Capítulo IX
Fuera del Ministerio, caminé apresuradamente hasta una plaza próxima, como si huyera de alguien. Solamente cuando estuve en el centro de la plaza me di cuenta de que no sabía adónde ir y pensé en qué lugar podría refugiarme. Al principio había pensado en Gisella, pero su casa estaba lejos y, por el agotamiento, las piernas se me doblaban. Por otra parte, no estaba segura de que Gisella me acogiera de buena gana. Quedaba Zelinda, la mujer que alquilaba habitaciones de la que había hablado con mi madre antes de irme. Zelinda era amiga mía y, además, su casa estaba cerca. Por eso decidí acudir a ella.
Vivía en una casa amarilla que daba, entre otros caserones parecidos, a la plaza de la Estación. Esta casa de Zelinda se distinguía, entre otros particulares, por tener una escalera sumergida, incluso en pleno día, en una oscuridad casi impenetrable. No había ascensor y no tenía ventanas. Se subía casi a oscuras tropezando continuamente con sombras de personas que bajaban cogidas al mismo pasamanos. Un olor intenso de cocina impregnaba siempre el aire, pero era como de una cocina que se hubiese apagado hacía años y cuyos perfumes hubieran tenido todo el tiempo posible para descomponerse en aquel aire helado y tenebroso. Subí, casi sin responderme las piernas y con el corazón dominado por una fuerte náusea, aquella misma escalera que otras veces había subido seguida de cerca por algún amante impaciente. A Zelinda, que acudió a abrirme, le dije:
—Necesito un cuarto para esta noche.
La Zelinda era una mujer corpulenta, sólo madura tal vez, pero envejecida prematuramente por la gordura. Enferma de gota, con las mejillas cubiertas de manchas enfermizas y rojas, los ojos azules, empañados y lacrimosos y los pocos cabellos rubios siempre en desorden y caídos en mechones de estopa, pero en el rostro le quedaba aún no sé qué gracia afectuosa, como queda un reflejo de sol en el agua de un charco a la hora del crepúsculo.
—Tengo una habitación —dijo—. ¿Estás sola?
—Sí, sola.
Entré, cerró la puerta y me precedió balanceándose, baja y ancha, envuelta en una vieja bata, con el moño medio suelto y las horquillas sueltas, colgándole todo sobre la espalda. El cuarto era oscuro y frío como la escalera. Pero el olor a cocina era reciente, como de buenas y limpias viandas en plena cocción.
—Estaba preparando la cena —explicó volviéndose y sonriendo.
Aquella Zelinda, que alquilaba habitaciones por horas, me quería y aún no sé por qué. A veces, después de mis habituales visitas, me retenía para charlar y me ofrecía pasteles y licores. Era núbil y nadie debía de haberla amado nunca, pues desde su juventud era deforme por la gordura. La virginidad se le adivinaba en su timidez, en su curiosidad y en la torpeza con que se informaba de mis amores. Carente de envidia y de malicia, creo que debía de lamentar para sus adentros no haber hecho nunca lo que veía hacer en sus habitaciones y que en su oficio de alquilar alcobas había que ver, más que el simple interés crematístico, un deseo quizás inconsciente de no sentirse del todo excluida del paraíso prohibido de las relaciones amorosas.
Al final del pasillo había dos puertas que yo conocía bien. Zelinda abrió la de la izquierda y me precedió en la habitación. Encendió la luz, una lámpara de tres brazos con tulipanes de vidrio, y fue a cerrar los postigos. La estancia era grande y limpia. Pero la limpieza parecía realzar de un modo despiadado la vejez y la pobreza de las cosas: los rasgones de las alfombras, los remiendos de la colcha de algodón, las manchas herrumbrosas de los espejos, los desconchados de la jarra y la palangana. Vino hacia mí y me preguntó, mirándome con atención:
—¿No te encuentras bien?
—Me siento muy bien.
—Pero ¿por qué no duermes en tu casa?
—No tenía ganas.
—Vamos a ver si adivino —dijo con aire astuto y afectuoso—. Tienes algún disgusto… Esperabas a alguien que no ha venido.
—Puede ser.
—Y veamos si tengo razón… Ese alguien debe ser aquel oficial moreno con quien viniste la última vez.
No era la primera vez que Zelinda me hacía esas preguntas. Respondí al azar, con la garganta apretada por la angustia:
—Tienes razón… ¿Y qué?
—Nada… Pero ya ves como te comprendo en seguida… A la primera mirada he adivinado lo que te sucedía… Pero no debes ponerte así… Si no ha venido será por algún motivo… Los militares, ya se sabe, no son libres…
No dije nada. Ella me miró un momento. Después, con un gesto vacilante, afectuoso y lisonjero:
—¿Quieres cenar conmigo? Hay una buena cena.
—No, gracias —contesté en seguida—. Ya he comido.
