Capítulo II
Con gran sorpresa mía, el día siguiente me sentí lánguida, melancólica y decaída como si hubiera pasado una enfermedad de un mes. Tengo un carácter alegre y la alegría, que procede de la salud y el vigor corporal, ha sido siempre en mí más fuerte que cualquier adversidad hasta el punto de que alguna vez me he enfadado conmigo misma al sentirme alegre aun a mi pesar y en circunstancias adversas. Por ejemplo, al levantarme cada día era raro que no me vinieran ganas de cantar o decir alguna frase ocurrente a mi madre. Pero aquella mañana, aquella alegría involuntaria me faltó del todo; sentíame dolorida, opaca, carente del habitual e impetuoso apetito por las doce horas de vida que la jornada me ofrecía. Dije a mi madre, que inmediatamente se dio cuenta del insólito mal humor, que había dormido mal.
Era verdad, pero yo sólo daba como causa uno de los muchos efectos de la profunda mortificación inferida a mi ánimo por la repulsa de Giacomo. Como ya he dicho, hacía tiempo que no me importaba nada ser lo que era: frente a mí misma no hallaba razón alguna para no serlo. Pero había esperado amar y ser amada y la negativa de Giacomo, a pesar de las complicadas razones que me había dado, me parecía achacable a mi oficio, el cual, por este motivo, se me hacía de repente odioso e intolerable.
El amor propio es una bestia curiosa que puede dormir aun bajo los golpes más crueles y en cambio se despierta herido de muerte aun por el más leve rasguño. Sobre todo me punzaba un recuerdo y me llenaba de amargura y vergüenza: el de una frase que yo misma había pronunciado la víspera mientras colgaba mi abrigo en la percha. Le había preguntado:
—¿Qué te parece esta habitación? ¿Verdad que es cómoda?
Recordaba que él no había contestado, reduciéndose a mirar a su alrededor con una mueca que por el momento no comprendí. Ahora entendía que se trataba de un gesto de disgusto. Desde luego, debió de haber pensado que era el cuarto de una mujerzuela. Al pensar en ello, me quemaba sobre todo el haber dicho esa frase con una complacencia tan ingenua. Por el contrario, debería haber pensado que a una persona como él, tan educada y sensible, aquel cuarto debió parecerle un antro sórdido, doblemente feo por los muebles, bastante modestos, y por el uso que de él hacía.
Hubiera deseado no haber dicho aquella desdichada frase, pero estaba dicha y no tenía remedio. Aquellas palabras me parecían una prisión de la que no podía salir por nada del mundo. La frase era yo misma, inalterable, tal como me había hecho por propia voluntad. Olvidarla o hacerme la ilusión de no haberla dicho sería como olvidarme a mí misma o hacerme la ilusión de no existir.
Estas reflexiones me envenenaban como una pócima que avanzaba maligna poco a poco hacia la mejor sangre de mis venas. Habitualmente, por las mañanas, aunque intentara prolongar mi ocio, llegaba siempre el momento en que las sábanas me disgustaban y mi cuerpo, como movido por una voluntad independiente, se liberaba de ellas saltando fuera del lecho. Pero aquel día sucedió lo contrario. Pasó toda la mañana, llegó la hora de comer y yo, por mucho que me animara a levantarme, seguía sin moverme. Me sentía como atada, inerte, impotente y torpe y al mismo tiempo dolorida como si la inmovilidad me costara un enorme y desesperado esfuerzo. Era como una de esas viejas barcas que aparecen atracadas en una ensenada pantanosa con la panza llena de agua negra y fétida y cuyas maderas podridas, si alguien se aventura a subir, ceden al peso y se hunden en el acto.
No sé cuánto tiempo estuve así, torpemente envuelta en las sábanas, mirando el vacío y tapada hasta la nariz por el embozo. Oí sonar las campanadas de mediodía; después, el toque de la una, de las dos, de las tres, de las cuatro. Había cerrado la puerta con llave. De vez en cuando mi madre, preocupada, venía a llamar y yo le contestaba que iba a levantarme en seguida y que me dejara en paz.
Cuando la luz empezó a descender, con un esfuerzo que me pareció sobrehumano, arrojé las mantas y me levanté.
Sentía los miembros como hinchados por la inercia y el disgusto. Me lavé y me vestí arrastrándome más que caminando de una parte a otra de la estancia. No pensaba en nada; sólo sabía, pero no con la mente sino con todo el cuerpo, que al menos aquel día no sentía el menor deseo de ir en busca de amantes. Cuando me hube vestido, le dije a mi madre que aquella noche estaríamos juntas y que saldríamos las dos a pasear por las calles de la ciudad y a tomar un aperitivo en un café.
