Capítulo III
Un domingo, Gino me dijo que sus señores se habían ido al campo, que las criadas habían marchado con permiso a sus pueblos y que la villa quedaba confiada a él y al jardinero. ¿Quería visitarla? Me había hablado tan a menudo y en términos tan encomiásticos de la villa, que me había hecho sentir curiosidad de verla y acepté la invitación de buena gana. Pero al mismo tiempo que aceptaba, una turbación profunda y ansiosa me hizo comprender que mi curiosidad de ver la villa de aquellos señores podía no ser más que un pretexto y que el verdadero motivo de la visita era muy distinto. Pero como ocurre cuando se desea algo y al mismo tiempo se quisiera no desearlo, acabamos tanto él como yo por creer en el pretexto.
—Sé que no debería ir —advertí mientras subía al coche—, pero estaremos poco tiempo, ¿verdad?
Me di cuenta de que pronunciaba estas palabras con un tono provocativo y al mismo tiempo amedrentado, Gino contestó con seriedad:
—Sólo el tiempo de visitar la casa. Después iremos al cine.
La villa daba a una calle corta en cuesta, entre otros chalets, en un barrio nuevo y rico. Era un día sereno y todas aquellas casas ordenadas en la colina sobre un fondo de cielo azul, con sus fachadas de ladrillos rojos y piedra blanca, las galerías adornadas con estatuas, las ventanas con vidrieras de colores, los balcones y terrazas rebosantes de geranios y los jardines con altos árboles frondosos, me produjeron una sensación de descubrimiento y novedad, como si entrara en un mundo más libre y más bello en el que habría de ser agradable vivir. Sin querer, recordé mi barrio, la enorme calle a lo largo de las murallas, las casas de los empleados de ferrocarril, y dije a Gino:
—He hecho mal en aceptar el venir aquí.
—¿Por qué? —preguntó con desenvoltura—. Estaremos poco tiempo, tranquilízate.
—No me has entendido —repliqué—. He hecho mal porque después voy a avergonzarme de mi casa y de mi barrio.
—¡Ah, eso sí! —dijo, aliviado—. Pero ¿qué vas a hacerle? Tendrías que haber nacido millonaria… En este barrio sólo viven millonarios.
Abrió la verja y me precedió por un caminito de gravilla entre dos hileras de pequeños árboles podados en forma de bolas y de azucarillos. Entramos en la casa por una puerta de vidrio macizo y nos encontramos en un blanco recibidor desamueblado con pavimento de mármol ajedrezado en negro y blanco, brillante como un espejo. Del recibidor pasamos a un atrio espacioso, con mucha luz, al que daban las habitaciones de la planta baja. Al fondo del atrio se veía la escalera, toda blanca, que subía al piso superior. Me sentí tan intimidada por el aspecto del atrio, que empecé a caminar de puntillas. Gino lo observó y me dijo riendo que podía hacer todo el ruido que quisiera, ya que en la casa no había nadie.
Me enseñó el salón, una estancia grande con muchas vidrieras y varios juegos de butacas y divanes; el comedor no era tan amplio y tenía una mesa ovalada, sillas y aparadores de bella madera oscura y brillante, y el guardarropa estaba lleno de armarios empotrados barnizados de blanco. En una salita más pequeña había incluso un bar empotrado en un recodo de la pared, un verdadero bar con las alacenas para las botellas, la máquina niquelada para hacer el café y la barra con mesa de cinc. Parecía una capillita, incluso por la pequeña verja dorada que cerraba la entrada. Pregunté a Gino dónde cocinaban y me explicó que la cocina y las habitaciones de la servidumbre estaban en el sótano. Era la primera vez en mi vida que entraba en una casa como aquélla y no podía resistir la tentación de tocar las cosas con la punta de los dedos, como si no creyera lo que veían mis ojos. Todo me parecía nuevo y hecho con materiales preciosos: vidrio, madera, mármol, tejidos, metales. No conseguía alejar de mi mente la comparación de aquellas paredes, los suelos, los muebles, con los suelos sucios, las paredes tan renegridas y los muebles desvencijados de mi casa, y me decía para mis adentros que le sobraba razón a mi madre cuando afirmaba que en el mundo sólo importaba el dinero. Pensaba también que las personas que vivían entre cosas tan bonitas por fuerza tenían que ser hermosas y buenas; no debían beber, ni blasfemar, ni gritar, ni pegarse, ni hacer nada de lo que yo había visto en mi casa y en otras casas como la mía.
Entre tanto, Gino me explicaba por centésima vez cómo era la vida allí dentro. Lo hacía con un orgullo especial, como si algo de todo aquel lujo y de tanta riqueza le tocara de cerca.
—Comen en platos de porcelana, pero la fruta y los dulces los toman en los de plata. Los cubiertos son todos de plata… Comen cinco platos y beben tres clases de vino. Por la noche, la señora se pone el traje escotado y el marido va de negro… Al terminar la comida, la doncella les lleva en una bandeja de plata siete clases de cigarrillos, naturalmente todos extranjeros… Después salen del comedor y se hacen servir el café y los licores en esa mesita de ruedas… Siempre tienen algún invitado, y algunas veces, dos, tres y hasta cuatro… La señora tiene unos brillantes así de gordos y un collar de perlas que es una maravilla… Únicamente en joyas debe de tener varios millones.
—Ya me lo has dicho —le interrumpí secamente. Pero él, envanecido, no se daba cuenta de mi fastidio y prosiguió:
—La señora nunca baja al sótano y da las órdenes por teléfono… Además, en la cocina todo es eléctrico… Está más limpia nuestra cocina que los dormitorios de muchos… ¡Y no sólo la cocina! Hasta los dos perros de la señora están más limpios y mejor tratados que mucha gente.
