Capítulo III

Renuncié totalmente a Giacomo y decidí no volver a pensar en él. Me daba cuenta de que lo amaba y que, si volviera, me sentiría feliz y lo querría más que nunca. Pero sentía también que nunca más me dejaría humillar por él. Si volviera, me mantendría firme, encerrada en mi vida como en una fortaleza que, hasta cuando no quería salir de ella, era realmente inconquistable y difícil de derribar. Le diría:

—Soy una puta, una mujer de la calle, nada más… Si me quieres, tienes que aceptarme como soy.

Había comprendido que mí fuerza no estaba en desear ser lo que no era, sino aceptar lo que era. Mi fuerza era la pobreza, mi oficio, mi madre, mi casa fea, mis vestidos modestos, mi origen humilde, mis desgracias y, más íntimamente, aquel sentimiento que me hacía aceptar todas estas cosas y que yacía profundamente en mi corazón como una piedra preciosa en el seno de la tierra. Pero estaba segura de que no volvería a verlo, y esta certidumbre me inducía a amarlo de una manera nueva para mí, impotente y melancólica, pero no exenta de dulzura. Como se ama a los que han muerto y ya no volverán.

Por aquellos días rompí definitivamente mis relaciones con Gino. Como ya he dicho, no me gustan las interrupciones bruscas y quiero que las cosas vivan y mueran con su propia vida y su propia muerte. Mis relaciones con Gino son un buen ejemplo de esta voluntad mía. Cesaron porque la vida que había en ellas dejó de existir y no por mi culpa, y ni siquiera, en cierto sentido, por culpa de Gino. Y cesaron de manera que no me dejaron ni remordimientos ni tristezas.

Había seguido viéndolo de vez en cuando, dos o tres veces al mes. Gino me gustaba, como ya he dicho, aunque había perdido mi estima por él. Uno de aquellos días me citó en un bar, por teléfono, y le dije que acudiría.

Era un bar en mi barrio. Gino me aguardaba en el interior, una estancia sin ventanas, toda ella cubierta de azulejos. Cuando entré, vi que no estaba solo. Alguien estaba sentado con él, de espaldas a mí. Vi únicamente que llevaba un impermeable verde y que era rubio, con el cabello cortado como un cepillo. Me acerqué y Gino se puso de pie, pero su compañero siguió sentado. Gino dijo:

—Te presento a mi amigo Sonzogno.

Entonces el otro también se levantó y yo le tendí la mano sin dejar de mirarlo. Pero cuando me la estrechó, me pareció que me la apretaban unas tenazas y proferí un grito de dolor. Él aflojó el apretón y yo me senté sonriendo y diciéndole:

—¡Caramba, qué daño hace usted! ¿Siempre hace así?

No dijo nada y ni siquiera sonrió. Su rostro era blanco como el papel, la frente dura y saliente, los ojos pequeños, de un color celeste claro, la nariz roma y la boca semejante a un corte. Sus cabellos eran rubios, hirsutos y descoloridos, cortos, y las sienes, aplastadas. Pero la base del rostro era amplia, con unas mejillas gruesas y sin gracia. Parecía apretar los dientes continuamente, como si estuviera triturando algo. Veíase como un nervio que se estremecía y saltaba siempre bajo la piel de la mejilla. Gino, que parecía considerarlo como un amigo digno de respeto y de admiración, dijo entre risas:

—Pues esto no es nada. Si supieras lo fuerte que es… Tiene el puño prohibido.

Me pareció que Sonzogno lo miraba con hostilidad. Dijo después, con voz sorda:

—No es verdad que tenga el puño prohibido, pero podría tenerlo…

—¿Pero qué es el puño prohibido? —pregunté.

Sonzogno respondió brevemente:

—Cuando se puede matar a un hombre de un puñetazo… entonces está prohibido usar el puño porque es como usar una pistola.

—Pero mira qué fuerte es —insistió Gino, excitado y como deseoso de congraciarse con Sonzogno—. Mira… Déjale tocar tu brazo.

Yo dudaba, pero Gino estaba empeñado y parecía que su amigo esperaba de mí también ese gesto. Tendí blandamente una mano para tocarle el brazo. Dobló el antebrazo para poner tensos los músculos. Pero seriamente, casi de manera sombría. Entonces, con sorpresa, porque a la vista parecía delicado, sentí bajo mis dedos, a través de la manga, como un paquete de cuerdas de hierro. Y retiré la mano con una exclamación, ignoro si de maravilla o de repugnancia. Sonzogno me miró complacido. Con los labios distendidos en una leve sonrisa, Gino dijo:

—Es un viejo amigo. ¿No es verdad, Primo, que nos conocemos hace tiempo? Somos casi hermanos.

Dio una palmada en el hombro de Sonzogno y murmuró:

—Viejo Primo.

Pero el otro sacudió el hombro como para alejar la mano de Gino y respondió:

—No somos ni amigos ni hermanos. Trabajamos juntos en el mismo garaje, eso es todo.

Gino no se turbó:

—Bueno, ya sé que no quieres ser amigo de nadie, siempre solo por tu cuenta y riesgo, ni hombres ni mujeres.

Sonzogno lo miró. Tenía una mirada fija, de una inmovilidad y una insistencia increíbles. Bajo aquella mirada, Gino entornó los ojos. Sonzogno dijo:

—¿Quién te ha contado esas bolas? Yo voy con quien me parece, mujeres y hombres.

—Bueno, hablaba por hablar…

Gino parecía haber perdido su arrogancia:

—Desde luego, no te he visto nunca con nadie.

—Tú nunca has sabido nada de mí.

—Bueno, te veía todos los días, mañana y tarde.

—Me veías todos los días… ¿y qué?

—¡Vaya! —insistió Gino, desconcertado—. Siempre te he visto solo y he pensado que no ibas con nadie… Cuando un hombre tiene una mujer o un amigo, acaba siempre por saberse.

El otro dijo brutalmente:

—No seas cretino.

—Y ahora, encima, me llamas cretino —protestó Gino con la cara colorada.

Fingía un caprichoso y familiar malhumor. Pero se veía que estaba asustado.

Sonzogno repitió:

—Sí, no seas cretino… Si no, te parto la cara.

Comprendí inmediatamente que no sólo era capaz de hacerlo, sino que tenía intención de hacerlo de veras. Y dije, poniéndole una mano en el brazo:

—Si queréis pegaros, hacedlo cuando yo no esté. No puedo sufrir la violencia.

—Te presento una señorita amiga mía —se lamentó Gino, cabizbajo—, y tú la asustas con tus modales. Pensará que somos enemigos.

Sonzogno se volvió hacia mí y sonrió por primera vez. Cuando sonreía entornaba los ojos, arrugaba desigualmente la frente y además de los dientes, que eran pequeños y feos, descubría las encías.

—La señorita no está asustada, ¿verdad? —preguntó.

Respondí con sequedad:

—No, no estoy asustada, pero ya les he dicho que no me gusta la violencia.

