SEGUNDA PARTE
Capítulo I
Ahora Gisella y yo, más que amigas éramos socias. Verdad es que no nos poníamos de acuerdo en cuanto a los lugares de reunión, pues Gisella prefería los restaurantes y los locales de lujo y yo los cafés más humildes e incluso la calle, pero habíamos decidido una especie de acuerdo incluso para esta diferencia de gustos: íbamos por riguroso turno a los sitios preferidos por cada una. Una noche, después de haber cenado en vano en el restaurante, volvíamos juntas a casa cuando me di cuenta de que un coche nos seguía. Se lo dije a Gisella y aún me atreví a añadir que podríamos dejarnos abordar. Gisella estaba aquella noche de pésimo humor porque había tenido que pagar la cena sin provecho alguno y desde hacía algún tiempo estaba pasando verdadera estrechez. Me contestó de mala manera:
—Ve tú… Yo me voy a dormir.
Entre tanto, el coche se había acercado a la acera y caminaba lentamente a nuestro lado. Gisella iba junto al muro y yo por el borde de la calzada. Miré a hurtadillas y vi que en el coche iban dos hombres. Pregunté a Gisella en voz baja:
—¿Qué hemos de hacer? Si no vienes tú también, yo no hago nada.
—Yo no voy. Ve tú… ¿Acaso tienes miedo?
Ella lanzó a su vez una ojeada de través al coche y, por un momento, pareció vacilar, malhumorada.
—No, pero sin ti no voy —respondí.
Ella movió la cabeza, echó otra ojeada al coche que todavía iba lentísimo a nuestro lado y, como resignándose de pronto, contestó:
—Está bien, pero sigue como si tal cosa y vamos adelante… Aquí, en el Corso, no me gusta.
Caminamos todavía unos cincuenta metros, seguidas siempre por el automóvil. Entonces Gisella dobló una esquina y las dos nos metimos por una calleja oscura transversal, en una estrecha acera a espaldas de una vieja pared tapizada de carteles publicitarios. Oímos cómo el coche tomaba la misma dirección y después, con los faros encendidos, se nos plantó delante, envolviéndonos en un haz de luz blanca. Era como si aquella claridad nos desnudara, clavándonos a la húmeda pared entre los carteles descoloridos y arrancados en parte. Nos detuvimos. Gisella, irritada, me dijo en voz baja:
—¿Qué modales son éstos? ¿Es que ya no nos miraron bastante en el Corso? Estoy a punto de irme a casa.
—No, no —dije apresuradamente, como suplicando.
Yo misma ignoraba por qué, pero me interesaba muchísimo conocer a los dos hombres del automóvil.
—¿Qué te importa, al fin y al cabo? Todos hacen más o menos lo mismo.
Gisella se encogió de hombros y al mismo tiempo los faros trazaron un círculo, se apagaron y el coche se detuvo junto a la acera, delante de nosotras. El que conducía sacó por la ventanilla una cabeza rubia y rosada y dijo con voz sonora:
—Buenas noches.
—Buenas noches —respondió Gisella, conteniéndose.
—¿Dónde vais tan solitas las dos? —siguió el otro—. ¿Podemos acompañaros?
A pesar del tonillo irónico, como de quien sabe que tiene gracia, eran las frases rituales que he oído centenares de veces.
Todavía envarada, Gisella contestó:
—Depende…
También ella decía siempre las mismas cosas.
—Bueno, bueno —insistió el del coche—. ¿De qué depende?
—¿Cuánto pensáis darnos? —replicó Gisella acercándose y poniendo una mano sobre la portezuela.
—¿Cuánto queréis?
Gisella dijo una cantidad.
—Vaya, sois caras —canturreó el hombre—. Sois verdaderamente caras.
Pero parecía dispuesto a aceptar. Su compañero, cuyo rostro yo no veía aún, se inclinó y le dijo algo al oído, pero el rubio movió los hombros y volviéndose hacia nosotras añadió:
—Está bien… Subid.
El compañero abrió la portezuela, descendió, volvió a subir a la parte posterior. Una vez dentro, abrió desde dentro la portezuela y me invitó con un gesto a subir a su lado. Gisella se instaló junto al rubio. Éste se volvió hacia ella y preguntó:
—¿Adónde vamos?
—A casa de Adriana —contestó Gisella.
Y dio mi dirección.
—Muy bien —dijo el rubio—. Vamos a casa de Adriana.
Habitualmente, cuando me encontraba con esta clase de hombres todavía desconocidos, lo mismo en un coche que en otro lugar, me mantenía inmóvil y silenciosa esperando que ellos me hablaran o hicieran algo. Sabía por experiencia que los hombres son impacientes cuando se trata de tomar la iniciativa y que no necesitan en absoluto que se les anime. También aquella noche me quedé muda y quieta mientras el coche corría por las calles de la ciudad. De mi vecino, a quien la disposición de los puestos en el automóvil designaba como mi amante de turno, sólo veía las manos largas, delgadas y blancas, posadas sobre las rodillas. Tampoco él hablaba ni se movía y mantenía la cabeza echada hacia atrás, en la sombra. Pensé que debía de ser tímido y de pronto sentí simpatía por él. También yo había sido tímida y cualquier timidez me conmovía porque me llevaba a pensar cómo era yo misma antes de mis relaciones con Gino. En cambio, Gisella hablaba. Gustábale, mientras podía hacerlo, conversar con cierto distanciamiento y una especie de educación, como si fuera una señora de charla con hombres que la respetan. De pronto, le oí preguntar:
—¿Es suyo este coche?
—Sí —respondió su compañero—. Todavía no lo he empeñado. Te gusta, ¿eh?
—Es muy cómodo —comentó Gisella con suficiencia—. Pero prefiero el «Lancia». Es más rápido y tiene mejor suspensión. Mi novio tiene un «Lancia».
Era verdad. Ricardo poseía un «Lancia». Sólo que nunca había sido novio de Gisella y hacía tiempo que no se veían. El rubio se echó a reír y dijo:
—Tu novio tendrá un «Lancia» de dos ruedas.
