Capítulo VII

Aquel mismo día, por la tarde, fui a ver a Gisella en su habitación amueblada. Como de costumbre, a aquella hora acababa de levantarse de la cama y se vestía para ir a su cita con Ricardo. Me senté en la cama deshecha y mientras ella iba y venía por la estancia en penumbra y llena de trapos y de cosas en desorden, le conté con mucha tranquilidad mi visita a Astarita y cómo éste me había revelado que Gino tenía esposa y unos hijos. Al oír la noticia, Gisella dejó escapar una exclamación, no sé si de alegría o de sorpresa, corrió a sentarse a mi lado, en el lecho, y me cogió los hombros con las manos abriendo mucho los ojos:

—No, no puedo creerte… Mujer e hija… Pero ¿es verdad?

—La hija se llama María.

Era evidente que quería profundizar y comentar la noticia todo lo posible y que mi actitud serena la desilusionaba.

—Mujer y una hija y la hija se llama María. ¿Y lo dices así?

—¿Pues cómo he de decirlo?

—Pero ¿es que no te disgusta?

—Sí, me disgusta.

—Pero ¿te lo ha dicho así, Gino Molinari tiene mujer y una hija, así por las buenas?

—Sí.

—¿Y qué has contestado?

—Nada… ¿Qué iba a contestar?

—Pero ¿qué sentiste? ¿No has tenido ganas de llorar? Al fin y al cabo, para ti es un desastre.

—No, no he tenido ganas de llorar.

—Vaya, ya no puedes casarte con Gino —exclamó con aire reflexivo y gozoso—. ¡Qué cosa, qué cosa! ¡Qué conciencia! Una pobre chica como tú, que no vivía más que para él… ¡Todos los hombres son unos sinvergüenzas!

—Gino ignora aún que lo sé todo —dije.

—En tu lugar, querida —prosiguió Gisella, excitada—, le cantaría las verdades… y un par de bofetadas no se las quitaba nadie.

—Lo he citado para dentro de diez días —repuse—. Creo que seguiremos haciendo el amor.

Gisella se echó hacia atrás, abriendo mucho los ojos.

—¿Y por qué? ¿Es que te gusta aún después de todo lo que te ha hecho?

—No —contesté bajando la voz, conmovida—. Ya no me gusta tanto… pero…

Vacilé y después mentí, haciendo un esfuerzo:

—No siempre los bofetones y los gritos son la mejor manera de vengarse.

Me miró un rato, entornando los ojos y retrocediendo unos pasos como hacen los pintores con sus cuadros. Después exclamó:

—Tienes razón… No lo había pensado… ¿Y sabes qué haría en tu lugar? Pues lo dejaría cocerse en su caldo, tranquilo, seguro… y después, un buen día, cataplum, lo dejaría plantado.

No dije nada. Gisella siguió, al cabo de un rato, con voz menos excitada, pero igualmente animada y cantarina:

—Aún no puedo creerlo… ¡Mujer y una hija, y hacía contigo tantos arrumacos… y te ha hecho comprar los muebles, el ajuar…! ¡Qué barbaridad!

Yo seguía callando. Gisella gritó victoriosa:

—Pero yo lo había comprendido… Debes reconocerlo… ¿Qué te dije la primera vez? Ese hombre no es sincero… ¡Pobre Adriana!

Me echó los brazos al cuello y me besó. Dejé que me besara y le dije:

—Sí, y lo peor es que me ha hecho gastar el dinero de mi madre.

—¿Y lo sabe tu madre?

—Todavía no.

—Por el dinero, no temas —gritó—. Astarita está tan enamorado de ti que bastará que lo quieras y te dará todo el dinero que necesites.

—A Astarita no quiero volver a verlo —protesté—. Cualquier otro hombre, pero Astarita no.

Debo decir que Gisella no tenía un pelo de tonta. Comprendió que al menos por el momento era mejor no hablarme de Astarita y comprendió también qué quería decir con aquella frase «cualquier otro hombre». Fingió reflexionar un momento y dijo:

—En el fondo, tienes razón… Te comprendo… También a mí, después de lo ocurrido, me daría cierto reparo ir con Astarita… Es un hombre que todo lo quiere a la fuerza y te ha contado lo de Gino para vengarse.

Calló de nuevo y en seguida dijo con voz solemne:

—Déjame a mí… ¿quieres conocer a alguien dispuesto a ayudarte?

—Sí.

—Pues déjamelo a mí.

—Pero no deseo atarme con nadie —añadí—. Quiero ser libre.

—Déjamelo a mí —repitió por tercera vez.

—Ahora —seguí— quiero devolver el dinero a mi madre y comprarme algunas cosas que necesito… Y quiero que mi madre no trabaje más.

Entre tanto, Gisella se había levantado, yendo a sentarse ante el tocador.

—Tú —dijo dándose polvos con mucha prisa— has sido siempre demasiado buena… ¿Ves ahora lo que le pasa a una por ser demasiado buena?

—¿Sabes que esta mañana no he ido a posar? —dije—. He decidido no volver a hacer de modelo.

—Haces bien —aprobó—. Yo poso sólo para…

Dijo el nombre de cierto pintor y explicó:

—Sólo voy por darle gusto, pero en cuanto termine con él, se acabó.

Experimenté entonces un gran afecto por Gisella y me sentí confortada. Aquellos: «Déjamelo a mí», sonaban tranquilizadores a mis oídos, como otras tantas cordiales y maternales promesas de atender lo antes posible a mis necesidades. Me daba cuenta de que a Gisella no la impulsaba a ayudarme ningún verdadero afecto, sino, como en el asunto de Astarita, el deseo quizás inconsciente de verme cuanto antes reducida a su misma situación, pero nadie hace las cosas por nada y, ya que en este caso la envidia de Gisella coincidía con mi provecho, no tenía ningún motivo para no buscar su ayuda sólo porque la sabía interesada.

Gisella tenía mucha prisa, pues ya llegaba con retraso a la cita con su novio. Salimos de su habitación y empezamos a bajar en la oscuridad la escalera, empinada y estrecha, de la vieja casa. En la escalera, impelida por la excitación y quizá por el deseo de suavizar la amargura de mi desilusión mostrándome que no estaba sola en la desgracia, me dijo:

—Y ¿sabes? Sospecho que también Ricardo quiere hacerme la misma jugada que te ha hecho Gino.

