Capítulo IX
Y así, la vida volvió a girar para mí siempre en el mismo sentido y con idénticas figuras, como los tiovivos de Luna-Park que veía cuando era niña desde las ventanas de mi casa y me metían tanto júbilo en el corazón con sus luces deslumbrantes.
También en los tiovivos las figuras son pocas y siempre las mismas. Al son de una música estridente, tintineante y lamentosa, se ve pasar el cisne, el gato, el automóvil, el caballo, el trono, el dragón y el huevo, siempre los mismos durante toda la noche. Igualmente empezaron de nuevo a girar a mi alrededor las figuras de mis amantes. Aunque fueran nuevos, se parecían a los primeros. Volvió Giacinti de Milán, trayéndome unas medias de seda como regalo, y durante unos días lo vi cada noche. Después Giacinti volvió a marcharse y vi nuevamente a Gino, una o dos veces por semana. Las demás noches iba con otros hombres que encontraba por la calle o que Gisella me presentaba. Los había jóvenes, menos jóvenes y viejos; algunos, simpáticos que me trataban con cortesía, y otros, desagradables que me consideraban como un objeto de compraventa. Pero, en resumidas cuentas, como había decidido no aficionarme a ninguno, en el fondo era siempre el mismo cantar. Nos encontrábamos por la calle o en el café, algunas veces íbamos a cenar y después corríamos a mi casa. Allí nos encerrábamos en mi habitación, hacíamos el amor, hablábamos un poco y después el hombre pagaba y se iba y yo volvía a la sala, donde encontraba a mi madre que me esperaba. Si tenía hambre, cenaba, y después me acostaba.
En algunas ocasiones, si todavía era temprano, salía otra vez a la calle en busca de otro hombre. Pero también pasaban días enteros sin ver a ninguno y me quedaba en casa sin hacer nada. Me había hecho muy perezosa, de una indolencia triste y voluptuosa en la que parecía desahogarse el hambre de descanso y de tranquilidad, no sólo mía sino también de mi madre y de toda la gente siempre fatigada y siempre pobre. A veces, sólo la vista de la caja de nuestros ahorros vacía conseguía echarme de casa y pasear por las calles del centro en busca de compañía, pero muchas veces mi pereza era más fuerte y prefería que Gisella me prestara el dinero o que mi madre fuera a las tiendas a comprar a crédito.
Y sin embargo, no puedo decir que aquella vida me disgustara realmente. Pronto me di cuenta de que mi inclinación por Gino no tenía nada de particular ni era única, pues, en el fondo, casi todos los hombres me gustaban por algún motivo. No sé si esto les sucede a todas las mujeres que hacen el mismo oficio que yo o si indica la presencia de una vocación especial; sólo sé que cada vez experimentaba un estremecimiento de curiosidad y de esperanza y que pocas veces sufría una decepción. De los jóvenes me gustaban los cuerpos longuilíneos, delgados, todavía adolescentes, los gestos torpes, la timidez, los ojos acariciantes, la frescura de labios y de cabellos; de los maduros me gustaban los brazos musculosos, los pechos amplios y llenos, aquel no sé qué de macizo y poderoso que la virilidad pone en los hombros, en el vientre y en las piernas, y por último hasta los viejos me gustaban, porque el hombre, a diferencia de la mujer, no está ligado a la edad y aun en la vejez conserva su atractivo o adquiere otros de un género peculiar.
Cambiar cada día de amante me permitía distinguir a simple vista cualidades y defectos, con aquella observación exacta y penetrante que se adquiere sólo a través de la experiencia. Además, el cuerpo humano era para mí una fuente inagotable de misteriosa e irascible complacencia, y más de una vez me sorprendí escrutando con los ojos o acariciando con las puntas de los dedos los miembros de mis compañeros de una noche, como si más allá de las relaciones superficiales que nos unían quisiera descubrir el significado de su atractivo y explicarme a mí misma por qué me sentía tan atraída a ellos. Pero procuraba disimular todo lo posible aquella atracción porque aquellos hombres, en su vanidad siempre despierta, hubieran podido interpretarla por amor y pensar que estaba enamorada de ellos, cuando en realidad el amor, por lo menos tal como ellos lo entendían, no tenía nada que ver con mi sentimiento que, a lo sumo, se parecía a la reverencia y al estremecimiento que experimentaba antes al realizar ciertos actos religiosos en la iglesia.
