Capítulo V

Al acercarme a la puerta de la sala y mientras ponía la mano en la manija comprendí de pronto que, a menos que mediara un milagro, estaba apunto de crear entre Giacomo y yo las mismas infelices relaciones que mediaban entre Astarita y yo. Me daba cuenta en aquel momento que aquel mismo sentimiento de sujeción, de temor y de ciego deseo que Astarita experimentaba por mí lo sentía yo por Giacomo, y aunque entendía que, si deseaba ser correspondida, debería comportarme de otro modo, me sentía invenciblemente empujada a ponerme frente a él en una situación de dependencia, ansiosa y sumisa. No sabría decir cuáles eran los motivos de esa condición de inferioridad, aparte de que saberlos equivaldría a anularla. Sólo advertía que el instinto me aseguraba que estábamos hechos el uno y el otro de materias distintas, la mía más dura que la de Astarita, pero más frágil que la de Giacomo, y que así como había algo que me impedía amar a Astarita, también debía de haber algo que le impedía a Giacomo amarme, y que, igual que el amor de Astarita por mí, el mío por Giacomo había nacido mal y acabaría peor.

El corazón me latía aceleradamente y me faltaba la respiración aun antes de verlo y de hablarle. Tenía miedo de dar algún paso en falso, de dejar ver mi ansiedad y mi deseo de gustarle y por esto mismo de perderlo otra vez, y para siempre. Ésta es realmente la peor maldición del amor: que nunca es correspondido y que cuando amamos no somos amados y cuando somos amados no amamos. Nunca se da el caso de que dos amantes sean iguales por sentimiento y por deseo, aunque éste es el ideal al que tienden todos los hombres, cada uno por su camino. Yo sabía que, precisamente porque estaba enamorada de Giacomo, él no lo estaba de mí. Y sabía también, aunque no quisiera confesármelo que, hiciera lo que hiciese, no lograría que se enamorara. Todo esto pasó por mi mente mientras, mortalmente turbada, vacilaba tras la puerta de la sala. Sentíame aturdida, dispuesta a cometer las peores tonterías y esto me irritaba. Por último, me armé de valor y entré.

Giacomo estaba aún como lo había visto antes: apoyado en la mesa, de espaldas a la puerta. Pero, al oírme entrar, se volvió y mirándome con una atención suspensa y crítica, dijo:

—Pasaba por aquí y se me ha ocurrido hacerte una visita… Tal vez he hecho mal.

Me di cuenta de que hablaba despacio, como si quisiera observarme bien antes de excederse en palabras y me turbé al pensar en cómo debía parecerle entonces, tal vez diferente y menos atractiva que el recuerdo que le había impulsado a visitarme al cabo de tanto tiempo. Me tranquilizó recordar de pronto que poco antes me había parecido bonita al contemplarme en el espejo. Un poco apurada dije:

—No, no has hecho mal, has hecho muy bien… Iba a salir ahora para ir a comer… Podemos comer juntos.

—Pero ¿me reconoces? —preguntó tal vez con ironía—. ¿Sabes quién soy?

—Ya lo creo que te reconozco —dije de la forma más tonta.

Y antes de que mi voluntad pudiera influir en mis gestos, le había cogido una mano y me la llevaba a los labios mirándolo con amor. Él pareció confundido y esto me gustó. Le pregunté:

—¿Por qué no has vuelto por aquí, malo más que malo?

A mi voz ansiosa y tierna respondió moviendo la cabeza:

—He tenido mucho que hacer.

Yo había perdido el seso completamente. Y desde los labios llevé su mano a mi corazón, bajo el pecho, diciéndole:

—Mira cómo me late el corazón.

Y al mismo tiempo me llamaba estúpida porque pensé que no debía haber hecho aquel gesto ni dicho aquellas palabras. Hizo una mueca como de turbación y, asustada, añadí inmediatamente:

—Voy a ponerme el abrigo y vuelvo en seguida… Espérame.

Me sentía tan fuera de mí y tenía tanto miedo de perderlo que, al pasar por el recibidor, di con furia una vuelta a la llave de la puerta de casa y la saqué de la cerradura. Así, si se le ocurría marcharse mientras yo me vestía no podría salir. Entré en mi cuarto, me puse ante el espejo y con el borde del pañuelo me quité toda la pintura de los ojos y de los labios. Después volví a pintarme los labios más discretamente. Fui al perchero en busca del abrigo y no lo encontré.

Por un momento me sentí confusa, pero después recordé que lo había puesto en el armario y lo saqué. Me miré al espejo y pensé que mi peinado era demasiado aparatoso. Rápidamente me despeiné y me arreglé el cabello como solía llevarlo cuando era novia de Gino. Y mientras me peinaba, me juré a mí misma que en lo sucesivo reprimiría los impulsos de mi pasión controlando estrictamente mis gestos y mis palabras. Por fin estuve dispuesta para salir. Pasé al recibidor y me asomé a la sala para llamar a Giacomo.

Y entonces, la puerta que yo había cerrado con llave y que en mi precipitación me había olvidado de volver a abrir le reveló mi subterfugio.

—Tenías miedo de que me escapara —murmuró mientras yo, confusa, buscaba la llave en el bolso.

Cogió la llave de mi mano y abrió la puerta, moviendo la cabeza y mirándome con un severo afecto muy suyo. El corazón se me llenó de alegría y corrí tras él escaleras abajo, cogiéndolo por el brazo y preguntándole:

—No lo has tomado a mal, ¿verdad?

Él no contestó.

