Capítulo II

Así, pues, seguí haciendo de modelo, aunque mi madre refunfuñara porque le parecía que ganaba poco. En aquel período, mi madre estaba siempre de mal humor, y aunque no lo decía, yo comprendía que la causa principal de su estado de ánimo era yo. Como ya he explicado, mi madre había confiado en mi belleza para no sé qué éxitos y fortunas. Para ella, el oficio de modelo nunca fue más que el primer peldaño, después del cual, como solía decir, una cosa traería la otra. Pero aquello de ver que me quedaba en simple modelo la amargaba y casi le inspiraba rencor contra mí, como si yo, con mi poca ambición, la hubiera defraudado de una segura ganancia. Naturalmente, no me decía lo que pensaba, pero me lo daba a entender con los enfados, las alusiones, los suspiros, las ojeadas melancólicas y otros gestos no menos transparentes.

Era una especie de continuo chantaje, y comprendí entonces por qué muchas jóvenes, continuamente fastidiadas de una manera semejante por madres decepcionadas y ambiciosas, acaban un día por escaparse de casa y entregarse al primero que se presente, con tal de no sufrir aquel tormento. Por supuesto, mi madre procedía así porque me quería, pero era el amor que ciertas amas de casa manifiestan a la gallina que pone huevos, y si no pone, empiezan a palparla, a sopesarla y a calcular si no convendría matarla.

¡Qué pacientes e ignorantes somos durante la juventud! Yo llevaba entonces una vida horrible y no me daba cuenta. Todo el dinero que recibía por mis largas, fatigosas y aburridas sesiones en los estudios se lo llevaba fielmente a mi madre, y el tiempo que no pasaba desnuda, helada y dolorida, dejándome pintar y dibujar, tenía que pasarlo en la máquina de coser, con la espalda doblada y los ojos fijos en la aguja, para ayudar a mi madre en su trabajo. La noche me encontraba cosiendo todavía y la mañana siguiente me levantaba con la luz del día porque los estudios estaban lejos y las sesiones empezaban pronto. Pero antes de ir al trabajo hacía mi cama y ayudaba a mi madre en la limpieza de la casa.

Era infatigable, sumisa y obediente; y, al mismo tiempo, me mantenía siempre serena, alegre y tranquila, con el ánimo desprovisto de envidia, de rencor y de celos y, sobre todo, lleno de esa dulzura y gratitud sin objeto determinado que son la flor espontánea de la juventud. No me daba cuenta de la pobreza de la casa: una gran habitación amplia y desnuda que servía de cuarto de trabajo, con una enorme mesa en el centro, cubierta de trapos; otros trapos estaban colgados de clavos en las paredes oscuras y sin cal y unas pocas sillas rotas, con la paja del asiento hundida; una alcoba en la que dormía con mi madre en la cama matrimonial, y precisamente sobre el lecho el cielo raso tenía una gran mancha de humedad y cuando hacía mal tiempo la lluvia nos goteaba encima; una cocinita negra llena de platos y cazuelas que mi madre, descuidada, nunca conseguía fregar del todo. No me daba cuenta del sacrificio de mi vida, sin diversiones, sin amor, sin afectos.

Cuando vuelvo a pensar en la muchacha que era yo, en mi bondad y en mi inocencia, no puedo menos de experimentar una gran compasión por mí misma, al mismo tiempo impotente y dolida, como cuando se leen en ciertas novelas las desventuras que le ocurren a un personaje simpático y uno quisiera evitárselas y sabe que no puede. Pero da lo mismo. Los hombres no saben qué hacer con la bondad y la inocencia, y tal vez no es éste el menor misterio de la vida, ni con otras cualidades donadas generosamente por la naturaleza y alabadas por todos de palabra y que después no sirven más que para aumentar la infelicidad.

En aquel tiempo me pareció que mis aspiraciones de casarme y fundar una familia podrían ser satisfechas algún día. Cada mañana tomaba el tranvía en una plaza poco distante de mi casa, a la cual, entre otras construcciones, daba un edificio largo y bajo adosado a las murallas, que servía de garaje para automóviles. A aquella hora hallábase siempre en la puerta del garaje un joven que lavaba y arreglaba su coche y me miraba con insistencia. Su rostro era moreno, fino y perfecto, con la nariz recta y pequeña, los ojos negros, la boca maravillosamente dibujada y los dientes blancos. Se parecía mucho a un actor americano entonces de moda y por esta razón me fijé en él y hasta lo confundí con una persona distinta de la que era, porque iba bien vestido y se comportaba con mucha educación y propiedad. Imaginé que el automóvil sería suyo y que él era un hombre acomodado, uno de aquellos señores de los que mi madre me hablaba tantas veces. En cierto modo, me gustaba, pero no pensaba en él más que cuando lo tenía delante; después en los estudios de los pintores, el recuerdo de aquel joven se me iba de la memoria.

