Capítulo VI

Entre tanto, había pagado todos los plazos de los muebles y trabajaba más que nunca a fin de conseguir más dinero y pagar el ajuar. Por la mañana posaba para los pintores y por la tarde me encerraba en la sala con mi madre y cosía hasta la noche. Ella trabajaba en la máquina de coser junto a la ventana y yo, un poco apartada, cosía a mano sentada junto a la mesa. Mi madre me había enseñado a coser en blanco y siempre he sido muy eficaz y muy rápida. Siempre había muchos ojales y pespuntes que hacer y reforzar y además cada camisa debía llevar bordadas sus iniciales y yo sabía hacerlas especialmente bien, realzadas, duras, que parecían salir fuera del tejido. La ropa interior de hombre era nuestra especialidad, pero también solíamos coser alguna blusa o camiseta o alguna otra prenda interior de mujer, pero siempre cosas comunes y de poca monta porque mi madre no sabía trabajar muy fino y no conocía señoras que le hicieran encargos.

Mientras cosía, mi mente iba perdiéndose en reflexiones acerca de Gino, el matrimonio, la excursión a Viterbo, mi madre, mi vida y así el tiempo pasaba pronto. Nunca he sabido qué pensaba mi madre, pero desde luego debía pensar algo porque cuando cosía a máquina siempre tenía una expresión furiosa y si le hablaba, la mayor parte de las veces me contestaba mal. Al atardecer, en cuanto se hacía de noche, me levantaba, me sacudía los hilos y tras haberme puesto mi mejor vestido salía de casa e iba a encontrarme con Gisella o, cuando tenía cierta libertad, con Gino. Hoy me pregunto si entonces era feliz. En cierto sentido lo era porque deseaba con fuerza una cosa y la consideraba próxima y posible. Después he sabido que la verdadera infelicidad viene cuando no se tiene ninguna esperanza y entonces de nada sirve estar bien y no necesitar nada.

Más de una vez, durante aquel período, me di cuenta de que Astarita me seguía por la calle. Esto solía suceder bastante pronto por la mañana, cuando iba a los estudios de los pintores.

Habitualmente, Astarita esperaba que yo saliera, quieto en un entrante de las murallas, al otro lado de la calle. Nunca atravesaba la calzada y mientras yo caminaba apresuradamente por la acera hacia la plaza, él desde la otra acera se limitaba a seguirme más lentamente bordeando las casas. Me observaba, y esto parecía bastarle, actitud propia de un hombre perdidamente enamorado como era él. Cuando llegaba a la plaza, Astarita iba a situarse en la parada del tranvía, enfrente de la otra en la que yo esperaba. Seguía mirándome, pero bastaba que dirigiera mis ojos hacia él para que inmediatamente se confundiese y fingiese escrutar la calle para ver si llegaba un tranvía. Ninguna mujer puede permanecer indiferente ante un amor como aquél, y yo, aun estando firmísimamente decidida a no corresponderle nunca, experimentaba a veces por él una especie de compasión. Después, llegaba Gino (o el tranvía, según los días), yo subía al coche o al tranvía y Astarita quedaba en la parada mirando cómo yo me alejaba y desaparecía.

Una de aquellas tardes, cuando volvía a casa a cenar, al entrar en la sala, me encontré con Astarita de pie, sombrero en mano conversando con mi madre. Al verlo en mi casa, el pensamiento de lo que hubiera podido decir a mi madre para convencerla de que interviniese a su favor, me hizo olvidar toda compasión y fui presa de un acceso de verdadera rabia.

—¿Qué hace usted aquí? —le pregunté.

Él me miró y le volvió a la cara aquella expresión convulsa y temblorosa que mostró en el coche cuando íbamos a Viterbo mientras me decía que le gustaba. Pero esta vez, ni siquiera conseguía hablar.

—Este señor dice que te conoce —comenzó mi madre, con aire confidencial—. Quería saludarte…

Por su tono comprendí que Astarita le había hablado precisamente en el sentido que yo me temía, y quién sabe, tal vez hasta le había dado dinero.

—Por favor, tú vete —dije a mi madre.

Ella se asustó por el tono de mi voz, que era casi salvaje, y sin decir palabra salió por la puerta que da a la cocina.

—¿Qué hace usted aquí? Váyase —grité.

Él me miró, pareció mover los labios, pero no llegó a pronunciar palabra. Tenía los ojos hundidos y casi se veía el blanco, y estuve a punto de pensar que de un momento a otro podía caer en un delirio.

—¡Váyase! —repetí con voz fuerte golpeando con el pie el suelo—. Váyase o llamo a la gente, a un amigo nuestro que vive aquí abajo.

