PRIMERA PARTE
Capítulo I
A los dieciséis años, yo era una verdadera belleza. Mi rostro tenía un óvalo perfecto, estrecho en las sienes y un poco ancho abajo, los ojos rasgados, grandes y dulces, la nariz recta, en una sola línea con la frente, la boca grande con los labios bellos, rojos y carnosos y, si me reía, mostraba unos dientes regulares y muy blancos. Mi madre solía decirme que parecía una virgen. Yo me di cuenta de que me parecía a una actriz de cine, muy de moda entonces, y empecé a peinarme igual que ella. Mi madre decía que, si mi cara era bonita, mi cuerpo era cien veces más bello. Un cuerpo como el mío, según ella, no se encontraba en toda Roma. Pero entonces yo no me preocupaba de mi cuerpo, me parecía que toda la belleza estaba en la cara, pero hoy puedo afirmar que mi madre tenía razón. Mis piernas eran firmes y derechas, las caderas redondas, el tronco largo, estrecho en la cintura y ancho en los hombros. Tenía el vientre, como siempre lo he tenido, un poco prominente, con el ombligo que casi no se veía de tan hundido como estaba en la carne; pero mi madre decía que eso era más bonito aún, porque el vientre debe ser un poco salido, y no liso como hoy se usa. También era prominente mi pecho, duro y alto, capaz de mantenerse sin necesidad de sostén, y lo mismo que con el vientre, si me lamentaba de que mi pecho era demasiado voluminoso, mi madre replicaba que era hermoso de veras y que el pecho de las mujeres, hoy día, no vale nada. Desnuda, como se me hizo notar más tarde, aparecía corpulenta y llena, formada como una estatua, pero vestida parecía una muchachita menuda y nadie hubiera podido pensar que estaba hecha de aquel modo. Aquello dependía de la proporción de las partes, como me dijo el pintor para el cual empecé a posar.
Fue mi madre quien me encontró aquel pintor. Antes de casarse y ser camisera, mi madre había sido modelo; un pintor había ido a encargarle unas camisas y ella, recordando su viejo oficio, le propuso hacerme posar.
La primera vez que fui a casa del pintor, mi madre se empeñó en acompañarme, por más que protesté de que podía perfectamente ir sola. Sentía vergüenza, no tanto por el hecho de tener que desnudarme ante un hombre por primera vez en mi vida, como por las cosas que preveía que mi madre diría para incitar al pintor a hacerme trabajar. Y, en efecto, después de haberme ayudado a quitarme el vestido por la cabeza y haberme dejado completamente desnuda de pie en medio del estudio, mi madre empezó a decir acaloradamente al pintor: «Pero fíjese ¡qué pecho… qué caderas… fíjese en las piernas…! ¿Dónde encontraría usted un pecho, unas caderas, unas piernas como éstas?». Y mientras decía estas cosas me tocaba, como se hace con las bestias para atraer a los compradores en el mercado. El pintor reía, yo me avergonzaba y, como era invierno, sentía mucho frío. Pero comprendía que no había malicia en mi madre y que ella estaba realmente orgullosa de mi belleza porque me había traído al mundo y, si yo era hermosa, a ella se lo debía. También el pintor parecía comprender los sentimientos de mi madre y reía sin malicia, afectuosamente, de modo que pronto sentí confianza y, venciendo mi timidez, fui acercándome de puntillas a la estufa para calentarme.
Aquel pintor podía tener unos cuarenta años y era un hombre grueso, de aspecto alegre y pacífico. Yo sentía que él me miraba sin deseo, como un objeto, y esto me producía una sensación de seguridad. Más tarde, cuando me conoció mejor, me trató siempre con cortesía y respeto, no como a un objeto, sino como a una persona. Experimenté pronto una gran simpatía por él y hasta hubiera podido enamorarme por gratitud, sólo porque era tan educado y afectuoso conmigo. Pero nunca me dio demasiadas familiaridades. Siempre me trataba como pintor y no como hombre. Y nuestras relaciones siguieron siendo, durante todo el tiempo en que posé para él, correctas y distantes como el primer día.
Cuando mi madre acabó de alabarme, el pintor, sin decir palabra, se dirigió a unos cartapacios que tenía amontonados en una silla y, después de haberlos hojeado, sacó una lámina de color y la enseñó a mi madre diciendo en voz baja:
—Ésta es tu hija.
