Capítulo VIII

No sé por qué, recuerdo muy bien incluso el tiempo que hacía aquellos días. Había acabado febrero, frío y lluvioso, y con marzo empezaban las primeras jornadas más tibias. Una tupida red de tenues nubes blancas velaba todo el cielo y deslumbraba los ojos en cuanto se salía de la sombra de la casa a la calle. El aire era suave, pero todavía como dolorido por los rigores invernales. Yo caminaba con un placer asombrado en aquella luz mortificada, delgada y somnolienta, y a veces aminoraba el paso y cerraba los ojos, o me detenía, atónita, contemplando las cosas más insignificantes: un gato blanco y negro que se lamía las patas en el umbral de un portal; una rama colgante de oleandro aplastado por el viento, que tal vez hubiera florecido lo mismo; una mata de hierba verde que había crecido entre las hojas de la acera.

El musgo que las lluvias de los últimos meses había dejado a los pies de los zócalos de las casas me infundían un gran sentimiento de tranquilidad y de confianza. Pensaba que si aquel terciopelo esmeralda podía arraigar en un borde de tierra, también mi vida, que no tenía raíces más profundas que el césped y se conformaba igualmente para vegetar con escaso alimento y no era en realidad más que una especie de moho a los pies de una casa, tenía quizá alguna probabilidad de seguir adelante y florecer.

Estaba convencida de que todos los desagradables asuntos de los últimos tiempos estaban definitivamente resueltos, que no volvería a ver jamás a Sonzogno ni oiría hablar de él y de sus delitos y que en lo sucesivo podría gozar en paz mis relaciones con Mino. Con estas ideas me pareció que por primera vez gustaba el verdadero sabor de la vida hecho de mórbido aburrimiento, de disponibilidad y de esperanza.

Incluso empecé a plantearme la posibilidad de cambiar de vida. En el fondo, mi amor a Mino me apartaba de la afición a los demás hombres, y así, en mis encuentros casuales, ni siquiera tenía ya el incentivo de la curiosidad y de la sensualidad. Pero también pensaba que una vida vale otra, que no vale la pena malgastar muchos esfuerzos por cambiar y que no cambiaría de vida hasta que, sin sacudidas ni interrupciones, por fuerza de las cosas y no por voluntad mía, me encontrara otra vez con hábitos, afectos e intereses nuevos, completamente distinta de la que había sido hasta entonces. No veía otro modo de cambiar de vida, porque por el momento no tenía ambición alguna de aumentar o mejorar materialmente ni me parecía que cambiando de vida hubiera mejorado yo misma.

Un día comuniqué a Mino estas reflexiones. Me escuchó atentamente y después dijo:

—Creo que te contradices… ¿No dices siempre que querrías ser rica, tener una bonita casa, un marido y unos hijos? Estas cosas son justas y aún es posible que las obtengas, pero no las obtendrás razonando de este modo.

Yo contesté:

—No he dicho que querría, sino que hubiera querido… O sea que, si antes de nacer, hubiese podido elegir, desde luego no hubiera escogido ser lo que soy, pero he nacido en esta casa, de esta madre, en estas condiciones y en fin de cuentas soy la que soy.

—¿Y qué?

—Pues que me parece absurdo desear ser otra… Lo desearía únicamente si, convirtiéndome en otra, pudiera seguir siendo yo misma, es decir, si realmente pudiera gozar el cambio… Pero ser otra por el mero hecho de serlo, no vale la pena.

—Siempre vale la pena —observó él en un susurro—. Si no por ti, por los otros.

—Además —proseguí sin reparar en la interrupción—, lo que importa son los hechos… ¿O es que crees que no hubiera podido encontrar, como Gisella, un amante rico…? ¿O incluso casarme…? Si no me he casado es señal de que, en el fondo, a pesar de toda mi palabrería, no lo deseaba verdaderamente.

—Yo me casaré contigo —dijo burlonamente abrazándome—. Soy rico… A la muerte de mi abuela, que no puede tardar mucho, heredaré muchas tierras y una villa en el campo y un piso en la ciudad… Pondremos una casa como es debido, invitarás en días fijos a las señoras de la vecindad, tendremos cocinera, doncella, una calesa o un automóvil… Y es posible que, con un poco de buena voluntad, hasta descubramos un día que somos nobles y nos hagamos llamar condes o marqueses…

—Contigo no se puede hablar nunca en serio —dije rechazándolo—. Siempre estás bromeando.

Una de aquellas tardes fui al cine con Mino. Al regreso, subimos a un tranvía bastante lleno. Mino tenía que venir a casa conmigo y debíamos cenar juntos en el restaurante junto a las murallas. Tomó los billetes y empezó a avanzar entre la gente que ocupaba el pasillo del tranvía. Yo quería seguirle de cerca, pero un remolino de gente me hizo perderlo de vista. Mientras lo buscaba con la mirada, apretada contra un asiento, alguien me tocó la mano. Bajé los ojos y entonces, sentado junto a mí, vi a Sonzogno.

