Capítulo IV

La mañana siguiente me vestí con cuidado, puse la polvera en mi bolso y salí para telefonear a Astarita. Me sentía muy alegre, lo cual podía parecer extraño, y la angustia que Sonzogno me había inspirado la noche anterior en su revelación había desaparecido del todo. Después he observado muchas veces en mi vida que la vanidad es la peor enemiga de la caridad y de la reprobación moral. Más que horror y miedo, experimentaba un sentimiento de vanidad ante el pensamiento de ser la única en toda la ciudad que sabía cómo había ocurrido el delito y quién había sido su autor. «Yo sé quién ha matado al platero» —me decía, y me parecía mirar a los hombres y las cosas con ojos diferentes de los del día anterior.

Estaba segura de que algo había cambiado incluso en mi aspecto y casi temía que el secreto de Sonzogno pudiera leerse claramente en la expresión de mi cara. Al mismo tiempo sentía un deseo suave, agradable, irresistible, de contar a alguien todo lo que sabía. Como un agua demasiado abundante en un pequeño recipiente, el secreto desbordaba mi ánimo y me sentía tentada a derramarlo en el de otro.

Supongo que éste debe ser el principal motivo por el que tantos criminales confían a sus amantes y a sus esposas las fechorías que han cometido y éstas a su vez las cuentan a algún amigo íntimo y éste a otro hasta que la noticia llega a oídos de la Policía provocando la pérdida de todos. Pero creo también que, al confiar sus delitos, los delincuentes tratan de descargarse en parte de un peso que se les hace insoportable haciendo que otras personas lo compartan con ellos. Como si la culpa fuera una suma susceptible de ser repartida y distribuida entre muchas espaldas, hasta el punto de hacerla leve y sin importancia. Y como si no fuera, como en realidad lo es, un fardo inalienable cuyo peso no disminuye por mucho que se imponga a otras personas, sino que, por el contrario, se multiplica por cuantos son los que aceptan cargar con él.

Mientras caminaba por las calles en busca de un teléfono público, compré un par de periódicos y busqué entre los sucesos noticias sobre el delito de la calle Palestro. Pero habían pasado ya varios días desde aquello y sólo di con unas pocas líneas bajo el título: «Ninguna luz sobre el asesinato del platero». Me di cuenta de que, a menos de cometer algún error por su parte, Sonzogno podía estar seguro de que no lo descubrirían. El mismo carácter ilícito de los negocios a que se dedicaba la víctima hacía muy difíciles las indagaciones de la Policía. El platero, como habían contado los periódicos, se relacionaba, a menudo en secreto y por motivos inconfesables, con personas de todas clases y condiciones. El asesino podía ser incluso alguien a quien no hubiera visto nunca y que lo había matado sin premeditación. Esta hipótesis estaba muy próxima a la verdad. Pero precisamente porque era perfectamente justa, dejaba comprender que la Policía había renunciado ya a descubrir al culpable.

Encontré un teléfono público en un restaurante y marqué el teléfono de Astarita. Hacía por lo menos seis semanas que no lo llamaba y debí cogerlo por sorpresa porque, al principio, no reconoció mi voz y me habló con aquel tono perentorio y rápido que usaba en su despacho. Por un momento llegué incluso a tener la impresión de que no quería saber nada de mí, y me dio un salto el corazón pensando en la camarera encarcelada y en la fatalidad que quería que Astarita dejara de amarme precisamente cuando su intervención se hacía necesaria para salvar a aquella pobrecita. Con todo, ese desánimo me produjo placer porque, devolviéndome la sensación perdida de mi propia bondad, me hizo comprender que la liberación de la mujer era un verdadero empeño por mi parte y que en resumidas cuentas, a pesar de mis relaciones con Sonzogno, seguía siendo la Adriana dulce y compasiva de siempre. Asustada, le dije a Astarita mi nombre y oí con alivio cómo su voz cambiaba de tono repentinamente, tropezando en las palabras, turbada y solícita. Confieso que casi sentí un impulso de afecto por aquel hombre porque semejante amor, siempre lisonjero para una mujer en aquel momento me tranquilizaba y me llenaba de gratitud. Decidí con voz acariciante la cita, prometió acudir y salí del restaurante.

Durante toda aquella noche pasada por mí en una continua pesadilla había llovido a cántaros. Varías veces, entre sueños, había oído el crepitar de los aguaceros mezclado con los silbidos del viento que formaba como un muro de mal tiempo alrededor de la casa aumentando la soledad y la intimidad de las tinieblas en las que me debatía. Pero al amanecer la lluvia había cesado y el viento, con sus últimas ráfagas, había reunido fuerzas suficientes para barrer las nubes dejando un cielo limpio y un ambiente recién lavado e inmóvil.