Volvió a mirarme y me dio, a manera de caricia, un golpecito en una mejilla. Y con la expresión prometedora y misteriosa de ciertas viejas tías cuando hablan a algún sobrino jovenzuelo:
—Ahora voy a darte algo que no creo que rechaces.
Se sacó del bolsillo un llavero y, volviéndome la espalda, abrió un cajón.
Yo tenía abierto el abrigo con una mano en la cadera y apoyaba la espalda en la mesa mirando a Zelinda que hurgaba en el fondo de su cajón. Recordé a Gisella que a menudo había ido a aquella habitación con sus amantes y pensé que Zelinda no amaba demasiado a Gisella. A mí me quería porque era yo y no porque quisiera a todos. Me sentí consolada. Al fin y al cabo, en el mundo no había sólo policías, ministerios, cárceles y otras cosas por el estilo, crueles y sin alma. Entre tanto, Zelinda había acabado de buscar en el cajón. Volvió a cerrarlo cuidadosamente y se acercó a mí, repitiendo:
—Aquí tienes. Estoy segura que no lo rechazas.
Dejó algo en la mesa. Miré y vi cinco cigarrillos, de los mejores, con boquilla dorada; un puñado de caramelos en sus papeles coloreados y cuatro pequeños dulces de mazapán en forma de frutas también de color.
—¿Está bien así? —preguntó dándome otro golpecito en la mejilla.
Confusa, balbucí:
—Sí, gracias.
—De nada, de nada, hija… si necesitas algo, me llamas. No hagas cumplidos.
Una vez sola, me sentí invadida de un gran frío y de una intensa turbación. No tenía sueño y no quería acostarme. Por otra parte, en aquel cuarto helado, en el que el frío invernal parecía conservado desde hacía años como en las iglesias y en las bodegas, no había otra cosa que hacer. Las otras veces que había venido, no se me planteaban estos problemas, pues tanto yo como el hombre que me acompañaba no deseábamos más que meternos en la cama y calentarnos mutuamente, y aunque no experimentaba ningún sentimiento por aquellos amantes circunstanciales, el mismo acto del amor me absorbía y me sumergía en su magia. Ahora me parecía increíble haber podido amar y ser amada entre muebles y en una cama tan miserables y en un ambiente tan frío. Verdad es que el ardor de los sentidos nos había engañado siempre a mí y a mis compañeros haciendo amables y familiares aquellos objetos tan absurdamente extraños. Pensé que mi vida, si no podía volver a ver a Mino, no sería ya diferente de lo que era aquel cuarto. Contemplándola objetivamente, sin ilusiones, mi vida no tenía realmente nada de bello ni de íntimo, sino que, por el contrario, como la habitación de la Zelinda, estaba compuesta de cosas estropeadas, sucias y feas. Me estremecí y poco a poco fui desnudándome.
Las sábanas estaban heladas y como impregnadas de humedad, hasta tal punto que, al echarme entre ellas, me pareció ir a imprimir mi forma como en una arcilla mojada. Durante un buen rato, mientras las sábanas se calentaban lentamente, reflexioné absorta. El caso de Sonzogno me distrajo y anduve extraviada analizando los motivos y las consecuencias del tenebroso asunto. Ahora Sonzogno debía de pensar con seguridad que yo lo había denunciado y no había duda de que las apariencias estaban en contra mía. ¿Sólo las apariencias? Recordaba su frase: «Me parece que me persiguen», y me preguntaba si, al fin y al cabo, el sacerdote no habría hablado. No parecía, pero por el momento nada lo desmentía tampoco.
Pensando aún en Sonzogno, me puse a imaginar lo que habría ocurrido en mi propia casa después de mi huida: Sonzogno se quedaría esperando, se impacientaría, volvería a vestirse y de pronto entrarían los dos agentes de la Policía. Sonzogno sacaba la pistola, disparando sin previo aviso, y huía. Lo mismo que cuando había pensado en el delito de Sonzogno, estas fantasiosas reconstrucciones despertaron en mí una complacencia oscura e insaciable. Mi fantasía me proponía una y otra vez la escena de los disparos y acariciaba voluptuosa sus detalles y, sin duda, en el contraste entre los agentes y Sonzogno, me ponía con todo el ánimo de parte de Sonzogno. Me estremecía de júbilo viendo al agente herido en tierra, exhalaba un suspiro de alivio al ver que Sonzogno huía, lo seguía con ansiedad escaleras abajo, no me sentía tranquila hasta que lo veía desaparecer en la oscura lejanía de la amplia calle. Por último, me cansé de esa especie de cinematografía y decidí apagar la luz.