—¿También está casado? —pregunté ingenuamente.

—Eso no, pero me hace unas historias… Tengo la impresión de que quiere tomarme el pelo… Pero yo ya se lo he dicho: «Querido, no tengo ninguna necesidad de ti. Si quieres, te quedas y si no te vas».

No dije nada, pero pensé que había una gran diferencia entre ella y yo y entre sus relaciones con Ricardo y las mías con Gino. Ella, en el fondo, nunca se había hecho ilusiones sobre la seriedad de Ricardo ni, como sabía yo, había tenido demasiados escrúpulos en traicionarle de vez en cuando. En cambio, yo había esperado con todas las fuerzas de mi ánimo, todavía inexperto, llegar a ser la esposa de Gino y siempre le había sido fiel, ya que no podía llamarse traición la complacencia a la que me había obligado Astarita en Viterbo con su chantaje. Pensé que Gisella hubiera podido ofenderse si le decía tales cosas y preferí callar. A la salida del portal, me citó para la tarde siguiente en un bar recomendándome que fuera puntual porque probablemente no estaría sola y se alejó corriendo.

Yo me daba cuenta de que hubiera debido contar a mi madre lo sucedido, pero no tenía valor para hacerlo. Mi madre me quería de veras, y a diferencia de Gisella que en la traición de Gino veía el triunfo de sus ideas y ni siquiera pensaba en disimular su cruel satisfacción, habría experimentado más dolor que alegría al ver que, en fin de cuentas, tenía razón. Ella, en el fondo, no quería más que mi felicidad y poco le importaba por qué caminos pudiera llegar, y estaba convencida de que Gino no podría dármela. Después de mucho vacilar acabé por decidir que no le diría nada. Sabía que, la tarde siguiente, los hechos y no las palabras le abrirían los ojos, y aunque me daba cuenta de que era un modo brutal de revelar el gran cambio ocurrido en mi existencia, me gustaba la idea de que así evitaría muchas explicaciones, reflexiones y comentarios, de los que Gisella había sido tan generosa al contarle yo la historia de la doblez de Gino. En realidad, experimentaba una especie de profundo desagrado por el tema de mi matrimonio y deseaba hablar lo menos posible de él y hacer que los otros no hablaran.

El día siguiente, para que no me molestara mi madre, que ya se mostraba suspicaz, fingí tener una cita con Gino y estuve fuera de casa toda la tarde. Para la boda me había hecho un vestido nuevo, un traje sastre gris, que pensaba ponerme después de la ceremonia. Era mi mejor vestido y vacilé antes de ponérmelo. Pero después pensé que algún día tendría que llevarlo y no sería un día más puro ni más feliz que aquél y que, por otra parte, los hombres juzgaban por las apariencias y me convenía presentarme con mi mejor aspecto para obtener dinero. Y dejé a un lado los escrúpulos. Me puse, por lo tanto, y no sin algún remordimiento, mi hermoso vestido que hoy, cuando de nuevo pienso en él, me parece tan feo y modesto como todas mis cosas de entonces; me peiné con cuidado y me pinté la cara, pero no más de lo que acostumbraba. A propósito de este último detalle, quiero decir que nunca he entendido por qué tantas mujeres de mi profesión se emplastan de tal modo la cara y van de un lado a otro que parecen máscaras de Carnaval. Tal vez porque con la vida que hacen estarían muy pálidas o porque temen, si no se pintan de aquella manera tan violenta, no atraer la atención de los hombres y no darles a entender lo suficiente que están dispuestas a dejarse abordar. Yo, en cambio, por más que me canse y ajetree, conservo siempre mis colores sanos y bronceados y, sin modestia, puedo decir que mi belleza ha sido siempre suficiente, sin ayuda de pinturas y cremas, para hacer que los hombres volvieran la cabeza en la calle al pasar yo. No atraigo a los hombres por el carmín o el negro en las cejas, o un falso color rubio pajizo, sino por el porte majestuoso (así por lo menos me lo han asegurado muchos), por la serenidad y la dulzura del rostro, por los dientes perfectos al reír y por la abundancia y la juventud del cabello ondulado y oscuro.

Las mujeres que se tiñen el pelo y se emborronan la cara no comprenden que los hombres, juzgándolas desde el principio por lo que son, experimentan una especie de decepción anticipada. Pero yo, tan natural y tan sobria, siempre los he dejado en duda acerca de mi verdadera naturaleza, proporcionándoles así la ilusión de la aventura, cosa que ellos, en el fondo, buscan mucho más que la mera satisfacción de los sentidos.

Vestida y peinada, me fui a un cine y vi dos veces la misma película. Salí del cine cuando ya había anochecido y me dirigí al bar donde me había citado Gisella. No era uno de aquellos lugares modestos en los que nos veíamos otras veces con Ricardo. Era un bar elegante y entraba en él por primera vez. Comprendí que la elección del sitio respondía al propósito concreto de dar valor a mi persona y elevar el precio de mis complacencias. Todos estos y otros detalles de los que hablaré después pueden llevar efectivamente a una mujer de mi especie que sea bella y joven y haga de ello un uso inteligente a aquella estable comodidad y holgura que, en realidad, es el fin que se proponen. Pero pocas lo hacen, y yo no fui de ellas.

Mi origen plebeyo siempre me ha inducido a mirar con desconfianza los locales de lujo. En los restaurantes, en las salas de té, en los cafés burgueses siempre me he sentido incómoda, avergonzándome de sonreír y guiñar los ojos a los hombres y sintiéndome como puesta en evidencia por todas aquellas luces despampanantes. En cambio, siempre he sentido una profunda y afectuosa atracción por las calles de mi ciudad, con sus palacios, sus iglesias, sus monumentos, sus tiendas y sus portales, que las hacen más bellas y acogedoras que cualquier sala de té o restaurante. Siempre me ha gustado ir a la calle a la hora del paseo, al atardecer y, caminando despacio, junto a los escaparates iluminados de los comercios, ver cómo la noche oscurece lentamente en el cielo, allá arriba entre los tejados. Siempre me ha gustado ir y venir entre la gente y escuchar sin volverme las proposiciones amorosas que los viandantes más imprevistos, en una repentina exaltación de los sentidos, se arriesgan a veces a susurrar. Siempre me ha gustado andar de un lado para otro, hasta hartarme, por la misma calle, sintiéndome al final del paseo casi extenuada, pero con el ánimo aún fresco y ávido como en una feria cuyas sorpresas no terminan nunca. Mi salón, mi café, mi restaurante ha sido siempre la calle, y esto deriva del hecho de haber nacido pobre. Sabido es que los pobres buscan sus ocios a un precio económico y gozan contemplando los escaparates de los comercios en los que no pueden hacer compras y las fachadas de las casas en las que no están en condiciones de habitar. Por el mismo motivo siempre me han gustado las iglesias, tan numerosas en Roma, abiertas a todos y lujosas para todos, en las que, entre mármoles, oros y preciosas decoraciones, el olor antiguo y humilde de la pobreza es a veces más fuerte que el aroma del incienso.

