéndolo en una banda de contrabandistas, pues necesitaba dinero para comer, y ahora debía buscar otra forma de ayudar a Juanita. Bastante la había perjudicado ya, convirtiéndola en la hermana de un proscrito.

Años más tarde, Juanita consiguió un buen marido que la adoraba. Pero él no había tenido tanta suerte; seguía oculto en las cuevas, trapicheando con bienes robados e ilegales y entrando de tapadillo en la venta de doña Dolores cuando no le quedaba más remedio. Había viajado por toda Andalucía con los Tres Franciscos, había aprendido algo de inglés y olvidado mucho del latín que ya no le serviría. Había creado alianzas, salvado su vida por los pelos en incontables ocasiones, y había sido traicionado por aquellos que creyó ser sus más fieles amigos.

Había perdido al más especial de todos ellos, y el vacío aún le sangraba en el pecho, haciéndole sacudirse por las noches entre febriles pesadillas.

 

***

 

Expulsó una vaharada de humo por la nariz, como un genio africano. La brisa de primavera sacudió sus bucles negros, que había dejado sueltos. Le gustaba sentir el frescor del valle en la piel, así que esa noche se había despojado de su chaqueta y el pañuelo. Tan sólo su camisa cubría el torso, abierta con descuido hasta por debajo de su pecho. La tela marfil ondeaba y acariciaba su piel; su cabello abrazó el pilar donde se apoyaba y le azotó las mejillas de bronce.

Se dejó rodear por la niebla del tabaco, imaginándose que estaba en otra parte, lejos de Andalucía, en una tierra donde nadie sabía de él. Un lugar donde nadie tenía asuntos pendientes con él ni lo perseguía, donde Rafael el Mulato era libre para trabajar, para disfrutar de la compañía, para viajar. Donde no debía tener miedo ni coraje para amar, pues no había peligro de perder el corazón o la vida.

Por el rabillo del ojo captó una presencia. Al principio, al ver la ropa de hombre, creyó que podía ser uno de los muchos hijos de Dolores, que venía a acompañarlo en la noche solitaria, tal vez para charlar de cosas triviales. Sin embargo, cuando prestó más atención a la figura, la sorpresa lo dejó paralizado durante unos segundos en los que se olvidó de respirar.

La observó avanzar con lentitud, frotándose los brazos, hasta detenerse bajo una de las vigas cargadas de parra. La inglesa no le había visto, así que él se quedó quieto para no desvelar su posición, asomando tras la columna revestida de azulejos.

Su idea había sido pésima; no podría hacerla pasar desapercibida bajo la apariencia de un hombre. Ni el más ciego de los españoles podría confundirla al primer vistazo. A él mismo le costaba ahora apartar la vista, hipnotizado como un niño que ve por primera vez a un hada.

De los pies a la cabeza, la figura de Jane gritaba su femineidad a los cuatro vientos.

Se había lavado y cepillado el pelo. Libre ahora de los hierbajos y la tierra, ahora ondeaba hasta sus caderas, negro como la mar en una noche de tormenta. Algunos ricillos indomables se arremolinaban en torno a su rostro limpio, al que parecían haberle sacado los coloretes a besos.

Desde donde Rafael estaba, no podía verla bien por delante, pero no le hacía falta. Jesús, ¿cómo había podido esperar, por un solo instante, que el cuerpo que se ocultara bajo aquel vestido rosa pudiera ser sino igual de deforme? Los pantalones se le ceñían como una segunda piel, marcando cada curva de sus piernas, honrando sus formas como si de una diosa primitiva se tratara. Su planta era garbosa, erguida; las piernas permanecían juntas cuando ella se detenía, ensanchándose sus carnes cuanto más ascendían, hasta llegar a unas caderas anchas y perfectas, redondas y pesadas.

Una ráfaga de deseo atravesó a Rafael, que intentó apartar la vista. Pero no podía; ni siquiera sentía cómo la ceniza incandescente de su cigarro caía en sus nudillos, quemándole la piel con pequeños aguijonazos. Estaba atrapado.

La joven entrelazó sus manos tras la espalda. Si bien no parecía del todo segura en ese lugar desconocido, se la veía encantada con su nuevo atuendo. Ya se desperezaba como una gata, ya paseaba por el patio. De vez en cuando se ponía de puntillas o estiraba una pierna para observar las botas gastadas que calzaba ahora. Con toda naturalidad, se recogió el pelo en alto para rascarse la nuca, y ese gesto tan simple bastó para hacer que Rafael tragara saliva.

