Capítulo VII

Desde aquel día, seguí haciendo la vida de siempre. Amaba realmente a Mino y más de una vez experimenté el deseo de abandonar mi oficio que tanto se oponía al verdadero amor. Pero mis condiciones, a pesar del amor, no habían cambiado; seguía hallándome igual que antes, sin dinero y sin posibilidad de ganarlo si no era de aquel modo. No quería recibirlo de Mino; además su dinero era muy limitado, ya que la familia apenas le mandaba lo necesario para su mantenimiento en la ciudad. Más aún, debo decir que sentía continuamente el deseo irresistible de pagar yo en todos aquellos sitios, cafés o restaurantes, a los que íbamos juntos. Él rechazaba regularmente mis ofrecimientos, y siempre quedaba yo desilusionada y amargada. Y cuando no tenía dinero me llevaba a los jardines públicos y nos sentábamos en un banco, conversando y mirando a la gente que pasaba, como los pobres. Un día le dije:

—Pero si no tienes dinero, vamos igualmente a un café. Pagaré yo… ¿Qué te importa?

—No es posible.

—¿Por qué? Yo quiero ir a un café y beber algo.

—Entonces, ve sola.

En realidad, no me importaba tanto ir a un café como pagar por él. Tenía un deseo profundo, lamentoso, tenaz, y más aún que pagar por él me hubiera gustado darle directamente el dinero que ganaba, a medida que lo recibía de mis amantes de turno. Creía que tan sólo así podría demostrarle mi amor, pero también pensaba que, manteniéndolo, lo ataría a mí con un vínculo más fuerte que el de un simple afecto. En otra ocasión le dije:

—Me gustaría mucho darte dinero, y estoy segura de que sentirías algún placer al recibirlo.

Se echó a reír y dijo:

—Nuestras relaciones, al menos por lo que se refiere a mí, no se fundan en el placer.

—¿En qué se fundan, entonces?

Vaciló y después repuso:

—En tu voluntad de amarme y en mi debilidad frente a esa voluntad… Pero eso no quiere decir que mi debilidad no vaya a tener un límite.

—¿Qué quieres decir?

—Muy sencillo —contestó tranquilamente—, y te lo he explicado muchas veces… Nosotros estamos juntos porque tú lo has querido… Yo no, y, al menos en teoría, sigo sin quererlo.

—Basta, basta —le interrumpí—. No hablemos de nuestro amor… He hecho mal en hablar de esto.

Varias veces, pensando en su carácter, he llegado a la conclusión dolorosa de que no me amaba en absoluto y que para él no era más que el objeto de no sé qué experimento. En realidad, él no se preocupaba más que de sí mismo, pero, dentro de estos límites, su carácter se manifestaba muy complicado. Era, como creo haber dicho ya, un muchacho de familia acomodada provinciana, delicado, inteligente, culto, educado, serio.

Su familia, por lo poco que supe, pues a él no le gustaba hablar de ella, era una de esas familias en las que, en mis vanos sueños de normalidad, hubiera querido nacer. Una familia tradicional, con un padre médico y terrateniente, una madre joven y muy de su casa, dedicada sólo al marido y a los hijos, tres hijas menores y un hijo mayor. Es verdad que el padre era un aprovechado y ejercía un cargo de autoridad, la madre bastante santurrona, las hermanas frívolas y el hermano mayor un libertino por el estilo de su amigo Giancarlo, pero, en fin de cuentas, eran defectos muy tolerables y a quien como yo había nacido en unas condiciones y de unas gentes tan distintas, ni siquiera parecían defectos. Además, la familia estaba muy unida y todos, lo mismo los padres que los hermanos, a Mino.

A mí me parecía que había tenido mucha suerte por haber nacido en una familia así. En cambio, él sentía por su familia una aversión, una antipatía, un disgusto que me resultaban verdaderamente incomprensibles. Y la misma aversión, la misma antipatía y el mismo disgusto parecía sentir por sí mismo y por cuanto era y hacía. Con todo, ese odio a sí mismo no parecía ser más que un reflejo de su odio a la familia. En otras palabras, era como si odiara en sí a todo aquello que seguía adherido a la familia o que, en cualquier modo, había recibido la influencia del ambiente familiar.

He dicho que era delicado, educado, culto, inteligente y serio. Pero despreciaba todo eso simplemente por la sospecha de deberlo todo al ambiente familiar en el que había nacido y crecido. «Pero bien —le dije una vez—, ¿qué quieres ser? Todas esas cosas son unas cualidades estupendas y deberías agradecer al cielo el tenerlas».