Hablaba con admiración de sus amos y con menosprecio de los pobres, y yo, en parte por sus palabras y en parte por la comparación que hacía continuamente entre aquella casa y la mía, me sentía muy pobre.
Por la escalera subimos al segundo piso. Mientras subíamos, Gino me ciñó la cintura con un brazo y me apretó con fuerza. Y entonces, no sé por qué, tuve la sensación de ser la dueña de aquella casa mientras subía en compañía de mi marido, después de alguna fiesta o una comida, para ir a acostarme con él en la misma cama, en el segundo piso. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, pues tenía siempre esas intuiciones, Gino dijo:
—Y ahora nos vamos a dormir juntos, y mañana por la mañana nos llevan el café a la cama.
Me eché a reír y casi esperé que pudiera ser verdad. Aquel día para salir con Gino me había puesto mi mejor vestido, mi mejor par de zapatos, mi mejor blusa, mi mejor par de medias de seda. Recuerdo que el vestido era de dos piezas, un bolero negro y una falda a cuadros blancos y negros. La tela no era mala, pero la costurera del barrio, que me había cortado el traje, era poco más experta que mi madre. Me había hecho una falda muy corta, pero más corta por detrás que por delante, de manera que mientras me cubría las rodillas por un lado, por el otro dejaba ver los muslos. El bolero me lo había ceñido exageradamente a la cintura, con unas vueltas enormes en las mangas, que eran muy estrechas, de manera que me dolían las axilas. Parecía ir a estallar en aquel atuendo. El pecho se me salía fuera, como si al bolero le faltara un pedazo. La blusa era rosa, muy sencilla, de un tejido pasable, sin bordados, y transparentaba mi mejor combinación, que era de algodón blanco. Por último, los zapatos eran negros, brillantes, de piel buena, pero de una forma anticuada. No llevaba sombrero y los cabellos, castaños y ondulados, me caían en desorden sobre los hombros. Era la primera vez que me ponía este vestido y estaba orgullosa de él. Creía estar muy elegante y hasta me hacía ilusión de que en la calle todos se volvían a mirarme. Pero cuando entré en la alcoba de la dueña de Gino y vi el gran lecho bajo y blando con su colcha de seda calada, las sábanas de lino bordado y todos aquellos velos ligeros que caían desde arriba sobre la cabecera, y me vi a mí misma reflejada tres veces en el triple espejo del tocador que había al fondo de la habitación, me di cuenta de que iba vestida como una miserable, que mi orgullo por aquellos harapos era ridículo y digno de compasión y pensé que no podría considerarme feliz mientras no pudiera vestirme bien y vivir en una casa como aquélla. Casi tenía ganas de llorar, y me senté aturdida en la cama sin decir palabra.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Gino sentándose a mi lado y cogiéndome una mano.
—Nada —contesté—. Estaba mirando a una pareja que conozco bien.
—¿Quién? —preguntó, extrañado.
—Aquélla —le contesté señalando el espejo en el que me veía sentada en la cama, al lado de él.
Realmente parecíamos los dos, yo más que él, una pareja de salvajes hirsutos que, por casualidad, había entrado en una casa civilizada.
Esta vez comprendió la sensación de desaliento, de envidia y de celos que me angustiaba y dijo abrazándome:
—Ea, no te mires en ese espejo.
Temía por el éxito de sus planes y no se daba cuenta de que nada podía serle más propicio que aquel sentimiento mío de humillación. Nos besamos y el beso me devolvió valor porque sentía que, en fin de cuentas, amaba y era amada.
Pero cuando poco después me enseñó el baño, amplio como una sala, blanco y brillante de mayólicas, con la bañera empotrada en la pared y la grifería niquelada, y sobre todo cuando abrió uno de los armarios, dejándome ver dentro, apretados el uno contra el otro hasta no caber más, los vestidos de la dueña de la casa, la envidia y el sentimiento de mi miseria volvieron a adueñarse de mí y a suscitar en mi ánimo una especie de desesperación. Sentí de pronto una gran necesidad de no pensar en esas cosas y por primera vez quise convertirme de veras en la amante de Gino, en parte para olvidar mi condición y en parte para darme la ilusión, contra el sentimiento de esclavitud que me oprimía, de ser también libre y capaz de obrar. No podía vestir bien, ni poseer una casa como aquélla, pero por lo menos podía hacer el amor como los ricos y quizá mejor que ellos. Pregunté a Gino:
—¿Por qué me enseñas todos esos vestidos? ¿Qué me importan a mí?
—Creí que sentirías curiosidad —contestó, desconcertado.
—No siento ninguna curiosidad —dije—. Son bonitos, es verdad, pero no he venido aquí a ver vestidos.
Vi cómo sus ojos se encendían al oír mis palabras y añadí distraídamente:
—Prefiero que me enseñes tu habitación.
—Está en el sótano —dijo con vivacidad—. ¿Quieres que vayamos?
Lo miré un momento en silencio y después le pregunté con una franqueza nueva que me disgustó:
—¿Por qué haces el tonto conmigo?
—Pero yo… —empezó, turbado y sorprendido.
—Sabes mejor que yo que si hemos venido aquí no ha sido para visitar la casa o admirar los vestidos de tu ama, sino para ir a tu habitación y hacer el amor… Bien, pues vamos cuanto antes y no se hable más.