Me aparté de la estufa para ver también la lámina. Representaba una mujer desnuda echada en un lecho cubierto con ricas telas. Tras la cama había una cortina de terciopelo y, como suspensos en el aire, entre los pliegues de la cortina, dos cupidos con alas parecidos a dos ángeles. La mujer, efectivamente, se parecía a mí; sólo que, aunque estuviera desnuda, por aquellas telas y unos anillos que llevaba en los dedos, se comprendía que debía de haber sido una reina o algún otro personaje importante, mientras que yo no era más que una muchacha del pueblo. Al principio, mi madre no comprendió y miró desconcertada la lámina. Después, de pronto, pareció ver la semejanza y exclamó jadeante:
—Justo, es ella… Ya ve como tenía razón… ¿Y quién es ésta?
—Es Dánae —contestó el pintor, sonriendo.
—¿Quién es Dánae?
—Dánae… Una divinidad pagana.
Mi madre, que se esperaba un nombre de persona que hubiera existido de verdad, quedó desorientada y, para ocultar su confusión, se puso a decirme que debía ponerme como el pintor me dijera, tendida, por ejemplo, como la figura de la lámina, o en pie, o también sentada, y estarme quieta todo el tiempo que él estuviera pintando. El pintor aseguró, riendo, que mi madre sabía más que él; e, inmediatamente, mi madre, lisonjeada, empezó a hablar de cuando era modelo y la conocía toda Roma como una de las modelos más bellas, y del enorme daño que se había hecho a sí misma casándose y dejando aquel oficio. El pintor, entre tanto, me había hecho tenderme sobre un sofá y me había colocado en pose. Él mismo me doblaba los brazos y las piernas en la actitud que deseaba, pero con una suavidad reflexiva y abstraída, sin tocarme apenas, como si ya me hubiera visto del modo que quería retratarme. Después, mientras mi madre seguía parloteando, se puso a trazar los primeros rasgos en una tela blanca dispuesta sobre un caballete. Mi madre se dio cuenta de que el pintor ya no la escuchaba, absorto como estaba en retratarme, y le preguntó:
—¿Y cuánto piensa pagarle a esta hija mía por cada hora de trabajo?
Sin apartar los ojos de la tela, el pintor dijo una cifra. Mi madre cogió mis vestidos que yo había colocado en una silla y me los echó encima ordenándome:
—Hala, vístete… Es mejor que nos vayamos.
—¿Puede saberse qué te pasa? —preguntó el pintor, asombrado, dejando de dibujar.
—Nada, nada —repuso mi madre fingiendo mucha prisa—. Vamos, Adriana… Tenemos aún muchas cosas que hacer.
—Pero, en fin —dijo el pintor—. Si tienes alguna propuesta que hacer, hazla… ¿Qué líos te traes?
Entonces, mi madre empezó a discutir, chillando con fuerza y diciendo al pintor que estaba loco si pensaba pagarme tan poco, que yo no era una de esas modelos ya viejas a las que nadie quiere, que tenía dieciséis años y era la primera vez que posaba. Cuando quiere obtener algo, mi madre grita siempre y de veras parece encolerizada. Pero, en realidad, no se enfada, y yo, que la conozco bien, sé que está tranquila como una balsa de aceite. Pero grita como lo hacen las mujeres en el mercado cuando un comprador les ofrece demasiado poco. Y grita, sobre todo, con la gente educada, porque sabe que, precisamente por educación, siempre acaban cediendo.
Y el pintor cedió también. Mientras chillaba mi madre, él sonreía y, de vez en cuando, hacía un ademán como para pedir la palabra. Por último, mi madre se detuvo a respirar y recobrar aliento y el pintor preguntó nuevamente cuánto quería. Pero mi madre no lo dijo inmediatamente. De una manera inesperada gritó:
—Me gustaría saber cuánto daba a su modelo el pintor que hizo el cuadro que usted acaba de mostrarme.
El pintor se echó a reír.
—¡Qué tiene que ver…! Eran otros tiempos… ¡Cualquiera sabe! Debió darle una botella de vino… o un par de guantes.