—¡Bah! —contestó a flor de labios—. Para lo que me sirven… Por mi parte, hubiera preferido ser como Sonzogno.

Le había sorprendido mucho la historia de Sonzogno y no sé por qué.

—¡Qué horror! —exclamé—. Es un monstruo y tú querrías parecerte a un monstruo.

—Naturalmente, no es que quiera ser en todo como Sonzogno —explicó con calma—, he nombrado a Sonzogno para que veas claro mi pensamiento… pero de todas maneras, Sonzogno ha sido hecho para vivir en este mundo y yo no.

—¿Y quieres saber qué hubiera querido ser yo? —dije.

—Vamos a ver.

—Hubiera querido ser —dije lentamente saboreando las palabras, en cada una de las cuales me parecía encerrarse un sueño largo tiempo acariciado por mí— precisamente lo que eres tú y tanto te disgusta ser… Hubiera querido nacer en una familia rica como la tuya, que me hubiera dado una buena educación… Hubiera querido tener una casa bella y limpia como la tuya con buenos maestros, como tú los tuviste, y nurses extranjeras… Me hubiera gustado pasar el verano en la playa o en la montaña, y tener buenos vestidos y ser invitada y recibir a mis amistades… Y por último me hubiera gustado casarme con algún hombre que me amara, un hombre excelente que trabajara y tuviera dinero… y hubiera deseado vivir con ese hombre y tener hijos.

Hablábamos echados en la cama. De pronto, como hacía a menudo, me saltó encima, apretándome, zarandeándome con fuerza y repitiendo:

—Viva, viva, viva… En fin, hubieras querido ser como la señora Lobianco.

—¿Y quién es la señora Lobianco? —pregunté desconcertada y un poco ofendida.

—Una horrible arpía que a veces me invita a sus recepciones con la secreta esperanza de que me enamore de una de sus horribles hijas, y me case con ella… porque yo soy lo que, en la jerga mundana, se llama un buen partido.

—Pues yo no querría ser como la señora Lobianco.

—Y sin embargo, lo habrías sido a la fuerza, de haber tenido todo eso que dices… También la señora Lobianco ha nacido en una familia rica que le ha dado una excelente educación, con buenos maestros y nurses extranjeras y hasta la mandó a la Universidad, según creo… También ha crecido en una casa bonita y limpia, y todos los veranos ha ido a la playa o a la montaña… También ha tenido bonitos trajes y ha asistido a recepciones y ha recibido muchas amistades… También se casó con un buen hombre, el ingeniero Lobianco, que trabaja y lleva a casa mucho dinero… y, por último, también ha tenido de ese marido, al que creo que ha sido hasta fiel, un buen número de hijos, precisamente tres hembras y un varón… y a pesar de todo es una horrible arpía.

—Pero será una arpía independientemente de lo que la rodea.

—No, lo es como lo son sus amigas y las amigas de sus amigas.

—Así será —protesté intentando deshacerme de su sarcástico abrazo—, pero cada uno tiene su carácter. Puede ser que la señora Lobianco sea una arpía, pero estoy segura de que, en tales condiciones, yo hubiera sido sin duda mejor, pero mucho mejor, de lo que soy.

—Serías tan horrible como la señora Lobianco.

—¿Pero por qué?

—Porque sí.

—Pero veamos, ¿también tu familia te parece horrible?

—Sin duda, horrible a más no poder.

—Y tú, ¿también eres horrible?

—Sí, lo soy en todas aquellas cosas que proceden de mí familia.

—Pero ¿por qué? Dime por qué.

—Porque sí.

—Ésa no es una respuesta.

—Es la misma respuesta que te daría la señora Lobianco si le hicieras ciertas preguntas.

—¿Qué preguntas?

—Las que sea, no importa —contestó ligeramente—. Preguntas embarazosas… Un buen «sí» dicho con convicción, cierra la boca aun a los más curiosos, así, sin ninguna razón, porque sí.

—No te entiendo.

—¿Qué importa que no nos entendamos si, como es verdad, nos amamos? —concluyó, abrazándome de aquella manera suya, irónica, y en el fondo, sin amor.

Y así acabó la discusión. Porque del mismo modo que nunca se abandonaba completamente con el sentimiento y parecía reservarse siempre una parte, quizá la más importante, de manera que restaba valor a sus escasos impulsos de afecto, nunca abría del todo su mente y cada vez que me parecía llegar al centro de su inteligencia, me rechazaba con una broma o una burla, sustrayéndose a mi atención. Realmente era huidizo en todos los sentidos. Y me trataba como a una persona inferior, casi como una especie de objeto de experimento o de estudio. Y tal vez por esto precisamente yo lo amaba tanto y de una manera tan sumisa y desarmada.