Siguió un largo silencio. Sonzogno estaba quieto, con las manos en los bolsillos del impermeable, haciendo saltar los nervios de la mandíbula y mirando el vacío; Gino fumaba, con la cabeza baja, y el humo, al salirle de la boca, le subía por la cara hasta las orejas, que seguían coloradas. Después, Sonzogno se levantó y dijo:

—Bueno, yo me voy.

Gino se puso de pie con rapidez y le tendió una mano:

—Entonces, sin rencor, ¿eh, Primo?

—Sin rencor —contestó el otro rechinando los dientes.

Me estrechó la mano, pero esta vez sin hacerme daño, y se alejó. Era delgado y de baja estatura, y realmente era difícil comprender de dónde le venía toda aquella fuerza.

Cuando se hubo ido, dije burlonamente a Gino:

—Seréis amigos y quizás hasta hermanos, pero te ha dicho unas cosas…

Gino parecía haberse reanimado y movió la cabeza:

—Es así, pero no es mal tipo… Además me conviene tenerlo a mi lado, pues me ha sido útil.

—¿Cómo?

Me di cuenta de que Gino estaba excitado y hasta temblaba por las ganas de decirme algo. De pronto puso una cara alegre, hinchada e impaciente:

—¿Recuerdas la polvera de mi ama?

—Sí… ¿y qué?

Los ojos de Gino brillaron de alegría y bajando la voz dijo:

—Pues bien, lo pensé mejor y no la devolví.

—¿No la devolviste?

—No… al fin y al cabo, la señora es rica y no puede importarle una polvera más o menos… Además, la cosa ya estaba hecha, y, en el fondo, el ladrón no había sido yo.

—Había sido yo —apunté tranquilamente.

Fingió no oírme y prosiguió:

—Pero quedaba el problema de esconderla. Era un objeto vistoso, podían reconocerlo fácilmente y no me fiaba, así que lo tuve en el bolsillo bastante tiempo, hasta que encontré a Sonzogno y le conté lo que ocurría…

—¿Y le hablaste de mí también? —interrumpí.

—No, de ti no… le dije que me lo había dado una amiga, sin decir ningún nombre… Y él, imagínate, en tres días consiguió venderla no sé cómo y me dio el dinero, naturalmente, quedándose con su parte, como habíamos acordado.

Estaba como estremecido por la alegría. Después sacó del bolsillo un fajo de billetes.

Sin saber por qué, en aquel momento experimenté una intensa antipatía por él. No es que lo desaprobara, pues no tenía derecho a hacerlo, pero me fastidiaba ya su tono jubiloso. Además intuía que no me lo había contado todo y que lo que pasaba en silencio debía de ser peor. Dije, con sequedad:

—Hiciste bien.

—Toma —prosiguió desenvolviendo el fajo de billetes—. Esto es para ti. Los he contado.

—No, no —contesté con rapidez—. No quiero nada… nada.

—¿Por qué?

—No quiero nada.

—Quieres ofenderme —dijo.

Una sombra de suspicacia y de tristeza pasó por su rostro y temí haberlo ofendido de veras. Hice un esfuerzo y dije cogiéndole una mano:

—Si no me los hubieras ofrecido, me habría parecido extraño, aunque sin ofenderme, pero es mejor así. No los quiero porque para mí es un asunto concluido, pero me gusta que tengas ese dinero.

Él me miraba sin entenderme, entre dudas, escrutándome como si deseara descubrir el motivo secreto que se ocultaba en mis palabras.

Más tarde, pensando en aquella escena muchas veces, he descubierto que aquel hombre no podía entenderme porque vivía en un mundo diferente del mío, de acuerdo con unos sentimientos y unas ideas que no eran los míos. No sé si su mundo era mejor o peor que el mío, pero sé que ciertas palabras no tenían para él el sentido que yo les daba y que gran parte de sus acciones, que a mí me parecían reprobables, él las consideraba lícitas y hasta una especie de deber. En particular parecía dar mayor importancia a la inteligencia entendida como astucia. Dividía a los hombres en astutos y no astutos y a toda costa procuraba pertenecer a la primera categoría. Pero yo no soy astuta y quizá ni siquiera inteligente. Y nunca he comprendido cómo una mala acción, por el mero hecho de haber sido realizada con inteligencia, pueda ser no ya admirable, sino ni siquiera excusable.

De pronto pareció salir de la duda que lo angustiaba y exclamó:

—Entiendo. No quieres el dinero porque tienes miedo de que se descubra el hurto… Pero no temas, todo ha ido perfectamente.

Yo no tenía miedo, pero no me preocupé de negarlo porque la segunda parte de su frase me resultaba oscura.

—¿Quieres decirme qué significa eso de que todo ha ido perfectamente? —pregunté.

—Sí, todo ha ido bien —contestó Gino—. ¿Recuerdas que te dije que en la casa sospechaban de una camarera?

—Sí.

—Bien… Yo se la tenía jurada a esa camarera porque andaba contando historias de mí a espaldas mías. Unos días después del hurto, comprendí que las cosas se ponían mal para mí. El comisario había ido dos veces y yo estaba seguro de que me vigilaban. Aún no habían hecho ningún registro, y entonces se me ocurrió la idea de provocar con otro hurto el registro y hacer de tal modo que la culpa de los dos robos recayera sobre aquella mujer.

No dije nada y él, después de haberme mirado un momento con los ojos muy abiertos y brillantes para ver si admiraba su astucia, siguió:

—La dueña tenía unos dólares en un cajón. Cogí los dólares y los oculté en la habitación de la camarera, dentro de una maleta vieja. Naturalmente, hicieron un registro, encontraron los dólares y la arrestaron. Ella juró y perjuró que era inocente, pero ¿quién iba a creerla? Los dólares habían aparecido en su cuarto.

—¿Y dónde está esa mujer?

—En la cárcel y no quiere confesar, pero ¿sabes qué le ha dicho el comisario a la señora? Que esté tranquila porque la camarera acabará confesando por las buenas o por las malas. ¿Has entendido? ¿Y sabes qué quiere decir eso de «por las malas»? Pues que la harán hablar a golpes.

Yo lo miraba y al verlo tan excitado y orgulloso me sentía helada y como sin sentido. Pregunté al azar:

—¿Cómo se llama esa mujer?

—Luisa Fellini… Ya no es muy joven y es orgullosa. Si haces caso de lo que dice, es camarera por equivocación y no hay nadie tan honrado como ella.

Gino rió divertido por la ocurrencia.

Hice un gran esfuerzo como quien deja escapar un profundo suspiro y dije:

—¿Sabes que eres un grandísimo canalla?

—¿Cómo? —preguntó sorprendido—. ¿Por qué?

Después de haberle llamado canalla me sentí más libre y decidida. La ira me encrespaba y solté:

—¡Y querías que yo cogiera ese dinero! Menos mal que adiviné que era un dinero que no debía coger.

—¿Y qué importa? —exclamó tratando de rehacerse—. No confesará y la dejarán por fin.