Así, en un instante, por la simple razón de haber visto aquella casa, había dejado de ser la muchacha tímida e ingenua que había entrado allí unos minutos antes. Esto me asombraba y a duras penas me reconocía. Salimos de la habitación y comenzamos a bajar la escalera. Gino me rodeaba la cintura con un brazo y a cada peldaño nos besábamos. Creo que jamás se bajó una escalera tan despacio. En la planta baja, Gino abrió una puerta disimulada en la pared y sin dejar de besarme y de ceñirme la cintura, me llevó al sótano. Había anochecido y el sótano estaba oscuro. Sin encender luces, por un corredor en sombras, unidas nuestras bocas en un beso, llegamos a la habitación de Gino. Abrió, entramos, oí que cerraba la puerta. Estuvimos en la oscuridad un buen rato de pie, besándonos. El beso no acababa nunca. Cuando yo quería interrumpirlo, él empezaba de nuevo, y si iba a interrumpirlo Gino, lo reanudaba yo. Después él me llevó hacia el lecho y caí en él boca arriba.
Gino me repetía en el oído afanosamente dulces palabras y frases persuasivas, con la clara intención de aturdirme para que no me diera cuenta de que, entre tanto, sus manos procuraban desnudarme, pero no había necesidad de todo aquello, en primer lugar porque había decidido darme a él y después porqué ahora odiaba aquellos pobres vestidos que antes me gustaban tanto y ansiaba liberarme de ellos. Pensaba que desnuda sería tanto o más bella que la dueña de Gino y que todas las mujeres ricas del mundo. Además, hacía meses que mi cuerpo esperaba aquel momento y, a pesar de mí misma, lo sentía estremecerse de impaciencia y de anhelos reprimidos como una bestia hambrienta y atada a la que, por fin, al cabo de largo ayuno, se la desata y se le ofrece comida.
Por todo esto, el acto del amor me pareció natural del todo y al placer físico no se le unió la sensación de estar cometiendo una acción insólita. Al contrario, como a veces ocurre con algunos paisajes que nos parece haberlos visto ya cuando en realidad es la primera vez que se ofrecen a nuestra mirada, me pareció estar haciendo cosas que ya había hecho, no sabía cuándo ni dónde, tal vez en otra vida. Todo ello no me impidió amar a Gino con pasión y con furor, besándolo, mordiéndolo, apretándolo entre mis brazos hasta casi sofocarlo. También él parecía poseído por la misma furia. Así, durante un tiempo que me pareció muy largo, en aquella habitación oscura, enterrada bajo dos pisos de una casa vacía y silenciosa, nos abrazamos violentamente, hurgándonos de mil maneras las carnes como dos enemigos que luchan por la vida y tratan de hacerse el mayor daño posible.
Pero cuando nuestros deseos se hubieron saciado y quedamos tendidos el uno junto al otro, lánguidos y extenuados, sentí un miedo enorme de que Gino, ahora que me había poseído, ya no quisiera casarse conmigo. Entonces me puse a hablar de la casa en la que viviríamos después de nuestro matrimonio.
La villa de la dueña de Gino me había impresionado mucho, y ahora estaba convencida de que no podía haber felicidad si no era entre cosas bonitas y limpias. Me daba cuenta de que nunca llegaríamos a estar en condiciones de poseer, no ya una casa como aquélla, sino ni siquiera una habitación de una casa así, pero me esforzaba con obstinación por superar esa dificultad explicándole que aun en una casa pobre podía haber algo semejante a las ricas si estaba verdaderamente limpia como un espejo. Después del lujo, y tal vez más que el mismo lujo, la limpieza de la villa había despertado en mi mente un verdadero hormiguero de reflexiones. Intentaba convencer a Gino de que la limpieza podía hacer parecer bella hasta una cosa fea, pero, en realidad, desesperada por la idea de mi pobreza y consciente al mismo tiempo de que el matrimonio con Gino era el único medio de que disponía para salir de ella, quería sobre todo convencerme a mí misma.
—Aunque sólo sean dos habitaciones, si están limpias, con los suelos fregados cada día —explicaba—, los muebles sin polvo, los metales brillantes y todo en orden, los platos donde deben estar, los trapos donde deben guardarse, los paños en su sitio y los zapatos en el suyo, puede ser una casa bonita… Se trata sobre todo de barrer bien y fregar los suelos y quitar el polvo a las cosas cada día… No debes juzgar por la casa en que ahora vivimos mi madre y yo porque mi madre es desordenada y nunca le queda tiempo, pero nuestra casa será un espejo, te lo prometo.
—Sí, sí —dijo Gino—, la limpieza ante todo… ¿Sabes qué hace la señora cuando encuentra un granito de polvo en un rincón? Llama a la doncella, la obliga a arrodillarse y se lo hace coger con los dedos, como se hace con los perros cuando se hacen sus necesidades… Y tiene razón.
—Yo —afirmé— estoy segura de que mi casa estará más limpia y ordenada que ésta… Ya lo verás.
—Pero tú seguirás haciendo de modelo —dijo Gino burlonamente—, y no te ocuparás de la casa.
—¡Qué modelo ni qué…! —repliqué con vivacidad—. No volveré a hacer de modelo. Estaré en casa todo el día, te la tendré limpia y ordenada y me ocuparé de la cocina… Mi madre dice que eso significa hacer de criada, pero cuando se quiere a alguien, también hacer de criada es un placer.