Tenía una cintura metida en carnes, pero deliciosamente estrecha en comparación con sus muslos, que se bambolearon juguetones cuando Jane dio un par de saltitos para comprobar la elasticidad de su cinturón.

Incluso desde allí, Rafael pudo ver cómo botaban sus pechos, como cántaros de carne, ahora libres de la rigidez del corsé. Asomaban tentadores bajo los bordes del gastado chaleco, invitando a alargar la mano para destaparlos y terminar con la dulce agonía de la curiosidad. Cuando la moza dio una vuelta sobre sí misma, participando en algún juego que sólo conocía ella, la excitación de Rafael se disparó hasta el punto de oír cómo crujían las costuras de sus pantalones.

Entonces, en medio de un giro, Jane descubrió al bandolero y se paró en seco. Rafael se sentó en una silla tan rápido que poco le faltó para cargársela.

Se miraron fijamente durante unos instantes. Después de la prolongada charla con los hombres de la venta, el bandolero sabía mucho más sobre la misteriosa muchacha de lo que ella creía, así que se le escapó una sonrisa.

Fue el primero en romper el silencio, más para olvidarse del calor que abrasaba sus venas que por otra cosa.

−¿Qué haces aquí?

Ella frunció el ceño. Rafael puso todo su empeño en no mirarle el pecho. Señor. Cómo se notaba que a esas horas todo el mundo estaba acostado; de haberla sorprendido en su paseo nocturno, Dolores ya la habría cambiado de indumentaria en lo que dura un suspiro.

−No podía seguir encerrada en esa habitación.

−¿Intentabas escaparte?

−¿Y adónde voy a ir yo en plena noche, si no sé ni dónde estamos? –replicó ella con un bufido.

−Me pregunto cómo has conseguido que Antoñillo te dejara salir. Verá cuando lo pille; le va a caer una buena.

La inglesa se cruzó de brazos. Rafael reprimió la tentación de imitarla y se echó hacia adelante, apoyando los codos en las piernas.

−Me ha costado mucho convencerlo, pero le he prometido que podría vigilarme desde la ventana; así sabría que no me muevo del patio. ¿Por quién me tomas? Con la educación suficiente se consiguen muchas cosas, ¿sabes? Además, sólo es un chiquillo que quiere hacerlo bien.

Rafael siguió la línea de su mirada hasta la ventana más próxima. Allí divisó la figura de Antoñillo, aún con su sombrero puesto. Al ver su rostro temeroso del castigo por haber incumplido sus órdenes, Rafael le hizo un gesto para mandarlo a la cama. No era sensato tener a un niño vigilando a la señorita, ahora que él mismo podía hacerse cargo de ella.

Antoñillo se desvaneció en la penumbra de la casa, aliviado. Ahora sí que estaban solos.

Los nudillos le escocían y Rafael se los frotó distraídamente. Arqueó una ceja y guardó silencio. La joven se fue poniendo más y más colorada bajo su atenta mirada, capaz de derretir el hielo del invierno más crudo.

−¿Qué? –le espetó ella. Al parecer, se sentía mucho más valiente cuando no estaba vestida de payaso. ¿Quién no?

−Nada. Sólo me pregunto cómo una sola chica puede huir de una boda, prender fuego al altar y medio matar al cura del pueblo, todo ello en cuestión de minutos. Entre otras cosas que me dejo en el tintero.

Si antes Jane había estado colorada, ahora se puso lívida. Dio unos pasos hacia atrás, como dispuesta a salir corriendo. Después, se obligó a plantarle cara y se irguió, muy orgullosa.

−¿Quién te ha contado eso?

−Los rumores corren como la pólvora por estos lares. Ya te lo advertí; no tardaría en enterarme de dónde te has escapado.

La joven escupió un taco en inglés, con los ojos vidriosos. Rafael se forzó a no añadir nada más; a menudo, las personas sometidas a un interrogatorio daban mucha información valiosa cuando creían que uno ya lo sabía todo.