Después de haber llamado por teléfono a Astarita, empecé a caminar por un paseo de plátanos, bajo el primer sol de la mañana. Del mal sueño, tantas veces interrumpido, no me quedaba más que un leve aturdimiento y el aire fresco me lo borró muy pronto. Sentía una intensa complacencia por aquel hermoso día y todas las cosas en las que posaba mi mirada me parecían cubiertas por una calidad atractiva que encantaba la vista y me producía un gran deleite. Me gustaban las orlas de humedad en los bordes de las lajas de piedra, ya secas; me gustaban los troncos de los plátanos con sus cortezas de escamas blancas, verdes y amarillas, que a lo lejos parecían de oro; me gustaban las fachadas de las casas que conservaban en grandes manchas húmedas las huellas del lavado nocturno; me gustaban los viandantes de la mañana, hombres que iban apresurados al trabajo, criadas con sus cestas al brazo, niños y niñas con sus libros y cartapacios, llevados de la mano por sus padres o por los hermanos mayores. Me detuve a dar una limosna a un viejo mendigo y, mientras buscaba el dinero en el bolso, me di cuenta de que contemplaba con afecto su capote militar y me enamoraba de los remiendos que ostentaba.

Eran unos remiendos grises, marrones, amarillos y de un verde menos pálido y comprendí que me gustaba detenerme en cada color y ver lo bien cosidos que estaban con gruesas puntadas visibles de hilo negro y me sorprendí pensando en el trabajo que aquel hombre habría hecho una de aquellas mañanas cortando con unas tijeras las partes lisas, sacando el remiendo de algún viejo harapo y ajustándolo en el brazo y cosiéndolo con todo cuidado. Los remiendos me gustaban como gusta al hambriento la vista del pan recién salido del horno y mientras me alejaba no pude por menos de volverme a mirar al mendigo. Y entonces, de pronto, pensé que sería bello tener una vida semejante a aquella mañana, tan límpida, tan diáfana, tan agradable. Una vida que hubiera sido lavada de todos sus aspectos opacos y en la que se pudieran mirar con amor todas las cosas, aun las más humildes.

Con este pensamiento volvió a mí el deseo, hacía tanto tiempo mudo y adormecido, de una vida normal, con un hombre solo, en una casa nueva, ordenada, clara y limpia. Me di cuenta de que mi oficio no me gustaba, por más que, por una especie de singular contradicción, la naturaleza me inclinara a él. Pensé que no era un oficio limpio; que siempre había a mi alrededor, sobre mi cuerpo, en mis dedos, en mi cama, como una sensación de sudor, de semen viril, de calor impuro, de viscosidad pegajosa que, por mucho que me lavara y pusiera en orden mi habitación, parecía subsistir en todo. Pensé también que aquello de desnudarme y volver a vestirme casi todos los días ante los ojos de hombres siempre distintos me impedía mirar mi propio cuerpo con aquella sensación de complacencia y de intimidad que me hubiera gustado y que recordaba haber experimentado, siendo jovencita, al mirarme en el espejo o mientras me bañaba. Es hermoso poder mirar el propio cuerpo como una cosa nueva y desconocida que crece, se robustece y se embellece por sí sola, pero yo, para dar siempre esta sensación de novedad a mis amantes, me la había quitado a mí misma para siempre.

A la luz de estas reflexiones, el delito de Sonzogno, la maldad de Gino, la desventura de la camarera y las demás intrigas en que me debatía, se me mostraban como otras tantas consecuencias de la irregularidad de mi vida. Pero eran consecuencias sin especial significado, que no producían ningún sentimiento de culpa y que podrían ser removidas con sólo que lograra satisfacer mis viejas aspiraciones a una vida normal.

Sentí un gran deseo de encontrarme en regla en todo sentido. En regla con la moral que no me permitía un oficio como el mío; en regla con la naturaleza que quería que a mi edad una mujer tuviera hijos; en regla con el gusto de vivir entre objetos hermosos, con vestidos nuevos y agradables, en casas luminosas, limpias y cómodas. Sólo que una cosa excluía a la otra y si deseaba estar en regla con la moral no podría estarlo con la naturaleza y el gusto contradecía al mismo tiempo la moral y la naturaleza.

Con este pensamiento experimenté el despecho de siempre, antiguo como mi misma vida, de saberme siempre en deuda con la necesidad e impotente para satisfacerla si no era con el sacrificio de mis mejores aspiraciones. Una vez más me pasaba por alto el hecho de no aceptar del todo mi suerte y esto me devolvió cierta confianza porque pensé que en cuanto se presentara ocasión de cambiar de vida no me dejaría coger de improviso y la aprovecharía con decisión y plena conciencia.