Se me cortó la respiración, sentí que se me iba el color y cambiaba de expresión. Él me miraba con su habitual e insoportable fijeza. Entonces dijo, como entre dientes y levantándose a medias:

—¿Quieres sentarte?

—Gracias —farfullé—. Bajo dentro de poco.

—Pero, siéntate.

—Gracias —repetí sentándome.

Si no me hubiera sentado, tal vez me habría desvanecido.

Sonzogno se quedó de pie a mi lado, como vigilándome, sosteniéndose con una mano en mi respaldo y otra en el asiento de delante. No había cambiado en absoluto: llevaba el mismo impermeable ceñido a la cintura y seguía con su «tic» mecánico en la mandíbula. Cerré los ojos y por un instante procuré ordenar un poco mis pensamientos. Era verdad que él miraba siempre de aquella manera, pero esta vez creí haber observado en sus ojos una dureza mayor. Recordé mi confesión y pensé que si, como temía, el cura había hablado y Sonzogno había llegado a saberlo mi vida valía ya bien poco.

Esta idea no me atemorizó. Pero él, erguido ante mí, me daba miedo o, mejor dicho, me fascinaba y subyugaba. Me daba cuenta de que no podía negarle nada y de que, entre él y yo, había una ligazón, no de amor desde luego, pero quizá más fuerte que el lazo que me unía a Mino. También él debía de saberlo instintivamente, y en efecto, actuaba como dueño y señor. Al cabo de un rato, dijo:

—Vamos juntos a tu casa.

Y yo sin vacilar contesté dócilmente:

—Como quieras.

Mino se acercó, liberándose a duras penas de la gente que lo rodeaba y, sin decir palabra, vino a ponerse precisamente al lado de Sonzogno, cogiéndose al mismo respaldo en el que el otro apoyaba su mano y hasta rozando con sus dedos delgados y largos los toscos y cortos de Sonzogno. Una sacudida del tranvía los echó al uno contra el otro y Mino se excusó educadamente con Sonzogno por haberlo empujado. Yo empecé a sufrir al verlos uno al lado del otro, tan cercanos y tan ignorantes el uno del otro, y de pronto dije a Mino, dirigiéndome ostentosamente a él de manera que Sonzogno no creyera que le hablaba a él:

—Mira, acabo de acordarme que tenía una cita esta noche con una persona… Será mejor que nos separemos.

—Si quieres, te acompaño a casa.

—No… Esa persona me espera en la parada del tranvía.

No era una novedad. Como he dicho, seguía llevando hombres a mi casa y Mino lo sabía. Dijo tranquilamente:

—Como quieras. Entonces, nos veremos mañana.

Hice un gesto de asentimiento y él se alejó abriéndose paso entre la gente. Por un momento, mirándolo mientras se alejaba, me sentí presa de una desesperación vehemente. Pensé que era la última vez que lo veía sin saber siquiera por qué.

—Adiós —murmuré, siguiéndolo con la mirada—. Adiós, amor.

Hubiera querido gritarle que se detuviera, que volviera atrás, pero ni una sílaba salió de mis labios. El tranvía se detuvo y creí verlo apearse. El tranvía arrancó de nuevo.

Durante todo el trayecto no abrimos boca ni Sonzogno ni yo. Procuraba tranquilizarme a mí misma y me decía que era imposible que el cura hubiese hablado. Por otra parte, después de haber pensado en ello, no me disgustaba demasiado haber encontrado a Sonzogno. Así me libraría para siempre de las últimas dudas sobre los efectos de mi confesión.

Al llegar a la parada, me levanté, bajé del tranvía y caminé un rato sin volverme. Sonzogno iba a mi lado y cada vez que movía la cabeza podía verlo. Por fin, le dije:

—¿Qué pretendes de mí? ¿Por qué has vuelto?

Con un débil matiz de sorpresa replicó:

—Tú misma me dijiste que volviera.

Era verdad, pero con el miedo lo había olvidado. Se me acercó y me cogió del brazo apretándome con fuerza y casi sosteniéndome. Muy a pesar mío, empecé a temblar.

—¿Quién era aquél? —preguntó.

—Un amigo mío.

—Y a Gino, ¿has vuelto a verlo?

—No. Nunca más.

Miró a su alrededor, como a hurtadillas:

—No sé por qué, hace algún tiempo que me parece que me sigue alguien. Sólo dos personas han podido denunciarme… Tú y Gino.

—¿Gino? ¿Y por qué? —pregunté con un susurro.

Pero el corazón me latía con fuerza.

—Sabía que iba a llevar el objeto a aquel platero… Hasta le dije el nombre… No sabe en concreto que lo maté, pero muy bien puede adivinarlo.

—Gino no tiene interés en denunciarte… Se denunciaría a sí mismo.

—Esto pienso yo —dijo entre dientes.

—En cuanto a mí —proseguí con mi voz más tranquila—, puedes estar seguro de que no he dicho nada. No soy tan tonta… Acabaría también en la cárcel.

—Así lo espero, por tu bien —contestó con un tono amenazador. Y añadió:

—A Gino volví a verlo un momento, y así bromeando, me dijo que sabía muchas cosas… No me siento tranquilo porque es un desgraciado.

