Capítulo X
Aquella misma tarde, como me había aconsejado Astarita, fui a la comisaría del barrio para hacer mi declaración sobre el caso Sonzogno. Fui con gran repugnancia porque, después de lo sucedido a Mino, todo lo que olía a Policía me inspiraba un malestar mortal. Pero estaba casi resignada. Comprendía que por algún tiempo la vida perdería para mí su sabor.
—Te esperábamos esta mañana —dijo el comisario apenas le hube expuesto el objeto de mi visita.
Era un buen hombre y lo conocía hacía algún tiempo y aunque era padre de familia y había pasado de los cincuenta años, comprendía que sentía por mí algo más que una simple simpatía. Recuerdo sobre todo su nariz, gruesa y esponjosa, de melancólica expresión. Siempre tenía el cabello enredado y los ojos entornados como si acabara de levantarse de la cama. Aquellos ojos, de un color azul encendido, miraban como a través de una máscara, en un rostro espeso, rojizo y lleno de cicatrices menudas, que hacía pensar en la cáscara de ciertas naranjas tardías, enormes, pero dentro de las cuales no hay más que una pulpa seca.
Le dije que no me había sido posible ir antes. Él me miró un momento, con los ojos azules, tras aquella cáscara de rostro y después preguntó como con tácito acuerdo:
—¿Y cómo se llama?
—¡Y qué sé yo!
—¡Claro que lo sabes!
—Palabra de honor —dije poniéndome una mano en el pecho—. Me detuvo en el Corso… Es verdad que me pareció que había algo de raro en su actitud, pero no hice caso de eso.
—¿Y cómo diablos él estaba en tu casa y tú no?
—Tenía una cita urgente y lo dejé.
—Pues él creyó que habías salido a llamar a los agentes, ¿lo sabes…? Y gritó que lo habías delatado.
—Sí, ya lo sé.
—Y que te lo haría pagar.
—Paciencia.
—¿Pero no te das cuenta de que es un hombre peligroso y que mañana, para vengarse de tu supuesta traición, puede disparar contra ti como lo ha hecho contra un agente? —dijo mirándome de reojo.
—¡Claro que me doy cuenta!
—Pues entonces, ¿por qué no quieres decir su nombre? Nosotros lo arrestamos y tú te quedas en paz.
—Ya le digo que no lo sé… ¡Ésta sí que es buena…! ¿Es que tengo que saber los nombres de todos los hombres que llevo a mi casa?
—Pues nosotros sí lo sabemos —afirmó de pronto con voz más alta, teatralmente, avanzando un poco.
Comprendí que era falso y repliqué tranquilamente:
—Si lo sabe, ¿por qué me atormenta? Deténgalo y no volvamos a hablar de eso.
Me miró un momento en silencio y noté que sus ojos se fijaban, inseguros y turbados, más en mi cuerpo que en mi cara y comprendí que, de pronto y a pesar suyo, el viejo deseo sustituía en él al fervor profesional.
—Y sabemos otra cosa —suspiró—, que si ha disparado y ha huido, tenía sus buenas razones para hacerlo.
—¡Ah, de esto también estoy segura yo!
—Y tú debes de conocer esas razones.
—No sé nada… Si no conozco el nombre, ¿cómo quiere que sepa lo demás?
—Pues todo eso lo sabemos nosotros muy bien —dijo.
Hablaba maquinalmente, como pensando en otra cosa, y estaba convencida de que no pasaría un minuto sin que se levantara y viniera a mi lado.
—Lo conocemos muy bien y le echaremos mano… Es cuestión de días, quizá de horas.
—Mejor para vosotros.
Se levantó, como yo había previsto, dio la vuelta a la mesa, vino a mi lado y, cogiéndome la barbilla en la palma de su mano, dijo:
—Ea, tú lo sabes todo y no quieres decírnoslo… ¿De qué tienes miedo?
—No tengo miedo de nada —respondí— y no sé nada… Y ponga la mano en su sitio.
—¡Vaya, vaya! —repitió.
Volvió a sentarse ante la mesa y prosiguió:
—Tienes suerte, porque siento simpatía por ti y sé que eres una buena chica… Pero ¿sabes qué hubiera hecho otro para obligarte a hablar? Te hubiera metido en un calabozo una buena temporada… o te habría hecho encerrar en San Gallicano.