Pero el dinero que ganaba de este modo no era tan abundante como podría creerse. Ante todo, no sabía ser tan ávida y tan mercantil como Gisella. Desde luego procuraba que se me pagara, porque no iba con hombres por diversión pero mi misma naturaleza me llevaba a darme más por una especie de exuberancia física que por cálculo y no pensaba en el dinero hasta el momento de hacerme pagar, es decir, demasiado tarde. Siempre me quedaba la oscura convicción de que daba a los hombres una mercadería que no costaba nada y que habitualmente no se pagaba, una sensación de recibir aquel dinero más como regalo que como un salario. Me parecía que el amor no debía pagarse o que nunca era pagado suficientemente, y entre esta modestia y esta presunción me sentía incapaz de fijar un precio que no me pareciera arbitrario.
Así, cuando me daban mucho, lo agradecía excesivamente, y cuando me daban poco, no lograba sentirme defraudada y no protestaba. Sólo más tarde, amaestrada por alguna amarga experiencia, me decidí a imitar a Gisella, que hacía tratos antes de aceptar. Pero en principio siempre me avergonzaba, y no lograba dar una cifra sino entre dientes, de manera que muchos no entendían y tenía que repetirla.
Otro motivo contribuía a hacer insuficiente el dinero ganado. Era el hecho de que, reparando mucho menos en gastos y habiéndome extendido bastante en la compra de algún vestido, perfumes, objetos de tocador y cosas por el estilo que necesitaba por mi profesión, el dinero que recibía de mis amantes no me bastaba, exactamente como el que ganaba antaño haciendo de modelo y ayudando a mi madre en sus trabajos. De este modo me parecía seguir tan pobre como antes, a pesar del sacrificio de mi honor. Como antes y aún más a menudo había días que no teníamos un céntimo en casa. Como antes y aún peor, me angustiaba la inseguridad del mañana.
Soy bastante despreocupada y flemática por naturaleza y esta inquietud nunca llegaba a tener un carácter obsesivo como ocurre en tantas personas menos equilibradas y despreocupadas. Pero quedaba en el fondo de la oscuridad de mi conciencia como una carcoma en las fibras de un mueble viejo, y me advertía continuamente que estaba desprovista de todo y que no podía olvidar aquel estado y descansar, ni mejorarlo definitivamente con la profesión que había escogido.
Quien no sentía o por lo menos no parecía sentir ya inquietud alguna, era mi madre. Yo le había advertido que ya no era necesario que se matara cosiendo todo el día, y ella, como si lo hubiera esperado toda su vida, abandonó de golpe la mayor parte de sus trabajos, limitándose a aceptar poquísimos encargos y aún de mala gana, más por pasatiempo que por interés de ganancia. Era como si el esfuerzo de tantos años, iniciado cuando era niña y servía en la familia de un empleado, se hubiera venido abajo de repente, sin dejar rastro y sin remedio, a la manera de esas viejas casas que se hunden disolviéndose y de las que no queda ni una pared en pie, sino solamente un montón de polvo.
Para una persona como mi madre, el dinero significaba sobre todo comer y descansar hasta la saciedad. Comía más que antes y se concedía aquellas comodidades que distinguían, de acuerdo con sus ideas, a las personas ricas de las pobres. Se levantaba tarde, dormía después de comer y paseaba de vez en cuando. Debo añadir que el efecto de estas novedades en ella era quizás el aspecto menos grato de mi nueva vida. Es probable que quien está acostumbrado a trabajar no debiera dejarlo nunca, pues el ocio y el bienestar lo corrompen y aunque éste no era su caso, tenga unos orígenes buenos y justos.
Cuando mejoraron nuestras condiciones, mi madre engordó o, mejor dicho, dada la rapidez con que desapareció su ansiosa y ajetreada delgadez, se hinchó torpemente, de una forma que se me hacía significativa aunque no llegara a comprender su significado. Las caderas, que en otro tiempo eran huesudas, se le redondearon; los hombros enjutos se le llenaron; las mejillas, que siempre había tenido como tirantes y anhelosas, se le pusieron floridas y de buen ver. Pero el detalle más triste de ese engrosamiento de mi madre eran los ojos, que antes eran grandes y muy abiertos, con expresión siempre abierta y vigilante y ahora parecían pequeños, llenos de no sé qué luz incierta y ambigua. Había engordado, pero sin rejuvenecer ni hacerse más bella. Me parecía que llevaba en la cara, en vez de hacerlo yo, las huellas visibles de nuestro cambio de vida, y me era imposible mirarla sin sentir un cierto penoso remordimiento, mezcla de compasión y repugnancia.
