Capítulo VIII

Los días siguientes volví a ver a Giacinti cada noche. Telefoneó a Gisella a la otra mañana y ella me dio el recado por la tarde. Giacinti tenía que ir a Milán la noche anterior al día de mi cita con Gino y por ello consentí en recibirlo todas aquellas noches. De lo contrario, hubiera dicho que no, porque me había jurado a mí misma que no volvería a tener relaciones continuadas con ningún hombre. Creía que era preferible, si iba a dedicarme al oficio, hacerlo francamente, cambiando de amante cada vez, sin engañarme a mí misma con la ilusión de no hacerlo porque me dejaba mantener por un solo hombre. Además, había el peligro de aficionarme a él o de que él se aficionara a mí, con lo que no sólo perdería la libertad física, sino también la de los sentimientos.

Por lo demás, aún conservaba intactas mis ideas acerca de la vida conyugal y normal, y pensaba que, si algún día llegaba a casarme, no sería con un amante que me mantuviera y por fin se decidiese a legalizar, aunque sin hacerla moral, una relación interesada. Me casaría con un joven que me amara y al que yo amara también, un hombre de mi clase, con mis gustos y con mis ideas. En fin, quería que el oficio escogido por mí quedara enteramente al margen de mis viejas aspiraciones, sin contaminaciones ni compromisos, ya que en cierto sentido me veía igualmente inclinada a ser una buena esposa que una buena cortesana, pero completamente incapaz, como pensaba hacer Gisella, de seguir un prudente e hipócrita camino intermedio. Entre otras razones, porque en fin de cuentas se podía sacar mucho más del escrúpulo de muchos que de la generosidad de uno solo.

Todas aquellas noches me llevó Giacinti a cenar al restaurante de siempre y después me acompañó a casa quedándose conmigo hasta bien entrada la noche. Mi madre había renunciado ya a hablar de esas horas mías y se limitaba a preguntarme si había dormido bien, cuando por la mañana, a hora avanzada, entraba en mi cuarto llevándome el café en una bandeja. En otros tiempos iba yo a la cocina a tomar el café, muy temprano, de pie ante el fogón, con el frío del agua helada del lavabo en las manos y la cara. Pero ahora mi madre me lo llevaba a la habitación y yo lo tomaba en cama mientras ella abría las contraventanas y se ponía a arreglar el cuarto.

Nunca le decía nada que ya no le hubiera dicho en otros tiempos, pero ella había comprendido que todo era diferente en nuestra vida y demostraba con su conducta haber entendido muy bien de qué clase de cambio se trataba. Obraba como si existiera un tácito acuerdo entre las dos y con sus premuras parecía pedirme humildemente que le concediera, en nuestra nueva vida, servirme y serme útil como en el pasado. Debo añadir que el llevarme el café al cuarto debía tranquilizarla en cierto sentido, porque hay muchos, y entre ellos mi madre, que atribuyen a las costumbres un valor positivo aunque, y éste era el caso, no sean positivas. Con el mismo celo introdujo otros mil pequeños cambios en nuestra vida diaria, como, por ejemplo, prepararme un gran cubo de agua caliente para lavarme cuando me levantaba o poner unas flores en mi cuarto y otras cosas por el estilo.

Giacinti me daba siempre la misma cantidad de dinero y yo, sin decir nada a mi madre, iba a ponerla en una cajita en la que entonces ella guardaba sus ahorros. Para mí apenas me reservaba unas liras. Supongo que se daba cuenta de los aumentos diarios de nuestro patrimonio, pero ni una palabra sobre ese tema medió entre las dos. A lo largo de mi vida he observado que aun aquellos cuyas ganancias tienen un origen lícito no gustan hablar de ello, no ya con extraños, sino ni siquiera con los más íntimos. Probablemente va unido al dinero un sentimiento de vergüenza, o por lo menos de pudor, que lo borra de la lista de los temas normales de conversación y lo relega entre las cosas de las que no está bien hablar, secretas e inconfesables, como si el dinero fuera siempre mal ganado, cualquiera que fuese su origen. Pero tal vez es verdad que a nadie le gusta mostrar el sentimiento que el dinero despierta en el ánimo, sentimiento muy fuerte que casi nunca va separado de una sombra de culpa.

