Capítulo V
El sueño de aquella noche, largo y profundo, borró, o por lo menos me lo pareció, el recuerdo de la aventura de Viterbo. El día siguiente desperté tranquila y decidida a perseguir con la constancia habitual mis aspiraciones a una vida normal y familiar. Gisella, a la que vi aquella misma mañana, fuese por remordimiento, o más probablemente por astuta discreción, no aludió a la excursión, cosa que le agradecí. Pero me sentía ansiosa ante la perspectiva de mi próximo encuentro con Gino. Aunque estaba convencida de no tener ninguna culpa, pensaba que me sería necesario mentir y esto me disgustaba, pues, además, yo estaba segura de que no podría mentir porque era la primera vez y hasta entonces había sido siempre sincera con él. Es verdad que le había ocultado mi nuevo contacto con Gisella, pero este subterfugio tenía motivos tan inocentes que nunca lo consideré una mentira, sino a lo sumo, un repliegue al que me había visto obligada por su irracional antipatía por Gisella.
Me sentía tan inquieta que cuando nos encontramos aquel mismo día tuve que contenerme a duras penas para no estallar en lágrimas, decirle todo lo que había ocurrido y pedirle perdón. La historia de la excursión a Viterbo me pesaba en el alma y experimentaba un fuerte deseo de liberarme de ella contándosela a alguien. Si Gino hubiera sido otro y yo supiera que era menos celoso, se lo habría contado todo sin duda alguna y con toda seguridad nos hubiéramos amado más que antes y me sentiría protegida y unida a él con lazos más fuertes incluso que los del amor. Como de costumbre, nos hallábamos en el coche, por la mañana, detenidos en el sitio habitual fuera de la ciudad. Gino notó mi preocupación y me preguntó:
—¿Qué te pasa?
Yo pensé: «Ahora se lo digo todo, aunque me eche del coche y tenga que volver a pie a Roma». Pero no tuve valor y le pregunté:
—¿Me quieres?
—¡Y me lo preguntas!
—¿Me querrás siempre? —insistí con los ojos llenos de lágrimas.
—Siempre.
—¿Y nos casaremos pronto?
Pareció fastidiado por mi insistencia.
—Palabra de honor —respondió—, pero cualquiera diría que no te fías de mí… ¿Acaso no hemos decidido casarnos en Pascua?
—Sí, es verdad.
—¿No te he dado ya dinero para la casa?
—Sí.
—Pues, ¿qué? ¿Soy o no soy un hombre de honor? Cuando digo una cosa, la hago… Apuesto a que es tu madre la que te mete esas ideas…
—No, no, mi madre nada tiene que ver —respondí alarmada—. Y dime, ¿viviremos juntos?
—Natural.
—¿Y seremos felices?
—Dependerá de nosotros.
—¿Viviremos juntos? —pregunté otra vez, incapaz de escapar de aquel círculo cerrado de ansiedad.
—¡Uf! Ya me lo has preguntado y te he contestado.
—Perdóname —dije—. Pero es que a veces me parece imposible.
Y sin poder contenerme me eché a llorar. Él quedó bastante asombrado de mis lágrimas y mostraba una turbación que parecía llena de remordimiento y cuyos motivos sólo más tarde vería claros.
—¿Por qué tienes que llorar?
Yo, en realidad, lloraba por la amargura y la angustia de no poder contarle cuanto había ocurrido y dejar así libre mi conciencia del peso del remordimiento. Lloraba también por la mortificación de sentirme indigna de él, tan bueno y tan perfecto.
—Tienes razón —dije por fin con un esfuerzo—. Soy una tonta.
—No digas eso… Pero no veo qué motivos hay para llorar.
A mí me quedaba aquel peso en el alma. Y cuando hube dejado a Gino aquella misma tarde me fui a una iglesia para confesarme. No me confesaba desde hacía casi un año. Todo aquel tiempo confiaba en poder hacerlo en cualquier momento y esto parecía bastarme.
Había dejado de confesarme desde mi primer beso a Gino. Me daba cuenta de que mis relaciones con Gino eran pecado según la religión, pero, sabiendo que íbamos a casarnos, no experimentaba ningún remordimiento y pensaba que me absolverían una vez por todas antes de la boda.