Mi madre se quedó otra vez desorientada, como cuando él le dijo que la lámina representaba a Dánae. El pintor se burlaba un poco de ella, aunque sin malignidad, pero mi madre no se daba cuenta de ello. Volvió a gritar, llamándolo avaro y exaltando mi belleza. Después, con la misma rapidez fingió calmarse y dijo la cantidad que quería. El pintor discutió otro poco y por fin llegaron a un acuerdo sobre una cifra escasamente inferior a la que mi madre pedía. El pintor se acercó a una mesita, abrió un cajón y pagó a mi madre. Ella, bastante satisfecha, cogió el dinero, me hizo sus últimas recomendaciones y se fue. El pintor cerró la puerta tras ella y después, volviendo al caballete, me preguntó:
—¿Grita siempre así tu madre?
—Mi madre me quiere mucho —contesté.
—Pues a mí me parece —replicó él tranquilamente reanudando su dibujo— que quiere sobre todo al dinero.
—Eso no es verdad —repliqué con vivacidad—. Me quiere a mí, sobre todo… Pero le disgusta que yo haya nacido pobre y quiere que gane mucho.
He querido contar extensamente este episodio del pintor, en primer lugar porque desde aquel día empecé a trabajar, aunque después haya seguido un oficio distinto, y después porque la conducta de mi madre aquel día explica muy bien su carácter y la clase de sentimientos que alimentaba con respecto a mí.
Terminada la hora de posar, fui a reunirme con mi madre con la que me había citado en una lechería. Me preguntó cómo habían ido las cosas y quiso que le contara minuciosamente las pocas cosas que el pintor, hombre más bien taciturno, me había dicho durante la sesión. Por último me dijo que debía tener cuidado, que tal vez aquel pintor no tenía malas intenciones, pero que muchos empleaban a las modelos con el propósito de convertirlas en amantes suyas. En todo caso, era mi deber rechazar cualquier proposición en ese sentido.
—Todos son unos muertos de hambre —me explicó— y de ninguno de ellos puede esperarse nada… Tú, con tu belleza, puedes aspirar a algo mejor, mucho mejor.
Era la primera vez que mi madre me hablaba así. Lo hacía con seguridad, como diciendo cosas meditadas hacía tiempo.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, extrañada.
Ella contestó con cierta vaguedad:
—Es una gente con mucha palabrería, pero de dinero, nada…
Una chica tan guapa como tú debe ir siempre con señores.
—¿Qué señores…? Yo no conozco a ningún señor.
Me miró y, con más vaguedad aún, concluyó:
—Por ahora, puedes hacer de modelo… Más adelante, veremos… Una cosa trae otra.
Pero había en su cara una expresión reflexiva y ávida que casi me asustó. Aquel día no le pregunté nada más.
Por lo demás, las recomendaciones de mi madre eran superfluas porque yo entonces era muy seria, debido en parte a mi misma juventud.
Después de aquel pintor, encontré otros y pronto fui bastante conocida en el ambiente de los estudios. Debo decir que, en general, los pintores eran casi todos bastante discretos y respetuosos, aunque es verdad que hubo más de uno que no me ocultó sus sentimientos. Pero a todos los rechacé con tanta dureza que pronto me hice una reputación de virtud huraña.
He dicho que los pintores eran casi siempre bastante respetuosos. Supongo que esto se debía, sobre todo, a que su objeto no era hacerme la corte, sino pintarme y dibujar mi cuerpo, y dibujando y pintando me veían, no con ojos de hombre, sino de artista, igual que si fuera una silla o un objeto cualquiera. Estaban acostumbrados a las modelos y mi cuerpo desnudo, aunque joven y procaz, les hacía poca impresión, como les ocurre también a los médicos. Pero los amigos de los pintores me producían, a veces, cierto embarazo. Entraban y se ponían a conversar con el artista. Y yo me daba cuenta en seguida de que, por muy despreocupados que fingieran estar, no podían apartar sus ojos de mi cuerpo. Otros eran más descarados y empezaban a vagar adrede por el estudio a fin de mirarme a su gusto por todas partes. Fueron aquellas miradas, además de las oscuras alusiones de mi madre, las que despertaron mi coquetería y, al mismo tiempo, me dieron conciencia de mi belleza y del provecho que de ella podía sacar. Y al cabo de algún tiempo, no sólo me habitué a las indiscreciones de los visitantes, sino que no pude menos que experimentar cierta complacencia al sorprender alguna turbación en ellos o alguna desilusión si los veía realmente indiferentes. De esta manera, a través de la vanidad, pasé insensiblemente a pensar que, como decía mi madre, en cuanto quisiera, podría mejorar mi situación sirviéndome de mi belleza.