Más tarde me he preguntado muchas veces por qué Astarita no me hizo un chantaje por segunda vez amenazándome si no cedía a su deseo con contar a Gino lo sucedido en Viterbo. Ahora podía hacerme chantaje con más probabilidades de éxito que la primera vez, porque realmente me había poseído, había testigos y yo no podía negarlo. Y he llegado a la conclusión de que la primera vez sólo me deseaba y la segunda me amaba además. El amor quiere ser correspondido, y Astarita, amándome, debió sentir toda la insuficiencia de poseerme, como aquel día en Viterbo, muda e inerte, como una muerta. Por otra, parte, esta vez estaba decidida a dejar estallar la verdad. Después de todo, si Gino me amaba, debía comprenderme y perdonarme. Mi resolución, desde luego, convenció a Astarita de la inutilidad de un segundo chantaje.

A mi amenaza de llamar a la gente, no contestó. Pero, restregando el sombrero sobre la mesa, inició una retirada hacia la puerta. Cuando llegó al extremo de la mesa, se detuvo, bajó la cabeza y por un momento pareció recogerse como para ir a hablar. Pero cuando levantó de nuevo los ojos hacia mí y movió los labios, pareció como si el ánimo le faltara de nuevo y se quedó mudo mirándome fijamente. Esta segunda mirada me pareció muy larga. Después, con una inclinación de cabeza, salió cerrando tras de sí la puerta.

Fui inmediatamente donde estaba mi madre, a la cocina, y le pregunté con furor:

—¿Qué le has dicho a ese hombre?

—Yo, nada —respondió asustada—. Me ha preguntado qué trabajo hacíamos… Me ha dicho que le gustaría que le hiciera unas camisas.

—Si vas a su casa, te mato —grité.

Me miró atemorizada y respondió:

—¿Quién ha dicho que voy a ir a su casa? Que le haga otra sus camisas.

—¿Y no te ha dicho nada de mí?

—Me ha preguntado cuándo te casabas.

—¿Y tú qué le has contestado?

—Que te casabas en octubre.

—¿Y no te ha dado dinero?

—No. ¿Por qué iba a dármelo? —repuso con fingido estupor—. ¿Es que tenía que darme algo?

Por el tono de su voz, me quedé convencida de que Astarita le había dado dinero. Me acerqué a ella y la cogí por un brazo con violencia.

—Dime la verdad, ¿te ha dado dinero?

—No, no me ha dado nada.

Mantenía la mano en el bolsillo del delantal. Le cogí con fuerza la muñeca y con una violencia terrible hice que saliera del bolsillo, junto a la mano, un billete doblado por la mitad. Aunque yo seguía apretándola, mi madre se inclinó y lo recogió con tanta avidez que de pronto cesó mi furor. Recordé la turbación y la felicidad que había despertado en mi ánimo el dinero de Astarita el día de la excursión a Viterbo y pensé que no tenía derecho a condenar a mi madre porque experimentara los mismos sentimientos y cediera a las mismas tentaciones. Entonces, hubiera deseado no haberle preguntado nada, no haber visto el billete, y me limité a observar con voz normal:

—Ya ves como te lo ha dado.

Y sin esperar más explicaciones, me fui de la cocina.

Durante la cena, por una alusión comprendí que ella hubiera deseado volver a hablar de Astarita y del dinero, pero cambié de tema y mi madre no insistió.

Al otro día, Gisella vino sin Ricardo al bar donde nos citábamos habitualmente. Cuando se sentó, sin preámbulos me dijo:

—Hoy tengo que hablarte de una cosa muy importante.

Una especie de presentimiento hizo que la sangre abandonara mi rostro y dije con voz apagada:

—Si es una mala noticia, te ruego que no me la digas.

—Ni buena, ni mala —contestó con vivacidad—. Es una noticia y nada más… Ya te he dicho quién es Astarita…

—No quiero oír hablar de Astarita.

—Pero escúchame y no seas niña… Astarita, como ya te he dicho, es un hombre importante, un pez gordo, todo un personaje de la Policía política.

Me sentí un poco tranquilizada, porque después de todo, no me preocupaba de la política. Dije con un esfuerzo:

—Lo que sea Astarita, aunque sea ministro, no me importa.

—¡Uf, qué tonta eres! —bufó Gisella—. Óyeme, en vez de interrumpirme… Astarita me ha dicho que debes ir sin tardanza a verlo en el ministerio. Tiene que hablarte, pero no de amor…

Y viendo que me disponía a protestar, añadió:

—Debe hablarte de algo muy importante… y que se relaciona contigo.

—¿Conmigo?

—Sí, por tu bien… Al menos, eso me ha dicho.

¿Por qué decidí, después de tantos propósitos en contrario, aceptar esta vez la invitación de Astarita? Ni siquiera yo lo sé. Pero más muerta que viva dije:

—Está bien, iré.