Una vez en la calle, paseamos bajo el sol, cogidos del brazo, a lo largo de los portales y de las tiendas. Me sentía tan feliz a su lado que olvidé todos mis juramentos y cuando pasamos ante la villa de la torre, fue como si alguien me hubiera cogido la mano y me la hubiera llevado a estrechar la suya. Al mismo tiempo me di cuenta de que me adelantaba para verle mejor la cara y decía:

—¿Sabes que estoy muy contenta de verte?

Él hizo su habitual mueca embarazada y respondió:

—También yo estoy contento.

Pero lo hizo con un tono que no me pareció desde luego el de la satisfacción.

Me mordí los labios hasta hacérmelos sangrar y liberé mis dedos de los suyos. Él no pareció darse cuenta. Miraba a un lado y a otro, como distraído. Pero en la puerta de la muralla se detuvo y dijo con voz reticente:

—Oye, tengo que decirte una cosa.

—Dime.

—Realmente ha sido casual que haya ido a tu casa, y por la misma casualidad resulta que estoy sin un céntimo encima, así que será mejor que nos separemos.

Y diciendo esto me tendió la mano.

Tuve un susto enorme. Pensé que me dejaba y, en mi confusión, no vi otro remedio que cogerme a su cuello llorando y suplicándole. Pero al mismo tiempo, el pretexto que aducía para marcharse, me hizo entrever una fácil solución y mi sentimiento cambió en el acto. Pensé que podría pagarle la comida y hasta me gustó la idea de pagar por él de la misma manera que tantos pagaban por mí.

He hablado ya del placer sensual que sentía cada vez que recibía dinero. Ahora descubría que el placer de darlo podía ser igual. Y que la mezcla de amor y dinero, sea recibido o dado, no es sólo una simple cuestión de «toma y daca». Exclamé impetuosamente:

—No pienses siquiera en eso… Pagaré yo… Mira, tengo dinero.

Y abrí el bolso, mostrándole algunos billetes que había metido la tarde anterior.

Él repuso con un leve matiz de desilusión:

—Pero no puede ser…

—¿Qué importa eso? Has vuelto y es justo que celebremos tu regreso.

—No, no… es mejor que no.

Hizo otra vez el gesto de estrecharme la mano y marcharse. Esta vez lo cogí por un brazo, diciéndole:

—Vamos, no hablemos más del asunto.

Y me dirigí al restaurante.

Nos sentamos a la misma mesa de la primera vez y todo estaba como entonces salvo un rayo de sol invernal que entraba por los cristales de la puerta y daba en las mesitas del fondo y en la pared. El dueño nos trajo la carta y yo pedí lo que deseaba con un tono seguro y protector, como hacían mis amantes conmigo. Giacomo guardaba silencio mientras yo daba las órdenes mirando el suelo. Me había olvidado del vino porque yo no bebo, pero recordé que Giacomo había bebido la otra vez y volví a llamar al dueño para pedirle un litro.

Apenas el dueño se hubo alejado, abrí el bolso, saqué un billete de cien liras, lo doblé en cuatro y se lo tendí por debajo de la mesa.

Él me miró interrogadoramente.

—El dinero —le dije en voz baja—. Así después podrás pagar.

—Ah, el dinero —repuso lentamente.

Cogió el billete, lo desdobló sobre la mesa, lo miró, volvió a doblarlo y lo metió de nuevo en mi bolso, todo ello con una serenidad un poco irónica.

—¿Quieres que pague yo? —pregunté desconcertada.

—No, pagaré yo —contestó, tranquilamente.

—Pero entonces, ¿por qué me has dicho que estabas sin dinero?

Vaciló y después dijo con amarga sinceridad:

—No he ido a verte por casualidad. La verdad es que hace ya casi un mes que pienso ir, pero siempre, al llegar ante tu casa, me venían ganas de irme… Ahora, me ha ocurrido lo mismo y por eso te he dicho que estaba sin dinero esperando que tú me mandarías al diablo.

Sonrió y se pasó una mano por la barbilla:

—Por lo visto, me había equivocado.

Así, pues, había hecho conmigo una especie de experimento. Y no quería saber de mí, o mejor dicho, en su ánimo la atracción hacia mí luchaba con una aversión por lo menos igual de fuerte. Más adelante, yo tenía que reconocer en esta facultad de fingir papeles insinceros con objeto de experimento uno de sus caracteres principales. Pero en aquel momento me sentí turbada, sin saber si debía alegrarme o dolerme de su engaño y de su derrota, y le pregunté maquinalmente:

—Pero ¿por qué querías irte?

—Porque me había dado cuenta de que no sentía nada por ti, o mejor dicho, únicamente un deseo como el que pudiera sentir aquel amigo mío por tu compañera.

—¿Sabes que viven juntos? —dije.

—Sí —contestó con desprecio—. Verdaderamente están hechos el uno para el otro.

—No sentías nada por mí —repuse— y no querías venir, pero has venido.

En la desilusión ya prevista de mi amor, me producía cierto placer hacerle observar su inconsecuencia.

—Sí —contestó—, porque soy lo que suele llamarse un carácter débil.

—Bien, has venido y esto me basta —dije con crueldad.

Tendí la mano por debajo de la mesa y la puse sobre su rodilla. Entre tanto, lo miraba y al sentir aquel contacto vi que se turbaba y le temblaba la barbilla. Sentí placer al verlo turbado y comprendí que aunque me deseaba bastante, como acababa de confesar al decirme que durante un mes había pensado venir a verme, había toda una parte de su ser que me era hostil, y contra aquella parte debía disponer mis esfuerzos a fin de humillarla y destruirla. Recordé aquella mirada suya sobre mi espalda desnuda la primera vez que estuvimos juntos y me dije que aquel día había hecho mal en dejarme helar por aquella mirada y que, si hubiera persistido en mis intentos de seducción, también aquella mirada se hubiese apagado de la misma manera que ahora caía y se apagaba claramente la convulsa dignidad de su rostro.