Gisella tenía un carácter puntilloso y por cualquier tontería se enfadaba. Preguntó, resentida:
—Vamos a ver. ¿Por quiénes nos toma?
—¡Yo qué sé! Dígame quiénes son —dijo el rubio—. No quisiera dar pasos en falso.
Otra idea fija en Gisella era la de hacerse pasar ante sus amantes circunstanciales por lo que no era: bailarina, mecanógrafa o dama de excelentes costumbres. Y no se daba cuenta de que aquellas pretensiones contrastaban bastante con el hecho de que se dejara abordar con tanta facilidad y planteara inmediatamente la cuestión del dinero:
—Somos dos bailarinas de la «Compañía Caccini» —dijo calmosamente—. No estamos acostumbradas a que nos invite el primero que se presente, pero como la compañía todavía no se ha formado, esta noche íbamos a dar un paseo… Yo no quería aceptar, pero mi amiga ha insistido porque le parecíais dos personas distinguidas… Si mi novio llegara a enterarse de esto, pobre de mí.
El rubio volvió a reír:
—Desde luego, somos dos personas muy distinguidas, pero vosotras sois dos putas de la calle… ¿Y qué hay de malo en eso?
Mi compañero habló por primera vez y dijo:
—Déjalo de una vez, Giancarlo.
Yo no dije nada. No me gustaba oírme llamar de aquel modo, sobre todo por la maligna intención que había en ello, pero, en fin de cuentas, era la verdad. Gisella dijo:
—Ante todo, no es verdad… Y usted es un bellaco.
El rubio no dijo nada. Pero aminoró la marcha y detuvo el coche junto a la acera. Estábamos en una calle secundaria, desierta y poco iluminada, entre dos hileras de casas. El rubio se volvió a Gisella:
—Vamos a ver… ¿Y si te echara del coche?
—Haga la prueba —dijo Gisella echándose atrás.
Era muy belicosa y no temía a nadie.
Entonces mi compañero se inclinó hacia el asiento delantero y pude verle la cara. Era moreno, con el cabello despeinado sobre la alta frente, los ojos superficiales y grandes, oscuros y brillantes, la nariz recortada, la boca sinuosa y una fea barbilla doblada hacia adentro. Era muy delgado y en el cuello le sobresalía la nuez. Dijo al rubio:
—¡Acabarás de una vez!
Pero lo dijo sin exasperación, o al menos así me lo pareció, y aunque con fuerza, sin una participación directa, como quien se mete voluntariamente en un asunto que ni le va ni le viene. Su voz no era muy fuerte ni muy masculina y se notaba que podría desviarse fácilmente al falsete.
—¿Y a ti qué te importa? —dijo el otro volviéndose.
Lo dijo en un tono particular, como si ya estuviera arrepentido de su brutalidad y no le disgustara la intervención de su amigo. Éste prosiguió:
—No comprendo qué maneras son esas… Las hemos invitado, han confiado en nosotros y ahora les decimos insolencias.
Se volvió hacia Gisella:
—No le haga caso, señorita… Tal vez ha bebido un poco de más… Puedo asegurarle que su intención no ha sido ofenderla.
El rubio inició un gesto de protesta, pero el otro lo detuvo poniéndole una mano en el brazo y diciéndole en tono perentorio:
—Te digo que has bebido y que no tenías intención de ofenderla… Y ahora, vamos.
—Yo no he venido para que me insulten —empezó Gisella con voz insegura.
También parecía agradecida al moreno por su intervención. Él le dio la razón:
—Naturalmente, ninguno de nosotros quiere que se le insulte… Es natural.
El rubio los miraba con una cara estúpida. Su rostro era colorado y lleno de hinchazones irregulares, como manchado, con unos ojos redondos azules y una boca grande y roja, de expresión glotona y desenfrenada. Miró a su amigo, que con cierta gracia daba unas palmadas suaves en el hombro de Gisella, después la miró a ella y por último, inesperadamente estalló en una carcajada.
—Palabra de honor que no entiendo nada —exclamó—. ¿Dónde estamos? ¿Por qué discutimos? Ni siquiera recuerdo cómo ha empezado todo esto… En vez de estar alegres, nos peleamos… Palabra de honor que es para volverse loco.
Reía de buena gana y sin dejar de reír se volvió hacia Gisella y le dijo:
—Anda, guapa… no me mires con esa cara… En el fondo somos el uno para el otro.
Gisella intentó sonreír y dijo:
—Realmente, también a mí me parecía…
El rubio prosiguió, con una voz chillona y riendo a mandíbula batiente:
—Yo tengo el mejor carácter de este mundo, ¿no es verdad Giacomo? Soy un verdadero santo… Lo que pasa es que hay que saber tomarme… Esto es todo… Y ahora, ¿me das un beso?
Se inclinó sobre Gisella y la ciñó por la cintura con un brazo. Ella echó la cabeza hacia atrás y dijo:
—Espera.
Sacó del bolso un pañuelo, se lo pasó por los labios quitándose el carmín y después, compungida, le dio un beso seco en la boca. Mientras Gisella lo besaba, el rubio fingía burlonamente con las manos que se sofocaba. Se separaron en seguida y el rubio volvió a poner en marcha el automóvil con un gesto enfático.
—Caramba… Juro que de ahora en adelante no volveré a darle un solo motivo de queja… Seré muy fino, muy distinguido y serio y la autorizo para que me dé un pescozón si no me porto bien.
El coche se puso en marcha.