Me puse de pie y dije:
—Bueno, tengo que hacer. Si no tiene más que decirme…
—Puedes irte, pero ten cuidado con las visitas… políticas y las otras.
Fingí no haber oído esas últimas palabras, pronunciadas con intención y salí deprisa de aquellas sórdidas estancias.
En la calle volví a pensar en Sonzogno. El comisario había confirmado lo que yo sospechaba. Convencido de que yo lo había denunciado, Sonzogno quería vengarse. Sentí mucho miedo, no por mí sino por Mino. Sonzogno era un hombre furioso y si llegaba a encontrar a Mino en mi compañía no dudaría en matarlo. Debo decir que, extrañamente, sonreía a la idea de morir con Mino. Me parecía ver la escena: Sonzogno disparaba y yo me interponía entre él y Mino para defender a Mino y recibía el disparo destinado a él. Pero no me disgustaba imaginar que también Mino era herido y que moríamos juntos mezclando nuestras sangres. Pero pensaba que morir juntos asesinados por el mismo delincuente y en el mismo lugar no era tan bello como suicidarse juntos. Darse la muerte juntos me parecía la conclusión digna de un gran amor. Era como cortar una flor antes de que se marchite, como encerrarse en el silencio tras haber escuchado una música sublime.
A veces había pensado en esta forma de suicidio que detiene el tiempo antes de que corrompa y envilezca el amor y es querido y llevado a cabo más por exceso de gozo que por incapacidad de sufrir el dolor. En los momentos en que me parecía amar a Mino con una intensidad excesiva hasta el punto de temer que en lo sucesivo no podría amarlo tanto, la idea de este suicidio de los dos me había asaltado varias veces, con la fácil espontaneidad con que lo acariciaba o lo besaba. Pero nunca le hablé de ello porque sabía que para matarse juntos hay que amarse de la misma manera. Y Mino no me amaba, o, si me amaba, no me amaba tanto como para desear no vivir más.
Pensaba intensamente en todas estas cosas, caminando con la cabeza baja hacia casa. De pronto sentí una especie de mareo, acompañado de una gran náusea y de un mortal malestar en todo el cuerpo. Apenas tuve tiempo de entrar en una lechería. Estaba a unos pasos de mi casa, pero no habría tenido fuerzas suficientes para recorrer aquella breve distancia sin caer al suelo.
Me senté ante una mesita, detrás de la puerta de vidrio, y cerré los ojos, dominada por el malestar. Seguía sintiendo una fuerte náusea y un mareo que parecía aumentar por el ruido de la máquina de café del establecimiento, extrañamente remoto y angustioso. Sentía en las manos y en la cara la tibieza de la sala cerrada y caliente y, a pesar de todo, me parecía tener mucho frío. El dueño, que me conocía, gritó desde el mostrador:
—¿Un café, señorita Adriana?
Y yo, sin abrir los ojos, hice un gesto afirmativo con la cabeza.
Finalmente me reanimé y sorbí el café que me habían puesto en la mesita. A decir verdad, no era la primera vez que en los últimos tiempos había sentido aquel malestar, pero siempre muy ligero, apenas notable. No había los mismos sucesos insólitos y angustiosos de aquellos días que me habían impedido pensar en esto. Pero ahora, reflexionando y poniendo este malestar en relación con una irregularidad significativa de mi vida física ocurrida precisamente aquel mes, me convencí de que ciertas sospechas mías de los últimos tiempos, siempre rechazadas a las zonas más oscuras de mi conciencia, respondían ahora a la realidad.
—No hay duda —me dije de pronto—. Voy a tener un hijo.
Pagué el café y salí del local. Lo que experimentaba era muy complicado y todavía hoy, a tanta distancia de tiempo, me resulta difícil decirlo. He observado ya que las desgracias no vienen solas, y aquella novedad, que en otros tiempos y en otras condiciones me hubiera producido una gran alegría, ahora se me presentaba como una desdicha. Por otra parte, estoy hecha de una manera que un movimiento irresistible y misterioso del alma me lleva siempre a descubrir un aspecto amable incluso en las cosas más desagradables. Esta vez no era difícil encontrar tal aspecto, pues era la sensación que llena de esperanza y satisfacción el corazón de todas las mujeres cuando saben que están encintas. Era verdad que este hijo nacería en las condiciones menos favorables que pudieran darse, pero era mi hijo y era yo quien iba a parirlo y a criarlo y quien iba a gozar de él. Pensé que un hijo es un hijo y que no hay pobreza ni circunstancias terribles ni porvenir oscuro que puedan impedir a una mujer, por desdichada y sola que esté, alegrarse ante el pensamiento de traerlo al mundo.