Me había citado con Astarita a mediodía, cuando él saliera de la oficina. Faltaban todavía algunas horas y como no sabía qué hacer, decidí ir a casa de Gisella. Hacía algún tiempo que no la veía y sospechaba que alguien había ocupado en su vida el sitio que antaño tuviera Ricardo, un puesto entre novio y amante. Igual que yo, Gisella esperaba ponerse en regla algún día y supongo que ésa es una esperanza común a todas las mujeres de mi clase. La diferencia estaba en que yo me sentía inclinada a poner en orden mis cosas por una especie de impulso ingénito mientras que para Gisella, que daba especial importancia a la consideración mundana, se trataba sobre todo de un asunto de decoro social. Le daba vergüenza que los otros pensaran que era lo que realmente era, y ahí estaba todo; y eso aun cuando su vocación a esta clase de vida era mucho más profunda que la mía. En cambio, yo no me avergonzaba; a lo sumo, en determinados momentos, me asaltaba una sensación de servidumbre y de pérdida de la propia naturaleza.

Llegué a casa de Gisella y me dispuse a subir escaleras arriba cuando la voz de la portera me detuvo:

—¿Va a ver a la señorita Gisella? Ya no vive aquí.

—¿Y dónde ha ido?

—Calle Casablanca, número siete.

La calle Casablanca era una calle nueva, en un barrio nuevo. La portera siguió:

—Un día vino un señor rubio, con un coche, recogieron todas sus cosas y se fueron.

Inmediatamente me di cuenta de que yo había acudido allí para oír aquello, que se había ido con alguien. No sé por qué, me invadió repentinamente una sensación de cansancio, las piernas se me doblaron y tuve que cogerme a la puerta del portal para no caer. Pero me rehice y después de haberlo pensado un poco decidí ir a ver a Gisella en su nuevo piso. Llamé un taxi y dije al conductor que me llevara a la calle Casablanca.

A medida que el taxi corría nos alejábamos del centro y de sus viejas casas alineadas en calles estrechas, hacinadas una sobre otra. Las calles se ensanchaban, se bifurcaban, confluían en plazas y se hacían cada vez más amplias. Las casas eran nuevas y entre las casas se veía de vez en cuando algún jirón verde del campo. Me daba cuenta de que aquel viaje tenía un significado oculto, bastante penoso, y esto me ponía triste. Recordé de pronto los esfuerzos que había hecho Gisella para arrancarme la inocencia y convertirme en una mujer de la calle, y aun sin quererlo, con la misma naturalidad con que una herida sangra, empecé a llorar desconsoladamente.

Cuando bajé del taxi, al término de la carrera, tenía los ojos brillantes y las mejillas bañadas en llanto.

—No hay que llorar, señorita —me dijo el conductor.

Y yo me limité a mover la cabeza y me dirigí rápidamente al portal de la casa de Gisella.

Era un edificio blanco de estilo moderno y de construcción recentísima, como atestiguaban unos toneles, unas vigas y unas palas acumuladas en el jardín pequeño y seco, y las salpicaduras de cal que manchaban la verja. Entré en un portal blanco y completamente desnudo; también era blanca la escalera, con unas ventanas de vidrios lechosos que filtraban una luz tranquila. El portero, un joven pelirrojo con un mono de obrero, muy distinto de los porteros de siempre, viejos y sucios, me hizo entrar en el ascensor, oprimí el botón y comencé a elevarme. Dentro del ascensor había un grato olor a madera nueva encerada. Hasta el rumor del mecanismo parecía indicar algo nuevo, como de un motor recién estrenado. Nos acercábamos al último piso y a medida que subía aumentaba la luz, como si en aquella casa no hubiera tejado y subiéramos hacia el cielo. Después se detuvo, salí y me encontré en medio de una gran claridad, en un descansillo de una blancura deslumbradora, ante una hermosa puerta de madera clara con unas manijas de latón brillante. Llamé y acudió a abrirme una criadita morena y delgada, de rostro agradable, con la cofia de encaje y un delantal bordado.

—¿La señora De Santis? —dije—. Dígale que está Adriana. Se fue por el corredor hasta una puerta de cristales esmerilados parecidos a los de las ventanas de la escalera. También el corredor era blanco y desnudo como el resto de la casa. Pensé que el piso debía de ser pequeño, no más de cuatro habitaciones. Estaba caliente y la tibieza de la calefacción reavivaba el olor penetrante de la cal fresca y de los barnices nuevos. Después se abrió la puerta al fondo del pasillo y la criadita reapareció diciéndome que podía pasar.

Al entrar no vi nada, porque a través de una amplia vidriera que parecía ocupar toda la pared frente a la puerta el sol invernal entraba de lleno, deslumbrante. Era el último piso y a través de la vidriera no se veía más que el cielo azul, resplandeciente de sol. Por un instante olvidé el objeto de mi visita, experimenté una gran sensación de bienestar y cerré los ojos en aquel sol cálido y dorado como un viejo licor. Pero la voz de Gisella me sacó de aquel encantamiento. Estaba sentada ante la vidriera y tenía delante de ella una mujercita de pelo gris a la que tendía la mano sobre una mesita baja llena de frascos. Era la manicura. Gisella dijo con falsa desenvoltura:

—Oh, Adriana, siéntate… Espera un momento. Me senté cerca de la puerta y miré a mi alrededor. La estancia era larga, en el sentido de la vidriera, y estrecha. En realidad no había muchos muebles, sólo una mesa, un aparador y unas cuantas sillas de madera clara. Pero todo era nuevo y además había el sol, un sol que tenía algo de lujoso, y no pude por menos de pensar que sólo en una casa rica podía haber un sol como aquél.