Una de aquellas noches, Giacinti manifestó el deseo de dormir conmigo en mi habitación, pero con el pretexto de que los vecinos lo verían por la mañana al salir de casa, lo eché fuera. Realmente, mi intimidad con él no había dado un solo paso desde la primera noche, y no por culpa mía. Hasta el día de su marcha se había portado igual que la primera vez. Era realmente un hombre de poco o ningún valor, por lo menos en las relaciones afectivas, y todo el sentimiento que pudiera experimentar por él lo experimenté ya en la primera noche, mientras él dormía, un sentimiento vago, que tal vez ni siquiera se refería a él. Me repugnaba la idea de dormir con aquel hombre y temía el aburrimiento, pues estaba segura de que me tendría despierta toda la noche haciéndome confidencias y hablándome de sí mismo. Con todo, Giacinti no se dio cuenta de mi hastío ni de mi antipatía y me dejó convencido de haberse hecho en pocos días muy simpático a mis ojos.

Llegó el día de mi cita con Gino y habían sucedido tantas cosas aquellos diez días que me parecían cien años desde que lo veía antes de ir al estudio y trabajaba para ganar dinero y poner nuestra casa y podía considerarme una novia a punto de casarse. Gino estaba en el sitio de siempre a la hora fijada, con exacta puntualidad. Mientras me instalaba en el coche me pareció muy pálido y como alicaído. Ni al más intrépido traidor le gusta verse echar en cara una traición, y él debía haber pensado y sospechado mucho durante aquellos diez días de interrupción de nuestras relaciones habituales. Pero yo no mostré resentimiento alguno y a decir verdad no tenía que fingir, ya que no sólo me sentía perfectamente tranquila, más aún, pasada la amargura del primer desengaño, casi me sentía inclinada a un indulgente y escéptico afecto. Al fin y al cabo, Gino seguía gustándome, según me di cuenta en cuanto lo vi, y eso era ya mucho.

Poco después, mientras el coche corría hacia la villa, me preguntó:

—¿Así, pues, tu confesor ha cambiado de idea?

Su tono era ligeramente burlón y al mismo tiempo inseguro. Yo contesté con sencillez:

—No… Soy yo quien ha cambiado de idea.

—¿Y han terminado los trabajos que tenías con tu madre?

—Por ahora, sí.

—¡Qué raro!

Gino no sabía lo que decía, pero era evidente que me zahería para saber si sus sospechas eran ciertas.

—¿Por qué ha de ser raro?

—Lo decía por decir…

—¿No crees que es verdad lo del trabajo?

—No creo ni dejo de creer.

Había decidido avergonzarlo, pero a mi manera, jugando un poco con él, como el gato con el ratón, sin las violencias que me había aconsejado Gisella y que, desde luego, no cuadraban con mi temperamento. Le pregunté con coquetería:

—¿Estás celoso?

—¿Celoso yo?

—Sí… Y si fueras sincero, lo confesarías.

Se tragó el anzuelo que yo le echaba y dijo de pronto.

—Cualquiera en mi lugar estaría celoso.

—¿Por qué?

—Vamos a ver, ¿quién puede creer en un trabajo tan importante que ni siquiera te dejaba cinco minutos para verme?

—Pues es la verdad —dije tranquilamente—. He trabajado mucho.

Y era verdad. ¿Qué era sino trabajo, y muy fatigoso por cierto, lo que había hecho con Giacinti todas aquellas noches?

—Y he ganado lo suficiente para pagar todos los plazos y el ajuar —añadí burlándome de mí misma—. Así, por lo menos, podremos casarnos sin deudas.

No dijo nada. Era evidente que trataba de convencerse de la verdad de cuanto yo decía abandonando sus primeras sospechas. Hice entonces un gesto que me era habitual en otro tiempo. Le eché los brazos al cuello y le besé con fuerza debajo de la oreja, murmurando:

—¿Por qué estás celoso…? Ya sabes que en mi vida no hay nadie más que tú.

Llegamos a la villa. Gino entró con el coche en el jardín, cerró la verja y fue conmigo hacia la puerta de servicio. Era la hora del crepúsculo y ya las luces brillaban en las ventanas de las casas de alrededor, rojizas en la niebla azulina de la tarde invernal. El pasillo del sótano estaba casi a oscuras y había olor de humedad y de ambiente cerrado. Me detuve y le dije:

—Esta noche no quiero ir a tu habitación.

—¿Por qué?

—Quiero que hagamos el amor en la alcoba de tu dueña.

—Tú estás loca —exclamó, escandalizado.

Habíamos estado a menudo en las habitaciones superiores de la villa, pero el amor lo habíamos hecho siempre en el sótano, en el cuarto de Gino.

—Es un capricho —dije—. ¿Qué te importa?

—Me importa y mucho… Imagínate que se rompe algo… ¿Cómo hago yo si después lo notan?

—¡Pobre, qué desastre! —contesté con ligereza—. Pues te echarán de la casa y se acabó.