Ya había notado otras veces que el lecho estaba adosado a una puerta que comunicaba con la habitación contigua. Cuando hube apagado la luz, vi que los dos batientes de la puerta no ajustaban bien y dejaban filtrar una vertical de luz. Me puse de codos sobre la almohada, pasé la cabeza entre las barras metálicas de la cabecera de mi cama y miré por la fisura. No lo hacía por curiosidad, ya que me sabía de memoria lo que podría ver y oír por aquella ranura; era más bien el temor de mis pensamientos y de la soledad lo que me empujaba a buscar, aunque fuera espiando, una compañía en la habitación contigua. Pero durante un rato largo no vi a nadie. Ante aquella ranura de la puerta había una mesa redonda.
La luz de la lámpara caía de lo alto sobre la mesa detrás de la cual, en una sombra densa, entreveía el reflejo de un espejo de armario. Pero oía hablar: eran las habituales palabras que conocía bien, las acostumbradas preguntas sobre la ciudad natal, la edad, el nombre. La voz de la mujer era tranquila y reticente y la del hombre, apremiante y turbada. Hablaban en un rincón de la estancia y tal vez estaban ya acostados. A fuerza de mirar sin ver nada, sentí un fuerte dolor en la nuca y estaba dispuesta a retirarme cuando apareció la mujer, que iba a ponerse a la otra parte de la mesa, ante el espejo en sombra. Me volvía la espalda, de pie, desnuda, pero, a causa de la mesa, no podía verle más que de cintura arriba. Debía de ser muy joven.
Bajo la mata de cabello crespo, la espalda parecía delgada, dura, sin gracia, de una blancura anémica. Pensé que no tendría siquiera veinte años, pero tenía el pecho ya caído y tal vez había sido madre. Supuse que sería una de esas jóvenes hambrientas que vagan por los jardines municipales cerca de la estación, sin sombrero y a menudo sin abrigo, mal pintadas y peor vestidas, con los pies metidos en unas enormes botas ortopédicas. Pensé que cuando se riera se le verían las encías. Y todas estas cosas pasaban por mi mente irreflexivamente, con espontaneidad, porque la vista de aquella mísera espalda desnuda me aliviaba y me parecía querer a aquella muchacha y comprender bien los sentimientos que ella experimentaba en aquel momento, mientras se miraba en el espejo. Pero la voz del hombre, dijo desgarbadamente: «¿Puede saberse qué haces?» y ella se apartó del espejo.
La vi un momento de perfil, con la espalda encorvada y el pecho flaco, tal como me lo había imaginado. Después desapareció y al cabo de un rato se extinguió la luz.
También se extinguió en mi ánimo aquel vago afecto que la vista de la muchacha había suscitado y de nuevo me encontré completamente sola en el gran lecho todavía helado, en aquella oscuridad llena de objetos gastados y fríos. Pensé en los dos que estaban al otro lado de la pared, que poco después dormirían juntos, y ella se pondría tras su compañero, con la barbilla en su espalda, las piernas entre las de él, el brazo en torno a la cintura, la mano en la ingle y los dedos lánguidamente perdidos entre los pliegues del vientre, semejantes a raíces que buscan la vida en el fondo de la tierra más negra. De pronto me sentí como una planta desarraigada y arrojada sobre un pavimento de piedra lisa sobre el que habría de entristecerse y morir. Me faltaba Mino, y si extendía un brazo hacia delante me parecía advertir el comienzo de un gran espacio helado y deshabitado que me rodeaba por todas partes y en cuyo centro yo estaba acurrucada sin protección ni compañía. Experimentaba un deseo entristecido y fuerte de abrazarme a él, y él no estaba. Era como ser viuda, y empecé a llorar manteniendo los brazos bajo las sábanas y fingiendo abrazarlo. No sé cómo, pero por fin me adormecí.
Siempre he tenido el sueño bueno y fuerte, semejante a un apetito que halla su alimento y se sacia sin esfuerzos ni interrupciones. Así, la mañana siguiente al despertarme, casi me sorprendió encontrarme en la habitación de Zelinda, tendida en aquel lecho, en medio de un rayo de sol que pasaba a través de las varas de la persiana y se extendía sobre la almohada y la pared. Aún no me daba cuenta de lo que sucedía cuando oí sonar el teléfono en el pasillo. Contestó la voz de Zelinda, oí mi nombre y después ella llamó a mi puerta. Salté de la cama y, en camisa como estaba, corrí descalza a la puerta.
El pasillo estaba vacío y el auricular del teléfono posado sobre la ménsula. Zelinda había vuelto a la cocina. En el teléfono oí la voz de mi madre, que preguntaba:
—¿Eres tú, Adriana?
—Sí.
—Pero ¿por qué te fuiste? Aquí han ocurrido unas cosas… Por lo menos podías avisarme… ¡Qué susto!
—Sí, lo sé todo —dije apresuradamente—. Es inútil hablar de eso ahora.
—Estaba preocupadísima por ti —prosiguió—. Además, está aquí el señor Diodati.
—¿El señor Diodati?
—Sí, ha venido esta mañana muy temprano… y quiere verte a toda costa… Dice que te espera aquí.
—Dile que voy en seguida, que dentro de un minuto estoy ahí.