Estas reflexiones me calmaron, de modo que, después de un instante de aprensión y de descorazonamiento, me sentí otra vez tranquila y confiada como siempre. El médico joven que me había visitado tanto tiempo antes, cuando mi madre me arrastró a la farmacia para saber si había hecho el amor con Gino, tenía su despacho poco más allá de la lechería. Decidí ir a que me viera. Era pronto, nadie esperaba en la antesala y el médico, que me conocía muy bien, me acogió con cordialidad. Apenas hubo cerrado la puerta, le anuncié tranquilamente:
—Doctor, estoy segura de que me encuentro encinta.
Se echó a reír, porque conocía mi oficio, y me preguntó:
—¿Te disgusta?
—No, no me disgusta. Al contrario, estoy contenta.
—Veamos.
Después de haberme hecho alguna pregunta sobre mi malestar, me hizo tender sobre la tela encerada de la camilla, me examinó y dijo alegremente:
—Esta vez, sí.
Me satisfizo recibir la confirmación de mis sospechas sin sombra de disgusto, con ánimo tranquilo.
—Ya lo sabía —dije—. He venido más que nada para estar segura.
—Puedes estar segurísima.
Se frotaba las manos con satisfacción, como si el padre fuera él, y se balanceaba sobre sus pies, alegre y lleno de simpatía por mí. Me atormentaba una duda y hubiera querido resolverla. Pregunté:
—¿Cuánto tiempo?
—Bueno… Casi dos meses, poco más o menos… ¿Por qué? ¿Quieres saber quién ha sido?
—Ya lo sé.
Fui a la puerta.
—Si necesitas algo, ven a mí —me dijo abriendo la puerta—, y cuando llegue el momento, procuraremos que el niño nazca en las mejores condiciones.
Igual que el comisario, este médico sentía por mí una inclinación muy fuerte. Pero a diferencia del comisario, él me gustaba. Era, como ya lo describí otra vez, un guapo mozo, muy moreno, sano y vigoroso, con un bigote negro, unos ojos brillantes y unos dientes blancos, vivaz y alegre como un perro de caza. Yo iba a menudo a él para que me visitara, al menos una vez cada quince días, y dos o tres veces, por gratitud, porque nunca me cobraba un céntimo, había consentido en hacer el amor con él en aquella misma camilla de tela encerada en la que poco antes me había tendido. Pero era discreto y, salvo alguna broma afectuosa, nunca me imponía sus deseos. Me daba consejos, y creo que a su manera estaba un poco enamorado de mí.
Había dicho al médico que ya sabía quién era el padre de aquel hijo. En realidad, en aquel momento, más que nada tenía la sospecha, casi más por instinto que por cálculo material. Pero ya en la calle, contando los días y examinando mis recuerdos, la sospecha se convirtió en certeza. Recordé la mezcla de atracción y terror que casi dos meses antes me había arrancado en la oscuridad de mi cuarto el largo grito lamentoso de agonía y de placer, y tuve la certeza de que el padre no podía ser otro que Sonzogno. Desde luego, era horrible saber que se tenía un hijo de un asesino insensible y monstruoso como Sonzogno, sobre todo porque era de temer que este hijo pudiera parecerse a su padre y repetir sus caracteres.
Por otra parte, no podía por menos de encontrar cierta justicia en esta paternidad. Ente tantos hombres como me habían amado, Sonzogno era el único que me había poseído en realidad más allá de todo sentimiento de amor, en el rincón más secreto y oscuro de mi carne. Y el hecho de que sintiera espanto y horror por él y que, a pesar mío, me hubiera sentido empujada a entregarme a aquel hombre, confirmaba la profundidad y la solidez de la posesión. Ni Gino, ni Astarita, ni siquiera Mino, por el cual sentía una pasión de un género del todo diferente, había despertado en mí una sensación de posesión tan legítima, aunque tan odiada.