La alegría de mi madre, no acostumbrada a invitaciones de aquella clase, me irritó sin saber por qué, y una vez más pude observar sin simpatía hasta qué punto sus mejillas eran blandas y estaban hinchadas y sus ojos pequeños y llenos de una luz falsa e insegura. Pero rechacé la tentación de decirle alguna frase molesta que hubiera podido destruir su alegría y, mientras esperaba que se vistiera, me senté en la sala semioscura, junto a la mesa. La luz blanca del farol, que entraba a través de los vidrios de la ventana sin cortinas, iluminaba la máquina de coser alargándola por la pared. Bajé los ojos hacia la mesa y, en la penumbra, entreví, alineadas, las figuras de las cartas del solitario con el que mi madre engañaba el aburrimiento de las largas veladas. Entonces, de pronto, experimenté una sensación extraña: me pareció que yo misma era mi madre, en carne y hueso, esperando a que su hija Adriana, en su cuarto, hubiera acabado de hacer el amor con el amante de turno. Probablemente esta sensación procedía del hecho de haberme sentado en su silla, junto a su mesa, ante sus cartas. A veces los lugares tienen esas sugestiones, y más de uno, al visitar una cárcel, por ejemplo, cree experimentar el mismo frío, la misma desesperación, el mismo sentimiento de aislamiento del prisionero que durante algún tiempo languideció allí. Pero la sala no era una cárcel ni mi madre sufría penas tan pesadas y tan fácilmente imaginables. No hacía más que vivir como siempre había vivido. Pero, quizá precisamente porque un instante antes había sentido un impulso de hostilidad contra ella, el sentimiento de aquella vida suya bastó para causar en mí una especie de reencarnación. La buena gente, para excusar ciertas acciones reprochables suele decir: «Ponte en su lugar». Pues bien, en aquel momento yo me había puesto en el lugar de mi madre hasta el punto de hacerme la ilusión de ser ella misma.
Lo era, pero a sabiendas, cosa que no le sucedía a ella, pues de lo contrario, se hubiera rebelado de alguna manera. De pronto me sentí marchita, envejecida, cansada, y comprendí qué era la vejez, que no sólo la cambia a una, sino que la hace débil e incapaz. ¿Cómo era mi madre? A veces la había visto mientras se desnudaba, observando sin reflexionar en ello sus pechos flacos, arrugados y oscuros, su vientre amarillento y flojo. Ahora, aquellos pechos que me habían alimentado, aquel vientre del cual yo había salido, los sentía en mí misma, tan próximos como para poder tocarlos, y creía experimentar la misma sensación de nostalgia y de lástima impotente que debía de inspirar a mi madre la vista de su cuerpo transformado.
La belleza y la juventud hacen soportable y hasta alegre la vida. ¿Pero y cuando ya no existen? Tuve un estremecimiento de miedo y, despertándome por un momento de aquella pesadilla, me alegré de ser realmente la Adriana bella y joven y de no tener nada que compartir con mi madre, que ya no volvería a ser ni bella ni joven. Al mismo tiempo, lentamente, como un mecanismo parado que poco a poco va recobrando el movimiento, hormigueaban en mi mente los pensamientos que debían de asaltarla mientras a solas me esperaba en la sala. Desde luego no es fácil imaginar qué puede pensar una persona como mi madre en semejantes circunstancias, sólo que, en la mayoría de los casos, la imaginación no puede por menos que nacer de la reprobación y el desprecio, y en realidad, más que imaginar, esas personas se crean un fantoche sobre el que vuelcan su hostilidad.
Pero yo amaba a mi madre y procuraba ponerme en su lugar. Sabía que sus pensamientos en aquellos instantes no eran interesados, ni amedrentados, ni vergonzosos, ni siquiera se relacionaban con lo que yo era y hacía. En cambio, sabía que sus pensamientos eran casuales e insignificantes, como convenía a una persona como ella, anciana, pobre e ignorante, que en toda su vida había podido creer o pensar la misma cosa dos días seguidos sin recibir de la necesidad los desmentidos más perentorios.
