Capítulo VI
Todo parecía ir de la mejor manera: Giacomo había vuelto y al mismo tiempo yo había encontrado el modo de hacer salir de la cárcel a la camarera injustamente acusada sin verme obligada por ello a ocupar su puesto. Aquel día, después de que Giacomo se hubo marchado, me pasé por lo menos dos horas pensando en mi felicidad, como damos vueltas a una joya o a cualquier otro objeto precioso que acabamos de recibir, asombrados y sin llegar a comprenderlo del todo, aunque con un goce profundo. Las campanadas de la tarde me despertaron de esta voluptuosa contemplación. Me acordé del consejo de Astarita y de la urgencia de salvar a la pobre mujer encarcelada. Me vestí y salí apresuradamente.
Es agradable en invierno cuando los días son breves y una ha estado en casa toda la mañana y las primeras horas de la tarde, sola con los propios pensamientos, salir a caminar por las calles del centro de la ciudad, donde el tráfico es más denso, la gente más numerosa y las tiendas están más iluminadas. En aquel aire puro y frío, entre el ruido, el movimiento y el centelleo de la vida ciudadana, la cabeza se despeja, el ánimo queda más libre y se experimenta una excitación, una embriaguez de alegría, como si todas las dificultades se hubieran allanado de pronto y en realidad no quedara otra cosa que hacer que vagar por entre la muchedumbre, sin ningún pensamiento, ligeros y contentos de poder seguir alguna de la fugaces sensaciones que el espectáculo de la calle sugiere al ocio.
Realmente es como si en este momento y por unos minutos todas nuestras deudas, como dice la plegaria cristiana, hubieran sido condonadas, sin mérito ni contrapartida por nuestra parte, únicamente en virtud de una benevolencia general y misteriosa. Naturalmente, hay que encontrarse en una disposición de ánimo feliz o, por lo menos, de satisfacción, porque, en caso contrario, la vida de la ciudad puede proporcionar el sentimiento angustioso de una agitación vana y absurda. Pero aquel día, como ya he dicho, me sentía feliz, y me di cuenta de que lo era sobre todo cuando, al llegar al centro, empecé a andar por la acera por entre el gentío.
Sabía que tenía que ir a la iglesia a hacer mi confesión. Pero, quizá precisamente porque ya me había propuesto esa meta y estaba contenta de haberlo hecho, no tenía prisa ni pensaba en ello. Caminé así lentamente de una calle a otra, deteniéndome de vez en cuando a mirar las cosas de los escaparates. Quienes me conocían, si me hubieran visto entonces habrían pensado desde luego que me dedicaba a atraer a los que pasaban a mi lado. Pero, en realidad, nada estaba más lejos de mi mente. Tal vez hubiera podido dejarme detener por algún hombre que me gustara, pero no por dinero, sino por un simple impulso de alegría y de exuberancia vital. Pero los pocos que viéndome quieta ante los escaparates se acercaron a mí con las frases y las ofertas de siempre, no me gustaron. Ni les contesté, ni siquiera los miré, y seguí acera adelante con mi habitual paso majestuoso e indolente como si no hubieran existido.
La aparición de la misma iglesia en que me había confesado al regreso de nuestra excursión a Viterbo, me sorprendió de pronto en aquel estado de ánimo distraído y feliz. Entre los carteles del cine y el escaparate de una tienda de medias, los dos resplandecientes de luz, la fachada barroca, sumida en la oscuridad, dispuesta a manera de biombo en un entrante de la calle, con su elevado frontón coronado por dos ángeles con trompetas y sobre el que caían los reflejos violeta de un anuncio luminoso de una casa contigua, me pareció semejante al rostro oscuro y arrugado de una vieja que estuviera haciéndome gestos confidenciales a la sombra de un viejo chal entre las demás caras iluminadas. Recordé al guapo confesor francés, el padre Elías, y el sentimiento de atracción que había experimentado hacia él; y me pareció que nadie mejor que aquel hombre de mundo, joven e inteligente, tan diferente de los demás sacerdotes, podría realizar el encargo de restituir la polvera. Además, el padre Elías, en cierto sentido, ya me conocía y así yo tendría menos dificultad en confesar las muchas cosas terribles y vergonzosas que me pesaban en el ánimo.
Subí los peldaños, aparté la pesada cortina que cubría la puerta y entré, poniéndome sobre la cabeza un pequeño pañuelo. Mientras mojaba los dedos en el agua bendita, me sorprendió una representación esculpida alrededor de la pila: una mujer desnuda, con los cabellos al viento y los brazos en alto, que corría perseguida por un horrendo dragón erguido como un hombre sobre las patas posteriores. Me pareció reconocerme en aquella mujer y pensé que también yo huía de un dragón como aquél, sólo que, igual que le pasaba a la mujer, mi huida era circular y como corría en redondo, a veces ya no huía sino que seguía con deseo y gozo al feo dragón. Dejando la pila de agua bendita, me volví al interior de la iglesia mientras me santiguaba y me pareció verla en el mismo desorden, en la misma oscuridad y abandono como la había visto la última vez. Como entonces, estaba sumergida en la oscuridad, excepto el altar mayor con todas la velas encendidas y apretadas en torno al crucifijo, en un resplandor confuso de candelabros de bronce y de floreros de plata. La capilla dedicada a la Virgen en la que había rezado con tan profunda y vana convicción, estaba también iluminada. Subidos a unas escaleras de mano, dos sacristanes clavaban en el arquitrabe unos paramentos rojos con franjas doradas.
El confesionario del padre Elías estaba ocupado y fui a arrodillarme ante el altar mayor, sobre una de las desordenadas sillas de paja. No experimentaba ninguna emoción; solamente impaciencia por acabar pronto con el asunto de la polvera. Era una impaciencia especial, alegre, impetuosa, complacida en sí misma y en el fondo no carente de vanidad, como suele experimentarse cuando se va a realizar una buena acción estudiada y acariciada largo tiempo. Y varias veces he observado que esta impaciencia que procede del corazón y parece querer ignorar todo consejo de la inteligencia, acaba comprometiendo la buena acción y a veces hace un daño mayor que cualquier otra conducta más reflexiva.
Cuando vi que el penitente que estaba confesándose se levantaba y se alejaba, me fui derecha al confesionario, me arrodillé y, sin esperar a que el confesor hablara, dije:
—Padre Elías, no he venido a confesarme como suele hacerse habitualmente, sino a decirle una cosa muy grave y a pedirle un favor, que estoy segura usted no me negará.
En el otro lado de la rejilla, la voz del confesor, bajísima, me invitó a hablar. Yo estaba tan convencida de que allí estaba el padre Elías que casi me parecía ver su bello rostro sereno, superpuesto al cuadrilátero de la reja. Entonces, por primera vez desde mi entrada en la iglesia, sentí un ímpetu de conmoción confiada y devota. Fue como un impulso de mi ánimo a deshacerse del cuerpo y arrodillarse desnudo, con sus manchas bien claras, en aquellos peldaños delante de la reja. Realmente me pareció no ser más que un alma sin carne, libre y hecha de aire y de luz, como dicen que ocurre después de la muerte. Y también me pareció que el padre Elías, con su alma mucho más luminosa que la mía, se deshacía de la prisión corporal, hacía desaparecer la rejillas, las paredes, la sombra del confesionario y se plantaba delante de mí personalmente, deslumbrante y consolador. Tal vez sea éste el sentimiento que debiera experimentarse cada vez que uno se arrodilla para confesarse. Pero nunca lo había advertido tan bien como entonces.