Inclinada contra la mesa, como si fuera a hablarle en voz muy baja, lo acariciaba y al mismo tiempo espiaba con una mirada, que sentía alegre y complacida, el efecto en su cara de mi caricia. Giacomo me miraba con aire ofendido e interrogador, con aquellos ojos suyos enormes y negros, brillantes, de largas pestañas femeninas. Por último, dijo:

—Si te basta con gustarme de este modo, puedes seguir todo lo que quieras…

Me erguí de golpe. Y casi en aquel mismo momento el dueño del restaurante puso sobre la mesa los platos servidos. Nos pusimos a comer en silencio, los dos sin apetito. Después él siguió:

—En tu lugar intentaría hacerme beber.

—¿Por qué?

—Porque cuando estoy borracho hago con más facilidad lo que quieren los demás.

Su frase «Si te basta con gustarme de este modo…» me había ofendido ya, y aquellas palabras sobre el vino me convencieron de la inutilidad de mis esfuerzos. Desesperada, dije:

—Quiero que hagas únicamente lo que desees hacer… Si quieres irte, vete… Ahí tienes la puerta.

—Para irme —dijo con tono burlón— tendría que estar seguro de desearlo.

—¿Quieres que me vaya yo?

Nos miramos. En mi dolor, estaba decidida, y esta decisión pareció turbarlo tanto como las caricias de un momento antes. Con un esfuerzo dijo:

—No, quédate.

Seguimos comiendo en silencio. Después le vi servirse un gran vaso de vino y vaciarlo de un trago.

—Ya lo ves —dijo—. Estoy bebiendo.

—Ya lo veo.

—Dentro de poco estaré borracho y entonces tal vez te haré una declaración de amor.

Sus palabras me traspasaban el corazón. Creí que no podría seguir sufriendo de aquel modo y le dije con humildad:

—Deja de atormentarme, por favor.

—¿Acaso te atormento?

—Sí, te burlas de mí… Ahora no te pido más que me dejes, que no te ocupes de mí. Me he encaprichado de ti, pero ya se me pasará… Entre tanto déjame en paz.

No dijo nada y bebió un segundo vaso de vino. Temí haberle ofendido y le pregunté:

—¿Qué tienes? ¿No me dirás que estás enfadado conmigo?

—¿Yo? ¡Al contrarío!

—Si te divierte tomarme el pelo, sigue… He hablado por hablar.

—Pero yo no te tomo el pelo.

—Y si te gusta decirme cosas desagradables —insistí invadida por no sé qué deseo de mostrarme sumisa, sin más cálculos ni maniobras, hasta la abyección— puedes decirlas… Te querré lo mismo y aún más… Si me pegaras, besaría la mano con que me hubieras pegado.

Él me miraba con atención. Parecía enormemente confuso. Evidentemente mi pasión lo desconcertaba. Por fin, dijo:

—¿Nos vamos?

—¿A dónde?

—A tu casa.

Yo estaba tan desesperada que casi había olvidado el motivo de mi desesperación, y esta invitación suya tan inesperada, cuando apenas acabábamos de comer el primer plato y la mitad del vino estaba aún en la jarra, me asombró más que causarme placer. Pensé, con razón, que no era el amor sino el embarazo que le inspiraban mis palabras lo que le impulsaba a interrumpir la comida y dije:

—No ves la hora de acabar para siempre conmigo, ¿no es así?

—¿Cómo lo has hecho para comprenderlo tan pronto? —preguntó.

Pero esta respuesta, demasiado cruel para ser verdad, me tranquilizó inexplicablemente. Repliqué bajando los ojos:

—Verás, ciertas cosas se comprenden en seguida. Acabemos de comer y después iremos.

—Como quieras, pero me emborracharé.

—Emborráchate, si quieres… Por mí…

—Pero me emborracharé hasta ponerme malo, y entonces, en vez de un amante, te encontrarás con un enfermo.

Caí en la ingenuidad de mostrar mi temor y tendí la mano a la jarra diciendo:

—Entonces no bebas.

Él estalló en una carcajada:

—¡Caíste!

—¿Caí por qué?

—No tengas miedo… No me pongo enfermo tan fácilmente.

—Lo he hecho por ti —dije humillada.

—Por mí… ¡Oh, oh!

Seguía hiriéndome. Pero aun en aquellas burlas subsistía la gentileza que le caracterizaba, y por esto sus palabras no me disgustaban del todo.

—¿Y tú por qué no bebes también? —me preguntó.

—No me gusta… Y después, a mí me basta un vaso para embriagarme.

—¿Y qué importa? Seremos dos los borrachos.

—Pero una mujer borracha es horrible… No quiero que me veas así.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de horrible?

—No sé… es feo ver a una mujer tambaleándose, diciendo tonterías y haciendo gestos indecentes. Es una cosa triste… Yo soy una desgraciada, lo sé, y sé que tú piensas de mí que soy una desgraciada… pero si bebiera y me vieses borracha, no volverías a mirarme a la cara.

—¿Y si yo te ordenara beber?

—Realmente quieres verme envilecida —dije reflexivamente—. Lo único bueno que tengo es que no me falta gracia… ¿Quieres que pierda esa cualidad?

—Sí, lo quiero —contestó él enfáticamente.

—No sé qué gusto puedes encontrar en eso, pero si te gusta dame vino.

Y le tendí el vaso.

Miró el vaso, me miró a mí y volvió a reírse.

—He bromeado —dijo.