—Y lo dices como si tal cosa.

—¿Y cómo voy a decirlo? Si me amaras de verdad, ni lo pensarías un momento.

—Te amo, pero eso ni pensarlo… No hablemos de ello, no tengo ganas de historias.

—Pero tendremos cuidado… Ni siquiera se darán cuenta.

—No… no.

Me hallaba perfectamente tranquila, y fingiendo sentimientos que no experimentaba, exclamé:

—Yo que soy tu novia te pido este favor y tú, por miedo a que ponga mi cuerpo donde lo pone tu ama y apoye mi cabeza donde ella apoya la suya, me lo niegas… ¿pero qué te crees? ¿Que ella es mejor que yo?

—No pero…

—Pues valgo mil veces más que ella —proseguí—. Pero peor para ti… Puedes hacer el amor con las sábanas y la almohada de tu señora… Yo me voy.

Como ya he observado, en Gino eran muy fuertes el respeto y la sumisión a sus amos, de los cuales estaba ingenuamente orgulloso, como si todas sus riquezas le pertenecieran también a él, pero al verme hablar de aquella manera y marcharme impetuosamente, con una decisión desconocida en mí y a la que no estaba acostumbrado, perdió la cabeza y corrió detrás de mí, diciendo:

—Espera, ¿dónde vas? No ha sido más que una broma… Vamos arriba, si quieres.

Me hice rogar todavía un poco, fingiéndome ofendida. Después acepté y, abrazados, deteniéndonos de vez en cuando en los peldaños para besarnos como hicimos la primera vez, pero con el ánimo muy distinto, al menos por mi parte, subimos al piso.

Una vez en la alcoba de la dueña, me dirigí directamente a la cama y descubrí el lecho. Gino objetó, presa del temor otra vez:

—No pensarás meterte bajo las sábanas…

—¿Y por qué no? —respondí tranquilamente—. No pienso pasar frío.

Calló, con visible disgusto, y yo, una vez preparada la cama, pasé al baño, encendí el gas y abrí el grifo del agua caliente, dejando salir apenas un hilo de agua, para que la bañera se llenara despacio. Gino me seguía, preocupado y con disgusto, y protestó de nuevo:

—¿También el baño?

—Ellos se bañan después del amor, ¿no?

—¡Qué sé yo lo que hacen! —repuso encogiéndose de hombros.

Pero vi que mi atrevimiento no le disgustaba; sólo que le costaba aceptarlo. Era un hombre poco valeroso y le gustaba sobre todo estar siempre en regla. Pero las infracciones a la regla lo atraían porque se las permitía pocas veces.

—Al fin y al cabo, tienes razón —observó al poco tiempo con una sonrisa entre mortificada y complacida mientras probaba con la mano el colchón—. Aquí se está bien… Mejor que en mi cuarto.

—¿No te lo había dicho?

Nos sentamos en el borde de la cama.

—Gino —le dije echándole los brazos al cuello—, imagínate lo bonito que será cuando tengamos una cama para los dos… No será como ésta pero será nuestra.

Ignoro por qué hablaba así. Probablemente porque sabía con certeza que todas esas cosas eran ya imposibles y me gustaba pincharme a mí misma allí donde más me dolía el alma. Él dijo:

—Sí… sí…

Y me besó.

—Yo sé la vida que me gusta —proseguí con aquel cruel sentido de describir una cosa perdida para siempre—. No una casa tan bella como ésta… Me bastarían dos habitaciones y la cocina, pero con todas las cosas de mi propiedad y limpia como un espejo… Y vivir tranquilos en ella, y los domingos pasear juntos… Comer juntos, dormir juntos… Imagínate, Gino, lo hermoso que será.

No dijo nada. A decir verdad, yo no me conmovía al decir todo aquello. Me parecía estar recitando un papel, como un actor en el escenario. Por eso mismo era más amargo, porque aquel papel tan frío, tan exterior, que no despertaba en mi ánimo la más lejana participación, aquel papel había sido realmente el mío diez días antes. Entre tanto, mientras hablaba, Gino iba desnudándome con impaciencia y una vez más, igual que en el momento de subir a su coche, me di cuenta de que me gustaba aún y pensé con triste despecho que mi cuerpo estaba siempre dispuesto a aceptar el goce, mucho más que mi ánimo, tan distante ya, a hacerme tan bondadosa y dispuesta al perdón. Gino me acariciaba y besaba y bajo aquellas caricias y aquellos besos, sentí que mi mente se confundía y que el placer de los sentidos se imponía a la reluctancia del corazón.