Empecé a hablar con los ojos cerrados, apoyando la frente en la rejilla. Lo conté todo. Hablé de mi oficio, de Gino, de Astarita y de Sonzogno, del hurto y del delito. Dije mi nombre, el de Gino, el de Astarita y el de Sonzogno. Dije el lugar del hurto, el del delito, el de mi casa. Hasta describí el aspecto físico de las personas. No sé qué impulso me dominaba. Tal vez el del ama de casa que, tras un largo tiempo de negligencia, se decide a limpiar sus habitaciones y no descansa hasta que ha quitado la última mota de polvo, la última pelusa que ha quedado en los rincones y debajo de los muebles. Y realmente, a medida que contaba los detalles de mi historia, me parecía desembarazarme el alma de suciedad y sentirme más ligera y más limpia.
Hablé siempre con una voz igual, razonable y tranquila. El confesor me escuchó sin decir una palabra, ni interrumpirme. Cuando hube callado, siguió un instante de silencio. Después oí una horrible voz lenta, enfermiza, como arrastrándose, mientras decía:
—Hija mía, las cosas que me has dicho son terribles, espantosas, y la mente casi se niega a creerlas, pero has hecho bien en confesarte… Haré por ti todo lo que yo pueda.
Había pasado mucho tiempo desde la primera y única confesión mía en aquella iglesia. Y en el tumulto casi placentero de mi vanidad, había olvidado el detalle tan característico y amable de la pronunciación francesa del padre Elías. Y quien me hablaba ahora tenía un acento inconcreto, pero italiano sin duda alguna, por el estilo del modo de hablar peculiar y bobalicón que se nota en tantos curas. Comprendí de repente mi error y al mismo tiempo experimenté un sentimiento de espanto, como el de quien va a coger una bella flor y de pronto siente entre sus dedos la piel viscosa de una serpiente. Y a la desagradable sorpresa de hallarme frente a un confesor diferente del que había imaginado, uníase el sentimiento de horror en aquella voz oscura e insinuante. Con todo, hallé el modo de farfullar:
—¿Pero es usted realmente el padre Elías?
—Sí, el mismo en persona —contestó el sacerdote desconocido—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso has venido aquí alguna otra vez?
—Sí, otra vez.
El sacerdote guardó silencio un instante y después siguió:
—Cuanto me has dicho, hija mía, merecería ser examinado de nuevo punto por punto… No se trata de una cosa sola, sino de muchas; algunas se refieren a ti personalmente y otras se refieren a diversas personas… En cuanto a ti misma, ¿te das cuenta de haber cometido algunos pecados gravísimos?
—Sí, lo sé —murmuré.
—¿Y estás arrepentida?
—Creo que sí.
—Si tu arrepentimiento es sincero —prosiguió, hablando en tono confidencial y paternal—, puedes esperar una absolución, sin duda alguna… Pero desgraciadamente no se trata sólo de ti. Están los demás, las culpas y los delitos de los otros… Tú tienes conocimiento de un crimen espantoso, de que un hombre ha sido asesinado de una manera horrenda… ¿No sientes en tu conciencia el impulso de revelar el nombre del culpable y hacer que sea castigado conforme a su delito?
Así estaba sugiriéndome que denunciara a Sonzogno. Y no digo que, como sacerdote, se equivocara. Pero insinuada de aquel modo, con aquella voz, y en tal momento, la propuesta acrecentó mis sospechas y mi terror.
—Pero si digo quién ha sido —balbucí— me encerrarán también a mí.
—Los hombres, como ya lo ha hecho Dios —respondió inmediatamente—, sabrán valorar tu sacrificio y tu arrepentimiento. La ley, además de la pena, conoce también el perdón… Pero, a costa de algún sufrimiento, tan leve en comparación con la agonía de la víctima, habrás contribuido a restablecer la justicia tan horriblemente ofendida… ¡Oh! ¿Acaso no sientes la voz de la víctima que en vano pide piedad a su verdugo?
Siguió exhortándome, escogiendo cuidadosamente, y no sin complacencia, las palabras del vocabulario convencional propio de su oficio. Pero en mí ya no quedaba más que un gran deseo de salir de allí, casi histérico. Y dije deprisa:
—En cuanto a la denuncia, prefiero pensarlo. Mañana volveré y le diré lo que haya decidido. ¿Lo encontraré mañana?
—Naturalmente a cualquier hora.
—Está bien —dije como extraviada—. Por ahora no le pido más que se encargue de entregar este objeto.
Callé, y él, después de una breve oración, preguntándome de nuevo si estaba arrepentida y decidida a cambiar de vida, a lo que contesté afirmativamente, me dio la absolución. Me santigüé y salí del confesionario; al mismo tiempo, él abrió la portezuela y me lo encontré delante. Todos los temores que me había inspirado su voz se vieron confirmados de pronto por su figura. Era pequeño y con una gran cabeza inclinada a un lado, como si padeciera una perpetua tortícolis. Ni siquiera tuve tiempo para observarlo bien, pues era mucha mi prisa por alejarme de allí y muy grande el horror que me producía, entreví un rostro oscuro y amarillento, con una amplia frente pálida, los ojos hundidos y extraviados en sus cuencas, una nariz arremangada con amplios orificios y una gran boca deforme, de labios amoratados y serpeantes. No debía de ser viejo, pero, simplemente, no tenía edad. Juntando sus manos sobre el pecho y con tono dolorido, dijo:
—Pero ¿por qué no has venido antes, hija mía? ¿Por qué? ¡Cuántas cosas terribles hubieras evitado!
Hubiese querido contestarle que hubiera sido mejor no haber venido nunca, pero me contuve, saqué la polvera de mi bolso y se la di diciendo con sinceridad:
—Le ruego que lo haga pronto… No puede figurarse lo que me atormenta la idea de esa pobre mujer encarcelada por mi culpa.
—Hoy mismo —contestó, apretándose la polvera contra el pecho y moviendo la cabeza con aire dolorido.
Le di las gracias en voz baja y, haciéndole con la cabeza un gesto de saludo, salí apresuradamente de la iglesia. Él se quedó donde estaba, junto al confesionario, apretando la polvera y moviendo la cabeza.
Cuando me encontré en la calle, intente pensar fríamente en lo sucedido. Dejando aparte mis primeras confusas aprensiones, temía que aquel sacerdote no respetara el secreto de confesión y me esforzaba por explicarme a mí misma qué fundamentos podía tener mi temor. Sabía, como lo saben todos, que la confesión es un sacramento y como tal es inviolable. Sabía que era casi imposible que un sacerdote, por corrompido que estuviera, cometiera aquella violación. Pero, por otra parte, su consejo de que denunciara a Sonzogno me inducía a temer que el padre Elías se decidiera a tomar sobre sí mismo, si yo no lo hacía, el deber de revelar a la Policía el nombre del autor del crimen de la calle Palastro. Pero sobre todo su voz y su aspecto me asustaban y me hacían temer lo peor.
Soy más emotiva que reflexiva y, como ciertos animales, poseo un olfato instintivo para el peligro. Todas las razones que mi mente aducía para tranquilizarme de nada servían frente a mi presentimiento irracional. «Es verdad. El secreto de confesión es inviolable —pensaba—. Pero estoy segura de que sólo un milagro puede evitar que ese sacerdote nos denuncie a Sonzogno, a mí y a todos los demás».