—Tú siempre bromeas.

—De manera que no te falta gracia, ¿eh? —dijo al cabo de un rato mirándome con atención.

—Por lo menos eso dicen.

—¿Y crees que también yo lo pienso?

—¿Qué sé yo lo que piensas?

—Veamos… ¿Qué crees que pienso y siento por ti?

—No lo sé —repuse lentamente y llena de miedo—. Desde luego, no me quieres como te quiero yo… Tal vez te gusto, así, como puede gustar una mujer a un hombre cuando no es fea.

—Ah, entonces piensas que no eres fea…

—Eso sí —dije con orgullo— incluso creo que soy hermosa, aunque, ¿para qué me sirve mi belleza?

—La belleza no debe servir para nada.

Entre tanto habíamos acabado de comer y vaciamos casi dos jarras.

—Como ves —dijo—, he bebido y no estoy borracho. Pero sus ojos brillantes y la agitación de sus manos me pareció que contradecían sus palabras. Lo miré, tal vez con esperanza. Giacomo añadió:

—Quieres ir a casa, ¿eh? Venus toda entera y la presa ya en el cepo.

—¿Qué dices?

—Nada, es un verso que he traducido para la ocasión… ¡Eh, mozo!

Giacomo se mostraba siempre un poco enfático, pero de un modo burlesco. Y burlescamente interpeló al dueño del restaurante para saber cuánto tenía que pagar y le dejó el dinero debajo de las narices añadiendo una propina excesiva y diciendo:

—Esto es para usted.

Después bebió el vino que quedaba y se reunió conmigo en la puerta.

En la calle sentí una gran prisa de estar en casa. Sabía que había vuelto de mala gana a mi lado y sabía que despreciaba y odiaba el sentimiento que, a pesar suyo, le había hecho volver. Pero tenía una gran confianza en mi belleza y en mi amor por él y me sentía impaciente por enfrentarme con estas armas mías a su hostilidad. Me sentía nuevamente animada por una voluntad agresiva y alegre y pensé que mi amor sería más fuerte que él y su aversión y que, al fin, su duro y desagradable metal se disolvería en el ardor de mi fuego y él acabaría amándome.

Caminando a su lado por la ancha calle desierta a aquella primera hora de la tarde, le dije:

—Pero tienes que prometerme que una vez estemos en casa no intentarás marcharte.

—Te lo prometo.

—Y tienes que prometerme otra cosa.

—¿Qué?

Vacilé un poco y después dije:

—La otra vez, todo hubiera ido bien si tú, en un determinado momento, no me hubieras mirado de cierta manera que me dio vergüenza… Debes prometerme que no volverás a mirarme de aquel modo.

—¿De qué modo?

—No sé, mal.

—En las miradas no se manda —dijo al cabo de un rato—, pero, si quieres, no te miraré, cerraré los ojos… ¿Va bien así?

—No, no va bien —insistí, obstinada.

—¿Pues cómo quieres que te mire?

—Como te miro yo —respondí.

Le cogí la cara por la barbilla, sin dejar de andar, y le mostré cómo debía mirarme:

—Así, con dulzura.

—Ah, con dulzura.

Cuando estuvimos en la escalera de mi casa, tan triste y miserable, no pude por menos de pensar en la casa de Gisella, limpia, clara, blanca. Y dije, como hablando conmigo misma:

—Si no viviera en esta casucha y no fuera lo desgraciada que soy, seguramente te gustaría más.

Inesperadamente, se detuvo, me cogió por la cintura con las dos manos y me dijo con sinceridad:

—Si piensas esto, ten la seguridad de que no es verdad.

Me pareció ver en sus ojos algo muy parecido al afecto. Al mismo tiempo se inclinó y buscó mi boca con la suya. Su aliento olía a vino. Nunca he podido soportar el hedor del vino, pero en aquel momento, en su boca me pareció ingenuo y amable, casi conmovedor, como hubiera sido conmovedor en la boca de un chiquillo inexperto. Comprendí que con mis palabras había tocado un punto sensible de él, aun sin saberlo. Entonces creí haber despertado en su ánimo una chispa de afecto. Después he comprendido que, a lo sumo se trataba de una reacción de amor propio y que al abrazarme no obedecía a un impulso amoroso sino que sufría una especie de extorsión moral. Muchas veces y de la misma manera volví a hacerle el mismo chantaje acusándolo de despreciarme por mi pobreza y mi profesión y siempre obtuve el mismo resultado favorable a mis deseos y al mismo tiempo, mientras lo comprendía cada vez mejor, singularmente humillante y lleno de desilusión.

Pero en aquel momento aún no lo conocía tan bien como lo conocí más tarde. Y su beso me inspiró una gran alegría, como una victoria definitiva. Me conformé con rozarle los labios, satisfecha con el valor de su gesto y cogiéndole una mano dije:

—Vamos, vamos arriba.

Alegremente y fogosamente subimos el último tramo de la escalera. Él se dejó arrastrar sin decir palabra.

Entré casi corriendo en mi habitación haciéndolo chocar con las paredes del recibidor como si fuera un muñeco. Entré con violencia y, más que acompañarlo, casi lo eché sobre la cama. Entonces me di cuenta por primera vez que no sólo estaba borracho como yo había previsto, sino tan borracho que tal vez ya empezaba a sentirse mal. Estaba bastante pálido, se pasaba una mano por la frente con expresión aturdida y había en sus ojos una luz turbia y vacilante. Todo esto lo observé en un instante, y sentí un enorme miedo de que fuera a sentirse realmente mal y de este modo, por segunda vez, nuestro encuentro se esfumara en la nada. Mientras iba de un lado para otro por la habitación, desprendiéndome de mis vestidos experimenté por un momento un fuerte remordimiento por no haber impedido que bebiera, casi una desesperación. Pero lo que ni siquiera se me ocurrió fue renunciar a aquel amor suyo tan deseado. Sólo esperaba una cosa: que no se encontrara tan mal como para no estar en condiciones de amarme, y que si realmente su malestar era fuerte, sus efectos se dejaran sentir después y no antes de que mis deseos quedaran satisfechos. Estaba realmente enamorada de él, pero al mismo tiempo tan temerosa de perderlo, que mi amor no conseguía rebasar el nivel del egoísmo.