—Pero tú acabas de decir que está en la cárcel y que la harán hablar a golpes.

—¡Bah, es un decir…!

—No me importa… Has mandado a la cárcel a una inocente y encima tienes la desvergüenza de venir a contármelo. ¡Eres realmente un canalla!

Gino se encolerizó de pronto. Se puso pálido y me cogió una mano:

—Acaba de una vez de llamarme canalla.

—¿Por qué? Creo que eres un canalla y te lo digo.

Perdió la cabeza y tuvo un gesto de extraña violencia. Me torció la mano en la suya como si quisiera rompérmela y después, de pronto, inclinó la cabeza y me la mordió. De un tirón liberé mi mano y me puse de pie:

—Pero… ¿te has vuelto loco? ¿Qué te pasa ahora? Puedes morderme, pero es inútil. Eres un canalla, un granuja y un sinvergüenza.

No contestó, pero se cogió la cabeza entre las manos, como si quisiera arrancarse el pelo.

Llamé al camarero y pagué todas las consumiciones, la suya, la de Sonzogno y la mía. Después dije a Gino:

—Me voy, y quiero decirte que entre nosotros todo ha terminado… No vuelvas a presentarte delante de mí, no me busques, no vengas, no quiero volver a verte.

Él no dijo nada ni levantó la cabeza. Y yo me marché.

El bar estaba al comienzo de la ancha calle, a poca distancia de mi casa. Empecé a caminar lentamente, por el lado opuesto a la muralla. Era de noche, con un cielo cubierto de nubes y una lluvia sutil, como un polvillo de agua entre el aire tibio e inmóvil. Como de costumbre, la muralla estaba casi a oscuras, sin más claridad que la de algunas farolas, distanciadas unas de otras. Pero al salir del bar vi inmediatamente cómo un hombre se apartaba de una de aquellas farolas y empezaba a andar a lo largo de la muralla, despacio como yo y en mi misma dirección. Reconocí a Sonzogno por el impermeable ceñido a la cintura y por la cabeza rubia y rapada. Al pie de la muralla parecía pequeño. De vez en cuando desaparecía en la sombra y volvía a reaparecer a la luz de un farol. Quizá por primera vez experimenté hastío de los hombres, de todos los hombres, siempre detrás de mis faldas, como si fueran perros en pos de una perra. Me sentía todavía estremecida por la rabia, y pensando en la mujer a la que Gino había enviado a la cárcel, no podía menos de sentir algún remordimiento porque, al fin y al cabo, era yo quien había robado la polvera. Pero más que remordimiento era un impulso de rebelión y de cólera. Aun rebelándome contra la injusticia y odiando a Gino, me enfurecía odiarlo y saber que había cometido aquella infamia. Realmente, no he sido hecha para semejantes cosas; experimentaba un violento malestar y me parecía no ser la misma de siempre.

Caminaba deprisa, deseando llegar a mi casa antes de que Sonzogno me abordara, pues ésa parecía ser su intención. Después, oí a mis espaldas la voz de Gino que gritaba jadeante:

—Adriana… Adriana…

Fingí no haberlo oído y apresuré el paso. Pero él corría y me alcanzó, cogiéndome por el brazo:

—Adriana, hemos estado siempre juntos… No podemos separarnos ahora de este modo…

Me solté de un tirón y seguí caminando. Al otro lado de la calle, al pie de la muralla, la figura pequeña y clara de Sonzogno había salido de la oscuridad entrando en el círculo de luz de una farola. Gino, a mi lado, decía:

—Pero yo sigo queriéndote, Adriana…

Me inspiraba compasión y odio al mismo tiempo, y esta mezcla me era más desagradable de cuanto pudiera decir. Por eso mismo procuraba pensar en otra cosa. De pronto, no sé cómo me vino una especie de inspiración. Me acordé de Astarita, que siempre me había ofrecido su ayuda, y pensé que con toda seguridad estaría en condiciones de hacer salir de la cárcel a aquella pobre mujer. Esta idea surtió inmediatamente un efecto beneficioso. Sentí que mi ánimo se aliviaba del peso que lo oprimía y hasta me pareció no odiar más a Gino y sólo sentir por él compasión. Me detuve y le dije tranquilamente:

—Gino, ¿por qué no te vas?

—Te quiero.

—También yo te he querido, pero ahora hemos terminado… Vete, será mejor para ti y para mí.

Estábamos en un lugar oscuro de la ancha calle, donde no había ni farolas ni comercios. Gino me cogió por la cintura y trató de besarme. Hubiera podido librarme por mis propios medios porque era fuerte y nadie puede besar a una mujer si ella no quiere. Pero no sé qué espíritu malicioso me sugirió llamar a Sonzogno que, al otro lado, al pie de la muralla, se había detenido y nos miraba inmóvil, con las manos en los bolsillos del impermeable. Creo que lo llamé porque habiendo hallado el medio de salir al paso de la mala acción de Gino volvía a aflorar en mi ánimo la coquetería y la curiosidad. Grité dos veces:

—Sonzogno, Sonzogno…

Él, inmediatamente, atravesó la calle y Gino, desconcertado, me dejó.

—Dígale que se vaya —dije con calma cuando Sonzogno se acercó a nosotros—. Ya no lo quiero y no me cree… Tal vez le crea a usted que es su amigo.

Sonzogno dijo:

—¿Has oído lo que dice la señorita?

—Pero yo… —empezó Gino.

Pensé que seguiría discutiendo un poco, y que, por último, acabaría resignándose y se alejaría. Pero, inesperadamente, vi que Sonzogno hacía un gesto que no entendí y Gino, después de mirarlo atónito un instante, sin decir una palabra, cayó redondo a tierra, rodando de la acera a la calzada. Quizá solamente vi a Gino caer y, por su caída, reconstruí el gesto de Sonzogno. Porque aquel gesto había sido tan rápido y tan silencioso que me parecía sufrir una alucinación. Moví la cabeza y volví a mirar. Sonzogno estaba ante mí, con las piernas separadas y se miraba el puño, aún cerrado. Gino, en el suelo, de espaldas a nosotros, iba reanimándose y, apoyando un codo en tierra, había levantado poco a poco la cabeza. Pero no parecía querer ponerse en pie. Diríase que estaba mirando fijamente a unos papeles blancos que resaltaban entre el fango de la calle. Sonzogno dijo:

—Vamos.

Un poco confusa me dirigí con él a mi casa.

Caminaba apretándome un brazo y en silencio. Era más bajo y yo sentía su mano alrededor de mi brazo semejante a una garra metálica. Al cabo de un rato le dije:

—Ha hecho usted mal en golpear así a Gino… Se hubiera ido sin necesidad de ese puñetazo.

—Así no la fastidiará más —contestó.

—Pero ¿cómo lo hace usted? —pregunté—. Ni siquiera he visto su mano, sólo he visto caer a Gino.

—Cosa de costumbre.