Durante el resto del trayecto, el rubio siguió hablando y riendo fuertemente y de vez en cuando, con peligro de nuestras vidas, levantaba las manos del volante y gesticulaba animadamente. En cambio, mi compañero había vuelto a la sombra y al silencio después de su breve intervención. Yo sentía ahora por él una viva simpatía y una animada curiosidad, y cuando ahora, pasado tanto tiempo, vuelvo a pensar en ello, comprendo que fue en aquel momento cuando me enamoré de él o, por lo menos, empecé a atribuirle todas las cosas que amaba y que hasta entonces no había tenido. Después de todo, el amor quiere ser completo y no una mera satisfacción de los sentidos, y yo seguía buscando aquella perfección que antes me había parecido poder atribuir a Gino. Tal vez era la primera ocasión, no ya desde que hacía aquel oficio, sino de toda mi vida, que encontraba una persona como él, es decir, con aquellos modales y aquella voz. El grueso pintor para el que había posado la primera vez se le parecía en cierto modo, pero era más frío y más seguro de sí, y por lo demás, con sólo que él lo hubiese querido, me habría enamorado de él. Aunque de distinta manera, su voz y sus actitudes despertaban en mi alma los mismos sentimientos que experimenté durante mi primera visita a la villa de los amos de Gino. Lo mismo que entonces me gustaban especialmente el orden, el lujo, la limpieza de la villa y me parecía que no valía la pena vivir sino en casa como aquélla, así su voz y sus gestos educados y razonables, y lo que dejaban suponer de él, me inspiraban una atracción apasionada y convencida. Al mismo tiempo experimentaba un intenso deseo de los sentidos y deseaba ser acariciada por aquellas manos y besada por aquella boca, y comprendía que, en un instante ignorado, se había producido en mí aquella mezcla vehemente e inefable de aspiraciones antiguas y de placer presente que es propia del amor y revela infaliblemente su nacimiento. Pero también tenía mucho miedo de que él se diera cuenta de estos sentimientos y huyera de mí. Impulsada por este temor, tendí una mano hacia la suya y procuré que me la estrechara. Pero bajo mis dedos que torpemente trataban de meterse entre los suyos y enlazarse con ellos, sus manos permanecían inmóviles. Me sentí invadida por una gran turbación, no queriendo retirar mi mano y, al mismo tiempo, sintiendo que debía retirarla en vista de su inmovilidad. Después, al dar bruscamente la vuelta a una bocacalle, el coche nos echó al uno contra el otro, fingí perder el equilibrio y me dejé caer con la frente sobre sus rodillas. Él tuvo un sobresalto y no se movió. Sentí con placer cómo corría el coche, cerré los ojos y, como hacen los perros, presioné con mi cabeza entre sus manos hasta separarlas, las besé e intenté pasármelas por la cara en una caricia que hubiera deseado afectuosa y espontánea. Comprendí que había perdido la cabeza y oscuramente me asombraba de que semejante turbación hubiera sido provocada por unas simples palabras dichas con cortesía. Pero él no concedió la caricia que tan humildemente le suplicaba y, al cabo de un rato, retiró las manos. Casi al mismo tiempo se detuvo el automóvil.
El rubio saltó a tierra y con burlona cortesía ayudó a Gisella a salir. También salimos nosotros; abrí el portal de casa y entramos. Por la escalera nos precedió el rubio junto con Gisella. Era bajo y grueso, con unos vestidos que parecían ir a estallar, pero no era decididamente gordo. Gisella resultaba más alta que él. A mitad de la escalera, se rezagó un poco, quedó un peldaño más abajo que Gisella, y cogiendo el borde de la falda de ésta lo levantó, dejándole al descubierto los muslos blancos ceñidos por las ligas y parte de las nalgas, que eran pequeñas y enjutas.
—¡Arriba el telón! —gritó con una carcajada. Gisella se limitó a bajarse la falda de un manotazo. Pensé que tanta desfachatez disgustaría a mi compañero y quise darle a entender que también a mí me disgustaba.
—Su amigo es muy alegre —dije.
—Sí —respondió brevemente.
—Se ve que las cosas le van bien.
Entramos en casa, de puntillas, y los llevé directamente a mi cuarto. Una vez cerrada la puerta nos quedamos un rato de pie los cuatro, porque la habitación era pequeña y la llenábamos. El rubio fue el primero en deshacer el embarazo sentándose en la cama y empezando sin más preámbulos a desnudarse como si estuviera a solas. Mientras se desnudaba, no dejaba de reír y de parlotear, incansable. Hablaba de habitaciones de hotel y de cuartos privados y contó una aventura suya reciente:
—Me dijo que era una señora educada y que no quería ir a un hotel… Yo le dije que los hoteles están llenos de señoras educadas… Me contestó que ella no quería dar su nombre… Yo le propuse hacerla pasar como mi esposa. Al fin y al cabo, una más o menos… Bien, fuimos al hotel, la presenté como mi mujer. Subimos a la habitación… pero cuando se trató de pasar a los hechos, empezó a hacer una serie de melindres… que estaba arrepentida, que ya no quería, que verdaderamente era una dama educada… Entonces perdí la paciencia e intenté actuar por la fuerza… Nunca lo hubiera hecho, porque abrió la ventana y me amenazó con arrojarse a la calle… «Está bien —le dije—. La culpa es mía por haberte traído aquí…». Ella se sentó en la cama y empezó a lloriquear. Me contó una larga historia tristísima, muy conmovedora, capaz de destrozar el corazón, pero si tuviera que contárosla no podría hacerlo, porque la he olvidado… Sólo sé que al final me sentí tan emocionado que casi me eché de rodillas a sus pies para pedirle perdón por haberla tomado por lo que no era… «Está bien —dije—. No haremos nada. Nos limitaremos a acostarnos y a dormir cada uno por su lado».
Y dicho y hecho; yo me dormí inmediatamente… Bueno, a media noche me desperté, miré hacia su lado y vi que había desaparecido. Miré entonces mis vestidos y noté que estaban en desorden… Fui en seguida a ver y descubrí que también había desaparecido mi cartera… ¡Una señora educada, sí señor!
Estalló en risas con una alegría realmente irrefrenable y contagiosa que hizo reír a Gisella y a mí me obligó a sonreír. Se había quitado el traje, la camisa, los calcetines y los zapatos, y se había quedado con un vestido interior de lana, muy adherente, color tórtola, que lo cubría desde los tobillos al cuello y le daba el aspecto de un equilibrista o un bailarín de la ópera. El indumento, habitual en los hombres de cierta edad, aumentaba la comicidad de su figura, y en aquel momento olvidé la brutalidad de antes y casi sentí simpatía por él porque siempre me han gustado las personas alegres y yo misma soy más inclinada a la alegría que a la tristeza. Él empezó a dar vueltas por la habitación, haciendo mil muecas y gesticulaciones graciosas, pequeño, redundante, con un tórax abultado, orgulloso de su indumento de lana como de un uniforme.