Otro hecho contribuía a infundirme el sentimiento de una desventura misteriosa que gravitaba sobre nosotros: la sustitución de mi primer confesor por este otro. Evidentemente, el padre francés no era el padre Elías, aunque me hubiera oído en el confesionario señalado con ese nombre. Entonces, ¿quién era? Me arrepentía de no haber pedido noticias de aquel religioso al verdadero padre Elías. Pero, al mismo tiempo, temía que el feo sacerdote fuera a responderme que no sabía nada, confirmando así el carácter de aparición que en mi mente adoptaba la figura del joven fraile. Y, en verdad, que tenía algo de fantasmal, lo mismo por su gran diferencia con respecto a los demás sacerdotes, como por el modo de aparecer y desaparecer de mi vida. Hasta llegué a dudar si realmente lo habría visto alguna vez, o, mejor dicho, si lo habría visto en carne y hueso, y por un momento pensé que había padecido una alucinación.
Entre otras cosas, ahora descubría no sé qué parecido con el Cristo representado habitualmente en las imágenes sagradas. Pero si aquello era verdad, si realmente Cristo se me había aparecido en el momento del dolor y había escuchado mi confesión, la sustitución por aquel sacerdote feo y desagradable tenía desde luego algo de mal agüero. Por lo menos parecía indicar que, en el momento de mi mayor angustia, la religión me abandonaba. Y era como abrir un cofre en el que se conserva un tesoro en monedas de oro y encontrar, en vez de monedas, polvo, telas de araña y excrementos de rata.
Volví a casa con el presentimiento de unas desventuras que nacerían de mi confesión, y me metí inmediatamente en la cama, sin cenar, convencida de que ésa iba a ser la última noche que pasaría en mi casa antes de mi detención. Pero he de decir que ya no sentía miedo alguno, ningún deseo de huir de mi destino. Pasado el primer terror, que nacía en mí de una debilidad nerviosa común a casi todas las mujeres, se imponía ahora a mi ánimo, más que la resignación, una voluntad de aceptar la suerte que me amenazaba. Y hasta sentía una especie de voluptuosidad al dejarme caer hasta el fondo de lo que imaginaba iba a ser el último peldaño de la desesperación. Incluso me parecía estar como protegida por la misma llegada de la desventura y pensaba con cierto placer que, fuera de la muerte, que tampoco me daba miedo, no podía sucederme nada peor.
Pero el día siguiente esperé en vano la prevista visita de la Policía. Pasó todo el día y pasó el siguiente sin que ocurriera nada que pudiese justificar mis aprensiones. Durante todo aquel tiempo no había salido de casa, ni siquiera de mi habitación, y pronto me cansé de pensar en las consecuencias de mi imprudencia. Volví a pensar en Giacomo y me di cuenta de que deseaba volver a verlo, por lo menos una vez, antes de que la denuncia del sacerdote, que todavía consideraba inevitable, surtiera sus efectos. El tercer día por la tarde, casi sin pensarlo, me levanté de la cama, me vestí cuidadosamente y salí a la calle.
Conocía la dirección de Giacomo y en unos veinte minutos llegué ante su casa. Pero cuando iba a entrar en el portal me di cuenta de que no le había anunciado mi llegada y sentí un repentino movimiento de timidez. Temía que fuera a recibirme de mala manera o que incluso me echara. Mi paso, que era impaciente, se hizo más lento, y con el ánimo lleno de tristeza me detuve ante una tienda, preguntándome si no sería mejor volverme atrás y esperar que él se decidiera a visitarme. Comprendía que era mejor, sobre todo en los primeros tiempos de nuestras relaciones, demostrar mucha prudencia y perspicacia y no darle a entender que estaba enamorada y no podía vivir sin él. Por otra parte, me parecía bastante amargo volverme atrás, sobre todo por la inquietud que suscitaba en mí el hecho de la confesión y necesitaba verlo, aunque sólo fuera para distraerme de mis preocupaciones.
Mis miradas se detuvieron en el escaparate de la tienda ante la que me había detenido, en el que había corbatas y camisas, y me acordé de pronto de que le había prometido comprarle una corbata nueva para sustituir la suya, ya deshilachada. Cuando uno está enamorado, la mente no razona bien. Me dije que así podría aducir un pretexto para mi visita, sin darme cuenta de que precisamente el regalo confirmaba el carácter inferior y ansioso de mi sentimiento por él.
Entré en la tienda y, después de una larga elección, compré una corbata gris con rayas rojas, la más bonita y la más cara. El dependiente, con esa cortesía un poco indiscreta de los vendedores que pretenden influir en las compras de los clientes, me preguntó si la persona a la que iba destinada la corbata era morena o rubia.
—Es moreno —contesté lentamente.
Y noté que pronunciaba la palabra «moreno» con voz acariciante y que enrojecía a la idea de que el dependiente pudiera haber notado el matiz.
La viuda Medolaghi vivía en el cuarto piso de un edificio viejo y triste cuyas ventanas daban al paseo junto al Tíber. Subí a pie ocho tramos de escalera y llamé, sin recobrar el aliento, a una puerta sumergida en la sombra. Casi inmediatamente se abrió la puerta y Giacomo apareció en el umbral.
—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo, sorprendido. Evidentemente, esperaba a alguien.
—¿Puedo pasar?
—Sí, sí, pasa por aquí.
Desde el recibidor, casi a oscuras, me condujo a una salita. También estaba sombría a causa de los cristales de las ventanas, de colores rojos, entreví una serie de muebles negros taraceados de nácar. En el centro había una mesa redonda con un florero de cristal azul de forma anticuada. Había bastantes alfombras y una piel de oso blanco bastante raída. Allí todo era viejo, pero limpio y ordenado y como conservado en el profundo silencio que parecía reinar en la casa desde tiempo inmemorial. Fui a sentarme al fondo del salón en un canapé y pregunté:
—¿Esperabas a alguien?
—No, no… Pero ¿por qué has venido? Realmente, aquellas palabras eran poco acogedoras. Pero no me pareció irritado, sino sólo sorprendido.
—He venido a saludarte —respondí sonriendo— porque me imagino que ésta será la última vez que nos veamos.
—¿Por qué?
—Estoy convencida de que, a más tardar, el domingo vendrán a detenerme y llevarme a la cárcel.
—¿A la cárcel? ¿Qué diablos estás diciendo? Su rostro y su voz se alteraron y comprendí que temía por sí mismo. Tal vez pensaba que lo había denunciado o comprometido de alguna manera, revelando a alguien su actividad política. Sonreí de nuevo y seguí:
—No temas… No es nada que tenga que ver contigo, ni siquiera de lejos.
—No temo —corrigió apresuradamente—, pero no te entiendo… ¿Por qué van a llevarte a la cárcel?
—Cierra la puerta y siéntate aquí —le dije indicándole el canapé.
Fue a cerrar la puerta y se sentó a mi lado. Entonces, con mucha calma, le conté toda la historia de la polvera, incluida mi confesión. Me escuchaba con la cabeza baja, sin mirarme, mordiéndose las uñas, lo que era en él una señal de interés. Por último, concluí:
—Estoy segura de que ese sacerdote me jugará una mala partida… ¿Qué dices tú?
Movió la cabeza y repuso, sin mirarme de frente, con los ojos fijos en los cristales de color de la ventana:
—No debería… Y desde luego no creo que lo haga… No es una razón que un sacerdote sea feo, para hacer una cosa así.
—Tendrías que verlo —interrumpí con vivacidad.
—Monstruoso tendría que ser para hacer una cosa semejante… pero también es verdad que todo es posible —añadió apresuradamente, sonriendo.
—Así, pues, te parece que no debo temer nada.
—Eso es… Además, no puedes hacer nada, ya que no depende de ti.
—¡Bonita manera de hablar! Se tiene miedo porque sí, porque es más fuerte que uno.
De pronto tuvo uno de sus gestos afectuosos. Me puso una mano en el cuello, me lo sacudió un poco riendo y dijo:
—Pero tú no tienes miedo, ¿verdad?