Además, mi madre aumentaba mi malestar cayendo continuamente en actitudes de satisfacción golosa y beatífica. En realidad, le parecía mentira no tener que volver a penar, y sus gastos y actitudes eran los de quien en su vida no había comido ni descansado lo bastante.
Naturalmente, yo no le dejaba adivinar esos sentimientos, porque no quería molestarla y además me daba cuenta de que ciertas cosas debiera decírmelas a mí misma antes que a ella. Pero de vez en cuando se me escapaba algún gesto de disgusto, y creía amarla menos ahora que estaba gorda, hinchada y caminaba balanceando las caderas, que cuando chillaba y corría y se lamentaba todo el día, flaca y desvencijada. A menudo me hacía esta pregunta: «Si yo me hubiera hecho rica por un buen matrimonio, ¿hubiera engordado mi madre de la misma manera?». Hoy pienso que sí, y aquella especie de elemento innoble que me parecía observar en su gordura, lo atribuyo a las miradas que le dirigía yo, cargadas, a mi pesar, de conformidad y de remordimiento.
A Gino no le oculté mucho tiempo mi nueva condición. Más aún, me propuse revelársela pronto, la primera vez que volví a verlo, unos diez días después de haber hecho el amor en la villa. Una mañana, mi madre acudió a despertarme y con una voz cómplice y baja me dijo:
—¿Sabes quién está ahí y quiere hablarte? Gino.
—Hazlo pasar —dije simplemente.
Un poco decepcionada por mi brevedad, abrió la ventana y salió. Al poco tiempo entró Gino e inmediatamente me di cuenta de que estaba turbado y furioso. No me saludó, dio la vuelta alrededor de la cama y vino a ponerse delante de mí, que lo miraba aún tendida y somnolienta. Después preguntó:
—Oye, el otro día, por casualidad, ¿no cogiste equivocadamente un objeto del tocador de la señora?
«Ya está» —pensé. Observé que no experimentaba ningún sentimiento de culpabilidad. En cambio, me producía la misma penosa impresión de siempre el espanto servil de Gino.
—¿Por qué me lo preguntas? —dije.
—Ha desaparecido una polvera de gran valor, de oro con un rubí… La señora ha organizado una escena de mil diablos… y como en cierto modo la villa quedó confiada a mí, no es que lo digan, pero yo comprendo que sospechan de mí. Menos mal que no se ha dado cuenta hasta ayer, al cabo de una semana de su regreso, y así hay también la probabilidad de que lo haya robado una de las doncellas… De lo contrario, ya me habrían echado, denunciado, arrestado, o qué sé yo…
Temí que por mi culpa hubiera pagado algún inocente y pregunté:
—¿Y no les han hecho nada a las doncellas?
—No —contestó bastante nervioso—. Pero ha venido un comisario de la Policía y desde hace dos días es imposible vivir en aquella casa.
Vacilé un momento y dije:
—Yo cogí la polvera.
Gino abrió mucho los ojos, hizo una horrible mueca y exclamó:
—La cogiste tú… ¿Y me lo dices así?
—¿Y cómo iba a decírtelo?
—Pero, eso se llama robar.
—Ya.
Me miró y de pronto se puso furioso. Quizá temía las consecuencias de mi acción o tal vez, de una manera oscura, adivinaba que yo le atribuía la responsabilidad última del robo.
—Pero ¿en qué estabas pensando? ¿De manera que por eso querías ir a la habitación de la señora…? Ahora comprendo, pero yo, querida, no quiero entrar en el juego… ¡Ladrona! Estaba apañado si llego a casarme contigo… ¡Casarme con una ladrona!
Le dejé desahogarse, observándolo con atención. Ahora me asombraba el haber pensado durante tanto tiempo que era perfecto. Por fin, cuando creí que había agotado todos los reproches, dije:
—¿Por qué te enfureces tanto, Gino? Al fin y al cabo, no te acusan de que la hayas robado tú… Hablarán de eso unos días y después no volverán a pensar en ello… Además, quién sabe cuántas polveras tendrá tu señora…
—¿Pero por qué la has robado? —preguntó. Era evidente que deseaba oír lo que, como ya he dicho, intuía oscuramente.