Pero en aquella época yo pensaba sobre todo en casarme. Mis sentidos no se habían despertado aún y los hombres que me miraban mientras posaba, no suscitaban en mi ánimo sentimiento alguno, fuera del de la vanidad. Entregaba a mi madre todo el dinero que ganaba y cuando no posaba me quedaba con ella en casa ayudándola a cortar y coser camisas, nuestro único medio de subsistencia desde que había muerto mi padre, que era ferroviario.
Vivíamos en un pequeño apartamento, en el segundo piso de una casa larga y baja, construida precisamente para los empleados de ferrocarriles cincuenta años antes. La casa se alzaba junto a un paseo suburbano al que daban sombra unos plátanos. A un lado había una hilera de casas semejantes a la nuestra, todas iguales, de dos pisos, con las fachadas de ladrillos sin enjabelgar, doce ventanas, seis en cada piso, y una puerta en medio, y en el otro lado, entre torre y torre, se desanudaban las murallas de la ciudad, que, en aquel lugar, estaban intactas y abarrotadas de matorrales. Se abría una puerta en la muralla a pocos metros de nuestra casa.
Junto a la puerta, pegado a la muralla, había un parque de atracciones que, en verano, encendía sus luces y dejaba oír sus músicas. Desde mi ventana podía ver un poco de través las guirnaldas de bombillas de colores, los techos embanderados de los pabellones y la multitud que se apretujaba en torno a la puerta, bajo las ramas de los plátanos. Oía a menudo y distintamente las músicas y por las noches solía quedarme oyéndolas y soñando despierta. Me parecía que llegaban de un mundo inalcanzable, al menos para mí, y ese sentimiento me lo reforzaban la angustia y las sombras de mi habitación. Era como si toda la población se hubiera reunido en el parque de atracciones y sólo faltara yo. Hubiera querido levantarme e ir, pero no me movía de la cama y las músicas seguían sonando impertérritas toda la noche y me hacían pensar en una privación definitiva por no sabía qué culpas que ignoraba haber cometido.
A veces, oyendo aquellas músicas, llegaba a llorar por la amargura de sentirme excluida. Entonces era muy sentimental y cualquier cosa, una desatención de una amiga, un reproche de mi madre, una escena conmovedora en el cine, bastaba para hacerme derramar unas lágrimas. Es posible que nunca hubiera experimentado ese sentimiento de un mundo feliz y prohibido si mi madre no me hubiera mantenido durante mi infancia tan alejada de aquel parque de atracciones como de cualquier otra diversión. Pero la viudez de mi madre, su pobreza y, sobre todo, su hostilidad para con las distracciones de las que su suerte había sido tan avara, no me permitieron poner los pies en el parque de atracciones ni en ningún otro lugar de diversión hasta mucho más tarde, cuando ya era muchacha y mi carácter estaba formado. Probablemente se debe a esto que toda la vida haya experimentado una sospecha de estar excluida del mundo alegre y brillante de la felicidad. Sospecha de la que no consigo liberarme en ningún momento, ni siquiera cuando estoy segura de ser feliz.
Ya he dicho que entonces pensaba sobre todo en casarme y ahora puedo explicar cómo se me ocurría este pensamiento. La calle del barrio suburbano en la que se alzaba nuestra casa penetraba un poco más arriba en una zona menos pobre. En vez de las alargadas y bajas casas de los ferroviarios que parecían cansados y polvorientos vagones de tren, surgían numerosos chalets rodeados de jardines. No eran lujosos, pues en ellos habitaban empleados y pequeños comerciantes, pero, comparados con nuestra sórdida casa, daban la sensación de una vida más desahogada y alegre. Ante todo, eran distintos el uno del otro y no mostraban los desconchados, los renegridos y las grietas que en mi casa y en las otras como la mía hacían pensar en un antiguo desamor de sus habitantes, y después, los pequeños pero espesos jardines que los rodeaban sugerían la idea de una celosa intimidad, apartada de la confusión y de la promiscuidad de la calle. En cambio, en mi casa la calle estaba por todas partes: en el amplio zaguán, que parecía un almacén para guardar mercancías, en la escalera ancha, sucia y desnuda, y hasta en las habitaciones cuyos muebles desvencijados y amontonados hacían pensar en los ropavejeros que, para venderlos, los exponen así en las aceras.