Hablaba como masticando las palabras antes de pronunciarlas o, mejor dicho, como probando su consistencia entre dientes, que mantenía siempre apretados y que yo me imaginaba encajados como los de los felinos. Experimenté un gran deseo de tocarle el brazo y de sentir bajo mis dedos todos sus músculos, duros y tensos. Me inspiraba más curiosidad que atracción y, sobre todo, miedo. Pero el miedo, hasta que se aclara el motivo, puede ser un sentimiento grato y, en cierto modo, excitante.

—Pero ¿qué tiene en el brazo? Todavía me cuesta creerlo.

—Y sin embargo, ya lo ha tocado antes —repuso con un tono de vanidad que me pareció siniestro.

—No del todo bien porque Gino estaba delante… Déjeme tocarlo otra vez.

Se detuvo y dobló el brazo, mirándome serio y, en cierto modo, ingenuo. Pero con una ingenuidad que no tenía nada de infantil. Tendí la mano y lentamente, desde el hombro, fui palpando sus músculos. Era para mí una extraña sensación sentirlos tan vivos y tan duros. Y dije con voz incolora:

—Realmente es usted muy fuerte.

—Sí, soy fuerte —confirmó con sombría convicción.

Y reanudamos nuestro camino.

Empezaba a arrepentirme de haberlo llamado. No me gustaba aquella seriedad y sus modales me daban miedo. En silencio llegamos a mi casa. Saqué la llave del bolso y dije:

—Gracias por haberme acompañado.

Y le tendí la mano.

Se acercó a mí.

—Voy a subir contigo —dijo.

Hubiera querido decirle que no. Pero su modo de mirar con fijeza, con increíble insistencia, a los ojos, me subyugó y me confundió.

—Si quieres… —dije.

Y sólo después de haber hablado, me di cuenta que lo tuteaba.

—No tengas miedo —murmuró interpretando a su manera mi desánimo—. Tengo dinero. Te daré el doble de lo que te dan los demás.

—¿A qué viene eso? —protesté—. No es por el dinero…

Pero le vi hacer un gesto extraño, como si una amenazadora sospecha le atravesara la mente. Entre tanto, yo había abierto la puerta.

—Es que me siento un poco cansada…

Él entró conmigo en el portalón.

Cuando estuvo en mi alcoba, se desnudó con unos gestos precisos de hombre ordenado. Llevaba una bufanda en el cuello y la enrolló con cuidado y la guardó en el bolsillo del impermeable. Puso la chaqueta en el respaldo de la silla y dobló los pantalones para que no se estropeara la raya. Dejó los zapatos debajo de la silla, con los calcetines dentro. Noté que iba vestido con prendas nuevas, de la cabeza a los pies, y no eran prendas finas, sino sólidas y de excelente calidad. Lo hacía todo en silencio, ni despacio ni apresuradamente, con una regularidad sistemática, sin preocuparse de mí que, entre tanto, me había desnudado y me había tendido en el lecho. Si me deseaba, desde luego no lo daba a conocer, a menos que aquel continuo «tic» de los músculos bajo la piel de la mandíbula no delatara una turbación, pero no podía ser así, puesto que lo tenía ya antes, cuando aún no pensaba en mí.

Ya he dicho que el orden y la limpieza me gustan mucho y me parecen cualidades correspondientes del alma. Pero el orden y la limpieza de Sonzogno aquella noche despertaron en mí sentimientos completamente diversos, entre el horror y el miedo. No pude por menos que pensar que de aquella manera se preparan en los hospitales los cirujanos cuando se disponen a efectuar una operación peligrosa. O peor aún, los matarifes, ante los mismos ojos del cordero que van a degollar. Me sentía, tendida así en el lecho, indefensa e impotente como un cuerpo exánime que va a sufrir algún experimento. Y su silencio y su despreocupación me hacían dudar acerca de lo que se proponía hacer conmigo cuando hubiera acabado de desnudarse. Así pues, cuando se acercó totalmente desnudo a la cabecera y me cogió de una manera extraña por los hombros con las dos manos como si quisiera mantenerme quieta, no pude evitar un estremecimiento de espanto. Él lo notó y me preguntó entre dientes:

—¿Qué te pasa?

—Nada. Tienes las manos heladas —contesté.

—No te gusto, ¿eh? —repuso manteniéndome aún por los hombros, erguido junto a la cabecera—. Prefieres a los hombres que te pagan, ¿verdad?

Y al hablar me miraba fijamente, con una mirada realmente insoportable.

—¿Por qué? —dije—. Eres un hombre como los demás y tú mismo has dicho que vas a pagar el doble.

—Yo sé lo que digo. Tú y las que son como tú no amáis más que a los ricos, a la gente fina… Yo, en cambio, soy uno como tú… Y vosotras, desvergonzadas, no queréis más que a los señores.

Reconocí en el tono de su voz la misma inflexible inclinación a buscar pelea que poco antes le había inducido a insultar a Gino con un ligero pretexto. Creí entonces que sentiría algún rencor especial por Gino. Pero ahora comprendía que su sombría e imprevisible susceptibilidad estaba siempre dispuesta a excitarse y que cuando aquella especie de furor lo dominaba, uno se equivocaba siempre de cualquier manera que actuase con él. Un poco resentida, le pregunté:

—¿Por qué me ofendes? Ya te he dicho que para mí todos los hombres sois iguales.

—Si fuera así, no pondrías esa cara… No te gusto, ¿eh? Conque no te gusto, ¿eh?

—Pero si acabo de decirte…

—No te gusto, ¿eh? Pues lo siento porque he de gustarte a la fuerza.

—Déjame en paz —exclamé con repentina irritación.

—Cuando te he servido para librarte de tu chulo, me querías… Después hubieras preferido alejarme, pero ya lo ves, aquí estoy… Conque no te gusto, ¿eh?

Yo ahora tenía realmente miedo. Sus palabras apresuradas, su voz tranquila y despiadada, la mirada fija de sus ojos que de azules parecían haberse puesto rojos, todo parecía guiarlo hacia no sé qué meta espantosa. Y me daba cuenta, ya demasiado tarde, de que detenerlo en aquel camino sería una empresa tan desesperada como detener una roca cuando se precipita por una ladera hacia el abismo. Me limité a mover con violencia los hombros. Él siguió:

—No te gusto, ¿eh? Pones cara de asco cuando te toco, pero ahora mismo te voy a cambiar la cara, simpática.

Alzó la mano para abofetearme. Yo esperaba un gesto así y procuré evitarlo protegiéndome con el brazo, pero Sonzogno consiguió golpearme con dureza ultrajante, primero en una mejilla y después en la otra. Era la primera vez en mi vida que me sucedía una cosa semejante y, a pesar del dolor de los golpes, durante un momento quedé más sorprendida que dolorida. Retiré mi brazo de la cara y le grité:

—¿Sabes lo que eres? ¡Un desgraciado, eso es lo que eres!

Pareció sorprendido por esta frase. Se sentó en el borde de la cama y cogiendo el colchón con ambas manos se balanceó un momento. Después, sin mirarme, dijo:

—Todos somos unos desgraciados.