Después, desde el rincón de la cómoda, dio un salto repentino sobre la cama cayendo encima de Gisella, que dio un chillido de sorpresa, y derribándola boca arriba como para abrazarla. Pero de pronto, de una manera cómica, como dominado por una idea repentina, quedando a cuatro patas sobre Gisella, levantó la cara roja y desenfrenada, se volvió a mirarnos a nosotros dos como hacen los gatos antes de tocar la comida, y preguntó:
—Y vosotros, ¿qué esperáis?
Miré a mi compañero y le pregunté:
—¿Quieres que me desnude?
Él conservaba todavía levantado el cuello del abrigo y contestó temblando:
—No, no… Después de ellos.
—¿Quieres que salgamos?
—Sí.
—Dad una vuelta en coche —gritó el rubio, todavía inclinado sobre Gisella—. Las llaves están puestas.
Pero su compañero fingió no haber oído el ofrecimiento y salió de la habitación.
Pasamos a la antesala. Hice un gesto al joven para que me esperara allí y entré en la sala. Mi madre estaba sentada ante la mesa del centro, entretenida en distribuir las cartas de un solitario. En cuanto me vio, sin esperar siquiera a que yo dijese una palabra, se puso de pie y salió hacia la cocina. Entonces me asomé a la puerta y dije al joven que podía entrar.
Cerré la puerta y fui a sentarme en el canapé, en el rincón junto a la ventana. Hubiera querido que él se sentara a mi lado y me acariciara. Con otros hombres siempre ocurría así. Pero él no hizo caso alguno del canapé y se puso a dar pasos de un lado a otro, con las manos en los bolsillos, alrededor de la mesa. Creí que estaría disgustado por tener que esperar y dije:
—Lo siento, pero sólo tengo una alcoba disponible.
El joven se detuvo y me preguntó con aire ofendido y cortés:
—¿Acaso te he pedido una habitación?
—No, pero creí…
Dio unos pasos más por el cuarto, y entonces yo no pude resistir más y le pregunté, señalando el canapé:
—¿Por qué no te sientas aquí, a mi lado?
Me miró, y después, como decidiéndose, vino a sentarse y me preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Adriana.
—Yo me llamo Giacomo —dijo cogiéndome la mano.
Eran unos modales insólitos, y de nuevo pensé que era tímido. Dejé que me cogiera la mano, y para animarle, le sonreí. Pero él dijo:
—Entonces, dentro de poco tendremos que hacer el amor, ¿no?
—Eso es.
—¿Y si yo no tuviera ganas?
—Entonces no haríamos nada —respondí con ligereza creyendo que bromeaba.
—Pues bien —exclamó con énfasis—, no tengo ganas, no tengo ninguna gana de hacer el amor.
—Bueno —dije.
Pero en realidad me resultaba nueva su repulsa, que aún no había comprendido.
—¿No te ofendes? A las mujeres no les gusta ser despreciadas.
Por fin comprendí y sintiéndome incapaz de hablar movía la cabeza en señal de negativa. ¡De manera que no me quería! De pronto me sentí desesperada, a punto de estallar en lágrimas.
—De veras, no me ofendo —balbucí—. Si no tienes ganas, esperemos entonces que acabe tu amigo y te vas.
—No lo sé —repuso—. Te hago perder la noche… Con otro hubieras podido ganar…
Pensé que más que no querer debía de ser que no podía, y propuse con esperanza:
—Si no tienes dinero, no importa… Otra vez me lo darás.
—Eres una buena chica —contestó—, pero dinero no me hace falta… Hagamos una cosa… Yo te doy el dinero… y así no te parecerá haber perdido la noche.
Metió la mano en un bolsillo de la chaqueta, sacó un fajo de billetes que parecían preparados para el caso y fue a ponerlos en la mesa, lejos de mí, con un gesto torpe y al mismo tiempo curiosamente elegante y desdeñoso.
—No, no —protesté—. Si no hacemos nada, de eso ni hablar.
Pero lo dije blandamente, porque en el fondo no me disgustaba recibir aquel dinero. En todo caso era un lazo de unión entre los dos y hallándome en deuda con él podría esperar una ocasión para pagársela. Él interpretó esa negativa insegura como una aceptación, como era en realidad, y no recogió el dinero, que quedó sobre la mesa. Volvió a sentarse en el canapé, y yo, con la sensación de realizar un gesto torpe y estúpido, tendí mi mano y cogí la suya. Por un momento nos miramos y después, con sus dedos largos y delgados, me torció el meñique con fuerza.
—¡Ay! —exclamé un poco fastidiada—. ¿Qué te pasa?
—Perdóname —dijo.
Mostró una expresión tan confusa que me arrepentí de la sequedad de mi reproche.
—Me has hecho daño, ¿sabes? —murmuré.
—Perdóname —repitió.
Y presa de una repentina agitación, se levantó otra vez y reanudó sus paseos de un lado para otro. Después se detuvo y me preguntó:
—¿Salimos? Esto de tener que esperar me molesta.
—¿Y dónde quieres ir?
—No lo sé… ¿Quieres que demos una vuelta en el coche?
Recordé las veces que había paseado en coche y contesté apresuradamente:
—No, en coche no.
—Podemos ir a tomar un café… ¿Hay algún café por aquí cerca?
—Cerca no, pero me parece que hay uno inmediatamente después de la Porta.
—Entonces, vamos allí.
Me levanté y salimos de la sala. Ya en la escalera dije, tratando de bromear:
—Te advierto que el dinero que me has dado te da derecho a venir a verme cuando quieras…
—De acuerdo.