Todo ello me parecía extraño y al mismo tiempo espantoso, pero era lo mismo porque los sentimientos son lo único que no puede rechazarse, ni desmentirse, ni, en cierto sentido, analizarse. Acabé por llegar a la conclusión de que el amor requiere una clase de hombres y la procreación otra, y que si era justo que tuviera un hijo de Sonzogno, no era menos justo que lo detestara y huyera de él, y en cambio amara, como en realidad lo amaba, a Mino.
Subí lentamente la escalera de mi casa, pensando en el peso de vida que llevaba en mi vientre. Cuando estuve en el recibidor, oí que alguien hablaba en la sala. Me asomé y vi con sorpresa a Mino sentado al extremo de la mesa y conversando tranquilamente con mi madre, que se había sentado junto a él y cosía. Sólo estaba encendida la lámpara central, una luz de contrapeso, y gran parte de la estancia estaba en sombras.
—Buenas tardes —dije blandamente.
—Buenas tardes, buenas tardes —contestó Mino con voz desagradable y vacilante.
Lo miré a la cara, vi que tenía los ojos brillantes y me convencí de que estaba borracho. En el extremo de la mesa había un mantel y cubiertos para dos, y sabiendo que mi madre comía siempre a solas en la cocina, comprendí que aquel otro cubierto era para Mino.
—Buenas tardes —repitió—. He traído las maletas… Están ahí… Acabo de hacerme amigo de tu madre… ¿Verdad, señora, que nos entendemos de maravilla?
Sentí una especie de desmayo al escuchar aquella voz sarcástica y lúgubremente jocosa. Me dejé caer sentada sobre una silla y por un momento cerré los ojos. Oí que mi madre decía:
—Usted dice que nos entendemos, pero si le oigo hablar mal de Adriana no nos entenderemos nunca.
—Pero ¿qué he dicho? —exclamó Mino con una voz llena de fingida sorpresa—. Que Adriana ha sido hecha para la vida que hace, que Adriana se encuentra en la vida como el pez en el agua… ¿Qué mal hay en ello?
—Pues no es verdad —rebatió mi madre—. Adriana no ha sido hecha para la vida que hace. Con su belleza merecía más, mucho más… ¿Sabe usted que Adriana es una de las muchachas más bellas del barrio, por no decir de toda Roma? Yo veo cómo muchas otras, bastante más feas, se abren camino… Y en cambio, Adriana, bella como una reina, no consigue nada. Y bien sé yo por qué.
—¿Por qué?
—Porque es demasiado buena, eso es, porque es guapa y buena… Si fuera guapa y mala, ya vería usted como las cosas iban de otro modo.
—Bien, bien —intervine un poco fastidiada por la discusión y sobre todo por el tono de Mino, que parecía estar burlándose de mi madre—. Tengo hambre… ¿Es que no hay nada preparado?
—Ya está.
Mi madre puso la costura en la mesa y salió precipitadamente. Me levanté y la seguí a la cocina.
—¡Qué! ¿Es que ponemos pensión ahora? —farfulló cuando estuve a solas con ella—. Ha venido como si fuera el amo. Ha dejado las maletas en tu cuarto y me ha dado dinero para la compra.
—¿Y no estás contenta?
—Estaba mejor antes.
—Bueno, hazte a la idea de que somos novios y de que es una cosa provisional, cuestión de días. No creas que se va a quedar para siempre.
Añadí otras cosas por el estilo para tranquilizarla, la abracé y volví a la sala.
Recordaré mucho tiempo aquella primera cena de Mino en mi casa, conmigo y mi madre. Bromeaba continuamente y comía con buen apetito. Pero sus bromas me parecían más frías que el hielo y más ásperas que el limón. Era evidente que no tenía más que un pensamiento y éste clavado en la conciencia como una espina en la carne, y sus bromas no hacían más que remover y hacer penetrar más profundamente aquel aguijón y renovar su dolor. Era el pensamiento de lo que había dicho a Astarita, y realmente nunca vi a una persona más arrepentida de haber cometido un error. Únicamente, a diferencia de lo que me habían enseñado los sacerdotes de niña, que el arrepentimiento lava la culpa, el suyo no parecía tener fin ni salida ni ningún efecto beneficioso. Yo comprendía que Mino estaba sufriendo indeciblemente y sufría por él en la misma medida y tal vez más porque, además de su dolor, me hacía sufrir mi impotencia para arrancárselo o por lo menos aliviarlo.