Pero, naturalmente, el ricachón no pasea por la calle ni va a las iglesias; a lo sumo, atraviesa la ciudad en coche, echado sobre unos cojines y quién sabe si leyendo el periódico. Y como yo prefiero la calle a cualquier otro sitio, me impido a mí misma todos aquellos encuentros que, según Gisella, debiera haber buscado aun a costa de sacrificar mis gustos más íntimos. Este sacrificio no quise hacerlo nunca, y durante todo el tiempo que duró mi alianza con Gisella, mis preferencias fueron objeto de encarnizadas discusiones entre las dos. A Gisella no le gustaba la calle, no le decían nada las iglesias y la gente sólo le inspiraba repugnancia y desprecio. En lo más alto de sus ideas ponía, en cambio, los restaurantes de lujo en los que solícitos camareros acechaban con ansiedad los mínimos gestos de los clientes; las salas de baile de moda, con músicos de frac y las parejas bailando en traje de noche; los cafés más elegantes, las salas de juego.

En aquellos sitios, Gisella parecía otra, cambiaba sus gestos, sus actitudes y hasta el tono de voz. Afectaba comportarse como una gran señora, lo que era la meta ideal que ella se había propuesto y que más tarde, como veremos, consiguió en cierta medida. Pero el aspecto más curioso de su éxito final fue que la persona destinada a satisfacer sus ambiciones no la encontró en locales de lujo sino, gracias a mí, precisamente en la calle que ella tanto odiaba.

Encontré a Gisella en el bar con un hombre de mediana edad, un viajante de comercio, al que me presentó con el nombre de Giacinti. Sentado, parecía de estatura normal, en parte porque sus hombros eran muy anchos, pero, una vez de pie, me pareció un enano, y la misma anchura de sus hombros contribuía a hacerlo más bajo de lo que era en realidad. Su cabello era abundante y blanco, limpio como la plata, en corte de cepillo sobre la cabeza, quizá para parecer más alto. El rostro era rojo y lleno de salud, de rasgos regulares y nobles como los de una estatua: una bella frente serena, unos ojos grandes y negros, una nariz recta y una boca bien dibujada. Pero una expresión antipática de vanidad, de suficiencia y de falsa benevolencia, hacía aquel rostro, a primera vista atractivo y majestuoso, decididamente repulsivo.

Me sentí un poco nerviosa y después de las presentaciones me senté sin decir una palabra. Giacinti, como si mi llegada sólo hubiera sido una cosa incidental y sin importancia, cuando era en realidad el principal acontecimiento de la velada, siguió la conversación que mantenía con Gisella.

—No puedes quejarte de mí, Gisella —dijo poniendo una mano sobre la rodilla de mi amiga y manteniéndola así mientras hablaba—. ¿Cuánto tiempo ha durado la que podemos llamar nuestra alianza? ¿Seis meses? Pues bien, ¿puedes decir en conciencia que en esos seis meses te dejara disgustada una sola vez?

Tenía una voz clara, lenta, marcada, silabeada, pero era evidente que hablaba de aquel modo no tanto para que se le entendiera como para escucharse a sí mismo y gozar de cada palabra que pronunciaba.

—No, no —repuso Gisella con aire aburrido y bajando la cabeza.

—Que se lo diga Gisella, Adriana —siguió Giacinti con la misma voz clarísima y martilleante—. No sólo no he ahorrado dinero por lo que podríamos llamar prestaciones profesionales, sino que siempre que he vuelto de Milán le he traído algún regalo… ¿Te acuerdas, por ejemplo, de aquella vez que te traje un frasco de perfume francés? ¿Y aquella otra vez que te regalé un traje de terciopelo y encajes? Las mujeres creen que los hombres no entendemos de ropa interior, pero yo soy una excepción ¿eh?

Rió discretamente mostrando una dentadura perfecta pero de una blancura extraña que la hacía parecer falsa.

—Dame un cigarrillo —dijo Gisella, un poco aburrida.

—En seguida —contestó él con irónica premura.

Me ofreció a mí otro, cogió un tercero para él y, después de haber encendido los tres, continuó:

—¿Y recuerdas aquel bolso que te traje otra vez… grande, de piel brillante, un verdadero regalo? ¿Ya no lo llevas?

—Pero si era un bolso para las mañanas —dijo Gisella.

—Me gusta hacer regalos —comentó Giacinti volviéndose hacia mí—, pero no por razones sentimentales, claro…

Movió la cabeza echando el humo por la nariz.

—Me gusta por tres motivos bien claros… Primero, porque me gusta que me lo agradezcan; segundo, porque no hay nada como un regalo para que a uno le sirvan bien, pues quien ha recibido un regalo siempre espera otro; y tercero, porque a las mujeres les gusta ser engañadas y un regalo da la impresión de un sentimiento aunque el sentimiento no exista.

—Pues no eres muy astuto —dijo Gisella con indiferencia y sin mirarlo siquiera.

Giacinti movió la cabeza con su bella sonrisa henchida de dientes.

—No, no soy astuto… Simplemente soy un hombre que ha vivido y sabido deducir una lección de la experiencia. Con las mujeres, sé que hay que hacer ciertas cosas; con los clientes, otras; y con los dependientes, otras, etcétera… Mi mente es como un fichero ordenadísimo… Por ejemplo, mujer a la vista. Saco la ficha, miro y veo que ciertas medidas obtuvieron el efecto buscado y otras no. Vuelvo a guardar la ficha en su sitio y procedo en consecuencia… Esto es todo.