La observó mientras paseaba de un lado a otro, como una fiera enjaulada. Había una dignidad en ella, una belleza atemporal, que la hacía pensar en los mitos de la antigua Roma. Esperó, deleitándose con discreción en las formas suaves de su rostro, mientras se la imaginaba corriendo como loca, saltando arbustos y sorteando árboles, con una muchedumbre gritando a sus espaldas.

Pero ella no soltó prenda. En lugar de eso, se arropó en el chaleco y le preguntó, con una sonrisa torcida:

−¿Y eso es lo que te han contado? ¿Nada más? ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Me retendrás hasta que sepas el lugar y la gente adecuados a los que debes devolverme para cobrar tu recompensa?

Rafael respondió a su tono despectivo dando una calada al cigarrillo y expulsando una lenta vaharada de humo.

−¿Cuánto crees que me pagará tu padre angustiado por tu desaparición? ¿Lo suficiente para comprarme unas botas nuevas? ¿Tal vez un reloj? Siempre he querido tener uno.

Ella se rió de nuevo, esta vez con pena. Eso captó el interés del Mulato.

−Mi padre.

−¿Qué, acaso no te estará buscando como loco?

−Pues eso sería una sorpresa, pero no veo cómo iba a salir del ataúd para tal cosa. Lo enterramos muy profundo, sabes.

El humor tan negro lo pilló de improviso. Caramba, no la había creído capaz de tal acidez.

−¿Se puede saber por qué me miras así? ¿Esperas que diga algo que me delate para poder conseguir los chismes que tus contactos no te han dado? Puedes esperar sentado −le espetó ella, antes de darse media vuelta y quedarse mirando a la penumbra, apoyada en un pilar.

Rafael no supo qué decir. Dio una última calada y se deshizo del cigarro. Al comprobar que su excitación se había calmado, abandonó la silla y se colocó junto a ella, al otro lado del pilar, para no tocarla ni alterarla más.

−Dicen que una paloma bajó ardiendo de los cielos y bendijo tu unión con un tal Don Antonio, pero que tú, como hija del Maligno, reaccionaste como era de esperar y empezaste a hablar en un lenguaje extraño.

Pepita, pese a su aflicción, no pudo evitar una risa sofocada.

−¡No me digas!

−Luego te precipitaste fuera de la iglesia mientras todas las vidrieras estallaban a tu paso.

−¡Qué tontería! Hasta donde yo sé, sólo se rompió una.

−¿También es mentira que atacaste al cura con una barra de hierro?

Se asomó un poco para verla masajearse el puente de la nariz.

−No le ataqué. Se le cayó sola encima. Y en cuanto a la paloma, no vino ya en llamas. Se coló, se acercó demasiado a un cirio y por eso ardió. ¡Buen Señor! La gente se volvió loca a partir de eso. Y no fue al cura a quien golpeé. De hecho, si mal no recuerdo, no llegué a pegar a nadie. No directamente.

Rafael hizo una mueca, aguantándose la risa y la frustración a partes iguales.

−¿Y por qué huiste?

−Porque regalaban caramelos en el balate de al lado y no quería perdérmelo. ¿Tú qué crees? ¡Pues que no quería casarme con ese hombre!

Antes de poder contestarle como era debido, la oyó suspirar y se acercó un poco más para verle la cara. Una capa vidriosa le cubría los ojos, pero la chica no lloraría delante de él.

−Yo… escucha, te doy las gracias por haberme sacado de allí. Quién sabe qué hubiera sido de mí si hubiera seguido perdida por ese lugar, con esa manada de buitres persiguiéndome.

−Vaya, al menos lo reconoces. ¿Y no entiendes que devolverte a tu familia es mi deber, señorita Jane?

Ella se apartó del pilar y recorrió el patio, enredándose un mechón entre los dedos. Rafael la siguió con parsimonia.

−¡Deber! –siseó la joven−. No creas que no sé lo que hacen los bandoleros.

−Cualquier bandolero común te habría quitado cuanto llevaras encima antes siquiera de comprobar que seguías viva, y en ese caso podrías dar gracias de que no se aprovechara de ti antes de terminar de despeñarte, mujer. Tienes suerte de que fuera yo quien te encontrara −le espetó Rafael.

Su tono amenazante detuvo por un momento la explosión de arrogancia de Jane, que tomó aire para deshacer el nudo de su garganta. Esperó pacientemente a que la muchacha encontrara las palabras.