—Sí, lo tengo.
—No tienes miedo porque eres una mujer valiente.
—Te aseguro de que he tenido un miedo terrible. He estado en casa, sin salir durante dos días.
—Sí, pero después has venido a mí y me lo has contado todo con la mayor tranquilidad. Tú no sabes qué es tener miedo.
—¿Y qué tenía que hacer? —pregunté sonriendo a pesar mío—. No voy a ponerme a gritar por el miedo.
—Tú no tienes miedo.
Siguió una pausa. Después me preguntó con un acento especial que me sorprendió:
—Y ese amigo tuyo, llamémosle así, Sonzogno, ¿qué clase de tipo es?
—Uno de tantos —dije distraídamente. En aquel momento no encontraba nada que decir sobre Sonzogno.
—¿Pero cómo es? Descríbelo.
—¿Es que piensas denunciarlo? —pregunté riendo—. Acuérdate de que yo también iría a la cárcel. —Y añadí:
—Es rubio, pequeño, ancho de espaldas, con una cara pálida y ojos azules… Nada de especial… Lo único notable en él es que es muy fuerte.
—¿Muy fuerte?
—No te lo parece a primera vista, pero después, si le tocas los brazos, parecen de hierro.
Y viendo que escuchaba con interés le conté la historia del incidente con Gino. Él no la comentó, pero al final preguntó:
—¿Y tú crees que Sonzogno premeditó su delito… es decir, que lo preparó y después lo ejecutó fríamente?
—¡No creo! —respondí—. Ése nunca premedita nada. Un instante antes de derribar a Gino por tierra con aquel puñetazo, seguramente ni siquiera pensaba en tal cosa… y lo mismo pasaría con el orífice.
—Entonces, ¿por qué lo hizo?
—Pues ¡quién sabe! Porque es más fuerte que él, como un tigre que lleva dentro. Ahora es bueno y al minuto te da un zarpazo, ni él sabe por qué.
Le conté entonces toda la historia de mis relaciones con Sonzogno, y cómo me pegó en la oscuridad y me amenazó con matarme, y concluí:
—No lo piensa. De pronto, lo domina una fuerza más poderosa que su voluntad, y entonces, lo mejor es estar lejos de él… Estoy segura de que había ido al platero a venderle la polvera… después, el otro lo insultó y Sonzogno le dio muerte.
—Bien, una especie de bestia.
—Llámalo como te parezca…
Y añadí, tratando de explicarme a mí misma el sentimiento que me inspiraba la furia homicida de Sonzogno:
—Debe ser un impulso semejante al que me empuja a amarte. ¿Por qué te amo? Sólo Dios lo sabe… ¿Pues por qué a Sonzogno le viene a veces el ímpetu de matar? Tampoco lo sabe nadie, sino Dios… Creo que no hay nada que explicar en casos así.
Giacomo reflexionaba. Después, levantó la cabeza y me preguntó:
—¿Y qué impulso crees que siento hacia ti? ¿Crees que siento el impulso de amarte?
Sentí un horrible temor de oírle decir que no me amaba. Y le tapé la boca con la mano, suplicando:
—Por favor, no me digas nada de lo que sientes por mí.
—¿Y por qué?
—Porque no quiero saberlo. No sé qué sientes por mí, ni quiero saberlo… Me basta con amarte.
Movió la cabeza y dijo:
—Haces mal en amarme. Deberías amar a un hombre como Sonzogno.
Me sorprendió:
—¿Qué estás diciendo? ¿Un delincuente?
—Aunque sea un delincuente… Pero siente los impulsos que has dicho… Ese Sonzogno, lo mismo que tiene impulsos para matar, estoy seguro de que los tendrá para amar, así, sencillamente, sin tantas historias. En cambio, yo…
No le dejé concluir y protesté:
—Tú no puedes compararte con Sonzogno. Tú eres lo que eres; él es un delincuente, un monstruo, y además, no es verdad que podría tener el impulso de amar… Un hombre así no puede amar, para él no es más que una satisfacción de los sentidos. Yo, o cualquier otra, es lo mismo.
No parecía convencido, pero no dijo nada. Aproveché aquel momento de silencio y extendiendo la mano metí los dedos bajo la manga de su camisa, tratando de subir por su brazo.
—Mino —le dije, y se turbó.
—¿Por qué me llamas Mino?
—Es el diminutivo de Giacomo… ¿No puedo?
—No, no es eso… Puedes… Sólo que es el nombre con que me llaman en la familia, eso es todo.
—¿Te llama así tu madre? —le pregunté, dejándole el brazo e introduciendo la mano entre la abertura de su camisa para acariciarle el pecho desnudo.
—Sí, mi madre me llama así —confirmó con algo de impaciencia.
Y al cabo de un rato, con un tono de voz especial, entre desdeñoso y sarcástico, añadió:
—Y no es lo único que tú dices y dice también mi madre. En el fondo tenéis la misma opinión sobre casi todo.
—¿Por ejemplo…? —pregunté.
Estaba turbada y casi no le escuchaba. Le había desabrochado la camisa y con la mano intentaba llegar a su espalda delgada y graciosa de muchacho.
—Por ejemplo —respondió—, cuando te conté que me había metido en política, exclamaste con voz asustada: «Eso está prohibido. Es peligroso…». Pues bien, lo mismo y con la misma voz hubiera dicho mi madre.
Me sentía halagada por la idea de parecerme a su madre, ante todo porque era su madre y después porque sabía que era una señora.
—¡Qué tonto eres! —dije con ternura—. ¿Qué hay en eso de malo? Quieres decir que tu madre te quiere y que yo te quiero… Es verdad que meterse en política es peligroso… A un joven lo arrestaron y ya lleva dos años dentro… ¿Y para qué? Al fin y al cabo, los otros son más fuertes y en cuanto te mueves te meten en chirona. Yo creo que sin política puede vivirse muy bien.
—¡Mi madre, mi madre! —gritó jubiloso y burlón—. Exactamente lo que dice mi madre.
—No sé lo que dice tu madre —contesté—. Pero lo que diga lo dirá por tu bien, desde luego. Deberías dejar la política… Al fin y al cabo no eres un político de profesión. Eres un estudiante y los estudiantes deben estudiar.
—Estudiar, sacar el título y conseguir una posición —murmuró, como hablando consigo mismo.
No le contesté, pero acercando mi rostro al suyo, le ofrecí los labios. Nos besamos y nos separamos y él pareció arrepentido de haberme besado y me miró con aire mortificado y hostil. Temí haberlo ofendido interrumpiendo con mi beso su discurso sobre la política y añadí apresuradamente:
—Pero puedes hacer lo que quieras. No me meto en tus cosas, y si quieres, ya que estoy aquí, puedes darme el paquete y lo ocultaré, como dijimos.
—No, no —respondió con vivacidad—. Por favor, ya no se trata de eso… Y además, con tu amistad con Astarita, si te lo encuentra…
—¿Por qué? ¿Es tan peligroso Astarita?
—Es de los peores —respondió seriamente.
Sentí no sé qué deseo malicioso de punzarle su amor propio. Pero sin malicia, afectuosamente.
—En el fondo —observé con suavidad— nunca tuviste la intención de confiarme ese paquete.
—¿Y por qué iba a hablarte de él, entonces?
—Bueno, perdóname… No te ofendas, pero creo que me hablaste de eso para presumir en mi presencia, para demostrarme que te dedicabas en serio a cosas prohibidas y peligrosas.
Se irritó y comprendí que había dado en el blanco.
—¡Qué tonterías! —exclamó—. Realmente eres una estúpida.
Pero después, calmándose de pronto, preguntó con desconfianza:
—¿Por qué? ¿Qué es lo que te hace pensar así?