Así estuvimos charlando mucho tiempo. Poco a poco sentí que mis temores se desvanecían y dejaban lugar a la habitual e infatuada confianza. ¿Cómo iba a dudar? Gino, no sólo aprobaba mis proyectos, sino que hasta los discutía en sus detalles, los perfeccionaba, les añadía algo de su propia cosecha. Como creo haber dicho ya, debía ser relativamente sincero. Era un mentiroso que acababa por creer en sus propias mentiras.
Después de haber charlado quizás un par de horas, me adormecí dulcemente y creo que también Gino se durmió. Nos despertó un rayo de luna que, entrando por el ventanuco del sótano, iluminaba el lecho y nuestros cuerpos tendidos en él. Gino dijo que debía de ser muy tarde, y en realidad el despertador que había en la mesilla señalaba algo más de medianoche.
—¡Lo que va a hacerme mi madre ahora! —dije saltando de la cama y empezando a vestirme a la luz de la luna.
—¿Por qué?
—Es la primera vez en mi vida que vuelvo a casa tan tarde. De noche, nunca salgo sola.
—Puedes decirle —propuso Gino levantándose también— que hemos dado un paseo en coche y que hemos tenido que detenernos en el campo por una avería en el motor.
—No me creerá.
Salimos apresuradamente de la villa y Gino me acompañó en el coche hasta mi casa. Yo estaba segura de que mi madre no creería la historia de que se había estropeado el motor, pero no imaginaba que su intuición llegara a adivinar exactamente lo que había ocurrido entre Gino y yo. Llevaba conmigo las llaves del portal y de la puerta del piso. Entré, subí corriendo la escalera y abrí la puerta. Esperaba que mi madre se hubiera acostado ya, y me confirmó esta esperanza ver que todo estaba a oscuras. De puntillas, sin encender luces, me dispuse a ir a mi cuarto cuando alguien me cogió por el pelo con una violencia terrible. En la sombra, mi madre, pues era ella, me arrastró, a la habitación grande, me echó sobre el diván y, en el más profundo silencio, empezó a golpearme con el puño cerrado. Yo intentaba protegerme con el brazo, pero mi madre, como si lo estuviera viendo a la luz del día, hallaba siempre el modo de descargar algún puñetazo por debajo, en plena cara. Por último se cansó y sentí que se sentaba a mi lado en el diván, jadeando con fuerza. Después, se levantó, fue a encender la luz central y se puso delante de mí, con las manos en las caderas, mirándome fijamente. Bajo aquella mirada, me sentí llena de embarazo y de vergüenza y traté de arreglarme el vestido y acabar con el desorden en que me había dejado aquella especie de lucha. Ella dijo con su voz normal:
—Apuesto cualquier cosa a que tú y Gino habéis hecho el amor.
Hubiera querido decirle que sí, que era verdad, pero temía que me golpeara otra vez. Y más que el dolor, me asustaba, ahora que había luz, la exactitud de sus golpes. Me repugnaba ir por ahí con un ojo hinchado; y, sobre todo, que Gino me viera así.
—No, no hemos hecho el amor —contesté—. Se ha estropeado el coche en el campo y nos hemos retrasado.
—Pues yo sigo diciendo que habéis hecho el amor.
—No, no es verdad.
—Sí es verdad. Ve a mirarte en el espejo… Estás verde.
—Será que estoy cansada… pero no hemos hecho el amor.
—Sí lo habéis hecho.
—No, no lo hemos hecho.
Lo que me asombraba y me preocupaba vagamente era que no se transparentase ninguna irritación en aquella insistencia suya, sino más bien una curiosidad muy fuerte y nada ociosa que yo no hacía más que intuir. En otras palabras, mi madre quería saber si me había entregado a Gino, no para castigarme o reprocharme, sino porque por algún motivo suyo particular, tenía deseos de saberlo. Pero era demasiado tarde, y aunque estaba segura de que no volvería a pegarme, seguí negando obstinadamente. Entonces, de pronto, se acercó a mí y trató de cogerme por un brazo. Levanté la mano como para protegerme, pero ella dijo:
—No te toco, no tengas miedo…, pero ven conmigo.
Yo no comprendía a dónde quería llevarme, pero obedecí, asustada. Sin dejar de tenerme cogida por el brazo, mi madre me hizo salir del piso, bajamos la escalera y salimos juntas a la calle. A aquella hora, estaba desierta y en seguida me di cuenta de que mi madre caminaba junto a la acera hacia la lucecita roja de la farmacia nocturna, donde estaba el puesto de socorro. En el umbral de la farmacia, intenté resistir por última vez, pero ella me dio un tirón y entré, cayendo casi de rodillas. En la farmacia no estaban más que el farmacéutico y un médico joven. Mi madre dijo al médico:
—Ésta es mi hija… Quiero que la examine.
El médico nos hizo pasar a la trastienda donde estaba la camilla del puesto de socorro y preguntó a mi madre:
—Ahora dígame qué tiene… ¿Por qué he de examinarla?
—Ha hecho el amor con el novio esta puerca, y me asegura que no es verdad —gritó mi madre—. Quiero que la vea y me diga la verdad.
El médico, que empezaba a divertirse, se mordió el bigote sonriendo y dijo:
—Pero esto no es un diagnóstico, sino un peritaje.
—Llámelo como le parezca —contestó mi madre sin dejar de gritar—, pero yo quiero que la examine. ¿No es usted médico? ¿No está obligado a examinar a la gente que se lo pide?
—Calma, calma… ¿Cómo te llamas? —me preguntó el médico.
—Adriana —contesté.
Sentía vergüenza, pero no mucha. Al fin y al cabo, las escenas de mi madre y mi dulzura eran conocidas en todo el barrio.