Era una noche de invierno, tibia, húmeda y oscura. Había llovido todo el día y en el pavimento de la calle había unos charcos negros en los que se reflejaban las luces tranquilas de los faroles. Por encima de las murallas el cielo estaba sereno pero sin luna y con pocas estrellas oscurecidas por la niebla. De vez en cuando, unos tranvías invisibles pasaban detrás de las murallas, arrancando de los cables del tendido breves resplandores violentos que por un momento iluminaban el cielo, las torres truncadas y los salientes cubiertos de verde. Cuando estuve en la calle recordé que hacía meses que no iba al parque de atracciones. Habitualmente me dirigía hacia la derecha, camino de la plaza donde me esperaba Gino. No iba al Luna Park desde jovencita cuando paseaba con mi madre, tomábamos el paseo a lo largo de la muralla e íbamos a gozar las luces y la música sin entrar en el recinto del parque porque no teníamos dinero. En el paseo, en aquella dirección, estaba también la villa por cuya ventana había visto una vez una familia reunida alrededor de la mesa, aquella villa que me hizo soñar por primera vez con casarme, tener una casa propia y hacer una vida normal.
Me asaltó el deseo de hablarle a mi compañero de aquellos tiempos, de mis sueños de aquella edad, de mis aspiraciones, y de decir que esto fue no sólo por un impulso sentimental, sino también por cálculo. Hubiera querido que no me juzgara por las apariencias, que me viera con un aspecto distinto y mejor, que yo consideraba más verdadero. Para recibir a las personas de respeto, otros se ponen sus trajes de fiesta y abren las estancias más bellas de sus casas, y como lo que yo había sido, lo que había soñado y deseado ser, eran mis vestidos de gala, mis bellas estancias, me apoyaba, en aquellos recuerdos, aunque pobres y faltos de interés, para hacerle cambiar de idea y acercarlo a mí.
—Por esta parte de la calle —dije— nunca pasa nadie, pero en verano, la gente del barrio viene aquí a pasear. Yo también paseaba hace tiempo por aquí, y ahora has tenido que venir tú para que reviviera mi pasado.
Me había cogido por el brazo y me ayudaba a andar por la encharcada calle.
—¿Con quién paseabas? —me preguntó.
—Con mi madre.
Se echó a reír con una risa desagradable que me sorprendió.
—La madre —repitió apoyando la voz sobre la «m»—. La madre… Siempre hay una madre… La madre… ¿Qué dirá la madre? ¿Qué hará la madre? La madre, la madre.
Pensé que por algún motivo debía sentir algún rencor contra su madre y pregunté:
—¿Es que tu madre te ha hecho algo?
—No, no me ha hecho nada —contestó—. Las madres nunca hacen nada… ¿Quién no tiene una madre…? Y dime, ¿tú quieres a tu madre?
—¡Naturalmente! ¿Por qué me lo preguntas?
—Por nada —dijo apresuradamente—. No te ocupes de mí… Sigue, paseabas con tu madre y…
El tono de su voz no era muy tranquilizador ni invitaba a hablar, pero, en parte por cálculo y en parte por simpatía, me sentía impulsada a continuar la confidencia.
—Sí, paseábamos juntas, y sobre todo en verano, porque en nuestra casa en verano no se puede ni respirar… Mira, ¿ves esa villa?
Se detuvo y miró. La villa no tenía las ventanas abiertas. Incluso parecía deshabitada. Ceñida entre dos casas largas y bajas de empleados de ferrocarriles, me pareció más pequeña de lo que yo recordaba y bastante fea y ceñuda.
—Bien, ¿qué había en esa villa?
Ahora casi me avergonzaba de lo que iba a decir. Proseguí con esfuerzo:
—Yo pasaba todas las noches por delante de esa villa, que tenía las ventanas abiertas porque era verano, y veía una familia que a aquella hora se sentaba a la mesa…
Me detuve y guardé silencio de pronto, confusa y preocupada.
—¿Y qué más?
—Estas cosas no te interesan —dije.
Y con mi habitual vergüenza, me pareció que al mismo tiempo era sincera y falsa.
—¿Por qué? A mí me interesa todo.
—Bueno —concluí deprisa—. Se me metió en la cabeza la idea de que algún día yo tendría también una casita así y haría las mismas cosas que veía hacer a aquella familia.
—Entiendo, te hubiera gustado una casita así… Te conformabas con poca cosa.
—Comparada con la casa en que vivimos… Además, no es fea… Y a esa edad se piensan tantas cosas…
Me arrastró por un brazo hacia la villa.
—Vamos a ver si esa familia está aún aquí.
—¿Qué haces? —exclamé resistiéndome—. Seguramente estará.
—Muy bien, vamos a verlo.
Estábamos en la puerta de la villa. El jardín, estrecho y tupido, estaba oscuro y también estaban oscuras las ventanas y la torreta. Él se acercó a la verja y dijo:
—Hay un buzón para las cartas… Llamemos y veamos si hay alguien, pero tu casita parece deshabitada.
—No, no —dije riendo—. Déjalo. ¿Qué vas a hacer?
—Probemos.
Levantó el brazo y oprimió el botón del timbre. Me vinieron ganas de huir por temor a que apareciera alguien.
—Vámonos, vámonos —supliqué—. Ahora saldrá alguien ¿y qué le diremos?
—¿Qué dirá mamá? —repitió como un estribillo, dejándose arrastrar—. ¿Qué hará mamá?
—La tienes tomada con eso de la madre —dije caminando apresuradamente.
Llegábamos al Luna Park. De la última vez que había estado allí recordaba el gentío reunido en aquel lugar, las guirnaldas de bombillas de colores, los puestos con candiles de aceite, los decorados de los pabellones, la música y el bullicio de la gente. Quedé un poco decepcionada al no encontrar nada de todo aquello. El vallado del Luna Park parecía rodear, más que un lugar de diversión, un oscuro y abandonado depósito de materiales de construcción. Sobre las puntas de la valla se alzaban los arcos de los ocho volantes con los pequeños carruajes suspendidos aquí y allá, semejantes a panzudos insectos detenidos en su vuelo por una parálisis repentina. Los tejados puntiagudos de los pabellones, sin lámparas, ceñudos y bajos, producían una sensación de sueño. Todo parecía muerto, cosa lógica puesto que estábamos en invierno. La plaza que había delante del parque estaba desierta y llena de charcos. Sólo una farola la iluminaba débilmente.