Por otra parte, a veces me parecía que odiaba, no sólo a su familia y su ambiente, sino incluso a todos los hombres. Un día, no recuerdo a propósito de qué, observó:

—Los ricos son horribles, aunque los pobres, por otros motivos, tampoco son mejores.

—Acabarías antes —le dije— confesando francamente que odias a todos los hombres, sin distinción.

Se echó a reír y contestó:

—En abstracto, cuando no estoy entre ellos, no los odio… Los odio tan poco que llego a creer en su capacidad de mejorar. Si no creyera esto, no me ocuparía de política. Pero cuando estoy entre ellos me causan realmente horror.

Y de pronto, dolorido, añadió:

—Los hombres no valen nada.

—También nosotros somos hombres —dije— y, por lo tanto, no valemos nada… Y en consecuencia no tenemos derecho a juzgar.

Rió de nuevo y contestó:

—Yo no los juzgo… los siento… o, mejor dicho, los huelo como un perro huele las huellas de una perdiz o de una liebre… ¿Y acaso juzga el perro? Los huelo malvados, estúpidos, egoístas, mezquinos, vulgares, falsos, innobles, llenos de suciedad… Los olfateo: es un sentimiento… ¿Es que puede abolirse un sentimiento?

No supe qué contestar y me limité a decir:

—Yo no tengo ese sentimiento.

Otra vez me dijo:

—Por otra parte, los hombres serán buenos o serán malos, no lo sé, pero desde luego son inútiles, superfluos.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que se podría muy bien prescindir de la humanidad entera… No es más que una fea excrecencia en la superficie del mundo, una verruga… El mundo sería mucho más bello sin los hombres, sin sus ciudades, sus calles, sus puertos, sus pequeñas sistematizaciones… Imagínate si sería bello el mundo si no hubiera más que el cielo, el mar, los árboles, la tierra y los animales.

No pude evitar echarme a reír y exclamé:

—¡Qué cosas tan raras se te ocurren!

—La humanidad —prosiguió— es algo sin pies ni cabeza, decididamente negativo, y la historia de la humanidad no es más que un largo bostezo de aburrimiento… ¿Qué necesidad hay de ella? Por mí, podríamos prescindir de ella.

—Pero también tú estás incluido en esa humanidad —objeté—. Así, pues, ¿también prescindirías de ti mismo?

—De mí mismo sobre todo.

Otra idea fija de Giacomo, tanto más singular cuanto que no pensaba ponerla en práctica y sólo le servía para estropearle el placer, era la de la castidad. Hacía su elogio en todo instante y, sobre todo, como por despecho, inmediatamente después de que habíamos hecho el amor. Decía que el amor era únicamente la manera más estúpida y más fácil de liberarse de todas las cuestiones, haciéndolas salir por abajo, a escondidas, sin que nadie se diera cuenta, como se hace salir a los huéspedes embarazosos por la puerta de servicio.

—Y después, una vez hecha la operación, uno se va a pasear con su cómplice, esposa o amante, maravillosamente dispuestos a aceptar el mundo como es, aunque fuera el peor de los mundos posibles.

—No te entiendo —dije.

—Y sin embargo —repuso—, eso deberías entenderlo… ¿No es acaso tu especialidad?

Me sentí ofendida y dije:

—Mi especialidad, como dices, es quererte bien… Pero, si quieres, no volveremos a hacer el amor… Yo seguiré queriéndote lo mismo.

Se rió y me preguntó:

—¿Estás realmente segura?

Por aquel día dimos por concluida la cuestión. Pero después volvió a repetir las mismas cosas muchas veces, hasta que, por fin, no le hice más caso, aceptando éste como tantos otros rasgos de su carácter lleno de contradicciones.

En cambio, nunca hablaba de política, excepto en raras ocasiones. Aún hoy ignoro qué pretendía, cuáles eran sus ideas y a qué partido pertenecía. Esta ignorancia deriva en parte del secreto en que mantenía aquella parte de su vida y del hecho de que yo no entendía nada de política y, por timidez e indiferencia, no le preguntaba las cosas que hubieran podido iluminarme. Hice mal, y bien sabe Dios que me he arrepentido. Pero entonces me parecía muy cómodo no meterme en cosas que consideraba ajenas a mí y pensar solamente en el amor. En resumidas cuentas, me portaba como tantas mujeres, esposas y amantes que a veces ni siquiera saben cómo sus hombres ganan el dinero que llevan cada día a casa. Varías veces vi a sus dos amigos, que casi a diario iban a visitarlo. Pero tampoco ellos acostumbraban a hablar de política en mi presencia. Se limitaban a bromear o conversar de asuntos sin importancia.