Colgué el auricular, corrí a la habitación y me vestí a toda prisa. No esperaba que Mino fuera puesto en libertad tan pronto y me sentía menos feliz que si hubiera esperado un día o una semana entera su libertad. Desconfiaba de una libertad tan repentina y no podía menos que experimentar una vaga aprensión. Todo hecho tiene un significado y el de aquella salida de la cárcel tan prematura me resultaba incomprensible. Pero me tranquilicé pensando que, al fin y al cabo, podía ser que Astarita hubiera logrado ponerlo en libertad lo antes posible, como me había prometido. Por otra parte, estaba impaciente por volver a verlo y esa impaciencia seguía siendo un sentimiento feliz, aunque ligeramente angustioso.
Acabé de vestirme, puse en el bolso, para no mortificar a Zelinda, los cigarrillos, los caramelos y dulces que la noche anterior no había tocado y fui a la cocina a saludar a mi amiga.
—Ahora estás contenta, ¿eh? —dijo—. ¿Se te ha pasado el mal humor?
—Estaba cansada… Bien, hasta la vista.
—Bien, bien… ¿Crees que no he oído al teléfono…? Vaya, el señor Diodati… Pero espera, toma una taza de café.
Seguía hablando cuando yo estaba ya fuera del piso.
En el taxi, acurrucada al borde del asiento, con las manos en el bolso, me mantuve dispuesta a bajar apenas el coche se detuviera. Temía encontrar gente ante la puerta de mi casa, a causa de los disparos de Sonzogno. Me pregunté incluso si me convendría volver a casa. Sonzogno podía presentarse en cualquier momento y cumplir su venganza, pero me di cuenta de que no me importaba nada. Si Sonzogno quería vengarse, que se vengara. Lo que yo deseaba era ver otra vez a Mino y estaba decidida a no esconderme de nuevo por cosas que no había hecho.
En casa no encontré a nadie en el portal ni en la escalera. Entré con ímpetu en la sala y vi a mi madre que cosía a máquina, sentada junto a la ventana. El sol entraba ampliamente por los sucios cristales y el gato de casa, sentado en la mesa, se lamía las patas traseras. Mi madre dejó de coser inmediatamente y me dijo:
—Ah, por fin estás aquí… Por lo menos podías decirme que ibas a la Policía…
—¡Qué Policía! ¿Qué estás diciendo?
—Me hubiera ido contigo, aunque sólo fuera para evitarme el susto.
—Pero yo no salía a llamar a la Policía —exclamé irritada—. No hice más que marcharme… Los policías debían buscar a algún tipo que debía de tener algo en su conciencia.
—Ni siquiera a mí quieres decírmelo —repuso con una mirada de maternal reproche.
—Pero ¿qué tengo que decirte?
—No temas que vaya a contarlo por ahí, pero no querrás hacerme creer que saliste así, por nada… En realidad, los policías vinieron a los pocos minutos de irte tú.
—Pero si no es verdad, yo…
—Bueno… Hiciste bien, pues hay una gentuza por ahí… ¿Sabes qué dijo uno de los guardias? Pues que la cara de aquel hombre no le era desconocida.
Comprendí que no había manera de convencerla. Mi madre pensaba que yo había salido para denunciar a Sonzogno y no había nada que hacer.
—Está bien, está bien —interrumpí bruscamente—. Y el herido, ¿cómo se lo llevaron?
—¿Qué herido?
—Me dijeron que había un moribundo.
—Pues te informaron mal… A uno de los agentes le rozó una bala el brazo y yo misma le vendé la herida. Pero se fue por sus propios medios… Si hubieras oído qué ruido, qué disparos, toda la casa parecía que iba a saltar… Después me interrogaron y les dije que yo no sabía nada.
—¿Dónde está el señor Diodati?
—En tu cuarto.
Me había entretenido un poco con mi madre, sobre todo porque sentía cierta aprensión ante la idea de ir a ver a Mino, como si presintiera alguna mala noticia. Salí de la sala y fui a mi cuarto. Estaba en la oscuridad más completa, pero, antes de que llevara la mano al interruptor, oí la voz de Mino que me decía en la sombra:
—Por favor, no enciendas la luz.
Me sorprendió el tono singular de su voz, realmente poco alegre. Cerré la puerta, me acerqué tanteando al lecho y me senté en el borde. Me di cuenta de que Mino estaba tendido y ocupaba mi parte.
—¿No te encuentras bien? —le pregunté.
—Estoy perfectamente.
—Cansado, ¿verdad?
—No, no estoy cansado.
Yo había esperado un encuentro distinto. Pero realmente es verdad que la alegría es inseparable de la luz. Me parecía que en aquella oscuridad mis ojos no brillaban, mi voz no podía manifestarse en jubilosas exclamaciones, mis manos no alcanzaban a reconocer sus rasgos. Esperé un largo rato, y entonces, inclinándome sobre él, le pregunté:
—¿Qué quieres hacer? ¿Quieres dormir?