Me dirigí a una pequeña iglesia del centro de la ciudad, que abría sus puertas a espaldas de un cine y al lado de un escaparate de medias. Todo estaba en penumbra, excepto el altar mayor y una capilla lateral dedicada a la Virgen. Era una iglesia muy desordenada y sucia. Las sillas de paja desvencijadas y dejadas en desorden por los fieles, más que en una iglesia hacían pensar en alguna aburrida reunión de la cual la gente se había alejado con verdadero alivio.
Una luz débil que caía desde la linterna de la cúpula parecía desvelar el polvo del suelo y los blancos desconchados del enlucido amarillo y veteado que en las columnas imitaba el mármol. Los innumerables «exvotos» de plata en forma de corazones llameantes colgados uno junto al otro en las paredes daban una sensación de melancólica quincallería. Pero había en el aire un antiguo olor de incienso que me reanimó. Siendo niña había aspirado aquel olor, y los recuerdos que suscitaba en mi memoria eran todos inocentes y agradables. Así me pareció hallarme en un sitio familiar, y aunque era la primera vez que entraba, creí que había ido siempre a aquella iglesia.
Antes de confesarme quise ir a la capilla lateral en la que había entrevisto una imagen de la Virgen. Desde el día de mi nacimiento había sido consagrada a la Virgen y hasta mi madre decía que me parecía a ella con mi cara de facciones regulares y mis negros ojos grandes y dulces. Siempre había amado a la Virgen porque tiene al Niño en brazos y porque ese Niño, una vez hombre, lo mataron, y ella, que lo trajo al mundo y lo amó como se ama a un hijo, sufrió mucho viéndolo colgado de una cruz. A veces pensaba que la Virgen, que había sufrido tanto, era la única que podía comprender mis dolores y de niña no quería rezar más que a ella, como la única que estaba en condiciones de entenderme. Además me gustaba la Virgen porque era tan diferente de mi madre, tan serena y tranquila, ricamente vestida, con aquellos ojos que me miraban con afecto, y me parecía que mi verdadera madre era ella y no la que me chillaba continuamente y siempre andaba ajetreada y mal vestida.
Así, pues, me arrodillé y recé una larga oración, y cubriéndome el rostro con las manos, con la cabeza baja, pedí fervorosamente que me excusara por todo lo que había hecho e invoqué su protección para mí, para mi madre y para Gino. Después me acordé de que no debía conservar rencor alguno a nadie e invoqué la protección de la Virgen también para Gisella, que me había traicionado por envidia, para Ricardo, que por estupidez había secundado a Gisella, y por último para Astarita. Rogué por Astarita más tiempo que por los demás, precisamente porque sentía un profundo resentimiento contra él y deseaba destruir aquel resentimiento y amarlo como amaba a los demás, perdonarlo y olvidar completamente el daño que me había hecho. Por último me sentí tan conmovida que acudieron las lágrimas a mis ojos. Los levanté hacia la imagen de la Virgen, sobre el altar, y las lágrimas eran como un velo y la estatua aparecía confusa y como vacilante, como si la viera bajo el agua, y las velas que brillaban en derredor de la estatua formaban muchas manchas de oro, dulces a la vista, pero al mismo tiempo amargas, como ocurre a veces con las estrellas que quisiéramos tocar y que sabemos que están tan lejanas.
Así estuve un buen rato mirando a la Virgen, casi sin verla. Después las lágrimas se desprendieron de mis ojos y se deslizaron por las mejillas con un cosquilleo amargo, y vi la Virgen, con su Niño en brazos, que me miraba y tenía el rostro iluminado por las llamas de los cirios. Me pareció que me miraba con compasión y simpatía y le di las gracias de todo corazón. Después me levanté y, sintiéndome más tranquila, fui a confesarme.
Los confesonarios estaban vacíos, pero cuando me volví buscando con la mirada un sacerdote vi uno que salía por una puerta de la izquierda del altar mayor, pasaba ante el altar haciendo la genuflexión y santiguándose y se dirigía hacia el otro lado. Era un religioso, no comprendí bien de qué orden. Procuré armarme de valor y lo llamé sin levantar la voz demasiado. Él se volvió e inmediatamente se dirigió a mí. Cuando lo tuve cerca vi que era un hombre todavía joven, muy corpulento y lleno de vida, con un rostro rosado, fresco y viril, enmarcado en una escasa barba rubia, con unos ojos azules y una frente alta y blanca. Pensé involuntariamente que era un hombre muy guapo, de los que hay pocos, no sólo en las iglesias, sino también fuera de ellas; y me sentí satisfecha de poder confesarme con él. Le comuniqué en voz baja mi deseo y él, con un leve gesto de asentimiento, me precedió hacia uno de los confesonarios.