—¡Qué sé yo! —respondí sonriendo—. Todo tu modo de actuar… Quizá tú mismo no te das cuenta, pero en realidad no das la impresión de obrar en serio.
Tuvo una mueca burlona, como dirigida contra sí mismo:
—Pues son cosas muy serias —dijo.
Se puso de pie y tendiendo los brazos enjutos, recitó con énfasis en tono de falsete:
—Las armas, ¡ah!, las armas… Combatiré yo solo, sucumbiré yo solo.
Agitaba los brazos y las piernas, era cómico y casi parecía una marioneta. Pregunté:
—¿Qué significa eso?
—Nada —contestó—. Es un verso.
Y de una manera extraña pareció pasar de la excitación a un abatimiento repentino, oscuro y meditabundo. Se sentó de nuevo y dijo con sinceridad:
—Ya ves, actúo tan en serio que espero ser detenido de veras, entonces demostraré a todos si actúo en serio o no.
No dije nada, pero acariciándole la cara, se la cogí entre las manos y susurré:
—¡Qué bellos ojos tienes!
Y era verdad. Sus ojos eran realmente muy bellos, dulces y grandes, de intensa e ingenua expresión. Se turbó otra vez y la barbilla empezó a temblarle. Murmuré:
—¿Por qué no vamos a tu habitación?
—¡Ni pensarlo! Está junto a la de la viuda y esa mujer está todo el día en su cuarto, con la puerta abierta para espiar lo que ocurre en el pasillo…
—Entonces, vamos a mi casa.
—Es demasiado tarde. Vives muy lejos y dentro de poco han de venir unos amigos míos.
—Entonces, aquí.
—¡Estas loca!
—Confiesa, más bien, que tienes miedo —insistí—. No tienes miedo de hacer propaganda política, por lo menos eso dices. Pero tienes miedo de que te sorprendan en este cuarto con la mujer que te ama. ¿Qué puede suceder, en fin de cuentas? Que la viuda te eche de casa y que tengas que buscarte otra habitación.
Sabía que llevándolo al terreno del orgullo se obtenía todo de él, y de pronto, pareció convencido. En realidad, debía de estar sintiendo un deseo por lo menos tan fuerte como el mío.
—¡Estás loca! —repitió—. Además, puede ser más molesto que a uno le echen de aquí que ser arrestado. ¿Y puedes decirme dónde vamos a ponernos?
—En el suelo —dije en voz baja y con intenso afecto—. Ven y verás cómo se hace.
Parecía tan trastornado que no era capaz de decir nada. Me levanté del canapé y, sin prisa, me eché en el suelo. El pavimento estaba cubierto por una alfombra y en el centro estaba la mesa con el florero. Me tendí sobre la alfombra, con la cabeza y el pecho debajo de la mesa y después atraje a Mino por un brazo obligándolo, un poco a la fuerza, a tenderse sobre mí. Eché la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos, y el viejo olor de polvo y pelusa de la alfombra me pareció bueno y embriagador, como si me hubiera tendido en un campo en primavera y aquel aroma fuese el de las flores y de las hierbas y no el de una lana sucia. Mino estaba sobre mí y su peso me hacía sentir la dureza deliciosa del suelo. Estaba contenta de que él no la sintiera y de que mi cuerpo le sirviera de lecho. Después sentí que me besaba en el cuello y en las mejillas y esto me produjo un enorme gozo, porque nunca lo hacía. Volví a abrir los ojos. Mi cara estaba inclinada hacia un hombro, con la mejilla sobre la superficie tosca de la alfombra, y podía ver un amplio espacio de mosaico brillante y, al fondo, la parte inferior de los batientes de la puerta. Suspiré profundamente y cerré los ojos.
El primero en levantarse fue Mino. Yo permanecí todavía un buen rato como me había dejado, con un brazo sobre el rostro, boca arriba, con la falda levantada y las piernas abiertas. Me sentía dichosa y como anulada de mi felicidad y estaba segura de que podría permanecer mucho tiempo así, con la grata dureza del suelo bajo la espalda, con aquel olor de polvo y de pelusa en la nariz. Es posible que hasta me durmiera un instante con un sueño levísimo y arrebatado, y me pareció soñar que me hallaba de veras en un prado florido, tendida en la hierba; y que en vez de la mesa, sobre mi cabeza estaba el cielo lleno de sol.
Mino debió pensar que me encontraba mal, porque sentí que me sacudía levemente, diciéndome en voz baja:
—¿Qué te pasa? ¿Qué haces? Levántate… A duras penas retiré mi brazo, salí de bajo la mesa y me puse de pie. Estaba contenta y sonreía. Mino, apoyado en el aparador, doblado sobre sí mismo, jadeando todavía, me miraba en silencio, con expresión hostil y extraviada.
—No quiero volver a verte —dijo por fin.
Al mismo tiempo, su cuerpo inclinado tuvo un extraño estremecimiento involuntario, como un muñeco al que se le rompe un resorte.
—¿Por qué? —sonreí—. Nos queremos… Volveremos a vernos.
Acercándome a él le hice una caricia, pero apartó de mí su rostro blanco y trémulo y repitió:
—No quiero volver a verte.
Yo sabía que esta hostilidad se debía sobre todo a la amargura de haber cedido. No se resignaba a amarme sin un gran resentimiento y sin que le remordiera el hacerlo. Como quien se decide a hacer algo que no debe pensando que no debiera hacerlo. Pero estaba segura de que su mal humor no duraría mucho y que su deseo de tenerme, por combatido y odiado que fuera, sería en definitiva más fuerte que su extraña aspiración a la castidad. Así, pues, no hice caso de sus palabras y recordando la corbata que le había comprado, fui a una mesita sobre la que había dejado al entrar mi bolso y los guantes. Mientras caminaba, le dije:
—Vaya, no estés tan furioso. No volveré aquí, ¿te parece?
No contestó. Al mismo tiempo, la puerta se abrió de par en par y una vieja criada hizo entrar a dos hombres. El primero dijo con voz baja y gruesa:
—Hola, Giacomo.
Comprendí que debían de ser sus compañeros de política y los miré con curiosidad. El que había hablado era realmente un coloso: más alto que Mino, con hombros muy anchos y aspecto de púgil profesional. Era rubio, con el cabello rojizo, los ojos azules, la nariz aplastada y la boca roja e informe. Pero en su rostro había una expresión simpática y franca, mezcla de timidez y de simplicidad, que me gustó. Aunque era invierno, iba sin gabán, con un jersey blanco bajo la chaqueta; el jersey tenía un cuello alto y parecía confirmar todo su aspecto deportivo. Me llamaron la atención sus manos, rojas y de muñecas anchas, que salían de los puños doblados del jersey. Debía de ser muy joven, tal vez de la misma edad de Giacomo.
En cambio, el otro podía tener unos cuarenta años y, a diferencia del primero, que parecía un obrero o un campesino, tenía todo el aspecto y el modo de vestir de un burgués. Era pequeño, y junto a su compañero parecía incluso minúsculo. Era un hombrecillo vestido de negro, con un rostro devorado por unas gafas enormes con montura de tortuga. Entre las gafas aparecía una pequeña nariz remangada y debajo de ella se abría una boca grande, que parecía una hendidura abierta de una oreja a otra. Las mejillas enjutas, negras por la barba, y el cuello de la camisa deshilachado. Del vestido arrugado y sucio parecía salir a flote su pobre cuerpo, y todo en él producía la impresión de una negligencia agresiva, de complacida miseria.