Comimos en silencio el primer plato. Después mi madre, mientras nos servía, dijo no sé qué sobre el precio de la carne y Mino, levantando la cabeza, respondió:
—No se preocupe, señora. De ahora en adelante me ocuparé yo de eso. Estoy a punto de conseguir un buen puesto.
Al oír esto, casi concebí una esperanza. Mi madre preguntó:
—¿Qué puesto?
—Un puesto en la Policía —contestó Mino con una seriedad excesiva y triste—. Me lo conseguirá un amigo de Adriana, el señor Astarita.
Dejé el cuchillo y el tenedor y le miré con intensidad. Pero él siguió:
—Han descubierto que poseo óptimas cualidades para ingresar en la Policía.
—Será así —dijo mi madre—, pero a mí nunca me han gustado los policías… También el hijo de la lavandera de aquí abajo se ha hecho agente. ¿Y sabe qué le han dicho los chicos que trabajan ahí al lado de los almacenes de cemento? Pues le han dicho: «Vete de ahí, que no queremos saber nada de ti». Y además, los policías están muy mal pagados.
Torció la boca y cambiando de plato le ofreció la bandeja con la carne.
—Pero no se trata de eso —replicó Mino sirviéndose—. Se trata de un puesto importante, delicado, secreto. ¡Qué diablos! No he hecho mis estudios para nada, pues casi tengo el título y sé idiomas… Son los pobres los que no llegan más que a agentes, no las personas como yo.
—Será así —repitió mi madre poniendo en mi plato el pedazo más grande de carne.
—No será —dijo Mino—. Es. Calló un momento y después prosiguió:
—El Gobierno sabe que hay malintencionados por todas partes, no sólo entre los pobres, sino también entre los ricos… Para vigilar a los ricos se necesitan personas educadas, que hablen como ellos, que vistan como ellos, que tengan sus modales, en fin, que sepan inspirarles confianza. Pues yo haré eso. Tendré un buen sueldo, viviré en hoteles de primera clase, viajaré en coche-cama, comeré en los mejores restaurantes, me vestiré en un sastre de moda, iré a playas de lujo, a los sitios de montaña más famosos. ¡Qué diablos! ¿Quién se ha creído que soy?
Mi madre lo estaba contemplando con la boca abierta. Todos aquellos esplendores la deslumbraban.
—En este caso —dijo por fin—, no añadiré una palabra.
Yo había acabado de comer. De pronto me pareció imposible seguir asistiendo a aquella especie de comedia lúgubre.
—Estoy cansada —dije bruscamente—. Me voy a mi cuarto.
Me levanté y salí de la estancia.
En mi cuarto, me senté en la cama y, encogida en mí misma, me puse a llorar en silencio. Pensaba en el dolor de Mino y en el niño que iba a nacer y me parecía que las dos cosas, el dolor y el niño, crecían por su cuenta, por una fuerza que no dependía de mí y que yo no podía controlar. Tenían vida propia y no había nada que hacer. Al cabo de un rato, Mino entró. Me puse de pie inmediatamente y di una vuelta por la habitación para que no me viera los ojos llenos de lágrimas y para tener tiempo de secármelos. Había encendido un cigarrillo y se echó sobre la cama, boca arriba. Me senté a su lado y le dije:
—Mino, por favor, no vuelvas a hablar así a mi madre.
—¿Por qué?
—Porque ella no entiende nada, pero yo te entiendo y cada palabra tuya es como si me clavaran una aguja en el corazón.
No dijo nada y siguió fumando en silencio. Saqué de un cajón una camisa de noche mía, cogí una aguja y un carrete de seda y, sentada en la cama junto a la lámpara, me puse a coser sin hablar. No quería decir nada porque temía que, si hablábamos, él empezara a discursear sobre lo mismo y esperaba que en aquel silencio acabara por distraerse y pensar en otra cosa. Coser requiere mucha atención de los ojos, pero deja libre la mente, como saben todas aquellas mujeres que lo hacen por oficio. Y mientras cosía mi pensamiento daba vueltas bulliciosamente en mi cabeza, o mejor dicho, como la aguja que yo pasaba y repasaba rápidamente con el hilo a través del tejido, parecía coser no sé qué jirón o borde de mi mente. Yo tenía la misma obsesión de Mino y no podía dejar de pensar en lo que había dicho a Astarita y en las consecuencias que seguirían de todo aquello. Pero no quería pensarlo porque temía que, si lo pensaba, no sé por qué misteriosa influencia acabaría induciéndole a él a seguir pensando en ello y contribuiría a pesar mío a aumentar y mantener su dolor. Por ello quise pensar en otra cosa, en algo claro, alegre y ligero, y con toda la fuerza de mi ánimo dirigí mis reflexiones al niño que tenía que nacer y que era, en efecto, el único aspecto alegre de mi vida, entre tantos otros tan horriblemente tristes. Me imaginé cómo sería cuando tuviera dos o tres años, que es la edad mejor, cuando son más hermosos y más graciosos; y pensando en las cosas que diría y que haría y cómo iba a educarlo, me sentí más feliz y olvidé por un instante a Mino y su dolor. Había acabado de coser la camisa, cogí otra cosa que tenía que remendar y me puse a pensar que en aquellos días podría aliviar la tensión de las largas horas con Mino cosiendo mi ajuar. Sólo que debía procurar que no me viera o hallar alguna excusa.