—Aquella noche lo trataste realmente mal y ahora te odia.

Mientras hablaba me sorprendió el deseo de que Gino lo hubiera denunciado de veras.

—Fue un buen golpe —dijo con sombría vanidad—. Después me dolió la mano dos días.

—Gino no te denunciará —concluí—. No le conviene y además te tiene demasiado miedo.

Hablábamos mientras íbamos uno junto al otro, sin mirarnos, con voces apagadas. Caía el crepúsculo, una niebla azulada envolvía las oscuras murallas, las ramas blanquecinas de los plátanos, las casas amarillentas, la lejana perspectiva de la calle. Cuando llegamos al portal tuve por primera vez la sensación concreta de estar traicionando a Mino. Hubiera querido convencerme de que Sonzogno era uno de tantos, pero sabía que no era así. Entré en el portal, entrecerrando otra vez la puerta y allí, en la oscuridad, me volví hacia Sonzogno.

—Mira —le dije—, será mejor que te vayas.

—¿Por qué?

Quise decirle toda la verdad, a pesar del miedo que tenía:

—Porque amo a otro hombre y no quiero traicionarlo.

—¿Quién? ¿El que estaba contigo en el tranvía?

Temí por Mino y contesté apresuradamente:

—No, es otro… No lo conoces… Y ahora, haz el favor de dejarme y vete.

—¿Y si no quisiera irme?

—¿No comprendes que ciertas cosas no pueden obtenerse por la fuerza? Yo…

No pude acabar. No sé cómo, sin que en la oscuridad pudiera verlo, recibí una terrible manotada en plena cara. Después dijo:

—Anda.

Apresuradamente y con la cabeza baja fui hacia la escalera. Él me había cogido otra vez por el brazo y me sostenía en cada peldaño y casi me parecía que me levantaba del suelo y me hacía volar. La mejilla me ardía, pero, sobre todo, estaba abrumada por un sentimiento de funesto presagio. Me daba cuenta de que con aquella bofetada se interrumpía el ritmo feliz de los últimos tiempos y volvían a empezar para mí las dificultades y los temores. Se adueñó de mí una intensa desesperación y allí mismo decidí escapar de la suerte que adivinaba para el futuro. Aquel mismo día me iría de casa, me refugiaría en otro sitio, en casa de Gisella o en una habitación amueblada que pudiera alquilar.

Pensaba con tanta intensidad estas cosas que casi no me daba cuenta de que estaba entrando en casa ni de que pasaba por la antesala y entraba en mi habitación. Me encontré, casi diría que me desperté, sentada al borde de la cama, mientras Sonzogno, con aquellos gestos suyos precisos y complacidos de hombre ordenado, iba quitándose la ropa y colocaba cada cosa metódicamente sobre una silla. Se le había pasado la furia y me dijo tranquilamente:

—Hubiera querido venir antes, pero no me fue posible… Sin embargo, he pensado en ti siempre.

—¿Qué has pensado? —pregunté maquinalmente.

—Que hemos sido hechos el uno para el otro.

Se detuvo, con el chaleco en la mano y añadió en tono singular:

—Es más, había venido a proponerte algo.

—¿Qué?

—Tengo dinero… Vámonos juntos a Milán, donde cuento con bastantes amigos… Quiero montar un garaje y en Milán podremos casarnos.

Sentí como si me deshiciera y me invadió un abandono tal que cerré los ojos. Era la primera vez, desde lo de Gino, que se me hacía la propuesta de casarme, y era Sonzogno quien me la hacía. Había deseado tanto una vida normal, con un marido y unos hijos, y he aquí que ahora me la ofrecían. Pero con la normalidad reducida a una especie de envoltorio dentro del cual todo era anormal y espantoso. Dije, sin fuerza:

—¿Por qué? Apenas nos conocemos… Sólo me has visto una vez…

Él, sentándose junto a mí y cogiéndome por la cintura, contestó:

—Nadie me conoce mejor que tú… Tú lo sabes todo acerca de mí, todo.

Pensé que debía estar conmovido y que quería mostrarme que me amaba y que yo debía amarlo. Pero era simple imaginación porque nada en su actitud revelaba tal sentimiento.

—No sé nada de ti —dije en voz baja—. Sólo sé que mataste a aquel hombre.

—Además —siguió hablando consigo mismo—, estoy harto de vivir solo… Cuando uno está solo, acaba haciendo alguna tontería.

Al cabo de un rato de silencio dije:

—Así, de pronto, no puedo contestarte ni sí ni no… Dame tiempo para pensarlo.

Con gran asombro por mi parte, contestó entre dientes:

—Piénsalo, piénsalo… Después de todo, no hay prisa.

Dicho esto, se apartó de mí y siguió desnudándose.

Me había sorprendido sobre todo la frase: «Hemos sido hechos el uno para el otro», y me preguntaba por qué no iba a tener razón, al fin y al cabo. ¿A qué podía aspirar yo sino a un hombre como él? Por otra parte, ¿no era verdad que me unía a él un lazo oscuro, que yo conocía y temía? Me sorprendí repitiendo en voz baja: «¡Huir, huir!» y moviendo desoladamente la cabeza, y dije con una voz clara que me llenó la boca de saliva:

—En Milán… ¿Pero no tienes miedo de que te busquen?