Los grandes pensamientos y los grandes sentimientos, incluso los tristes y negativos, necesitan una duración y una protección. Son como plantas delicadas que exigen largo tiempo para fortalecerse y echar sólidas raíces. Pero mi madre nunca había podido cultivar en su mente ni en su corazón más que hierbas efímeras de reflexiones, de resentimientos y de preocupaciones diarias. Por ello podía yo, tal como lo hacía, entregarme por dinero en mi propia habitación, y mi madre, en la sala, delante de su solitario, seguía dando vueltas en su mente a las mismas tonterías, si es justo llamar así a las cosas de las que había vivido durante tantos años desde su infancia hasta aquel día: el coste de los alimentos, los chismes de las vecinas, los cuidados de la casa, el temor a los achaques, los trabajos pendientes y otras pequeñeces por el estilo. A lo sumo, de vez en cuando, atendía el sonido de la campana de la iglesia cercana y pensaba, sin darle importancia: «Esta vez Adriana emplea más tiempo de lo acostumbrado». O también, oyendo que yo abría la puerta y hablaba en el recibidor: «Ya ha terminado». ¿Qué más? Ahora, con estas imaginaciones, yo misma era mi madre en cuerpo y alma, y precisamente porque sabía serlo de manera tan desnuda y real, estaba segura de amarla otra vez y aún más que antes.
El ruido que hizo la puerta al abrirse me despertó de esta especie de sueño. Mi madre encendió la luz y me preguntó:
—¿Qué haces a oscuras?
Yo, deslumbrada, me puse de pie y la miré. Inmediatamente me di cuenta de que llevaba un traje nuevo. No se había puesto sombrero porque no había llevado nunca, pero el vestido, negro, estaba hecho a medida. Del brazo le colgaba un gran bolso de cuero negro con el cierre de metal amarillo y del cuello una piel de gato. Se había mojado los cabellos grises y los llevaba peinados con cuidado, muy tirantes y reunidos en un pequeño moño lleno de horquillas. Hasta se había dado colorete en las mejillas, hacía poco enjutas y quemadas y ahora de nuevo floridas. Me vinieron ganas de sonreír, casi a pesar mío, viéndola tan peripuesta y solemne, y con mi habitual afecto le dije, poniéndome en marcha:
—Vamos.
Sabía que a mi madre le gustaba pasear lentamente, en la hora en que el tráfico es más intenso, por las calles principales donde están los mejores comercios de la ciudad. Así, pues, cogimos un tranvía, nos apeamos en el principio de la Vía Nazionale. Cuando era niña, mi madre solía llevarme de paseo por aquella calle. Comenzaba en la plaza de la Esedra, por la acera de la derecha, y lentamente, paso a paso, mirando con atención los escaparates de los comercios, uno a uno, llegaba hasta la plaza Venezia. Allí pasaba a la acera opuesta y, sin dejar de mirar minuciosamente las cosas expuestas en los escaparates, tirándome de la mano, volvía a la plaza de la Esedra. Entonces, sin haber comprado un alfiler ni haberse arriesgado a entrar en ninguno de los muchos cafés de la calle, me llevaba a casa, cansada y muerta de sueño. Recuerdo que estos paseos no me gustaban porque, al revés de mi madre, que parecía contentarse con sus contemplaciones caprichosas y meticulosas, yo hubiera preferido entrar en las tiendas, comprar y llevarme a casa algunas de aquellas cosas nuevas ofrecidas entre tantas luces, detrás de aquellos cristales pulidos. Pero había comprendido muy pronto que éramos pobres y nunca expresaba mis deseos. Una sola vez, ya no recuerdo por qué, me mostré caprichosa. Y recorrimos una buena parte de la calle abarrotada de gente, mi madre tirándome de un brazo y yo resistiendo con todas mis fuerzas, chillando y llorando. Hasta que mi madre, perdida la paciencia, en vez del objeto ansiado me dio un par de bofetadas y yo olvidé el dolor de la privación por aquel otro, más reciente, de los golpes.
Y héteme de nuevo en el extremo de la acera hacia la plaza de la Esedra, del brazo de mi madre, como si todos los años hubieran pasado en vano. Y he aquí las losas de la acera, un hormiguero de pies calzados con pequeños zapatos, botines, botas altas, zapatos sin tacón y sandalias que, mirándolo, marea; he aquí los viandantes que van de un lado para otro, por parejas, o solos, o en grupos de hombres, mujeres y niños, unas veces despacio, otras deprisa, todos iguales quizá porque querrían ser todos distintos, con los mismos vestidos, los mismos sombreros, las mismas caras, los mismos ojos, las mismas bocas; he aquí las peleterías, las zapaterías, las papelerías, los joyeros, los relojeros, los libreros, las floristas, las tiendas de tejidos, los comercios de juguetes, los objetos para la casa, las casas de modas, las de medias, las de guantes, los cafés, los cines, los Bancos; he aquí las ventanas iluminadas de los edificios con personas que van de un lado para otro por las habitaciones o trabajan en sus mesas; he aquí los anuncios luminosos, siempre los mismos; he aquí, en las esquinas, los vendedores de periódicos, las vendedoras de castañas asadas, los desocupados que ofrecen papel de Armenia y anillos de goma para los paraguas; y he aquí los mendigos, el ciego al principio de la calle con la cabeza apoyada en la pared, las gafas negras y la gorra en la mano, más allá la mujer casi vieja con un crío colgando del pecho arrugado, y más allá aún el idiota con un muñón amarillento y brillante como una rodilla en vez de la mano.