Pensé decir que lo hacía para una vecina que también esperaba un niño y la excusa me pareció buena, puesto que había hablado con Mino de aquella mujer y había aludido a su pobreza. Estas ideas me distrajeron de tal modo que casi sin darme cuenta me puse a cantar en voz baja. Tengo buen oído, aunque mi voz no es fuerte, y tengo una gran dulzura de acento que se nota incluso cuando hablo. Me puse a cantar una canción que entonces estaba de moda: Villa triste. Cuando levanté los ojos, partiendo el hilo con los dientes, vi que Mino me miraba. Entonces pensé que iba a reprocharme que cantara en un momento tan grave para él, y me callé.
Me miró todavía un rato y después dijo:
—Sigue cantando.
—¿Te gusta que cante?
—Sí.
—Pero yo no sé cantar.
—No importa.
Reanudé el trabajo y seguí cantando para él. Como todas las muchachas de este mundo conocía cierto número de canciones y puedo decir que mi repertorio era bastante amplio porque tengo muy buena memoria y recuerdo muy bien lo que aprendí de niña. Le canté un poco de todo y cuando acababa una canción empezaba otra. Primero canté en voz baja; después, conforme le cogí gusto, con un tono más alto y con todo el sentimiento que me era posible. Unas canciones seguían a otras, todas distintas, y mientras cantaba una ya estaba pensando en la siguiente. Mino me escuchaba con cierta serenidad en el rostro y yo me sentí feliz por distraerlo de su remordimiento.
Pero al mismo tiempo recordaba que habiendo perdido de niña no sé qué objeto al que tenía gran afición, me puse a llorar desconsoladamente y mi madre, para consolarme, se había sentado en mi cama, poniéndose a cantar las poquísimas cosas que sabía. Cantaba mal, con una voz desentonada y, sin embargo, al principio me distrajo y hasta la escuché como Mino me escuchaba ahora. Pero después la idea de que había perdido aquel objeto comenzó a deslizar amargura en el licor del olvido y por último lo había envenenado todo, haciéndolo incluso intolerable. Así, pues, recuerdo haber estallado de nuevo en llanto y mi madre, perdida la paciencia, apagó la luz y se fue dejándome en la oscuridad llorando a mi gusto. Y ahora estaba segura de que, pasada la engañosa dulzura de mi canto, Mino volvería a sentir la misma pena, aún más fuerte y más hiriente por el contraste con la superficialidad y el sentimiento de mis canciones. Llevaba cantando casi una hora cuando él me interrumpió:
—¡Basta! Tus canciones me aburren.
Y dicho esto se acurrucó como para dormir volviéndose de espaldas.