Una noche de verano, paseando con mi madre por la ancha calle, vi por la ventana de uno de aquellos chalets una escena familiar que me quedó grabada en la memoria y me pareció responder totalmente a la idea que yo tenía de una vida normal y decente. Una habitación pequeña, pero limpia, empapelada con papel floreado, un aparador y una lámpara en el centro, suspendida sobre la mesa preparada para la cena. Alrededor de la mesa, cinco o seis personas y entre ellas, creo, tres niños entre los ocho y doce años. En medio de la mesa, una sopera y la madre, de pie, sirviendo la sopa en los platos. Parecerá extraño, pero de todas aquellas cosas la que más me sorprendió fue la luz de la lámpara en el centro o, mejor aún, el aspecto extraordinariamente sereno y normal que los objetos asumían con aquella luz.
Más tarde, volviendo a pensar en la escena, me dije con absoluta convicción que debía proponerme como objetivo vivir un día en una casa como aquélla, tener una familia como aquélla y alumbrarnos con aquella luz que parecía revelar la presencia de muchos afectos tranquilos y seguros.
Muchos pensarán que mis aspiraciones eran modestas. Pero hay que tener en cuenta mis condiciones de entonces. A mí, nacida en la casa de los empleados del ferrocarril, aquella villa me hacía el mismo efecto, probablemente, que a los habitantes de la villa que yo envidiaba podrían hacerles las casas más ricas y grandes de los barrios acomodados de la ciudad. Así, cada uno pone su propio paraíso en el infierno de los demás.
Por su parte, mi madre hacía grandes proyectos para mí, pero me di cuenta en seguida de que eran proyectos que excluían toda clase de vida que se pareciera a la que yo deseaba. Mi madre pensaba, en resumidas cuentas, que con mi belleza podía aspirar a cualquier clase de éxito, pero no a convertirme en una mujer casada, con una familia, como las demás. Éramos muy pobres y mi hermosura se le presentaba como la única riqueza de que disponíamos, y, como tal, no únicamente mía, sino también suya, aunque no fuera más, como ya he dicho, porque había sido ella la que me había traído al mundo. Yo habría de servirme de esta riqueza de acuerdo con ella, sin ninguna consideración a las conveniencias, para mejorar nuestra situación. Probablemente se trataba, sobre todo, de una falta de imaginación. En una situación como la nuestra, la idea de aprovechar mi hermosura era lo primero que podía ocurrírsele a cualquiera. Mi madre se detuvo en esa idea y no volvió a separarse de ella.
Entonces yo tenía una imagen muy imperfecta de los proyectos de mi madre. Pero, incluso más tarde, cuando ya los conocí claramente, nunca me atreví a preguntarle por qué, con semejantes ideas en la cabeza, ella se había conformado con tanta pobreza, casada con un ferroviario. He comprendido por diversas alusiones que la causa del fracaso de mi madre fui yo precisamente, con mi nacimiento imprevisto y no deseado. En otras palabras, yo había nacido por casualidad, y mi madre, no habiendo tenido el valor de impedir mi nacimiento (como, de escucharla, debía haber hecho), se vio obligada a casarse con mi padre y a aceptar todas las consecuencias de semejante matrimonio.
Muchas veces, aludiendo a mi venida al mundo, repetía mi madre: «Tú has sido mi ruina», frase que, al principio, me resultaba oscura y me producía dolor, y cuyo significado pude comprender más tarde. Aquellas palabras querían decir: «Sin ti, no me hubiera casado y ahora iría en coche». Se comprende que, pensando así sobre su propia vida, no quisiera que su hija, mucho más bonita que ella, cometiera los mismos errores y fuera a tropezar con el mismo destino. Y aún hoy, que puedo ver las cosas con suficiente perspectiva, no me atrevo a asegurar que estuviera equivocada.
Para mi madre, tener una familia había querido decir pobreza, servidumbre y pocos goces pronto finalizados con la muerte de su marido. Era natural, si no justo, que considerara la vida honesta y familiar como una desventura y que estuviera ojo avizor para que yo no me dejara seducir por los mismos espejismos que la habían perdido a ella.
A su modo, mi madre me quería mucho. Por ejemplo, cuando empecé a acudir a los estudios de pintores, me hizo un par de vestidos, uno de dos piezas, falda y bolero, y el otro, de una sola pieza. A decir verdad, hubiera preferido un poco de ropa interior, pues cada vez que tenía que desnudarme me avergonzaba el mostrar mi ropa interior burda, gastada y con frecuencia poco aseada, pero mi madre opinaba que por debajo podía ir de cualquier modo, que lo que importaba, sobre todo, era que me presentara bien.