Pero se ve que sin advertirlo yo, con sólo las miradas, aquel hombre me había seducido, porque una de las mañanas que esperaba el tranvía en el andén, sintiéndome llamada con un siseo como se llama a un gato, me volví y vi que él, desde el coche, me hacía señas de que me acercara. No dudé un momento y con una docilidad irreflexiva que me asombró a mí misma, fui hacia él. El joven abrió la portezuela y al entrar en el coche vi que su mano, posada en el vidrio abierto de la ventanilla, era grande y tosca, con las uñas rotas y negras y el índice amarillento de nicotina, como suelen ser las manos de los hombres que se dedican a trabajos manuales. Pero no dije nada y tomé asiento en el coche.

—¿Dónde quiere que la lleve? —preguntó cerrando la portezuela.

Dije la dirección de un estudio. Noté que tenía una voz suave y me pareció que me gustaba, aunque no pude por menos de notar en ella un algo falso y amanerado. Él propuso:

—Bueno, primero daremos una vuelta… Al fin y al cabo, es temprano… Después, la acompañaré adonde quiera.

El coche arrancó.

Salimos de mi barrio corriendo por el paseo suburbano paralelo a las murallas, recorrimos una larga calle flanqueada por casuchas y almacenes, y por último, salimos al campo. Aquí empezó a correr como un loco por una gran recta, entre dos hileras de plátanos. De vez en cuando, sin volverse, me decía señalando el cuentakilómetros:

—Estamos llegando a los ochenta… los noventa… los cien… los ciento veinte… los ciento treinta.

Quería impresionarme con la carrera, pero yo estaba preocupada sobre todo porque tenía que ir a posar y temía que por cualquier accidente el coche hubiera de detenerse en pleno campo. De pronto, frenó, de golpe, paró el motor y se volvió hacia mí.

—¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho —contesté.

—Dieciocho… Creí que tenía más.

Realmente su voz era amanerada y, a veces, para subrayar alguna palabra, bajaba de tono, como si hablara consigo mismo o estuviera confiando un secreto.

—¿Y cómo se llama…?

—Adriana. ¿Y usted?

—Gino.

—¿Y a qué se dedica? —pregunté.

—Soy comerciante —repuso sin vacilar.

—¿Y es suyo este coche?

Miró el coche con una especie de desdén y declaró:

—Sí, es mío.

—No lo creo —repliqué con franqueza.

—No lo cree… ¡Vaya! —repitió sin alterarse, bajando la voz, con un tono asombrado y burlón—. ¡Vaya…! ¿Y por qué?

—Usted es el chofer.

Demostró aún más su irónico asombro:

—Realmente, me dice usted cosas extraordinarias… Mira, mira, mira… El chofer… ¿Y qué se lo hace pensar?

—Sus manos.

Se miró las manos, sin enrojecer ni confundirse; y dijo:

—Bueno, no puede ocultársele nada a la señorita… ¡Qué mirada tan penetrante! Es verdad, soy el chofer… ¿Y qué? ¿Está bien así?

—No, no está bien —repliqué con dureza—. Y le ruego que me lleve inmediatamente a la ciudad.

—Pero si estaba bromeando… ¿O es que ya no puede uno ni bromear?

—No me gustan esas bromas.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué mal carácter! Y yo que pensaba: «Es posible que esta señorita sea alguna princesa. Si llega a descubrir que yo soy sólo un pobre chofer, no vuelve a mirarme a la cara… Bueno, digámosle que soy un comerciante».

Estas palabras eran muy astutas porque me halagaban y, al mismo tiempo, me daban a entender sus sentimientos para conmigo. Por otra parte, las pronunció con una gracia tan fatua que acabó conquistándome. Respondí:

—No soy una princesa… Hago de modelo para vivir como usted hace de chofer.

—¿Qué es eso de que hace de modelo?

—Voy a los estudios de los pintores, me desnudo y los pintores pintan o dibujan mi cuerpo.

—¿Y usted tiene madre? —preguntó con énfasis.

—Claro… ¿Por qué?

—¿Y su madre le permite ponerse desnuda delante de unos hombres?

Nunca había pensado que en mi oficio hubiera algo malo, como efectivamente no lo había, pero me gustaba que aquel hombre tuviera aquellos sentimientos que denotaban seriedad y sentido moral. Como ya he dicho, yo deseaba una vida normal, y él, en su falsedad, había intuido perfectamente (aún ahora ignoro cómo pudo comprenderlo) qué cosas debía decirme y cuáles debía callarse. No pude por menos de pensar que cualquier otro se hubiera burlado de mí o hubiese manifestado no sé qué excitación a la idea de mi desnudez. Así, la primera idea que su mentira me había sugerido se me modificó sin darme cuenta y pensé que, al fin y al cabo, debía ser un buen muchacho, serio y honesto, precisamente como en mis sueños veía al hombre que deseaba como marido.