Gisella se quedó un poco desconcertada por mi pasividad y por primera vez se dio cuenta de mi palidez y de mi susto.

—Pero ¿qué tienes? —preguntó—. ¿Porque es de la Policía? No es que tenga nada contra ti. ¿De qué tienes miedo? No irás a pensar que va a arrestarte.

Me levanté, aunque me sentía vacilante.

—Está bien —repetí—. Iré. ¿Qué ministerio es?

—El ministerio del Interior. Justo frente al «Supercinema», pero escucha…

—¿A qué hora?

—Durante toda la mañana… Pero escucha…

—Hasta la vista.

Aquella noche dormí poco. No comprendía qué podía querer Astarita, aparte de satisfacer su pasión. Pero un presentimiento que parecía infalible me decía que no iba a ser nada bueno. El lugar donde me convocaba me hacía suponer que la Policía tenía algo que ver en todo aquello. Sabía por otra parte, como saben todos los pobres, que cuando la Policía se mueve nunca es para dar una alegría, y después de haber examinado detenidamente mi conducta, llegué a la conclusión de que Astarita quería hacerme otro chantaje sirviéndose de alguna información que hubiera obtenido acerca de Gino. Yo no conocía la vida de Gino y pudiera ser que se hubiera comprometido en asuntos políticos. Nunca me había preocupado de política, pero no era tan ignorante como para no saber que había muchas personas a las que no gustaba el Gobierno fascista y que hombres como Astarita eran precisamente los encargados de cazar a esos enemigos del Gobierno. Mi imaginación me pintaba con vivos colores el dilema que me plantearía Astarita: o darme nuevamente a él o dejar que Gino fuera a la cárcel. Mi angustia procedía del hecho de que no quería en modo alguno complacer a Astarita y por otra parte tampoco me gustaba que Gino acabara en una prisión. Pensando en estas cosas, ya no sentía compasión alguna por Astarita, sino solamente odio. Me parecía un hombre vil y bajo, indigno de vivir, al que convendría castigar despiadadamente. Y en realidad, entre otras soluciones, aquella noche me pasó por la mente la de matarlo.

Pero más que una solución era una fantasía enfermiza causada por el insomnio, y como una fantasía que no se traduce en una firme decisión, me acompañó hasta el amanecer. Me veía meter en el bolso el cuchillo afilado y agudo, de largo mango, que utilizaba mi madre para pelar las patatas, ir a ver a Astarita, oírle hacerme la proposición temida y después, con toda la fuerza de mi robusto brazo, descargarle un golpe en el cuello, entre la oreja y la camisa almidonada. Me veía salir de su despacho fingiendo la mayor tranquilidad, y después, correr para refugiarme en casa de Gisella o de cualquier otra amiga. Pero aun mezclando estas imaginaciones sanguinarias, sabía que nunca hubiera podido hacer semejante cosa. Me horroriza la sangre y me espanta hacer daño a los demás; mi carácter me inclina más a padecer la violencia ajena que a imponer la mía.

Al amanecer me dormí un poco. Después, lució el día, me levanté y fui a la habitual cita con Gino. Cuando nos encontramos en el paseo suburbano, después de las primeras palabras de siempre le pregunté, tratando de dar a mi voz una entonación casual:

—Dime, ¿te has metido alguna vez en política?

—¿En política? ¿Qué quieres decir?

—Pues eso, así como hacer algo contra el Gobierno.

Me miró con un gesto astuto y después me preguntó:

—Oye, ¿es que te parezco tonto?

—No, pero…

—Ante todo, contéstame a esto. ¿Te parezco tonto?

—No —respondí—. No lo pareces, pero…

—Entonces —acabó—, ¿por qué diablos quieres que me haya ocupado de política?

—Bien, no sé… A veces…

—Nada… pero a quien te haya hecho esa insinuación, dile que Gino Molinari no es un estúpido.