Escogió dos telas baratas, de dibujos y colores brillantes, y ella misma cortó los vestidos. Pero como era camisera y nunca había hecho de costurera, por más que puso todo su empeño se equivocó en los dos vestidos. Recuerdo que el de una sola pieza hacía un pliegue en el escote por el que se me veía el pecho y así tuve que llevar siempre un imperdible. El otro, de dos piezas, tenía el bolero tan pequeño que la cintura, el pecho y las muñecas quedaban fuera; en cambio la falda era demasiado ancha y hacía unos pliegues horribles en el vientre. A mí me pareció todo muy bien, ya que hasta entonces aún había vestido peor, con unas falditas que dejaban al descubierto los muslos, y unos jerseys y unos chales que eran dignos de verse.
Mi madre me compró también un par de medias de seda. Hasta entonces, siempre había llevado calcetines hasta media pierna, con las rodillas al descubierto. Estos regalos me llenaron de alegría y de orgullo. No me cansaba de admirarlos y de pensar en ellos y andaba por la calle tiesa y con mucho cuidado, como si llevara un vestido precioso de una gran firma, y no aquellos andrajos.
Mi madre pensaba siempre en mi porvenir y no pasó mucho tiempo sin que empezara a mostrarse descontenta de mi oficio de modelo. Según ella, ganaba muy poco y, además, los pintores y sus amigos eran gente pobre y en los estudios no había esperanza de conseguir alguna amistad útil. De pronto, se le metió en la cabeza que yo podría ser bailarina. Estaba siempre llena de ideas ambiciosas, mientras yo no pensaba, como he dicho antes, más que en una vida tranquila, con un marido y unos hijos. La idea de la danza se le ocurrió al recibir un encargo del director de una compañía de variedades que se exhibía, entre dos películas, en el escenario de un cine del barrio. No es que creyera que la profesión de bailarina fuera muy productiva en sí, pero, como repetía a menudo: «Una cosa trae la otra», y, mostrándose en un escenario, había siempre la posibilidad de encontrar algún señor.
Un día, mi madre me dijo que había hablado con aquel director y que él la había animado a llevarme a verlo. Fuimos por la mañana al hotel en el que se alojaba el director con toda la compañía. Recuerdo que el hotel era un palacio viejo y enorme próximo a la estación. Era casi mediodía, pero los pasillos estaban todavía oscuros. El tufo del sueño, incubado en cien habitaciones, llenaba el aire y cortaba el aliento. Recorrimos varios de aquellos pasillos y, por fin, encontramos una especie de antesala oscura en la que tres bailarinas y un músico sentado ante un piano hacían ejercicio en aquella penumbra como si estuvieran en el escenario. El piano estaba en un rincón, junto a la puerta de vidrios esmerilados del retrete y en el rincón opuesto había un gran montón de sábanas sucias.
El músico, un viejo macilento, tocaba de memoria y, según me pareció, como pensando en otra cosa o tal vez durmiendo. Las tres bailarinas eran jóvenes y se habían quitado los corpiños, quedándose sólo con la falda, con el pecho y los brazos desnudos. Se cogían unas a otras por la cintura y cuando el pianista tocaba, avanzaban juntas hacia el montón de sábanas sucias, levantando las piernas, haciéndolas oscilar primero a la derecha y después a la izquierda y, por último, con un gesto provocativo que en aquel sitio oscuro y mezquino parecía extraño, volviéndose y moviendo con fuerza las nalgas.
Al mirarlas y sentirlas llevar el ritmo con los pies, con un ruido fuerte y sordo en el suelo, sentí que me faltaba el ánimo. Realmente, sabía que por largas y fuertes que tuviera las piernas no había en mí ninguna disposición para la danza. Con otras dos amigas mías había recibido ya algunas lecciones de baile en una escuela de mi barrio. Ellas, al cabo de poco tiempo, sabían ya seguir el ritmo y mover las piernas y las caderas como dos bailarinas expertas, pero yo me arrastraba como si de cintura para abajo fuera de plomo. Estaba segura de no ser como las otras chicas; sentía en mí algo de pesado y macizo que ni la música conseguía soltar. Además, las pocas veces que había bailado, al sentir que un brazo me ceñía la cintura me venía una especie de languidez y abandono, de manera que, en vez de mover las piernas, no hacía más que arrastrarlas.