—Y aunque lo hubiera hecho —insistió el médico, que parecía darse cuenta de mi embarazo y procuraba evitarme el examen—, ¿qué de malo habría en ello? Después se casarán y todo acabará bien.
—Usted ocúpese de sus asuntos.
—Calma, calma —repitió el médico con gracia. Y después, volviéndose a mí:
—Ya ves que tu madre lo desea de veras, desnúdate… Es un momento y después te vas. Hice de tripas corazón y dije:
—Está bien, sí, he hecho el amor… Vámonos a casa, mamá.
—¡Oh, no, querida! —replicó ella, autoritaria—. Tú debes hacerte examinar.
Resignada, dejé caer la falda al suelo y me eché boca arriba en la camilla. El médico me examinó y dijo a mi madre:
—Tenía usted razón, lo ha hecho. ¿Está contenta ahora?
—¿Qué le debo? —preguntó mi madre buscando en el bolsillo. Entre tanto, yo saltaba de la camilla y volvía a vestirme. Pero el médico rechazó el dinero y me dijo:
—¿Quieres a tu novio?
—Naturalmente —respondí.
—¿Y cuándo os casáis?
—No se casarán nunca —gritó mi madre. Pero yo afirmé tranquilamente:
—Pronto… Cuando tengamos los papeles. Debía de haber en mis ojos tanta y tan ingenua confianza que el médico sonrió con afecto, me dio un cachetito en la mejilla y nos empujó suavemente hacia la calle.
Yo esperaba que al llegar a casa mi madre me cubriera de insultos y tal vez volviera a pegarme. Pero en cambio, sin decir palabra, encendió el gas, a aquella hora tan tardía, y empezó a prepararme una cena. Puso en el fuego una cacerola y después fue a la habitación grande, quitó de la mesa las cosas que la cubrían y dispuso los cubiertos para mí. Yo estaba sentada en el diván donde poco antes me había arrastrado por el pelo y la miraba en silencio. Me sentía bastante desconcertada, porque no sólo no me hacía ningún reproche, sino que dejaba ver en su semblante no sé qué mal reprimida satisfacción.
Cuando hubo terminado de preparar la mesa, volvió a la cocina y al cabo de un rato vino con la cacerola:
—Ahora come.
A decir verdad, tenía mucha hambre. Me levanté y fui a ocupar, un poco embarazada, la silla que mi madre me ofrecía. En la cacerola de barro había un pedazo de carne y dos huevos, una cena insólita.
—Pero esto es mucho —dije.
—Come, te hará bien… Necesitas comer —repuso.
Realmente era extraordinario su buen humor, tal vez un poco maligno, pero nada hostil. Al cabo de un rato añadió, casi sin acrimonia:
—Gino no ha pensado en darte de comer, ¿eh?
—Nos dormimos —contesté—. Y después ya era demasiado tarde.
Ella no dijo nada y quedó de pie mirándome mientras yo comía. Siempre lo hacía así: me servía y me miraba mientras yo comía. Luego, ella se iba a comer a la cocina. Nunca comía conmigo, desde hacía ya mucho tiempo, y cada vez comía menos: lo que yo dejaba o cosas diferentes pero de menor calidad. Yo era para ella como un objeto precioso y delicado que debe ser tratado con toda clase de consideraciones, el único que se posee, y esa actitud servil y teñida de admiración, hacía tiempo que ya no me extrañaba. Pero esta vez, su serenidad, su alegría me causaban una incómoda inquietud. Al cabo de un rato dije:
—Estás enfadada conmigo porque hemos hecho el amor, pero él ha prometido casarse conmigo… Nos casaremos en seguida.
Ella contestó inmediatamente:
—No estoy enfadada contigo. Al principio estaba furiosa porque te había esperado mucho tiempo durante toda la noche y llegaste a preocuparme. Pero no pienses más en eso y come.
Su tono evasivo y falsamente apaciguador, semejante al que se adopta con los niños cuando no se quiere contestar a sus preguntas, aumentó mis sospechas. Insistí:
—¿Por qué? ¿No crees que se casará conmigo?
—Sí, sí, lo creo, pero ahora come.
—No, tú no lo crees.
—Lo creo, no temas… Come.
—No como más —declaré exasperada— si antes no me dices la verdad… ¿Por qué pones esa cara tan alegre?
—No pongo ninguna cara alegre.
Cogió la cacerola de barro vacía y se la llevó a la cocina. Esperé que volviera y le dije de nuevo:
—¿Estás contenta?
Me miró un momento en silencio y después contestó con una seriedad amenazadora:
—Sí, estoy contenta.
—¿Y por qué?
—Porque ahora estoy segura de que Gino no se casará contigo y te dejará plantada.
—No es verdad. Ha dicho que se casará conmigo.
—No, no se casará. Ahora ya ha obtenido lo que quería… No se casará y te dejará plantada.
—Pero ¿por qué no va casarse? Tiene que haber una razón.
—No se casará y te dejará. Se divertirá contigo y ni siquiera te dará nunca un alfiler porque es un pobre muerto de hambre, y te abandonará.
—¿Y estás contenta por eso?
—Naturalmente, porque ahora estoy verdaderamente segura de que no os casaréis.
—¿Y qué te importa? —exclamé furiosa y dolorida.
—Si hubiera querido casarse contigo, no habría hecho el amor —dijo de pronto—. Yo fui novia de tu padre dos años y hasta unos meses antes de casarnos no había hecho más que darme algún beso, pero éste se divertirá contigo y un día te dejará plantada, ya lo verás… y estoy contenta de que te deje, porque si se casara contigo estarías arruinada.