—No.
—¿Quieres que me vaya?
—No.
—¿Quieres que me quede contigo?
—Sí.
—¿Quieres que me eche en la cama?
—Sí.
—¿Quieres que hagamos el amor? —le pregunté como al azar.
—Sí.
Esta respuesta me sorprendió, porque, como ya he dicho, nunca estaba dispuesto a amarme. De pronto me sentí turbada y añadí con voz acariciante:
—¿Te gusta hacer el amor conmigo?
—Sí.
—¿Te gustará siempre de ahora en adelante?
—Sí.
—¿Y estaremos siempre juntos?
—Sí.
—Pero ¿no quieres que encienda la luz?
—No.
Empecé a desnudarme con la sensación embriagadora de una victoria completa. Creía que la noche pasada en la cárcel le habría revelado inesperadamente que me amaba y que me necesitaba. Como se verá a continuación, me equivocaba. Y aunque estaba en lo cierto al pensar que había una relación entre su arresto y esa entrega repentina, no comprendía que un cambio así de actitud no tenía nada que pudiera lisonjearme o alegrarme. Por otra parte, me sería difícil tener semejante clarividencia en aquel momento. Mi cuerpo, como un caballo sofrenado durante demasiado tiempo, me empujaba impetuosamente hacia él y estaba impaciente por hacerle aquella ardiente y gozosa acogida que, poco antes, la oscuridad y su actitud me habían impedido.
Pero cuando me acerqué a él y me incliné sobre la cama para tenderme a su lado, sentí de pronto que me rodeaba las rodillas con los brazos y me mordía con fuerza en el costado izquierdo. Sentí un dolor agudo y al mismo tiempo la sensación precisa de no sé qué desesperación expresada en aquel mordisco, como si no fuéramos dos amantes dispuestos a amarse, sino dos condenados a los que el odio, la furia y la tristeza empujaban al fondo de un infierno de nuevo género, a morderse recíprocamente. El mordisco me pareció larguísimo, como si realmente quisiera arrancarme con los dientes un pedazo de carne. Finalmente, aunque casi me gustaba que me mordiera y, a pesar del poco amor que sentía, deseaba que siguiera haciéndolo, no pude soportar más el dolor y lo rechacé con voz quebrada y baja:
—¿Qué estás haciendo? Me haces daño.
Así, casi de repente, concluyó aquel ilusorio sentimiento mío de victoria. Y durante todo el tiempo que nos amamos no volvimos a decir una palabra, pero por su actitud adiviné vagamente el verdadero sentido de su abandono, que más tarde él mismo me aclararía con todo detalle. Comprendí que hasta entonces no le había interesado tanto yo como una parte de su propio ser inclinada a desearme y que ahora, en cambio, por algún motivo personal, dejaba que aquella parte, hasta entonces combatida, se desahogara plenamente, esto era todo. Yo no tenía nada que ver en ello, y del mismo modo que no me había amado antes, tampoco me amaba ahora. Yo o cualquier otra, era lo mismo para él, y, como antes, yo no era más que un medio del que se servía para castigarse o para premiarse. No pensaba tanto estas cosas, mientras yacíamos juntos en la oscuridad, como las sentía en mi sangre y en mi carne, de la misma manera que tiempo atrás había sentido que Sonzogno era un monstruo, aunque todavía no supiera nada de su delito. Pero lo amaba, y mi amor era más fuerte que esta conciencia.
Con todo, me sorprendió la violencia y la insaciabilidad que ponía en su deseo en otro tiempo tan avaro. Yo había pensado siempre que se moderaba, entre otras razones, por motivos de salud, ya que era de naturaleza delicada. Por eso, cuando vi que comenzaba por tercera vez inmediatamente después de haber recibido el placer de mí, no pude por menos de susurrarle:
—Por mí, puedes seguir cuanto quieras, pero ten cuidado que no te haga daño.
Me pareció oírle reír y su voz murmuró a mi oído:
—Ahora ya nada puede hacerme daño.
Aquel «ahora» me produjo una sensación fúnebre y el placer que sentía entre sus brazos quedó casi destruido y esperé con impaciencia el momento en que podría hablar con él y sabría, por fin, qué había ocurrido. Después del amor, pareció amodorrarse, pero tal vez no dormía. Esperé un tiempo razonable y después, con un esfuerzo que me hizo latir aceleradamente el corazón, le pregunté en voz baja:
—Y ahora me dirás qué ha pasado.
—No ha pasado nada.
—Sin embargo, algo tiene que haber ocurrido.
Calló un momento, y después, como hablando consigo mismo, dijo:
—Al fin y al cabo, creo que también tú debes saberlo… Pues bien, ha sucedido esto: desde las once de la noche del día de ayer yo soy exactamente un traidor.