Incluso el pintor me lo había dicho: «Tú, Adriana, deberías haber nacido cuatro siglos antes… entonces, gustaban las mujeres como tú… pero hoy, que están de moda las delgadas, eres como un pez fuera del agua… Dentro de cuatro o cinco años serás monumental». Se equivocaba en esta previsión porque, todavía hoy, cuando los cinco años ya han pasado, no soy ni más gruesa ni más monumental que entonces, pero tenía razón al decir que yo no debía haber nacido en esta época de mujeres delgadas. Sufría con mi incapacidad y me hubiera gustado adelgazar y bailar bien como las demás muchachas. Pero, por poco que comiera, seguía siendo maciza como una estatua y, al bailar, no conseguía coger los ritmos saltarines y rápidos de la música moderna.
Todas estas cosas se las dije a mi madre porque estaba segura de que la visita al director de variedades no podía menos de ser un fracaso y me humillaba la idea de que me rechazaran. Pero mi madre se puso en seguida a gritar que yo era, con mucho, más guapa que todas aquellas desgraciadas que se exhibían en escena y que el director tenía que dar las gracias al cielo por tener la oportunidad de recibirme en su compañía y otras cosas por el estilo. Mi madre no entendía nada de la belleza moderna y creía de buena fe que una mujer es tanto más bella cuanto más abundante tiene el pecho y más redondas las caderas.
El director nos aguardaba en una habitación que daba a la antesala. Supongo que desde allí, con la puerta abierta, vigilaría los ejercicios de las bailarinas. Estaba sentado en una butaca a los pies de la cama deshecha. En la cama había una bandeja con el café y en aquel momento él acababa el desayuno. Era grueso y viejo, pero afeitado, perfumado y vestido con una elegancia flamante que, entre todas aquellas sábanas revueltas, en aquella penumbra y en aquel olor a cerrado, producía un singular efecto. Tenía una cara rozagante, que hasta me pareció pintada porque, bajo el color rojo de las mejillas apuntaban unas manchas desiguales, oscuras y malsanas. Llevaba un monóculo y movía continuamente los labios, jadeando y mostrando unos dientes de una blancura excesiva que hacía pensar en una dentadura postiza.
Como ya he dicho, iba vestido con mucha elegancia. Recuerdo, sobre todo, su corbata con lazo de mariposa del mismo color y con el mismo dibujo que el pañuelo que le salía del bolsillo superior. Estaba sentado, con el vientre entre las piernas, y cuando hubo terminado de comer se secó los labios y dijo con voz aburrida y casi lamentosa:
—Bueno, enséñame las piernas.
—Enseña las piernas al señor director —repitió mi madre, ansiosa.
Después de haber pasado por los estudios de pintores, nada me daba vergüenza, así que me levanté las faldas y enseñé las piernas, quedándome quieta con los bordes de la falda entre las manos y las piernas descubiertas. Tengo unas piernas muy bonitas, altas, derechas, juntas; sólo que, un poco más arriba de las rodillas, los muslos se desarrollan de una manera insólita, redondos y pesados, y no dejan de ensancharse hasta el arranque de las caderas. El director movió la cabeza, contemplándome, y después preguntó:
—¿Cuántos años tienes?
—Ha cumplido dieciocho en agosto —respondió rápidamente mi madre.
El director no dijo nada, se levantó y, jadeando, fue hasta un gramófono que había sobre la mesa, entre papeles y trapos. Dio vueltas a la manivela, escogió cuidadosamente un disco y lo puso en el aparato. Hecho esto, me dijo:
—Ahora, intenta bailar con esta música… pero manteniendo la falda levantada.
—Sólo ha recibido unas lecciones de baile —explicó mi madre.
Sabía que aquélla iba a ser la prueba decisiva y, conociendo mi torpeza, temía el resultado del examen.
Pero el director le hizo una seña con la mano, como para obligarla a callarse, puso la música y, con otro gesto, me invitó a bailar. Comencé a bailar como me había dicho, teniendo la falda levantada. En realidad, apenas movía las piernas hacia un lado y hacia otro, de una manera blanda y pesada, y me daba cuenta de que estaba moviéndolas sin seguir el ritmo. El director se había quedado de pie junto al gramófono, con los codos en la mesa y la cara vuelta hacia mí. De pronto, cerró el gramófono y volvió a sentarse en la butaca, haciendo al mismo tiempo un gesto bastante claro en dirección a la puerta.