Cerré los ojos en aquella dulzura, gustosamente, y por un momento no pensé en nada. Después sentí que algo pesado y blando me caía sobre las rodillas; abrí los ojos y vi que era un gato enorme, de una raza que nunca había visto, con el pelo muy largo y mórbido, como seda, de color gris casi azul, y una cara ancha con una expresión airada y majestuosa que no me gustó. El gato empezó a restregarse contra mí, levantando en el aire el penacho de su cola y maullando roncamente. Después se acurrucó en mi regazo y se puso a runrunear.

—¡Qué bonito gato! —dije—. ¿De qué raza es?

—Es un gato persa —respondió Gisella con orgullo—. Es una raza muy apreciada… Esos gatos se venden hasta por mil liras cada uno.

—Nunca había visto uno así —repuse pasando la mano por el lomo del gato.

—¿Sabe quién tiene un gato como ése? —intervino la manicura—. La señora Radaelli. Y si viera qué bien lo trata… Mejor que a una persona… El otro día llegó incluso a perfumarlo con el pulverizador… Bien, ¿le doy un repaso a las uñas de los pies?

—No, Marta, por hoy, basta —dijo Gisella.

La manicura volvió a poner sus instrumentos y sus frascos en un maletín, saludó y salió de la habitación.

Cuando nos quedamos solas, nos miramos. Gisella me pareció también completamente nueva, como la casa. Llevaba un bonito jersey rojo, de lana de angora y una falda color tabaco que yo no le había visto. Había engordado, y había más pecho dentro del jersey y más caderas dentro de la falda de lo que había visto siempre en ella. Noté también que sus párpados estaban un poco hinchados, como ocurre a quien come bien, duerme mucho y no tiene preocupaciones. Los párpados le daban un aspecto un poco burlón. Se miró un momento las uñas y después preguntó como por casualidad:

—Bueno, ¿qué me cuentas? ¿Qué te parece mi casa?, ¿te gusta?

No soy en absoluto envidiosa. Pero en aquel momento, quizá por primera vez en mi vida, experimenté el zarpazo de la envidia, y me sorprendió el que hubiera gente que pudiese albergar durante toda la vida en su ánimo semejante sentimiento porque me pareció doloroso y desagradable en sumo grado. De pronto sentí como si mi cara se estirase, igual que si hubiera adelgazado de golpe, y aquel fenómeno me hacía impotente para sonreír y decir a Gisella las frases de cortesía que hubiera deseado. Además, seguía sintiendo por Gisella un arraigado sentimiento de aversión. Hubiera deseado decir alguna frase maligna, herirla, ofenderla, humillarla, amargarle su gozo. «¿Qué me está ocurriendo? —pensé sin dejar de acariciar el gato—. ¿Ya no soy yo misma?». Afortunadamente, este sentimiento no duró mucho. En el fondo de mi alma, toda la bondad de que soy capaz empezaba ya a oponerse al asalto de la envidia. Pensé que Gisella era mi amiga y que debía estar satisfecha por su buena suerte. Me imaginé a Gisella entrando por primera vez en su casa y palmoteando de alegría, y al mismo tiempo, el frío y la parálisis de la envidia abandonaron mi rostro y sentí de nuevo el calor de aquel sol que entraba por los cristales, pero de un modo más íntimo, como si el sol hubiese penetrado hasta mi alma.

—¿Y me lo preguntas? —repuse—. Es una casa bonita y alegre… ¿Cómo ha sido?

Me pareció haber pronunciado esas palabras con sinceridad y sonreí más a mí misma, como un premio, que a Gisella. Ella contestó con aire de importancia y confidencia:

—¿Recuerdas a Giancarlo, aquel rubio con el que tanto peleé aquella noche? Pues bien, después de aquello volvió a buscarme. Era mucho mejor de lo que parecía a primera vista… Volvimos a vernos varias veces y hace unos días me dijo: «Ven conmigo, que quiero darte una sorpresa». Yo, imagínate, pensé que querría regalarme un bolso, un perfume, cualquier cosa así, pero él me hizo subir en su coche, me trajo hasta aquí, me hizo entrar… La casa estaba vacía y pensé que sería su casa. Me preguntó si me gustaba, yo dije que sí, pero sin imaginar nada, naturalmente… Y entonces me dijo: «He alquilado este piso para ti». ¡Figúrate cómo me quedé!