—Así.
—Así, no es una respuesta.
—Entonces, si realmente quieres saberlo —dije tranquilamente—, no lo he robado porque lo deseara ni por necesidad, sino porque, al fin y al cabo, ahora puedo incluso robar.
—¿Qué quieres decir?
No le dejé acabar:
—Cada noche voy por la calle, busco un hombre, lo traigo a casa y después me paga… Comprenderás que si puedo hacer eso, también puedo robar, ¿no?
Gino comprendió y su reacción fue característica:
—De manera que también haces eso… Está bien. ¡Pobre de mí si llegaba a casarme contigo!
—No lo hacía —dije—. Lo hago desde que supe que estás casado y que tienes una hija.
Gino había esperado todo aquel tiempo esta frase y la refutó rápidamente:
—No, querida… Ahora no vengas a echarme a mí la culpa… Sólo se hace puta y ladrona la que quiere serlo.
—Se ve que yo lo era sin saberlo —repuse—, y tú me has dado la ocasión de llegar a serlo.
Por mi calma comprendió que no tenía nada que esperar y cambió de táctica.
—Bueno, lo que eres o lo que haces no me atañe, pero tienes que devolverme la polvera… De lo contrarío, tarde o temprano pierdo mi puesto. Tienes que devolvérmela y fingiré haberla encontrado en cualquier sitio, en el jardín, por ejemplo.
—¿Por qué no lo has dicho antes? Si es para que no pierdas tu puesto, puedes cogerla… Está ahí, en el primer cajón del armario.
Inmediatamente, con una prisa impregnada de alivio, fue al armario, abrió el cajón, cogió la polvera y se la metió en el bolsillo. Se volvió a mirarme, con unos ojos que ya eran diferentes, en los que parecía alborear una disposición de ánimo mortificada y conciliadora. Pero no tuve el valor de enfrentarme con la escena embarazosa que anunciaba su mirada.
—¿Tienes el coche abajo? —pregunté.
—Sí.
—Bien, es tarde y no te conviene quedarte. Hablaremos de todo la próxima vez que nos veamos.
—¿Estás enfadada conmigo?
—No, no estoy enfadada contigo.
—Sí lo estás…
—Te repito que no.
Suspiró, se inclinó sobre el lecho y dejé que me besara.
—¿Me llamarás por teléfono? —preguntó desde la puerta.
—Puedes estar tranquilo.
Así supo Gino mi nuevo género de vida. Pero el día en que volvimos a vernos no hablamos para nada ni de la polvera ni de mi oficio como si se tratara ya de cosas aceptadas y carentes de interés cuya importancia hubiera consistido solamente en su novedad. En fin de cuentas, se comportó más o menos como mi madre, pero no parecía haber sentido por un solo momento la tristeza de mi madre el primer día que llevé a Giacinti a casa y que todavía creía adivinar de vez en cuando bajo su satisfacción y hasta bajo el aspecto insano de su gordura. El carácter principal de Gino consistía, en cambio, en una cierta astucia no muy inteligente y de cortos horizontes. Creo que después de haber sabido mi cambio de vida a partir de su traición, debió de encogerse de hombros y decir: «¡Bah, dos pájaros de un tiro! Así no puede reprocharme nada y sigo siendo su amante». Hay hombres que consideran una suerte conservar lo que poseen, lo mismo si se trata de dinero o de la mujer como de la vida, aun a costa de su dignidad, y Gino era uno de esos.
Seguía viéndole porque, como ya he dicho varias veces, a pesar de todo seguía gustándome y no había otro que me gustara tanto como él, y además porque aunque pensara que todo había acabado ya entre nosotros, no deseaba que el fin fuera brusco y desagradable. Nunca me han gustado los cortes en seco, las interrupciones repentinas. Creo que las cosas de la vida mueren por sí mismas, tal como nacieron, por aburrimiento, por indiferencia o hasta por costumbre, que es una especie de aburrimiento fiel, y me gusta sentirlas morir así, naturalmente, sin culpa mía ni de otros, y poco a poco verles ceder el puesto a las demás. Al fin y al cabo, nunca se dan en la vida cambios decididos y netos, y quien quiere cambiar con precipitación corre peligro de ver reaparecer cuando menos lo espera, todavía vivas y tenaces, las viejas costumbres que creía haber extirpado de golpe y de una manera definitiva. Yo deseaba también que las caricias de las manos de Gino me dejaran indiferente igual que sus palabras y temía que, si no daba tiempo al tiempo, podría reaparecer en cada momento en mi vida y obligarme contra mi voluntad a reanudar nuestras antiguas relaciones.
