Capítulo IV

Por aquel entonces seguía posando en los estudios de pintores y trabé amistad con una modelo llamada Gisella. Era una muchacha alta y de buen tipo, de piel muy blanca, el cabello negro y crespo, los ojos azules, pequeños y hundidos y una gran boca roja. Su carácter era muy diferente del mío, resentido, hiriente, altivo y al mismo tiempo práctico e interesado; tal vez era esta diversidad precisamente lo que nos unía. Para mí, su único oficio era el de modelo, pero vestía mucho mejor que yo y no ocultaba que recibía regalos y dinero de un hombre al que presentaba como su novio. Recuerdo que aquel invierno llevaba a menudo un chaquetón negro con cuello y mangas de astracán, que yo le envidiaba bastante. El novio de Gisella se llamaba Ricardo y era un joven corpulento y grueso, bien nutrido, plácido, con una cara lisa como un huevo, que entonces hasta me parecía un hombre guapo. Siempre iba brillante, engominado, y vestido con ropa nueva. Su padre tenía una tienda de corbatas y ropa interior de caballero. Era simple hasta la estupidez, bonachón, alegre y quizás hasta bueno. Él y Gisella eran amantes y no creo que hubiera entre ellos, como entre Gino y yo, una promesa de matrimonio. De todos modos, la intención de Gisella era casarse, aunque sin muchas esperanzas. En cuanto a Ricardo, estoy convencida de que la idea de casarse con Gisella ni siquiera se le había ocurrido. Gisella, que era muy estúpida pero mucho más experta que yo, estaba empeñada en protegerme y enseñarme. En una palabra, sobre la vida y la felicidad profesaba las mismas ideas que mi madre. Sólo que en mi madre estas ideas alcanzaban una expresión amarga y polémica, ya que eran fruto de decepciones y privaciones, y en cambio en Gisella las mismas ideas derivaban de una mente obtusa e iban acompañadas de una tozuda suficiencia.

En cierto sentido, mi madre se detenía en el enunciado de esas ideas, como si le importara más la afirmación de unos principios que su aplicación, pero Gisella, que siempre había pensado de aquel modo y ni siquiera sospechaba que se pudiera pensar de otra manera, se maravillaba de que no me comportase como ella, y sólo cuando, a pesar mío, dejé entrever que no la aprobaba, cambió su extrañeza en despecho y celos. De pronto descubrió que yo, no sólo no aceptaba su protección y sus enseñanzas, sino que, cuando se me ocurriera, podría condenarla desde lo alto de mis desinteresadas y afectuosas aspiraciones. Y entonces tuvo el propósito, quizá no del todo consciente, de enajenar mi juicio haciéndome semejante a ella lo más pronto posible.

Por el momento, empezó a repetirme que yo era una tonta puesto que me empeñaba en mantenerme virgen. Decía que daban lástima mi vida de sacrificios y mi pobre modo de vestir y añadía que, cuando yo quisiera, con sólo mi belleza podría cambiar totalmente mi situación. A mí me avergonzaba que creyera que no había conocido a ningún hombre, y tanto me insistió en sus reproches que por fin le confié un buen día mis relaciones íntimas con Gino. Claro que añadí que éramos novios y pensábamos casarnos pronto. En seguida me preguntó qué hacía Gino y cuando le dije que era chofer, torció la nariz en un gesto de desagrado. Pero me pidió que se lo presentara.

Gisella era mi mejor amiga y Gino mi prometido. Hoy puedo juzgarlos con frialdad, pero entonces mi ceguera acerca de sus caracteres era completa. Ya he dicho que a Gino lo consideraba perfecto y en cuanto a Gisella, he de confesar que notaba sus defectos, pero en compensación le atribuía un gran corazón y un enorme afecto hacia mí, ya que creía que su solicitud por mi suerte no procedía del despecho de saberme inocente y del afán de corromperme, sino de una bondad equivocada y excesiva. No sin temor preparé el encuentro de los dos, pero en mi ingenuidad me hubiera gustado que se hicieran amigos.

El encuentro ocurrió en una lechería. Gisella mantuvo un silencio sostenido y hostil. Me pareció entender que Gino hubiera deseado, en principio, atraerse a Gisella, y como de costumbre empezó a hablar de la villa y a ponderar la riqueza de sus amos, como si con tales descripciones esperara deslumbrarla y ocultar la modestia de su propia condición. Pero Gisella no cedió y siguió en su hostilidad inicial. Después, ya no recuerdo a propósito de qué, comentó:

—Tiene usted suerte por haber encontrado a Adriana.

—¿Por qué? —preguntó extrañado Gino.

—Porque, en general, los chóferes se lían con las criadas.

Vi que Gino cambiaba de color, pero no era de los que se dejan sorprender así como así.

—Desde luego, es verdad —dijo lentamente bajando el tono de voz como quien piensa por primera vez en un hecho evidente en el que hasta entonces no ha reparado—. Realmente, el chofer que había antes que yo se casó con la cocinera… Naturalmente, debía haber hecho lo mismo… Los chóferes se casan con las criadas y las criadas con los chóferes… Vaya, vaya, ¿cómo no lo habré pensado antes? Hubiera preferido que Adriana hubiese sido una fregona y no modelo. Y levantando una mano como adelantándose a una objeción de Gisella, prosiguió:

—¡Oh! No por el oficio en sí mismo, aunque si he de decir la verdad eso de desnudarse delante de los hombres no acaba de convencerme, sino, sobre todo porque en ese oficio se adquieren ciertas amistades que ya, ya…

Movió la cabeza y torció la boca. Después, ofreciendo el paquete de cigarros:

—¿Fuma?

Gisella no supo qué contestar y se limitó a rechazar el cigarrillo. Después, miró el reloj y anunció:

—Debemos irnos, Adriana. Es tarde.

Y así era. Saludamos a Gino y salimos de la lechería. En la calle, Gisella me dijo:

—Vas a hacer una gran tontería. La verdad, yo no me casaría nunca.

—¿No te ha gustado? —pregunté ansiosa.

—Nada… Me dijiste que era alto y casi es más bajo que tú, y tiene unos ojos falsos que nunca te miran a la cara. Además, no es nada natural y habla de un modo rebuscado, que se nota a una legua que no dice lo que siente… Y al fin y al cabo, después de tanta fanfarronería resulta que no es más que chofer.

—Pero le amo —objeté.

Gisella respondió con calma:

—De acuerdo. Pero él no te ama y verás cómo un día te dejará plantada.

Me impresionó su vaticinio, tan seguro y tan parecido a los de mi madre… Hoy puedo decir que, aparte la malevolencia, Gisella había comprendido el carácter de Gino en aquel breve espacio de tiempo mucho mejor que yo en tantos meses. Por su parte, Gino expresó acerca de Gisella un juicio igualmente malévolo, pero que más tarde he tenido que reconocer exacto, al menos en parte.

En realidad, ante mis ojos tendía un velo no sólo mi inexperiencia, sino también el hecho de que quisiera a los dos, hasta tal punto es cierto que quien piensa mal casi siempre acierta.

—Tu Gisella —me dijo— es lo que en mi pueblo se llamaría una buena mujer.

Me mostré extrañada. Y él explicó:

—Una mujer de la calle. Tiene el carácter y las maneras de ésas… Es soberbia porque viste bien, pero ¿cómo se ha ganado esos vestidos?