Le dije con sencillez:

—Pues es mi madre quien me ha conseguido este trabajo.

—Esto significa que no la quiere mucho.

—No —protesté—. Mi madre me quiere, pero también ella, de joven, hizo de modelo… Y, además, le aseguro que no hay nada malo en ello… Muchas otras como yo hacen el mismo oficio y son chicas serias.

Movió la cabeza, con un gesto como de imprecación y después, poniendo una mano en la mía, dijo:

—Sepa que me ha gustado mucho conocerla…

—A mí también —dije con ingenuidad.

En aquel momento experimenté una especie de impulso que me llevaba a él y casi esperé que me besara. Estoy segura de que si me hubiese besado, yo no habría protestado pero dijo con voz seria y protectora:

—Desde luego, si dependiera de mí usted no sería modelo.

Me sentí un poco víctima y experimenté un sentimiento de gratitud hacia él.

—Una chica como usted —siguió diciendo— debe estar en casa y si es necesario trabajar… pero un trabajo honesto, que no la ponga nunca en situación de sacrificar su propio honor… una chica como usted debe casarse, poner un hogar, tener hijos y estar con su marido.

Eran precisamente las cosas que pensaba yo y no sé decir lo contenta que estaba de que él pensara, o pareciera pensar, lo mismo.

—Tiene razón —dije—. Pero aun así no debe pensar mal de mi madre… Ha querido que fuera modelo porque me quiere bien.

—Pues nadie lo diría —repuso con una seriedad entre apiadada e indignada.

—Sí, me quiere bien. Usted no puede comprender ciertas cosas.

Seguimos hablando así, sentados tras el cristal del parabrisas en el coche parado en la carretera. Recuerdo que era mayo, con un aire suave y las sombras juguetonas de los plátanos sobre la carretera hasta perderse de vista. No pasaba nadie, excepto algún coche a gran velocidad, de vez en cuando; también estaba desierto el campo en derredor, verde y lleno de sol. Por último, Gino miró el reloj y dijo que iba a llevarme a la ciudad. En todo aquel tiempo no me había tocado más que una mano una vez. Yo había esperado que, por lo menos, intentara besarme, y me sentí al mismo tiempo desilusionada y satisfecha de su discreción. Desilusionada, porque me gustaba y no podía menos de mirar una y otra vez su boca roja y fina, y satisfecha, porque me confirmaba en la idea de que era un joven serio como yo deseaba que fuese.

Me acompañó hasta el estudio y me dijo que a partir de aquel día, si me encontraba a una hora determinada en la parada del tranvía, me acompañaría siempre, pues a aquella hora él no tenía nada que hacer. Acepté de buena gana, y aquel día las largas horas de pose me parecieron ligeras. Me parecía que mi vida había encontrado un centro y estaba contenta de poder pensar en él sin resentimiento ni remordimientos, como en una persona que además de gustarme físicamente poseía las cualidades de carácter que yo consideraba necesarias. No dije nada a mi madre porque temía, y con razón, que no consentiría que me ligara con un hombre pobre y de porvenir modesto.

La mañana siguiente, como me había prometido, pasó a recogerme y aquel día se limitó a acompañarme directamente al estudio. Los días siguientes, cuando el tiempo era bueno, me llevó algunas veces a algún paseo de los barrios suburbanos o a alguna calle apartada y poco frecuentada para hablar a su gusto conmigo, pero siempre de manera respetuosa y con frases honestas y serias, a propósito para gustarme. Yo era entonces muy sentimental y todo lo que supiera a bondad, a virtud, a moralidad o a afectos familiares me conmovía singularmente, incluso hasta provocar unas lágrimas que me brotaban con facilidad infundiéndome una sensación angustiosa y embriagadora a la vez de consuelo, de simpatía y de confianza.

Así, poco a poco, llegué a pensar que aquel hombre era perfecto. Y, en realidad, a veces me sorprendía pensando qué defectos podía tener. Era guapo, joven, inteligente, honesto, serio; no podía reprochársele el menor defecto. Estas reflexiones me asombraban, porque no todos los días se encuentra la perfección, y esto casi me asustaba. «¿Qué hombre es éste —me preguntaba a mí misma—, que por más que lo mire no revela una sola mancha, ninguna falta?». Verdaderamente, sin darme cuenta, me había enamorado de él. Y sabido es que el amor es una lente a través de la cual hasta un monstruo parece fascinante.