Entró en la pequeña garita y yo fui a arrodillarme ante la reja. Una plaquita esmaltada clavada en el confesionario ostentaba el nombre de Padre Elías, y el nombre me gustó y me inspiró confianza. Me arrodillé, él rezó una breve oración y después me preguntó:
—¿Hace mucho tiempo que no te confiesas?
—Casi un año —contesté.
—Es demasiado tiempo, demasiado… ¿Por qué?
Observé que hablaba el italiano imperfectamente, con unas erres gangosas, como hacen los franceses, y por dos o tres errores que cometió adaptando palabras extranjeras a la pronunciación italiana comprendí que era francés. También me satisfizo que fuera extranjero y esta vez no sabría decir por qué. Quizá porque cuando uno se decide a realizar una acción a la que se da cierta importancia, cada detalle que parece insólito se ofrece como una señal propicia.
Le dije que el motivo de aquella larga interrupción en los deberes de buena cristiana lo comprendería por la historia que iba a contarle. Y él, después de un corto silencio, me preguntó qué tenía que decir. Entonces, con calor y confianza, le conté mis relaciones con Gino, mi amistad con Gisella, la excursión a Viterbo y el chantaje de Astarita. Mientras hablaba no podía menos de preguntarme a mí misma qué efecto podrían hacer en el fraile mis confidencias. No era un sacerdote como otros y su aspecto desacostumbrado, como de hombre de mundo, me inducía a pensar con curiosidad qué razones lo habrían llevado a hacerse sacerdote. Parecerá extraño que, tras la fuerte conmoción despertada en mí por la oración a la Virgen, me distrajera ahora hasta el punto de sentir curiosidad por aquel religioso, pero creo que no había contradicción entre esta curiosidad y la conmoción anterior. Las dos partían del fondo de mi ánimo en el que devoción y coquetería, aflicción y sensualidad, estaban embarulladamente mezcladas.
Y aun pensando en él en la forma que he dicho, sentía a medida que iba hablando un dulce alivio y una avidez consoladora de decir más y más hasta haberlo dicho todo. Me parecía ir descargando un peso y liberarme cada vez más de la grave angustia que hasta ese momento me oprimiera, como una flor aplastada por el bochorno que recibe por fin las primeras gotas de la lluvia.
Al principio hablé a duras penas y excitada; después, cada vez con más fluidez, y por último, con una sinceridad vehemente y henchida de esperanza. No omití nada, ni siquiera el dinero que Astarita me había dado, los sentimientos que me inspiraba aquel regalo y el uso que pensaba hacer de aquel dinero.
El confesor me escuchó sin hacer comentarios y cuando hube acabado dijo:
—Para evitar lo que te parece un mal, es decir, la ruptura de tu noviazgo, has aceptado hacer un daño mil veces mayor a ti misma…
—Sí, es verdad —dije conmovida, satisfecha de que fuera abriéndome el alma con tanta delicadeza.
—En realidad —prosiguió como si hablara consigo mismo—, tu noviazgo no tiene nada que ver. Cediendo a aquel hombre has obedecido a un impulso de avaricia.
—Es verdad, es verdad…
—Pues bien, mejor hubiera sido no realizar el matrimonio a hacer lo que has hecho.
—Sí, eso mismo creo.
—No basta creerlo. Ahora te casarás, es verdad; pero ¿a qué precio? Nunca podrás ser una buena esposa.
Me sorprendió la dureza y la inflexibilidad de sus palabras y exclamé angustiada:
—¡Ah, eso no! Para mí es como si no hubiese ocurrido nada. Estoy segura de que seré una buena esposa.
La sinceridad de mi respuesta debió de gustarle. Guardó silencio un largo rato y después dijo, con voz más dulce:
—¿Te arrepientes sinceramente?