—Lo he dicho por decir algo… En realidad no saben ni siquiera que existo.

De pronto, la blandura que aflojaba mis miembros desapareció y creí sentirme mucho más fuerte y decidida. Me levanté, me quité el abrigo y lo puse en el colgador. Como de costumbre, di la vuelta a la llave en la cerradura y, con pasos lentos, fui a la ventana a cerrar los postigos. Después, erguida ante el espejo, empecé a desabrocharme el vestido de abajo arriba. Pero inmediatamente me interrumpí y me volví a Sonzogno. Estaba sentado en el borde de la cama y se inclinaba para quitarse los zapatos. Fingiendo un tono casual, le dije:

—Espera un momento… Tenía que venir alguien y es mejor que vaya a advertir a mi madre para que le diga que no estoy.

No contestó nada ni tuvo tiempo. Salí del cuarto, cerré la puerta tras de mí y pasé a la sala.

Mi madre cosía a máquina junto a la ventana. Desde hacía algún tiempo, para no aburrirse, había vuelto a hacer algún trabajo. Le dije apresuradamente y en voz baja:

—Telefonea a Gisella o a Zelinda… mañana por la mañana.

Zelinda alquilaba habitaciones y a veces yo iba a su casa con mis amantes. Mi madre la conocía.

—Pero ¿por qué?

—Me voy —dije—. Cuando ese que está ahí dentro pregunte por mí, dile que no sabes nada.

Mi madre se quedó con la boca abierta, mirándome mientras yo descolgaba del perchero un chaquetón suyo de piel, todo despellejado, que años antes había sido mío.

—Y de ninguna manera le digas a dónde he ido —añadí—. Sería capaz de matarme.

—Pero…

—El dinero está donde siempre… Por favor, no digas nada y telefonea mañana por la mañana.

Salí deprisa, anduve de puntillas por el recibidor y empecé a bajar la escalera.

Cuando me encontré en la calle, eché a correr. Sabía que a aquella hora Mino estaba en casa y quería llegar antes de que saliera, después de cenar, con los amigos. Corrí hasta la plazoleta, subí a un taxi y di la dirección de Mino. Mientras el taxi corría, comprendí de pronto que no huía de aquel modo de Sonzogno, sitio de mí misma, pues me sentía oscuramente atraída por su violencia y su furor. Recordé el grito desgarrador, entre el horror y el placer, que había lanzado la primera y única vez que Sonzogno me había poseído y me dije que aquel día me había dominado de una vez por todas, como ningún hombre, ni siquiera Mino, había sabido hacerlo hasta entonces. No pude por menos de convenir que era verdad que habíamos sido hechos el uno para el otro, pero como el cuerpo está hecho para el precipicio que le produce vértigo, le oscurece la vista y, por último, lo atrae hacia un abismo terrible.

Subí la escalera corriendo, llegué arriba jadeando, y a la vieja sirvienta que acudió a abrirme le pregunté inmediatamente por Mino.

Ella me miró, asustada. Después, sin decir nada, se adentró en el piso dejándome en la puerta.

Creí que había ido a avisar a Mino. Entré en el recibidor y cerré la puerta.

Entonces oí una especie de susurro detrás de la cortina que separaba el recibidor del pasillo. Después se levantó la cortina y apareció la viuda Medolaghi. Desde la primera y única vez que la había visto, me había olvidado de ella. Su maciza figura negra, su cara blanca, de muerta, cruzada por el negro antifaz de los ojos, al aparecer repentinamente ante mí, me inspiraron en aquel momento, no sé por qué, una sensación de miedo, como si me encontrara en presencia de una aparición terrorífica. Dijo en seguida, deteniéndose y hablándome desde lejos.

—¿Busca al señor Diodati?

—Sí.

—Lo han arrestado.

No comprendí bien. No sé por qué se me ocurrió que aquel arresto debía estar relacionado con el delito de Sonzogno y balbucí:

—Arrestado… Pero si él no tiene nada que ver.

—No sé nada —dijo—. Sólo sé que han venido, han hecho un registro y lo han arrestado.

Por su expresión de disgusto comprendí que no me diría más, pero no pude por menos de preguntarle:

—Pero ¿por qué?

—Señorita, ya le he dicho que no sé nada.

—¿Pero dónde se lo han llevado?

—No sé nada.

—Pero dígame al menos si ha dejado dicho algo.

Esta vez ni siquiera me contestó, sino que, volviéndose con una majestad ofendida e inflexible, llamó:

—Diomira.

Reapareció la sirvienta anciana de cara asustada. La dueña le indicó la puerta y dijo levantando el cortinaje y haciendo un gesto de despedida:

—Acompaña a la señorita.

Y el cortinaje volvió a caer.