Estaba tan enamorada que el día que me besó por primera vez, en el mismo paseo de nuestra primera conversación, experimenté un sentimiento de alivio, como un paso naturalísimo de un deseo ya maduro a su primera satisfacción. Pero la irresistible espontaneidad con que nuestras bocas se encontraron me asustó un poco porque pensé que en lo sucesivo mis actos ya no dependían de mí, sino de aquella fuerza dulcísima y poderosa que con tanta urgencia me empujaba hacia él. Pero me sentí plenamente tranquila cuando al separarnos me dijo que ya debíamos considerarnos prometidos. También entonces tuve que pensar necesariamente que él había leído sin dificultad mis pensamientos más íntimos y había pronunciado exactamente las palabras oportunas. Desvaneció así el temor que me había producido el primer beso y durante todo el tiempo que estuvimos parados en la amplia calle, lo besé sin ninguna reserva, con una sensación de pleno, violento y legítimo abandono.

Desde entonces he dado y he recibido muchos besos, y Dios sabe que los he dado y los he recibido sin ninguna participación no sólo afectiva sino ni siquiera física, como se da y se recibe una moneda que ha pasado ya por mil manos, pero siempre recordaré aquel primer beso por su intensidad casi dolorosa en la que parecía desahogarse mi amor por Gino y la espera de toda mi vida. Recuerdo que experimenté una sensación como si a nuestro alrededor todo el mundo diera vueltas y el cielo estuviera a mis pies y la tierra sobre mi cabeza. En realidad, me había inclinado sólo un poco bajo su boca para prolongar el abrazo. Algo vivo y fresco chocaba y oprimía mis dientes y cuando los entreabrí noté que su lengua, tras haber acariciado tantas veces mi oído con la dulzura de sus palabras, ahora, penetrando en mi boca, me revelaba otra dulzura que yo no conocía. No sabía que pudiera besarse de aquella manera y durante mucho tiempo me quedé sin aliento y tan embriagada que, al fin, cuando nos separamos, me apoyé en el asiento con los ojos cerrados y la mente nublada como si estuviera a punto de perder el sentido.

Así, aquel día descubrí que en el mundo había otros goces además del de pasar una vida tranquila en el seno de una familia. Pero no pensé que aquellos goces excluirían en mi caso aquellos otros más normales a los que hasta entonces había aspirado y, después de la promesa que me había hecho Gino, me sentí segura de poder saborear en el porvenir ambos goces, sin pecado y sin remordimiento.

Estaba tan convencida de la rectitud y la legitimidad de mi conducta que, aquella misma noche, tal vez con excesivo ímpetu y complacencia, se lo conté todo a mi madre. La encontré cosiendo a máquina junto a la ventana, a la luz cegadora de una lámpara sin pantalla. Con la cara llameante, le dije:

—Mamá, me he prometido.

Vi que fruncía la cara en una mueca de contrariedad como quien siente resbalarle por la espalda un hilillo de agua helada.

—¿Y con quién?

—Con un joven que he conocido estos días.

—¿Y en qué trabaja?

—Es chofer.

Quería añadir algo más, pero no tuve tiempo. Mi madre detuvo la máquina, saltó de la silla y me agarró por el pelo.

—Te has prometido… y sin decirme nada… y con un chofer… ¡Pobre de mí, tú vas a ser mi muerte!

Y diciendo todas estas cosas, intentaba abofetearme. Yo me protegía con las manos cuanto me era posible y, por último, pude escapar, pero ella me persiguió. Di la vuelta a la mesa que estaba en el centro de la habitación y ella corrió detrás de mí chillando y desesperándose. Me asustaba mucho su rostro enjuto que se inclinaba hacia mí, con una especie de doloroso furor.

—¡Te mataré! —gritaba—. Esta vez te mataré.

Y parecía que a cada «te mataré» su frenesí aumentara y la amenaza se hiciese más efectiva. Yo me mantenía en la punta de la mesa y estaba atenta a sus gestos porque sabía que en aquellos momentos ella no reflexionaba en absoluto y era capaz, si no de matarme, sí de herirme con el primer objeto que le viniera a las manos. En efecto, en un momento determinado, blandió las grandes tijeras de costurera y apenas tuve tiempo de apartarme cuando las tijeras volaron por el aire y dieron en la pared. Ella se asustó de su propio gesto, y de pronto, se sentó a la mesa con la cabeza entre las manos y rompió en un llanto nervioso mezclado con toses, en el que parecía desahogarse más rabia que dolor.

Decía entre lágrimas:

—¡Y yo que había hecho tantos proyectos para ti, que ya te veía rica con tu belleza… ahora te prometes a un muerto de hambre!

—Pero no es un muerto de hambre —interrumpí tímidamente.

—¡Un chofer! —repitió moviendo los hombros—. ¡Un chofer! Eres una desgraciada y acabarás como yo.

Dijo estas palabras despacio, como saboreando su amargura. Y al cabo de un rato añadió:

—Te casarás, tendrás que ser su criada, y ser la criada de tus hijos… Ahí tienes cómo acabará todo.

—Nos casaremos cuando tenga bastante dinero para comprarse un coche —dije anunciando uno de los proyectos de Gino.

—Haz lo que quieras, pero no me lo traigas aquí —gritó de pronto, levantando el rostro lleno de lágrimas—. No me lo traigas… no quiero verlo… haz lo que quieras, cítalo fuera… pero no me lo traigas aquí.