Calló y volvió a sonreír.

Gisella fumaba con gesto aburrido y yo no dije nada.

—Y las mujeres quedan contentas de mí —prosiguió Giacinti— porque en seguida comprenden que conmigo no tendrán desilusiones, que conozco sus exigencias, sus debilidades y sus caprichos, como a mí me place el cliente que me comprende al vuelo, que no se pierde en palabrerías, en fin, que sabe lo que él quiere y lo que quiero yo. Sobre mi mesa, en Milán, tengo un cenicero en el que figura esta inscripción: «Señor, bendice a quien no hace perder el tiempo».

Dejó el cigarrillo y sacando la muñeca de la manga miró el reloj y añadió:

—Creo que es ya hora de ir a cenar.

—¿Qué hora es?

—Las ocho… Con permiso, vuelvo en seguida.

Se levantó y se alejó hacia el fondo de la sala. Era realmente pequeño, con los hombros anchos, el cabello blanco, abundante y erizado sobre la cabeza. Gisella aplastó el cigarrillo en el cenicero y dijo:

—Es un pesado. No sabe más que hablar de sí mismo.

—Ya lo he notado.

—Tú déjalo hablar y dile siempre que sí —prosiguió Gisella—. Verás cómo te hace un montón de confidencias… Se cree no sé qué, pero es generoso y los regalos los hace de verdad.

—Sí, pero después no hace más que recordártelos.

Gisella no dijo nada, pero movió la cabeza como dando a entender: «¿Y qué vas a hacerle?». Permanecimos en silencio hasta que volvió Giacinti, pagó y salimos del bar.

—Gisella —dijo Giacinti en la calle—, la noche está dedicada a Adriana, pero si quieres honrarnos cenando con nosotros…

—No, no, gracias —dijo Gisella apresuradamente—. Tengo una cita.

Nos saludó a Giacinti y a mí y se fue. Cuando estuvimos solos, dije a Giacinti:

—Es simpática Gisella.

Él hizo una mueca y respondió:

—No está mal. Tiene un buen cuerpo.

—¿No le es simpática?

—Yo —dijo caminando a mi lado y estrechándome muy fuerte el brazo, casi en la axila— nunca pido a una mujer que sea simpática, sino que haga bien lo que hace… Por ejemplo, a una mecanógrafa, no le pido que sea simpática, sino que escriba a máquina con rapidez y sin errores, y a una mujer como Gisella no le pido que sea simpática, sino que sepa hacer su oficio, o sea que me haga pasar gratamente la hora o dos horas que le dedico… Pero Gisella no sabe hacer su oficio.

—¿Por qué?

—Porque sólo piensa en el dinero y siempre tiene miedo que no se le pague su trabajo o que no se le dé lo suficiente… Desde luego no exijo que me ame, pero es parte de su profesión portarse como si realmente me amara y darme esa ilusión… La pago para eso, pero Gisella no disimula que lo hace por interés. Apenas deja siquiera tiempo de decir esta boca es mía, inmediatamente acaba, ¡qué diantre!

Habíamos llegado al restaurante, un local ruidoso, lleno, según me pareció, de hombres por el estilo de Giacinti: viajantes de comercio, agentes de bolsa, comerciantes, industriales que estaban de paso en Roma. Giacinti entró primero y entregando el abrigo y el sombrero al botones, preguntó:

—¿Está libre mi mesa de siempre?

—Sí, señor Giacinti.

Era una mesa junto a una ventana. Giacinti se sentó frotándose las manos y después me preguntó:

—¿Tienes un buen estómago?

—Creo que sí —contesté torpemente.

—Bien, eso me gusta. En la mesa quiero que se coma. Gisella, por ejemplo, nunca quería comer. Decía que tenía miedo a engordar. ¡Tonterías! Cada cosa a su tiempo… En la mesa, se come.

Mostraba un verdadero rencor para con Gisella.

—Pero es verdad —dije tímidamente— que si se come demasiado se engorda… Y ciertas mujeres no quieren engordar.

—¿Tú eres de ésas?

—No, pero de mí ya dicen que soy demasiado fuerte.

—Pues no les hagas caso. Pura envidia… Estás muy bien como estás, te lo digo yo, que entiendo.

Y como para tranquilizarme, me acarició paternalmente la mano.

Acudió el camarero y Giacinti le dijo:

—Primero, fuera estas flores que me molestan… Y después, lo de siempre. Entendido, ¿verdad? Y pronto.

Y volviéndose hacia mí:

—Me conoce y sabe lo que me gusta… Déjalo que se cuide él y ya verás como no tienes queja.

Realmente no tuve queja. Todos los platos que fueron sucediéndose en nuestra mesa eran sabrosos, si no finos precisamente, y muy abundantes. Giacinti demostraba un gran apetito y comía con una especie de énfasis, con la cabeza baja, empuñando sólidamente el cuchillo y el tenedor, sin mirarme ni decir palabra, como si estuviera solo. Realmente lo absorbía la comida y en su avidez perdía incluso aquella calma de la que tanto se ufanaba haciendo al mismo tiempo una infinidad de gestos, como si temiera no tener tiempo de acabarlo todo y quedarse con hambre.

Se metía un pedazo de carne en la boca, se apresuraba con la mano izquierda a cortar un trozo de pan, lo masticaba, con la otra mano se servía un vaso de vino y lo bebía antes de haber concluido la masticación. Y todo lo hacía chasqueando los labios, moviendo de un lado para otro las pupilas y sacudiendo la cabeza de vez en cuando como hacen los gatos cuando el bocado es demasiado grande. En cambio yo, contra mi costumbre, no tenía hambre. Era la primera vez que me disponía a hacer el amor con un hombre al que no amaba y al que ni siquiera conocía, y lo miraba con atención, tratando de imaginarme cómo iba a salir de aquella aventura.

Después no he vuelto a prestar atención a la apariencia de los hombres a los que he acompañado, tal vez porque, empujada por la necesidad, he aprendido muy pronto a encontrar a la primera mirada el aspecto bueno y atractivo que bastara para hacerme soportable la intimidad. Pero aquella noche aún no había aprendido esa sutileza de mi profesión que consiste en captar a la primera ojeada algo simpático que haga menos desagradable el amor venal. Por decirlo así, lo buscaba instintivamente y sin darme cuenta de ello.