Sonrió con una complacencia contenida mirando a su alrededor. Me levanté impulsivamente y la abracé diciendo:

—¡Qué contenta estoy! ¡No sabes lo contenta que estoy! Esto acabó de disipar en mi ánimo todo sentimiento hostil. Me acerqué a la ventana y miré hacia fuera. Alzábase la casa en una especie de promontorio bajo el cual se extendía un inmenso paisaje. Era una llanura cultivada, atravesada sinuosamente por un río con manchas de bosques aquí y allá, con granjas y promontorios rocosos. De la ciudad no se veían más que algunas casas blancas, últimas ramificaciones de un barrio de la periferia, en un rincón del panorama. En el horizonte, una línea de montañas azules se diseñaba claramente sobre el fondo del cielo luminoso. Me volví a Gisella y le dije:

—¿Sabes que tienes una vista magnífica?

—¿Verdad? —murmuró.

Fue al aparador, sacó dos vasitos y una botella panzuda y los puso sobre la mesa.

—¿Un poco de licor? —preguntó con negligencia.

Era evidente que todos esos gestos de ama de casa la llenaban de satisfacción.

Nos sentamos a la mesa y bebimos en silencio. Comprendí que Gisella estaba como cohibida y decidí salir al encuentro de su embarazo diciéndole con dulzura:

—Sin embargo, no te has portado bien conmigo… Deberías habérmelo dicho.

—No he tenido tiempo —dijo apresuradamente—. Ya sabes, el traslado… Tuve que comprar lo más indispensable, los muebles, la ropa y la vajilla y no me quedaba un momento para respirar… Para poner en pie una casa se requiere mucho.

Hablaba con los labios cerrados, como las damas de categoría.

—Te comprendo —repuse sin sombra de malicia ni de amargura, como si se hubiera tratado de algo que no tenía nada que ver conmigo—. Ahora que tienes casa puesta y estás mejor, te fastidia verme, te avergüenzas de mí.

—No me avergüenzo —replicó con ligera impaciencia, más ofendida por mi tono razonable que por mis palabras—. Si piensas tal cosa, eres una estúpida. Lo único que hay es que en lo sucesivo no podremos vernos como antes, quiero decir, salir juntas porque si él llegara a saberlo, estaría fresca.

—Puedes estar tranquila —dije con suavidad—. No me verás más… Hoy he venido solamente para saber qué era de ti.

Fingió no haber oído, confirmando así mis sospechas. Hubo un silencio momentáneo. Después preguntó con tono de falsa premura:

—¿Y tú?

Inmediatamente, con una espontaneidad que me asustó, pensé en Giacomo. Contesté con voz sofocada:

—¿Yo? Nada, como de costumbre.

—¿Y Astarita?

—Lo he visto alguna vez.

—¿Y Gino?

—Terminé con él.

El recuerdo de Giacomo me había oprimido el corazón. Pero Gisella interpretó a su manera la intensa mortificación que se transparentaba en mi rostro pensando probablemente que me sentía amargada por su suerte y por sus modales displicentes. Y con una forzada solicitud, después de un instante de reflexión, dijo:

—Y sin embargo, nadie me convencerá de que bastaría que tú quisieras para que Astarita te pusiera un piso.

—Pero yo no quiero —respondí tranquilamente—. Ni Astarita ni ningún otro.

Vi su cara desconcertada:

—¿Por qué? ¿No te gustaría tener una casa como ésta?

—La casa es bonita —contesté—. Pero yo quiero sobre todo estar libre.

—También yo soy libre —repuso, resentida—, más libre que tú… Tengo todo el día para mí.

—No hablaba de esa libertad.

—¿De cuál, entonces?

Comprendí que la había ofendido, ya que no por otra razón, porque no parecía admirar bastante aquella casa de la que estaba tan orgullosa. Pero explicarle que este desprecio no existía y que, en realidad, yo no quería ligarme a un hombre al que no amara, hubiera sido ofenderla aún más. Preferí cambiar de tema y dije muy deprisa:

—¿Por qué no me enseñas la casa? ¿Cuántas habitaciones tiene?

—¿Qué te importa la casa? —replicó con ingenuo disgusto—. Tú misma has dicho que no quieres tener una casa como ésta.

—No he dicho eso —repliqué con calma—. Tu casa es muy bonita, y ojalá tuviera yo una igual.

No dijo nada. Miraba al suelo cada vez más mortificada.

—Vamos —insistí sin fuerza, al cabo de un rato—. ¿No quieres enseñármela?

Levantó los ojos y vi con asombro que estaban llenos de lágrimas:

—No eres mi amiga, como creía —exclamó—. Tú estás rabiando de envidia y tratas de tirármelo todo por tierra sólo por disgustarme.

Hablaba al aire, con el rostro lleno de lágrimas. Eran lágrimas de despecho y la envidiosa, esta vez, era ella, con una envidia sin objeto que se alimentaba sin saberlo de mi desesperado amor a Giacomo y de la amarga distancia que me imponía, pero aun entendiéndola tan bien, y precisamente porque la entendía, tuve compasión de ella. Me levanté, fui a su lado y le puse una mano en un hombro:

—¿Por qué dices eso? No estoy envidiosa… Lo que pasa es que me gustarían otras cosas, pero estoy satisfecha de que a ti te vaya bien.