Aquella noche me fui a la cama sin cenar, muy triste y desolada. Pero me daba cuenta de que mi madre se comportaba de aquel modo porque me quería y había hecho para mi porvenir no sé qué proyectos y que mi noviazgo con Gino la desconcertaba. Más tarde, aun cuando supe cuáles eran aquellos proyectos, no tuve el valor de condenar a mi madre. A cambio de su vida honesta y laboriosa no había recibido más que amarguras, penalidades y miseria. ¿Qué podía extrañar que deseara para su hija una vida opuesta a la suya?

Debo añadir que, tal vez, más bien que unos planes propiamente dichos, debía de tratarse de unos sueños vagos y relumbrantes que, precisamente por esa vaguedad y ese relumbrón, podían ser acariciados sin demasiado remordimiento. Pero esto no deja de ser una suposición, y quizá mi madre, en el viejo extravío de su conciencia, había decidido realmente dirigirme un día hacia aquel camino que más tarde debía yo, fatalmente, emprender sola. Si digo estas cosas no es por rencor contra mi madre, sino porque todavía hoy tengo mis dudas acerca de lo que ella pensaba entonces y porque sé por experiencia que pueden sentirse y pensarse al mismo tiempo las cosas más diversas sin notar su contradicción y escoger una de ellas con preferencia a las demás.

Ella había jurado que no quería ver a Gino y por algún tiempo respeté su juramento. Pero Gino, después de los primeros besos, parecía ansioso de ponerse en regla, como él decía, y cada día insistía para que lo presentara a mi madre. Yo no me atrevía a decirle que mi madre no quería verlo porque consideraba demasiado humilde su profesión, y así, con diversas excusas, intentaba aplazar el encuentro. Por último, Gino comprendió que yo le ocultaba algo y tanto insistió que me vi obligada a revelarle la verdad:

—Mi madre no quiere verte porque dice que yo debería casarme con un señor y no con un chofer.

Estábamos en el coche, en la carretera de siempre. Él me miró con una expresión dolorida y exhaló un suspiro. Yo estaba tan enamorada de él que no advertí todo lo que había de falso en su dolor.

—Esto es lo que significa ser pobre —exclamó con énfasis.

Y permaneció en silencio un buen rato.

—¿Estás enfadado? —le pregunté por fin.

—Me siento humillado —respondió moviendo la cabeza—. Otro, en mi lugar, no habría pedido ser presentado, no hubiera hablado de noviazgo… ¡Esto para que haga uno las cosas como se debe!

—¡Qué te importa! —le dije—. Al fin y al cabo, te quiero y esto basta.

—Hubiera debido presentarme —continuó— con mucho dinero, sin hablar de matrimonio, naturalmente… y entonces tu madre hubiera estado satisfecha de recibirme.

No me atreví a llevarle la contraria porque sabía que lo que estaba diciendo era la pura verdad.

—¿Sabes qué haremos? —repuse al cabo de un rato—. Uno de estos días te llevo a mi madre por sorpresa… Tendrá que conocerte por fuerza. No va a cerrar los ojos.

Y una noche, como habíamos convenido, hice entrar a Gino en casa. Mi madre había terminado en aquel momento su trabajo y estaba recogiendo las cosas en el extremo de la mesa central para disponer la cena. Adelantándome a Gino, dije:

—Mamá, éste es Gino.

Me esperaba cualquier escena y había advertido de ello a Gino. Pero, con gran sorpresa mía, mi madre se limitó a decir secamente:

—Tanto gusto.

Y lanzándole una ojeada de arriba abajo, salió.

—Verás como todo va bien —le dije a Gino.

Me acerqué a él y tendiéndole la boca, añadí:

—Dame un beso.

—No, no —dijo él en voz baja rechazándome—. Tu madre tendría razón si pensara mal de mí.

Gino sabía decir siempre lo que debía y lo decía en el momento justo. No pude por menos de reconocer que tenía razón. Volvió mi madre y dijo, procurando no mirar a Gino:

—Sólo tenemos cena para dos… No me habías dicho nada… pero ahora salgo y…

No pudo acabar. Gino dio unos pasos y la interrumpió:

—¡No faltaría más! No he venido aquí para que me ofrezcan una cena… Permítame que las invite a usted y a Adriana.

Hablaba ceremoniosamente, como hablan las personas educadas. Mi madre no estaba acostumbrada a sentirse tratar de aquel modo ni a ser invitada. Por un instante, se quedó vacilante, mirándome. Después, dijo:

—Por mí, si Adriana quiere…

—Podemos ir aquí al lado, a la taberna —propuse.

—Donde ustedes quieran —remachó Gino.