Así pues, fingí no reparar en su embriaguez y después de haberme desnudado fui a sentarme en el lecho al lado de él. Giacomo tenía aún puesto el abrigo, como cuando había entrado. Me puse a ayudarle a desnudarse, y mientras le ayudaba iba hablándole para que se distrajera y no le viniera la ocurrencia de marcharse.

—Todavía no me has dicho cuántos años tienes, —le dije.

Entre tanto le quitaba el abrigo y él, dócilmente, levantaba el brazo para dejárselo quitar.

Contestó al cabo de un rato:

—Tengo diecinueve años.

—Dos menos que yo.

—¿Tienes veintiuno?

—Sí, y pronto tendré veintidós.

Mis dedos se enredaban en el nudo de su corbata. Lentamente, como haciendo un esfuerzo, me rechazó y deshizo el nudo. Dejó caer los brazos y le quité la corbata.

—Esta corbata está ya muy ajada, —dije—. Te compraré una… ¿Qué color te gusta?

Se echó a reír y su risa graciosa y simpática me gustaba.

—¡Vaya! Quieres mantenerme —dijo—. Antes querías pagarme la comida y ahora regalarme una corbata.

—¡Tonto! —repuse con intenso afecto—. ¿Qué te importa? Me place regalarte una corbata y a ti no puede disgustarte.

Mientras decíamos estas cosas fui quitándole la chaqueta y el jersey y ya estaba sentado al borde del lecho, en camisa.

—¿Se nota que tengo diecinueve años? —preguntó.

Le gustaba hablar de sí mismo. Esto lo descubrí en seguida.

—Sí y no —contesté con una vacilación que sabía que lo lisonjeaba.

Y acariciándole la cabeza, añadí:

—Sobre todo se ve en tu cabello. Un hombre tiene cabellos menos vivos, pero en la cara, no.

—¿Qué edad me echarías?

—Veinticinco años.

Calló y vi que cerraba los ojos, como sumergido en la embriaguez. Me asaltó otra vez el miedo de que se encontrara mal y me apresuré a quitarle la camisa añadiendo:

—Sigue hablándome de ti… ¿Eres estudiante?

—Sí.

—¿Qué estudias?

—Derecho.

—¿Vives con tu familia?

—No, mi familia está en provincia.

—¿Vives en una pensión?

—No, en una habitación amueblada —respondió con los ojos cerrados, mecánicamente—, en la calle Cola di Rienzo, número veinte, interior ocho, en casa de la viuda Medolaghi… Amalia Medolaghi.

Él estaba con el torso desnudo. Sin poder contenerme, le pasé con deseo la mano por el pecho y el cuello, diciéndole:

—¿Por qué estás así? ¿Tienes frío?

Levantó la cabeza y me miró. Después se echó a reír un poco chillonamente:

—¿Piensas que no me doy cuenta?

—¿De qué?

—De que estás desnudándome como quien no quiere la cosa. Estaré borracho, pero no tanto como crees.

—Bien —contesté, desconcertada—. ¿Y qué mal hay en ello? Deberías hacerlo tú mismo, pero ya que no lo haces te ayudo.

No pareció haberme oído.

—Estoy borracho —prosiguió, moviendo la cabeza—, pero sé muy bien qué hago y por qué estoy aquí. No necesito ayuda, mira…

Y de pronto, con gestos violentos a los que daba cierto aire como de muñeco la delgadez de sus miembros, se desabrochó el cinturón e hizo volar por el aire los pantalones y cuanto le quedaba encima.

—Y también sé lo que esperas de mí —añadió cogiéndome por las caderas. Me apretaba con sus manos fuertes y nerviosas y en sus ojos la embriaguez parecía haber cedido el puesto a una especie de enérgica malicia. Más tarde volvería a encontrar aquella misma malicia aun en los instantes en que parecía abandonarse más. Era un claro indicio de la lúcida conciencia que conservaba siempre, hiciera lo que hiciera, y que, como más tarde descubrí con dolor, le impedía comunicarse y amar de veras.

—Tú quieres esto, ¿verdad? —añadió sin dejar de apretarme y clavándome las uñas en la carne—. Y esto, y esto, y esto…

Y cada vez que repetía la palabra «esto» hacía un gesto de amor, besándome, mordiéndome, dándome unos pellizcos traidores donde menos me lo esperaba. Yo reía, y procuraba evitarlo y me debatía, demasiado feliz por aquel despertar suyo como para notar todo lo que había de forzado y voluntarioso en su conducta. Me hacía daño realmente, como si mi cuerpo fuera para él objeto de odio y no de amor. Y en sus ojos, más que el deseo, parecía brillar una especie de ira. Después, su frenesí cesó de golpe, tal como había empezado, y de una manera curiosa e inexplicable, tal vez dominado otra vez por el vino, se dejó caer boca arriba sobre el lecho, a todo lo largo, cerró los ojos y volví a encontrarme a su lado con la extraña sensación de que no se había movido de allí ni había dicho una palabra, ni me había besado ni tocado. Igual que si todo hubiera de empezar todavía.