Al volver a encontrarme en aquella calle, entre todas aquellas cosas conocidas, experimenté un fúnebre sentimiento de inmovilidad que me estremeció profundamente y por un instante tuve la impresión de estar desnuda, como si entre la ropa y mi piel me hubiera pasado un hálito glacial de espanto. La radio de un café dejaba oír la voz apasionada y clamorosa de una mujer que cantaba. Era el año de la guerra de Etiopía y la mujer cantaba Faccettañera.
Naturalmente mi madre no se daba cuenta de estos sentimientos míos, ni yo los dejaba traslucir. Como ya he dicho, tengo un aspecto bondadoso, dulce, flemático y es difícil que los demás adivinen lo que pienso. Pero de pronto me sentí conmovida contra mi voluntad (la voz de la mujer había atacado una canción sentimental), los labios me temblaron y dije a mi madre:
—¿Recuerdas cuando me traías a pasear por esta calle y a mirar los escaparates?
—Sí —contestó ella—. Pero entonces todo costaba menos… Ese bolso, por ejemplo, te lo llevabas a casa por treinta liras.
Pasamos de la tienda de bolsos a la de un platero. Mi madre se detuvo a contemplar las joyas y dijo extasiada:
—Mira ese anillo… ¡Quién sabe lo que costará! Y ese brazalete de oro macizo… Yo no siento gran pasión por los anillos y los brazaletes, pero por los collares sí… Tenía uno de coral, pero tuve que venderlo.
—¿Cuándo?
—Bueno, hace muchos años.
No sé por qué, pensé que, a pesar de las ganancias de mi profesión, todavía no había podido comprarme siquiera un miserable anillo. Y dije a mi madre:
—¿Sabes? He decidido que de ahora en adelante no volveré a llevar a nadie a casa… Se acabó.
Era la primera vez que hablando con mi madre aludía explícitamente a mi oficio. Puso una cara que en aquel momento no comprendí, y dijo:
—Ya te lo he dicho muchas veces… Haz lo que quieras… Si tú estás contenta, yo también estoy contenta.
Pero no parecía contenta. Yo continué:
—Habrá que volver a la vida de antes… Tendrás que volver a cortar y coser camisas.
—Lo he hecho tantos años…
—No tendremos el dinero de ahora —insistí un poco cruelmente—. Ahora nos habíamos acostumbrado bien… En cuanto a mí, no sé qué haré.
—¿Qué harás? —preguntó mi madre con esperanza.
—No lo sé —dije—. Volveré a hacer de modelo… o tal vez te ayudaré en tu trabajo.
—¿Y en qué vas a ayudarme? —preguntó en un tono desanimado.
—O puedo ponerme a servir… ¿Qué se le va a hacer?
Mi madre había puesto una cara amarga y triste, como si de pronto hubiese sentido destacarse de ella toda la gordura de los últimos tiempos, como las hojas muertas de los árboles con los primeros fríos del otoño. Con todo, dijo convencida:
—Haz lo que quieras… con tal que estés contenta.
Comprendí que en ella luchaban dos sentimientos opuestos: su amor por mí y su afición a la vida cómoda. Me dio pena y hubiera preferido que tuviese la fuerza de sacrificar decididamente uno de esos dos sentimientos: o todo amor o todo cálculo. Pero esto ocurre pocas veces y nos pasamos la vida anulando los efectos de nuestras virtudes con los de nuestros vicios.
—No estaba contenta antes —dije— y no estaré contenta ahora… Sólo que no puedo seguir más de esta manera.
Después de estas palabras, no dijimos nada más. Mi madre tenía una cara gris y descompuesta; parecía delinearse ya otra vez, bajo la reciente floridez, la antigua y tensa delgadez. Miraba los escaparates con el mismo cuidado, con las mismas prolongadas contemplaciones de poco antes, pero sin ninguna alegría ni ninguna curiosidad, mecánicamente y como pensando en otra cosa. Quizá no veía nada mientras miraba, o ya no veía las cosas expuestas en las tiendas, sino la máquina de coser con su infatigable pedal, con su aguja subiendo y bajando como una loca, los montones de camisas a medio coser sobre la mesa de trabajo, el paño negro en el que se envuelven las piezas ya dispuestas para ser llevadas a los clientes a través de la ciudad. En cambio, yo no tenía esos fantasmas entre mis ojos y los escaparates. Los veía muy bien y pensaba con claridad.