Ya he dicho que el rostro de Giacinti no era feo, más aún, cuando estaba callado y no manifestaba las pasiones que lo dominaban, podía hasta parecer bello. Esto era ya mucho porque, al fin y al cabo, el amor es en gran parte comunión física, pero no me bastaba, porque nunca he podido, no ya amar, sino ni siquiera soportar a un hombre sólo por sus cualidades corporales. Y cuando la cena hubo concluido y Giacinti, calmada su desaforada voracidad, después de uno o dos eructos, volvió a ponerse a hablar, me di cuenta de que en él no había, o por lo menos yo no era capaz de descubrirlo, nada que pudiera hacérmelo simpático, ni siquiera débilmente.

No sólo hablaba siempre de sí mismo, como me había advertido Gisella, sino que lo hacía de una manera desagradable, vanidosa y aburrida, contando en general cosas que no le hacían ningún honor y que confirmaban de lleno mi primer e instintivo sentimiento de repulsión. Realmente no había nada en él que me gustara y las cosas que él presentaba como cualidades, ufanándose de ellas y potenciándolas, me parecían horribles defectos. Más tarde he vuelto a encontrar, aunque raras veces, hombres semejantes a él, que no valen nada ni ofrecen nada bueno a lo que acogerse para sentir alguna simpatía por ellos, y siempre me ha extrañado que pueda haberlos y me he preguntado si no será culpa mía no poder descubrir a primera vista la cualidad que, sin duda alguna, poseen.

Como quiera que sea, con el tiempo he ido acostumbrándome a estas desagradables compañías y finjo reír, bromear y ser como ellos quieren que sea. Pero aquella noche, mi primer descubrimiento me proporcionó bastantes reflexiones melancólicas. Mientras Giacinti parloteaba hurgándose en los dientes con un palillo, yo me decía a mí misma que era un oficio muy duro el que había elegido, que consistía en fingir transportes de amor cuando en realidad me inspiraban, como en el caso de Giacinti, sentimientos opuestos. Que no había dinero que pudiera compensar aquellos favores. Que era imposible, por lo menos en casos como éste, no portarse como Gisella, que pensaba únicamente en el dinero y no lo disimulaba.

Pensé también que aquella noche iba a llevar a un ser tan antipático como Giacinti a mi pobre habitación destinada a usos tan diferentes y pensé que no tenía suerte y que el azar había querido que desde la primera vez no pudiera hacerme ilusiones, haciéndome encontrarme precisamente a Giacinti y no un joven ingenuo en busca de aventuras o un buen hombre sin pretensiones, como los hay tantos, y que, en fin, la presencia de Giacinti entre mis muebles sellaría mi renuncia a los viejos sueños acariciados de seguir una vida decente y normal.

Él seguía hablando, pero no era tan estúpido como para no darse cuenta de que apenas lo escuchaba y de que no estaba alegre.

—Muñeca —me preguntó de pronto—, ¿estamos tristes?

—No, no —contesté deprisa, reaccionando.

Pero casi sentía la tentación, frente a aquel tono ilusorio suyo, de confiarme y hablarle un poco de mí después de haberle dejado hablar tanto tiempo de sí mismo.

Giacinti siguió:

—Así es mejor porque la tristeza no me gusta y además no te he invitado para que estés triste… No dudo de que tendrás tus razones, pero mientras estés conmigo, deja la tristeza en casa… A mí no me interesan tus cosas, no quiero saber quién eres, ni qué te sucede, ni nada… Hay cosas que no me interesan… Entre nosotros hay un contrato, aunque no lo hayamos escrito… Yo me comprometo a pagarte una cierta cantidad de dinero y tú, a cambio, te comprometes a hacerme pasar agradablemente la noche. Lo demás no me importa.

Dijo todo esto sin reír, tal vez un poco fastidiado porque yo no había dado señales de escucharle con bastante atención.

Sin mostrarle en absoluto los sentimientos que me agitaban el ánimo, contesté:

—No estoy triste… Sólo que aquí hay humo y mucho ruido… Me siento un poco aturdida.

—¿Nos vamos? —preguntó, solícito.

Dije que sí. Cuando estuvimos en la calle propuso:

—¿Vamos a un hotel?

—No, no —dije deprisa.

Me asustaba la perspectiva de tener que enseñar mi documentación. Además, ya lo tenía decidido:

—Vamos a mi casa.

Cogimos un taxi y le di al chofer la dirección de mi casa. Apenas el taxi se puso en marcha, Giacinti se echó sobre mí manoseándome el cuerpo y besándome el cuello. Por su aliento comprendí que había bebido mucho y debía de estar borracho. Repetía la palabra «muñeca» que se suele decir a las niñas y que, en su boca, me irritaba como un término ridículo y de un tono ligero de profanación. Le dejé hacer un momento y después le dije señalando a la espalda del chofer:

—Será mejor que esperemos a haber llegado, ¿no?

No dijo nada y volvió a caer pesadamente sobre el asiento, con el rostro rojo y congestionado, como fulminado por un repentino malestar. Después farfulló con despecho:

—Le pago para que me lleve a donde quiero y no para que fisgonee lo que hago en el taxi.

Era una idea fija en él eso de que el dinero pudiera cerrar todas las bocas, sobre todo su dinero. Yo no contesté y durante el resto del recorrido permanecimos inmóviles, uno junto a otro, sin tocarnos. Las luces de la ciudad entraban por la ventanilla, nos iluminaban un instante las caras y las manos y después desaparecían. Me parecía extraño hallarme junto a aquel hombre cuya existencia ignoraba unas horas antes y correr en su compañía hacia mi casa, para darme a él como a un querido amante. Estas reflexiones me hicieron breve el viaje. Tuve casi un estremecimiento de asombro al ver que el taxi se detenía en mi calle, en la puerta de mi casa.

En la escalera dije a Giacinti en la oscuridad:

—Por favor, no hagas ruido al entrar; vivo con mi madre.

—No te preocupes, muñeca —contestó.

Al llegar al descansillo, abrí la puerta. Giacinti estaba detrás de mí, lo cogí por la mano y sin encender luces, lo llevé a través del recibidor hasta la puerta de mi habitación, que era la primera a la izquierda. Le hice entrar delante, encendí la lámpara que había junto al lecho y desde el umbral dirigí a mis muebles una mirada que parecía un adiós. Contento de haber encontrado una habitación nueva y limpia cuando quizá temía verse entre miseria y suciedad, Giacinti exhaló un suspiro de satisfacción y se quitó el abrigo echándolo sobre una silla. Le dije que me esperara y salí del cuarto.