−Escúchame, por favor…−inspiró hondo otra vez− Yo… Necesito abandonar España. Jamás estaré a salvo aquí.

Rafael puso los ojos en blanco y ella lo interrumpió con gestos de las manos.

−No, hablo en serio. Mis amigas te pagarán el rescate y me acogerán. Serán mucho más generosas que Don Antonio y la arpía que se hace llamar mi tía. Sólo necesito que me dejes ir a un lugar desde el que pueda partir de vuelta a mi tierra. No te causaré ninguna molestia durante el viaje, y si deseas escoltarme tú mismo, te pagaré con cuanto tenga.

−Señorita, ahora mismo no posees nada más que a ti misma, y con eso no se debe comerciar −respondió el bandolero, esquivando su mirada. La moza se puso roja como un geranio. Pudo ver cómo lo repasaba sin querer de arriba abajo, antes de poder contenerse. Negó con tanta fuerza que su pelo suelto se sacudió sobre sus hombros.

−Maldita sea, lo arreglaremos de alguna forma. Dime cómo llegar al pueblo más cercano y dónde pedir trabajo. Puedo entrar de criada en alguna casa, limpiar y enseñar inglés a los hijos de alguna señora. Con lo que me paguen reuniré lo suficiente para tomar un barco…

−Por Dios, alma cándida, ¿te estás oyendo? Huyes de una boda con un hombre rico para caer en la miseria. ¿Acaso esos libros que lees te han frito los sesos, Jane?

Ella juntó las manos en puñitos.

−¡Me llamo PEPITA!

Después de echar un vistazo rápido por encima de su hombro para asegurarse de que el grito no había causado alboroto en la casa, Rafael parpadeó y la fulminó con la mirada.

−¿Qué has dicho?

−No me llamo Jane. Odio ese nombre. Ningún nombre decente debería tener una sola sílaba. Te mentí para ganar tiempo, pero veo que ha sido inútil.

−¿Me diste un nombre falso?

Ella se abrió de brazos con un aspaviento.

−¿Qué esperabas? ¿Que te contara toda la verdad y después te señalara el camino de vuelta a esa podrida iglesia, para que me llevaras con la mujer que me trató como a un animal?

Ya, ya, cuánto drama. ¿Pepita, había dicho? ¿Qué clase de inglesa se llamaba así? De cualquier manera, Rafael no pensaba dejarse convencer por esa absurda historia sobre la huérfana obligada a casarse. Volvió el rostro con aire indolente para que la brisa nocturna le acariciara las mejillas.

−Pobre niña rica, mírame, me caigo a pedazos con tu historia.

Eso bastaría para descolocarla. Con suerte, rompería en llanto y correría de vuelta a la habitación para ahogar su pena contra la almohada. Cuando se le pasara la fiebre de la rebeldía, llegaría a la conclusión de que casarse con un hombre adinerado no era, ni de lejos, el peor destino posible. Así regresaría dócil a su hogar, donde la estarían esperando con los brazos abiertos unos familiares severos pero amables, lejos de los monstruos que ella creía. Rafael el Mulato se llenaría los bolsillos, ella volvería a dormir en colchones de plumas, y cada uno para su casa.

No obstante, ella lo agarró de la pechera, seguramente intentando ablandarlo con su desesperación. Por Dios que le costaba un mundo ignorar el calor de sus dedos a través de la tela de su camisa.

−Me hicieron venir de Inglaterra −gimió Pepita con ira−. Me dijeron que ellos serían ahora mi familia, y en lugar de eso decidieron venderme a un hombre repulsivo que me dobla la edad sobradamente. Cuando me negué, se rieron de mí y me miraron con asco.

Lo intentó zarandear, pero era difícil hacer tambalearse a semejante espécimen. Aún así, Pepita tiró de su camisa, obstinada, con los rizos oscilando sobre su frente con cada golpe de aire.

−Me encerraron en una habitación y me prohibieron la comida durante tres días para debilitarme de modo que, cuando llegara el día de la boda, no tuviera modo de resistirme.

Rafael empezaba a hacerse una idea, pero le costaba sentir una excesiva simpatía por alguien con una privación tan corta, cuando él había llegado a pasar casi una semana sin llevarse nada sólido a la boca en cierto momento de su vida.