—Realmente se necesita valor para pegar a una mujer —añadí.

De pronto no pude seguir y los ojos se me llenaron de lágrimas, no tanto por los golpes como por el agotamiento de toda aquella noche en la que habían ocurrido tantos acontecimientos desagradables. Recordé a Gino arrojado al barro y pensé que me había desentendido de él yéndome alegremente con Sonzogno, deseosa solamente de tocar aquellos músculos extraordinarios, y sentí piedad y remordimiento por Gino y disgusto por mí misma y comprendí que se me castigaba por mi insensibilidad y mi estupidez y que el castigo venía de la misma mano que había tirado al suelo a Gino. Me había complacido en la violencia y ahora esa misma violencia se volvía contra mí. Entre lágrimas, miré a Sonzogno. Estaba sentado al borde de la cama, completamente desnudo, blanco y sin vello, un poco encorvado de espaldas; los brazos le colgaban y no dejaban ver en modo alguno su fuerza. Experimenté un deseo repentino de anular la distancia que nos separaba y dije con esfuerzo:

—¿Pero se puede saber por lo menos por qué me has pegado?

—Estabas poniendo una cara…

La piel le saltaba en la mandíbula. Parecía estar reflexionando.

Comprendí que si quería acercarme a él tenía que decirle todo lo que pensaba, no ocultarle nada, y respondí:

—Creíste que no me gustabas… y te engañaste.

—Será así…

—Te engañaste… En realidad, no sé por qué me das miedo, y por eso puse esa cara que dices.

Al oír estas palabras se volvió bruscamente hacia mí, con una expresión de recelo, pero se calmó en seguida y preguntó, no sin cierta vanidad:

—¿Te daba miedo?

—Sí.

—¿Y ahora sigo dándote miedo?

—No. Ahora puedes matarme si quieres… Ya no me importa nada.

Y decía verdad; más aún, en aquel momento casi deseaba que me matara porque, de pronto, me sentía sin ganas de vivir. Pero él se irritó y dijo:

—¿Quién habla de matarte…? Y dime, ¿por qué te daba miedo?

—¡Qué se yo! Me dabas miedo… Hay cosas que no pueden explicarse.

—¿Te daba miedo Gino?

—¿Por qué tenía que dármelo?

—Y entonces, ¿por qué te lo doy yo?

Ahora había perdido su tono de vanidad y volvía a haber en su voz un oscuro furor.

—Bueno —dije para aplacarlo—, me dabas miedo porque se nota que tú eres un hombre capaz de cualquier cosa.

No dijo nada y permaneció meditabundo un instante. Después, volviéndose, preguntó con un tono amenazador:

—¿Quiere decir esto que debo vestirme y marcharme?

Lo miré y comprendí que estaba otra vez furioso y que cualquier negativa mía lo hubiera impulsado a una nueva y peor violencia. Había que aceptarlo. Pero recordé sus ojos claros y sentí cierta repugnancia al pensar que los tendría clavados en los míos. Dije blandamente:

—No… Si quieres, quédate… pero antes apaga la luz.

Se levantó, blanco, pequeño, pero muy bien proporcionado, excepto el cuello, un poco corto, y anduvo de puntillas hasta el interruptor, junto a la puerta. Pero inmediatamente comprendí que no había sido una buena idea hacerle apagar la luz. Porque, cuando la estancia quedó a oscuras, me asaltó de nuevo, inevitablemente, aquel miedo del que creía haberme liberado. Era verdaderamente como si en la habitación tuviera conmigo no un hombre, sino un leopardo u otro animal feroz que lo mismo podía estar acurrucado en un rincón que lanzarse sobre mí y destrozarme.

Quizá tardó más al volver a la cama buscando el camino a tientas entre las sillas y los otros muebles o quizás el miedo me hizo mucho más largo aquel tiempo. Me pareció una eternidad hasta que llegó al lecho y cuando sentí sus manos en mi cuerpo no pude evitar un fuerte estremecimiento. Esperaba que no lo hubiera notado, pero, como los animales, tenía un finísimo instinto y oí su voz, muy próxima, que me preguntaba:

—¿Todavía tienes miedo?

Seguramente mi ángel de la guarda debía de estar presente en aquella oscuridad. No sé qué matiz de su voz me hizo intuir que había levantado el brazo y que, según fuera mi respuesta, se disponía a golpearme. Comprendí que Sonzogno sabía el miedo que producía y que deseaba no causar miedo, sino ser amado como los demás hombres. Pero para lograrlo no encontraba otro medio que causar más miedo. Alcé una mano y fingiendo acariciarle el cuello y el hombro derecho reconocí que, como me había imaginado, tenía el brazo levantado, dispuesto a golpearme. Intentando dar a mi voz su habitual entonación suave y tranquila, dije:

—No… esta vez es realmente el frío. Podemos meternos debajo de las mantas.

—Así va bien —dijo.

Y este «va bien» en el que aún quedaba un eco de amenaza, confirmó mis temores si es que necesitaba confirmarlos. Entonces, mientras bajo las mantas me abrazaba y estrechaba y en torno a nosotros todo era sombra, pasé un momento de angustia aguda, uno de los peores de mi vida. El miedo me dejaba rígidos los miembros, que muy a pesar mío parecían retirarse y temblar al contacto con su cuerpo singularmente liso, huidizo y serpeante, pero al mismo tiempo me decía a mí misma que era absurdo que yo experimentara miedo de él en tal momento, y con toda la fuerza de mi alma trataba de dominar el espanto y de abandonarme a él, sin temor, como a un amante querido. Sentía el miedo, no tanto en mis miembros, que todavía me obedecían, aunque llenos de repugnancia, como en lo profundo de mi regazo, que parecía cerrarse y rechazar con horror el acto amoroso.

Por último, me tomó y experimenté un placer que el espanto hacía negro y atroz, y no pude por menos que proferir un grito agudo, largo, como un lamento en aquella oscuridad, como si el abrazo final no hubiera sido el del amor sino el de la muerte y aquel grito hubiera sido el de mi vida que se me iba sin dejar tras de sí más que un cuerpo inánime y destrozado.

Después permanecimos en la oscuridad sin hablar. Yo estaba extenuada y me dormí casi inmediatamente. Inmediatamente sentí una sensación de peso sobre el pecho, como si Sonzogno se hubiera acurrucado sobre él, recogido en sí mismo, tal como estaba, desnudo, con las rodillas entre los brazos y el rostro sobre las rodillas. Se había sentado sobre mi pecho, con las nalgas desnudas y duras apretadas contra mi cuello y los pies sobre el estómago. A medida que me dormía, el peso de él iba en aumento y aun dormida procuraba moverme a un lado y a otro, como intentando liberarme de él, o por lo menos hacer que se moviera. Por último creí que me ahogaba y quise gritar. Mi voz quedó en el pecho sin poder salir durante un tiempo que me pareció una eternidad. Por fin conseguí emitirla y con un fuerte lamento me desperté.