A decir verdad, me maravilló el aspecto de los dos hombres porque Mino iba siempre vestido con cierta elegancia muy personal, algo negligente, y por muchos aspectos revelaba pertenecer a una clase distinta de la de los otros. De no haber visto cómo saludaban a Mino y cómo éste les devolvía el saludo, no hubiera imaginado que fueran amigos. Pero instintivamente sentí una inmediata simpatía por el grande y una profunda antipatía por el pequeño. El primero de ellos preguntó con una sonrisa embarazada.
—¿Hemos llegado demasiado pronto?
—No, no —dijo Mino estremeciéndose.
Seguía aturdido y parecía costarle mucho reaccionar.
—Sois puntuales.
—La puntualidad es la cortesía de los reyes —dijo el pequeño frotándose las manos.
Y de pronto, de una manera inesperada, como si aquella frase hubiera sido muy cómica, soltó una carcajada. Y después, con la misma rapidez desagradable, volvió a ponerse serio, tan serio, que casi dudé de que se hubiera reído.
—Adriana —dijo Mino haciendo un esfuerzo—, te presento a dos amigos… Tullio y Tommaso.
Noté que no decía los apellidos y pensé que los nombres serían falsos. Les tendí la mano sonriendo. El grande me dio un apretón tan fuerte que me dejó doloridos los dedos y en cambio el pequeño me la humedeció con el sudor de la suya, al tiempo que decía:
—Encantado —con un énfasis que me pareció burlón.
El grande murmuró:
—Mucho gusto.
Lo dijo con sencillez y creo que con simpatía y noté que su voz tenía una leve inflexión dialectal. Nos miramos un rato en silencio.
—Giacomo, si quieres —dijo el más corpulento— podemos irnos. Si tienes que hacer, volveremos mañana.
Vi cómo Mino se estremecía y lo miraba y comprendí que estaba a punto de decirle que se quedaran y decirme a mí que me fuera. Lo conocía bastante bien para saber que su conducta no podría ser otra. Recordé que me había entregado a él unos minutos antes: todavía tenía en el cuello la sensación de sus labios que me besaban y en la carne la de sus manos que me apretaban. No fue mi ánimo, siempre dispuesto a ceder y a resignarse, sino mi cuerpo quien se rebeló como ante un trato indigno de su don y de su belleza. Di un paso adelante y dije con violencia:
—Sí, es mejor que os vayáis y volváis mañana. Aún tengo que decir muchas cosas a Mino.
Mino objetó con aire de desagradable sorpresa:
—Pero tengo que hablar con ellos.
—Hablarás con ellos mañana.
—Bueno —repuso Tommaso bonachonamente—. Decidid, si queréis que nos quedemos, lo decís. Si es mejor que nos vayamos…
—No queremos otra cosa —acabó Tullio con su risa de siempre.
Mino vacilaba aún. De nuevo mi cuerpo, a pesar mío, experimentó un impulso agresivo:
—Mirad —dije alzando la voz—, Giacomo y yo hemos hecho el amor hace unos minutos, aquí en el suelo, sobre esta alfombra… ¿Qué haríais en su lugar? ¿Me echaríais de aquí?
Me pareció que Mino enrojecía. Desde luego, se mostró confuso y con cierto despecho volvió la espalda y se acercó a la ventana. Tommaso me miró a hurtadillas y después dijo sin sonreír:
—Entendido… Nos vamos… Entonces, Giacomo, hasta mañana a la misma hora.
En cambio, mis palabras parecían haber impresionado al pequeño Tullio. Me miró fijamente, con la boca abierta, abriendo mucho los ojos tras los gruesos cristales de sus gafas. Desde luego, nunca había oído a una mujer hablar de aquella manera, con tanta franqueza, y en aquel momento mil sucios pensamientos debían de enredarse en su mente. Pero el grande lo llamó desde la puerta:
—Tullio, vámonos.
Y él, sin apartar de mí los ojos asombrados y ansiosos retrocedió hasta la puerta y salió.
Esperé que hubieran salido y me acerqué a Mino, que se había quedado junto a la ventana, de espaldas a la habitación, y le pasé un brazo por el extremo de su cuello:
—Apuesto lo que quieras a que en este momento no puedes sufrirme.
Se volvió lentamente y me miró. Había ira en sus ojos, pero a la vista de mi rostro, que debía de tener un intenso gesto de dulzura, lleno de amor y, a su manera, inocente, su mirada se transformó y dijo con un tono discreto y casi triste:
—¿Estás satisfecha ahora? Ya tienes lo que deseabas.
—Sí, estoy contenta —dije, abrazándolo con fuerza.
Se dejó abrazar y preguntó:
—¿Qué es todo eso que tienes que decirme?
—Nada —contesté—. Quería estar contigo esta tarde.
—Pero dentro de poco cenaré —repuso—. Y ceno aquí, con la viuda Medolaghi.
—Pues bien, invítame a cenar.
Me miró y sonrió por mi atrevimiento, pero cohibido:
—Está bien —concedió paciente—. Voy a avisar… ¿Y cómo quieres que te presente?
—Como quieras… Una pariente.
—No, te presentaré como mi novia… ¿Quieres?
No me atreví a demostrarle cuánto me gustaba esta propuesta. Respondí, fingiendo indiferencia:
—Por mí, con tal de que estemos juntos…
—Aguarda, vuelvo en seguida.
Salió y yo me dirigí a un rincón de la sala. Me levanté el vestido y me arreglé la combinación, que con el ajetreo del amor y la repentina llegada de sus amigos había quedado en desorden. En un espejo sobre la pared de enfrente vi mi pierna larga y perfecta, enfundada en seda, y me hizo un curioso efecto entre todos aquellos muebles viejos y en medio de aquel ambiente cerrado y silencioso. Me acordé de cuando hacía el amor con Gino en la villa de su señora y del robo de la polvera y no pude por menos de comparar aquel momento ya lejano de mi vida con éste. Entonces había experimentado una sensación de vacío, de amargura y de deseo de vengarme, si no directamente de Gino, del mundo que por medio de Gino me había ofendido tan cruelmente.
Ahora, en cambio, me sentía contenta, libre y ligera. Una vez más comprendí que amaba verdaderamente a Mino y que no me importaba que él no me amase.
Me arreglé el vestido, fui ante el espejo y me compuse el cabello. A mis espaldas se abrió la puerta y entró Mino.
Esperé que se acercara para abrazarme por detrás mientras me miraba al espejo. Pero fue a sentarse al fondo del salón, en un canapé.
—Ya está —dijo encendiendo un cigarrillo—. Han puesto un cubierto más. Dentro de un momento iremos a la mesa.
Fui a sentarme a su lado, pasé un brazo bajo el suyo y me ceñí a él.
—Esos dos amigos tuyos —murmuré al azar— eran los de la política, ¿verdad?
—Sí.
—No deben de ser muy ricos.
—¿Por qué?
—Por lo menos, a juzgar por su modo de vestir…
—Tommaso es hijo de un granjero nuestro. El otro es maestro de escuela
—No me es simpático.
—¿Quién?
—El maestro… Es sucio y me ha mirado de un modo muy especial cuando he dicho que había hecho el amor contigo.
—Se ve que le has gustado.
Permanecimos en silencio un largo rato. Después, dije:
—Te avergüenzas de presentarme como novia tuya… Si quieres, me voy.
Sabía que éste era el único medio de arrancarle algún gesto afectuoso: haciéndole chantaje con la acusación de que se avergonzaba de mí. Y, en efecto, me pasó inmediatamente un brazo alrededor de la cintura y dijo:
—Te lo he propuesto yo mismo. ¿Por qué iba a avergonzarme de ti?
—No lo sé… Veo que estás de mal humor.