Permanecí inmóvil un largo rato, arrodillada sobre la cama ante él, con el cabello caído sobre los ojos, mirándolo y rozando tímidamente con las yemas de los dedos aquel cuerpo suyo, tan delgado y tan puro. Tenía la piel blanca y los huesos apuntaban bajo la piel. Los hombros eran anchos y flacos, las caderas estrechas y las piernas largas; apenas tenía vello, excepto un poco en el pecho, y en el vientre estaba plano, por la posición de todo el cuerpo, de manera que el pubis aparecía elevado y como ofreciéndose. No me gusta la violencia en el amor y por esto me parecía que no había ocurrido nada entre nosotros y que todo tuviera que empezar todavía. Dejé que el silencio y la calma volvieran entre los dos, tras aquel artificioso e irónico tumulto y cuando me sentí de nuevo en el estado de ánimo sereno y apasionado que me es propio, lentamente, como en ciertos días de bochorno se desciende poco a poco al agua deliciosa de un mar inmóvil, me tendí a su lado, enlacé mis piernas a las suyas, rodeé su cuello con mis brazos y me ceñí a él todo lo que pude. Esta vez él no se movió ni dijo nada hasta que todo hubo acabado. Yo lo llamaba con los más dulces nombres, jadeaba en su propia cara y lo envolvía en la cálida y tupida red de mis caricias y él, como si estuviera muerto, yacía supino e inmóvil. He sabido después que esta pasividad sin participar era la máxima prueba de amor de que era capaz.

Más tarde, ya de noche, me apoyé en un codo y lo miré con una contemplación intensa de la que me ha quedado, después de tanto tiempo, un recuerdo muy preciso y doloroso. Dormía, con la cara hundida en la almohada, de perfil. Su habitual aire de dignidad vacilante que parecía querer mantener siempre y a toda costa, lo había abandonado, y en los rasgos de su cara, que el sueño hacía sinceros, sólo quedaba la edad juvenil, más como una frescura y una ingenuidad imposibles de definir que como una expresión que reflejaba alguna especial cualidad o inclinación del alma. Pero recordaba haberlo visto sucesivamente malicioso, hostil, indiferente, cruel y lleno de deseo, y experimentaba una triste y ansiosa insatisfacción porque pensaba que aquella malicia, aquella hostilidad, aquella indiferencia y aquel deseo, todas esas cosas que eran él y hacían que se distinguiera de mí y de todos los demás, partían de un centro profundo que por el momento seguía lejano y secreto para mí. No quería que me explicara todas aquellas actitudes examinándolas con palabras, como se examinan las partes de una máquina. En cambio, habría querido conocerlas hasta en sus más tenues raíces por el acto de amor y esto, por desgracia, no lo había logrado. Aquella parte que se me escapaba de él era todo él, y lo mucho que no estaba lejos de mí no tenía importancia ni sabía qué hacer con ello. Más cercanos y más conocidos me habían sido Gino, Astarita e incluso Sonzogno. Lo miraba a mi lado y sentía que la parte más profunda de mí misma se dolía por no haber podido unirse a la suya, como poco antes se habían unido los cuerpos. Había quedado viuda y lloraba con amargura la ocasión perdida. Mientras hacíamos el amor tal vez había habido un momento en que él se había abierto y habría bastado un gesto o una palabra para que yo entrara en él y me quedara allí para siempre. Pero no había sabido coger aquel momento y ahora era demasiado tarde. Él dormía y estaba lejos de mí.

Mientras lo contemplaba así, abrió los ojos, sin moverse, con la cabeza de perfil hundida en la almohada y preguntó:

—¿Has dormido también?

Su voz me pareció distinta, más confiada y más íntima. Por un momento tuve la esperanza de que durante el sueño se hubiera acrecentado la confianza entre nosotros, de una manera misteriosa.

—No, he estado mirándote.

Calló un momento y después siguió:

—He de pedirte un favor; ¿puedo contar contigo?

—¡Qué preguntas tienes!

—Tendrías que hacerme el favor de guardarme en tu casa durante unos días un paquete que te daré… Después volveré a buscarlo y más tarde, tal vez, te traeré otro.

En cualquier otro momento hubiera sentido curiosidad por aquel trasiego de paquetes, pero entonces me interesaban más nuestras relaciones. Pensé que aquella era una ocasión más para volver a vernos, que debía complacerlo en lo posible y que si le hacía preguntas se arrepentiría y retiraría su propuesta. Contesté ligeramente:

—Si no quieres más que eso…

Calló de nuevo un buen rato, como reflexionando, y después insistió:

—¿Aceptas, pues?

—Ya te he dicho que sí.

—¿Y no te interesa saber qué hay en esos paquetes?

—Si no quieres decírmelo —repliqué procurando parecer indiferente— es porque no te interesa y tienes tus razones, y, por lo tanto, no te lo pregunto.

—Pero podría ser algo peligroso. ¿Qué sabes tú?

—Entonces, paciencia.

—Podría ser —prosiguió poniéndose boca arriba mientras sus ojos se encendían con una luz ingenua y divertida— algo robado… Yo podría ser un ladrón.

Me acordé de Sonzogno, que además de un ladrón era un asesino, y de mis hurtos de la polvera y del pañuelo y me pareció una curiosa coincidencia el que él quisiera pasar por ladrón a los ojos de una persona que, como yo, era ladrona de verdad y vivía entre ladrones. Le hice una caricia y le dije dulcemente:

—No, tú no eres un ladrón.

Puso mala cara. Su amor propio estaba siempre al acecho y se ofendía de las cosas más extrañas e imprevistas:

—¿Por qué? Podría serlo.