La lámpara de la mesita estaba encendida y Sonzogno, con la cabeza apoyada en el codo, me miraba.

—¿He dormido mucho? —pregunté.

—Una media hora —dijo entre dientes.

Le dirigí una mirada breve en la que debía de reflejarse aún el terror de la pesadilla porque me preguntó, con un curioso acento, como para iniciar una conversación:

—¿Y ahora sigues teniendo miedo?

—No lo sé.

—Si supieras quién soy —dijo—, tendrías aún más miedo que antes.

Después de haber hecho el amor todos los hombres se sienten inclinados a hablar de sí mismos y a hacer confidencias. Sonzogno no parecía ser una excepción de la regla. El tono de su voz, contra lo que era habitual en él, era casual, lánguido, casi afectuoso, con una punta de vanidad y complacencia. Pero me asusté de nuevo, terriblemente, al oír sus palabras, y el corazón empezó a saltarme en el pecho con tanta fuerza como si quisiera destrozarlo.

—¿Por qué lo dices? —pregunté—. ¿Quién eres?

Me miró, no tanto vacilando como saboreando el visible efecto de sus palabras.

—Yo soy el de la calle Palestro —dijo por fin lentamente—. Ya sabes quién soy.

Él pensaba que no tenía necesidad de explicar lo que había ocurrido en la calle Palestro, y esta vez su vanidad no se equivocaba. En una casa de aquella calle había sido cometido, precisamente aquellos días, un horrible delito del que habían hablado todos los periódicos y que había sido comentado por la gente sencilla que se apasiona por este género de cosas. Más aún, mi madre, que se pasaba las horas muertas llevando la cuenta de los sucesos, había sido la primera en contarme lo ocurrido. Un joven platero había sido asesinado en su propia casa, en la que vivía solo. Al parecer, el arma de la que se había servido Sonzogno, puesto que ahora sabía quién era el asesino, había sido un pesado pisapapeles de bronce. La Policía no había encontrado ningún indicio útil. Al parecer, el platero recibía también objetos robados y se suponía, justamente, como se verá, que había sido asesinado durante alguna transacción ilícita.

He notado a menudo que cuando una noticia nos llena de estupor o de horror, nuestra cabeza se vacía y nuestra atención se fija en un objeto cualquiera, el primero que se pone ante sus ojos, de un modo particular, como si quisiera atravesar su superficie y alcanzar no sé qué secreto que se oculta en él. Así me ocurrió aquella noche cuando Sonzogno hizo su declaración. Tenía los ojos muy abiertos y mi mente se había vaciado de golpe, como un recipiente con un líquido o con polvo fino, que de pronto es agujereado; sólo que, aun estando vacía, me daba cuenta de que mi mente estaba dispuesta a contener otra materia y esta sensación era dolorosa porque hubiera querido llenar el vacío y no lo conseguía. Entre tanto, yo fijaba mi mirada en el pulso de Sonzogno que, echado junto a mí, apoyaba el codo en la cama. Tenía un brazo blanco, liso, redondo y sin vello, sin ninguna señal de aquellos músculos suyos extraordinarios. También la muñeca era redonda y blanca, y en la muñeca, única cosa que Sonzogno conservaba en su desnudez total, había una correa de cuero, semejante a la de un reloj, pero sin el reloj.

El color negro y brillante de la correa parecía dar un significado, no sólo al brazo, sino a todo el cuerpo blanco y desnudo, y yo me distraía con aquel significado, aunque sin lograr explicármelo. Era un significado de color sombrío que sugería el eslabón de una cadena de prisionero. Pero también había algo de gracioso y de cruel en aquella simple correa negra, como de un adorno que confirmara el carácter repentino y felino de la ferocidad de Sonzogno. Esta distracción duró un instante. Después, de repente, mi mente se llenó de un enjambre de pensamientos tumultuosos que se agitaban en ella como pájaros en una jaula estrecha. Recordé que había tenido miedo de Sonzogno desde el primer instante, pensé que había hecho el amor con él y comprendí que en aquella oscuridad, al ceder a su abrazo, había sabido lo que él me ocultaba, con mi cuerpo horrorizado antes que con mi mente ignorante, y por esto había gritado de aquella manera.

Por último le dije lo primero que se me ocurrió:

—¿Por qué lo hiciste?

Contestó, casi sin mover los labios:

—Tenía un objeto de valor que vender. Sabía que aquel comerciante era un bandido, pero era el único que yo conocía. Me propuso un precio ridículo, y yo, que lo odiaba ya porque me había estafado otra vez, le dije que me llevaba el objeto y añadí que era un estafador… Y él me contestó algo que me hizo perder la paciencia…

—¿Qué? —pregunté.

Ahora me daba cuenta, asombrada, de que a medida que Sonzogno me contaba lo ocurrido, mi terror disminuía por primera vez y que, a pesar mío, mi ánimo iba calentándose con un sentimiento de participación. Y al preguntarle qué le había dicho el platero, me di cuenta de que esperaba que hubiera sido algo atroz, capaz de excusar, si no de justificar, el delito. Y Sonzogno dijo brevemente:

—Dijo que si no me largaba iba a denunciarme… Bien, yo pensé que era demasiado… y cuando se volvió…

No terminó y se quedó mirándome. Le pregunté cómo era aquel hombre y en el acto me pareció que aquella curiosidad no tenía ningún motivo.

—Calvo, bastante bajo —contestó—, con una cara astuta, como de liebre…

Pero dijo estas cosas con una entonación de tranquila antipatía que me hizo ver y odiar al encubridor de cara leporina mientras sopesaba con desconfianza y falsedad el objeto que le ofrecía Sonzogno. Ahora ya no tenía miedo. Era como si Sonzogno hubiera conseguido comunicarme su rencor contra su víctima, y ya no estaba ni siquiera segura de condenarlo. En realidad, me parecía comprender tan bien lo ocurrido que estaba segura de haber sido capaz de cometer yo misma aquel delito. ¡Cómo comprendía la frase: «Me contestó algo que me hizo perder la paciencia»! Había perdido ya la paciencia una vez con Gino y otra conmigo, y sólo la casualidad había hecho que ni Gino ni yo fuéramos asesinados. Lo entendía tan bien, me hallaba hasta tal punto dentro de él, que ya no sólo no sentía miedo, sino que experimentaba hacia él una especie de horrorizada simpatía, la simpatía que no había sabido inspirarme mientras ignoraba el delito y él no era más que uno de tantos amantes.

—¿Y no estás arrepentido? —pregunté—. ¿No sientes remordimiento?

—Ya no tiene remedio —dijo.