Experimenté al oír estas palabras una horrible sensación de frío, no tanto por las palabras en sí mismas como por la voz con que las había pronunciado. Balbucí:
—¿Un traidor? ¿Por qué?
Con aquel tono suyo, frío y lúgubremente burlón, contestó:
—El señor Mino era conocido entre sus compañeros de fe política por la intransigencia de sus opiniones y la violencia de sus resentimientos… Al señor Mino lo consideraban incluso como un futuro jefe, y el señor Mino estaba tan seguro de que en cualquier circunstancia habría sabido hacer honor a su propia fama que deseaba ser arrestado y puesto a prueba… Sí, porque el señor Mino pensaba que el arresto, la cárcel y los otros sufrimientos son necesarios en la vida de un hombre político, como en la de un hombre de mar lo son los largos viajes, los huracanes y los naufragios… Pero al primer golpe de mar el marino se ha mareado como la última de las mujercitas, y el señor Mino, apenas se ha visto ante un policía cualquiera, sin esperar a que se le amenazara o se le torturara, ha desembuchado todo lo que sabía… En fin, ha traicionado. El señor Mino ha dejado desde ayer la carrera política y ha entrado en otra que podríamos llamar delataría…
—Has tenido miedo —exclamé.
Contestó inmediatamente, con calma:
—No, quizá ni siquiera he tenido miedo… Sólo que me ha sucedido lo que me sucedió aquella noche contigo, cuando querías que te explicara mis ideas… De pronto, no me ha importado nada, y el policía que me interrogaba casi se me ha hecho simpático… A él le urgía saber ciertas cosas, y a mí, en aquel momento, no me interesaba ocultárselas y se las he dicho así, simplemente… O mejor dicho, no tan simplemente, sino con solicitud, con prisa, casi diría con celo… Un poco más y casi era él quien tenía que moderar mi entusiasmo.
Pensé en Astarita y me pareció extraño que hubiera sido simpático a Mino:
—Pero ¿quién te ha interrogado?
—No lo conozco… Un hombre joven, de cara amarilla, calvo, con los ojos negros, muy bien vestido… debía de ser un funcionario superior.
—¡Y te ha resultado simpático! —exclamé al reconocer por esta descripción a Astarita.
Se echó a reír en la oscuridad, junto a mi oído.
—Poco a poco… No él personalmente, sino su función… Cuando se renuncia y no se sabe ser lo que se debiera ser, aparece lo que uno es… ¿Acaso no soy el hijo de un rico propietario? Y aquel hombre, en su función, ¿no estaba defendiendo mis propios intereses? Hemos reconocido que somos de la misma raza, solidarios en la misma causa… ¿Qué crees? ¿Que iba a experimentar simpatía por él, personalmente? No, sentía simpatía por su función… Me he dado cuenta de que era yo quien le pagaba, yo a quien él defendía, yo quien estaba tras él como amo, aunque estaba ante él como acusado.
Reía o, mejor dicho, tosía una risa que me arañaba horriblemente el oído. Yo no entendía nada, sino que había sucedido algo muy triste y que toda mi vida estaba otra vez en tela de juicio. Al cabo de un rato, añadió:
—Pero tal vez estoy calumniándome y simplemente he hablado porque no me importaba no hablar, porque de pronto todo me ha parecido absurdo y sin importancia y ya no he comprendido nada de las cosas en las cuales hubiera debido creer.
—¿No has comprendido nada? —repetí maquinalmente.
—Sí, o mejor dicho, he comprendido solamente, como comprendería aún, las palabras, pero no los hechos que esas palabras indicaban… Ahora bien, ¿cómo es posible sufrir por unas palabras? Las palabras son sonidos y hubiera sido como si me dejara encarcelar por el rebuzno de un asno o el chirrido de una rueda… Las palabras ya no tenían ningún valor para mí. Me parecían todas absurdas e iguales. Él quería palabras y yo le he dado todas las que ha querido.
—Entonces —objeté—, si no eran más que palabras, ¿qué te importa?
—Sí, pero por desgracia, apenas fueron pronunciadas, estas palabras dejaron de ser únicamente palabras y se han convertido en hechos.
—¿Por qué?
—Porque he empezado a sufrir, porque me he arrepentido de haberlas dicho, porque he comprendido, he sentido que al decir tales palabras me había convertido en eso que suele llamarse traidor…
—Pero ¿por qué las has dicho, entonces?
—¿Por qué se habla en sueños? —repuso lentamente—. Quizá dormía, pero ahora me he despertado.
Así, dando vueltas y más vueltas, volvíamos siempre al mismo punto. Sentí un dolor terrible en el corazón y dije con esfuerzo:
—Tal vez te equivocas… Crees haber dicho quién sabe qué cosas y después resultará que no has dicho nada.
—No, no me equivoco —replicó brevemente.
Callé un rato. Después pregunté:
—¿Y tus amigos?
—¿Qué amigos?
—Tullio y Tommaso.