Distinguía detrás de los cristales todos los objetos, uno a uno, con los letreritos de los precios, y me decía que podría no querer, como en efecto no quería, seguir haciendo mi oficio, pero que, en realidad, no podía hacer otra cosa. Aunque dentro de ciertos límites, ahora hubiera podido comprar algunas de aquellas cosas, pero el día en que volviera a trabajar de modelo o en otro empleo semejante, tendría que renunciar para siempre a todo esto y empezaría de nuevo para mí y para mi madre la vida incómoda y avara, llena de deseos reprimidos, de sacrificios inútiles y de ahorros sin resultados. Ahora podría aspirar hasta a tener una joya, si encontraba alguien que me la regalara. Pero si volvía a la vida de antes, las joyas se convertirían para mí en algo tan inaccesible como las estrellas del cielo. Sentí un fuerte disgusto por la vieja existencia que se me presentaba estúpidamente dura y desesperante y, al mismo tiempo, experimenté una viva sensación de absurdo al pensar en los motivos que me impelían a cambiar de vida. Porque un estudiante, por el que me había encaprichado, no había querido saber nada de mí. Porque se me había metido en la cabeza que aquel joven me despreciaba. Porque me hubiera gustado no ser lo que en aquel momento era. Pensé que no era más que orgullo y que no podía, por un simple orgullo, volver a ponerme, y sobre todo poner otra vez a mi madre, en nuestras antiguas y míseras condiciones de vida.
De pronto vi cómo la vida de Giacomo, que por un momento se había acercado a la mía y confundido con ella, se alejaba en otra dirección, mientras yo proseguía por el camino iniciado.
—Si encontrara alguien que me quisiera bien y se casara conmigo, entonces sí, aunque fuese pobre —me dije—, pero por una contrariedad no vale la pena.
Con este pensamiento me llenó el alma una gran tranquilidad hecha de liberación y de dulzura. Era un sentimiento que después he experimentado a menudo, cada vez que, no sólo no he rechazado el destino que la vida parecía imponerme, sino que he salido a su encuentro. Yo era la que era y debía ser aquello y nada más. Podía ser una buena esposa, aunque esto pueda parecer extraño, o bien una mujer que se vende por dinero, pero no una pobrecilla que se afana y sufre penalidades sin otro fin que el de dar satisfacción a su propio orgullo. Reconciliada por fin conmigo misma, sonreí.
Estábamos delante de una tienda de ropa femenina, de prendas de lana y de seda, y mi madre dijo:
—Fíjate qué bonito pañuelo… Uno así me gustaría.
Tranquila y serena, levanté la vista y miré al pañuelo que indicaba mi madre. Realmente era un bonito pañuelo, negro y blanco, con un dibujo de pájaros y de ramas. La puerta de la tienda estaba abierta y podía verse el mostrador y, sobre el mostrador, una especie de anaquel con diversos compartimientos llenos de pañuelos por el estilo, revueltos y en desorden.
—¿Te gusta ese pañuelo? —pregunté a mi madre.
—Sí, ¿por qué?
—Pues lo tendrás… pero antes dame tu bolso y toma el mío.
Ella no me comprendía y me miró con la boca abierta. Sin decir palabra, cogí su gran bolso de cuero negro y puse entre sus manos el mío que era mucho más pequeño. Abrí su bolso y lo mantuve abierto con los dedos mientras lentamente, con el paso de quien va a comprar algo, entré en la tienda. Mi madre, que todavía no comprendía, pero tampoco se atrevía a preguntarme nada, me siguió.
—Queríamos ver algunos pañuelos —dije a la dependienta, acercándome al anaquel de los compartimientos.
—Éstos son de seda, éstos de cachemir, éstos otros de lana y éstos de algodón —dijo la empleada venteándome los pañuelos debajo de los ojos.
Me acerqué mucho al mostrador, manteniendo el bolso a la altura del vientre, y con una sola mano empecé a examinar los pañuelos, abriéndolos y exponiéndolos a la luz para observar mejor los dibujos y los colores. De los pañuelos blancos y negros había por lo menos una docena, todos iguales. Dejé caer uno al lado de la caja, con un borde fuera del mostrador. Después dije a la dependienta:
—Realmente quería algo más vivo…
—Tenemos un artículo más fino —dijo la dependienta—, pero más caro.