Otra persona que entonces reapareció en mi vida fue Astarita. Con él todo fue más sencillo que con Gino. Gisella lo veía a escondidas y creo que Astarita hacía el amor con ella sólo por tener ocasión de hablar de mí. Como quiera que fuese, Gisella acechaba la ocasión propicia para hablarme de él y cuando le pareció que ya había pasado bastante tiempo y me habría apaciguado, procuró hablar conmigo a solas y me dijo que se había encontrado con Astarita y que le había preguntado por mí.
—No me ha dicho nada en concreto —prosiguió—, pero he entendido que sigue enamorado de ti. Si he de decirte la verdad, me ha dado lástima… Parece realmente desgraciado. Te repito que no me ha dicho nada, pero he adivinado que tiene grandes deseos de volver a verte… Ahora, al fin y al cabo… Pero la interrumpí diciendo:
—Oye, es inútil que sigas hablando así.
—¿Cómo, así?
—Bueno, con tantas precauciones… Vale más que digas claramente que él te manda, que quiere volver a verme y que le has prometido llevarle mi respuesta.
—Supongamos que sea así —admitió, desconcertada—. ¿Y entonces?
—Entonces —repuse tranquilamente—, dile, si quieres, que no me opongo a verlo. Naturalmente, como veo a los demás, sin ningún compromiso, de vez en cuando…
Gisella se quedó realmente asombrada de mi actitud. Estaba convencida de que yo odiaba a Astarita y que por nada del mundo consentiría en volver a verlo. No comprendía que para mí ya no existían ni el odio ni el amor y, como de costumbre, pensó que yo ocultaba una segunda intención.
—Haces bien —dijo al cabo de un rato con aire reflexivo y astuto—. Yo, en tu lugar, haría lo mismo. En ciertos casos, conviene pasar por encima de las antipatías. Astarita te ama de veras y sería capaz de hacer anular su matrimonio y casarse contigo… ¡Vaya, veo que eres lista! ¡Y pensar que te creía una ingenua!
Gisella nunca había comprendido nada de mí, y yo sabía por experiencia que sería en vano tratar de abrirle los ojos. Por eso aprobé con fingida desenvoltura:
—Eso es, precisamente…
Y la dejé en un estado de ánimo mezcla de envidia y de injuriosa admiración.
Comunicó a Astarita mi respuesta y volví a verlo en el mismo bar en el que me encontré por primera vez con Giacinti. Como había dicho Gisella, me amaba aún furiosamente y cuando me vio se puso pálido como un muerto, perdió toda su gallardía y no volvió a abrir la boca. Debía de ser más fuerte que él, y creo que tienen razón ciertas mujeres sencillas del pueblo como, por ejemplo, mi madre, cuando hablando de casos de amor dicen que ciertos hombres han sido embrujados por sus amantes. Sin darme cuenta ni quererlo, había echado una especie de embrujo sobre él, y por mucho empeño que él pusiera en sustraerse a su efecto, no lograba desprenderse de mi influencia. De una vez por todas lo había hecho inferior, dependiente de mí, sometido. Lo había desarmado, paralizado y puesto a mi merced.
Más tarde me explicó que a veces se preparaba a solas para representar el papel frío y desdeñoso que hubiera querido representar conmigo, aprendiéndose incluso las palabras de memoria. Pero después, apenas me veía, la sangre se le iba de las mejillas, una especie de angustia le oprimía el pecho, la mente se le vaciaba y la lengua se negaba a hablar. Hasta mi mirada se le hacía insostenible. Perdía la cabeza y experimentaba un irresistible deseo de ponerse de rodillas ante mí y de besarme los pies.
Realmente no era como los demás hombres. Quiero decir que había en él algo de obsesivo. La noche de nuestro encuentro, después de haber comido juntos en el restaurante, en un silencio tenso y convulso, fuimos a mi casa y allí me rogó que le contara detalladamente, sin omitir nada, mi vida desde el día de la excursión a Viterbo hasta la ruptura con Gino.
—Pero ¿por qué te interesa tanto? —le pregunté, asombrada.