Hasta que hube bajado la escalera y me encontré de nuevo en la calle no comprendí que la detención de Mino y el delito de Sonzogno eran dos hechos distintos, independientes el uno del otro. En realidad, lo único que los unía era mi pánico. En aquel montón de desventuras reconocía la abundancia de un destino que me abrumaba con todos sus dones funestos de una sola vez, como el estío hace madurar juntos los frutos más diversos. Y es la pura verdad que, como dice el proverbio, las desgracias no vienen nunca solas. Más que pensarlo, lo sentía mientras caminaba por las calles inclinando la cabeza y los hombros bajo una especie de imaginaria granizada.

Naturalmente, la primera persona a la que pensé recurrir fue Astarita. Sabía de memoria el número de teléfono de su despacho y entré en el primer café que vi y marqué el número. El teléfono dio la señal, pero nadie acudió al aparato. Volví a marcar el número varias veces y por fin tuve que convencerme de que Astarita no estaba. Habría ido a cenar y volvería más tarde. Todo esto lo sabía bien, pero, como suele ocurrir, tenía la esperanza de que precisamente aquella vez, por excepción, lo encontraría en su despacho.

Miré el reloj. Eran las ocho de la tarde y antes de las diez Astarita no volvería a su despacho. Estaba en una esquina, erguida, y delante de mí se extendía la superficie convexa de un puente con los viandantes que aparecían ininterrumpidamente, solos o en grupos, y parecían volar a mi encuentro, negros y apresurados, como hojas impelidas por un incesante vendaval. Pero más allá del puente, las casas alineadas sugerían una sensación de tranquilidad, con todas sus ventanas iluminadas y la gente que se movía entre las mesas y los otros muebles. Recordé que no estaba lejos de la Jefatura Central de Policía, a donde suponía que habrían conducido a Mino, y aunque comprendí que era una empresa desesperada, decidí ir allí directamente para informarme. Sabía por adelantado que no me dirían nada, pero no me importaba. Sobre todo quería hacer algo por él.

Seguí por unas calles transversales, caminando con rapidez rozando las paredes y llegué a la Jefatura. Subí unos escalones y entré. Desde la garita de entrada, un guardia que leía el periódico, tumbado sobre una silla, con los pies en otra y la gorra encima de una mesa, me preguntó adónde iba.

—Comisariado para extranjeros —contesté. Era uno de tantos despachos de la Jefatura y una vez había oído a Astarita aludir a él, ya no recuerdo a propósito de qué.

No sabía por dónde iba y empecé a subir al azar por la escalera sucia y mal iluminada. Tropezaba continuamente con empleados o guardias de uniforme que subían o bajaban con las manos llenas de papeles, y me arrimaba a la pared, hacia la parte más sombría, bajando la cabeza. En cada rellano veía corredores bajos de techo, sucios y oscuros, gente que iba de un lado para otro, poca luz, puertas abiertas, habitaciones y más habitaciones.

La Jefatura era realmente como una colmena ocupadísima, pero las abejas que la habitaban no se posaban sobre flores, y su miel, que por primera vez yo saboreaba, tenía un olor fétido, acre y muy amargo. En el tercer piso, ya desesperada, avancé al azar por uno de los pasillos. Nadie me miraba ni se ocupaba de mí. A ambos lados del corredor se alineaban muchas puertas, casi todas abiertas, en cuyos umbrales guardias de uniforme estaban sentados en sillas de paja, fumando y conversando. Dentro de las habitaciones, siempre el mismo espectáculo: estanterías llenas de carpetas, una mesa y un guardia sentado tras ella, pluma en mano.

El pasillo no era recto, sino que seguía una línea oblicua, de manera que al cabo de poco tiempo ya no supe dónde me encontraba. De vez en cuando, el pasillo se engolfaba en un pasadizo más bajo y entonces había que subir o bajar tres o cuatro peldaños, o también se cruzaba con otros pasillos, parecidos en todo, con puertas abiertas, guardias sentados a las puertas, bombillas iguales. Me sentía perdida. Tuve la sensación de que volvía sobre mis propios pasos y atravesaba lugares por los que ya había pasado. Pasó un ujier y le pregunté al azar por el subcomisario y él me señaló, sin decir palabra, un pasillo oscuro que comenzaba allí cerca, entre dos puertas.

Fui hasta allí, bajé cuatro peldaños y me metí por un pasillo estrechísimo y bajo de techo. Al mismo tiempo, al fondo, donde aquella especie de callejón se doblaba en ángulo recto, se abrió una puerta y dos hombres aparecieron, de espaldas a mí y caminando hacia el ángulo. Uno de ellos llevaba a otro cogido por la muñeca y por un instante me pareció que el segundo era Mino.

—¡Mino! —grité apretando el paso.

Pero no pude alcanzarlos porque alguien me cogió por el brazo. Era un guardia muy joven, de rostro moreno y afilado, con la gorra de través sobre una masa de cabello negro y rizoso.

—¿Qué quiere usted? ¿A quién busca? —me preguntó.

Al oír mi grito, los otros dos se habían vuelto y pude comprobar mi error. Dije, jadeando:

—Han detenido a un amigo mío y querría saber si lo han traído aquí.

—¿Cómo se llama? —preguntó el guardia, sin soltarme, con aire de autoridad exigente.