—Enséñemelo.
La empleada se volvió para sacar una caja de los estantes del fondo. Yo estaba ya preparada y, apartándome un poco del mostrador, abrí el bolso. Hacer caer el pañuelo por el borde y apretar de nuevo el vientre contra el mostrador fue cosa de un instante.
La dependienta, entre tanto, había sacado la caja de su sitio. La puso sobre el mostrador y me enseñó otros pañuelos más grandes y más bonitos. Los examiné un buen rato, con calma, haciendo mis observaciones sobre los colores y los dibujos y mostrándoselos a mi madre con ciertas frases de admiración a las que ella, que lo había visto todo y estaba más muerta que viva, contestaba con inclinaciones de cabeza.
—¿Cuánto cuestan? —pregunté por fin.
La muchacha me dijo el precio.
—Tenía usted razón, son demasiado caros, por lo menos para mí —repuse con un tono de desilusión—. De todos modos, gracias.
Salimos de la tienda y empecé a caminar apresuradamente hacia una iglesia cercana, porque temía que la dependienta pudiera darse cuenta del hurto y corriera detrás de nosotras entre la gente. Mi madre, que iba cogida de mi brazo, miraba a todas partes con gesto extraviado y medroso como el borracho que piensa si están embriagadas las cosas que vacilan y se confunden a su alrededor. Me vinieron ganas de reír por su aspecto. No sabía por qué había robado el pañuelo; por lo demás, la cosa no tenía importancia, porque ya había robado la polvera en casa de la dueña de Gino y en estos asuntos sólo cuenta el primer paso. Pero había experimentado nuevamente el placer sensual de la primera vez y me parecía comprender ahora por qué hay tanta gente que roba.
En pocos pasos estuvimos delante de la iglesia, en una bocacalle, y dije a mi madre:
—¿Entramos en la iglesia un momento?
—Como quieras —contestó en voz baja.
Entramos en la iglesia, que era pequeña y blanca, de planta redonda, y parecía, con sus columnas dispuestas alrededor, una sala de baile. Había dos hileras de bancos brillantes por el uso; sobre ellos, desde la linterna de la cúpula, caía una claridad ya mortecina. Levanté los ojos y vi que la cúpula estaba pintada al fresco con unas figuras de ángeles con las alas desplegadas. Me sentí segura porque aquellos ángeles tan bellos y fuertes me protegerían y porque la empleada de la tienda no notaría el hurto antes de la noche. También el silencio, el olor del incienso, la sombra y el recogimiento de la iglesia me tranquilizaron tras el tumulto y las luces demasiado fuertes de la calle. Había entrado deprisa, casi chocando con mi madre, pero inmediatamente me calmé y sentí que se desvanecía todo temor.
Mi madre hizo el gesto de hurgar en mi bolso, que todavía tenía en sus manos. Le tendí el suyo, diciéndole:
—Ponte el pañuelo.
Abrió el bolso y se puso el pañuelo robado. Mojamos los dedos en agua bendita y fuimos a sentarnos en la primera fila de bancos, ante el altar mayor. Me arrodillé y mi madre permaneció sentada, con las manos en el regazo y el rostro sombreado por el pañuelo, que era demasiado grande. Comprendí que estaba turbada, y no pude por menos que comparar mi calma con su turbación. Me sentía en una disposición de ánimo suave y apacible, y aunque sabía haber cometido una acción condenada por la religión, no experimentaba ningún remordimiento y me consideraba más cerca de la religión que cuando no hacía nada reprochable y trabajaba todo el día para ir adelante en la vida. Recordé el estremecimiento de desaliento que acababa de sentir poco antes al ver la calle abarrotada de gente y me sentí confortada por la idea de que había un Dios que veía claramente dentro de mí y sabía que no había nada de malo y que yo, por el simple hecho de vivir, era inocente, como lo eran todos los seres humanos. Sabía que, por esto, Dios no estaba allí para juzgarme y condenarme, sino para justificar mi existencia, que no podía por menos que ser buena, puesto que dependía directamente de él.
Aun rezando mecánicamente, con las palabras de la oración, miraba al altar, más allá de las llamitas de los cirios, entreveía en un cuadro una imagen oscura que me parecía la de la virgen y comprendía que entre la virgen y yo no se trataba de si yo debía comportarme de uno u otro modo sino, más radicalmente, de si debía considerarme animada a vivir o no. Me pareció de pronto que los ánimos partían de la figura oscura tras las velas del altar, en forma de calor repentino que me envolvió del todo. Sí, me animaban a vivir, aunque no comprendiera nada de la vida ni por qué vivía.