Hacia las once, después de haber vagado más de una hora alrededor del ministerio sin decidirme a entrar, me presenté al portero y pregunté por Astarita. Subí primero por una gran escalera de mármol; después, por otra más pequeña, aunque igualmente ancha y pasé finalmente por unos corredores hasta una antesala a la que daban tres puertas. Estaba acostumbrada a asociar la palabra «Policía» con sitios sucios y estrechos como los de los comisariados de barrio y me quedé asombrada al ver el lujo de las oficinas en las que trabajaba Astarita. La antesala era un verdadero salón con el suelo de mosaico y unos cuadros antiguos como los que se ven en las iglesias, unos sillones de cuero aparecían dispuestos ante las paredes y una maciza mesa ocupaba el centro. No pude por menos de pensar, intimidada por aquel lujo, que Gisella tenía razón: Astarita debía de ser realmente un personaje importante. Y la importancia de Astarita me la confirmó, de pronto, un hecho inesperado. Acababa de sentarme cuando de una de aquellas puertas salió una señora muy alta y muy bella, aunque ya no muy joven, elegantemente vestida de negro, con un velo en la cara; Astarita la seguía inmediatamente después. Me puse de pie, creyendo que era mi turno. Pero Astarita, haciéndome desde lejos una señal con la mano, como advirtiéndome que me había visto pero que aún no era mi hora, siguió hablando con la dama, ya en el umbral. Después de haberla acompañado hasta el centro de la sala y de haberse despedido de ella con una inclinación y besándole la mano, hizo una seña a otra persona que también estaba sentada en la antesala, un viejo con gafas y una barbita blanca, vestido de negro, que parecía un profesor. A la seña de Astarita, se levantó inmediatamente, servil y alborotado, y se precipitó hacia él. Los dos desaparecieron en la estancia de al lado y yo volví a quedarme sola.

Lo que más me había sorprendido en esta aparición de Astarita era la diferencia de sus modales con respecto al que yo había conocido en la excursión a Viterbo. Entonces lo había visto preocupado, convulso, mudo, trastornado. Ahora me parecía un hombre muy dueño de sí mismo, desenvuelto y acompasado a la vez, lleno de no sé qué sentido de superioridad, al mismo tiempo autoritaria y discreta. También su voz había cambiado. Durante la excursión me había hablado con tono bajo, cálido, ahogado, pero su voz, mientras hablaba con la señora del velo, tenía un timbre claro, frío, mesurado y tranquilo. Iba vestido, como de costumbre, de gris oscuro, con el cuello de la camisa blanco y alto que daba a su cabeza algo de hierático, pero ahora, el traje y el cuello, que en la excursión yo había observado sin atribuirles un significado especial, me parecían totalmente a tono con el lugar, los muebles severos y macizos, la amplitud de la sala, el silencio y el orden que reinaban en ella, ni más ni menos que si se hubiera tratado de un uniforme. Gisella tenía razón. Aquel hombre debía de ser un personaje importante, y sólo el amor podía explicar sus maneras torpes y su constante sentimiento de inferioridad en sus relaciones conmigo.

Estas observaciones me distrajeron un poco de mi primera turbación de manera que, cuando al cabo de unos minutos se abrió nuevamente la puerta y salió el viejo, me sentía bastante dueña de mí misma. Pero esta vez Astarita no apareció para llamarme desde el umbral. En cambio, sonó un timbre, entró un ujier en el despacho de Astarita, cerró la puerta, volvió a aparecer, se acercó a mí y, preguntándome en voz baja mi nombre, me dijo que podía pasar. Me levanté y sin prisa fui hacia la puerta.

El despacho de Astarita se hallaba en una sala un poco más pequeña que la antesala. Esta otra habitación estaba casi vacía. No había más que un tresillo de cuero en un rincón y, enfrente, una gran mesa en la que trabajaba Astarita. Por dos ventanas, a través de unas cortinas blancas, entraba en la habitación un día frío, sin sol, silencioso y triste, que me hizo pensar en la voz de Astarita mientras hablaba a la señora del velo. Había una grande y blanda alfombra en el pavimento y dos o tres cuadros en las paredes. Recuerdo uno que representaba una extensión de prados verdes limitados en el horizonte por una cadena de montañas rocosas.

Como ya he dicho, Astarita estaba sentado tras su gran mesa de trabajo y cuando entré ni siquiera levantó los ojos de unos papeles que estaba leyendo o fingía leer. Digo «fingía» porque en seguida tuve el convencimiento de que todo era una comedia con el fin de intimidarme y sugerirme el sentimiento de su autoridad y de su importancia. De hecho, cuando me acerqué a la mesa, pude ver que la hoja en la que tenía fijos los ojos con tanta atención no contenía más que tres o cuatro líneas y debajo un garabato de firma. Además, la mano con la que sujetaba la frente y que apretaba entre dos dedos un cigarrillo encendido, revelaba su turbación, temblando visiblemente. Con el temblor, había caído un poco de ceniza sobre el papel que estudiaba con tanta y tan artificiosa atención.

Puse las manos en el borde de la mesa y dije:

—Aquí estoy.

Como a una señal, al oír estas palabras dejó de leer, se levantó apresuradamente y se acercó a saludarme, cogiéndome las manos. Pero todo ello en un silencio que contrastaba bastante con la actitud autoritaria y desenvuelta que procuraba mantener. En realidad, como comprendí en seguida, mi voz había bastado para hacerle olvidar el papel que se había propuesto representar, y la habitual turbación le invadió de nuevo, irresistiblemente. Me besó las manos, primero una y después la otra, me miró, casi poniendo los ojos en blanco, melancólicos y anhelantes; fue a hablar, pero los labios le temblaron y estuvo callado un rato.