Lo miré intensamente y me sorprendí aprobando con la cabeza, bien a pesar mío, su respuesta. Recordé en aquel momento que también Gino era una carroña, como decía Sonzogno, y, sin embargo, era igualmente un hombre que me había amado y a quien yo había amado; pensé que del mismo modo hubiera podido aprobar, el día de mañana, el asesinato de Gino; pensé que el platero muerto no era ni mejor ni peor que Gino, con la única diferencia de que no lo conocía y que me parecía justo que hubiera sido asesinado, sólo porque había oído decir con un cierto tono de voz que tenía una cara de liebre, y todos estos pensamientos suscitaron en mí remordimiento y horror. Pero no por Sonzogno, que era así y a quien había que comprender antes de juzgarlo, sino por mí misma, que no era como Sonzogno y a pesar de ello me dejaba conquistar por el contagio del odio y de la sangre. Me invadió una especie de agitación y de un salto me senté en la cama.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Dios mío! ¿Por qué lo hiciste? ¿Y por qué me lo has contado?

—Tenías tanto miedo —respondió con simplicidad— y no sabías nada… Me parecía extraño y te lo he dicho… Y como si le divirtiera su propia reflexión, añadió:

—Por fortuna, los demás no son como tú… De lo contrario, ya me habrían descubierto.

—Es mejor que te vayas —le dije—. Vete.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó.

Reconocí el tono de voz de cuando se ponía furioso. Pero creí descubrir también no sé qué dolor de saberse solo, condenado incluso por mí, que unos momentos antes me había entregado a él. Y añadí apresuradamente:

—No creas que te tengo miedo… No tengo miedo, pero he de acostumbrarme a la idea, he de pensar… Después puedes volver y seré distinta.

Sonzogno dijo:

—¿Qué es lo que has de pensar? No estarás maquinando denunciarme, ¿eh?

Al oír sus palabras, experimenté otra vez la sensación que me había producido la actitud de Gino cuando me contaba su traición a costa de la camarera, la sensación de estar hablando con una persona que viviera en un mundo diferente del mío. Hice un gran esfuerzo y repliqué:

—Ya te he dicho que puedes volver… ¿Sabes lo que te hubiera dicho otra mujer? «No quiero saber más de ti, no quiero volver a verte». Eso es lo que te hubiera dicho.

—Pero el hecho es que quieres que me vaya.

—Creí que querías irte, y un minuto más o menos… pero si quieres quedarte, quédate. ¿Quieres dormir aquí? Si quieres, puedes dormir conmigo y marcharte mañana… ¿Quieres?

A decir verdad, le proponía todo esto con voz apagada, triste y confusa, y debía de haber en mis ojos una expresión de extravío. Pero aun así le hacía proposiciones y me sentía contenta al hacérselas. Me dirigió una mirada en la que creí entrever una lucecita de gratitud, aunque es posible que me engañara. Después movió la cabeza:

—He hablado por hablar… Realmente, debo irme. Se levantó y fue hacia la silla donde había colocado su ropa.

—Como quieras —dije—, pero si quieres quedarte, quédate… Y si uno de estos días necesitas dormir aquí, ven.

Sonzogno, sin decir nada, iba vistiéndose. Me levanté también y me eché por encima una bata.

Al moverme experimentaba una sensación de locura, como si la habitación estuviera llena de voces que me susurraban al oído palabras intensas y locas. Tal vez fue esta sensación la que me llevó a hacer un gesto cuyo objeto no entendí bien entonces. Mientras daba vueltas por la habitación, lenta en mis gestos, pero con la sensación de frenesí, vi que se inclinaba para atarse los zapatos. Me arrodillé ante él, diciendo:

—Déjame que te lo haga yo.

Él pareció asombrado, pero no protestó. Cogí su pie derecho y apoyándomelo en el regazo, hice un nudo doble en el zapato. Después hice lo mismo con el pie izquierdo. No me dio las gracias ni dijo nada; probablemente ninguno de los dos comprendíamos por qué había hecho yo aquello. Se puso la chaqueta, sacó del bolsillo el billetero e hizo acción de darme dinero.

—No, no —dije con un temblor involuntario en la voz—. No me des nada… No importa.

—¿Por qué? ¿No es bueno mi dinero como el de los demás? —preguntó con voz ya alterada por la ira.

Me pareció extraño que no entendiera mi repugnancia por aquel dinero, sustraído quizá del bolsillo todavía caliente del muerto. O tal vez lo entendía, pero deseaba comprometerme en una especie de complicidad y al mismo tiempo conocer mis verdaderos sentimientos para con él. Objeté:

—No… No pensaba en el dinero cuando te llamé… Déjalo.

Pareció aplacarse.

—Bien, pero por lo menos aceptarás un recuerdo. Se sacó del bolsillo un objeto y lo puso sobre el mármol de la cómoda.

Lo miré sin cogerlo y reconocí la polvera de oro que unos meses antes yo misma había robado en la casa de la dueña de Gino.

—¿Qué es? —murmuré.

—Me lo dio Gino… Es el objeto que yo tenía que vender y que aquel maldito quería quedarse por nada… Pero creo que tiene un cierto valor, pues es de oro.

Me serené y dije:

—Gracias.

—De nada —contestó.

Puesto el impermeable, se ceñía el cinturón.

—Entonces, hasta la vista —dijo desde la puerta.

Al cabo de un rato oí que la puerta de la casa se cerraba de golpe.

Una vez sola, me dirigí a la cómoda y cogí la polvera. Me sentía confusa y al mismo tiempo sombríamente maravillada. La polvera brillaba en mi mano y el rubí engarzado en el cierre pareció de pronto ensancharse, redondo y rojo; se ensanchaba cada vez más en mi mano hasta cubrir todo el oro. De pronto tuve la mano cubierta por una mancha como de sangre, que me pesaba con todo el peso de la polvera. Moví la cabeza y la mancha rojiza desapareció y volví a ver la polvera de oro con el rubí en el cierre. La dejé sobre la cómoda, me eché en la cama, con el cuerpo envuelto en la bata, apagué la luz y me puse a reflexionar.

Pensé que si alguien me hubiera contado la historia de la polvera, me hubiese divertido como si se tratara de un caso extraordinario y casi inverosímil. Era una de esas historias fantásticas que hacen exclamar: «¡Qué casualidad!», y de ellas, las mujeres como mi madre acababan deduciendo los números para la lotería: éste para el muerto, éste para el oro, éste para el ladrón. Pero esta vez la cosa me había sucedido a mí, y con sorpresa me daba cuenta de la diferencia que existe entre estar dentro y no fuera de ciertas cosas. En realidad me había sucedido como a quien, después de haber enterrado una semilla y habiéndola olvidado luego, la encuentra al cabo de algún tiempo convertida en una planta crecida y lozana, cargada de hojas y con todos los retoños a punto de estallar. ¡Pero había que ver qué semilla, qué ramas y qué retoños eran aquéllos! Mentalmente retrocedía en el tiempo, de una cosa a otra, sin hallar el principio. Me había entregado a Gino porque esperaba que se casara conmigo, pero él me engañó y yo por despecho robé la polvera. Después le había revelado el hurto, él se asustó, y, para evitar que lo expulsaran, le devolví el objeto robado para que lo restituyera a su dueña. Pero Gino no lo devolvió, se quedó con él y en cambio hizo que fuera a la cárcel la camarera, que era inocente y a la que golpeaban en prisión. Entre tanto, Gino había dado la polvera a Sonzogno para que la vendiese, y Sonzogno había ido a ver al platero para venderla y el platero había ofendido a Sonzogno, y éste, furioso, lo había matado. El platero había muerto y Sonzogno se había convertido en un asesino. Yo comprendía que la culpa no procedía de mí, pues de otro modo, habría deducido que el deseo de casarme y tener una familia era la causa primera de tantas desventuras, pero tampoco lograba liberarme de un sentimiento de remordimiento y de consternación. Por último, a fuerza de pensar, se me ocurrió que, en resumidas cuentas, la culpa era de aquellas piernas, de aquel pecho, de aquellas caderas, de aquella belleza de la que mi madre estaba tan orgullosa y que en sí misma no tenía nada de culpable como todas las cosas que proceden de la naturaleza.