—No tienes cara de eso… Todo puede ser, pero tú desde luego no lo pareces.

—¿Por qué? ¿Qué cara tengo?

—Tienes cara de lo que eres, un hijo de buena familia, un estudiante.

—Te lo he dicho yo que soy estudiante, pero podría ser otra cosa, como lo soy en realidad.

No le hice caso. Pensé que yo no tenía cara de ladrona y, sin embargo, lo era y sentí un gran deseo de decirle que lo era. Su actitud favorecía en parte la tentación. Yo siempre había pensado que robar era algo reprobable, y ahora me topaba con uno que no tan sólo no parecía reprobar aquel acto, sino que hasta encontraba en ello cierto aspecto positivo totalmente misterioso para mí. Vacilé un momento y por fin le dije:

—Tienes razón. Pienso que tú no eres un ladrón porque estoy convencida de que no lo eres. En cuanto a la cara, podrías serlo, pues no siempre tenemos cara de lo que somos… Por ejemplo, ¿tengo yo cara de ladrona?

—No —contestó sin mirarme.

—Pues lo soy —dije tranquilamente.

—¿Lo eres?

—Sí.

—¿Y qué has robado?

Había dejado mi bolso en la mesita, lo cogí, saqué la polvera y se la mostré:

—Esto, en una casa en la que estuve hace algún tiempo… Y el otro día, en una tienda, robé un pañuelo de seda, que regalé a mi madre.

No es necesario creer que yo hiciera estas revelaciones por vanidad. En realidad, me impulsaba a hacerlas un deseo de intimidad, de complicidad sentimental. A falta de una cosa mejor, la confesión de un delito puede acercar a dos personas y hacerlas quererse. Vi que se ponía serio y me miraba con un aire absorto, y de pronto temí que me juzgara mal y que por este motivo decidiera no volver a verme. Añadí apresuradamente:

—Pero no creas que estoy contenta por haber robado, y así he decidido devolver la polvera hoy mismo… El pañuelo no puedo devolverlo, pero estoy arrepentida y he decidido no hacerlo más.

Ante estas palabras mías brilló en sus ojos aquella habitual malicia suya. Me miró y se echó a reír. Después me cogió por los hombros, me echó sobre la cama y empezó a darme aquellos estrujones y aquellos pellizcos traidores repitiendo:

—Ladrona… Eres una ladrona… Eres una ladrona, una ladronzuela… Una ladronzuela… Eres una ladronzuela…

Y lo decía con una especie de sarcástico afecto que yo no sabía si tenía que ofenderme o sentirme halagada. Pero su impetuosidad me excitaba en cierto modo y me causaba placer. Siempre era mejor que su acostumbrada y mortal pasividad. Por esto me reía y me contorsionaba porque sufro cosquillas y él me introducía perversamente los dedos bajo las axilas. Pero aun contorsionándome y riéndome hasta llorar, veía que su rostro, encima del mío con una especie de impiedad, seguía cerrado y absorto. Después cesó tan bruscamente como había empezado y, echándose de espaldas, dijo:

—Pues yo en cambio no soy un ladrón, no lo soy, y en esos paquetes no hay nada robado.

Me di cuenta de que tenía un gran deseo de decir lo que contenían los paquetes y comprendí que, al contrario de lo que me ocurría a mí, para él todo era una cuestión de vanidad. Una vanidad no muy distinta, en el fondo, de la que había impulsado a Sonzogno a revelarme su delito. A pesar de todas las diferencias, los hombres tienen muchas cosas en común. Y cuando están con una mujer a la que aman o con la que por lo menos tienen alguna relación amorosa, tienden siempre a demostrar su virilidad bajo el aspecto de acciones enérgicas y peligrosas que han hecho o están a punto de hacer.

—En el fondo —dije con dulzura—, te mueres de ganas de decirme qué hay en esos paquetes.

Se ofendió.

—Eres una estúpida. No tengo ningún empeño en decírtelo, pero debo darte cuenta de lo que contienen para que puedas decir si quieres hacerme ese favor o no… Pues bien, contienen material de propaganda.

—¿Qué quiere decir eso?

—Yo formo parte de un grupo de personas a las que no les gusta, digámoslo así, el actual Gobierno… Lo odian y querrían que se fuera lo antes posible. Esos paquetes contienen folletos impresos clandestinamente en los que explicamos a la gente por qué razones este Gobierno no es bueno y de qué manera podemos echarlo.

Yo no me había ocupado nunca de política. Para mí, como supongo que para otras muchas personas, la cuestión del Gobierno no se había planteado nunca. Pero me acordé de Astarita y de las alusiones que de vez en cuando hacía sobre la política. Y, alarmada, exclamé:

—¡Pero eso está prohibido! ¡Es peligroso!

Me miró con visible satisfacción. Por fin le había dicho algo que le gustaba y halagaba su amor propio. Con una gravedad excesiva y ligeramente enfática confirmó:

—Sí, es peligroso. Ahora te corresponde a ti decidir si me haces este favor o no.

—Pero yo no lo he dicho por mí —repuse con vivacidad—. Lo he dicho por ti. Si es por mí, acepto.

—Ten en cuenta que es peligroso de veras —advirtió nuevamente—. Si te los encuentran, vas a la cárcel.

Lo miré y de pronto sentí una plenitud de afecto irrefrenable, no sé si por él o por alguna otra cosa que ignoraba. Los ojos se me llenaron de lágrimas y balbucí:

—¿No comprendes que no me importa nada? Iré a la cárcel… ¿Y qué?

Moví la cabeza y las lágrimas se me deslizaron por las mejillas. Él preguntó asombrado:

—¿Y por qué lloras ahora?