—Has venido —dijo por fin, con la voz que ya conocía, baja y ahogada.

Ahora, quizá por contraste con su actitud, me sentía del todo tranquila.

—Sí, he venido —dije—. Verdaderamente no hubiera debido venir. ¿Qué tiene que decirme?

—Ven, siéntate aquí —murmuró.

No había dejado mi mano y la estrechaba con fuerza y, sujetándome todavía, me llevó al diván. Me senté, pero él, de pronto, se arrodilló ante mí, rodeándome las piernas con sus brazos y apretando su frente entre mis rodillas. Todo ello en silencio, mientras le temblaba todo el cuerpo. Apretaba la frente con tal fuerza que me hacía daño y tras una larga inmovilidad levantó la cabeza calva como queriendo acomodar su cara en mi regazo. Entonces hice un gesto como para levantarme diciendo:

—Tenía usted que decirme algo importante… Dígalo, o me voy.

Al oír estas palabras se levantó, como a duras penas, se sentó a mi lado, me cogió una mano y dijo:

—Nada… Quería volver a verte.

Hice acción de levantarme y él, reteniéndome, dijo:

—Sí… Y quería decirte que tenemos que ponernos de acuerdo.

—¿De qué modo?

—Te amo —dijo hablando muy deprisa—. Te amo mucho. Ven a vivir conmigo, a mi casa… Serás la dueña, como si fueras mi mujer… Te compraré vestidos, joyas, todo lo que quieras.

Parecía fuera de sí. Las palabras le salían confusamente por entre los labios, que seguían inmóviles y como torcidos.

—¿Y es para esto para lo que me ha hecho venir aquí? —pregunté con frialdad.

—¿No quieres?

—Ni siquiera hablar de ello.

Cosa extraña. No dijo nada después de mi respuesta. Pero levantó una mano y casi fascinándome con la fijeza de su mirada me la pasó por la cara como si quisiera reconocer su perfil. Sus dedos eran ligeros y yo los sentía estremecidos por un temblor, mientras las yemas daban la vuelta a mi rostro desde las sienes a la mejilla, de la mejilla al mentón y desde el mentón a la mejilla y a la sien otra vez. Era realmente el gesto de un hombre enamorado y es tan fuerte la persuasión del amor, aun cuando no se quiera corresponderle, que por un momento casi me sentí movida a decirle por compasión alguna palabra menos dura y definitiva.

Pero él no me dejó tiempo porque, acabada la caricia, se puso de pie, diciendo con un tono jadeante en el que se mezclaban la turbación del deseo y no sé qué nuevo empeño:

—Espera… Es verdad, tengo que decirte algo importante.

Se acercó a la mesa y cogió un fascículo rojo.

Ahora correspondió a mí turbarme, cuando lo vi venir a mi lado con el fascículo. Pregunté con un hilo de voz:

—¿Qué es?

—Es… es…

Era extraño como el tono autoritario y oficioso se mezclaba con su excitación:

—Es un informe referente a tu novio.

—¡Ah!

Por un momento cerré los ojos, muy turbada. Astarita no lo vio. Hojeaba el fascículo, enredándose en sus páginas, excitado.

—Gino Molinari, ¿no es verdad?

—Sí.

—Y debes casarte con él en octubre, ¿no es así?

—Sí.

—Pero Gino Molinari está ya casado —prosiguió—. Y precisamente con Antonieta Partini, hija del difunto Emilio y de Diomira Lavahna, hace ya cuatro años, y tienen una niña llamada María… Actualmente, la esposa vive en Orvieto, con su madre…

Yo no dije nada. Me levanté del diván y fui hacia la puerta. Astarita quedó erguido en medio de la habitación, con su fascículo entre las manos. Abrí la puerta y salí.

Recuerdo que cuando me encontré en la calle, entre la gente, en una jornada blanda y nubosa de aquel suave invierno, tuve la sensación amarga y segura de que la vida, tras una interrupción debida a mis aspiraciones y a mis preparativos matrimoniales, como un río que ha sido durante algún tiempo y artificialmente sacado de su antiguo cauce, volvía a fluir por la orilla acostumbrada, sin cambios ni novedades. Quizás esa sensación derivaba de que, en mi extravío, miraba a mi alrededor con una atención en la que ya no cabía la antigua gallardía. Y la gente, las tiendas y los vehículos se me presentaban por primera vez al cabo de tantos meses, a una luz despiadada de normalidad, ni feos ni bonitos, ni interesantes ni insignificantes, simplemente como eran, como deben presentarse a un borracho cuando ha pasado la embriaguez. Pero quizás y más probablemente surgía de la comprobación de que la normalidad de la vida no eran mis proyectos de felicidad, sino al contrario, todas las cosas rebeldes a planes y proyectos, las cosas casuales, que se manifiestan defectuosas e imprevisibles, que causan desilusión y dolor. Y no cabía duda, si aquello era verdad, como parecía serlo, de que yo, después de una borrachera de varios meses, volvía a vivir aquella mañana.