—Giacomo Diodati.

—¿Y qué es?

—Estudiante.

—¿Y cuándo lo han arrestado?

Comprendí en seguida que me hacía todas estas preguntas para darse importancia y que no sabía nada. Irritada, dije:

—En vez de preguntarme tantas cosas, dígame dónde está. Nos hallábamos solos en el pasillo. Él miró a una parte y a otra, y después, ciñéndome contra su cuerpo, susurró con aire fatuo de confianza:

—Ya pensaremos después en el estudiante… pero ahora dame un beso.

—Déjeme en paz… No me haga perder tiempo —dije con rabia.

Le di un empellón, me alejé corriendo, entré por otro pasillo, vi una puerta abierta y, detrás, una pieza más amplia que las otras, con un escritorio al fondo, al que estaba sentado un hombre de mediana edad. Entré y pregunté sin respirar:

—Querría saber dónde han llevado el estudiante Diodati… Lo han detenido esta tarde.

El hombre levantó la cabeza apartándola del escritorio en el que tenía un periódico abierto, y me miró asombrado:

—Quiere saber…

—Sí, dónde se han llevado al estudiante Diodati, detenido esta tarde.

—¿Y usted quién es? ¿Cómo se permite entrar aquí?

—Eso no importa… Dígame sólo dónde está.

—¿Quién es usted? —insistió chillando y dando un puñetazo en la mesa—. ¿Cómo se permite…? ¿Sabe usted dónde ha entrado?

De pronto comprendí que no me informaría de nada y que, en cambio, yo corría el peligro de ser detenida. En este caso, no podría hablar con Astarita y Mino quedaría dentro.

—No importa —repuse retirándome—. Ha sido un error… Perdone.

Estas palabras de excusa lo enfurecieron más que las preguntas anteriores. Pero yo ya estaba en la puerta.

—Se entra y se sale haciendo el saludo fascista —chilló indicando un cartel colgado sobre su cabeza.

Hice un gesto como queriendo decir que tenía razón, que era verdad, que se debía entrar y salir haciendo el saludo fascista, y, andando de espaldas, salí de aquel despacho. Recorrí de nuevo todo el pasillo, di vueltas durante un buen rato y por fin encontré la escalera y bajé apresuradamente. Pasé otra vez ante la portería y me vi en la calle.

El único resultado de mi incursión por el edificio de la Policía había sido perder un poco de tiempo. Calculé que, si iba muy despacio hacia el despacho de Astarita, emplearía tres cuartos de hora o una hora. Después me sentaría en un café cerca del Ministerio y al cabo de unos veinte minutos llamaría por teléfono a Astarita con alguna probabilidad de encontrarlo.

Mientras caminaba se me ocurrió la idea de que la detención de Mino bien podría ser una venganza de Astarita. Éste tenía un cargo importante precisamente en aquella Policía política que había arrestado a Mino. Desde luego, vigilaban a Mino desde hacía tiempo y conocían mis relaciones con él; no era improbable que el asunto pasara por las manos de Astarita y que él, herido por los celos, hubiese ordenado la detención de Mino. Ante esta idea sentí una especie de furia contra Astarita. Sabía que seguía estando enamorado de mí y me sentí capaz de hacerle pagar caro y a un precio amargo su mala acción si llegaba a descubrir que mis sospechas eran fundadas. Pero al mismo tiempo entendía, con una sensación de desánimo, que las cosas tal vez no eran así y que con mis débiles armas me disponía a luchar contra un adversario oscuro que poseía la cualidad de una máquina bien dispuesta más que la de un hombre sensible y abierto a las pasiones.

Cuando llegué ante el Ministerio, renuncié a la idea de sentarme en un café y fui directamente al teléfono. Esta vez, a la primera señal, alguien cogió el aparato y la voz de Astarita me contestó.

—Soy Adriana —dije impetuosamente—. Quiero verte.

—¿Inmediatamente?

—Inmediatamente… Es una cosa urgente… Estoy aquí, delante del Ministerio.

Pareció reflexionar un instante y después me dijo que subiera. Era la segunda vez que subía la escalera del despacho de Astarita, pero con un ánimo bien diferente de la anterior. La primera vez temía el chantaje de Astarita, temía que echara por tierra mi matrimonio con Gino, temía la vaga amenaza que todos los pobres sienten suspendida sobre ellos en los ambientes policiales. Había ido con el corazón deshecho, con el ánimo turbado. Ahora, en cambio, iba con espíritu agresivo, con el propósito de hacer, a mi vez, el chantaje a Astarita, decidida a lo que fuera con tal de tener otra vez a Mino conmigo.

Pero mi agresividad no podía explicarse sólo por mi amor a Mino. En ella intervenía también mi odio a Astarita, a su Ministerio, a los asuntos políticos y, en la medida en que Mino se interesaba por la política, al mismo Mino. No entendía nada de política, pero, quizás a causa de mi misma ignorancia, la política me parecía, en comparación con el amor de Mino, una cosa ridícula y sin importancia. Recordé el tartamudeo que dificultaba la palabra de Astarita cada vez que me veía o que me oía y pensé complacida que el tartamudeo no le atacaba cuando estaba ante alguno de sus jefes, aunque fuera el mismo Mussolini.