—Se los da su novio.

—Serán sus novios, uno por noche… Ahora escucha, o ella o yo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que hagas lo que te parezca, pero que si piensas seguir yendo con ella, tienes que renunciar a verme a mí. O ella o yo.

Traté de disuadirlo, pero no lo conseguí. Era verdad que le había ofendido la actitud desdeñosa de Gisella, pero en su indignada antipatía debía de haber también la misma fidelidad a su papel de prometido que la que hubiera debido sugerirle contribuir a los gastos para los preparativos de nuestra boda. Como de costumbre, era perfecto en la expresión de sentimientos que no experimentaba.

—Mi novia no debe tener amistad con mujerzuelas —repetía inflexiblemente.

Por último y por el temor de siempre de ver convertirse en humo nuestra boda, le prometí que no volvería a ver a Gisella, aunque sabía que no podría mantener la promesa, ya que ella y yo posábamos a la misma hora y en el mismo estudio.

Desde aquel día seguí viéndola sin que Gino lo supiera. Cuando nos encontrábamos, ni una sola vez dejó de aprovechar cualquier ocasión para aludir con desprecio y con ironía a mi noviazgo. Había cometido la ingenuidad de hacerle muchas confidencias sobre mis relaciones con Gino y ella se servía de estas confidencias para herirme y mostrarme con colores irrisorios mi vida de entonces y la de mi porvenir. Su amigo Ricardo, que no parecía establecer diferencia alguna entre Gisella y yo y a las dos nos consideraba como muchachas fáciles e indignas de respeto, se prestaba de buena gana a ese juego de Gisella y remachaba sus bromas y punzadas, pero bondadosa y obtusamente porque, como ya he dicho, no era ni inteligente ni malo. Para él, mi noviazgo sólo era tema de conversación burlona, algo así como para matar el tiempo. Pero Gisella, a la que mi virtud parecía un constante reproche y quería hacerme como ella para que yo no tuviera nunca derecho a reprocharla, ponía en ello mucha acrimonia y empeño buscando todos los medios de mortificarme y humillarme.

Me atacaba sobre todo por mi lado débil: los vestidos. Solía decirme:

—Hoy me da vergüenza pasear contigo.

O también:

—Ricardo no me permitiría salir con ciertas cosas encima… ¿Verdad, Ricardo?

—El bien, querida, se ve en estas cosas.

Yo tenía la ingenuidad de tragarme aquellos anzuelos tan descarados. Me apasionaba, defendía a Gino, defendía, aunque con menos convicción, mis vestidos, y acababa siempre por llevarme la peor parte, roja y con los ojos bañados en lágrimas.

Un día, Ricardo, movido a compasión, dijo:

—Hoy quiero regalarle algo a Adriana… Vamos, Adriana, quiero regalarte un bolso.

Pero Gisella se opuso con violencia:

—No, no, nada de regalos… Ella ya tiene a su Gino. Pues que le haga él los regalos.

Ricardo, que había hecho su propuesta por pura bonachonería, pero sin imaginar cuánto placer me hubiera proporcionado su regalo, renunció inmediatamente, y yo, por despecho, aquella misma tarde me fui a comprar con mis propios ahorros el bolso. El día siguiente me presenté a los dos con el bolso debajo del brazo y les dije que era un regalo de Gino. Ésta fue mi única victoria en aquella miserable guerrilla. Y me costó cara, porque era un bonito bolso que me costó bastante dinero.

Cuando Gisella creyó que a fuerza de ironías, de mortificaciones y discursos me había ablandado bastante y que ya debía de estar madura, me llamó y me dijo que tenía que hacerme una proposición.

—Pero déjame hablar hasta que te lo diga todo —añadió—. No te hagas la intransigente, como de costumbre, antes de saberlo todo.

—Bien, dime —contesté.

—Ya sabes que te estimo mucho —comenzó Gisella—. Digamos que para mí eres como una hermana… Con tu belleza podrías tener lo que quisieras… Me disgusta tanto verte ir de un lado para otro con esos cuatro trapos que pareces una harapienta… Pues óyeme.

Se interrumpió y me miró con solemnidad:

—Hay un señor muy fino, muy distinguido, muy serio, que te ha visto y siente gran interés por ti. Está casado, pero tiene a la familia en provincias… Es un pez gordo.

Y bajando la voz añadió:

—De la Policía… Si quieres conocerlo, puedo presentártelo. Es persona muy fina, muy seria y con él puedes estar segura de que nadie sabrá nunca… Además, tiene mucho trabajo y lo verás, entre una cosa y otra, dos o tres veces al mes… Él no se opone a que sigas con Gino, si eso te gusta, hasta que te cases… Y en cambio, él se encargará de mejorar tu vida… ¿Qué te parece?

—Me parece —contesté con franqueza— que se lo agradezco mucho, pero no puedo aceptar.

—Pero ¿por qué? —exclamó Gisella, sinceramente asombrada.

—Porque no… Porque quiero a Gino y si aceptara eso no podría volver a mirarlo a la cara.

—Vaya, mujer… si ya te he dicho que Gino no sabría nada.

—Precisamente por eso.

—¡Y pensar que si a mí me hubiera hecho una proposición semejante hace tiempo…! —dijo Gisella como hablando consigo misma—. ¿Y qué le digo ahora? ¿Que te deje tiempo para pensarlo?

—No, nada de eso. Dile que no acepto.

—Eres una tonta —dijo con desilusión—. A eso se le llama darle una patada a la suerte.

Añadió otras muchas cosas por el estilo a las que respondí siempre de la misma manera y, por fin, se fue muy disgustada.

Yo había rechazado la oferta en un arranque impulsivo, sin meditar demasiado en su valor. Después, cuando estuve sola, experimenté una sensación de pesar. Tal vez Gisella tenía razón y aquél era el único modo de obtener todas las cosas que tan desesperadamente necesitaba. Pero alejé inmediatamente esta idea y me agarré con más fuerza a la del matrimonio y la vida ordenada, aunque pobre, que me prometía. El sacrificio que me parecía haber hecho me obligaba aún más a casarme a toda costa y aún con más empeño que antes.

Pero no supe resistir a una especie de impulso de vanidad y comuniqué a mi madre el ofrecimiento de Gisella. Suponía que iba a proporcionarle una doble satisfacción. Sabía que estaba tan orgullosa de mi belleza y al mismo tiempo tan apegada a sus ideas que aquella oferta habría de lisonjear a la vez su orgullo y confirmar la bondad de sus convicciones. Pero me sorprendió la agitación que suscitó en ella mi relato. Los ojos se le encendieron con una luz ávida y todo el rostro se le enrojeció de complacencia.

—¿Y quién es? —preguntó finalmente.

—Un señor —contesté.

Me daba vergüenza decir que era un policía.

—¿Y te ha dicho que es muy rico?

—Sí… Parece ser que gana mucho dinero.

Mi madre no se atrevía a expresar lo que visiblemente estaba pensando: que había hecho mal rechazando aquella oferta.

—Te ha visto y ha dicho que le interesas… ¿Por qué no dices que te lo presenten?

—¿Y de qué serviría eso si yo no quiero?

—¡Lástima que esté casado!

—Aunque fuese soltero no querría conocerlo.

—Hay muchas maneras de hacer las cosas —dijo mi madre—. Es un hombre rico y te quiere… Una cosa trae la otra… Podría ayudarte, sin pedirte nada a cambio.