Fui directamente a la sala y encontré a mi madre cosiendo, sentada ante la mesa. Al verme, dejó el trabajo y se dispuso a levantarse pensando quizá que debía prepararme la cena como las demás noches. Pero le dije:

—No te muevas, porque ya he cenado… y… tengo a alguien ahí… No vengas por nada del mundo.

—¿Alguien? —preguntó con extrañeza.

—Sí, alguien —contesté rápidamente—. Pero no es Gino… Es un señor.

Y sin esperar otras preguntas, salí de la sala.

Volví a mi cuarto y cerré la puerta con llave. Giacinti, impaciente y con el rostro encarnado, vino a mi encuentro al centro de la habitación y me cogió entre sus brazos. Era bastante más bajo que yo y para llegar a mi cara con los labios me inclinó hacia atrás contra la madera de la cama. Yo procuraba no dejarme besar en la boca y ya volviendo el rostro como por pudor, ya echándolo hacia atrás como por voluptuosidad, conseguí lo que deseaba.

Giacinti amaba como comía, con avidez, sin discriminación ni delicadeza, yendo de una parte a otra del cuerpo, como temiendo dejarse algo, cegado por la comida. Después de haberme abrazado, pareció querer desnudarme, de pie como estaba. Primero un brazo y un hombro y como si aquella desnudez le confundiera las ideas, comenzó de nuevo a besarme. Temí que con sus gestos bruscos fuera a desgarrarme el vestido y por fin dije, aunque sin rechazarlo:

—Desnúdate.

Me dejó inmediatamente, se sentó en la cama y empezó a desnudarse. Yo, en el otro lado, hice lo mismo.

—¿Y lo sabe tu madre? —preguntó.

—Sí.

—¿Y qué dice?

—Nada.

—¿Le disgusta?

Era evidente que aquellas informaciones no eran para él más que un condimento más para la picante aventura. Éste es un rasgo común a casi todos los hombres. Son pocos los que resisten a la tentación de mezclar con el placer un interés de diverso género o incluso de compasión.

—Ni le gusta ni le disgusta —respondí secamente poniéndome de pie y quitándome la combinación—. Soy libre para hacer lo que quiera.

Cuando estuve desnuda ordené mi ropa sobre una silla y me eché en la cama, boca arriba, con un brazo doblado bajo la nuca y el otro estirado hasta cubrir el regazo con la mano. No sé por qué, recordé que tenía la misma postura de la diosa pagana que se me parecía en el grabado en color que el pintor grueso había enseñado a mi madre y experimenté de pronto un dolor despechado al pensar en el enorme cambio sufrido en mi vida en aquel tiempo. Giacinti debió de quedar asombrado de la belleza plena y sólida de mi cuerpo que, como ya he dicho, no se notaba bajo los vestidos, porque interrumpió su operación de desnudarse y me miró con un rostro atónito, la boca abierta y los ojos más abiertos todavía.

—Date prisa —le dije—. Tengo frío.

Acabó de desnudarse y se echó sobre mí. Ya he hablado de su modo de amar: incluso porque ese modo se parecía a él y de él creo que he dicho lo bastante. Básteme añadir que era uno de esos hombres a quienes el dinero que han pagado o se disponen a pagar inspira una exigencia meticulosa como si, al renunciar a cualquier cosa a la que creen tener derecho, temieran ser defraudados. Era muy ávido, como he dicho, pero no tanto como para no tener siempre presente en el pensamiento su dinero y procurar sacar de él el máximo rendimiento posible. Su propósito, según observé en seguida, era prolongar cuanto pudiera nuestro encuentro y obtener de mí todo el goce que creía debérsele.

Con este fin, se afanaba en torno a mi cuerpo como un instrumento que exigiera una larga preparación antes de ser usado y me incitaba continuamente a hacer lo mismo con el suyo. Pero, aun obedeciéndole, empecé en seguida a aburrirme y a observarlo con frialdad, como si sus cálculos transparentes me lo hicieran de pronto distante y viera desde muy lejos, a través de un vidrio de desamor y de disgusto, no sólo a él sino también a mí misma. Era precisamente lo contrario del sentimiento de simpatía que instintivamente había tratado de experimentar por él al principio de la noche. De pronto, tuve no sé qué vergonzosa sensación de remordimiento y cerré los ojos.

Por fin se cansó y yacimos juntos, el uno junto al otro, sobre la cama. Dijo con voz satisfecha:

—Debes reconocer que, aunque ya no soy joven, soy un amante excepcional.

—Sí, es verdad —repuse con indiferencia.

—Todas las mujeres me lo dicen —prosiguió—. ¿Y sabes qué pienso? Que en los toneles pequeños está el mejor vino… Hay hombrones que me llevan el doble de tamaño y no valen para nada.

Empecé a sentir frío y, sentándome, tiré lo mejor que pude un pedazo del cobertor sobre nuestros cuerpos. Él interpretó ese gesto como una señal de afecto y dijo:

—¡Estupendo! Ahora dormiré un poco.

Y se acurrucó contra mí, durmiéndose de veras.

Quedé quieta, boca arriba, con su cabeza de cabello blanco junto a mi pecho. El cobertor nos envolvía a los dos hasta la cintura, y mirando su torso velludo y con arrugas que delataban su edad madura tuve una vez más la impresión de estar con un extraño. Pero Giacinti dormía y, por lo tanto, ya no hablaba, no miraba, no hacía gestos. Dado su carácter poco grato, durante el sueño quedaba, por decirlo así, lo mejor de él, que en fin de cuentas consistía en ser un hombre como los demás, ya sin profesión ni nombre, sin cualidades ni defectos, sino sólo un cuerpo humano con una respiración que elevaba su pecho.