Viendo que la verdad no le afectaba, Pepita se apartó de él, al borde de las lágrimas. Retrocedió y miró a la oscuridad, intentando ver más allá de las casetas, hasta la tapia y la puerta por donde habían entrado. Rafael se tensó, sabiendo que la chica sopesaba de nuevo la idea de escapar, pero esta vez de un modo mucho más burdo.

−Muy bien. Ya veo que no consigo conmoverte y que no eres más que otro carcelero indolente. No me queda otra que apañármelas sola −siseó ella.

−Ni se te ocurra intentar salir de la venta. Corro muy rápido. No llegarás ni a la mitad del camino −la advirtió el Mulato.

−Tú tienes cosas que hacer, y yo también. Separémonos aquí, y vaya usted con Dios, que yo cuidaré de mí misma.

Pepita pasó bajo una cortina de cuentas de madera, adentrándose cada vez más en la negrura, donde los árboles susurraban y el eco de los animales se distorsionaba hasta parecer el quejido de un alma en pena.

−Señorita, no.

−Olvide que me ha visto −susurró ella, y echó a correr como un galgo.

“Y será verdad que uno no puede ya tomar el fresco sin tener que perseguir o ser perseguido”, pensó poniendo los ojos en blanco.

Rafael soltó una maldición y se lanzó tras la fugitiva. Atisbaba su melena negra azotando el aire, sus piernas pateando la tierra. Escuchaba la hierba crujiendo bajo sus botas y el jadeo de su respiración, seguramente agravado por los cardenales que le cubrirían el cuerpo a causa de la caída del día anterior. Después de verla tan lánguida y magullada, lo sorprendió descubrir lo viva que estaba esta mujer y con qué ímpetu se regía. Oírla moverse a través del velo nocturno, perseguirla para cazarla, era estimulante de una forma difícil de explicar, como un trago de agua fresca tras la más árida caminata.

Tal y como él asegurara a las mozas en francés, ninguna mujer corría más rápido que Rafael el Mulato. Le dio alcance antes de que pudiera llegar, en efecto, a la mitad del camino, y la aferró por una manga, atrayéndola hacia sí para inmovilizarla.

−¡Suéltame, maldito! ¡Hombre despreciable! ¡Déjame ir si tienes una pizca de compasión o juro que te arrancaré de un mordisco la mano con que me sujetas! –exigió Pepita, forcejeando.

−Calla ya, que vas a despertar a todo el mundo, carajo.

Ella le arañó la mandíbula, a lo que él respondió con un salvaje gruñido, haciéndola presa de sus musculosos brazos. ¿Adónde iba esa loca en medio de la noche? ¿A matarse entre las rocas? Con la luz que había, bien podría haberse abierto la testa contra la tapia por un error de cálculo al intentar alcanzar la puerta.

−¡Sólo seré un problema para ti! ¡Déjame ir!

−¿Y quién le devuelve la ropa a Doña Dolores? ¿Tú, cuando te despeñes otra vez a las tantas de la madrugada?

Como respuesta, ella le dio un pisotón, lo bastante fuerte para hacerlo trastabillar. Ambos cayeron rodando al suelo entre jadeos. Durante varios segundos, mientras un caballo piafaba en lontananza y las ramas de los árboles entrechocaban, lucharon hasta que Rafael la aplastó bajo su peso y alcanzó a verle la cara, iluminada por la luna, que perfilaba las formas suaves de su rostro y sus hombros.

Pepita, no Jane, se revolvió y logró sacar un brazo, pero antes de que pudiera hacer nada, Rafael se lo sujetó de la muñeca y lo apretó contra el suelo.

−Déjalo ya.

−Si eso es lo que te preocupa −jadeó Pepita−, me quitaré ahora mismo esta maldita ropa. Tómala y olvídame. Yo me las arreglaré ahí fuera.

Sus pechos se agitaban bajo los pectorales del bandolero, carnosos y elásticos a la vez que duros. Ella también era consciente de la proximidad entre sus cuerpos, del aliento cálido del bandolero recorriéndole la cara con cada bocanada. Rafael desprendía un embriagador aroma a masculinidad, a sudor y a algo primitivo que hacía que sus entrañas ardieran. Algunos rizos del bandolero caían sobre sus clavículas expuestas, y Pepita se preguntó, inconscientemente, cuánto más placentero sería el tacto de sus labios, si tan sólo unos mechones de pelo sobre su piel bastaban para convertir su cabeza en un odre de gachas.