Yo no podía dejar de reconocer para mis adentros que algunas de las cosas que decía eran verdad y se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Ya lo sé —dije—. Tú no quieres que tenga una familia… Lo que quieres es que me haga de la vida como Angelina.
Angelina era una muchacha del barrio que después de dos o tres noviazgos se había dedicado abiertamente a la prostitución.
—Lo que quiero es que estés bien —repuso astutamente.
Y, recogidos los platos, los llevó a la cocina para limpiarlos.
Cuando estuve sola reflexioné un buen rato sobre las palabras de mi madre. Las comparaba con las promesas y la conducta de Gino y me parecía imposible que ella tuviera razón. Pero me desconcertaba su seguridad, su calma, su tono desenfadado y casi profético. Mientras tanto, mi madre lavaba los platos en la cocina. Después oí cómo iba poniéndolos en la alacena y pasaba a su habitación. Al cabo de un rato, cansada y humillada, apagué la luz y me reuní con ella en la cama.
El día siguiente me pregunté si tendría que contar a Gino las dudas de mi madre y después de muchas vacilaciones, decidí no hacerlo. En realidad, ahora tenía tanto miedo de que Gino me abandonara, como insinuaba mi madre, que temía sugerirle ese propósito si le contaba lo que decía mi madre. Descubría por primera vez que al entregarse a un hombre, una mujer se pone en sus manos y ya no dispone de ningún medio para obligarle a actuar según su voluntad. Pero seguía convencida de que Gino mantendría sus promesas, y su actitud, cuando volví a verlo, me confirmó en esta convicción.
Desde luego, esperaba muchas premuras y caricias, pero temía que se callara en cuanto a lo del matrimonio, o, por lo menos, que hablara de ello en una forma bastante vaga. En cambio, cuando el coche se detuvo en el sitio de siempre, Gino me dijo que había fijado ya la fecha de nuestra boda para cinco meses después, ni un día más. Mi alegría fue tan grande que, atribuyéndome las ideas de mi madre, no pude por menos de exclamar:
—¿Sabes qué había pensado, tonta de mí? Pues que después de lo ocurrido ayer me abandonarías.
—¿Es que me habías tomado por un puerco? —dijo con cara ofendida.
—No, pero sé que muchos hombres lo hacen.
—¿Sabes que podría ofenderme por tu suposición? —añadió, sin dar importancia a mis palabras—. ¿Qué idea tienes de mí? ¿Eso es todo lo que me quieres?
—Te quiero —repuse ingenuamente—, pero temía que tú no me quisieras tanto.
—¿Acaso te he dado motivos para pensar que no te quiero?
—No, pero nunca se sabe.
—Mira —dijo de pronto—, me has puesto de tan mal humor que ahora mismo te acompaño al estudio.
E hizo el gesto de poner en marcha el automóvil.
Asustada, le eché los brazos al cuello, suplicándole;
—No, por favor. ¿Qué te pasa? Lo he dicho sin pensar… No lo tomes en serio.
—Ciertas cosas cuando se dicen es que se piensan… y si se piensan quiere decir que no se ama.
—Pero yo te amo.
—Pues yo no —dijo con sarcasmo—. Yo, como tú dices, no he pensado más que en divertirme contigo y después dejarte plantada. Lo extraño es que hayas tardado tanto en darte cuenta.
—Pero, Gino, ¿por qué me hablas de ese modo? —grité, estallando en lágrimas—. ¿Qué te he hecho?
—Nada —contestó poniendo en marcha el coche—, pero ahora te acompaño al estudio.
El coche empezó a correr con Gino serio y duro al volante, y yo me entregué a un gran llanto, viendo los árboles y los hitos de la carretera desfilar ante la ventanilla y el perfil de las primeras casas de la ciudad aparecer en el horizonte, más allá de los campos. Pensé que mi madre se alegraría al enterarse de nuestra pelea y saber que Gino me abandonaba, como ella me había predicho, y en un impulso de desesperación abrí la portezuela y grité:
—O paras o me tiro.
Gino me miró, aminoró la marcha y dio la vuelta por un sendero lateral deteniéndose al pie de un talud coronado por una gran roca. Paró el motor, echó el freno y, mirándome fijamente, dijo con impaciencia:
—Bueno, habla. ¡Ánimo!
Pensé que quería dejarme de veras y empecé a hablar con un ímpetu y una pasión que hoy, al pensar de nuevo en aquello, me parecen al mismo tiempo ridículos y conmovedores. Le explicaba cuánto lo quería y llegué a decirle que no me importaba nada la boda, que me conformaría con seguir siendo su amante. Él me escuchaba, con el ceño adusto, moviendo la cabeza y repitiendo de vez en cuando: «No, no, por hoy basta. Tal vez mañana estaré más tranquilo». Pero cuando le dije que me conformaría con ser su amante, rebatió con firmeza: «No, o casados o nada».
Así discutimos un buen rato, y varias veces, con su perversa lógica, me empujó a la desesperación y me arrancó nuevas lágrimas. Después, gradualmente, su actitud inflexible pareció cambiar, y por último, tras haberle besado y acariciado inútilmente tantas veces, creí haber conseguido una gran victoria al convencerle para que pasara conmigo a los asientos de atrás y me tomara en un incómodo abrazo que mi ansiedad por agradarle me hizo parecer demasiado breve y afanoso. Debería darme cuenta de que al portarme así no conseguía ninguna victoria, sino que, por el contrario, me ponía aún más en sus manos, porque me mostraba más dispuesta a entregarme a él, no por puro impulso de amor, sino para amansarlo y convencerlo cuando ya no bastaban las palabras, y ésta es precisamente la conducta de todas las mujeres que aman y no tienen seguridad de ser amadas, pero estaba demasiado cegada por aquella perfección de actitud que su falsedad le consentía. Hacía y decía siempre las cosas que convenía hacer y decir y en mi inexperiencia no me daba cuenta de que aquella perfección era más propia de la imagen convencional de amante que yo misma me había creado que del hombre real que tenía delante.