—No —dije—. Esa gente no hace nada por nada.

—¡Quién sabe!

—No, no —repetí.

—No importa —dijo mi madre moviendo la cabeza—. Sin embargo, Gisella es una buena muchacha y te quiere mucho… Otra hubiera estado celosa de ti y no te habría hablado de eso. En cambio, se ha comportado como una verdadera amiga.

Después de mi negativa, Gisella no volvió a hablarme de su distinguido señor, y hasta, con gran sorpresa por mi parte, dejó de zaherirme a propósito de mi noviazgo. Yo seguía viéndome a escondidas con ella y con Ricardo, y más de una vez volví a hablar de ella a Gino, con la ilusión de que se reconciliaran, porque aquellos subterfugios no me gustaban. Pero él ni siquiera me dejaba terminar, renovando sus expresiones de odio y jurando que si llegaba a saber que yo veía a Gisella todo acabaría entre nosotros. Hablaba en serio, y hasta me pareció que no le disgustaría tener ese pretexto para abandonar nuestro proyecto de matrimonio. Conté a mi madre lo de la antipatía de Gino por Gisella y ella comentó, casi sin malicia:

—No quiere que la veas porque teme que te abra los ojos comparando los harapos con que te deja ir por ahí con los vestidos que a Gisella le regala su novio.

—No es eso. Dice que Gisella no es buena.

—El que no es bueno es él… Tal vez si se enterara de que ves a Gisella rompiera contigo.

—Mamá —exclamé muy asustada—, no se te ocurrirá ir a decírselo…

—¡Oh, no! —contestó apresuradamente y como lamentándolo—. Son cosas vuestras y yo no me meto.

—Si se lo dijeras —repuse apasionadamente—, no volverías a verme.

Esto ocurría durante el veranillo de San Martín y los días eran tibios y limpios. Un día, Gisella me dijo que habían decidido hacer una gira en automóvil, ella, Ricardo y un amigo de Ricardo. Se necesitaba otra mujer para hacer compañía a aquel amigo y habían pensado en mí. Acepté con gusto porque entonces, en la angustia en que vivía, estaba siempre al acecho de cualquier diversión que pudiera aliviarme un poco. Dije a Gino que tenía que posar unas horas extraordinarias, y por la mañana, muy temprano, acudí al lugar de la cita, que era al otro lado del Puente Milvio. El coche ya me esperaba y cuando me acerqué ni Gisella ni Ricardo, que estaban sentados delante, se movieron, pero el amigo de Ricardo saltó del coche para venir a mi encuentro. Era un hombre joven de mediana estatura, calvo, de cara amarilla, ojos grandes y negros, nariz aguileña y una boca ancha con los extremos rugosos que parecía sonreír siempre. Vestía con elegancia, pero de una manera completamente distinta a la de Ricardo, seriamente, con una chaqueta de color gris oscuro y el pantalón también gris más claro, el cuello almidonado y una corbata negra con una perla. Su voz era suave y también los ojos me parecieron dulces, pero al mismo tiempo melancólicos, como si miraran con repugnancia. Era muy cortés y hasta ceremonioso. Gisella me lo presentó con el nombre de Stefano Astarita y en seguida comprendí que el señor distinguido cuyas galantes proposiciones ella me había transmitido era aquél. Pero no me disgustó conocerlo, ya que en el fondo aquéllas proposiciones no tenían nada de ofensivo y, por el contrario, me lisonjeaban en cierto modo. Le tendí la mano y él la besó con una devoción extraña, de una intensidad casi dolorosa. Subí al coche, me senté a su lado y partimos.

Casi no hablamos mientras el coche corría entre los campos amarillos por una carretera llena de sol. Estaba contenta de sentarme en un automóvil, contenta con la excursión, con el aire que por la ventanilla me daba en el rostro y no me cansaba de mirar el campo. Tal vez era la segunda o tercera vez en mi vida que hacía una excursión en coche y temía no saborearla lo bastante. Abría mucho los ojos y trataba de observarlo todo: pajares, granjas, árboles, campos, colinas, bosques… Pensaba que pasarían meses, tal vez años, antes de que pudiera dar otro paseo como aquél y que tenía que fijar todos sus detalles en la memoria para conservar un recuerdo preciso para cada vez que quisiera evocarlo. Pero Astarita que, un poco apartado y rígido, se sentaba a mi lado, no parecía mirar otra cosa que a mí. No apartaba un solo instante sus ojos melancólicos y ansiosos de mi cara y de mi cuerpo y verdaderamente su mirada me hacía el efecto de una mano que se fuera posando poco a poco sobre todo mi ser. No voy a decir que esa atención me disgustara; sólo me embarazaba un poco. Lentamente fui sintiendo el deber de ocuparme de él y hablar. Estaba sentado con las manos sobre las rodillas y en una mano tenía la alianza y una sortija con un brillante. Aturdida, comenté:

—¡Qué anillo tan bonito!

Astarita bajó los ojos, miró su anillo sin mover la mano y contestó:

—Era de mi padre… Yo mismo se lo quité del dedo cuando murió.

—¡Oh! —hice como excusándome.

Y señalando la alianza, añadí:

—¿Está usted casado?

—¡Ya lo creo! —contestó con una sombría complacencia—. Tengo mujer y tengo hijos… Lo tengo todo.

—¿Y es guapa su mujer? —pregunté tímidamente.

—Menos que usted —repuso sin sonreír, con voz muy baja y enfática, como si acabara de enunciar una verdad importante.

Y con la mano del anillo intentó coger mi mano. Lo evité instintivamente y le pregunté al azar:

—¿Y vive usted con ella?

—No —respondió—. Ella está…

Nombró una lejana ciudad de provincias y prosiguió:

—Yo estoy aquí. Vivo solo y espero que usted vendrá un día a visitarme.

Fingí no haber oído estas palabras pronunciadas en un tono trágico y casi convulso y pregunté:

—¿Por qué? ¿No le gusta vivir con su esposa?

—Estamos separados legalmente —explicó haciendo una mueca—. Cuando me casé era un muchacho… Fue mi madre la que arregló lo del matrimonio. Ya sabe usted cómo suceden esas cosas. Una chica de buena familia con una buena dote… Los padres arreglan los matrimonios y después son los hijos los que tienen que casarse… ¿Vivir con mi mujer…? ¿Es que viviría alguien con una mujer así?

Se sacó la cartera del bolsillo, la abrió y me enseñó una fotografía. Vi dos niñas que parecían gemelas, morenas y pálidas, vestidas de blanco. Tras ellas, con las manos posadas en sus hombros, una mujer pequeña, morena, pálida, con los ojos casi juntos como los del búho y la expresión maliciosa. Le devolví la fotografía, él volvió a guardarla en la cartera y dijo con un suspiro:

—No… Yo quisiera vivir con usted.

—Pero usted no me conoce —repuse, desconcertada por aquella actitud obsesiva.

—La conozco muy bien. Hace un mes que la sigo y lo sé todo de usted.

Hablaba distante, respetuoso, pero la intensidad de su sentimiento le hacía casi poner los ojos en blanco.

—Tengo novio —dije.

—Ya me lo ha dicho Gisella —murmuró con voz ahogada—. Pero no hablemos de su novio… ¿Qué importa eso?