Parecerá extraño, pero al mirarlo y observar su sueño confiado casi sentí afecto, y lo comprendí por el cuidado que ponía en evitar algún movimiento que fuera a despertarlo. Era el sentimiento de simpatía que en vano había buscado hasta entonces, y que, por fin, la visión de su cabeza canosa, pesadamente reclinada sobre mi pecho joven, despertaba en mi alma. Este sentimiento me consoló y casi me pareció tener menos frío. Por un momento experimenté una especie de exaltación amorosa que me humedeció los ojos. En realidad, tenía entonces en el corazón el mismo exceso de afecto que tengo ahora. Ese afecto que, a falta de objetos legítimos en los que centrarse, no vacilaba en cubrir a personas y cosas incluso indignas con tal de no quedar suspendido e inoperante.

Pasados unos veinte minutos, se despertó y preguntó:

—¿He dormido mucho?

—No.

—Me encuentro bien —dijo levantándose y frotándose las manos—. ¡Ah, qué bien me siento! Lo menos veinte años más joven.

Comenzó a vestirse sin dejar de proferir exclamaciones de gozo y alivio. También yo me vestí, en silencio. Cuando estuvo listo, preguntó:

—Quiero volver a verte, muñeca… ¿Cómo he de hacerlo?

—Telefonea a Gisella —contesté—. La veo todos los días.

—¿Y siempre estás libre?

—Siempre.

—¡Viva la libertad!

Y sacando el billetero, añadió:

—¿Cuánto quieres?

—Lo que te parezca —dije.

Y añadí con sinceridad:

—Si me das mucho, harás una buena acción, porque lo necesito.

Pero él, de rechazo, replicó:

—Si te doy mucho, no será para hacer una buena acción. Yo no hago nunca buenas acciones… Será porque eres una guapa chica y porque me has hecho pasar unas horas deliciosas.

—Como quieras —repuse encogiéndome de hombros.

—Todo tiene un valor y cada cosa debe pagarse según su valor —prosiguió sacando el dinero del billetero—. Las buenas acciones no existen… Tú me has proporcionado ciertas cosas de una calidad superior a las que me hubiera dado, por ejemplo, Gisella, y es justo que recibas más que Gisella. Las buenas acciones nada tienen que ver… Y otro consejo: no digas nunca: «Como quieras…». Eso déjalo a los vendedores ambulantes. A quien me dice: «Como quieras», estoy tentado de darle menos de lo que se merece.

Hizo una mueca significativa y me tendió el dinero.

Como me había dicho Gisella, era generoso. En efecto, el dinero que me dio superaba todas mis previsiones. Al cogerlo volví a experimentar aquella sensación tan fuerte de complicidad y sensualidad que me había inspirado el dinero de Astarita al regreso de Viterbo. Pensé que esto denotaba en mí una vocación y que yo debía estar hecha precisamente para aquel oficio, aunque con el corazón aspiraba a algo muy diferente.

—Gracias —dije.

Y antes de que pudiera darse cuenta, le besé impetuosamente la cara, llena de gratitud.

—Gracias a ti —respondió mientras se iba.

Le cogí una mano y lo guié en la oscuridad hacia el recibidor y hacia la puerta. Durante un momento, cerrada la puerta de mi habitación y sin abrir aún la de la escalera, anduvimos en la oscuridad más absoluta. Y entonces no sé qué intuición casi física me reveló que mi madre debía de estar en algún rincón del recibidor, en las mismas tinieblas en las que yo vagaba con Giacinti. Debía de haberse acurrucado detrás de la puerta, o en el otro rincón entre el aparador y la pared, y ahora esperaba que Giacinti se hubiera ido. Recordé la otra vez que había hecho lo mismo, la noche que volví tarde después de haber estado con Gino en la villa de sus amos, y me invadió un gran nerviosismo al pensar que como entonces al irse Giacinti mi madre pudiera echárseme encima, cogerme por el pelo, arrastrarme al canapé de la sala y allí darme de bofetadas.

La notaba en la sombra, casi creía verla y sentía un estremecimiento en los hombros como si su mano estuviera sobre mi cabeza, dispuesta a agarrarme por el cabello. Con una mano retenía la de Giacinti y en la otra apretaba el dinero. Pensé que cuando mi madre se me echara encima, le enseñaría el dinero. Era una manera callada de decirle que ella me había empujado siempre a ganarlo de aquel modo, y un intento de cerrarle la boca cogiéndola por la pasión de la avaricia que yo sabía predominaba en su alma. Entre tanto, yo había abierto la puerta.

—Entonces, hasta la vista —dijo Giacinti—. Llamaré a Gisella.

Lo vi bajar la escalera, ancho de hombros, con sus cabellos blancos erguidos sobre la cabeza, agitando sin volverse una mano en señal de saludo, y cerré la puerta. Inmediatamente, en la sombra, como había previsto, mi madre se me vino encima. Pero no me cogió por los cabellos como temí, sino que, de una manera tan torpe que al principio no lo comprendí, pareció abrazarme. Fiel a mi plan, busqué su mano con la mía y le dejé el dinero. Pero ella lo rechazó y el dinero cayó al suelo. Lo encontré, la mañana siguiente, cuando salí de mi cuarto. Todo esto ocurrió un poco precipitadamente, pero sin que ninguna de nosotras abriera la boca.

Entramos en la sala y me senté junto a la mesa. Mi madre se sentó también y me miró. Parecía ansiosa y yo me sentí inquieta. Ella dijo de pronto:

—¿Sabes que mientras estabas ahí he tenido miedo?

—¿Miedo de qué? —pregunté.

—No lo sé —dijo—. Ante todo, me sentí sola y tuve mucho frío… Y después ya no me parecía ser yo misma. Todo me daba vueltas, ¿sabes?, como cuando una ha bebido… Todo me parecía extraño. Pensaba: «Eso es la mesa, aquello es la silla, y aquello la máquina de coser», pero no me convencía de que eran realmente la mesa, la silla o la máquina de coser… Y hasta me parecía que yo misma no era yo. Me he dicho: «Soy una vieja que trabaja en coser, tengo una hija que se llama Adriana», pero no me convencía… Para tranquilizarme me he puesto a pensar en lo que fui cuando era pequeña, cuando tenía tu edad, cuando me casé y naciste tú… Y he tenido miedo porque todo ha pasado como en un día y de pronto me he hecho vieja sin darme cuenta… Y cuando me haya muerto será como si nunca hubiera existido.

—¿Por qué piensas en eso? —dije lentamente—. Todavía eres joven… ¿Qué tiene que ver la muerte?