Y, sin embargo, no lograba alejar de mi ánimo un constante sentimiento de aprensión porque me daba cuenta de que conspirar contra el Gobierno era peligroso. Sobre todo temía que Mino se dejara llevar a alguna violencia, pues en mi ignorancia no llegaba a separar la idea de la conspiración de la de las armas y la sangre.

Más aún, recuerdo a este respecto un hecho que demuestra hasta qué punto, aunque oscuramente, sentía yo el deber de intervenir para alejar los peligros que lo amenazaban. Sabía que estaba prohibido llevar armas y que hasta muchos iban a la cárcel por llevar armas abusivamente. Por otra parte, se pierde tan pronto la cabeza en ciertos casos que el uso de las armas ha comprometido a personas que de otro modo estarían a salvo. Por tales motivos pensaba que el revólver de que tan orgulloso se mostraba Mino, no sólo no le era necesario, como él pretendía, sino que sería peligrosísimo en el caso de que se viera obligado a usarlo o simplemente se lo encontraran encima.

Pero no me atrevía a hablarle de eso y pensaba además que sería inútil. Por fin decidí actuar a escondidas. Cierta vez, Mino me había explicado el funcionamiento del arma. Un día, mientras dormía, le cogí del bolsillo del pantalón el revólver, le quité el cargador y saqué todas las balas. Hecho esto, volví a meter el cargador y dejé de nuevo el revólver en el bolsillo. Escondí las balas en un cajón, bajo la ropa blanca. Todo esto lo hice en un instante y después volví a dormir a su lado. Dos días más tarde, metí las balas en mi bolso y fui a tirarlas al Tíber.

Uno de aquellos días vino a verme Astarita. Casi me había olvidado de él y en cuanto al asunto de la doncella, consideraba que había cumplido con mi deber y no quería pensar más en ello. Astarita me informó de que el sacerdote había entregado la polvera a la Policía y que, hecha la restitución, la dueña, por consejo de la misma Policía, había retirado su denuncia y la doncella, reconocida inocente, había sido puesta en libertad.

Debo admitir que esta noticia me gustó, sobre todo porque disipaba aquella sensación de mal agüero que me había quedado dentro después de mi última confesión. No pensé en la doncella, ya libre, sino en Mino, y me dije que, al fin y al cabo, cuando la tan temida denuncia parecía esfumada, ya nada había que temer ni por él ni por mí. En mi alegría llegué hasta a abrazar a Astarita.

—¿Tanto te interesaba que aquella mujer saliera de la cárcel? —observó él con una mueca de duda.

—A ti —mentí— que mandas tranquilamente cada día tantos inocentes a la cárcel, puede parecerte extraño, pero para mí era un verdadero tormento.

—Yo no mando a la cárcel a nadie —farfulló—. Sólo cumplo con mi deber.

—¿Pero has visto al sacerdote tú mismo? —pregunté.

—No, no lo he visto. Llamé por teléfono y me dijeron que, efectivamente, la polvera había sido devuelta por un sacerdote que la había recibido bajo secreto de confesión… y yo entonces hice las gestiones del caso.

Quedé pensativa, sin saber siquiera por qué. Después, dije:

—¿Tú me quieres realmente?

Astarita se turbó y, abrazándome con fuerza, respondió balbuciendo:

—¿Por qué me lo preguntas? Deberías saberlo muy bien, a estas alturas.

Quería besarme, pero me defendí y dije:

—Te lo pregunto, porque quiero saber si seguirás ayudándome siempre… cada vez que te lo pida… como me has ayudado esta vez.

—Siempre —dijo temblándole todo el cuerpo.

Después, acercando su cara a la mía:

—Pero tú serás buena conmigo, ¿verdad?

Desde la vuelta de Mino, había decidido no tener nada que ver con Astarita. Era diferente de mis habituales amantes circunstanciales, y aunque no lo amaba y hasta en ciertos momentos sentía aversión por él, tal vez por esto mismo me parecía que entregarme a él habría sido como traicionar a Mino. Estuve a punto de decirle la verdad, que nunca sería buena con él pero de pronto cambié de idea y me contuve. Pensé que Astarita era poderoso, que cualquier día Giacomo podía ser arrestado y que si pretendía que Astarita interviniera para ponerlo en libertad, no me convenía disgustarle. Me resigné y dije con un suspiro:

—Sí, seré buena contigo.