Hizo con la mano un gesto torpe y breve, de cuidada negligencia, y siguió mirándome.

—Pues a mí sí me importa —dije.

Me miró y siguió como si tal cosa:

—Usted me gusta…

—Ya lo he notado.

—Me gusta mucho —repitió—. Es posible que no se dé cuenta de todo lo que me gusta.

Realmente hablaba como un loco. Pero me tranquilizaba el que estuviera sentado un poco distante y no intentara cogerme la mano.

—No hay nada malo en que le guste —concedí.

—¿Y yo le gusto?

—No.

—Tengo dinero —dijo con una mueca convulsiva—. Tengo el dinero suficiente para hacerla feliz… Si viene a visitarme no se arrepentirá.

—No necesito su dinero —repuse con calma, casi con cortesía.

Como si no me hubiera oído, dijo mirándome:

—Es usted muy bonita.

—Gracias.

—Tiene unos ojos preciosos.

—¿Lo cree usted?

—Sí. Y su boca también es muy bonita… Quisiera besarla.

—¿Por qué me dice eso?

—Y también quisiera besar su cuerpo… todo su cuerpo.

—¿Por qué me habla así? —protesté de nuevo—. No está bien. Tengo novio y voy a casarme dentro de dos meses.

—Perdóneme —dijo—. Pero necesito decir todas esas cosas… Imagínese que no hablo con usted.

—¿Falta mucho para llegar a Viterbo? —pregunté para cambiar de tema.

—Estamos llegando. En Viterbo comeremos; prométame que en la mesa se sentará a mi lado.

Me eché a reír porque, al fin y al cabo, aquella pasión tan intensa me lisonjeaba.

—Bien —dije.

—Se sentará a mi lado —continuó—, como ahora… Me conformo con sentir su perfume.

—Pero yo no me he perfumado.

—Yo le regalaré un perfume.

Estábamos ya en Viterbo y el coche aminoraba la marcha. Durante toda la excursión, Gisella y Ricardo, que iban delante de nosotros, habían guardado silencio. Pero cuando nos adentramos por una calle abarrotada de gente, Gisella se volvió y me dijo:

—¿Qué tal vosotros dos? ¿Acaso creéis que no os he visto?

Astarita no dijo nada, pero yo protesté:

—No puedes haber visto nada. No hemos hecho más que hablar.

—¡Vaya, vaya! —dijo ella.

Me sentí profundamente asombrada y un poco irritada también, lo mismo por la actitud de Gisella como porque Astarita no protestara.

—Pero te digo…

—Sí, sí —me interrumpió Gisella—. No tengas miedo, que no le diremos nada a Gino.

Habíamos llegado a la plaza, dejamos el coche y nos pusimos a pasear por entre la gente endomingada por el Corso, a la luz del sol suave y brillante de noviembre. Astarita no me dejaba un instante, cada vez más serio y hasta sombrío, con la cabeza rígida sobre el alto cuello de la camisa, una mano en el bolsillo y la otra caída. Más que seguirme parecía hacerme la guardia. En cambio Gisella reía y bromeaba en voz alta con Ricardo y mucha gente se volvía a mirarnos. Entramos en un café y sin sentarnos tomamos el aperitivo. De pronto, me di cuenta de que Astarita estaba mascullando furioso unas palabras y le pregunté qué le ocurría.

—Ese imbécil que está en la puerta, que no hace más que mirarla —contestó, resentido.

Me volví y vi, efectivamente, un joven rubio y flaco que me miraba en el umbral del establecimiento.

—Me mira… ¿y qué?

—Soy capaz de ir y romperle la cara.

—Si lo hace, no volveré a mirarle ni a hablar con usted —le dije, un poco fastidiada—. No tiene derecho a hacer nada, puesto que no es usted nada mío.

Astarita no dijo nada y se dirigió a la caja a pagar. Salimos del bar y volvimos a pasear por el Corso. El sol, el ruido y el movimiento de la gente, todas aquellas caras sanas y rojas de provincianos, me alegraron. Cuando llegamos a una plazuela apartada, al fondo de una travesía del Corso, dije de pronto:

—Si yo tuviera una casa bonita como aquélla…

Señalé una pequeña y sencilla, de dos pisos, al lado de una iglesia.

—Me gustaría mucho vivir en un sitio así.

—¡Qué horror! —exclamó Gisella—. Vivir en provincias, y por si fuera poco en Viterbo… ¡Ni cubierta de oro!

—Te cansarías pronto, Adriana —dijo Ricardo—. El que está acostumbrado a vivir en una gran capital, no puede vivir en una ciudad de provincias.

—Os equivocáis —les dije—. Yo estaría muy a gusto con un hombre que me quisiera y cuatro habitaciones limpias, una pérgola y cuatro ventanas… No pediría más.

Hablaba con sinceridad porque estaba viéndome con Gino en aquella casita viterbense.

—¿Y usted qué piensa? —le pregunté a Astarita.

—Con usted, desde luego me quedaría —respondió casi entre dientes, procurando que no lo oyeran los otros.

—Tu defecto, Adriana —dijo Gisella— es ser demasiado modesta. En esta vida, quien desea poco no obtiene nada.

—Yo no deseo nada —repliqué.

—Pero casarte con Gino, sí —observó Ricardo.

—¡Ah, eso sí!

Ya era tarde. El Corso iba quedando desierto y entramos en un restaurante. La sala de la planta baja estaba llena mayormente de campesinos llegados a Viterbo para el mercado. Gisella frunció la nariz observando que había un hedor que cortaba la respiración y preguntó al dueño si podíamos comer en el piso superior. El dueño contestó afirmativamente y, precediéndonos por una escalerilla de madera, nos condujo a una habitación larga y estrecha con una sola ventana que daba a un callejón. Abrió las contraventanas y cerró los cristales y después cubrió con un mantel una gran mesa rústica que ocupaba gran parte de la estancia. Recuerdo que las paredes estaban cubiertas con un viejo papel descolorido y roto en diversas partes que aún mostraba un dibujo de flores y de pájaros y que además de la mesa no había más que un pequeño aparador con un armario de vidrio lleno de platos.

Gisella, entretanto, iba de un lado para otro de la habitación, examinándolo todo y hasta mirando por la ventana. Por último empujó una puerta que parecía comunicar con otra habitación y, tras haber curioseado un momento, se volvió al dueño y le preguntó con su fingida desenvoltura qué habitación era aquélla.

—Es una alcoba —respondió el del restaurante—. Si después de comer alguno de ustedes quiere descansar…

—Descansaremos, ¿eh Gisella? —dijo Ricardo con su estúpida sonrisa.

Pero Gisella fingió no haber oído y, tras haber mirado de nuevo dentro de la alcoba, volvió a cerrar la puerta con precaución, aunque limitándose a entornarla dejándola entreabierta.

El comedor aquel, tan pequeño y tan íntimo, me había devuelto una cierta alegría y no me fijé en aquella puerta que había quedado entreabierta ni en una mirada de complicidad que me pareció sorprender entre Gisella y Astarita. Nos sentamos a la mesa y yo me senté al lado de Astarita, como le había prometido, pero él no pareció reparar en ello, parecía preocupado hasta el punto de ser incapaz de hablar. Al cabo de un rato, volvió el dueño del establecimiento con los entremeses y el vino, y yo, que tenía un hambre canina, me puse a comer con verdadero ímpetu, lo que hizo reír a los demás. Gisella aprovechó la ocasión para reanudar sus habituales punzadas acerca de mi matrimonio.