—No estoy de mal humor. Estoy aturdido —replicó en un tono casi científico—. Es porque hemos hecho el amor. Dame tiempo para rehacerme.
Noté que aún estaba muy pálido y que fumaba con disgusto.
Y dije:
—Tienes razón. Perdóname, pero eres siempre tan frío que me haces perder la cabeza… Si fueras diferente, no habría insistido tanto por quedarme.
Dejó el cigarrillo y dijo:
—No es verdad que sea frío.
—Sin embargo…
—Me gustas mucho —prosiguió mirándome con atención—. Y la prueba es que no he resistido como hubiera querido.
Esta frase me gustó y bajé los ojos, sin decir palabra. Giacomo siguió:
—Pero supongo que, en el fondo, tienes razón y que eso no puede llamarse amor.
Sentí una congoja y no pude por menos de murmurar:
—¿Y qué es para ti el amor?
—Si te hubiera amado —dijo— hace un momento no habría deseado echarte de aquí, y además no me hubiera disgustado al querer quedarte tú.
—¿Te has disgustado?
—Sí… y ahora hablaría contigo, estaría contento, ligero, suelto, de buen humor… Te haría caricias, cumplidos, te besaría, haría proyectos para el futuro… ¿No es todo esto el amor?
—Sí —contesté en voz baja—. Por lo menos, ésos son los efectos del amor.
Calló un rato y después dijo, sin ninguna complacencia, con seca humildad:
—Todo lo hago igual… sin amar ni sentir con el corazón las cosas, pero sabiendo con la cabeza cómo se hacen y, a veces, haciéndolas en frío, desde el exterior. Soy así y, por lo visto, no puedo cambiar.
Hice un gran esfuerzo sobre mí misma y respondí:
—Me gustas como eres… No te preocupes.
Y lo abracé con intenso afecto. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta y una criada vieja se asomó; dijo que la cena estaba dispuesta.
Salimos de la sala y por un largo pasillo fuimos al comedor. Recuerdo bien los detalles de aquella habitación y de las personas que había en ella porque en aquel momento mi sensibilidad era como una placa fotográfica. No me parecía tanto obrar como verme actuar con ojos muy abiertos y tristes. Tal vez sea éste el efecto en nosotros del sentimiento de rebelión que nos inspira una realidad que nos hace sufrir y que nos gustaría cambiar.
La viuda Medolaghi me pareció, no sé por qué, bastante parecida a los muebles de su salón, de ébano negro con blancas incrustaciones de nácar. Era una mujer madura, de una estatura imponente, un pecho voluminoso y unas caderas macizas. Vestida de seda negra, con la cara alargada y estropeada, de una palidez nacarada, enmarcada en unos cabellos negros que parecían teñidos y con unas grandes ojeras oscuras. Estaba de pie ante una sopera decorada con flores y servía la sopa con un gesto de desdén. La lámpara de contrapeso, dispuesta sobre la mesa, le iluminaba el pecho, semejante a un gran paquete negro y brillante, y dejaba en la sombra el rostro. En aquella sombra, los ojos daban la idea de uno de esos antifaces que se usan en carnaval.
La mesa era pequeña y tenía cuatro puestos, uno a cada lado. La hija de la señora ya estaba sentada en su sitio y no se levantó al vernos entrar.
—La señorita se sentará ahí —dijo la señora Medolaghi—. ¿Cómo se llama la señorita?
—Adriana.
—Vaya, como mi hija —dijo la señora distraídamente—. Ya tenemos dos Adrianas.
Hablaba con un tono sostenido, sin mirarnos, y era evidente que mi presencia no le gustaba. Como ya he dicho, yo casi no me pintaba ni me oxigenaba el cabello y, en resumen, no había ninguna señal que delatara mi oficio. Pero que era una muchacha del pueblo, simple y sin educación, se veía a la legua y no me preocupaba de ocultarlo. «Vaya gente que me traes a casa —debía de ser en aquel momento la idea fija de la señora Medolaghi—. Una plebeya».
Me senté y miré a la muchacha que se llamaba como yo. Era exactamente la mitad de mí, en cuanto a la cabeza, el pecho, las caderas y todo. Delgada, con poco cabello, un rostro ovalado y fijo, unos grandes ojos mortecinos y una expresión encogida. La miré y vi que, ante mis miradas, bajaba la cabeza. Creí que era tímida y dije para romper el hielo:
—¿Sabe que me parece curioso que otra persona pueda llamarse como yo y ser tan diferente?
Había hablado al azar para encauzar una conversación y la frase era tonta. Pero, con gran sorpresa por mi parte, no recibí ninguna respuesta. La muchacha me miró con los ojos bien abiertos, inclinó la cabeza sobre el plato y se puso a comer. Entonces, la verdad se abrió camino en mi mente. No es que fuera tímida: es que estaba aterrada. Y la causa de su terror era yo. Estaba asustada de mi belleza que estallaba en el aire apagado y polvoriento de su casa como una rosa en la tela de araña, de mi exuberancia, que no podía dejar de notarse incluso cuando estaba en silencio y quieta, pero sobre todo estaba aterrada de mi carácter de plebeya.
El rico no ama al pobre que por educación o por origen tiene el espíritu de un rico; queda aterrado por el verdadero pobre, como quien se siente predispuesto a una enfermedad se asusta de quien ya la padece. Las Medolaghi no eran ricas, desde luego, pues de lo contrario, no alquilarían habitaciones. Sintiéndose pobres y no queriendo admitirlo, les parecía un peligro y un insulto mi presencia de pobre sin máscara. Seguramente lo que pensó aquella joven cuando le dirigí la palabra fue algo así: «Ésta que habla conmigo quiere hacerse mi amiga y no conseguiré deshacerme de ella». Comprendí todas estas cosas en un instante y decidí no volver a decir palabra durante la cena.
Pero la madre, más desenvuelta y seguramente más curiosa, no quiso renunciar a la conversación:
—No sabía que usted tenía novia —dijo a Mino—. ¿Y desde cuándo?
Su tono era afectado; hablaba como desde detrás de su pecho, igual que tras una trinchera que le servía de defensa.
—Hace un mes —dijo Mino.
Era la verdad: sólo nos conocíamos desde hacía un mes.
—¿La señorita es romana?
—Naturalmente. Desde hace siete generaciones.
—¿Y cuándo se casan?
—Pronto… En cuanto esté libre la casa a la que vamos a ir a vivir.
—¡Ah! ¿Ya tienen casa?
—Sí, una villa pequeña con un jardín y una torrecilla realmente graciosa.
Y con su tono sardónico describió la pequeña villa que yo le había enseñado en la calle junto a nuestra casa. Haciendo un esfuerzo dije:
—Pues si esperamos esa casa, me temo que no nos casemos nunca.
—¡Tonterías! —dijo Mino con tono alegre.
Parecía haberse repuesto ya del todo y hasta su rostro tenía mejor color:
—Sabes muy bien que la tendremos libre el día señalado.
No me gustan las comedias y por eso no dije nada. La criada cambió los platos.
—Las villas, señor Diodati —dijo la viuda Medolaghi— tienen muy buenas cualidades, pero son incómodas y exigen mucha servidumbre.
—¿Por qué? —dijo Mino—. No lo necesitaremos… Adriana puede hacer de cocinera, de doncella, de ama de casa… ¿verdad, Adriana?
La señora Medolaghi me midió con la mirada y observó:
—Realmente, una señora tiene otras cosas que hacer y no estar pensando en la cocina, en barrer alcobas y hacer camas, pero si la señorita Adriana está acostumbrada, en este caso…
No terminó y volvió los ojos al plato que la criada estaba sirviéndome:
—No contábamos con usted y sólo hemos podido añadir unos huevos.