—Y dime —insistió, más animado—, ¿me quieres un poco?

—No, quererte, no —contesté, decidida—. Eso ya lo sabes, porque te lo he dicho muchas veces.

—¿Y no me querrás nunca?

—Creo que no.

—Pero ¿por qué?

—No hay un porqué.

—Quieres a otro.

—Eso no te interesa.

—Pero yo necesito tu amor —dijo desesperado, mirándome con sus ojos biliosos—. ¿Por qué… por qué no quieres amarme un poco?

Aquel día le permití quedarse conmigo hasta entrada la noche.

Se mostraba inconsolable por mi imposibilidad de amarlo y no parecía convencido de que yo dijera la verdad.

—No soy peor que los demás hombres —repetía—. ¿Por qué no puedes amarme a mí en vez de a otro?

Realmente me daba lástima, y como seguía interrogándome acerca de mis sentimientos por él e intentando hallar en mis palabras dónde apoyar sus esperanzas, casi estuve por mentirle con tal de darle aquella ilusión por la que tanto empeño mostraba. Observé que aquella noche estaba más melancólico y disgustado que de costumbre. Parecía querer suscitar en mí desde fuera, con gestos y posturas, aquel amor que mi corazón le negaba. Recuerdo que de pronto quiso que me sentara desnuda en una butaca. Se arrodilló delante de mí y puso su cabeza en mi regazo, aplastando su cara en mi vientre y quedando así, inmóvil, un buen rato. Entre tanto yo tenía que pasarle una y otra vez la mano por la cabeza, en una incesante caricia.

No era la primera vez que me obligaba a esta pantomima del amor, pero aquel día me pareció más desesperado que otras veces. Apretaba su rostro con fuerza contra mi regazo, como si quisiera entrar en él y ser devorado por mí y, de vez en cuando, gemía. En esos momentos no parecía un amante, sino un niño que buscara la oscuridad y el calor del regazo materno. Y pensé que muchos hombres quisieran no haber nacido y que en su gesto, quizá inconscientemente, se expresaba el oscuro deseo de ser reabsorbido en las vísceras tenebrosas de las que con dolor había sido sacado a la luz.

Aquella noche, aquella genuflexión suya duró tanto tiempo que me asaltó el sueño y me adormecí, con la cabeza inclinada sobre el respaldo de la butaca y la mano puesta en su cabeza. No sé cuánto tiempo dormí. De pronto, me pareció despertar y entrever a Astarita, no arrodillado a mis pies, sino sentado ante mí, vestido ya, y mirándome con sus ojos biliosos y melancólicos. Tal vez fue un sueño o una alucinación. Pero es el hecho que me desperté de veras y Astarita se había ido, dejándome en el regazo, donde había apoyado su rostro, la acostumbrada cantidad de dinero.

Pasaron después unos quince días, de los más felices de mi vida. Veía casi a diario a Mino y, aunque nuestras relaciones no hubieran cambiado, me conformaba con esa especie de costumbre en la que parecíamos haber hallado un punto de acuerdo. Habíamos convenido tácitamente que no me amaba, que nunca me amaría y que, en todo caso, preferiría siempre la castidad al amor. También tácitamente habíamos convenido que yo lo amaba, que lo amaría siempre a pesar de su indiferencia y que, en todo caso, prefería un amor como aquél, incompleto y en peligro continuo, a ningún amor.

No soy como Astarita, y habiéndome resignado a no ser amada seguía hallando placer en el amor. No puedo jurar que en el fondo de mi corazón no dormitara la esperanza de hacerme amar por él a fuerza de concesiones, de paciencia y de afecto. Pero él no favorecía esta aspiración y era éste el condimento un poco amargo de tantas discutidas e inciertas dulzuras.

Como quien no quiere la cosa, intentaba entrar en su vida; como no podía hacerlo por la puerta principal, me las ingeniaba para insinuarme por la puerta de servicio. A pesar de su tan cacareado, y creo que sincero, odio a los hombres, había en él al mismo tiempo, por una curiosa contradicción, un irrefrenable instinto de predicar y actuar a favor de lo que él consideraba el bien de los hombres. Casi siempre estorbado por imprevistos arrepentimientos y disgustos sarcásticos, es verdad, pero sincero. Por aquel entonces parecía apasionado por lo que, un poco irónicamente, llamaba mi educación.