Éste fue el único pensamiento que me inspiró el descubrir la doblez de Gino. Pero no pensé en condenarlo, ni creo que experimenté ningún rencor contra él. No me había engañado sin alguna complicidad por mi parte, y era demasiado reciente el recuerdo del placer que había sentido entre sus brazos para no encontrar, si no una justificación, por lo menos una excusa a su mentira. Pensé que, ciego por el deseo, había sido más débil que malo y que, en el fondo, la culpa, si podía llamarse así, había sido de mi belleza, que hacía perder la cabeza a los hombres hasta hacerles olvidar todo escrúpulo y toda clase de deberes. En resumidas cuentas, Gino no era más culpable que Astarita; sólo que había recurrido al fraude, mientras que Astarita se había servido del chantaje. Además los dos me amaban y, de haber podido hacerlo, hubieran usado medios lícitos para poseerme y me habrían asegurado aquella modesta felicidad que yo colocaba por encima de todo. Pero la fatalidad había querido que con mi belleza fuera a toparme con hombres que no podían procurarme esta felicidad. Por desgracia, si no era seguro que hubiera un culpable, era cierto que había una víctima. Y esa víctima era yo.

Tal vez a alguien le parecerá flojo este modo de sentir y de razonar después de una traición como la de Gino. Pero siempre que he sido ofendida, y lo he sido a menudo por mi pobreza, mi ingenuidad y mi soledad, siempre he sentido el deseo de excusar al ofensor y olvidar lo antes posible la ofensa. Si en mí se produce algún cambio después de una ofensa, no se manifiesta en mi actitud o en mi aspecto externo, sino más profundamente en mi ánimo que se cierra en sí mismo como una carne sana y sanguínea que ha sufrido una herida y procede a restañarla lo antes posible. Pero las cicatrices quedan, y esos cambios casi inocentes del ánimo son siempre definitivos.

Y con Gino ocurrió lo mismo esa vez. No sentí rencor contra él, tal vez ni un solo momento. Pero dentro de mí sentí que muchas cosas caían hechas pedazos, para siempre: mi estima por él, mis esperanzas de crear una familia, mi voluntad de no ceder a Gisella y a mi madre, mi fe religiosa o por lo menos aquella clase de fe que había tenido hasta entonces. Me comparaba a una muñeca que había tenido siendo niña. Después de haberla golpeado y arrastrado todo un día, aun siguiendo intacta con la cara sonriente, y rosada, sentía dentro de la muñeca como un quejido, un ruidillo de mal augurio. Destornillé la cabeza y entonces cayeron del cuello pedazos de porcelana, cuerdecillas, tornillos y pequeños hierros del mecanismo que la hacía hablar y mover los ojos y hasta ciertos misteriosos pedazos de madera y tela, cuyo destino nunca conseguí descubrir.

Aturdida, pero tranquila, fui a casa y durante aquella tarde hice lo de siempre sin revelar a mi madre lo sucedido ni confiarle las consecuencias que había deducido. Pero me di cuenta de que era imposible llevar la ficción hasta ponerme a coser mi ajuar como los demás días. Cogí la ropa ya preparada y la que aún quedaba por coser y la guardé toda en un armario cerrándolo con llave, en mi habitación. A mi madre no se le escapó el detalle de que estaba triste, cosa insólita en mí, que en general soy alegre y despreocupada, pero le dije que me sentía cansada, como era verdad.

Al atardecer, mientras mi madre cosía a máquina, dejé de trabajar, me retiré a mi habitación y me eché en la cama. Me di cuenta de que miraba mis muebles, pagados ya gracias al dinero de Astarita, verdaderamente míos, con ojos muy distintos de los de otros tiempos, sin complacencia y sin esperanza. Me parecía no sentir dolor, sino sólo cansancio y un sentimiento de indiferencia como al cabo de un enorme esfuerzo totalmente vano. Por lo demás, estaba cansada incluso físicamente, como con los miembros rotos, con un profundo deseo de reposo. Casi inmediatamente, pensando confusamente en mis muebles y en la imposibilidad de usarlos como había esperado, me dormí vestida sobre el lecho. Dormí quizá cuatro horas, con avidez, con un sueño que me pareció triste y negro.