—Aquí, en verano, está el Luna Park —dije—. Siempre hay mucha gente… pero en invierno está cerrado… ¿Dónde vamos?
—A ese café, ¿no?
—Realmente es una taberna.
—Pues vamos a la taberna.
Pasamos la puerta de la muralla. Enfrente, en la planta baja de una hilera de casuchas, había una puerta de cristales iluminada. Sólo cuando estuve dentro me di cuenta de que era la misma taberna en la que tiempo atrás había cenado con Gino y mi madre, cuando Gino se enfrentó con el impertinente borracho. En las mesitas no había más de tres o cuatro personas que comían sobre el mármol cosas envueltas en papel de periódico y bebían el vino de la taberna. Hacía más frío que fuera; el aire olía a lluvia, a vino y a virutas y era de suponer que los hornillos estaban apagados. Nos sentamos en un rincón y Giacomo pidió un litro de vino.
—¿Y quién va a beberse un litro? —pregunté.
—¿Por qué? ¿No bebes?
—Bebo poco.
Se sirvió un vaso hasta el borde y se lo bebió de un trago, pero con esfuerzo y sin gusto. Ya lo había observado, pero aquel gesto me lo confirmó. Hacía siempre las cosas como por fuerza, externamente, sin participar en ellas, como si estuviera representando un papel. Permanecimos un rato en silencio. Él me miraba con sus ojos brillantes e intensos y yo paseaba mi mirada a nuestro alrededor. El recuerdo de la lejana noche en la que había acudido allí con Gino y mi madre volvía a mi memoria y no acababa de comprender si sentía nostalgia o fastidio. Entonces era muy feliz, es verdad, pero al mismo tiempo bastante ilusa. Por último, para mis adentros, decidí que era como cuando se abre un cajón hace tiempo cerrado y en vez de la buena ropa que una espera sólo se encuentran harapos, polvo y polilla. Todo había acabado, y no sólo mi amor a Gino, sino también la adolescencia y sus sueños traicionados. Y que esto era verdad lo demostraba el hecho de haber podido servirme con cálculo y a conciencia de mis recuerdos con el propósito de conmover a mi compañero. Dije al azar.
—Tu amigo me era antipático al principio, pero ahora casi siento simpatía por él… Es muy alegre.
Me respondió bruscamente:
—Primero, no es amigo mío, y segundo, de simpático no tiene nada.
Quedé asombrada por la violencia de su voz. Dije blandamente:
—¿Lo crees así?
Bebió y dijo:
—Habría que guardarse de las personas graciosas como de la peste… Bajo toda esa gracia casi nunca hay nada. Tendrías que verlo en su despacho. Allí no gasta bromas.
—¿Qué negocio tiene?
—No lo sé, algo así como un despacho de patentes.
—¿Y gana mucho?
—Muchísimo.
—¡Dichoso él!
Me sirvió vino y pregunté:
—¿Y tú por qué vas con él, si te resulta tan antipático?
—Es un amigo de la infancia —respondió haciendo un gesto—. Fuimos juntos a la escuela… los amigos de la infancia son todos así.
Bebió otra vez y añadió:
—Pero en cierto sentido es mejor que yo.
—¿Por qué?
—Cuando hace una cosa, la hace en serio… Yo, en cambio, primero quiero hacerla y después…
Su voz pasó repentinamente al falsete y se estremeció:
—Cuando llega el momento, no la hago… Por ejemplo, esta noche me ha telefoneado y me ha dicho si quería, como suele decirse, ir de mujeres… Yo he aceptado y cuando os encontramos deseé realmente hacer el amor contigo, pero después, una vez en tu casa, todos los deseos se me han esfumado…
—Se te ha esfumado el deseo —repetí mirándolo—. Y me has convertido en un objeto, en una cosa…
—¿Te acuerdas cuando te he torcido el dedo y te he hecho daño?
—Sí.
—Pues bien, lo he hecho para darme cuenta de que existías realmente… así, haciéndote sufrir.
—Sí, desde luego existía —dije sonriendo—. Y me has hecho mucho daño.
Ahora empezaba a comprender con alivio que su distanciamiento no se debía a antipatía. Por lo demás, nunca hay nada de extraño en las personas. En cuanto se intenta comprenderlas se descubre que su conducta, aunque insólita, se debe a algún motivo perfectamente plausible.
—De manera que no te he gustado…
Él movió la cabeza:
—No, no es eso… Con otra muchacha hubiera ocurrido lo mismo.
Después de un momento de vacilación pregunté:
—Dime, ¿no serás impotente?
—¡Qué va!
Ahora sentía un fuerte deseo de mostrarme cariñosa con él, de salvar la distancia que nos separaba, de amarlo y ser amada por él. Había negado que su repulsa me hubiese ofendido, pero en realidad, si no estaba ofendida precisamente, me sentía mortificada, herida en mi amor propio. Me sentía segura de mi atractivo y creía que él no podía tener ninguna razón válida para no desearme. Propuse con sencillez:
—Mira, ahora acabemos de beber y vámonos a casa a hacer el amor.
—No, es imposible.
—Eso significa que no te gusté ni siquiera cuando nos vimos por primera vez en la calle.
—No… Trata de comprenderme…
Sabía que no hay hombre que resista a ciertos argumentos. Repetí con calma fingidamente amarga:
—Se ve que no te gusto.
Y al mismo tiempo tendí la mano y le cogí la barbilla. Tengo una mano larga, grande y cálida, y si es verdad que el carácter se lee en la mano, mi carácter no debe tener nada de vulgar, al contrario de Gisella, que tiene una mano roja, tosca y deforme. Empecé a acariciarle poco a poco la mejilla, la sien, la frente, mirándolo al mismo tiempo con una dulzura insistente y ansiosa. Recordé que Astarita, en el ministerio, había hecho conmigo el mismo gesto, y comprendí una vez más que estaba realmente enamorada de aquel joven, ya que no había duda de que Astarita me amaba y aquél era un gesto propio de amor. Bajo mi caricia permaneció primero tranquilo e impasible; después, el mentón empezó a temblarle, lo que era en él, como pude observar después, señal de turbación, y todo el rostro se llenó de una expresión trastornada, inmensamente juvenil, como de un muchacho. Sentí compasión y alegría de sentir compasión porque quería decir que me acercaba a él.