Mi madre estaba allí, cabizbaja y aturdida, con aquel pañuelo nuevo que le formaba una especie de pico sobre la nariz, y yo, volviéndome y viéndola, no pude por menos que sonreír con afecto.
—Reza un poco —susurré—. Te hará bien.
Se estremeció, vaciló y después, como de mala gana, se arrodilló y juntó las manos. Yo sabía que mi madre no quería creer en la religión, que todo aquello le parecía una especie de falsa consolación para que estuviese tranquila y olvidase las durezas de la vida. Pero la vi mover mecánicamente los labios y aquel rostro suyo lleno de desconfianza y de mal humor me hizo sonreír otra vez. Hubiera querido tranquilizarla, decirle que había cambiado de idea, que no temiera, que no la obligaría a trabajar otra vez como antes. Había algo de infantil en el mal humor de mi madre, como un niño al que se niega un pastel que se le ha prometido, y éste me parecía el aspecto más importante de su conducta. Porque, de lo contrario, hubiera podido pensar que contaba con mi oficio para gozar sus comodidades y caprichos, lo que, en el fondo, sabía que no era verdad.
Cuando acabó de rezar, se santiguó, pero con despecho y sequedad, como para hacerme notar que lo había hecho por complacerme. Me levanté e hice acción de salir. Entonces se quitó el pañuelo, lo dobló cuidadosamente y volvió a meterlo en el bolso. Volvimos a la Vía Nazionale y me dirigí a una pastelería.
—Ahora tomaremos un aperitivo —dije.
Mi madre contestó inmediatamente:
—No, no. ¿Por qué, si no hay necesidad?
Su voz sonaba al mismo tiempo contenta y temerosa. Siempre hacía lo mismo, siempre temía, por vieja costumbre, que yo gastara demasiado.
—¿Y qué es un vermut? —dije.
Mi madre calló y me siguió a la pastelería.
Era un local viejo, con el mostrador y el zócalo de caoba brillante y varios escaparates llenos de cajas de dulces. Nos sentamos en un rincón y pedí dos vermuts. Mi madre parecía intimidada por el camarero y, mientras yo pedía los vermuts, mantuvo los ojos bajos, quieta y preocupada. Cuando el camarero hubo traído los aperitivos, tomó el vasito, mojó los labios, volvió a ponerlo en la mesa y dijo muy seria mirándome:
—Es bueno.
—Vermut —dije.
El camarero había traído una dulcera de cristal con pasteles. La abrí y dije a mi madre:
—Toma un pastel.
—No, no, de ningún modo.
—Tómalo.
—Me estropearía el apetito.
—¿Por un pastel?
Miré la dulcera, escogí un pastel de hojaldre con crema y se lo di diciendo:
—Come éste… Es ligero.
Lo cogió y lo comió a pequeños bocados, como compungida, mirando de vez en cuando el pastel donde lo había mordido.
—Verdaderamente es bueno —dijo por fin.
—Toma otro —dije.
Esta vez no se hizo rogar y cogió un segundo pastel. Cuando terminamos el vermut, permanecimos silenciosas, contemplando el ir y venir de los clientes de la pastelería. Comprendí que ella se sentía contenta de estar sentada en aquel rincón con un vermut y dos pasteles en el estómago, que el ir y venir de la gente la divertía y despertaba su curiosidad y que no tenía nada que decirme. Probablemente era la primera vez que se veía en un local semejante y la novedad de la experiencia le impedía cualquier reflexión.
Entró una señora joven que llevaba de la mano una niña con un cuellecito de piel blanca, un vestidito corto y las medias y los guantes de hilo blanco. La madre escogió del escaparate del mostrador un pastel y se lo dio. Dije a mi madre:
—Cuando yo era niña, tú nunca me trajiste a una pastelería.
—¿Cómo iba a poder traerte? —contestó.
—Y en cambio ahora —acabé tranquilamente— soy yo quien te traigo.
Calló un instante y después dijo, cabizbaja:
—Ahora me echas en cara el haber venido… Y yo no quería.
Puse una mano sobre la suya y dije:
—No te echo en cara nada. Al contrario, estoy contenta por haberte traído… ¿Te llevaba la abuela a las pastelerías?
Movió la cabeza y dijo:
—Hasta los dieciocho años no salí del barrio.
—Pues ya lo ves. En una familia tiene que haber alguien que un día u otro haga ciertas cosas… Tú no las hiciste, ni tu madre, ni probablemente la madre de tu madre… y entonces las hago yo porque las cosas no pueden continuar eternamente.