—¡Eso sí! —dije con ímpetu.
Por un momento pensé que me impondría la obligación de restituir el dinero a Astarita, y aunque sentía un disgusto anticipado a la idea de la restitución, sólo porque la imposición partiría de él, me gustaba y me dominaba de una manera tan singular que llegué a pensar que obedecería con júbilo. Pero él, sin aludir al dinero, siguió con aquella voz suya, fría y distante, a la que el acento extranjero daba una entonación curiosamente afectuosa:
—Ahora debes casarte lo antes posible, debes ponerlo todo en regla, debes decir a tu novio que vuestras relaciones no pueden seguir así.
—Ya se lo he dicho.
—¿Y qué dice él?
No pude por menos de sonreír a la idea de aquel hombre tan guapo y tan rubio que me hacía aquella pregunta desde la sombra del confesionario. Repliqué con un esfuerzo:
—Ha dicho que nos casaremos en Pascua.
—Sería mejor —dijo tras un rato de reflexión y con un tono que no parecía que hablase como sacerdote sino como un hombre de mundo cortés y al mismo tiempo un poco fastidiado por tener que ocuparse de mis asuntos— que te casaras en seguida… La Pascua está lejos.
—No podemos casarnos antes. Tengo que hacerme el ajuar y él tiene que ir a su pueblo a hablar con sus padres.
—Bien —prosiguió—. Pero debes casarte lo antes posible, y hasta el día de la boda debes interrumpir toda relación carnal con tu novio. Es un pecado grave. ¿Entendido?
—Sí, lo haré.
—¿Lo harás? —repitió con tono de duda—. Para fortificarte contra la tentación, trata de rezar.
—Sí, rezaré.
—En cuanto a ese otro hombre —siguió—. No debes volver a verlo, por ningún motivo… Y eso no ha de serte difícil, puesto que no lo amas. Si insiste, si vuelve a presentarse, aléjalo.
Le contesté que lo haría así y él, después de alguna otra recomendación pronunciada con la misma voz fría y reticente, y sin embargo tan grata por su acento extranjero y por la sensación de cultura que emanaba de él, me impuso como penitencia rezar cada día un determinado número de oraciones, y después me dio la absolución. Pero antes de despedirme quiso que rezara con él un Padrenuestro. Acepté con gusto porque sentía alejarme y aún no me había saciado de oír su voz. Dijo:
—Padre nuestro que estás en los cielos… Y yo repetí:
—Padre nuestro que estás en los cielos…
—Venga a nosotros tu reino…
—Venga a nosotros tu reino…
—Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…
—Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…
—Danos hoy el pan de cada día…
—Danos hoy el pan de cada día…
—Y perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores…
—Y perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores…
—No nos dejes caer en la tentación y líbranos de mal…
—No nos dejes caer en la tentación y líbranos de mal…
—Así sea.
—Así sea.
He reproducido entera la oración para volver a evocar el sentimiento que experimenté mientras la decía con él. Era como ser muy pequeña y que me llevara de la mano de una frase a otra. Pero entre tanto pensaba en el dinero que me había dado Astarita y casi me sentía decepcionada de que el religioso no me hubiera ordenado devolverlo. En realidad, deseaba que me lo mandara, porque quería darle una prueba concreta de mi buena voluntad, de mi obediencia y de mi arrepentimiento y quería hacer por él algo que me costara un verdadero sacrificio. Terminada la oración, me levanté y él salió del confesionario y empezó a alejarse, sin mirarme, insinuando apenas con la cabeza un gesto de saludo. Entonces, casi a mi pesar y sin pensarlo, le tiré de la manga. El fraile se detuvo y me miró serenamente.
Me pareció más guapo que nunca y mil locas ideas cruzaron mi mente. Pensé que hubiera podido amarlo y busqué el modo de darle a entender que me gustaba. Pero, al mismo tiempo, la voz de mi conciencia me advertía que estaba en la iglesia, que él era un sacerdote y que me había confesado. Todas estas ideas, asaltándome al mismo tiempo, produjeron en mi ánimo una gran turbación y por un instante fui incapaz de hablar. Él, entonces, tras una espera razonable, me preguntó:
—¿Querías decirme alguna otra cosa?
—Quería saber —dije— si tengo que devolver el dinero a aquel hombre.