Como ya he dicho, yo procuraba unirlo a mí y por eso acepté esa inclinación suya. Pero ese experimento acabó casi repentinamente, de un modo que vale la pena contarlo. Durante varias noches seguidas vino a verme y trajo unos libros. Después de haberme explicado brevemente de qué se trataba, leía ya un fragmento ya otro. Leía bien, con una gran variedad de entonaciones, según los temas, con un fervor que le encendía el rostro y daba a todos sus rasgos una admiración insólita. Pero generalmente leía cosas que yo no lograba entender, por mucho que me esforzaba, y muy pronto dejé de escucharlo, conformándome con observar, con un placer nunca saciado, la diversidad de expresiones que las lecturas suscitaban en su cara.

Realmente, durante esas lecturas se abandonaba del todo, sin más temores ni ironías, como quien se halla en su propio elemento y ya no teme mostrarse sincero. Este hecho me sorprendió porque hasta aquel momento creía que era el amor y no la lectura lo más propio para que se abriera el ser humano. Pero, por lo visto, a Mino le ocurría lo contrario, y desde luego nunca vi en su rostro tanto entusiasmo y tanto candor, ni siquiera en los pocos momentos de sincero afecto por mí, como cuando, alzando la voz en curiosos tonos cavernosos o bajándola de una manera discursiva, me recitaba sus fragmentos preferidos. Entonces desaparecía sobre todo su aire de falsedad teatral y burlesca que ni siquiera en los momentos más serios lo abandonaba del todo y producía la sensación de estar representando un papel determinado y externo.

Incluso algunas veces se le llenaron los ojos de lágrimas. Después cerraba el libro y me preguntaba bruscamente:

—¿Te ha gustado?

Habitualmente yo contestaba que me había gustado sin especificar las razones de mi gusto, cosa que no hubiera podido hacer porque, como acabo de decir, casi desde el principio dejé de intentar el entender una materia tan oscura. Pero un buen día él insistió y me preguntó:

—Pero dime por qué te ha gustado… Explícate.

—A decir verdad —repuse tras un rato de vacilación—, no puedo explicar nada porque no lo he entendido.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—No he comprendido nada, o muy poco, de todo lo que vas leyendo.

—Y me has dejado leer sin advertírmelo…

—Vi que te gustaba leer y no quería estropearte ese placer, pero no me he aburrido nunca… Es divertido observarte mientras lees.

Se puso de pie de un salto, irritado:

—¡Qué diablos! Eres una estúpida, una cretina, y yo que casi quedo sin aliento… ¡Eres una idiota!

Hizo el gesto de tirarme el libro a la cabeza, pero se contuvo a tiempo y siguió insultándome un rato. Dejé que se desahogara y después observé:

—Dices que quieres educarme, pero la primera condición para educarme sería que no tuviese que ganarme la vida del modo que sabes… Para atraer a los hombres no necesito leer versos o reflexiones sobre la moral… Si no supiera leer ni escribir, me pagarían lo mismo.

Él repuso con sarcasmo:

—Querrías una bonita casa, tener marido, hijos, vestidos y un coche, ¿eh? Pero el mal está en que tampoco las señoras Lobianco leen, por motivos diferentes de los tuyos, pero no menos justificados al parecer.

—No sé lo que querría —repliqué un poco irritada—, pero esos libros son para una gente distinta… Es como si regalaras un sombrero de mucho precio a una mendiga y quisieras que lo llevara con sus harapos de siempre.

—Será así —dijo—, pero es la última vez que te leo una línea.

Cuento esta pelea porque me parece característica de su modo de pensar y de obrar. Pero dudo de que, aunque no le hubiese confesado mi ignorancia, hubiera proseguido en su esfuerzo educador. Y esto no sólo por inconstancia, sino incluso por una singular incapacidad, que yo llamaría física, de persistir en cualquier esfuerzo que reclamara un continuo y sincero entusiasmo. No volvió a hablarme de ello en forma explícita, pero comprendí que muchas veces aquel aire de comedia que emanaba de sus palabras respondía a una efectiva condición de su ánimo. A veces se inflamaba por cualquier objetivo y mientras duraba el fuego de su entusiasmo veía aquel objetivo como una cosa concreta y posible. Después, el fuego se apagaba de pronto, y Giacomo ya no sentía más que aburrimiento, disgusto y, sobre todo, una completa sensación de absurdidad. Entonces se dejaba llevar a una especie de mortecina e inerte indiferencia o actuaba de una manera exterior y convencional, como si el fuego no se hubiera apagado nunca, en una palabra, fingía.