—Come, come —dijo—. Con Gino nunca comerás tanto ni tan bien.

—¿Y por qué? —repuse—. Gino gana lo suyo.

—Sí, para comer judías a todas horas.

—Las judías son buenas —dijo Ricardo riendo—. Voy a pedir que me traigan un plato inmediatamente.

—Eres una tonta, Adriana —prosiguió Gisella—. Tú necesitarías un hombre con posibilidades, un hombre serio, ordenado, que piense en ti y procure que nada te falte y te permita valorizar tu belleza… Y vas a meterte con ese Gino…

Yo guardaba silencio, obstinada, con la cabeza baja, y me preocupaba sólo de comer. Ricardo observó, riendo:

—Si yo estuviera en el lugar de Adriana, no renunciaría a nada, ni a Gino, puesto que tanto le gusta, ni al hombre serio. Me quedaría con los dos… Y hasta podría ocurrir que Gino no tuviera nada que oponer a eso.

—¡Eso sí que no! —repliqué apresuradamente—. Si se enterara de que hoy he hecho esta excursión con vosotros, rompería nuestro noviazgo.

—¿Y por qué? —preguntó Gisella, picada.

—Porque no quiere que salga contigo.

—¡Puerco asqueroso, andrajoso, ignorante! —dijo con rabia Gisella—. Me entran ganas de hacer la prueba, ir a él y decirle:

«Adriana sale conmigo, hoy ha pasado todo el día a mi lado, y ahora rompe con ella».

—¡No, no! —supliqué, asustada—. ¡No lo hagas!

—Para ti sería una suerte.

—Sí, pero no lo hagas —volví a suplicar—. Si me quieres de veras, no lo hagas.

Durante toda esta conversación, Astarita no dijo una palabra ni casi probó bocado. En cambio, no apartaba sus ojos de mí, con aquella mirada suya cargada, pesada, desesperada, que me embarazaba de un modo indecible. Me hubiera gustado decirle que no me mirara de aquella manera, pero temía las bromas de Gisella y Ricardo. Por el mismo motivo no tuve el valor de protestar cuando Astarita, aprovechando un momento en que apoyé la mano derecha en el banco, me la cogió apretándola con fuerza y obligándome a comer con una sola mano. Hice mal, porque Gisella exclamó en seguida, riendo:

—Mucha fidelidad a Gino de palabra, pero con los hechos… ¿O es que crees que no me doy cuenta de que Astarita y tú os estáis cogiendo las manos por debajo de la mesa?

Enrojecí por la confusión y traté de soltar la mano. Pero Astarita la retuvo con fuerza. Ricardo dijo:

—Déjalos en paz, mujer. ¿Hay algo de malo en eso? Se aprietan la mano… Pues hagamos nosotros lo mismo.

—Bromeaba —dijo Gisella—. La verdad es que estoy contenta.

Tras haber comido la pasta asciutta esperamos un buen rato el segundo plato. Gisella y Ricardo no hacían más que reírse y bromear y entre tanto bebían y me hacían beber. El vino, tinto, era bueno, pero muy fuerte, y en seguida se me subió a la cabeza. Me gustaba el sabor cálido y punzante del vino y en mi embriaguez me parecía no estar bebida y que podía beber indefinidamente. Astarita, serio y sombrío, seguía apretándome la mano y yo no me rebelaba. Pensaba que, al fin y al cabo, podía concederle un estrujón de manos. Sobre la puerta había colgada una litografía en la que se veía un balcón con rosas y una mujer y un hombre, vestidos a la moda de cincuenta años antes, abrazados de una manera artificiosa y complicada. Gisella observó la oleografía y dijo que no entendía cómo aquellos dos podían besarse de aquel modo.

—Probemos —propuso a Ricardo—. Vamos a ver si podemos imitarlos.

Ricardo, riendo, se puso de pie e imitó al hombre del cuadro, mientras Gisella, también entre risas, se pegaba a la mesa del mismo modo que la mujer del cuadro se cogía a la balaustrada florida del balcón. Con gran esfuerzo lograron unir sus bocas, pero, al mismo tiempo, faltó poco para que perdieran el equilibrio y cayeran los dos sobre la mesa. Gisella, excitada por el juego, gritó:

—Ahora os toca a vosotros.

—¿Por qué? —pregunté, alarmada—. ¿Qué tenemos que ver nosotros?

—Sí, sí, haced la prueba.

Noté que Astarita me pasaba el brazo alrededor de la cintura y traté de librarme diciendo:

—No quiero.

—¡Uf, qué aburrida eres! —gritó Gisella—. Pero si es un juego, sólo un juego…

—Pues yo no quiero.

Ricardo reía y también incitaba a Astarita para que me obligara a besarlo.

—Astarita, si no la besas no vuelvo a mirarte a la cara.

Pero Astarita estaba serio y casi me daba miedo. Era evidente que para él no se trataba de un juego.

—Déjeme en paz —dije, volviéndome a él.

Astarita me miró y miró a Gisella interrogadoramente, como esperando que lo animara.

—¡Duro, Astarita! —gritó Gisella, que parecía más empeñada que él mismo, con una actitud que —oscuramente— noté cruel y despiadada.

Astarita me ciñó con más fuerza por la cintura atrayéndome hacia él. Ahora ya no se trataba de un juego; quería abrazarme a toda costa. Sin decir una sola palabra, intenté librarme, pero él era muy fuerte y, por mucho que yo lo empujara con las manos, sentía que poco a poco iba acercando su cara a la mía. Pero aun así no hubiera logrado besarme de no haber acudido Gisella en su ayuda. De pronto, dando un grito agudísimo de júbilo, Gisella se levantó, se puso detrás de mí y me cogió los brazos sujetándomelos. Yo no la veía, pero podía sentir su furia en las uñas metidas en mi carne y en su voz que repetía entre risas, con acento quebrado, furioso y cruel:

—¡Ya, Astarita, ahora es el momento!

Astarita estaba encima de mí. Intenté en lo posible volver la cara, único movimiento que en aquellas circunstancias me era posible hacer, pero él me cogió la barbilla con una mano y volvió mi rostro hacia el suyo; después, me besó en la boca, con fuerza y durante un buen rato.

—¡Ya está! —chilló Gisella, triunfante.

Y volvió a su sitio, muy contenta.

Astarita me dejó. Irritada y dolorida dije:

—No volveré a salir con vosotros.

—¡Oh, Adriana! —bromeó Ricardo—. ¡Por un beso!

—¡Astarita está todo manchado de carmín! —exclamó Gisella—. ¡Qué diría Gino si entrara ahora!

Era verdad. Astarita tenía la boca manchada de carmín y aquella mancha escarlata en su rostro amarillo y triste me pareció ridícula.

—¡Ea! —gritó Gisella—. Haced las paces… Tú, quítale el carmín con tu pañuelo. Si no, ¿qué va a pensar el camarero cuando entre?

Tuve que hacer de tripas corazón y con una punta de mi pañuelo, mojado en mi propia saliva, fui quitando el carmín de la cara fúnebre e inmóvil de Astarita. E hice mal en mostrarme blanda otra vez, porque en cuanto volví a guardar el pañuelo, él intentó volver a cogerme por la cintura.

—Déjeme —le dije.