Y concluí abrazándola:

—Ahora, enséñame las otras habitaciones.

Se sonó y dijo como quien cede a una tentación:

—Son cuatro, pero están casi vacías.

—Vamos.

Se levantó, fue delante de mí por el pasillo y, abriendo una puerta, me mostró una alcoba en la que no había más que la cama y una butaca a sus pies, una habitación vacía, en la que pensaba poner otra cama «para los huéspedes», y un cuartito para la criada, un verdadero tugurio. Me enseñó estas tres habitaciones con una especie de despecho, abriendo cada puerta y explicándome brevemente, sin complacencia, el uso. Pero su mal humor cedió a la vanidad cuando llegó el turno al cuarto de baño y la cocina, los dos con paredes de azulejos, con toda la instalación eléctrica y la grifería resplandeciente. Me explicó el uso de cada cosa y cómo era superior la electricidad al gas, su limpieza y su rendimiento, y aunque aquello no me interesaba mucho, esta vez mostré todo el entusiasmo posible, con exclamaciones de admiración y de sorpresa. Estaba tan contenta de esta actitud mía que, acabada la visita, me dijo:

—Ahora vamos a tomar otro vasito…

—No, no —contesté—. Tengo que marcharme.

—¡Qué prisa! Espera un momento.

—No puedo.

Estábamos en el pasillo. Ella vaciló un momento y después dijo:

—Pero tienes que volver… ¿Sabes qué podemos hacer? Él se va a menudo fuera de Roma… yo te lo comunico, uno de estos días, y tú traes a dos amigos tuyos y nos divertimos un poco, ¿eh?

—¿Y si él se entera?

—¿Por qué ha de enterarse?

—Está bien, de acuerdo.

Vacilé a mi vez y por fin hice de tripas corazón:

—A propósito, dime… ¿Él no te ha hablado nunca de aquel amigo con el que estaba aquella noche?

—¿El estudiante? ¿Por qué? ¿Te interesaba?

—No, era sólo por curiosidad.

—Pues precisamente anoche lo vimos.

No pude disimular mi turbación y dije con voz insegura:

—Mira… si vuelves a verlo, dile que venga a visitarme… Pero díselo sin darle importancia.

—Bien, se lo diré —respondió.

Pero me miraba suspicaz y yo, bajo sus miradas, me sentí confusa porque me parecía que mi amor por Giacomo estaba escrito con letras muy claras en mi rostro. Comprendí por el tono de la respuesta que Gisella no haría lo que le había pedido. Desesperada, abrí la puerta, saludé a Gisella y bajé apresuradamente la escalera, sin volverme. En el segundo descansillo me detuve y me apoyé en la pared, mirando hacia arriba.

«¿Por qué se lo he dicho? —pensaba—. ¿Qué me ha pasado?». Y seguí bajando con la cabeza gacha.

Me había citado con Astarita en mi propia casa y cuando llegué estaba agotada. Ya había perdido la costumbre de salir por la mañana y aquel sol y aquel ir y venir me habían cansado. Ni siquiera me sentía triste; la visita a Gisella ya la había pagado anticipadamente llorando en el taxi que me llevaba a su nueva casa. Vino a abrirme mi madre y me dijo que alguien me esperaba en mi cuarto hacía casi una hora. Fui directamente allí y me senté en la cama, sin reparar en Astarita que, erguido en pie junto a la ventana, parecía mirar el patio. Por un momento permanecí inmóvil, con la mano en el pecho, jadeando por la prisa con que había subido las escaleras. Volvía la espalda a Astarita mirando con ojos ausentes la puerta de la habitación. Él me había dado los buenos días, pero yo ni siquiera le había contestado. Después acudió a sentarse a mi lado y me ciñó la cintura con un brazo mirándome fijamente.

Entre tantas preocupaciones me había olvidado de su loca lascivia siempre encendida y siempre en acecho. Experimenté un disgusto agudo.

—Pero, vamos, ¿es que siempre tienes ganas? —pregunté con voz lenta y desagradable echándome hacia atrás.

No dijo nada. Me cogió una mano y se la llevó a los labios mirándome de arriba abajo. Creí enloquecer y retiré la mano.

—¿Siempre tienes ganas? —repetí—. ¿Incluso por la mañana? ¿Después de haber trabajado toda la mañana? ¿En ayunas? ¿Antes de comer? Eres extraordinario.

Vi que sus labios temblaban y que los ojos se le salían de las órbitas:

—Te amo.

—Pero hay el momento para el amor y el momento para lo demás. Te cito a la una precisamente para darte a entender que no se trata de amor y tú… Realmente eres extraordinario… ¿Pero no te da vergüenza?

Me miraba fijamente, sin decir nada. De pronto creí comprenderlo demasiado bien. Estaba enamorado de mí y había esperado aquella cita quién sabe durante cuánto tiempo. Mientras yo me debatía entre tantas dificultades, él no había hecho otra cosa que pensar en mis piernas, en mi pecho, en mis caderas, en mi boca.