Mi madre dijo que iba a quitarse el delantal y nos quedamos solos. Yo me sentía llena de una alegría ingenua. Me parecía haber vencido quién sabe qué gran batalla, cuando, en realidad, todo aquello era una comedia y la única que no sabía su papel era yo. Me acerqué a Gino y, antes de que pudiera evitarlo, lo besé con ímpetu. En aquel beso expresaba el alivio de la ansiedad que me atormentaba desde hacía tantos días, la convicción de que el camino que llevaba al matrimonio quedaba ya libre, la gratitud a Gino por su actitud cortés con mi madre. Yo no tenía ninguna trastienda, estaba allí tal como era, con mi deseo de casarme, mi amor a Gino, mi afecto por mi madre, sincera, confiada y desarmada como se puede estar a los dieciocho años cuando la desilusión todavía no ha rozado el alma. Únicamente más tarde he comprendido que este candor conmueve y gusta a muy pocos y que a la mayoría parece ridículo e inspira sobre todo el deseo de mancharlo.

Fuimos los tres juntos a un restaurante un poco distante, al otro lado de las murallas. En la mesa, Gino, sin ocuparse de mí, se dedicó a mi madre, con el claro propósito de conquistarla. Este deseo suyo de congraciarse con mi madre me parecía justo y por esto no hice caso de lo burdo de las adulaciones que le prodigaba. La llamaba «señora», título completamente nuevo para ella, y tenía buen cuidado de repetirlo a menudo, al principio o en medio de las frases, como un inciso. O también, como quien no quiere la cosa, decía: «Es usted inteligente y comprenderá», o: «Usted ha vivido y, desde luego, no hay necesidad de decir ciertas cosas», o, con más brevedad: «Con su inteligencia…». Y hasta encontró la manera de decirle que, a mi edad, debía haber sido mucho más hermosa que yo.

—¿De dónde lo sacas? —pregunté un poco molesta.

—Vaya, se comprende… Bueno, son cosas que se comprenden —repuso en una forma vaga y lisonjera.

Mi madre, pobrecilla, abría mucho los ojos al oírse tratar de aquella manera y hacía mohines entre zalamera y azucarada, y también, como pude observar, movía los labios repitiéndose para sus adentros los empalagosos cumplidos que Gino iba sacándose de la manga. Desde luego, era la primera vez en su vida que alguien le decía aquellas cosas, y su corazón en ayunas no parecía saciarse nunca de oírlas. En cuanto a mí, como ya he dicho, todas aquellas falsedades no me parecían otra cosa que un afectuoso respeto para con mi madre y conmigo, y por esto no hacían más que añadir una pincelada más al cuadro ya tan rico de las perfecciones de Gino.

Entre tanto, alrededor de una mesa próxima a la nuestra, se había sentado un grupo de jóvenes. Uno de ellos, que parecía borracho y me miraba con insistencia, dijo en voz alta una frase obscena y al mismo tiempo lisonjera para mí. Gino oyó la frase, se puso en pie de un salto y se dirigió al joven:

—Repite lo que has dicho.

—¿A ti qué te importa? —protestó el otro, verdaderamente borracho.

—La señora y la señorita están conmigo —repuso Gino levantando la voz—. Y mientras están conmigo, todo lo que se refiera a la señora y a la señorita, me importa, ¿entendido?

—Entendido, sí… No tenga miedo —respondió el joven, amedrentado.

Los otros parecían hostiles a Gino, pero no se atrevieron a ponerse de parte del amigo. Y éste, fingiéndose aún más borracho de lo que estaba, llenó un vaso y se lo ofreció a Gino. Pero él lo rechazó con un gesto.

—¿No quieres beber? —gritó el borracho—. ¿No te gusta el vino…? Pues estás en un error… El vino es bueno… Mira cómo lo bebo yo.

Y se lo bebió de un sorbo. Gino lo contempló aún un instante con serenidad. Después, volvió con nosotras.

—Unos maleducados —dijo sentándose y estirándose nerviosamente la chaqueta.

—No debía haberse molestado —dijo mi madre, halagada—. Es gentuza.

Pero Gino estaba encantado de poder demostrar su caballerosidad y respondió:

—¿Cómo no iba a molestarme? Hubiera tenido paciencia de haberme hallado con una de esas… aunque, en realidad… pero estando con una señora y una señorita, en un local público, en un restaurante… Pero ese tipo ha comprendido que iba en serio y ya han visto ustedes cómo se ha callado.

El incidente acabó de conquistar a mi madre. Contribuyó a ello que Gino le hacía beber un vaso tras otro y el vino la embriagaba tanto como las adulaciones. Pero, como sucede a menudo a los que están bebidos, aun bajo aquella rendida simpatía por Gino, seguía nutriendo el mal humor por nuestro noviazgo. Y en la primera ocasión que se presentó, quiso darle a entender que, a pesar de todo, no había olvidado.