Me desperté muy tarde y llamé en voz alta a mi madre, desde la oscuridad que me envolvía. Ella acudió en seguida y dijo que no había querido despertarme al ver que dormía tan tranquila y con tantas ganas.

—La cena está lista hace una hora —añadió permaneciendo de pie a mi lado y mirándome—. ¿Qué haces? ¿No vienes a comer?

—No tengo ganas de levantarme —contesté cubriéndome los ojos deslumbrados con un brazo—. ¿Por qué no me lo traes aquí?

Salió de la habitación y volvió al poco tiempo con una bandeja en la que estaba mi cena habitual. Puso la bandeja en el borde de la cama y yo, incorporándome y apoyándome en un codo, comencé a comer desganada. Mi madre siguió de pie mirándome. Pero después de los primeros bocados dejé de comer y me eché de nuevo sobre la almohada.

—¿Qué haces? ¿No comes? —preguntó mi madre.

—No tengo hambre.

—¿No te encuentras bien?

—Estoy perfectamente.

—Entonces, me lo llevo —farfulló.

Quitó la bandeja de la cama y fue a colocarla en la mesa junto a la ventana.

—Mañana no me despiertes temprano —dije al cabo de un rato.

—¿Por qué?

—Porque he decidido no hacer más de modelo. Se trabaja mucho y se gana poco.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó, inquieta—. Yo no puedo mantenerte… Ya no eres una niña y cuestas mucho… Además, hay tantos gastos… el ajuar…

Empezaba a quejarse y lloriquear, y yo, sin quitarme el brazo de la cara, dije lenta y fatigosamente:

—Ahora no me molestes. Quédate tranquila, que el dinero no faltará.

Siguió un largo silencio.

—¿Quieres algo más? —preguntó por fin, mortificada y solícita, como una criada a la que se ha reprochado una excesiva familiaridad y quiere que se la perdone.

—Sí, hazme el favor… Ayúdame a desnudarme. Estoy muy cansada y tengo mucho sueño.

Obedeció y, sentándose en el lecho, empezó por quitarme los zapatos y las medias, que puso ordenadamente en la silla a la cabecera de la cama. Después me quitó el vestido, la combinación y me ayudó a quitarme la camisa. Yo permanecía con los ojos cerrados y, en cuanto me sentí bajo las sábanas, me encogí envolviéndome la cabeza con el embozo. Oí a mi madre desearme las buenas noches desde la puerta, después de haber apagado la luz, y no contesté. Volví a adormecerme pronto y dormí toda la noche, hasta bien entrado el día.

Por la mañana debiera haber ido a la acostumbrada cita con Gino, pero al despertarme comprendí que no tenía ganas de verlo hasta que el dolor me hubiera pasado y me hallara en condiciones de considerar su traición con objetividad y perspectiva, como algo que le hubiera sucedido a otra persona y no a mí. Desconfiaba entonces, y siempre he desconfiado, de las cosas que se dicen y hacen bajo los impulsos del sentimiento, sobre todo si ese sentimiento, como ocurría en este caso, no era de simpatía y de afecto. Desde luego, no amaba ya a Gino, pero tampoco quería odiarlo porque pensaba que, en este caso, al daño de la traición añadiría otro, tal vez peor, el de obstruir mi ánimo con una pasión desagradable e indigna de mí.

Por lo demás, aquella mañana experimentaba una pereza especial, casi voluptuosa, y me sentía menos triste que la noche anterior. Mi madre había salido bastante temprano y no volvería antes de mediodía. Así, pues, estuve un buen rato bajo las sábanas y éste fue el primer placer que sentí al comienzo de una nueva fase de mi vida, que en lo sucesivo quería solamente agradable. Para mí, que todos los días de mi existencia me había levantado muy temprano, permanecer en el lecho cómodamente y dejar que el tiempo corriese inútilmente era, en verdad, un lujo. Durante mucho tiempo me lo había ganado, pero ahora estaba decidida a concedérmelo siempre que me viniera en gana, y lo mismo pensaba hacer con las demás cosas a las que hasta entonces había tenido que renunciar por mi pobreza y mis sueños de vida normal y familiar. Pensé que me gustaba el amor, que me gustaba el dinero, que me gustaban las cosas que con el dinero pueden obtenerse, y me dije que desde aquel momento, cada vez que se me presentara la ocasión, no rehusaría ni el amor, ni el dinero, ni lo que el dinero podía dar. Pero no se crea que pensaba estas cosas con cólera, por resentimiento y espíritu de venganza. Las pensaba con dulzura, acariciándolas y gozándolas anticipadamente.