Pero habíamos fijado la fecha de la boda y yo empecé inmediatamente los preparativos. Decidí con Gino que, por lo menos en los primeros tiempos, viviríamos con mi madre. Además de la habitación grande, de la cocina y de la alcoba, había en el piso una cuarta habitación que por falta de dinero nunca habíamos amueblado. Teníamos allí las cosas inservibles y los trastos viejos. Podéis imaginar en qué consistían éstos en una casa como la nuestra en la que todo parecía viejo e inservible. Al cabo de muchas discusiones, optamos por un programa mínimo: amueblaríamos aquella habitación y yo me haría un poco de ajuar. Mi madre y yo éramos muy pobres, pero sabía que mi madre había ahorrado algo y que había reunido aquellos ahorros para mí, para poder afrontar cualquier eventualidad, como ella decía. Lo que no estaba claro era de qué eventualidades se trataba, pero desde luego no figuraba la de un matrimonio mío con un hombre pobre y de porvenir inseguro. Fui a mi madre y le dije:
—Ese dinero lo has ahorrado para mí, ¿verdad?
—Sí.
—Pues bien, si quieres verme feliz, dámelo ahora para preparar la habitación en que vamos a vivir Gino y yo… Si es verdad que lo ahorraste para mí, éste es el momento de emplearlo.
Esperaba reproches, discusiones y, al fin, una negativa. Pero mi madre acogió con mucha tranquilidad mi petición, mostrando otra vez aquella sardónica serenidad que tanto me desconcertó la noche después de mi visita a la villa de Gino.
—¿Y él no va a dar nada? —se limitó a preguntar.
—Claro que dará —mentí—. Ya me lo ha dicho… pero también yo debo contribuir.
Mi madre estaba cosiendo junto a la ventana y para hablar conmigo había interrumpido el trabajo.
—Ve a mi habitación —dijo—. Abre el primer cajón del armario y verás una caja de cartón… Allí encontrarás la libreta de ahorro y unas joyas. Coge la libreta y también las joyas… te las regalo.
Las joyas eran bien poca cosa: un anillo, dos pendientes y una cadenilla de oro. Pero siendo yo niña, aquel mísero tesoro escondido entre trapos y apenas entrevisto en circunstancias extraordinarias había encendido mi fantasía. Abracé impetuosamente a mi madre. Ella me rechazó, sin enfado, pero con frialdad diciendo:
—Cuidado, que tengo la aguja… Puedes pincharte…
Pero yo no estaba satisfecha. No me bastaba haber obtenido todo lo que quería y aún más. Quería también que mi madre fuese feliz como yo.
—Pero mamá —exclamé—, si tienes que hacerlo sólo para darme gusto, no quiero nada.
—Desde luego, no lo hago para darle gusto a él —repuso volviendo a su costura.
—¿Aún no crees que me casaré con Gino? —le pregunté cariñosamente.
—Nunca lo he creído y hoy menos que nunca.
—Y entonces, ¿por qué me das dinero para amueblar la habitación?
—Al fin y al cabo, no es un gasto inútil. En todo caso, te quedarán los muebles y las sábanas. Ajuar o dinero, da lo mismo.
—¿Y no vas a venir conmigo de compras?
—¡Por favor! —gritó—. No me interesa nada. Hacedlo vosotros. Id los dos de compras. Yo no quiero saber nada.
Era verdaderamente intratable cuando se hablaba de mi boda, y yo comprendía que aquel modo de comportarse no se debía tanto a la conducta, al carácter o a las condiciones de Gino, como a su modo de ver la vida. No había despecho en la actitud de mi madre, sino solamente una especie de trastorno completo de las ideas comunes. Las otras mujeres esperan con tenacidad que sus hijas se casen, pero mi madre, desde hacía mucho tiempo y con la misma tenacidad, esperaba que yo no me casara.
Así había como una tácita apuesta entre mi madre y yo. Ella quería que mi boda no se realizara y que yo me convenciera de la bondad de sus ideas y yo quería que la boda se llevara a cabo y que mi madre se convenciera de que mi modo de pensar era justo. Así, me afirmé aún más en la idea de casarme como si estuviera jugando mi vida a una sola baza, desesperadamente. Y sintiendo todo este tiempo, con mucha amargura, que mi madre espiaba hostilmente todos mis esfuerzos y se prometía su fracaso.
Debo recordar aquí una vez más que la maldita perfección de Gino no se desmintió ni siquiera con motivo de los preparativos para la boda. Yo había dicho a mi madre que Gino contribuiría a los gastos, pero era mentira, porque hasta aquel día Gino ni siquiera había aludido al asunto. Así que me sorprendió y me dejó sumamente contenta que Gino, sin que yo le pidiera nada, me ofreciera una pequeña suma diciéndome que no podía darme más por el momento porque tenía que mandar dinero a menudo a sus familiares. Hoy, cuando pienso en aquel ofrecimiento, no encuentro otra explicación que la extremada fidelidad, no exenta de complacencia, al papel que había decidido representar. Fidelidad originada, tal vez, en el remordimiento por el engaño de que me hacía víctima y por la tristeza de no poder casarse conmigo, como ya deseaba realmente. Triunfante, me apresuré a informar a mi madre de la oferta de Gino. Ella se limitó a observar que era muy reducida, pero suficiente para deslumbrarme.