Ella no dijo nada y estuvimos otro cuarto de hora mirando la gente. Después abrí mi bolso, saqué la pitillera y encendí un cigarrillo. A veces las mujeres como yo fumamos en los lugares públicos para llamar la atención de los hombres. Pero en aquel momento yo no pensaba en atraerme un amante. Por lo menos aquella noche había decidido no tener ninguno. Quería fumar y nada más. Me puse el cigarrillo entre los labios, aspiré el humo y lo eché por la boca y la nariz, mientras sostenía el pitillo entre los dedos y miraba a la gente.
Pero, sin yo quererlo, debió de haber en este gesto algo de provocador porque inmediatamente vi que alguien junto al mostrador, que tenía una taza de café en la mano y se preparaba a beber, se detenía con la taza cerca de la boca y me miraba fijamente. Era un hombre de unos cuarenta años, bajo, de frente espesa y ceñuda, ojos saltones y mandíbula pesada. Tenía una nuca tan maciza que daba la impresión de no tener cuello. Como un toro que acabara de ver un trapo rojo y se quedara inmóvil antes de atacar con la cabeza baja, permaneció con la tacita suspendida mirándome. Vestía bien, aunque sin elegancia, con un abrigo ceñido que dejaba bien a la vista la anchura de los hombros. Bajé los ojos y por un momento, con el cigarrillo entre los labios, sopesé el pro y el contra de aquel hombre. Comprendí que tenía un temperamento que bastaría una mirada para que se le hincharan las venas del cuello y se le amoratara el rostro, pero no estaba segura de que me gustara.
Después me di cuenta de que, como una linfa secreta que aflora de una rugosa corteza en numerosos y tiernos retoños, el deseo de atraerlo me cosquilleaba por todo el cuerpo impeliéndome a dejar mi actitud reservada. Y esto apenas una hora después de haber decidido dejar el oficio. Pensé que no había nada que hacer, que era más fuerte que yo. Pero lo pensé con alegría porque desde que había salido de la iglesia me había reconciliado con mi suerte, cualquiera que fuese, y me daba cuenta de que esta aceptación valía para mí mucho más que cualquier renuncia por noble que pareciera. Así pues, al cabo de un rato de reflexión, levanté los ojos hacia el hombre. Seguía allí, absorto, con la taza en la gruesa mano velluda y los ojos bovinos fijos en mí. Entonces me rehice con toda la malicia de que era capaz y le dirigí una larga mirada acariciadora y sonriente. Él la recibió en plena cara y, como había imaginado, se le congestionó el rostro. Sorbió el café, dejó la taza en el mostrador y, con pasos menudos, rígido e hinchado en su ceñido abrigo, fue a la caja y pagó. Ya en la puerta, se volvió y me hizo una clara señal de acuerdo. Le respondí asintiendo con los ojos. El hombre salió y le dije a mi madre:
—Te dejo, pero tú quédate. En fin de cuentas, no podré volver a casa contigo.
Mi madre estaba gozando el espectáculo de la pastelería y se asustó:
—¿Dónde vas? ¿Por qué?
—Tengo a uno que me espera fuera —dije levantándome—. Aquí tienes el dinero, págalo todo y vuélvete a casa… Yo me adelanto, pero no sola.
Me miró demudada y, según creí entender, con una especie de remordimiento. Pero no dijo nada. Le hice un gesto de saludo y me fui. El hombre me esperaba en la calle. Apenas salí, ya estaba a mi lado, apretándome con fuerza el brazo:
—¿Dónde vamos?
—Vamos a mi casa.
Así, después de unas horas de angustia, renuncié a luchar contra lo que parecía ser mi destino y hasta lo abracé con más amor, como se abraza a un enemigo a quien no se puede vencer, y me sentí liberada.
Alguien pensará que es muy cómodo aceptar una suerte innoble, pero fructífera, en vez de rechazarla. Pero yo misma me he preguntado a menudo por qué la tristeza y la rabia conviven tantas veces en el ánimo de quienes quieren vivir según ciertos preceptos o adaptarse a determinados ideales, y por qué, en cambio, quienes aceptan la propia vida, que es sobre todo nulidad, oscuridad y pequeñez, viven tantas veces alegres y despreocupados. Por otra parte, en estos casos, cada uno obedece, no a preceptos, sino al propio temperamento, que así adquiere forma de verdadero destino. El mío, como ya he dicho, era ser, a toda costa, alegre, dulce y tranquila y yo lo aceptaba.