Rafael sintió cómo su cuerpo se tensaba al notar los duros botones que eran los pezones de la muchacha. Presionaban la tela y pugnaban por clavarse como tachuelas en su pecho.

“No, no lo hagas. No se los toques. Mantén la cabeza fría”, se reprendió mentalmente.

−Haré como que no he oído eso, señorita− masculló Rafael con la voz ronca, su boca a pocos centímetros de la de Pepita.

−¿… Qué?

−No vuelva a sugerir desnudarse delante de mí. No lo haga ni en broma.

Jesús, qué voz.

La lengua de la muchacha se removía inquieta, atrapada tras sus dientes. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Por qué ese repentino deseo de ajustar ese enorme y poderoso cuerpo al suyo, sólo para convencerse de lo bien que encajaban? ¿Por qué le ardía el bajo vientre, mientras que su boca se humedecía al atisbar los rasgos de ese estúpido sinvergüenza a la luz de la luna?

Puñetero forajido.

Qué bien sonaban sus respiraciones jadeantes y roncas en la oscuridad, hermanándose con la naturaleza cruel y baldía que los rodeaba.

−Yo… No me refería a…−balbuceó Pepita. Hilvanar las ideas en su cabeza siempre había sido muy fácil, ¿por qué ahora le costaba tanto? ¿Sería por el golpe en su huida de la iglesia? No, no. De eso hacía ya muchas horas y no recordaba haber tenido problemas para pensar en todo ese tiempo.

−Además, señorita Caroll, si huye tan pronto, ¿quién le devolverá su libro, que sin piedad le arrebató este servidor?– Una perezosa sonrisa se dibujó en ese rostro moreno, los dientes blancos resaltando sobre la piel.

Ah, claro, el libro. Vaya si se acordaba de él. En ese preciso momento, su cerebro parecía ansioso por hacer un inventario completo de cada página, ilustración y relato sin omitir un solo detalle. Porque lo más propio a la hora de tener a ese maldito bandolero encima, haciendo de ella un emparedado contra la tierra, era pensar en todas las acrobáticas posturas en que la gente se daba placer los unos a los otros.

No supo qué responder. La lengua la traicionaba y más aún sus pensamientos, así que farfulló como pudo:

−No, no me llamo así. Caroll no. También me inventé ese apellido.

−Por qué será que no me sorprende −susurró Rafael, suavizando la presión sobre su muñeca.

A regañadientes, se separó de ella con cautela, puesto que hacía mucho que había dejado de forcejear. La vigiló atento mientras ella se incorporaba, sacudiéndose el polvo de la ropa. Incluso bajo la débil luz de luna, sus muslos embutidos en pantalones gritaban llamando la atención.

−Esa ropa no es adecuada. Ha sido una mala idea pensarlo siquiera. Tendrás que volver ahí adentro y buscar ropa de mujer, aunque eso te haga destacar en mi compañía −comentó mientras se ponía en pie y le tendía una mano a la inglesa.

Estaría gustoso de atraparla de nuevo si intentaba escabullirse por segunda vez.

−¿Por qué? Tú mismo insististe en…

Rafael suspiró con impaciencia. Pepita se incorporó sin su ayuda, como era de esperar.

−No pasarías por un varón ni aunque te afeitaras la cabeza y te pusieras un saco encima.

Ella intentó repasar su aspecto, pero apenas daba para ver su propia silueta.

−Pero a mí me gusta.

“Sí, a mí también, y a cualquier hombre con el que te cruces”, replicó el bandolero para sus adentros.

Negó con vehemencia y la tomó del codo, no sin cierta rigidez. Aún le costaba sacudirse de encima esa sensación que le enturbiaba la cabeza y hacía que su corazón latiera como el de un toro en una corrida. Al amparo de la noche, si se hubiera aplicado, podría haberla despojado de esa blusa y haber saboreado las esferas de su pecho, y ella habría gemido de gusto. Si ella hubiera estado tan caliente y húmeda como él mismo…

No, no, no.