—Así, por ninguna razón… Pero ¿qué te cuesta? No pienses en mí, cuéntamelo, y nada más.
—Por mí —dije encogiéndome de hombros—, si realmente te gusta…
Y con toda minuciosidad, como me había pedido, le conté todo lo sucedido desde el día de la excursión: la explicación que tuve con Gino, cómo seguí los consejos de Gisella, mi encuentro con Giacinti. Tan sólo callé el asunto de la polvera, ni siquiera sé por qué, quizá por no inquietarlo dada su profesión de policía. Me hizo muchas preguntas, sobre todo acerca de mi encuentro con Giacinti. No parecía saciarse de los pormenores como si, más que saber las cosas, quisiera incluso verlas y tocarlas y, en resumen compartirlas. No podría decir cuántas veces me interrumpió con frases como: «¿Y tú que hiciste?», o también: «¿Y qué hizo él?». Y cuando acabé mi relato, me abrazó farfullando:
—Todo ha sido por mi culpa.
—No, no… —repliqué, un poco aburrida—. No ha sido culpa de nadie.
—Sí, ha sido culpa mía… Soy yo quien te ha arruinado… Si no me hubiera portado de aquella manera en Viterbo, todo hubiera sido diferente.
—Esta vez te equivocas —respondí con vivacidad—. A lo sumo, la culpa habrá sido de Gino… Tú no tienes nada que ver… Tú, querido, quisiste poseerme por la fuerza en Viterbo, y las cosas obtenidas por la fuerza no cuentan. Si Gino no me hubiera traicionado, me hubiese casado con él, le habría contado después todo lo ocurrido y las cosas seguirían como si no te hubiese conocido.
—No. Ha sido por mi culpa… Aparentemente, tal vez la culpa sea de Gino, pero en el fondo la culpa es mía.
Parecía bastante aferrado a esta idea de su culpabilidad, pero, según creí entender, no porque sintiera remordimiento, sino al contrario, porque le complacía pensar que me había corrompido y arruinado. Pero decir que le complacía es decir poco: lo excitaba, y tal vez éste era el motivo principal de su pasión por mí. Esto lo entendí después, cuando me di cuenta de que a menudo, en nuestros encuentros, insistía para que le contara con toda clase de detalles cuanto ocurría entre mis amantes circunstanciales y yo. Durante estos relatos, ponía una cara turbada, tirante y atenta, que acababa turbándome a mí y llenándome de vergüenza. Inmediatamente después se echaba sobre mí y mientras me poseía repetía con pasión palabras injuriosas, brutales, obscenas, que no quiero repetir aquí y que parecerían ofensivas incluso a la más depravada de las mujeres.
Nunca he podido comprender cómo podría coordinarse esta actitud suya con la adoración que me profesaba. A mi modo de ver, es imposible amar a una mujer y no respetarla, pero en aquel hombre, el amor y la crueldad parecían mezclarse y el uno prestaba a la otra su propio color y su fuerza. A veces llegué a pensar que esta singular voluptuosidad de imaginarme degradada por su culpa se la sugería su mismo oficio de policía político. Como pude saber, este oficio consistía precisamente en buscar el punto débil de los acusados, a fin de corromperlos y envilecerlos y así convertirlos en seres inocuos para siempre. El mismo Astarita llegó a decirme, no recuerdo en qué ocasión, que siempre que lograba hacer confesar, o doblegar como fuera, a un acusado, experimentaba una satisfacción particular, casi física, semejante a la de la posesión en el amor.
—El acusado es como una mujer —me explicó—. Mientras resiste, mantiene erguida la cabeza, pero una vez que ha cedido, se convierte en un harapo y puedes tenerlo en tus manos cuando quieras y como te parezca.
Y hasta es probable que ese carácter suyo tan cruel fuera innato y que él mismo hubiera elegido aquel oficio precisamente porque tenía aquel carácter y no al contrario.
Astarita no era feliz; más aún, su infelicidad me pareció siempre la más completa e irremediable que había visto, porque no se debía a motivo exterior alguno, sino a una cierta incapacidad o torpeza suya que no conseguí captar. Cuando no me obligaba a contar mis asuntos personales y de mi profesión, solía arrodillarse delante de mí, ponía su cabeza en mi regazo y se quedaba así, a veces hasta una hora, inmóvil. A mí no me tocaba hacer otra cosa que pasarle levemente una mano por la cabeza, como suelen hacer las madres con sus hijos. De vez en cuando, gemía y a veces incluso lloraba. Nunca he amado a Astarita, pero en aquellos momentos me inspiraba mucha compasión porque comprendía que sufría y que no existía medio capaz de aliviar su sufrimiento.