Yo estaba furiosa contra Mino y contra aquella mujer y no me faltaban ganas de contestar que a lo que yo estaba acostumbrada era a acostarme con hombres pero Mino, que con una alegría sin límites, se servía mucho vino y me lo servía también a mí, mientras los ojos de la señora Medolaghi seguían preocupados por la botella, prosiguió:
—Pero si Adriana no es una señora ni lo será nunca… Adriana siempre ha hecho las camas y ha barrido la casa… Adriana es una chica del pueblo.
La señora Medolaghi me contempló como si me mirara por primera vez. Después confirmó con una cortesía injuriosa:
—Eso es, como yo decía, si está acostumbrada…
La hija inclinó la cabeza sobre el plato.
—Sí, claro que está acostumbrada —continuó Mino— y, desde luego, no seré yo quien la haga cambiar de costumbres tan útiles… Adriana es hija de una camisera y ella también hace camisas, ¿verdad, Adriana?
Tendió un brazo sobre el mantel, me cogió la mano y me puso la palma visible:
—Es verdad que se pinta las uñas, pero sus manos son de obrera, grandes, fuertes, simples… como sus cabellos, ondulados, sí, pero en el fondo duros y rebeldes.
Dejó mi mano y me dio un tirón de pelo, fuerte, como si yo fuera un animal.
—En fin, Adriana es en todo y por todo una digna representante de nuestro buen pueblo, sano y vigoroso.
En su voz sonaba una especie de sarcástico desafío, pero nadie lo recogió. La hija miraba mi cuerpo como si fuera transparente y ella estuviera observando un objeto tras de mí. La madre ordenó a la sirvienta que cambiara los platos y después, volviéndose a Mino, dijo de una manera totalmente inesperada:
—¿Ha ido a ver la comedia que dijimos, señor Diodati?
Estuve a punto de echarme a reír ante aquel modo tan torpe de cambiar de tema. Pero Mino no se turbó y dijo:
—No me hable de esa comedia. Es una verdadera porquería.
—Nosotros iremos mañana… Dicen que los actores son magníficos.
Mino replicó que los actores no eran, al fin y al cabo, tan estupendos como decía la Prensa; la señora se asombró de que los periódicos mintieran; Mino replicó tranquilamente que los periódicos eran una pura mentira desde la primera a la última página, y desde aquel momento, la conversación se encauzó por otros derroteros. En cuanto uno de aquellos motivos convencionales se agotaba, la señora Medolaghi se metía en otro, con mal disimulada precipitación. Mino, que parecía divertido, seguía el juego y replicaba con prontitud. Hablaron de los actores, de la vida nocturna de Roma, de los cafés, de los cines, de los teatros, de los hoteles y de otras cosas por el estilo. Parecían dos jugadores de tenis devolviéndose siempre la pelota, atentísimos a que no se les escapara. Pero mientras Mino lo hacía por aquel habitual espíritu suyo de comedia, tan desarrollado en él, el motivo de la señora Medolaghi era miedo y repugnancia de mí y de todo cuanto a mí se refiriese.
Con aquella conversación formal y convencional, parecía que quisiera dar a entender: «Ésta es mi manera de decirle que es indecente casarse con una muchacha del pueblo y más indecente aún hacerla venir a casa de la viuda del funcionario del Estado Medolaghi». La hija no abría boca. Asustada, parecía desear de un modo bastante explícito que la cena acabara de una vez y yo me fuera de su casa lo antes posible.
Durante un rato, me divertí siguiendo las fintas de aquella conversación; después me cansé y dejé que la tristeza que me asediaba el corazón lo invadiera del todo. Me daba cuenta de que Mino no me amaba y el verlo tan claro me resultaba amargo. También había observado que Mino se servía de mis confidencias para poner en pie toda aquella comedia de nuestro noviazgo y no lograba comprender si había querido burlarse de mí o de sí mismo o de las dos mujeres de la casa. Quizá de todos, pero sobre todo de sí mismo. Como si también él hubiera acariciado en su corazón las mismas aspiraciones mías a una vida normal y decente y, por motivos diversos de los míos, no esperase conseguir satisfacer sus deseos.
Comprendí, por otra parte, que aquel elogio que me había dedicado como hija del pueblo no tenía nada de lisonjero ni para mí ni para el pueblo; sólo había sido un medio de hacerse desagradable a las dos mujeres, y esto era todo. Y a través de todas estas observaciones reconocía la verdad de cuanto me había dicho poco antes: que era incapaz de amar con el corazón. Nunca como en aquel momento había comprendido que todo era amor y que todo dependía del amor. Y este amor existía o no existía. Y si existía, se amaba no sólo al propio amante sino a todas las personas y todas las cosas, como me sucedía a mí, pero si no lo había, no se amaba nada ni a nadie como era su caso. Y la falta de amor engendraba incapacidad e impotencia.
La cena había concluido y sobre el mantel lleno de migas, a la redonda luz de la lámpara, había cuatro tacitas de café, un cenicero de loza en forma de tulipán, y una gran mano blanca con manchas oscuras y varios anillos de poco valor en los dedos, que apretaban un cigarrillo humeante: la mano de la señora Medolaghi. De pronto, no pude aguantar más y salté en pie:
—Mino, lo siento —dije acentuando adrede el tono dialectal de mi hablar romano—, pero tengo que hacer… Debo irme.
Mino aplastó su cigarro en el cenicero y se levantó también. Dije: «Buenas noches», en tono sonoro, de plebeya, hice una leve inclinación a la que la señora Medolaghi respondió con sosiego y su hija no respondió en absoluto, y salí. En el recibidor, dije a Mino:
—Temo que la señora Medolaghi te pida, después de lo ocurrido, que busques otra habitación.
Mino se encogió de hombros:
—No lo creo… Pago mucho y soy puntual cada mes a la hora de pagar.
—Me voy —dije—. Esta cena me ha puesto triste.
—¿Por qué?
—Porque me he convencido de que no eres capaz de amar.
Dije estas palabras sin mirarlo, con tristeza. Después levanté los ojos y me pareció que estaba mortificado. O quizá no era más que la sombra del recibidor en su pálido rostro. Sentí de pronto un gran remordimiento.
—¿Estás ofendido? —pregunté.
—No —contestó esforzándose—. Al fin y al cabo, es la verdad…
El alma se me llenó de afecto, lo abracé impetuosamente, diciendo:
—No es verdad… Lo he dicho por despecho y yo sigo queriéndote… Mira, te había traído esta corbata.
Abrí el bolso, saqué la corbata y se la di. Él la miró y preguntó:
—¿La has robado?
Era una broma y revelaba en él, como pensé más tarde, más afecto que cualquier palabra calurosa de agradecimiento. Pero me dolió. Los ojos se me llenaron de lágrimas y balbucí:
—No, la he comprado en una tienda aquí abajo.
Notó mi mortificación y me abrazó diciendo:
—Tonta, ha sido una broma… Además, me gustaría aunque fuera robada… y hasta me gustaría más.
—Espera, que te la pongo —dije un poco consolada.
Levantó la barbilla y yo le quité la corbata vieja, volví el cuello de la camisa y le puse la nueva.
—Me llevo esta vieja —dije—. No debes volver a ponértela.
En realidad, quería un recuerdo suyo, cualquier cosa que él hubiera llevado.
—Nos veremos pronto —dijo.
—¿Cuándo?
—Mañana, después de cenar.
—Está bien.
Le cogí la mano y fui a besársela. Él la bajó, pero no pudo impedir que mis labios la rozaran. Casi corriendo, sin volverme, me fui escaleras abajo.