“Es suficiente”, insistió, empujándola de vuelta al patio, que se adivinaba como un cuadro de luz tenue en la lejanía. Su mente y su cuerpo se enfriarían cuando dejara a Pepita en su habitación y se acostara, bien lejos de ella. ¿Qué demonios? ¡Antes, incluso! Ya casi se le estaba pasando. Su gruesa boa parecía señalar el camino a seguir, y menos mal que la joven permanecía delante de él, porque habría sido imposible ocultar cuánto lo alteraba el tacto de su piel. Pero no importaba, no significaba nada. Hacía algunos meses que no pasaba la noche con ninguna mujer, nada más. Y no sería esa Jane o Pepita, o como demonios se llamara, quien lo ayudaría en ese menester.

Pasaron al lado de un establo en un cansado silencio. Las luces del patio apenas llegaban a iluminar las vagas formas de los muros y los tejados de la propiedad. El olor a hierba húmeda, desechos animales y paja se mezclaba en un aroma persistente que quedaba imprimado en las ropas y el sentido. Las ramas de una higuera pequeña golpetearon la puerta del establo con un repiqueteo inquietante, sobresaltando a algún equino que reposaba dentro.

Pepita se sintió vencida y se apoyó en una esquina de la cuadra. ¿Qué iba a ser de ella ahora? Debería intentar escurrirse de la vigilancia de ese bandolero en otro momento. No podía custodiarla día y noche, ¿cierto?

Un rebuzno sofocado pareció mofarse de ella desde el interior de la caballeriza. Aguantó las lágrimas amargas que pugnaban por brotar de sus ojos. Nunca le había gustado llorar delante de los demás, ni mostrarse débil. Le agradaba pensar que era una mujer autosuficiente, capaz de cuidar de sí misma.

Y sin embargo ahí estaba, vestida con ajadas ropas de hombre, con un bandolero sinvergüenza por guardián y una manada de sabuesos humanos siguiéndole la pista. Su plan de hacerse pasar por criada seguía en pie. Necesitaba escribir una carta a sus amigas británicas, y ellas harían cuanto estuviera en sus manos.

“Pero pensemos las cosas por orden” se reprendió mentalmente. “Lo primero es conseguir vestiduras de mujer que me permitan camuflarme entre el gentío. Convenceré a este forajido de que me lleve al pueblo más cercano y, una vez allí, aprovecharé un instante de distracción para desaparecer de su vista.”

Se aferró a su nuevo plan como a un clavo ardiendo. Era una pena lo de la ropa. Le gustaba la libertad de movimientos que los pantalones le daban, y también agradecía la ausencia del maldito corsé que tanto dolor le causaba.

Pero… él la había mirado de esa manera…

No podía sacarse el brillo depredador de los ojos de Rafael de la cabeza. Si todos los hombres la iban a devorar con la mirada al verla vestida de hombre, entonces más le valía cambiar de disfraz cuanto antes.

Sin embargo… algo había entrado en ella cuando él la había apresado contra su cuerpo. Esa sonrisa resplandeciente y triunfal cuando la inmovilizó. Buen Dios, le habría sacado los dientes de un cabezazo, pero en lugar de eso, se quedó contemplándolo embobada como una niña pazguata.

¿Por qué no se había resistido más? ¿Por qué no le había arañado en esos ojos negros? Aún podía hacerlo, cuando él estaba relajado, creyéndola desmoralizada. Josefina Worthington podía ser muy, muy persistente cuando se lo proponía.

Lo escuchaba respirar tras ella, seguramente dándole tiempo para reponerse del disgusto. No obstante, la respiración del bandolero se había vuelto rígida, irregular.

Pepita se dio la vuelta, inquieta.

Su rabia se disolvió, olvidada, al ver a Rafael rígido, la vista clavada en la lejanía, su rostro cubierto por una película de sudor que resbalaba hasta el pecho.

El gigante moreno temblaba de pies a cabeza como si hubiera visto las puertas del Infierno abrirse ante él.

−¿Qué sucede? –preguntó.

Él no pareció oírla. Su mandíbula estaba tan tirante que parecía al borde de un ataque, y por un momento Pepita temió que fuese epiléptico.

−¡Eh! –insistió, asustada al ver que él daba un paso torpe hacia ella, con las manos convertidas en garras−. No es necesario que me amedrentes, te he entendido, ya me voy de vuelta al dormitorio, no…

La voz que emanó de la garganta de Rafael fue al mismo tiempo un rugido y un lamento.