—Me haces morir —murmuré por fin con sinceridad dejándome caer de espaldas sobre el lecho.

Más tarde metí las piernas entre las sábanas y él hizo lo mismo.

Yacimos juntos bajo la colcha de encaje de aquella cama suntuosa, que nos llevamos hasta la barbilla. Sobre nuestras cabezas aparecía suspendido una especie de baldaquino del que pendían en derredor unos velos blancos y vaporosos. Toda la alcoba era blanca, con ligeros y largos cortinajes en las ventanas, hermosos muebles bajos a lo largo de las paredes, espejos redondos, objetos brillantes de vidrio, de mármol y de metal. Las sábanas, finas y delgadas, eran como una caricia y en cuanto me movía un poco el colchón cedía blandamente despertando en mí un hondo deseo de sueño y de descanso. Desde el baño, por la puerta abierta, llegaba tranquilo y parlanchín el rumor del agua que caía en la bañera. Yo sentía un gran bienestar y ningún rencor contra Gino.

Aquél me pareció un momento apropiado para decirle que lo sabía todo porque estaba segura de que iba a decírselo con suavidad, sin una sombra de resentimiento.

—Así, pues, Gino —dije al cabo de un largo rato con tono acariciador—, tu mujer se llama Antonietta Partini.

Gino debía estar medio dormido, porque tuvo un violento sobresalto, como si alguien le hubiera dado de pronto un golpe en un hombro.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Y tu hija se llama María, ¿no es así?

Él hubiera querido protestar, pero me miró y comprendió que hubiera sido inútil. Teníamos los dos la cabeza sobre la misma almohada, los rostros muy próximos y yo le hablaba casi sobre su boca.

—¡Pobre Gino! —proseguí—. ¿Por qué me has dicho tantas mentiras?

Gino contestó con violencia:

—Porque te amaba.

—Si verdaderamente me amabas, hubieras debido pensar que cuando descubriera la verdad sufriría mucho… Pero no has pensado en eso, ¿eh, Gino?

—Te amaba —repitió—. Perdí la cabeza y…

—¡Basta! —le interrumpí—. En el primer instante me disgusté mucho… Nunca pensé que fueras capaz de engañarme, pero ahora ya está hecho… No hablemos más del asunto, y ahora voy a bañarme.

Retiré las sábanas, salí de la cama y fui al cuarto de baño. Gino se quedó donde estaba.

La bañera estaba llena de agua muy caliente, azulada, grata a la vista entre todas aquellas mayólicas blancas y entre tantos grifos brillantes. Me puse de pie en la bañera y poco a poco fui metiéndome en el agua. Tendida en el fondo, cerré los ojos. De la alcoba no llegaba rumor alguno. Gino debía de estar rumiando mi revelación y seguramente trataba de trazar apresuradamente un plan para no perderme. Sonreí pensando en él, perdido en el gran lecho matrimonial, con aquella noticia todavía en plena cara, como una bofetada. Pero sonreí sin malignidad, como sonreímos ante una cosa cómica que no nos afecta en absoluto, porque, como ya he dicho, no sentía ningún rencor contra él y por el contrario, conociéndolo ahora tal como era, casi me parecía sentir una especie de afecto. Después lo oí andar por la sala. Probablemente estaba vistiéndose. Al cabo de un rato apareció en la puerta del cuarto de baño y me miró con ojos de perro apaleado, como si no se atreviera a entrar.

—Entonces, no volveremos a vernos —dijo con voz apagada tras un largo silencio.

Comprendí que me amaba verdaderamente, aunque a su manera y no tanto como para que le repugnara el hecho de engañarme. Me acordé de Astarita y pensé que también éste me amaba a su manera. Mientras me enjabonaba un brazo le contesté:

—¿Por qué no vamos a vernos más? Si no hubiera querido verte, no habría venido… Nos veremos, pero con menos frecuencia que antes.

Al oír estas palabras pareció recobrar ánimos. Y entró en el baño:

—¿Quieres que te enjabone? —preguntó.

No pude menos de pensar en mi madre. También ella, después de alguna renuncia de su autoridad, se mostraba llena de consideración. Le dije secamente:

—Si quieres… la espalda, donde no puedo llegar.