—¿Qué haces? —murmuró como un muchacho avergonzado—. Estamos en un lugar público.
—¿Y qué me importa? —respondí tranquilamente. Sentía fuego en mis mejillas, a pesar del frío de la taberna, y casi me asombraba al ver cada vez que respirábamos una nubecilla de vapor ante nuestras bocas.
—Dame la mano —le dije.
Se la dejó coger de mala gana y yo me la llevé a la cara añadiendo:
—¿Ves cómo me queman las mejillas?
No dijo nada. Se limitaba a mirarme y el mentón le temblaba. Entró alguien haciendo tintinear los vidrios de la puerta y yo retiré la mano. Exhaló un suspiro de alivio y se sirvió vino. Pero en cuanto hubo pasado el importuno, tendí de nuevo la mano e introduciéndola entre los bordes de la chaqueta le desabroché la camisa y puse la mano en su pecho desnudo, buscando el lugar del corazón.
—Quiero calentarme la mano —dije— y sentir cómo te late el corazón.
Di la vuelta a la mano, primero sobre el dorso y después sobre la palma otra vez.
—Tu mano está fría —dijo mirándome.
—Ahora se calentará —repuse sonriendo.
Tenía el brazo tendido y poco a poco le pasaba la mano sobre el pecho y el delgado costado. Sentía una gran alegría porque él estaba cerca de mí y yo sentía cada vez más amor por él, tanto amor que incluso podía prescindir del suyo. Mirándolo con burlona amenaza le dije:
—Siento que dentro de muy poco habrá llegado el momento de besarte.
—No, no —replicó tratando de bromear también pero, en el fondo, asustado—. Intenta dominarte.
—Entonces, vámonos de aquí.
—Vamos, si quieres.
Pagó el vino que no había acabado de beber y salimos juntos de la taberna. Él parecía excitado, pero no conmigo, por amor, sino por no sé qué fermento que los acontecimientos de aquella noche habían suscitado en su mente. Más tarde, conociéndolo mejor, descubrí que aquella excitación surgía siempre que, por algún motivo, descubría un aspecto ignorado de su propio carácter o recibía una confirmación de él. Porque era muy egoísta, aunque de manera amable; mejor dicho, se preocupaba excesivamente de sí mismo.
—Siempre me sucede esto —empezó a decir mientras yo, casi corriendo, lo llevaba a casa—. Siento un enorme deseo de hacer algo, un gran entusiasmo, todo me parece perfecto, estoy seguro de que obraré de acuerdo con la intención que tengo y después, en el momento de actuar, todo se viene abajo… Se diría que dejo de existir o que existo solamente con lo peor que hay en mí: me convierto en un ser frío, ocioso, cruel… como cuando te he torcido el dedo.
Hablaba absorto, como en un monólogo, y quizá no sin una amarga complacencia. Pero yo no lo escuchaba porque me sentía henchida de júbilo y los pies casi me volaban sobre los charcos. Repliqué con alegría:
—Ya me has dicho todo eso, pero yo en cambio no te he contado lo que siento… Siento el deseo de abrazarte con fuerza, de calentarte con mi cuerpo, de sentirte junto a mí y hacer que hagas lo que no quieres hacer… No me sentiré satisfecha hasta que lo hayas hecho.
No dijo nada. Lo que yo iba contándole ni siquiera parecía llegar a sus oídos hasta tal punto estaba absorto en sus propias palabras. De pronto, le pasé el brazo alrededor de la cintura y le dije:
—Apriétame el talle, ¿quieres?
No pareció haberme oído, y entonces cogí su brazo y lo mejor que pude, como se hace para meterse la manga de un abrigo, me lo ceñí en torno a la cintura. Reanudamos nuestro camino, con cierta dificultad, porque los dos llevábamos pesados abrigos y los brazos apenas llegaban a rodear el cuerpo.
Cuando estuvimos de nuevo bajo la villa de la torreta, me detuve y le dije:
—Dame un beso.
—Más tarde.
—Dame un beso.
Se volvió y lo besé con fuerza rodeándole el cuello con los dos brazos. Tenía los labios cerrados, pero yo metí mi lengua entre sus labios y después entre sus dientes que, por fin, se separaron. No estuve muy segura de que me devolviera el beso, pero esto no me importaba. Nos separamos y vi en su boca una mancha torcida de carmín que parecía extraña, un poco cómica, en su cara seria. Estallé en una risa feliz. Giacomo murmuró:
—¿Por qué te ríes?
Vacilé un poco y preferí no decirle la verdad, porque me gustaba verlo andar a mi lado tan serio, con aquella mancha en la cara y sin saberlo.
—Por nada —dije—. Porque estoy contenta… No te preocupes de mí.
Y en el colmo de la felicidad le di otro beso, rápido, en los labios.
Cuando llegamos a mi casa, el coche ya no estaba en el portal.
—Giancarlo se ha ido ya —dijo malhumorado—. ¡Quién sabe lo que tendré que andar para volver a casa!
No me ofendí por el tono de su voz, tan poco cortés, ya que en aquel momento no podía ofenderme por nada. Como sucede cuando una está enamorada, sus defectos se me mostraban a una luz particular que me los hacía simpáticos. Alzando los hombros dije:
—Hay los tranvías nocturnos… Y además, si quieres puedes quedarte a dormir conmigo.
—No, eso no —contestó precipitadamente.
Entramos en la casa y subimos la escalera. Una vez en el vestíbulo lo empujé a mi cuarto y me asomé a la sala. Todo estaba a oscuras, excepto la parte de la ventana, donde el rayo de luz de un farol de la calle iluminaba la máquina de coser y la silla. Mi madre debía de haberse acostado y quién sabe si había visto a Giancarlo y Gisella y hablado con ellos. Volví a cerrar la puerta y me dirigí a mi habitación. Allí estaba Giacomo dando vueltas entre la cama y la cómoda.