Con estos pensamientos caminaba apresuradamente por los amplios pasillos del edificio y me daba cuenta de que miraba con desprecio a los empleados con los que me encontraba. Sentía unas enormes ganas de arrancarles las carpetas rojas y verdes que apretaban bajo el brazo y arrojarlas al aire desparramando por todas partes aquellos papelorios repletos de prohibiciones y de iniquidades. Al ujier que en la antesala salió a mi encuentro, le dije con prisa y autoritariamente:

—He de hablar con el doctor Astarita, y pronto. Estoy citada y no puedo esperar.

Me miró con estupor, pero no se atrevió a protestar y fue a anunciarme.

Cuando me vio, Astarita salió a mi encuentro, me besó la mano y me condujo hacia un diván al fondo de la habitación. También me había acogido así la primera vez y pienso que lo mismo hacía con todas las mujeres que aparecían por su despacho. Contuve como pude el impulso de ira que me henchía el pecho y dije:

—Mira, si has hecho arrestar a Mino, haz que lo pongan inmediatamente en libertad… De lo contrario, hazte a la idea de que no volverás a verme.

Vi como en su semblante se pintaba una expresión de profundo asombro mezclado con una desagradable reflexión y comprendí que no sabía nada.

—Pero, qué diablos… Espera un momento… ¿De qué Mino me estás hablando? —preguntó tartamudeando.

—Creía que lo sabrías —dije.

Y con la mayor brevedad que me fue posible le conté la historia de mi amor por Mino y cómo había sido detenido en su casa aquella misma tarde. Lo vi cambiar de color cuando dije que amaba a Mino, pero preferí decir la verdad porque temía perjudicar a Mino con una mentira y porque sentía un violento deseo de gritar a todos mi amor. Ahora, después de haber descubierto que Astarita nada tenía que ver con la detención de Mino, la ira que hasta aquel momento me había sostenido decayó y me sentí de nuevo desarmada y débil. Por esto comencé mi relato con voz firme y excitada y acabé en tono casi quejumbroso. Y hasta los ojos se me llenaron de lágrimas cuando dije angustiada:

—Además no sé qué le hacen… Dicen que les pegan.

Astarita me interrumpió inmediatamente:

—Puedes estar tranquila… Si fuera un obrero, pero un estudiante…

—Pero no quiero… no quiero que esté preso —grité con voz de llanto.

Nos callamos los dos. Yo intentaba dominar mi conmoción y Astarita me miraba. Por primera vez no parecía dispuesto a hacerme el favor que le pedía. Pero ahora debía intervenir en su repugnancia a complacerme el saber que yo estaba ya enamorada de otro hombre. Añadí, poniendo una mano sobre la suya:

—Si haces que sea puesto en libertad, te prometo que haré todo lo que quieras.

Me miraba sin llegar a decidirse, y yo, aun sin tener el ánimo dispuesto para ello, me incliné y le ofrecí los labios, diciéndole:

—Entonces, ¿qué? ¿Me haces este favor?

Me miró, dudando entre la tentación de besarme y la conciencia de aquel beso humillante ofrecido por pura lisonja, con el rostro bañado en lágrimas. Después me rechazó, se puso en pie, me dijo que esperara y salió.

Ahora estaba segura de que Astarita haría poner en libertad a Mino. Y en mi inexperiencia de esas cosas, me lo imaginaba llamando por teléfono con tono irritado a un servil comisario y le ordenaba dejar en libertad inmediatamente al estudiante Giacomo Diodati. Conté los minutos impaciente, y cuando Astarita reapareció me puse de pie dispuesta a darle las gracias y marcharme inmediatamente en busca de Mino.

Pero Astarita tenía en el rostro una expresión singular, bastante desagradable, mezcla de decepción y de rabia maliciosa:

—¿Qué es eso de que lo han arrestado? —dijo secamente—. Disparó sobre los agentes y huyó… Uno de los policías está moribundo en el hospital… Ahora, si lo cogen, y puedes dar por cierto que lo cogerán, no puedo hacer nada por él.

Me quedé sin aliento. Recordaba haber quitado las balas del revólver de Mino, pero era verdad que podía haberlo cargado de nuevo sin que yo lo supiera. Después sentí una gran alegría, que nacía de sentimientos muy diversos. Era la alegría de saber a Mino en libertad, pero era también la alegría de saber que había matado a un policía, una acción de la que, en el fondo, le creía incapaz y que modificaba profundamente la idea que hasta entonces me había hecho de él. Me asombró la fuerza vehemente y combativa con que mi ánimo, siempre enemigo de cualquier violencia, aplaudía el gesto desesperado de Mino. Era, en el fondo, la misma irresistible complacencia que había experimentado en su tiempo reconstruyendo con la fantasía el delito de Sonzogno, pero esta vez, acompañada de una especie de justificación moral.