No pareció oírme y siguió con aquel énfasis que me daba pena y me parecía falso:

—Te digo que he tenido miedo, y he pensado que si una no quiere seguir viviendo no tiene que continuar en la vida a la fuerza… No digo que una tenga que matarse porque para matarse se necesita valor, pero solamente no querer vivir más, como no se quiere comer o caminar más… Pues bien, te juro por el alma de tu padre que quisiera no vivir más.

Tenía los ojos llenos de lágrimas y los labios le temblaban. También sentí ganas de llorar, aunque no sabía por qué. Me levanté, la besé y fui a sentarme con ella en el canapé. Allí estuvimos un rato, abrazadas, llorando las dos. Yo me sentía desorientada, en parte porque estaba muy cansada, y las palabras de mi madre, con su incoherencia y su oscura lógica, aumentaban mi desorientación. Pero fui la primera en reaccionar porque, al fin y al cabo, lloraba por simpatía. Hacía tiempo que había acabado de llorar por mí misma.

—Vaya, vaya…, —empecé a decirle dándole golpecitos en el hombro.

—Te aseguro, Adriana, que no quisiera vivir más —repitió llorando.

Yo seguía dándole palmadas en el hombro y, sin hablar, la dejé sollozar a gusto. Pensaba que sus palabras eran una clara expresión de remordimiento. Había predicado siempre que debía seguir el ejemplo de Gisella y venderme al mejor postor, esto era cierto. Pero del dicho al hecho hay un gran trecho, y verme llevar un hombre a casa y sentir el dinero en la mano debió ser para ella un golpe muy fuerte. Entonces tenía ante los ojos el resultado de sus sermones y no podía por menos de horrorizarse. Pero al mismo tiempo debía de haber en ella no sé qué incapacidad de reconocer que se había equivocado y, quizá, como una amarga complacencia en la ineficacia ya irreparable de aquel reconocimiento. Y así, en vez de decirme abiertamente: «Has hecho mal… No lo hagas más», preferiría hablarme de cosas que nada tenían que ver conmigo, de su vida y de su deseo de no vivir más.

He observado a menudo que muchos, en el mismo momento en que se abandonan a una acción que saben reprobable, tratan de rehacerse y rescatarse hablando de cosas más altas que los muestren, a sí mismos y a los demás, con un aspecto de desinterés y de nobleza, a mil millas de distancia de lo que hacen o, como en el caso de mi madre, de lo que dejan hacer. Sólo que la mayoría procede así con perfecto conocimiento de lo que hace, y en cambio mi madre, pobrecilla, lo hacía sin darse cuenta, tal como su ánimo y las circunstancias se lo dictaban.

Pero su frase sobre la voluntad de no vivir más me parecía justa. Pensé que tampoco yo querría vivir, después de haber descubierto el engaño de Gino. Sólo que mi cuerpo seguía viviendo por su cuenta, sin preocuparse de mi voluntad. Seguían viviendo el pecho, las piernas, las caderas que tanto gustaban a los hombres, y seguía viviendo, entre mis muslos, el sexo, haciéndome desear el amor aun cuando no lo hubiera querido más. Podía echarme cuanto quisiera en la cama y decidir no vivir más y no despertarme por la mañana, pero mientras dormía mi cuerpo seguía viviendo, mi sangre corría por las venas, el estómago y los intestinos digerían, el vello en las axilas apuntaba de nuevo donde lo había depilado, las uñas crecían, la piel se bañaba de sudor, mis fuerzas se rehacían, y a cierta hora de la mañana, sin quererlo yo, mis párpados se abrirían y mis ojos volverían a ver aquella realidad que odiaban y, en fin, me daría cuenta de que no obstante mi voluntad de morir, estaba aún viva y tenía que seguir viviendo. Lo mejor era, como pensé a manera de conclusión, adaptarse a la vida y no preocuparse más.

Pero a mi madre no le dije nada de esto porque me daba cuenta de que eran pensamientos tan tristes como los suyos y no la consolarían. En cambio, cuando me pareció que ya no lloraba, me aparté un poco de ella y dije:

—Tengo hambre.

Era verdad porque en el restaurante, con el nerviosismo, casi no había probado bocado.

—Ahí está tu cena —dijo mi madre, bastante satisfecha de que le propusiera ser útil y hacer lo que hacía las demás noches—. Ahora voy a preparártela.

Salió y yo me quedé sola.

Me senté a la mesa, en el puesto de siempre, y esperé que ella volviera. Sentía la cabeza vacía y de todo lo ocurrido no me quedaban más que el olor dulzón del amor en los dedos y las huellas saladas y secas de las lágrimas en las mejillas. Estaba quieta y miraba las sombras que la lámpara de contrapeso difundía en las paredes desnudas de la habitación. Después volvió mi madre con carne y verdura.

—No te he recalentado la sopa porque no iba a estar buena… Y había poca.

—No importa, así está bien.

Me llenó el vaso de vino hasta los bordes y se quedó como siempre de pie a mi lado, inmóvil y atenta a mis órdenes, mientras yo comía.

—¿Está bueno el filete? —preguntó al cabo de un rato, preocupada.

—Sí, está bueno.

—He insistido con el carnicero para que me lo diera tierno.

Parecía más serena y todo volvía a ser realmente como cualquier noche. Acabé lentamente de comer y después bostecé un poco estirando los brazos y el cuerpo. De pronto me sentí bien y aquel gesto me inspiró una sensación de complacencia porque sentí mi cuerpo joven, fuerte y satisfecho.

—Tengo mucho sueño —dije.

—Espera, voy a arreglarte la cama —se ofreció mi madre con premura.

Iba a salir, pero yo la detuve:

—No, no… Ya lo haré yo.

Me levanté y mi madre cogió el plato vacío.

—Mañana déjame dormir —dije—. Ya me despertaré.

Contestó que lo haría así y tras haberle deseado una buena noche y haberla besado me fui a mi cuarto. La cama estaba en desorden, como Giacinti y yo la habíamos dejado. Me limité a dar un repaso a la almohada y a la colcha, me desnudé y me metí dentro. Estuve un rato con los ojos muy abiertos, en la oscuridad, sin pensar en nada. «Soy una puta», dije por fin en voz alta, para ver qué efecto me hacía. Me pareció que no me hacía ningún efecto y, cerrando los ojos, me dormí inmediatamente.