—De manera —añadí un poco conciliadora— que si ahora me desnudara… Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Me vinieron ganas de reír, sin malicia, pero no sin algún despecho.

—¿Y no se te ocurre pensar que yo podía estar triste o simplemente lejana de todas estas cosas… que podía tener hambre o sentirme cansada, o tener otras preocupaciones…? Nada de esto se te ocurriría, ¿verdad?

Se limitaba a mirarme. Después, repentinamente, se echó sobre mí y abrazándome con mucha fuerza hundió su rostro en la cavidad entre el cuello y el hombro. No me besaba; sólo apretaba la cara contra mi carne, como para sentir su tibieza. Respiraba con fuerza y de vez en cuando dejaba escapar un suspiro. Yo no estaba irritada con él. Estos gestos me producían la habitual y consternada compasión, y únicamente me sentía triste. Cuando creí que había suspirado bastante, lo aparté y le dije:

—Te he llamado para una cosa seria.

Me miró, me cogió una mano y se puso a acariciarla. Era tenaz y para él no había realmente otra cosa que su deseo.

—Tú eres de la Policía, ¿verdad?

—Sí.

—Bien, pues haz que me arresten, méteme en la cárcel.

Dije todo esto con decisión. En aquel momento deseaba de veras que lo hiciese.

—¿Pero por qué? ¿Qué pasa?

—Pasa que soy una ladrona —dije con fuerza—. Pasa que he robado y que por mi culpa está detenida una pobre inocente. Por esto arréstame… Iré a la cárcel de buena gana… Es lo que quiero.

Astarita no parecía sorprendido, sino aburrido. Hizo una mueca y dijo:

—Despacio… ¿Qué ha ocurrido? Explícate.

—Ya te lo he dicho, soy una ladrona.

Y en pocas palabras le conté lo del hurto y cómo en mi lugar, había sido detenida la camarera. Le expliqué la maña de Gino, pero sin nombrarlo, limitándome a designarlo con el término genérico de sirviente. Sentí un violento deseo de hablarle también de Sonzogno y de su delito, pero me contuve a duras penas. Por último concluí:

—Ahora escoge tú, o haces que esa mujer salga de la cárcel o voy yo sin esperar más a entregarme en la comisaría.

—Despacio —repitió levantando una mano—. ¿Qué prisa hay? Al fin y al cabo, esa mujer está en la cárcel, pero no se la ha condenado… Esperemos.

—No puedo esperar… Está en la cárcel y parece que le pegan. No puedo esperar, tienes que decidirte ahora mismo.

Por mi tono comprendió que hablaba en serio y con una expresión de disgusto se levantó y dio unos pasos por la habitación. Después dijo como hablando consigo mismo:

—Además, hay el asunto de los dólares…

—Pero ella siempre lo ha negado… Los dólares fueron encontrados… Podremos decir que fue la venganza de alguien que la quería mal.

—Y la polvera, ¿la tienes?

—Aquí está —dije sacándola del bolso y entregándosela.

Pero él la rechazó:

—No, no… No debes dármela a mí.

Pareció dudar un instante y después añadió:

—Yo puedo hacer salir de la cárcel a esa mujer, pero al mismo tiempo la Policía debería tener la prueba de su inocencia… precisamente esta polvera.

—Pues bien, llévate la polvera y devuélvesela a su dueña.

Hubo en su cara una sonrisa desagradable:

—Se ve que no entiendes estas cosas… Si recibo de ti la polvera, estoy moralmente obligado a hacerte arrestar… Si no, preguntarán cómo he podido obtener el objeto robado y quién me lo ha dado y otras cosas por el estilo… No, no… Deberías hacer que la polvera llegara a manos de la Policía, pero sin descubrirte.

—Podría mandarla por Correo.

—Por Correo no.

Dio unos pasos por el cuarto y después vino a sentarse a mi lado.

—Ya está. He aquí lo que debes hacer… ¿Conoces a algún religioso?

Me acordé del fraile con quien me había confesado al regreso de la excursión a Viterbo y contesté:

—Sí, mi confesor.

—¿Te confiesas todavía?

—Me confesaba.

—Bien… Pues vas a tu confesor y se lo cuentas todo como me lo has contado a mí y le pides que se haga cargo de la polvera y la entregue por encargo tuyo a la Policía… Ningún confesor puede negarse a hacer una cosa así… Además, no tiene ninguna obligación de decir nada porque está vinculado por el secreto de confesión… Un día o dos después, yo telefonearé y haré… En definitiva, tu camarera será puesta en libertad.

Sentí una gran alegría y no pude por menos de echarle los brazos al cuello y besarlo. Él siguió con un acento ya trémulo y ansioso:

—Pero no deberías hacer esas cosas… Cuando necesites dinero pídemelo a mí y yo te lo daré.

—¿Puedo ir hoy mismo al confesor?

—Desde luego.