−¡Vamos!

A pesar del temor de Pepita, cuando el bandolero la tomó por el codo, su tacto fue casi gentil. La empujó tenaz hasta el patio, alejándolos de la cuadra con pasos torpes. ¿Qué le ocurría? ¿A qué venía ese repentino temblor? ¿Había hecho ella algo para moverlo a la ira?

No, no sólo había rabia en su mirada perdida, sino también miedo, un pánico atroz. Las pupilas parecían sendas pecas en los globos blancos que eran ahora sus ojos.

Se dejó llevar hasta que pisaron las losas del patio techado, mas Rafael no se detuvo ahí, sino que, ahora con mayor brusquedad, tiró de ella hasta meterla en la casa. Cuando la soltó, Pepita trastabilló hasta encontrar una mesa que frenara su caída.

−¿Pero qué demonio se te ha metido dentro? –le espetó en voz baja para no despertar a nadie.

El bandolero cerró la puerta de golpe y se apoyó de espaldas en ella. Jadeando, dejó que sus rodillas se vencieran y acabó sentado en el suelo.

Pepita iba a tomar asiento para esperar a que él se recuperara y le diera una explicación a su comportamiento, pero Rafael le señaló las escaleras de la alcoba en un gesto casi violento.

−Vuelve al dormitorio. Ahora. Y no salgas hasta mañana.

El tono bastó para dejarla congelada. La inglesa estuvo a punto de soltarle una réplica mordaz, cuando no de tirarle una silla a la cabeza. Pero el sentido común se impuso y decidió no contrariarle. ¿Y si esos ataques sucedían cada noche? A saber si estaba medio loco.

“Adiós, ¿y si los hombres lobo existen y él es uno en versión ibérica?” canturreó una vocecita burlona en su pensamiento.

Resopló hastiada y subió las escaleras. No se había dado cuenta de lo cansada que estaba hasta que pisó el último escalón. Antes de regresar al cuarto, se volvió para mirarlo una última vez.

Amparada por las sombras, observó cómo el forajido gruñía en un quejido lastimero y enterraba la cabeza en las manos. Siseaba como si le vertieran alcohol en una herida profunda.

Pepita suspiró por lo bajo y siguió su camino, dejándolo atrás. Esto no era el cuento de la Bella y la Bestia, y no era su deber ni su deseo consolar a ese bandolero que la tenía prisionera y que la trataba como a una mercancía.

Se acostó sólo con la camisa e intentó pensar en cómo llevar a cabo sus planes de escapada, pero a su mente acudía sin cesar la sensación ingrávida que la había invadido al sentir cómo ese hombre la había inmovilizado contra el duro suelo, pero sin hacerle daño.

Palpó distraída la parte de sus muñecas donde aún sentía el calor de sus dedos, ahí donde la había sujetado para evitar que le pegara. Era como si aún no la hubiera soltado.

“No seas tonta.”

Puso todo su empeño en imaginarse estampándole un ladrillo en la cara a ese bandido arrogante para sofocar las sensaciones que invadían su cuerpo. Pero el sueño la venció antes de que la imagen de Rafael bañándose en estanque pudiera irrumpir de nuevo en sus confusos pensamientos.

 

***

 

Mientras tanto, arropado por la soledad y los recuerdos, el Mulato logró controlarse y estiró el cuello para respirar hondo. Los dientes aún le rechinaban. Por la gloria de su madre, necesitaba estrangular a alguien o galopar a campo abierto, o las dos cosas a la vez.

Cuando logró ponerse en pie, se sentía como si un sacamantecas lo hubiera vaciado de todo cuanto hubiera en su cuerpo, dejando sólo una abrumadora sensación de pérdida.

Tendría que haberlo visto venir; la culpa era de esa maldita moza con complejo de liebre a la fuga, que lo había hecho recorrer toda la venta sin pensar. Dichosas mujeres, puñetero él y la tierra que pisaba. Se palpó las mejillas y las notó húmedas. Qué gracioso; agua en su rostro y fuego en sus nudillos, donde las brasas del cigarrillo lo habían quemado. Se había vuelto un blandengue.

Maldita fuera su vida.