La ocasión fue que saliera a lucir mi profesión de modelo. No recuerdo cómo, me puse a hablar de un nuevo pintor para el que había posado aquella misma mañana. Y entonces Gino intervino:

—Seré un estúpido, seré poco moderno y seré todo lo que quiera usted… pero eso de que Adriana se desnude cada día delante de esos pintores no acaba de convencerme.

—¿Y por qué? —preguntó mi madre con una voz alterada que a mí, más experta que Gino, me hizo comprender la borrasca que estaba preparándose.

—Porque… bien, porque no es moral.

No transcribo a la letra la respuesta de mi madre porque iba toda esmaltada de palabrotas y obscenidades, como solía decirlas cuando bebía o la dominaba la cólera. Pero aun expurgado, su discurso refleja bien sus ideas y sentimientos acerca de la cuestión.

—¡Ah, conque no es moral! —empezó a chillar con toda la fuerza de su voz, de manera que todos los clientes de las demás mesas interrumpieron el yantar y se volvieron hacia nosotros—. ¡No es moral! ¿Qué es moral, entonces? Será moral estar aperreada todo el santo día, lavar platos, coser, cocinar, planchar, barrer, fregar suelos y después, por la noche, ver que llega tu marido, cansado a más no poder, que en cuanto cena se mete en cama, se vuelve de cara a la pared y se duerme… Esto es moral ¿eh? Sacrificarse, no tener nunca un minuto de alivio, hacerse viejos y feos, y reventar… Esto es moral, ¿verdad? ¿Pues sabe lo que le digo? Que sólo vivimos una vez y que una vez muertos, buenas noches. Pueden irse al diablo usted y su moral. Y Adriana hace muy bien en desnudarse delante de los que la pagan… Y haría aún mejor si…

Y aquí metió una hilera de obscenidades que me ruborizaron a más no poder porque mi madre las decía con los mismos gritos que las otras cosas.

—Yo, si hiciera todo eso, no sólo no se lo impediría sino que la ayudaría a hacerlo… Sí, la ayudaría, la ayudaría… naturalmente, si se lo pagaran —añadió, como reflexionando de pronto.

—Estoy convencido de que no sería usted capaz —dijo Gino sin descomponerse.

—¿Que no sería capaz? Eso lo dice usted… ¿Qué cree? ¿Que estoy satisfecha de que Adriana se haya hecho novia de un hombre sin porvenir como usted, de un chofer? ¿Y que no preferiría mil veces que se diera a la vida? ¿O es que va a imaginarse que me gusta que Adriana, con su belleza, por la que tantos pagarían billetes de mil, se condene a ser su criada para toda la vida? ¡Pues bien, se equivoca… se equivoca de plano!

Mi madre gritaba, todos nos miraban y yo enrojecía cada vez más de vergüenza. Pero Gino, como he dicho antes, no parecía alterarse. Aprovechó un instante en que mi madre, sin aliento, guardó silencio, para coger la botella, llenarle el vaso y decir:

—¿Otro poco de vino?

Mi madre, pobrecilla, no tuvo más remedio que decir: «Gracias» y aceptar el vaso que Gino le ofrecía. La gente, como nos veía bebiendo, a pesar de la borrasca, como si no sucediera nada, volvió a sus conversaciones. Gino dijo:

—Adriana, con su belleza, merecería hacer la vida que hace mi dueña.

—¿Y qué vida hace? —pregunté con interés, deseosa de desviar la conversación de mi propia persona.

—Por la mañana —contestó Gino con un tono fatuo y vanidoso, como si de la riqueza de sus amos le correspondiera a él algún lustre—, se levanta a las once o a mediodía… Le llevan el desayuno a la cama, en una bandeja de plata, con todas las piezas de plata maciza… Después se baña, pero antes la doncella echa en el agua unas sales que la perfuman. A mediodía, la llevo en el coche a dar una vuelta… Va a tomar el aperitivo o de compras… Vuelve a casa, come, duerme la siesta y, al cabo de dos horas largas, se viste… Tendríais que ver cuántos vestidos tiene… Armarios llenos… Va de visitas, también en coche, y después a cenar… Por las noches, al teatro o a un baile… A menudo recibe a gente en casa y juegan, beben, hacen música… Es gente rica, pero rica de verdad… Sólo en joyas creo que mi ama tiene muchos millones.

Como los niños que se distraen con cualquier cosa y basta una nonada para hacerles cambiar de humor, mi madre había olvidado ya a su hija y la injusticia de mi suerte y abría los ojos a más no poder ante la descripción de todo aquel esplendor.

—¡Millones! —repitió con avidez—. ¿Y es guapa?

Gino, que estaba fumando, escupió con desdén un poco de tabaco:

—¡Qué va a ser guapa! Es fea, flaca y parece una bruja.