—Perdona —dije—. Soy una estúpida. Ni siquiera yo lo sé. Tal vez porque querría que tú te dieses cuenta de que te quiero y de que estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por ti.

Yo no había comprendido todavía que no debía hablarle de mi amor. A mis palabras, hizo lo que después le he visto hacer tantas veces: el rostro se le llenó de un vago y distante embarazo, entornó los ojos y dijo apresuradamente:

—Está bien. Dentro de dos días te traeré el paquete, estamos de acuerdo… Y ahora, tengo que marcharme porque es tarde.

Y diciendo esto saltó de la cama y se puso a vestirse aprisa. Yo me quedé donde estaba, en el lecho, con mi conmoción y mis lágrimas, un poco avergonzada, no sabía si por estar desnuda o por haber llorado.

Del suelo, donde habían caído, recogió sus ropas y se vistió. Fue al perchero, descolgó el gabán, se lo puso y se acercó a mí. Con la sonrisa ingenua y graciosa que me gustaba tanto dijo:

—Toca aquí.

Miré y vi que me indicaba uno de los bolsillos del abrigo. Se había acercado a la cama de manera que yo pudiera alargar la mano sin esfuerzo. Noté un objeto duro bajo la tela del gabán.

—¿Qué es? —pregunté sin comprender.

Sonrió satisfecho, metió una mano en el bolsillo y, sin dejar de mirarme, sacó poco a poco, pero no del todo, un revólver grande y negro.

—¡Un revólver! —exclamé—: Pero ¿qué haces con eso?

—No se sabe nunca —contestó—. Siempre puede servir.

Quedé indecisa. No sabía qué pensar ni él me dio tiempo para ello. Volvió a guardar el revólver en el bolsillo, se inclinó, rozó mis labios con los suyos y dijo:

—De acuerdo entonces… Volveré dentro de dos días.

Y antes de que me rehiciera de la sorpresa, ya había salido.

Más tarde he vuelto a pensar varias veces en nuestro primer encuentro de amor y me he reprochado acerbamente no haber sabido adivinar los peligros a que lo exponía la pasión política. Es verdad que no tenía ni tuve nunca influencia sobre él, pero si por lo menos hubiera sabido muchas cosas que supe más tarde, habría podido aconsejarle y cuando los consejos ya no sirviesen habría estado a su lado con plena conciencia y decisión. La culpa fue mía, desde luego, o mejor dicho, de mi ignorancia, de la que no tenía culpa realmente y que se debía a mi condición.

Como ya he dicho, nunca me he ocupado de política, de la que nada entendía y que siempre sentí ajena a mi destino, como si sus hechos no ocurrieran a mi alrededor o fueran de otro planeta. Cuando leía un periódico, saltaba la primera página con sus noticias políticas que no me interesaban y me iba a la página de sucesos en la que, por lo menos, ciertos acontecimientos y algunos delitos proporcionaban a mi mente materia de reflexión. En realidad, mi condición se parecía mucho a la de esos animalitos transparentes que, según se dice, viven en el fondo del mar, casi en la oscuridad, y nada saben de lo que ocurre en la superficie, a la luz del sol.

La política, igual que otras muchas cosas a las que los hombres parecen dar mucha importancia, llegaba a mí desde un mundo superior y desconocido, más débil e incomprensible que la luz del día a aquellos animalitos en sus apartados fondos submarinos. Pero la culpa no fue sólo mía y de mi ignorancia, sino también suya, de su ligereza y de su vanidad. De haber notado yo que había en él algo más que la vanidad, como lo había, hubiera obrado de una manera distinta y me habría esforzado, no sé con qué éxito, por comprender todas aquellas cosas que ignoraba. Y en este punto quiero observar otra cosa que desde luego contribuyó a mi conducta despreocupada: el hecho de que siempre parecía representar un papel, en tono semiburlesco, más que actuar seriamente. Parecía haberse hecho, pieza a pieza, un personaje ideal, aunque hasta cierto punto no creyera en él, y que continuamente sólo buscara, casi mecánicamente, acomodar sus acciones a ese personaje.

Esta continua comedia daba la sensación de un juego que él, en cierto modo, dominaba perfectamente, pero, como suele ocurrir en los juegos, quitaba mucha seriedad a cuanto hacía y al mismo tiempo sugería la falsa certeza de que nada era irreparable para él y que, en el último momento, aun en caso de derrota, su adversario en el juego le devolvería las pérdidas de la partida y le tendería la mano. Pero como tantas veces sucede a los muchachos que por un instinto incontenible se sienten inclinados a bromear con todo, Giacomo jugaba de veras. En cambio, su adversario actuaba en serio, como se vio en seguida. Así, cuando acabó la partida, él se encontró desarmado y desprevenido, fuera de juego, en un aprieto mortal.

Estas cosas, y muchas otras desgraciadamente más tristes y no menos razonables, las he pensado más tarde, reflexionando sobre lo ocurrido. Pero entonces, como creo haber dado a entender, ni siquiera me pasó por la mente la idea de que aquel asunto de los paquetes pudiera influir en nuestras relaciones. Estaba contenta de que hubiera vuelto y estaba contenta de poder hacerle un favor y al mismo tiempo de tener una ocasión segura de volver a verlo, y no llegaba más allá de esta doble satisfacción. Recuerdo que, pensando vagamente y como en sueños en el singular favor que me había pedido, moví la cabeza y pensé: «¡Chiquillerías!» y pasé a otra cosa. Por lo demás, me hallaba en un estado de ánimo tan feliz que, aunque lo hubiera querido, no habría podido apuntalar mis pensamientos sobre un tema inquietante.