Aquél fue un período de mi vida muy feliz. Me encontraba con Gino todos los días y hacíamos el amor donde podíamos: en los asientos traseros del coche, de pie en un rincón oscuro de una calleja, o en el campo tendidos en un prado o en la villa, en la habitación de Gino. Una noche me acompañó hasta casa e hicimos el amor en el descansillo delante de la puerta, a oscuras, echados en el suelo. Otra vez, en un cine, acurrucados en la última fila, justo debajo de la cabina de proyección. Me gustaba mezclarme con él en la muchedumbre en los tranvías y lugares públicos, porque la gente me empujaba contra él y aprovechaba la ocasión para apretar mi cuerpo al suyo. Experimentaba una continua necesidad de estrechar su mano o de pasarle los dedos por el pelo o hacerle alguna caricia, en cualquier sitio, aun en presencia de otras personas, haciéndome la ilusión de pasar desapercibida, como suele suceder siempre que se cede a una pasión irresistible. El amor me gustaba enormemente y quizás amaba al amor más que al mismo Gino sintiéndome llevada a hacerlo no sólo por el cariño hacia él, sino por el placer que me proporcionaba el acto mismo. Desde luego no pensaba que el mismo placer lo recibiría también de otro hombre que no fuera Gino. Pero me daba cuenta, de una manera oscura, de que el celo, la destreza y la pasión que ponía en aquellas caricias no se explicaban sólo con nuestro amor. Tenían un carácter autónomo, como de una vocación que, aun sin la ocasión que suponía Gino, no tardaría en manifestarse.
Con todo, la idea del matrimonio se imponía a todo lo demás. Para ganar dinero ayudaba más de lo posible a mi madre y a menudo me quedaba trabajando con ella hasta bien entrada la noche. De día, cuando no posaba en algún estudio, iba de paseo con Gino; íbamos de tiendas para elegir muebles y ropa para el ajuar. Tenía poco dinero y por esto precisamente mi elección era más cuidadosa y detallada. Pedía que me enseñaran incluso las cosas que sabía que no podía adquirir; las examinaba un buen rato, discutiendo su valor y pidiendo rebajas, y después, mostrándome insatisfecha o prometiendo volver, me iba sin comprar nada. No me daba cuenta del todo, pero aquellas agradables visitas a las tiendas, aquella búsqueda afanosa de cosas que me estaban vedadas, me llevaban a pesar mío a reconocer la verdad de la afirmación de mi madre de que sin dinero no hay felicidad.
Después de la visita a la villa era la segunda vez que echaba una mirada sobre el paraíso de la riqueza y, sintiéndome excluida de él sin culpa mía, no podía menos de experimentar cierta amargura y turbación. Pero intentaba olvidar la injusticia con el amor, tal como había hecho ya en la villa. Aquel amor que era mi único lujo que me permitía sentirme igual a tantas otras mujeres más ricas y afortunadas que yo.
Por último, después de muchas discusiones y búsquedas, decidí hacer mis compras, realmente bastante modestas, y compré a plazos, porque el dinero no me llegaba, una alcoba completa, de estilo moderno: cama de matrimonio, cómoda con espejo, mesitas, sillas y armario. Todo bastante ordinario, barato y de factura bastante tosca, pero es increíble la pasión que inmediatamente sentí por mis pobres muebles. Había hecho encalar las paredes de la habitación, barnizar puertas y ventanas y cepillar el pavimento, de manera que nuestra habitación era una especie de isla de limpieza en el sucio mar de la casa.
El día en que llegaron los muebles fue uno de los más felices de mi vida. Sentía una especie de incredulidad a la idea de poseer una alcoba como aquélla, limpia, ordenada, clara, que olía a cal y barniz, y a aquella incredulidad se mezclaba una complacencia que parecía interminable. A veces, cuando estaba segura de que mi madre no me veía, iba a la habitación, me sentaba en el desnudo somier y permanecía allí horas enteras, mirándolo todo. Quieta como una estatua, contemplaba mis muebles, como no creyendo en su existencia o temiendo que de un momento a otro desaparecieran dejando la estancia vacía. O me levantaba y con un paño limpiaba amorosamente el polvo y reanimaba la brillantez de la madera. Creo que, de haberme dejado llevar por mis sentimientos, hasta los hubiera besado.
La ventana, sin visillos, se abría sobre un patio sucio al que daban otras casas bajas y largas como la nuestra. Parecía el patio de un hospital o de una cárcel, pero yo, extasiada, ya no lo veía así, y me sentía feliz como si la ventana diera a un hermoso jardín lleno de árboles. Me imaginaba nuestra vida —yo y Gino— allí dentro, cómo íbamos a dormir, cómo nos amaríamos. Me complacía ya en los demás objetos que iría comprando cuando pudiera hacerlo: aquí un florero, allí una lámpara; un poco más lejos un cenicero o cualquier otra cosa. Mi único disgusto era no poder hacerme un cuarto de baño, si no semejante al que había visto en la villa, blanco y resplandeciente de mayólicas y grifos, por lo menos uno nuevo y limpio. Pero estaba decidida a tener mi habitación ordenadísima y limpia a más no poder. De mi visita a la villa había sacado la convicción de que el lujo empieza, precisamente, por el orden y la limpieza.