Así siguieron hablando de la riqueza de la dueña de Gino, o mejor dicho, Gino siguió exaltando aquellas riquezas como si fueran suyas. Pero mi madre, al cabo de un momento de curiosidad, volvió a caer en un estado de ánimo sombrío y desconcertado, y no dijo esta boca es mía en el resto de la noche. Tal vez estaba avergonzada de haberse dejado dominar por tanta cólera; quizá sentía envidia de toda aquella riqueza y pensaba con despecho que me había hecho novia de un nombre pobre.

El día siguiente pregunté con cierta aprensión a Gino si estaba enfadado con mi madre, y él me contestó que, aunque no lo compartía, comprendía muy bien su punto de vista causado por una vida desgraciada y llena de necesidades y privaciones. Había que compadecerla y, además, se veía que hablaba de aquel modo porque me quería. Éste era también mi pensamiento y agradecí a Gino que mostrara tanta comprensión. Realmente, había temido que la escena provocada por mi madre pudiera estropear nuestras relaciones. Además de llenarme de gratitud, la moderación de Gino me confirmó la idea de su perfección. De haber sido menos ciega e inexperta, hubiera comprendido que sólo la falsedad premeditada puede conseguir aquella sensación de perfección y que es propio de la sinceridad presentar, junto con las pocas cualidades, muchos defectos y muchas faltas.

En resumidas cuentas, me encontraba con respecto a él en condiciones de constante inferioridad. Me parecía no haberle dado nada a cambio de su magnanimidad y de su comprensión. Quizá se debiera a ese estado de ánimo de persona beneficiada que siente oscuramente el deber de pagar una deuda, el que, pocos días después, no resistiera como hubiese hecho antes a sus manifestaciones de amor cada vez más atrevidas. Pero también es verdad, como dije ya a propósito de nuestro primer beso, que me sentía inclinada a entregarme a él, llevada por una fuerza al mismo tiempo poderosa y dulce, comparable a la del sueño que, para vencer nuestra voluntad contraria, a veces nos persuade a que durmamos con el sueño de estar despiertos. De manera que nos abandonamos a él, convencidos de que aún resistimos.

Recuerdo muy bien todas las fases de mi seducción, porque cada una de las conquistas de Gino fue querida y no querida por mí, y a la vez me proporcionó placer y remordimiento. Y también porque fueron realizadas con una graduación bien meditada, sin prisas ni impaciencias, como un general que invade un país más que como un amante que se deja arrastrar por el deseo, sobre mi cuerpo pasivo, descendiendo desde la boca hasta el vientre.

Todo esto no impide que Gino se enamorara más tarde de mí, y que la premeditación y el cálculo cedieran puesto, si no al amor, a un deseo violento y nunca satisfecho.

Durante todos aquellos paseos en coche, habíase limitado a besarme en la boca y en el cuello. Pero una de aquellas mañanas, mientras me besaba, sentí que sus dedos se enredaban entre los botones de mi blusa. Después tuve una sensación de frío en el pecho y, alzando los ojos por encima de su hombro hacia el espejuelo del parabrisas, vi que tenía un seno desnudo. Tuve vergüenza, pero no me atreví a cubrírmelo de nuevo. Fue él mismo quien con un gesto apresurado que parecía salir al paso de mi inquietud, volvió a tapar el seno con la blusa y a meter cada botón en su ojal. Yo le agradecí este gesto. Después, pensando en ello, una vez en casa, volví a sentirme turbada y atraída. El día siguiente, repitió el gesto y esta vez experimenté más placer y menos vergüenza. Desde entonces, me acostumbré a esta demostración de su deseo, y creo que, si no la hubiera repetido, habría temido que me amara menos.

Al mismo tiempo hablaba cada vez más de la vida que llevaríamos cuando nos casáramos. Hablaba también de su familia, que vivía en una provincia y no era pobre, puesto que poseía algunas tierras. Creo que, como suele ocurrir a los mentirosos, él mismo acabó por creer en su propia mentira. Desde luego, mostraba por mí un sentimiento muy fuerte que, probablemente, aumentando cada día nuestra intimidad, debía hacerse en la misma medida cada vez más sincero. En cuanto a mí, sus palabras adormecían mis remordimientos y me proporcionaban un sentido de felicidad pleno e ingenuo que, más adelante, no he vuelto a experimentar. Amaba, era amada y pensaba que me casaría pronto. Me parecía que en el mundo no podía aspirarse a más.

Mi madre se daba perfecta cuenta de que nuestros paseos matinales no eran del todo inocentes y a menudo me lo dio a entender con frases como: «No sé qué hacéis cuando salís en coche ni quiero saberlo», o también: «Tú y Gino estáis preparando algún lío… Peor para ti», y cosas semejantes. Pero no pude por menos de observar que esta vez sus reproches parecían curiosamente blandos e ineficaces. Parecía que no sólo se había resignado a la idea de que Gino y yo fuéramos amantes, sino que incluso lo deseaba. Hoy estoy convencida de que esperaba la ocasión para hacer fracasar nuestro noviazgo.