—Oye —dijo—. Será mejor que me vaya.
Fingí no haber oído, me quité el abrigo y lo colgué de la percha. Me sentía tan feliz que no pude menos de decir con vanidad de propietaria:
—¿Qué te parece esta habitación? ¿Verdad que es cómoda?
Miró a su alrededor e hizo una mueca que no entendí. Le cogí de la mano y le hice sentarse en la cama.
—Ahora déjame hacer —le dije.
Él me miraba. Tenía aún alzado el cuello del abrigo tras la nuca y las manos en los bolsillos. Le quité el abrigo con cuidado y después la chaqueta y colgué las dos prendas en la percha. Sin prisa, le deshice el nudo de la corbata y después le quité la camisa y la corbata juntas y las puse sobre una silla. Hecho esto, me arrodillé y, poniéndome una pierna suya en el regazo, como hacen los zapateros, le quité los zapatos y los calcetines y le besé los pies. Había empezado con orden y sin prisa, pero a medida que le quitaba la ropa crecía en mí no sé qué furor de humildad y de adoración. Quizá era el mismo sentimiento que a veces experimentaba al arrodillarme en la iglesia, pero era la primera vez que lo sentía por un hombre, y me sentía feliz porque notaba que era verdadero amor, apartado de toda sensualidad y de todo vicio.
Cuando estuvo desnudo, me arrodillé entre sus piernas y tomé su sexo entre las palmas de las manos, semejante a una flor morena, y por un instante lo apreté a mi mejilla y entre mi pelo, con fuerza, cerrando los ojos. Él me dejaba hacer todo aquello y había en su cara una expresión extraviada que me gustaba. Después me puse de pie, fui al otro lado de la cama y me desnudé apresuradamente dejando caer la ropa al suelo y pisándola. Giacomo permanecía sentado al borde del lecho, transido de frío, con la mirada en el suelo. Me eché a sus hombros, animada por no sé qué violencia alegre y cruel, lo cogí y lo derribé boca arriba, con la cabeza sobre la almohada. Su cuerpo era largo, delgado y blanco y su rostro tenía una expresión casta y juvenil. Me eché a su lado, con mi cuerpo junto al suyo y en comparación con su delgadez, con su fragilidad, su blancura, me pareció ser muy ardiente, morena, carnosa y fuerte. Me apreté violentamente a él, ceñí mi vientre a los huesos de sus caderas, puse mis brazos a través de su pecho y mi rostro sobre el suyo aplastando mis labios contra su oreja. Era como si quisiera no tanto amarlo como envolverlo con mi cuerpo con un cobertor cálido y comunicarle mi ardor. Giacomo se mantenía boca arriba, con la cabeza algo levantada y los ojos abiertos, como si deseara observar todo lo que yo hacía. Aquella mirada atenta me producía un escalofrío haciéndome sentir un inexplicable malestar, pero, llevada por mi primer impulso, no hice caso por un momento.
—¿No te encuentras mejor ahora? —murmuré.
—Sí —respondió en tono neutro y lejano.
—Espera —dije.
Pero cuando me disponía, con ímpetu renovado, a abrazarlo otra vez, su mirada fría y fija, tensa sobre su propio pecho, semejante a un hilo de hierro, volvió a penetrar en mí y al instante me sentí perdida y avergonzada. Cesó mi ardor, lentamente me separé de él y me dejé caer boca arriba a su lado. Había hecho un gran esfuerzo de amor poniendo en él todo el ímpetu de una desesperación inocente y antigua y el sentimiento repentino de lo vano de este esfuerzo me llenó los ojos de lágrimas y me coloqué el brazo sobre la cara para ocultarle que estaba llorando. Parecía haberme engañado, que no podía amarle y ser amada, y pensaba además que estaba viéndome y me juzgaba sin ilusiones, tal como yo era en realidad. Yo sabía estar viviendo en una especie de niebla que me había creado a mí misma a fin de no reflejarme más en mi propia consciencia. Él, en cambio, con aquellas miradas suyas disipaba esa niebla y colocaba de nuevo el espejo ante mis ojos. Y me vi tal como era realmente o, mejor aún, tal como debía de ser para él, porque de mí misma nada sabía ni pensaba, como he dicho, puesto que aun a duras penas creía en mi existencia. Por fin, dije:
—Vete.
—¿Por qué? —preguntó incorporándose sobre el codo y mirándome turbado—. ¿Qué sucede?
—Es mejor que te vayas —dije con calma manteniendo el brazo sobre mi rostro—. No creas que esté enfadada contigo, pero me doy cuenta de que no sientes nada por mí y por lo tanto…
No pude terminar y moví la cabeza.
No contestó, pero noté que se movía y se apartaba de mi lado y empezaba a vestirse. Sentí entonces una pena aguda, como si me hubieran herido profundamente y me hurgaran con un hierro agudo y sutil en lo más vivo de mi herida. Sufría al sentir que se vestía, sufría al pensar que poco después se habría ido para siempre y no volvería a verlo, sufría por sufrir.
Se vistió lentamente, tal vez esperando que yo volviera a llamarlo. Recuerdo que por un momento esperé poder retenerlo excitando su deseo. Me había tumbado sobre el pecho, cubriéndome con la manta. Con una coquetería triste y desesperada, me volví y moví una pierna de modo que la manta se deslizara dejando mi cuerpo al aire. Nunca me había ofrecido de aquel modo y, por un instante, mientras yacía desnuda con las piernas abiertas y el brazo sobre los ojos, tuve casi la ilusión física, de sus manos en los hombros y de su respiración sobre mi boca. Pero casi al mismo tiempo oí que la puerta se cerraba.
Quedé como estaba, boca arriba e inmóvil. Creo que pasé sin darme cuenta del dolor a una especie de duermevela y después al sueño. Muy avanzada la noche me desperté y por primera vez me di cuenta de que estaba sola. Durante aquel primer sueño, aun en la amargura de la separación, me había quedado la sensación de su presencia. No sé cómo, volví a dormirme.