Me lanzó una rápida ojeada que me pareció llegaba hasta el fondo de mi alma, tan recta y aguda era, y después dijo brevemente:
—¿Tienes mucha necesidad de él?
—Sí.
—Bien, puedes no devolverlo… Pero, de todos modos, obra según tu conciencia.
Dijo estas palabras con un tono particular, como dando a entender que nuestra conversación había terminado, y yo susurré: «Gracias», sin sonreír, mirándolo fijamente. En realidad, había perdido la cabeza y casi esperaba que de algún modo, con un gesto o una palabra, me diera a entender que no le era indiferente. Comprendió con seguridad el significado de mi mirada y una leve llama de estupor le pasó por los ojos. Hizo un ligero gesto de saludo y, volviéndome la espalda, se fue dejándome confusa y llena de turbación junto al confesionario.
Nada dije a mi madre acerca de la confesión, como tampoco le había hablado de la excursión a Viterbo. Sabía que mi madre tenía unas ideas muy concretas sobre los curas y la religión. Solía decir que eran cosas bonitas, pero que entre tanto los ricos seguían siendo ricos y los pobres continuaban siendo pobres. «Se ve que los ricos saben rezar mejor que nosotros», decía. Pensaba de la religión como de la familia y el matrimonio. Había sido religiosa practicante y, a pesar de ello, todo le había salido siempre mal, por lo que ya no creía en nada. Una vez le había dicho que el premio nos esperaba en el otro mundo y ella se puso furiosa y afirmó que quería el premio inmediatamente, en este mundo, y que si no lo obtenía aquí quería decir que todo eran mentiras. Pero, como ya he dicho, me había dado una educación religiosa, porque en cierta época ella misma lo había sido. Sólo en los últimos años la adversidad fue haciéndola más áspera y acabó cambiando de idea.
La mañana siguiente monté en el coche de Gino y me dijo que sus amos partían y que, durante unos días, tendríamos la posibilidad de vernos en la villa. Mi primer impulso fue de alegría porque, como creo haber dado a entender, el amor me gustaba y me gustaba hacer el amor con Gino. Pero inmediatamente recordé la promesa hecha al confesor y dije:
—No, no es posible.
—¿Por qué?
—Porque no es posible.
—Está bien —dijo con un suspiro de paciencia—. Entonces, mañana…
—No, mañana tampoco. Nunca.
—¿Nunca? —repitió con fingido estupor bajando la voz—. ¿Conque esas tenemos? ¡Nunca! Por lo menos me darás una explicación.
En su cara se reflejaban sospechas y celos.
—Gino —dije apresuradamente—, yo te quiero y nunca te he querido tanto como ahora… Pero precisamente porque te quiero he decidido que hasta que estemos casados no vuelva a haber nada entre nosotros… nada, en el sentido de hacer el amor.
—Ahora todo está claro —dijo con malignidad—. Tienes miedo de que no quiera casarme, ¿eh?
—No, estoy segura de que te casarás conmigo. Si tuviera ese miedo no haría tantos preparativos ni me gastaría tanto dinero de mi madre, que ha empleado toda su vida en ahorrarlos.
—¡Uf, ya estamos con el dinero de tu madre! —dijo con un tono cada vez más desagradable que yo casi no le conocía—. Entonces, ¿por qué?
—Me he confesado y mi confesor me ha ordenado que no vuelva a hacer el amor contigo hasta que nos hayamos casado.
Gino hizo un gesto de disgusto y dejó escapar una exclamación que casi me pareció una blasfemia.
—Pero ¿con qué derecho mete la nariz ese cura en nuestras cosas?
Preferí no decir nada. Gino insistió:
—Di, ¿por qué no hablas?
—No tengo nada más que decir.
Debí de parecerle inamovible, porque de pronto cambió de idea y dijo:
—Bueno, está bien… ¿Quieres que te lleve a la ciudad?
—Como quieras.