—¡Oh, Adriana! —suplicó.

—Pero ¿qué te importa? —intervino Gisella—. A él le gusta y a ti no te hace nada… Además, ahora que lo has besado, bien puedes dejarle que lo haga…

Y cedí una vez más. Nos quedamos juntos, él con el brazo alrededor de mi cuerpo y yo rígida y reservada. Entró el camarero con el segundo plato. Mientras comía, aunque Astarita seguía ciñéndome, se me pasó el mal humor. La comida era muy buena y sin notarlo bebí todo el vino que Gisella no cesaba de servirme. Después del segundo plato, siguió la fruta y el dulce. Era un postre excelente y yo no estaba acostumbrada a comerlo así y cuando Astarita me ofreció su parte no tuve el valor de rechazarla y me la comí también. Gisella, que también había bebido mucho, comenzó a hacer mil zalemas a Ricardo, metiéndole en la boca gajos de mandarina y acompañando de un beso cada gajo. Yo me notaba embriagada, pero no en una forma desagradable, sino con mucho placer y el brazo de Astarita ya no me molestaba. Gisella, cada vez más caprichosa y excitada, se levantó y fue a sentarse en las rodillas de Ricardo. No pude menos que reírme al ver a Ricardo dar un fingido grito de dolor, como si Gisella lo hubiera aplastado con su peso. De pronto, Astarita, que hasta entonces había permanecido inmóvil, limitándose a ceñirme la cintura con el brazo empezó a besarme rápidamente en el cuello, en el pecho y en las mejillas. Esta vez no protesté, ante todo, porque estaba demasiado bebida para luchar y después porque era como si aquel hombre estuviera besando a otra persona, hasta tal punto yo no sentía nada con aquellas expansiones y permanecía quieta y rígida como una estatua. En mi embriaguez me parecía estar fuera de mí misma, en algún rincón de la sala, observando con indiferente curiosidad de espectadora la furiosa pasión de Astarita. Pero los demás tomaron esa indiferencia mía por complacencia y Gisella me gritó:

—¡Bravo, Adriana, así se hace!

Hubiera querido contestarle, pero, ignoro por qué, cambié de idea y, tomando mi vaso lleno de vino, lo alcé y exclamé con voz clara y sonora:

—Estoy borracha.

Lo vacié de un trago. Creo que los demás aplaudieron. Astarita dejó de besarme y, mirándome fijamente, me dijo en voz baja:

—Vamos allí.

Me di cuenta de que Gisella y Ricardo habían dejado de reír y hablar y nos miraban. Gisella dijo:

—¡Animo, muévete! ¿Qué esperas?

De pronto, me pareció que la embriaguez se me había pasado. En realidad, estaba embriagada, pero no tanto como para no darme cuenta del peligro que me amenazaba.

—No quiero —dije.

Y me puse de pie.

Astarita también se levantó y cogiéndome por un brazo intentó arrastrarme hacia la puerta. Los otros dos empezaron a incitarlo:

—¡Duro, Astarita!

Astarita me arrastró hasta cerca de la puerta, aunque yo me debatía. Después, de un empujón, me liberé y corrí hacia la puerta que daba a la escalera. Pero Gisella fue más rápida que yo.

—¡No, simpática, no! —gritó.

Se levantó rápidamente de las rodillas de Ricardo y de una carrera llegó antes que yo a la puerta, dio vuelta a la llave y la quitó de la cerradura.

—No quiero —repetí con voz asustada deteniéndome ante la mesa.

—Pero ¿qué te importa? —gritó Ricardo.

—¡Estúpida! —dijo con dureza Gisella empujándome hacia Astarita—. ¡Anda, acaba de una vez! ¡Cuánta tontería!

Comprendí que, a pesar de su testarudez y de su crueldad, Gisella no se daba cuenta de lo que hacía. Aquella especie de trampa que me había tendido debía de parecerle algo alegre y gratamente ingenioso. También me sorprendió la indiferencia y la alegría de Ricardo, a quien sabía bueno e incapaz de cometer una acción que le pareciera malvada.

—¡No quiero! —dije otra vez.

—¡Vaya! —insistió Ricardo—. ¿Qué hay de malo en ello?

Gisella seguía empujándome, solícita y excitada, y diciendo:

—No te creía tan tonta. Entra de una vez… ¿Qué esperas?

Hasta entonces Astarita no había dicho palabra, inmóvil como una piedra junto a la puerta de la alcoba, fijos los ojos en mí. Después vi que abría la boca como para hablar. Lenta, confusamente, como si las palabras tuvieran una consistencia pegajosa y a duras penas se le despegaran de los labios, dijo:

—Ven, o le diré a Gino que has venido con nosotros y que has hecho el amor conmigo.

Comprendí que haría lo que estaba diciendo. Porque si uno puede equivocarse sobre el sentido de unas palabras, no es posible errar acerca del tono de una voz. Desde luego, hablaría con Gino y para mí terminaría todo antes de empezar. Hoy pienso que habría podido rebelarme. Quizá debatiéndome o gritando con violencia le hubiera convencido de la inutilidad del chantaje y de la venganza. Pero también es posible que no hubiera servido de nada porque su deseo era mucho más fuerte que mi repugnancia. Me sentí vencida de una vez y más que en rebelarme pensé en evitar el escándalo con el que me amenazaban. En realidad, había llegado desprevenida a aquel momento, lleno el ánimo de los proyectos para el porvenir, a los que no quería renunciar en modo alguno. Y lo que entonces me sucedió de una manera tan cruda creo que ocurre también de diversos modos a quienes tienen ambiciones por modestas que sean, por las que tarde o temprano tienen que pagar un elevado precio, y sólo los abandonados y quienes han renunciado a todo pueden esperar no verse obligados a pagarlo.

Pero al mismo tiempo que aceptaba mi destino experimenté un dolor consciente y agudo. Y una repentina clarividencia, como si el camino de mi vida, habitualmente tan oscuro y tortuoso, se abriera de pronto ante mis ojos recto y clarísimo, me reveló en un instante todo lo que iba a perder a cambio del silencio de Astarita. Los ojos se me llenaron de lágrimas y, cubriéndome el rostro con un brazo empecé a llorar. Comprendí que no lloraba por rebeldía, sino por una última resignación, y de hecho, aun entre lágrimas, sentí que mis pies me llevaban hacia Astarita. Gisella me conducía del brazo repitiéndome:

—Pero ¿por qué lloras…? Como si fuera la primera vez.

Oí que Ricardo se reía y, sin verlos, sentí los ojos de Astarita fijos en mí mientras iba hacia él lentamente, llorando. Después noté su brazo alrededor de mi cintura y cómo la puerta de la alcoba se cerraba a nuestras espaldas.

No quería ver nada. Todo lo que ocurría era ya demasiado. Así mantuve obstinadamente el brazo sobre los ojos por más que Astarita intentara retirarlo. Supongo que hubiera deseado portarse como cualquier amante en semejantes circunstancias, es decir, doblegándome a sus deseos lentamente y por grados casi insensibles. Pero mi obstinación en mantener el brazo sobre el rostro lo forzó a ser más brutal y rápido de lo que él mismo hubiera querido. Así, tras haberme hecho sentar al borde del lecho y haber intentado inútilmente aplacarme, me derribó sobre la almohada y se echó sobre mí. De la cintura abajo, todo mi cuerpo me pesaba como el plomo y lo sentía inerte. Nunca un abrazo fue soportado con mayor tolerancia y menos participación. Pero dejé de llorar casi de pronto, y cuando él cayó sobre mi pecho jadeando, me quité el brazo con que me cubría los ojos y los abrí en la oscuridad.