—No sé nada —contestó con una especie de ostentosa indiferencia—. Los detendrán.
—No, no los detendrán —exclamé.
Pensaba que Astarita no habría aprovechado el momento de debilidad de Mino. Pero por primera vez, con la idea del arresto de los dos amigos, comencé a ver clara la gravedad de todo aquel asunto.
—¿Por qué no van a detenerlos? —dijo Mino—. Di sus nombres… No hay motivo para que no los detengan.
—¡Oh, Mino! —exclamé angustiada, sin poder evitarlo—. ¿Por qué has hecho esto?
—Es lo que también me pregunto yo.
—Pero si no los detienen —insistí al cabo de un rato cogiéndome a la única esperanza que me quedaba—, nada es irreparable… Ellos nunca sabrán que tú…
Me interrumpió:
—Sí, pero lo sabré yo, lo sabré siempre… Sabré siempre que ya no soy el de antes, sino otra persona a la que, en el mismo momento en que hablé, di vida como la madre que da vida a su hijo trayéndolo a la luz… Y esa persona no me gusta, esto es lo malo… Hay maridos que asesinan a su esposa porque no soportan ya el vivir con ella… Pues piensa lo que es vivir dos en un mismo cuerpo, uno de los cuales odia al otro… En cuanto a mis amigos, los arrestarán, seguro.
No pude contenerme y dije:
—Aunque no hubieras hablado, estarías igualmente en libertad, y has de saber que tus amigos no corren ningún peligro.
Apresuradamente le conté la historia de mis relaciones con Astarita, mi intervención a su favor y la promesa que Astarita me había hecho. Mino me escuchó sin decir palabra y después dijo:
—De mal en peor… Así debo la libertad no sólo a mi celo de espía, sino también a tus relaciones amorosas con un policía.
—No hables así, Mino.
—Por lo demás —añadió después de un momento—, estoy contento de que mis amigos salgan de ésta… Por lo menos no tendré también ese otro remordimiento sobre mi conciencia.
—Ya lo ves —dije con vivacidad—. ¿Qué diferencia hay ahora entre tú y tus amigos? También ellos me deben la libertad a mí y al hecho de que Astarita esté enamorado de mí.
—Perdón, hay una diferencia. Ellos no han hablado.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Lo espero por ellos mismos… De todas maneras, en estos casos no puede decirse que mal de muchos consuelo de tontos.
—Pero tú puedes hacer como si nada hubiera ocurrido —insistí—. Vuelve con ellos, sin decir nada… ¿Qué te importa? Todos pueden tener un momento de debilidad.
—Sí —respondió—, pero no a todos les sucede morir y seguir vivos a pesar de ello… ¿Sabes qué me pasó cuando hablé? Morí, y estoy muerto, muerto para siempre.
No soporté más la angustia que me oprimía el corazón y estallé en lágrimas.
—¿Por qué lloras? —preguntó.
—Por lo que dices —respondí redoblando los sollozos—, que estás muerto. Tengo mucho miedo.
—¿No te gusta estar con un muerto? —preguntó bromeando—. Sin embargo, no es tan terrible como parece, no es en absoluto terrible… Yo estoy muerto de un modo particular, pues por lo que se refiere al cuerpo, estoy bien vivo… Tócame y verás si estoy vivo.
Me cogió la mano y me hizo tocarlo.
—Ya lo ves, estoy vivo.
Me tiraba de la mano, obligándome a tocarlo, y finalmente la llevó a la ingle y la estrechó contra el sexo.
—Estoy vivo en todas partes, y por lo que se refiere a ti, estoy más vivo que nunca, como puedes apreciar… No temas, si hemos hecho poco el amor mientras estaba vivo, en compensación lo haremos mucho ahora que estoy muerto.
Con una especie de rabioso desprecio rechazó mi mano inerte. Yo me la llevé a la cara, junto con la otra, y desahogué ruidosamente mi miserable dolor. Hubiera querido llorar siempre, seguir llorando sin fin, porque temía el momento en que acabara de llorar, cuando uno queda vacío y torpe frente a las mismas cosas, idénticas, que han provocado el llanto. Pero este momento llegó y me sequé el rostro humedecido por las lágrimas y fijé en la oscuridad mis ojos abiertos. Entonces le oí preguntar con una voz dulce y afectuosa:
—Veamos, según tú, ¿qué debería hacer?
Me volví con violencia, me apreté a él fuertemente y le dije, hablándole sobre la boca:
—No pienses más, no te ocupes más de esto, pues lo que ha sido, ha sido… Esto es lo que debes hacer.
—¿Y después?