Debo decir que ésta fue la única vez que Gino se mostró desagradable y descortés conmigo. Al día siguiente ya parecía resignado y se mostraba como siempre había sido, afectuoso, lleno de premura, cortés. Seguimos así viéndonos todos los días, como de costumbre; sólo que ya no hacíamos el amor y nos limitábamos a charlar. De vez en cuando le daba un beso, aunque él parecía haber hecho una cuestión de honor el no pedírmelo. Creía que besarle no era realmente pecado ya que, al fin y al cabo, éramos novios e íbamos a casarnos pronto. Hoy, pensando en aquellos días, creo que Gino se resignó tan pronto a su nuevo papel de novio respetuoso por la esperanza de enfriar gradualmente nuestras relaciones y, sin más razones, llevarme poco a poco a una especie de insensible alejamiento.
Cada día sucedía que chicas como yo, después de noviazgos larguísimos y extenuantes, volvían a quedar libres sin otro daño que el haber perdido lo mejor de su juventud. Sin saberlo, con aquella imposición del confesor, le había ofrecido el pretexto que tal vez andaba buscando para terminar nuestras relaciones. Desde luego, por sí solo nunca hubiera tenido el valor de hacerlo, ya que su carácter era débil y egoísta y el placer que le producían nuestras relaciones era mucho más fuerte que su voluntad de abandonarme, Pero la intervención del confesor le permitía adoptar una solución hipócrita y aparentemente desinteresada.
Al cabo de algún tiempo empezó a verme con menos frecuencia, un día sí y otro no. Y me di cuenta de que nuestros paseos en coche se hacían menos largos y que prestaba menos atención a mis discursos matrimoniales. Pero aun dándome oscuramente cuenta de ese cambio de actitud, no sospechaba nada. Además, se trataba de matices o naderías y seguía portándose conmigo con su habitual modo afectuoso y cortés. Por último, un día, con una cara compungida, me dijo que por motivos de familia teníamos que aplazar la fecha de nuestra boda hasta después del verano.
—¿Te disgusta mucho? —preguntó viendo que yo no comentaba de ninguna manera la noticia y me limitaba a mirar a lo lejos con una cara pensativa y un gesto amargo.
—No, no —dije volviendo a mis cabales—. No importa… Paciencia… Además, así tendré más tiempo para coser mi ajuar.
—No es verdad —replicó—. Te disgusta y mucho.
Era extraño su empeño en que el aplazamiento de nuestra boda me disgustara.
—Te digo que no.
—Entonces, si no te disgusta, quiere decir que no me amas de veras y que, en el fondo, quizá no te disgustaría que no nos casáramos nunca.
—No digas eso —dije, asustada—. Sería terrible para mí. No quiero ni pensarlo.
Hizo un gesto que por el momento no comprendí. En realidad, él había querido probar mi empeño y había comprendido con disgusto que todavía resultaba demasiado fuerte.
Pero el aplazamiento de nuestra boda, si no bastó aún para despertar mis sospechas, confirmó en cambio las antiguas convicciones de mi madre y de Gisella. Mi madre, cosa extraña dado su carácter impulsivo y violento, no comentó inmediatamente la noticia. Pero una noche, mientras me servía la cena como de costumbre, en pie, silenciosa y atenta a mis órdenes, cuando hice no sé qué alusión a la boda, dijo:
—¿Sabes cómo se llamaba en mis tiempos a una muchacha que espera casarse y no se casa nunca?
Palidecí y me falló el corazón:
—¿Cómo?
—Pues la muchacha al fresco —dijo mi madre plácidamente—. Él te tiene al fresco como a la carne que sobra, y a veces la carne, a fuerza de tenerla en la fresquera, se estropea, y entonces hay que tirarla.
Sentí una enorme rabia y dije:
—No es verdad. Al fin y al cabo, es la primera vez que lo aplazamos, y sólo por unos meses. La verdad es que tú le tienes manía a Gino porque es un chofer y no un señor.
—No tengo manía a nadie.
—Sí, sí se la tienes. Y también porque has tenido que gastar el dinero para nuestra alcoba… Pero no tengas miedo, que…
—Hija mía, el amor te está volviendo estúpida.
—No te preocupes, porque todos los plazos que quedan los pagará él, y los que has pagado tú te los devolveremos. Mira…
Y exaltada por la pasión abrí la bolsa y le enseñé los billetes que me había dado Astarita.
—Esos billetes son suyos.
Estaba tan convencida que me parecía estar diciendo la verdad.
—Me los ha dado él y me dará otros.