Hablaba con la mayor amargura de su familia: de su mujer, a la que odiaba; de sus hijas, por las que no sentía ningún cariño; de sus padres, que le habían hecho difícil la infancia y, siendo aún inexperto, lo habían obligado a un matrimonio desastroso. Casi nunca aludía a su trabajo. Sólo una vez, con una mueca particular, llegó a decirme:
—En las casas hay muchos objetos útiles, aunque no sean limpios… Yo soy uno de esos objetos, soy el basurero en el que se dejan las inmundicias.
Pero, en general, tuve la sensación de que consideraba su oficio como perfectamente honorable. Tenía un gran sentido del deber y era, según comprendí por la visita que le había hecho en el ministerio y por otras conversaciones con él, un funcionario modelo, celoso, buen guardián de secretos, perspicaz, incorruptible, rígido. Aun perteneciendo a la Policía política, confesaba no entender nada de política.
—Soy una rueda que se mueve con las otras en una máquina —me dijo una vez—. Ellos mandan y yo obedezco.
Astarita hubiera querido verme todas las noches, pero, además de que yo no quería atarme a nadie, como ya he dicho, me aburría y me dejaba incómoda con su convulsa seriedad y sus rarezas, así que, aunque me daba compasión, yo no podía retener cuando me dejaba un sincero suspiro de alivio. Por esta razón procuraba verlo pocas veces, no más de una a la semana. Esta escasez de relaciones contribuyó, desde luego, a mantener despierta y ardiente su pasión por mí. En cambio, si yo hubiera aludido al deseo de vivir con él, como no dejaba de proponerme, se hubiera acostumbrado lentamente a mi presencia y hubiese acabado por verme como era en realidad: una pobre muchacha como tantas otras. Me dio el número de teléfono que tenía sobre su mesa en el ministerio. Era un número secreto, sólo conocido por el jefe del Gobierno, el ministro del Interior, el gobernador Civil y alguna que otra personalidad. Cuando lo llamaba, contestaba inmediatamente, pero en cuanto se daba cuenta de que era yo, su voz, poco antes limpia y tranquila, se enturbiaba y empezaba a balbucear. Realmente estaba sumiso y sojuzgado a mí como un esclavo. Recuerdo que una vez le hice una caricia en la cara sin que él me la pidiera. Inmediatamente me cogió la mano y me la besó con fervor. Después, otras veces, me suplicó espontáneamente que repitiera la caricia. Pero las caricias no se hacen por decreto.
Como he dicho ya, a veces no tenía ganas de ir a la calle en busca de hombres y me quedaba en casa. Tampoco quería estar con mi madre porque, aunque entre las dos por una especie de acuerdo tácito no se hablaba de mi oficio, la conversación iba a parar siempre, entre alusiones y medias palabras, al mismo tema y en esos casos me gustaría haber hablado sin velos y en forma clara. Así, pues, me encerraba en mi habitación, advirtiendo antes a mi madre para que no me molestara y me echaba en la cama. La alcoba daba al patio; ningún ruido llegaba de fuera a través de la ventana cerrada. Dormitaba un rato, me levantaba después y daba vueltas por la habitación, entretenida en alguna pequeña tarea, ya fuera poniendo en orden las cosas o bien quitando el polvo de los muebles. Estas ocupaciones no eran más que estímulos para poner en marcha la máquina de mis pensamientos, para crearme a mi alrededor un ambiente de densa intimidad. Reflexionaba con profundidad progresiva, y al final, casi no reflexionaba en absoluto y me bastaba sentirme vivir después de tantas dispersiones y tan afanosas costumbres.