Con la polvera en la mano, mirando fijamente el vacío, permanecí un largo rato inmóvil. Experimentaba un profundo alivio, como si la camarera fuese yo misma, y realmente creí serlo, al pensar en su gozo, tanto mayor que el mío, cuando la pusieran en libertad. Ya no me sentía triste, ni cansada, ni disgustada. Entre tanto, Astarita me hurgaba en la muñeca con los dedos, intentaba meter la mano bajo mi manga y seguir por todo el brazo. Me volví y le pregunté con dulzura, mirándolo acariciadora:

—Verdaderamente, ¿sientes tanto deseo?

Hizo que sí con la cabeza, incapaz de hablar.

—¿Y no te sientes cansado? —proseguí con voz tierna y cruel—. ¿No piensas que es tarde y que sería mejor otro día?

Vi que con la cabeza negaba.

—¿Tanto me amas?

—Ya lo sabes que te amo —respondió en voz baja.

Y fue a abrazarme, pero yo me solté y dije:

—Espera.

Se tranquilizó en seguida porque había comprendido que yo aceptaba. Me levanté, fui despacio a la puerta y di la vuelta a la llave. Luego fui a la ventana, la abrí, bajé las persianas y volví a cerrarla. Astarita me seguía con los ojos mientras yo andaba por la habitación con una actitud de perezosa y magnánima complacencia. Sentía sus miradas sobre mí y comprendí hasta qué punto debía serle grata mi inesperada docilidad. Una vez cerradas las persianas, me puse a canturrear en voz baja, con un tono alegre e íntimo y siempre canturreando, abrí el armario, me quité el abrigo y lo colgué. Después, sin dejar de cantar, me miré en el espejo. Me pareció que nunca había sido tan bella, con los ojos que brillaban profunda y dulcemente, con la nariz encrespada y la boca entreabierta mostrando unos dientes blancos y regulares. Comprendí que estaba tan bonita porque me sentía satisfecha de mí misma y me creía buena, y levanté un poco la voz cantando mientras empezaba a desabrocharme el vestido. Cantaba una canción estúpida que estaba de moda por entonces y que decía:

Canto quel motivetto che mi piace tanto

e che fa dudu dudu dudu

y aquel estúpido estribillo me parecía la vida misma, absurda sin duda, pero en ciertos momentos suave y encantadora. De pronto, cuando ya tenía desnudo el pecho, alguien llamó a la puerta.

—No puedo —dije tranquilamente—. Más tarde.

—Es una cosa urgente —respondió la voz de mi madre.

Tuve una sospecha. Fui a la puerta y la entreabrí, asomándome.

Mi madre me hizo una seña para que saliera y cerrara la puerta. Después, en la sombra del recibidor, susurró:

—Ahí hay alguien, que dice que quiere absolutamente hablar contigo.

—¿Y quién es?

—No lo sé. Un joven moreno.

Lentamente entreabrí la puerta de la sala y miré. Apoyado en la mesa, vi un hombre que me daba la espalda. Reconocí inmediatamente a Giacomo por la nuca y cerré la puerta a toda prisa diciéndole a mi madre:

—Dile que vengo en seguida… Y no lo dejes salir de la sala.

Me aseguró de que así lo haría y volví a entrar en mi cuarto. Astarita seguía sentado en la cama, tal como lo había dejado.

—Pronto —le dije—. Pronto… Lo siento, pero tienes que marcharte.

Se turbó y empezó a farfullar no sé qué palabras de protesta. Pero no le dejé acabar y seguí:

—Mi tía se ha encontrado mal en plena calle… Mamá y yo tenemos que ir al hospital… Pronto, deprisa…

Era una mentira un poco descarada, pero en aquel momento no se me ocurrió otra cosa. Él me miraba, como atontado, y no parecía creer en su mala suerte. Me di cuenta que se había descalzado y apoyaba en el suelo los pies enfundados en unos calcetines de rayas de colores.

—¿Por qué me miras así? Tienes que irte —insistí, exasperada.

—Está bien, me voy —dijo inclinándose para calzarse.

Yo le tendía ya el abrigo, pero comprendí que tenía que prometerle algo si quería que interviniera a favor de la camarera. Así pues, mientras le ayudaba a enfilar las mangas del abrigo, dije:

—Perdona, estoy realmente mortificada… Vuelve mañana por la noche, después de cenar… entonces estaremos juntos en paz… Por otra parte, hoy hubiera tenido que despedirte en seguida… Es mejor que haya ocurrido esto.

Astarita no dijo nada y yo lo acompañé hasta la puerta cogiéndolo de la mano, como si fuera la primera vez que estaba en mi casa, tal era mi temor de que entrara en la sala y viese a Giacomo. Ya en la puerta le recordé:

—Mira, que hoy mismo voy al confesor.

Respondió con un gesto de asentimiento como para decirme que estaba entendido. Tenía una expresión de disgusto y de frialdad. En mi impaciencia no esperé su despedida y casi le di con la puerta en la cara.