Me resulta difícil explicar qué le sucedía en tales casos: probablemente era un brusco frenazo de vitalidad, como si de pronto el calor mismo de la sangre se retirara de su mente no dejándole más que vacío y aridez. Era una interrupción repentina, imprevisible, total, comparable a la de una corriente eléctrica que de pronto cesa dejando en la oscuridad una casa que un minuto antes estaba ostentosamente iluminada o a la de un motor que, faltándole de pronto la energía, se detiene rueda por rueda y queda inmóvil. Estas intermitencias de su vitalidad más profunda se me descubrieron primero con la frecuente alternancia en él de estados de entusiasmo y ardor con otros de apatía y de inercia, pero al final tuve una plena revelación de todo eso con un incidente curioso al que, de momento, no di mucha importancia y que más tarde, en cambio, se me presentó lleno de significación. Un día, de una manera inesperada, me preguntó:

—¿Te gustaría hacer algo por nosotros?

—¿Quiénes, nosotros?

—Por nuestro grupo… Por ejemplo, ¿nos ayudarías en la difusión de volantes?

Yo estaba siempre al acecho de todo aquello que pudiera acercarme a él y consolidar nuestras relaciones. Contesté con sinceridad:

—Naturalmente… dime qué debo hacer y lo haré.

—¿Y no tienes miedo?

—¿Por qué iba a tener miedo? Si lo haces tú…

—Sí, pero antes es necesario que te explique de qué se trata… Antes tienes que conocer las ideas por las cuales corres estos riesgos.

—Explícamelas.

—Pero no te interesan.

—¿Por qué? Ante todo, me interesarán, ciertamente… Además, todo lo que tú haces me interesa, si no por otra cosa porque lo haces tú.

Él me miraba y de pronto, de una manera inesperada, sus ojos centellearon y su cara se inflamó.

—Está bien —dijo apresuradamente—. Hoy es demasiado tarde, pero mañana te lo explicaré todo, de viva voz, puesto que los libros te aburren… Pero ten en cuenta que va a ser una cosa larga, y tú tendrás que escucharme y seguirme, aunque a veces te parecerá que no entiendes.

—Intentaré entender —dije.

—Tendrás que entender —repuso como hablando consigo mismo.

Y me dejó.

El día siguiente lo esperé y no vino. Apareció dos días después y, una vez en mi cuarto, se sentó sin decir palabra en la butaca a los pies de la cama.

—Bien —dije alegre—. Estoy dispuesta. Te escucho.

Había notado su semblante decaído, sus ojos opacos y todo su aspecto marchito y apagado, pero no había querido tenerlo en cuenta. Por fin, él repuso:

—Es inútil que escuches porque no oirás nada.

—¿Por qué?

—Pues porque sí.

—Di la verdad —protesté—. Crees que soy demasiado estúpida o demasiado ignorante para comprender ciertas cosas… Gracias.

—No, te equivocas —respondió seriamente.

—Entonces, ¿por qué?

De esta manera avanzamos un poco, yo insistiendo por saber y él defendiéndose. Por último, dijo:

—¿Quieres saber por qué? Porque yo mismo no sabría exponerte hoy esas ideas.

—¡Cómo, si estás pensando continuamente en ellas!

—Es verdad que pienso continuamente, pero desde ayer, y quién sabe por cuánto tiempo, esas ideas no me resultan muy claras y en realidad no comprendo nada.

—No bromees.

—Intenta comprenderme —dijo—. Hace dos días, cuando te propuse trabajar para nosotros, si te hubiera expuesto mis ideas, estoy seguro de que no sólo lo habría hecho con vigor, claridad y persuasión, sino que tú las habrías entendido perfectamente. En cambio, hoy movería los labios y la lengua para pronunciar ciertas palabras, pero sería algo mecánico, un acto en el que no participaría de ningún modo… Hoy no entiendo nada —concluyó martilleando las sílabas.

—¿No entiendes nada?

—No, no entiendo nada; ideas, conceptos, hechos, recuerdos, convicciones, todo se me ha convertido en una especie de mezcolanza que me llena la cabeza.

Se golpeó la frente con los dedos y añadió:

—Toda la cabeza… Y me da asco como si fueran excrementos.

Yo lo miraba en suspenso, sin comprender. Pareció presa de un estremecimiento de exasperación.

—Intenta comprenderme —repitió—. No sólo las ideas, sino cualquier cosa escrita, o dicha o pensada, me resulta hoy incomprensible, absurda… Por ejemplo, ¿sabes el Padrenuestro?

—Sí.

—Pues bien, recítalo.