Yo había previsto aquel gesto y no me dolió demasiado. Por otra parte, ya no esperaba más que cosas desagradables y lo contrario me hubiera asombrado. Me levanté y fui a colocar en su sitio la ropa remendada. Después, sin hablar, me desnudé y me tendí en la parte del lecho que Mino dejaba libre. Estuvimos así un buen rato, espalda contra espalda, en silencio. Yo sabía que él no dormía y que seguía pensando en lo mismo, y esta convicción, unida al agudo sentimiento de mi impotencia, provocaba en mi mente un torbellino de pensamientos confusos y desesperados. Estaba replegada sobre un costado y, sin dejar de pensar, miraba fijamente un rincón del cuarto. Veía una de las dos maletas que Mino había traído de la pensión de la viuda Medolaghi, una vieja maleta de cuero amarillo llena de etiquetas variopintas de hoteles. Entre otras había una con un rectángulo de mar azul, una gran roca roja y la inscripción: Capri. En aquella penumbra, entre los muebles de mi cuarto, opacos y mortecinos, aquella mancha azul me parecía luminosa, casi más que una mancha, un orificio por el que yo veía un fragmento de aquel mar lejano. Repentinamente sentí una gran nostalgia del mar, tan alegre y tan vivo, en el que todo objeto, aun el más corrompido y deforme, se purifica, se aligera, se redondea y se hace sutil hasta llegar a ser bello y claro. Siempre me ha gustado el mar, aunque sea el mar doméstico y lleno de gente de Ostia, y a la vista del mar experimento una sensación de libertad que, más que los ojos, me embriaga los oídos, como si en sus olas viajaran continuamente las notas de una música prodigiosa y moderada. Empecé a pensar en el mar con un agudo deseo de sus olas transparentes que, además del cuerpo, parecen lavar también el alma, que, en contacto con el líquido, se hace ligera y llena de gozo. Me dije que si pudiera llevar a Mino al mar, tal vez aquella inmensidad, el movimiento perpetuo, el continuo rumor, surtirían el efecto que mi amor por sí solo no bastaba a provocar. De pronto le pregunté:
—¿Has estado en Capri?
—Sí —contestó sin volverse.
—¿Es bonito?
—Sí, muy bonito.
—Oye —dije volviéndome y rodeando su cuello con un brazo—, ¿por qué no vamos a Capri, o a cualquier otro sitio en el mar? Mientras sigas en Roma no harás más que dar vueltas a las mismas ideas desagradables… Si cambias de sitio y de aire, estoy convencida de que lo verás todo de otro modo. Muchas cosas que ahora no ves, se te presentarían entonces más claras… Estoy segura de que te haría mucho bien.
No me contestó en seguida y pareció reflexionar:
—No necesito ir al mar. También aquí podría, como tú dices, ver las cosas de otro modo… Bastaría aceptar, según tu consejo, lo que he hecho e inmediatamente gozaría del cielo, de la tierra, de ti, de todo… ¿Crees que no sé que el mundo es hermoso?
—Pues entonces, acepta —dije con ansiedad—. ¿Qué te importa?
Él se echó a reír.
—Había que pensarlo antes… Hacer como tú, aceptar desde el principio… Hasta los mendigos que se calientan al sol en los peldaños de la iglesia aceptaron desde el principio… Para mí es demasiado tarde.
—Pero ¿por qué?
—Hay quienes aceptan y quienes no aceptan, y yo, evidentemente, pertenezco a la segunda clase.
Callé, sin saber qué decir. Mino añadió al cabo de un rato:
—Ahora, apaga la luz. Me desnudaré a oscuras… Creo que es hora de dormir.
Obedecí y él se desnudó en la oscuridad y se metió en la cama a mi lado. Me volví hacia él y quise abrazarlo, pero me rechazó sin decir una palabra y se acercó al borde volviéndome la espalda. Este gesto me llenó de amargura y me encogí a mi vez, con el ánimo entristecido, esperando el sueño. Volví a pensar en el mar y me acometió un gran deseo de morir ahogada. Pensé que sufriría sólo un instante y mi cuerpo inánime flotaría mucho tiempo de ola en ola, bajo el cielo. Las gaviotas me picotearían y los peces me morderían la espalda. Por último me hundiría, tirada por la cabeza hacia alguna corriente azul y fría que me llevaría al fondo del mar viajando durante meses y años por entre las rocas submarinas, los peces y las algas. Mucha agua límpida y salada pasaría sobre mi frente, mi pecho, mi vientre y mis piernas, llevándose lentísimamente mi carne, haciéndome cada vez más ingrávida y sutil. Y por último, una ola cualquiera, cualquier día, me arrojaría con ruido en una playa cualquiera, reducida ya a unos huesos blancos y frágiles. Me gustaba la idea de ser arrastrada al fondo del mar por los cabellos y me complacía la idea de quedar reducida a unos huesos sin forma humana, entre las piedras limpias de un guijarral. Y tal vez alguien, sin darse cuenta, caminaría sobre mis huesos reduciéndolos a un polvo blanco. Y con estos pensamientos tristes y voluptuosos finalmente me dormí.