Pensé además que lo encontraría pronto y que huiríamos juntos a escondernos, y a lo mejor íbamos a parar al extranjero, donde sabía que a los refugiados políticos se les acogía bien. Con esto, el corazón se me llenó de esperanza. Pensé que quizás estaba a punto de empezar para mí una nueva vida y me dije que esa renovación de mi existencia se la debía a Mino y a su valor, y sentí cariño y gratitud por él. Entre tanto, Astarita iba de un lado a otro de la habitación, con aire furioso, deteniéndose de vez en cuando a cambiar de sitio algún objeto de su mesa. Dije tranquilamente:

—Se ve que después que lo han detenido se ha envalentonado, ha disparado y ha huido.

Astarita se detuvo y me miró contrayendo sus facciones en una fea mueca:

—Estás satisfecha, ¿eh?

—Ha hecho bien en matar al agente —dije con sinceridad—. Él quería llevarlo a la cárcel… Tú hubieras hecho lo mismo.

Astarita contestó con voz desagradable:

—Yo no me meto en política… El agente no hacía más que cumplir con su deber. Ese hombre tiene mujer e hijos.

—Si él se ocupa de política, debe de tener sus razones… Y el agente debía pensar que un hombre hace cualquier cosa antes que ir a la cárcel… Peor para él.

Me sentía tranquila porque me parecía ver a Mino libre por las calles de la ciudad y saboreaba ya el momento en que me llamaría desde su escondite y podría correr a verlo. Mi calma pareció poner fuera de sí a Astarita.

—Pero lo encontraremos —gritó de pronto—. ¿Crees que no vamos a dar con él?

—No sé nada… Estoy contenta de que haya escapado, eso es todo.

—Lo encontraremos y entonces puede estar seguro de que no va a pasarlo tan bien.

Al cabo de un rato le dije:

—¿Sabes por qué estás tan furioso?

—No estoy furioso.

—Porque esperabas que lo hubiesen arrestado para exhibir tu generosidad conmigo y con él… En cambio se te ha ido de las manos, y eso es lo que te hace rabiar.

Le vi encogerse de hombros con furor. Sonó el teléfono y Astarita, con el alivio de quien encuentra un pretexto para zanjar una discusión embarazosa, descolgó el auricular. A las primeras palabras vi su rostro, como un paisaje al que en un día de tempestad ilumina gradualmente un rayo de sol, pasar de su anterior expresión irritada y oscura a otra más serena, y eso, sin saber por qué, me pareció una señal de mal agüero. La conversación telefónica duró un buen rato, pero Astarita nunca dijo más que «sí» o «no», de manera que no pude saber de qué se trataba.

—Lo siento por ti —dijo después, dejando el teléfono—, pero la primera noticia sobre el arresto de ese estudiante contenía un error… La Policía, para estar más segura, había enviado agentes tanto a su casa como a la tuya con lo que pensaban detenerlo de todas maneras… En realidad lo han arrestado en la casa de la viuda que le tenía alquilada una habitación… En cambio, en tu casa los agentes encontraron a un individuo pequeño y rubio, de acento del Norte, que apenas los vio, en vez de mostrar la documentación como le pedían, sacó la pistola, disparó y escapó… De momento creyeron que se trataba del estudiante… Pero, por lo visto, debía de ser alguien que tenía alguna cuenta pendiente con la Justicia…

Creí que iba a desmayarme. Así Mino estaba en la cárcel y por si esto fuera poco Sonzogno estaría convencido de que yo lo había denunciado. Cualquier otro, al verme desaparecer y ver más tarde llegar a la Policía, habría pensado lo mismo. Mino estaba en la cárcel y Sonzogno me buscaba para vengarse. Quedé tan aturdida que no supe decir más que: «¡Pobre de mí!», dando un paso hacia la puerta.

Debía de haberme puesto muy pálida porque Astarita abandonó en seguida su aire victorioso de sombría satisfacción y se acercó a mí, diciéndome:

—Ahora siéntate y hablemos… No hay nada irreparable.

Moví la cabeza y puse la mano en la puerta. Astarita me detuvo y añadió, tartamudeando:

—Mira… Te prometo que haré todo lo posible… Lo interrogaré yo mismo, y si no hay nada grave, te lo pondré en libertad lo antes posible… ¿Te parece bien?

—Sí, está bien —respondí con voz apagada.

Y añadí, haciendo un esfuerzo:

—Hagas lo que hagas, ya sabes que te lo agradeceré.

Sabía que Astarita haría verdaderamente, como decía, todo lo posible para liberar a Mino, y no tenía más que un deseo: irme, salir lo antes posible de su horrible Ministerio. Pero él, con un escrúpulo policíaco, dijo:

—A propósito, si tienes alguna razón para temer a ese hombre que han encontrado en tu casa, dime su nombre… Eso hará más fácil su captura.

—No sé su nombre —respondí.

—De todos modos —insistió—, no estará de más que vayas espontáneamente a la comisaría y digas lo que sabes… Te dirán que te pongas a su disposición y te dejarán marchar, pero si no vas, será peor para ti.

Contesté que haría lo que él decía y me despedí. Él no cerró inmediatamente la puerta, sino que permaneció mirándome desde el umbral mientras yo me alejaba por la antesala.