Toda situación, por desagradable que sea, tiene su reverso. Yo había perdido, al menos por el momento, el matrimonio y todas las modestas ventajas que me prometía, pero, en cambio, había recuperado la libertad. Era verdad que mis profundas aspiraciones seguían igual, pero la vida fácil me gustaba mucho y el resplandor de esa perspectiva me ocultaba lo que de triste y resignado hubiera en el fondo de mis nuevas decisiones. Ahora, los continuos sermones de mi madre y de Gisella empezaban a dar sus frutos. Siempre, aun llevando una vida virtuosa, había sabido que mi belleza podría procurarme cuanto deseara con sólo quererlo.

Aquella mañana, por primera vez, consideré a mi cuerpo como un medio bastante cómodo de conseguir los fines que el trabajo y la seriedad no me habían permitido alcanzar.

Estos pensamientos o, mejor aún, estos anhelos, me permitieron pasar en un instante las horas de la mañana, y casi me quedé asombrada al oír de pronto las campanas de la iglesia próxima dar las doce y al ver que un largo rayo de sol entraba por la ventana hasta la cama en que yo estaba. También las campanadas y el rayo de sol, como la pereza de aquella mañana, me parecieron cosas preciosas, insólitas, de lujo. De la misma manera, acostadas y fantaseando en sus lechos, en aquel mismo momento oirían las mismas campanas y mirarían asombradas el mismo rayo de sol, las damas ricas que habitaban en villas parecidas a la de los dueños de Gino. Con esta sensación de no ser ya la Adriana necesitada y ajetreada del día anterior, sino una Adriana completamente distinta, me levanté por fin y me quité el camisón ante el espejo del armario. Me contemplé desnuda en el espejo y entonces, por primera vez, comprendí a mi madre cuando con orgullo decía al pintor: «Mire qué pecho, qué piernas, qué caderas». Pensé en Astarita, a quien el deseo de aquel pecho, de aquellas piernas y de aquellas caderas hacía cambiar el carácter, los modales y hasta la voz y me dije que ciertamente encontraría otros hombres que para gozar de mi cuerpo me darían tanto dinero como me había dado él, y quizá más.

Indolentemente, de acuerdo con mi nuevo humor, me vestí, tomé un café y salí. Fui a un bar allí cerca y telefoneé a la villa de Gino. Él mismo me había dado el número, pero recomendándome con su característica precaución servil que no abusara de llamadas porque a los señores no les gustaba que el servicio usara el teléfono. Hablé con una mujer que debía ser la doncella y después, casi en seguida, se puso Gino al aparato. Me preguntó si no me encontraba bien; no pude por menos de sonreír al reconocer en su solicitud su antigua perfección, quizá no del todo falsa, que tanto había contribuido a llamarme a engaño.

—Estoy muy bien —dije—. Nunca me he encontrado mejor.

—¿Y cuándo nos vemos?

—Cuando quieras —contesté—. Pero me gustaría que nos viéramos como antes… quiero decir, en la villa, si tus dueños se van.

Comprendió inmediatamente mis intenciones y dijo solícitamente:

—Se van dentro de unos diez días, para las fiestas de Navidad… no antes.

—Entonces —repuse con despreocupación—, nos veremos dentro de diez días.

—¡Eh! —exclamó asombrado—. ¿Por qué no nos vemos antes?

—Tengo que hacer.

—Pero ¿qué tienes? —preguntó con tono suspicaz—. ¿Estás enfadada conmigo?

—No —respondí—. Si estuviera enfadada contigo, no te diría que nos viéramos en la villa.

Pensé que hubiera podido sentir celos y molestarme, y añadí:

—No tengas miedo. Te quiero como siempre. Sólo que debo ayudar a mi madre en un trabajo extraordinario… las fiestas de Navidad ¿sabes…? Y como sólo podré salir de casa muy tarde y a esas horas nunca estás libre, prefiero esperar a que tus amos se vayan.

—¿Y por la mañana?

—Por la mañana dormiré —dije—. Y a propósito, ¿sabes que ya no hago de modelo?

—¿Por qué?

—Me he cansado… Te alegras, ¿verdad…? Bien, nos veremos dentro de diez días… Te llamaré.

—Está bien.

Dijo: «Está bien», con poca convicción, pero yo lo conocía lo suficiente para estar segura de que, a pesar de sus sospechas, no se presentaría antes de los diez días. Precisamente porque sospechaba algo, no se dejaría ver. No era un hombre valiente y la idea de que yo hubiera descubierto su traición debía llenarlo de inquietud y de nerviosismo. Cuando colgué el auricular, me di cuenta de que había hablado a Gino con voz tranquila, bondadosa y hasta con afecto y me sentí satisfecha de mí misma. Pronto mi sentimiento para con él sería igualmente tranquilo, bondadoso y afectuoso y podría verlo sin temor de hundirme a mí misma, a él y a nuestras relaciones en el ambiente falso y enojoso del odio.