Estoy convencida de que Astarita me amaba en aquel momento todo lo que un hombre puede amar a una mujer y, desde luego, más que Gino. Recuerdo que, con un gesto convulso y apasionado, muy suyo, no cesaba de pasarme la mano una y otra vez por la frente y las mejillas mientras todo su cuerpo se estremecía con violencia y murmuraba palabras de amor. Pero mis ojos estaban secos y muy abiertos, y mi cabeza, limpia ya de la embriaguez, estaba poseída por una frialdad lúcida y vertiginosa. Dejaba que Astarita me hablara y me acariciara mientras seguía el hilo de mis pensamientos. Volvía a ver mi propia alcoba, tal como la había arreglado con los muebles nuevos que aún no había acabado de pagar y experimentaba una especie de consuelo amargo y tenaz. Ahora, me decía, nada ni nadie me podría impedir casarme y vivir la vida a que aspiraba. Pero, al mismo tiempo, sentía que mi ánimo había cambiado irremediablemente y que, donde antes había tan frescas e ingenuas esperanzas, había ahora una seguridad nueva y una resolución firme. De una vez para siempre me sentía mucho más fuerte, aunque con una fortaleza triste y exenta de amor.

Por último dije, hablando por primera vez desde que entráramos en la alcoba:

—Será hora de volver con los otros.

Él me preguntó en voz baja:

—¿Estás enfadada conmigo?

—No.

—¿Me odias?

—No.

—Te amo mucho —murmuró.

Y volvió a cubrirme de besos rápidos y furiosos la cara y el cuello. Dejé que se desahogara y repetí:

—Debemos irnos.

—Tienes razón —respondió.

Y apartándose de mí empezó a vestirse en la oscuridad, según me pareció. Yo me arreglé los vestidos como pude, me puse de pie y encendí la lámpara de la cabecera. A la luz amarilla se mostró a mis ojos una habitación tal como la había hecho imaginar el olor a cerrado y a espliego: un techo bajo y vigas blanqueadas, unas paredes cubiertas de papel de Francia y unos muebles viejos y macizos. En un rincón había un lavabo de pie de mármol, con dos palanganas y dos jarras adornadas con flores verdes y rosa y un gran espejo con marco dorado. Fui al lavabo, eché agua en una de las palanganas y con una punta mojada de la toalla me limpié los labios descoloridos por los besos de Astarita y los ojos, todavía colorados por el llanto. El espejo, desde su fondo arañado y herrumbroso, me devolvía mi propia imagen dolorida y por un momento me quedé mirándome, con el alma llena de compasión y de asombro. Después me rehice, ordené mi cabello lo mejor que pude y me volví hacia Astarita. Estaba esperándome junto a la puerta y cuando vio que yo estaba lista la abrió evitando mirarme y volviéndome la espalda. Apagué la luz y lo seguí. Fuimos acogidos festivamente por Gisella y Ricardo, que seguían con el mismo humor alegre y despreocupado con que los habíamos dejado. Antes no habían entendido mi dolor y ahora no comprendieron mi nueva serenidad. Gisella gritó:

—Menudo tipo de inocente eres tú… No querías, no querías, pero al parecer te has conformado pronto y bien… Bueno, si te gustaba, has hecho bien, pero no valía la pena hacer tantas historias.

La miré. Me parecía extrañamente injusto que fuera ella precisamente la que me había empujado a ceder y hasta me había sujetado por los brazos para que Astarita me besara a su gusto. ¡Y ahora me reprochaba mi complacencia! Ricardo, con su grosero sentido común, observó:

—Pero tú no tienes lógica, Gisella… Antes tanto insistir, y ahora casi vas a decirle que ha hecho mal.

—¡Naturalmente! —repuso Gisella con dureza—. Si no quería, ha hecho muy mal… Por ejemplo, si yo no quisiera, ni con toda la fuerza del mundo podrías obligarme tú…

Y mirándome con ojos atentos y disgustados, añadió:

—Pero ella quería. Ya los vi en el coche mientras veníamos. Por eso digo que no debía hacer tantas historias.

Yo seguía callada, admirando la perfección de una crueldad tan despiadada y tan inconsciente al mismo tiempo. Astarita se acercó a mí e intentó torpemente cogerme una mano. Pero lo rechacé y fui a sentarme al extremo de la mesa.

—¡Vaya, Astarita! —gritó Ricardo estallando en una carcajada—. Parece que venís de un funeral.

En realidad, aunque a su manera, Astarita, con su lúgubre y mortificada seriedad, mostraba comprenderme mejor que los otros.

—Siempre jugáis —gruñó.

—Bueno, ¿acaso tendríamos que llorar? —gritó Gisella—. Ahora os toca a vosotros tener paciencia, como antes la tuvimos nosotros… A cada uno un poco. Vamos, Ricardo.

—Pero os aconsejo… —dijo Ricardo levantándose.

Estaba borracho como una cuba y no sabía qué quería aconsejarnos.

—¡Vamos, vamos!

Salieron a su vez del comedor y Astarita y yo nos quedamos solos. Estábamos sentados cada uno a un extremo de la mesa. Un rayo de sol que entraba por la ventana iluminaba brillantemente los platos en desorden y llenos de cáscaras de fruta, los vasos a medio vaciar y los cubiertos sucios. Pero la expresión de Astarita, aunque el sol le diera en la cara, seguía siendo triste y oscura. Había satisfecho su deseo, pero seguía experimentando (y se veía en las miradas que me lanzaba) la misma borrascosa intensidad de los primeros momentos de nuestro encuentro. En aquel instante sentí compasión por él, a pesar del daño que me había hecho. Comprendí que había sido muy desgraciado antes de poseerme y que ahora, aun después de haberme poseído, seguía siendo igualmente desdichado. Antes sufría porque me deseaba, y ahora, porque yo no correspondía a su amor.

Pero la piedad es el peor enemigo del amor. Si lo hubiera odiado, es posible que él hubiese podido esperar que un día llegara a quererlo. Pero no lo odiaba, sino que sentía compasión por él, y me daba cuenta de que nunca me inspiraría más que un sentimiento de frialdad y de repugnancia.

En silencio permanecimos largo rato en aquella estancia llena de sol, esperando el regreso de Gisella y Ricardo. Astarita fumaba sin descanso, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior y, aun fumando, me dirigía, entre las nubes de humo con que rabiosamente se envolvía, las miradas elocuentes de quien quisiera hablar y no se atreve a hacerlo. Me había sentado al lado de la mesa, con las piernas cruzadas, y ponía toda mi mente en un solo deseo: marcharme. No me sentía cansada ni avergonzada; a lo sumo hubiera preferido estar sola para reflexionar a mi gusto acerca de lo ocurrido. En ese gran deseo de marcharme mi cabeza vacía se distraía continuamente en fútiles observaciones: la perla que Astarita llevaba en la corbata, el dibujo del papel de la pared, una mosca que paseaba por el borde de un vaso, una manchita de tomate que, comiendo la pasta asciutta me había hecho en la blusa, y me irritaba contra mí misma por no encontrarme en condiciones de pensar en cosas más serias. Pero esa futilidad me vino bien cuando Astarita, tras un larguísimo silencio, venciendo por fin su timidez, me preguntó con voz sofocada:

—¿En qué piensas?