Abrió mucho los ojos y puso una cara contrita y desilusionada que me llenó de remordimiento. Era la primera vez, al cabo de tanto tiempo, que la trataba tan mal. Y simultáneamente me di cuenta de que le había mentido, pues aquel dinero no me lo había dado Gino. Sin decir palabra, mi madre levantó la mesa, cogió los platos y salió. La vi de espalda, erguida ante el fregadero, dedicada a lavar los platos que poco a poco iba colocando sobre el mármol, para enjuagarlos. Tenía la cabeza y los hombros inclinados levemente y esta actitud suscitó en mí una gran compasión. Impetuosamente le eché los brazos al cuello, diciéndole:
—Perdóname lo que te he dicho. No lo sentía de veras, pero es que cuando me hablas de Gino me haces perder la cabeza.
—Déjame, déjame —dijo, fingiendo luchar para soltarse de mi abrazo.
—Pero debes entenderme —añadí con pasión—. Si Gino no se casa conmigo… me mato o me dedico a la vida pública.
Gisella acogió la noticia del aplazamiento de la boda de una manera no muy diferente de la de mi madre. Estábamos en su habitación, yo completamente vestida, sentada al borde del lecho, y ella en camisón en el tocador, peinándose. Me dejó hablar hasta el fin, sin hacer ningún comentario. Después, sonriendo tranquilamente dijo:
—¿Ves como tenía razón?
—¿Por qué?
—Él no quiere casarse contigo y no se casará. Ahora ya no es la Pascua, sino Todos los Santos, y después de Todos los Santos será la Navidad… y un buen día acabarás cayendo del árbol y serás tú quien lo deje.
Me daban rabia sus palabras. Pero en cierto modo ya me había desahogado con mi madre y además sabía que, de haber dicho cuanto pensaba, hubiera tenido que romper con Gisella, y yo no quería, pues al fin y al cabo era mi única amiga. Hubiera debido responderle, como lo pensaba, que ella no quería que me casara porque sabía que Ricardo no iba a casarse nunca con ella. Era la verdad, pero no me parecía justo ofender a Gisella sólo porque, quizá a su pesar, al hablarme de Gino cedía al feo sentimiento de la envidia y de los celos. Me limité a contestar:
—No hablemos más de eso, ¿quieres? A ti, en el fondo, no te importa que me case o no y a mí me disgusta hablar de ello.
Gisella se levantó y vino a sentarse en la cama, a mi lado.
—¿Qué es eso de que no me importa? —protestó con vivacidad.
Y después, cogiéndome por la cintura agregó:
—Pues me disgusta mucho el ver cómo se burlan de ti.
—Esto no es verdad —dije en voz baja.
Se calló un momento y después, como al azar:
—A propósito, Astarita no hace más que atormentarme porque quiere volver a verte. Dice que no puede vivir sin ti. Está realmente enamorado… ¿Quieres que fijemos una cita?
—No me hables de Astarita —contesté.
—Se da cuenta de que se portó mal el día de Viterbo —siguió Gisella—. Pero en el fondo lo hizo porque te ama y está dispuesto a hacerse perdonar.
—El único modo de hacerse perdonar —dije— es que no se deje ver más.
—Mujer, al fin y al cabo es un hombre serio y te ama de veras. Quiere verte, hablar contigo. ¿Por qué no podéis citaros en un bar, por ejemplo, y delante de mí?
—No —repliqué con decisión—. No quiero volver a verlo.
—Te arrepentirás.
—Ve tú con él.
—Iría inmediatamente, querida, porque es un hombre generoso que no repara en gastos. Pero te quiere a ti y no a mí.
Realmente es una idea fija la suya.
—Sí, pero yo no quiero.
Gisella insistió aún bastante a favor de Astarita, pero no me dejé convencer. Me hallaba entonces en el colmo de mi desesperado deseo de casarme y crear una familia y estaba firmemente decidida a no dejarme seducir ni por razones ni por dinero. Hasta había olvidado el estremecimiento de complacencia que Astarita supo suscitar en mi ánimo poniéndome a la fuerza el dinero en la mano al regreso de Viterbo. Como suele ocurrir, precisamente porque temía que Gisella y mi madre tuvieran razón y que por cualquier motivo no se realizara la boda, me acogí a la idea del matrimonio con mayor y más firme esperanza.