Pero pensé todo esto por irritación y por desesperación, como se piensa una cosa absurda para resolver otras que son cien veces más absurdas. En el fondo sabía que nadie era culpable y que todo había sido como tenía que ser, aunque todo ello fuese insoportable, y que si realmente era necesario que hubiese culpa e inocencia, todos eran inocentes y culpables al mismo tiempo. Entre tanto la oscuridad entraba en mí lentamente como el agua de una inundación sube desde la planta baja a los pisos superiores de una casa.

Mi facultad de juicio fue la primera en quedar anegada. En cambio, mi imaginación estuvo hasta el final dando vueltas, fascinada, al delito de Sonzogno. Pero apartado de toda reprobación y de todo horror, como un acto incomprensible y por esto extrañamente agradable a su manera. Me parecía ver a Sonzogno vagando por la calle Palestra, con las manos en los bolsillos del impermeable, entrar en la casa, esperar de pie en la salita del platero. Me parecía ver a éste entrar y estrechar la mano de Sonzogno. Estaba detrás de su escritorio y Sonzogno le tendía la polvera. El otro la examinaba y sacudía falsamente la cabeza en señal de menosprecio. Después levantaba su cara de liebre y decía una cifra irrisoria. Sonzogno lo miraba fijamente, con los ojos llenos ya de furor y le arrancaba el objeto de la mano con violencia. Después lo acusaba de querer estafarlo. El platero le amenazaba con denunciarlo y le decía que se marchara. Además, como quien no quiere discutir más, se volvía de espaldas o se inclinaba. Sonzogno cogía entonces el pisapapeles de bronce y le golpeaba la cabeza una primera vez. El otro intentaba escapar y entonces Sonzogno lo golpeó otras veces hasta que estuvo seguro de haberlo matado. Después Sonzogno lo arrastraba por el suelo, abría los cajones, se apoderaba del dinero y huía. Pero antes de salir, como yo había leído en los periódicos, en un nuevo arrebato de furor, golpeaba la cara del muerto tendido en el suelo con el tacón del zapato.

Arrebatada, me detenía mentalmente en todos los detalles del delito. Seguía a Sonzogno casi acariciando sus gestos; yo misma era su mano que llevaba la polvera, que cogía el pisapapeles, que golpeaba al platero; era su pie airado que en el último instante destrozaba el rostro del cadáver. Como ya he dicho, en estas imaginaciones no había horror y reprobación, pero tampoco había aprobación. A lo sumo experimentaba el mismo sentimiento de singular delicia que sienten los niños al oír las fábulas que les cuenta su madre: están calientes, recogidos alrededor de la madre y su fantasía sigue arrebatada las aventuras de los héroes fabulosos. Sólo que mi fábula de ahora era sombría y sangrienta, que el héroe era Sonzogno y que mi encanto iba mezclado con una tristeza impotente y atónita.

Como para comprender del todo el significado secreto de la fábula, empezaba de nuevo, recorría una vez más las fases del delito, saboreaba nuevamente el oscuro placer y me encontraba otra vez frente al misterio. Mientras volvía a estos pensamientos, como quien saltando de una a otra orilla del precipicio no mide bien el salto y se hunde en el vacío, me adormecí.

Tal vez dormí un par de horas y volví a despertarme. O acaso empecé a despertarme con el cuerpo, mientras la mente, presa de una especie de estupor, dormía aún. Comencé a despertarme con las manos que, como las de un ciego, tendía en las tinieblas sin conseguir reconocer el sitio en que me encontraba. Me había dormido echada en mi cama, pero ahora estaba de pie, en un lugar muy estrecho entre unas lisas y herméticas paredes verticales. Inmediatamente se me ocurrió la idea de una celda en la prisión, y, al mismo tiempo, el recuerdo de la camarera a la que Gino había hecho encarcelar. Yo era la camarera y sentía en mi ánimo el dolor por la injusticia que estaba sufriendo. De este dolor procedía la sensación física de no ser yo misma, sino la camarera, y sentía que este dolor me transformaba, me encerraba en su cuerpo, me imponía su rostro, me forzaba a hacer sus gestos. Me llevaba las manos a la cara y lloraba y pensaba que estaba cerrada injustamente en una celda de la cárcel y que no podía salir de ella de ningún modo. Pero al mismo tiempo sentía que seguía siendo aquella Adriana con la que no se había cometido ninguna injusticia, que no había sido encarcelada, y comprendía que me hubiera bastado un solo gesto para liberarme de la pesadilla y no ser ya la camarera. Pero no conseguía adivinar cuál debiera ser aquel gesto, aunque sufría indeciblemente por el deseo de salir de aquella cárcel mía de piedad y de angustia.

Después, inesperadamente, rodeado de aquella luz hecha de espasmos y de tinieblas que suele deslumbrar un ojo cuando se le golpea con violencia, el nombre de Astarita brilló en mi mente. «Iré a Astarita y la haré poner en libertad» —pensé. Tendí nuevamente las manos y en seguida descubrí que las paredes de la celda estaban separadas por una estrecha hendidura vertical por la que podía salir. Di unos pasos en la oscuridad, hallé bajo los dedos el interruptor de la luz y le di la vuelta con una prisa histérica. La habitación se iluminó. Me hallaba junto a la puerta, jadeante y desnuda, con el rostro y el cuerpo bañados en un abundante sudor frío. La celda en la que creía estar encerrada no era más que el espacio comprendido entre el armario, el rincón de la alcoba y la cómoda, espacio estrecho casi completamente cerrado por las paredes y los dos muebles. En sueños me había levantado y había ido a encerrarme allí.

Apagué otra vez la luz y midiendo los pasos volví a la cama. Antes de dormirme otra vez pensé que no podía resucitar al platero, pero podía salvar a la camarera, o por lo menos intentarlo, y esto era lo único importante. Y debía hacerlo con más empeño, puesto que acababa de descubrir que no era yo tan buena como siempre había creído. O por lo menos de una bondad que no excluía el gusto por la sangre, la admiración por la violencia y la complacencia por el delito.