Reflexioné un momento y contesté con sencillez:

—Tengo una uña rota y estaba preguntándome cuándo y dónde me la habré roto.

Era verdad, pero él puso una cara amarga e incrédula y desde aquel momento pareció renunciar definitivamente a dirigirme la palabra.

Por fin volvieron Gisella y Ricardo, un poco ajetreados, pero tan alegres y despreocupados como antes. Se extrañaron de encontrarnos tan callados y tan serios, pero ya era tarde y a ellos hacer el amor, al revés que a Astarita, les surtía el efecto de un tranquilizante. Gisella se mostró incluso afectuosa conmigo, sin la excitación y la crueldad que había manifestado antes y después del chantaje de Astarita, y a punto estuve de pensar que ese chantaje había sido para ella, aquel día, un condimento nuevo y sensual para sus insípidas relaciones con Ricardo. En la escalera, Gisella me abrazó por la cintura y murmuró:

—¿Por qué pones esa cara? Si estás preocupada por lo de Gino, puedes estar tranquila. Ni yo ni Ricardo hablaremos con nadie.

—Estoy cansada —mentí.

No soy rencorosa, y bastó el brazo de Gisella alrededor de mi cintura para disipar mi resentimiento.

—También yo estoy cansada —repuso—. Me ha dado mucho viento en la cara…

Y al cabo de un rato, deteniéndose en la puerta del restaurante, mientras los dos hombres se adelantaban hacia el coche, murmuro:

—No estarás enfadada conmigo por lo ocurrido…

—Imagínate —contesté—. ¿Qué tienes que ver en todo eso?

Y así, después de haber exprimido de su intriga el jugo de las diversas satisfacciones que se había prometido, quería asegurarse también de que yo no conservaba ningún rencor contra ella. Creí entenderla bien, y precisamente por eso, porque temía que ella comprendiera que la había entendido y se ofendiera, quise disipar sus dudas y mostrarme afectuosa. Volví el rostro hacia ella y le besé una mejilla añadiendo:

—¿Por qué iba a estar enfadada contigo? Tú siempre has pensado que debería dejar a Gino e ir con Astarita.

—Esto es —aprobó con énfasis—. Y sigo pensándolo… pero tengo miedo de que nunca me lo perdones.

Parecía ansiosa, y yo, por un curioso contagio, estaba aún más ansiosa que ella temiendo que adivinara mis verdaderos sentimientos.

—Se ve que no me conoces —repuse con simplicidad—. Ya sé que tú querrías que dejara a Gino, porque me quieres y te disgusta que no vele por mis propios intereses. Y puede ser que tengas razón.

Tranquilizada por esta última mentira, me cogió por el brazo y me dijo en un tono de conversación confidencial y tranquila:

—Tienes que comprenderme. Astarita o cualquier otro, pero no Gino. Si supieras lo que siento ver como una chica tan guapa como tú pierde así el tiempo… Pregúntaselo a Ricardo… No hago más que hablarle de ti todo el día.

Como de costumbre, hablaba sin trabas y yo procuraba asentir a todo lo que decía. Así llegamos al coche. Volvimos a ocupar los mismos sitios de antes y nos pusimos en marcha.

Ninguno de los cuatro habló durante el viaje de regreso. Astarita seguía mirándome, aunque con más mortificación que deseo. Sus miradas ya no me molestaban y no sentía, como por la mañana, el deseo de hablar y de mostrarme cortés con él. Respiraba a gusto el aire que me daba en la cara por la ventanilla abierta y, maquinalmente, controlaba en los hitos de la carretera la distancia que nos separaba de Roma. Pero de pronto sentí que la mano de Astarita rozaba la mía y noté que intentaba dejar en la palma de mi mano algo, como un papel. Asombrada, pensé que, no atreviéndose a hablarme, había recurrido al sistema de las cartas para comunicarse conmigo. Pero, bajando los ojos, vi que era un billete de Banco doblado en cuatro.

Me miraba fijamente, mientras intentaba hacerme cerrar los dedos sobre el billete. Por un momento tuve la idea de arrojárselo a la cara. Pero al mismo tiempo me di cuenta de que habría realizado un acto externo inspirado más por un ánimo de imitación que por un profundo impulso del alma. Me asombró el sentimiento que experimenté en aquel momento y después, siempre que he recibido dinero de los hombres, no he vuelto a experimentarlo con tanta claridad ni tan intensamente. Era un sentimiento de complicidad y de acuerdo sensual como ninguna de sus caricias había logrado inspirarme en la alcoba del restaurante. Un sentimiento, digo, de sujeción inevitable que, de una sola vez, me reveló todo un aspecto de mi carácter que yo ignoraba. Sabía, desde luego, que debía rechazar aquel dinero, pero al mismo tiempo me daba cuenta de que deseaba aceptarlo. Y no tanto por avidez como por el nuevo placer que el ofrecimiento despertaba en mi alma.

Aun habiendo decidido aceptarlo, insinué el gesto de rechazar el billete, y aun este gesto fue instintivo, sin sombra alguna de cálculo. Astarita insistió, sin dejar de mirarme a los ojos, y entonces pasé el billete de la mano derecha a la izquierda. Me invadía una extraña sensación, sentía su ardor en el rostro y la turbación en la respiración.

Si Astarita hubiera podido adivinar en aquel momento mis sentimientos, habría podido pensar que lo amaba. Pero nada era menos verdadero. Eran sólo el dinero y la forma y el motivo por el que se me daba lo que ocupaba con tanta fuerza mi mente. Sentí cómo Astarita me cogía la mano y se la llevaba a los labios. Dejé que la besara y después la retiré. No volvimos a mirarnos hasta la llegada a Roma.

Una vez en la ciudad nos separamos todos como fugitivos, como si cada uno de nosotros supiera haber cometido un delito y le urgiera sólo ir a esconderse. Y en realidad algo muy semejante a un delito lo habíamos cometido todos aquel día: Ricardo por tontería, Gisella por envidia, Astarita por concupiscencia y yo por inexperiencia. Gisella me citó para el día siguiente, para ir a posar, Ricardo me deseó las buenas noches y Astarita no supo hacer otra cosa que estrechar silenciosamente mi mano, serio y turbado. Me habían acompañado hasta mi casa y, a pesar del cansancio y el remordimiento que sentía, recuerdo que no pude por menos de experimentar una sensación de vanidad complacida cuando bajé de aquel hermoso automóvil ante mi portal, bajo las miradas de la familia del ferroviario, nuestros vecinos, que nos observaban desde la ventana.

Fui a encerrarme en mi habitación y por primera vez examiné el dinero. Descubrí que no era uno, sino tres billetes de mil, y por un momento, sentada en el borde de la cama, casi me sentí feliz. Aquel dinero, no sólo bastaba para pagar los últimos plazos de los muebles, sino también para comprar alguna otra cosa que necesitaba. Era más dinero del que nunca había tenido y no me cansaba de mirar y tocar los billetes. Mi antigua pobreza me hacía aquel espectáculo más que agradable, incluso increíble. Tuve que mirar un buen rato los billetes, como había mirado mis muebles, para convencerme definitivamente de que me pertenecían.