Gino cogió el jabón y la esponja, me puse de pie y me enjabonó toda la espalda. Yo me miraba en un largo espejo que estaba precisamente ante el baño y creí ser aquella señora a la que pertenecían todas aquellas cosas. También ella se pondría de pie como yo y una doncella, una pobre muchacha semejante a mí, la enjabonaría y lavaría, procurando no arañarle la piel. Pensé que debía de ser muy grato que otra persona lo hiciera sin tener que usar una sus propias manos: una estaría de pie, quieta, inerte, mientras la otra se afanaría en frotarla con cuidado y servilismo. Volvió a mi mente el pensamiento de la primera vez que estuve en la villa y pensé que sin mis trapos, desnuda, valía tanto como la dueña de Gino. Pero mi destino, injustamente, había sido distinto. Enfadada dije a Gino:

—Basta… Basta…

Él cogió una toalla. Yo salí de la bañera y me la puse alrededor del cuerpo. Quiso abrazarme, tal vez para ver si lo rechazaba, y yo, erguida y envuelta en la toalla, dejé que me besara en el cuello. Después se puso a frotarme todo el cuerpo, en silencio, desde los tobillos hasta el pecho, con cuidado y habilidad, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida, y cerré los ojos, pensando nuevamente que yo era la dueña y él la doncella. Gino interpretó mi pasividad como consentimiento y de pronto noté que en vez de frotarme estaba acariciándome. Entonces lo rechacé, dejé caer la toalla de mi cuerpo desnudo y seco y, caminando de puntillas con los pies descalzos, pasé a la alcoba. Gino se quedó en el baño vaciando la bañera.

Me vestí apresuradamente y después anduve por la estancia contemplando los diversos objetos. Me detuve ante el tocador, lleno de piezas de tortuga y oro. En un extremo vi, entre cepillos y frascos de perfume, una polvera de oro. La cogí y la contemplé detenidamente. Pesaba mucho, parecía oro macizo. Era cuadrada, llena de rayas y, en el broche del cierre, tenía engarzado un gran rubí. No sentía tanto una tentación como el descubrimiento. Ahora lo podía hacer todo, incluso robar. Abrí mi bolso y metí dentro la polvera que, con su pesa, cayó al fondo, entre las monedas y las llaves de casa. Al cogerlo experimenté una complacencia sensual, no muy distinta de la que sentía con el dinero que me daban mis amantes. A decir verdad, no sabía qué hacer de una polvera tan preciosa, que desde luego no encajaba ni con mis vestidos ni con la vida que llevaba. No la usaría nunca, estaba segura de ello. Pero, robándola, me pareció obedecer a la lógica que determinaba los sucesos de mi vida. Pensé que cuando se ha hecho la casa hay que poner también el tejado.

Gino volvió a la alcoba y con un escrúpulo servil puso en orden la cama y todo lo que le pareciera fuera de su sitio.

—¡Vaya! —le dije con desprecio al verle mirar en derredor, una vez acabado su trabajo, para asegurarse de que todo estaba en su sitio acostumbrado—. La dueña no notará nada… Esta vez no te echarán.

Noté en la cara de Gino una mueca de pesar al oír mis palabras; y sentí remordimiento por haberlas dicho, porque eran malignas y no tenían ninguna sinceridad.

No dijimos una sola palabra mientras bajábamos por la escalera interior de la casa, ni después, en el jardín, al subir al coche. Hacía tiempo que había anochecido y cuando el automóvil empezó a correr por las calles de los barrios elegantes, como si hubiera estado esperando a aquel momento, me puse a llorar dulcemente. Ni yo sabía por qué lloraba y, sin embargo, la amargura era grande. No estoy hecha para disimular mis desilusiones y mis accesos de cólera, y durante toda la tarde, por más que me había esforzado en aparecer serena, la desilusión y la cólera habían sellado más de un acto y de una palabra mía. Por primera vez, sollozando, sentí un verdadero resentimiento contra Gino por haberme llevado, con su traición, a experimentar unos sentimientos que me disgustaban, que no encajaban en mi carácter. Pensé que siempre había sido suave y buena y que quizá no volvería a serlo desde aquel momento, y este pensamiento me llenó de desesperación. De todo corazón hubiera querido preguntar a Gino: «¿Por qué has hecho todo esto? ¿Cómo podré olvidarlo y no pensar más en ello?». Pero guardé silencio, sorbiéndome las lágrimas y moviendo de vez en cuando la cabeza para que saltaran de los ojos, como se hace con una rama para arrancarle las frutas más maduras. Casi no me di cuenta de que íbamos atravesando toda la ciudad. Después, el automóvil se detuvo, bajé y tendí la mano a Gino, diciéndole:

—Te llamaré por teléfono.

Él me miró con una esperanza que se mudó en estupor cuando vio mi cara llena de lágrimas. Pero no tuvo tiempo de hablar porque, con un gesto de saludo y una sonrisa forzada, me alejé.