En aquellas horas de soledad llegaba siempre un momento en el que me sorprendía un intenso extravío. De pronto me parecía percibir con una clarividencia glacial toda mi vida y a mí misma como de una vez. Las cosas que hacía se desdoblaban, perdían su sustancia significativa, se reducían a simples apariencias absurdas e incomprensibles. Me decía a mí misma: «Muchas veces traigo aquí un hombre que sin conocerme me ha esperado en la noche… Cogidos el uno al otro, luchamos sobre esta cama como dos enemigos… Después me da un pedazo de papel con un color y un grabado determinados… El día siguiente cambio ese pedazo de papel por comida, vestidos y cosas semejantes». Pero tales enunciados no eran más que el primer paso en el camino de un extravío más profundo. Servían para barrer de mi alma el juicio que seguía albergando en ella acerca de mi oficio, y me representaba el oficio como una serie de gestos sin sentido, equivalentes a otros gestos de diversos oficios. En seguida, un ruido lejano de la ciudad o el crujido de un mueble en mi habitación, me producían una sensación absurda y casi delirante de mi presencia. Me repetía a mí misma: «Estoy aquí y podría estar en cualquier otro sitio… Y podría estar hace mil años o dentro de otros mil… Y podría ser negra, o vieja, o rubia, o pequeña…». Pensaba que había salido de una tiniebla sin fin y que pronto entraría en otra tiniebla igualmente ilimitada y que este breve paso estaría señalado solamente por actos absurdos y casuales. Entonces comprendía que mi angustia no se debía a las cosas que hacía, sino, más profundamente, al escueto hecho de vivir, que no era ni malo ni bueno, sino sólo doloroso e insensato.
Estas ideas me hacían estremecer de miedo, durante unos momentos. Me estremecía profundamente y sentía como si mis cabellos se revolvieran en su raíz. De pronto, era como si las paredes de la casa, la ciudad y hasta el mundo entero se desvanecieran y yo me hallara suspendida en un espacio vacío, negro y sin límites, y por añadidura suspendida precisamente con aquellos vestidos, aquellos recuerdos, aquel nombre, aquella profesión. Una muchacha llamada Adriana suspendida en la nada. Parecíame que aquella nada era una cosa solemne, terrible e incomprensible y que el aspecto más triste de toda la cuestión era precisamente presentarme en aquella nada con los modales y las apariencias con los que por la noche me presentaba en la cafetería donde me esperaba Gisella. Y no me consolaba la idea de que también los demás se movieran y actuaran de un modo igualmente fútil e inadecuado bajo aquella nada dentro de la nada rodeados de la nada. Sólo me asombraba que no lo notaran y, como sucede cuando muchas personas descubren juntas el mismo hecho, no se comunicaran sus observaciones ni hablaran de ello con más frecuencia.
En aquellos momentos me arrodillaba y me ponía a rezar, tal vez más por una costumbre de la infancia que por clara voluntad y pleno conocimiento. Pero no rezaba con las palabras de las oraciones habituales, que me parecían demasiado largas para mi repentino estado de ánimo. En cambio, me dejaba caer de rodillas con tal violencia que a veces me dolían las piernas durante varios días y oraba brevemente: «Cristo, ten piedad de mí», en voz alta y desesperada. No era realmente una oración, sino una especie de fórmula mágica con la que pensaba disipar mi desaliento y volver a encontrar la realidad de siempre. Después de haber clamado de esta manera, impetuosamente, con toda mi fuerza, me quedaba absorta, con la cara entre las manos, un buen rato. Por último me daba cuenta de que ya no pensaba en nada, que estaba aburriéndome, que era la Adriana de siempre, que me hallaba en mi habitación. Me tocaba el cuerpo, como incrédula de poder encontrarlo intacto y presente y, levantándome, me iba a la cama. Estaba cansada y dolorida, como si todas mis articulaciones se hubieran endurecido, y me dormía inmediatamente.
Pero esos estados de ánimo no influían en nada en mi vida habitual. Seguía siendo la Adriana de cada día, con mi carácter, que por dinero llevaba hombres a casa, acompañaba a Gisella y hablaba de cosas sin importancia con su propia madre y con los demás. A veces se me hacía extraño ser tan distinta en la soledad de cuando estaba acompañada, en mis relaciones conmigo misma y con los demás. Pero no me hacía la ilusión de estar sola y experimentar sentimientos tan violentos y desesperados. Creía que por lo menos una vez al día todos debían sentir la propia vida reducirse a una situación de angustia inefable y absurda. Sólo que a los demás ese conocimiento no les producía ningún efecto visible. Salían después de sus casas como yo, e iban de un lado para otro representando sinceramente sus papeles que no tenían nada de sinceros. Y ese pensamiento me confirmaba en la convicción de que todos los hombres, sin excepción, son dignos de compasión, aunque no sea más que porque viven.