—¿No va bien? —preguntó mi madre, ya agresiva.
Él respondió sin mirarla mientras buscaba en sus bolsillos la petaca de cigarrillos:
—No, no va bien.
Yo sabía que cuando mi madre hablaba con un determinado tono de voz estaba a punto de pelea y por eso le tiré de la manga. Pero ella me rechazó de un empellón y, fijando en el director dos ojos llameantes, repitió en voz más alta:
—¿Con que no va bien, eh? ¿Y puede saberse por qué?
El director, que ya había dado con los cigarrillos, buscaba ahora los fósforos. Era corpulento y cada gesto debía de costarle una gran fatiga. Contestó tranquilamente, aunque jadeando:
—No va bien porque no tiene disposición para la danza y, además, porque no tiene el físico que se requiere.
En este punto, como yo me temía, mi madre empezó a gritar sus habituales argumentos. Que yo era una verdadera belleza, que mi cara era como la de una Virgen, que mirara qué pecho, qué piernas, qué caderas. Sin moverse, el director encendió el cigarrillo y esperó, fumando y mirándola, que mi madre hubiera acabado. Entonces, dijo con su voz cansada y lamentosa:
—Es posible que tu hija, dentro de unos años sea una buena ama de cría… pero bailarina, nunca.
Él no sabía a qué grado de violencia podía llegar mi madre, y se quedó tan asombrado que se quitó el cigarrillo de los labios y permaneció con la boca abierta. Quería decir algo, pero mi madre no se lo permitió. Mi madre era una mujer delgada y respiraba mal y era difícil comprender de dónde sacaba toda aquella voz y aquel ímpetu. Le dirigió una buena serie de injurias, a él personalmente y también a las bailarinas que había visto en la antesala. Por último, sacó unos cortes de seda para hacer camisas, que él le había confiado, y se los tiró a la cara, chillando:
—¡Que le corte las camisas quien le parezca… Si quiere, una de sus bailarinas… Yo, aunque me cubra de oro, no se las hago!
Esta conclusión no la esperaba el director, que se quedó con la tela de las camisas enrollada al cuerpo y a la cabeza, asombrado y congestionado. Yo, entre tanto, tiraba de la manga a mi madre, y llena de vergüenza y de mortificación, estaba a punto de llorar. Ella, por fin, me hizo caso y, dejando que el director se librara de sus cortes de seda, salimos de la habitación.
El día siguiente se lo conté todo al pintor, que ahora se había convertido un poco en mi confidente. Se rió mucho de la frase del director acerca de mi disposición para futura ama de cría, y después observó:
—¡Pobre Adriana mía…! Ya te lo he dicho muchas veces… Tu error está en haber nacido hoy… Deberías haber nacido hace cuatro siglos. Los que hoy parecen defectos tuyos, entonces eran cualidades, y al revés… Ese director no se equivocaba, desde su punto de vista… Él sabe que el público quiere mujeres delgadas, con el pecho pequeño, el trasero pequeño, las caras maliciosas y provocativas… En cambio tú, sin ser gorda, estás llenita, eres morena, tienes un pecho abundante, lo mismo el trasero, y una cara dulce y tranquila… ¿Qué vas a hacerle? Por mi parte, todo está muy bien… Sigue haciendo de modelo… Después, un buen día, te casarás, tendrás muchos niños parecidos a ti, morenos, llenitos y con las caras dulces y tranquilas.
Contesté con energía:
—Eso es lo que quiero hacer.
—Muy bien —dijo—. Y ahora inclínate un poco de costado, así…
Aquel pintor, a su manera, me quería bien, y si hubiera seguido siendo mi confidente, habría podido darme algún buen consejo y muchas cosas no hubiesen ocurrido. Pero se lamentaba sin cesar de que no vendía cuadros y, por fin, aprovechó la ocasión de una exposición que le preparaban en Milán y se fue definitivamente a aquella ciudad. Como me había recomendado, seguía haciendo de modelo. Pero los demás pintores no eran tan corteses y afectuosos como él y no me sentía inclinada a hablarles de mi vida. Que, además, era una vida imaginaria hecha de sueños, de aspiraciones y de esperanzas porque, en aquel período, no me sucedía nada.