el moho del hierro en los rincones,
retorcía esquinas,
y lascivos encuentros
en los tugurios nocturnos.
Desde el alma de la luna,
atormentada desde adentro,
ensayaba ridículas muecas
frente al espejo de agua,
rumoreaba de lo bohemio
que era señalar con un dedo
el tupido rostro de la luna.
Era homicida de la noche
y en penumbra le hurtaba las horas,
la esbozaba con la mirada pero sin juicio,
en un extraño duelo.
Veía que la gracia no estaba allí,
sino en aquella oscuridad
que conquistaba en un segundo
todos los ojos parcos
y sus inertes sombras,
era una mentira asomada
a una cara engañosa y blanca.
Hay un acantilado en mi corazón
donde reposan las aves
antes de partir a lontananza,
desconchan el barniz
de los barcos al zozobrar
y en la orilla de la mar...
un tenue silencio.
Agraciado de nobleza y acierto,
sosegado de muerte,
descanso de por vida,
tan solo me dedicó al quehacer diario
de remar y remar...
Y remar y remar,
a contracorriente.