—Padre nuestro —comencé— que estás en los cielos…

—Así basta —me interrumpió—. Ahora piensa un momento de cuántas maneras ha sido recitada esta oración desde hace siglos, con cuánta variedad de sentimientos… Pues bien, yo no la entiendo de ninguna manera… Podrías decirla al revés, y para mí sería lo mismo.

Calló un instante y después prosiguió:

—Pero no sólo las palabras me hacen ese efecto, sino también las cosas, las personas… Tú estás a mi lado, sentada en el brazo de esta butaca, y crees seguramente que te veo… Pues no te veo, porque no te entiendo… Puedo tocarte y sigo sin entenderte… más aún, te toco…

Y diciendo esto, como presa de una especie de frenesí, me tiró de la bata, descubriéndome el pecho.

—Toco tu seno, siento su forma, su tibieza, su contorno, y veo el color, el relieve, pero no comprendo qué es… Me digo: «He aquí un objeto redondo, cálido, blando, blanco, hinchado, con un pequeño pezón redondo y oscuro en medio, que sirve para dar leche y que si se acaricia, da placer…» pero no comprendo nada… Me digo que es hermoso, que debería inspirarme deseo, pero sigo sin comprenderlo… ¿Entiendes ahora?

Hablaba con furia y me dio tal pellizco en el pecho que no pude reprimir un grito de dolor. Me dejó en seguida y observó al cabo de un rato, con aire reflexivo:

—Probablemente es esta clase de incomprensión lo que engendra la crueldad en tantas personas que intentan encontrar el contacto con la realidad a través del dolor ajeno.

Siguió un instante de silencio. Después, dije:

—Si esto es verdad, ¿cómo te arreglas cuando tienes que hacer ciertas cosas?

—¿Por ejemplo?

—No sé… Me dices que distribuyes folletos y que tú mismo los escribes… Si no crees, ¿cómo lo haces para escribirlos y distribuirlos?

Él prorrumpió en una gran carcajada:

—Hago como si creyera.

—Pero eso es imposible.

—¿Por qué imposible? Casi todos hacen lo mismo; aparte de comer, beber, dormir y hacer el amor, casi todos hacen las cosas como si creyeran en ellas. ¿Aún no lo habías notado?

Reía nerviosamente y yo contesté:

—Yo, no.

—Tú no —dijo de forma casi ofensiva—. Precisamente porque tú te limitas a comer, beber, dormir y hacer el amor siempre que te viene en gana, cosas todas para las que, al parecer, no se necesita fingir… Es mucho, pero al mismo tiempo es poco…

Me dio un golpe muy fuerte en el muslo y después, según su costumbre, me cogió entre sus brazos y estrechándome y sacudiéndome, repitió:

—¿Es que no sabes que éste es el mundo del «como si…»? ¿No sabes que desde el rey al mendigo, todos en este mundo se portan como si…? Es el mundo del como si, del como si, del como si…

Le dejé desahogarse porque sabía que en aquellos momentos era mejor no ofenderse ni protestar, sino esperar a que se hubiera desahogado… Pero al fin dije con firmeza:

—Te quiero, eso es lo único que sé y me basta.

Y él, tranquilizándose de pronto, contestó simplemente:

—Tienes razón.

Y la velada acabó como de costumbre, sin que volviéramos a hablar de política ni de su incapacidad de pensar.

Cuando me quedé sola, después de muchas reflexiones, pensé que bien podía ocurrir que las cosas fueran como él decía, pero que era infinitamente más probable que no quisiera hablarme de política porque pensaba que no lo habría entendido y, tal vez, porque temiera que podría comprometerlo con alguna indiscreción. No es que yo creyera que estaba mintiendo, pero sabía por experiencia que a todo el mundo puede ocurrirle que un día le parece que la tierra entera cae en pedazos, o que, como él decía, ya no se entiende nada, ni siquiera el Padrenuestro.

También a mí, cuando no me encontraba bien o por cualquier motivo estaba de mal humor, me sucedía que experimentaba poco más o menos las mismas sensaciones de aburrimiento, de disgusto y de incomprensión. Evidentemente, en su negativa de dejarme participar en su vida secreta, debía de haber algún otro motivo: desconfianza, como he dicho, en mi inteligencia o en mi discreción. He comprendido después, ya demasiado tarde, que estaba en un error y que para él, fuera por inexperiencia, fuera por debilidad de carácter, aquellos estados morbosos asumían una especial importancia.

Pero en aquel momento me pareció que me convenía echarme hacia atrás y no turbarlo con mi curiosidad, y así lo hice.