—Después, vuelve a estudiar… Saca el título y con el título, vuelve a tu ciudad. No me importa no volver a verte, con tal de saber que eres feliz… Ponte a trabajar y cuando llegue el momento cásate con una muchacha de tu tierra, de tu condición, que te quiera realmente bien… ¿Qué te importa la política? No estás hecho para la política e hiciste mal en ocuparte de ella. Fue un error, pero todos pueden cometer errores. Un día te parecerá extraño haberte metido en política… Yo te quiero de veras, Mino. Otra mujer no querría separarse de ti, pero si es necesario, vete mañana mismo. Si es necesario, no volvamos a vernos con tal de que seas feliz.
—Pero yo —dijo con voz clara y muy baja— no volveré a ser feliz… Soy un delator.
—No es verdad —repliqué exasperada—. No eres un delator, y aunque lo fueras, podrías ser igualmente feliz… Hay gente que ha cometido hasta delitos y es muy feliz. Mírame a mí. Cuando se habla de una mujer de la calle, uno se imagina cualquier cosa… Pues ya ves, soy una mujer como las demás y a menudo hasta soy feliz… Estos últimos días era tan feliz…
—¿Eras feliz?
—Sí, mucho, pero ya sabía que no podía durar y efectivamente…
A estas palabras me volvió el deseo de llorar, pero me contuve y añadí:
—Te habías imaginado completamente distinto de lo que eres y ha ocurrido lo que ha ocurrido… Ahora acepta lo que eres en realidad y verás como todo se resuelve de pronto… En el fondo, sufres por lo ocurrido, porque te avergüenzas y temes el juicio de los demás, de tus amigos. Pues deja de verlos; ya te encontrarás con otras gentes porque el mundo es muy grande… Si ellos no te quieren lo bastante como para comprender que ha sido un momento de debilidad, quédate conmigo, que te quiero y te comprendo y no te juzgo…
Y exclamé con fuerza:
—Aunque hubieras cometido una acción mil veces peor, para mí serías siempre mi amado Mino.
Él no dijo nada y yo continué:
—Soy una pobre muchacha ignorante, lo sé, pero ciertas cosas las comprendo mejor que tus amigos y aun mejor que tú. Yo también he experimentado el sentimiento que ahora experimentas. La primera vez que nos vimos y tú no me tocaste se me metió en la cabeza que lo habías hecho porque me despreciabas y hasta llegué a perder el gusto de vivir… Me sentía muy desgraciada y hubiera querido ser otra, y al mismo tiempo comprendía que era imposible y que seguiría siendo la que era… Sentía una vergüenza pegajosa, viscosa, ardiente, un fastidio, una desesperación… Estaba como encogida, helada, atada y a veces pensaba que quería morir… Después, un buen día salí con mi madre y por casualidad entré en una iglesia y allí, rezando, me pareció entender que en el fondo no tenía de qué avergonzarme, que si había sido hecha así era señal de que Dios lo había querido, que no debía rebelarme contra mi suerte, sino que tenía que aceptarla con docilidad y confianza, y que si tú sentías desprecio por mí, la culpa era tuya, no mía. En fin, pensé muchas cosas y por último había pasado toda la mortificación y me sentí de nuevo alegre y ligera.
Él se echó a reír con aquella risa que me dejaba helada y después dijo:
—Así, pues, yo debería aceptar lo hecho y no rebelarme, debería aceptar lo que he llegado a ser y no juzgarme… ¡Bah! Tal vez en la iglesia pueden ocurrir ciertas cosas, pero fuera de la iglesia…
—Pues ve a la iglesia —propuse agarrándome a esta nueva esperanza.
—No, no iré. No soy un creyente y en la iglesia me aburro… Además, vaya cosas que estamos diciendo…
Volvió a reír, pero de pronto se puso serio, me cogió por los hombros y empezó a sacudirme con gran violencia, gritando:
—Pero ¿no entiendes lo que he hecho? ¿No lo entiendes? ¿No lo entiendes?
Me sacudía con tal fuerza que me faltaba la respiración. Con un último empellón me tiró sobre el lecho y después le sentí dar un salto y empezar a vestirse en la oscuridad.
—No enciendas la luz —dijo con un tono amenazador—. Tendré que acostumbrarme a que me miren a la cara, pero por ahora es demasiado pronto… ¡Ay de ti si enciendes la lámpara!
Yo no me atrevía a respirar. Pero por fin pregunté:
—¿Te vas?
—Sí, pero volveré —dijo de un modo que me pareció que reía de nuevo—. No temas, volveré… Más aún, voy a darte una buena noticia. Vendré a vivir a tu casa.
—¿Aquí?
—Sí, pero no te causaré molestias. Podrás seguir haciendo tu vida… Además, podremos vivir los dos con lo que me manda mi familia… Con eso pagaba la pensión, pero para dos, en casa, es suficiente.
La idea de que viniera a vivir a mi casa me parecía más extraña que agradable. Pero no me atreví a decir nada. Acabó de vestirse en silencio, en la oscuridad completa.
—Volveré esta noche —dijo después.
Oí que abría la puerta, salía y volvía a cerrar. Permanecí en la sombra, con los ojos muy abiertos.