Capítulo XI
El día siguiente, por más que me hiciera la ilusión de que el sueño y el descanso habrían modificado los sentimientos de Mino, me di cuenta en seguida de que nada había cambiado. Incluso creí notar un decidido empeoramiento. Como el día anterior, pasaba de silencios largos, lúgubres y obstinados, a una locuacidad sarcástica y desmedida acerca de cosas indiferentes, aunque en ella, como en ciertos papeles con filigrana, podía adivinarse en transparencia el mismo pensamiento dominante. El empeoramiento consistía, según creí observar, en una especie de voluntad de inercia, de apatía, de abandono, que en él, siempre activo y enérgico, era una cosa nueva y parecía denotar un alejamiento progresivo de cuanto había hecho hasta entonces. Le abrí las maletas y ordené en mi armario sus vestidos y las demás cosas. Pero cuando se trató de los libros de estudio y le propuse ponerlos provisionalmente sobre el mármol de la cómoda a lo largo del espejo, contestó:
—Déjalos en la maleta… Al fin y al cabo, ya no voy a necesitarlos.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Acaso no tienes que sacar el título?
—Ya no sacaré ningún título.
—¿No quieres estudiar más?
—No.
No insistí por miedo a que hablara del asunto que lo angustiaba y dejé los libros en la maleta. También noté que no se lavaba ni se afeitaba. Siempre había sido muy limpio y cuidadoso, pero se pasó aquel segundo día en mi cuarto, echado en la cama, fumando, o caminando de un lado para otro, con aire pensativo y las manos en los bolsillos. En la comida no habló con mi madre, como me había prometido. Al anochecer, dijo que iría a cenar fuera y salió solo, sin que yo me atreviera a proponerle salir con él. No sé adónde fue. Yo estaba a punto de acostarme cuando volvió y en seguida noté que había bebido. Me abrazó con gestos desmesurados y burlescos y quiso poseerme y yo tuve que aceptar, aunque me daba cuenta de que para él hacer el amor era como beber, una cosa desagradable hecha por fuerza con el único fin de cansarse y aturdirse. Se lo dije y añadí:
—Sería lo mismo que fueras con cualquier otra mujer.
Él se echó a reír y dijo:
—Es verdad, pero a ti te tengo más a mano.
Me sentí ofendida por estas palabras, y más que ofendida, dolorida por el poco o ningún afecto que dejaban adivinar.
Después, de repente, tuve una especie de inspiración y, volviéndome hacia él, le dije:
—Mira, ya sé que no soy más que una pobre muchacha cualquiera, pero intenta amarme… Te lo pido por tu bien… Si lograras amarme, estoy segura de que acabarías amándote a ti mismo.
Me miró y repitió con voz fuerte y burlona:
—Amor, amor.
Y apagó la luz dejándome en la oscuridad con los ojos abiertos, amargada, perpleja, sin saber qué pensar.
Los días siguientes no aportaron ningún cambio y las cosas siguieron del mismo modo. Mino parecía haber adoptado nuevas costumbres en vez de las antiguas y esto era todo. Antes estudiaba, iba a la Universidad, se reunía con los amigos en el café y leía. Ahora fumaba tendido en el lecho, paseaba por la habitación, me hacía los habituales discursos extraños y alusivos, se emborrachaba y hacía el amor. El cuarto día empecé a sentirme realmente desesperada. Me daba cuenta de que su dolor no disminuía y me parecía imposible seguir viviendo en el dolor. Mi cuarto, continuamente lleno de humo de los cigarrillos, parecía una fábrica de dolor que trabajaba noche y día sin un momento de descanso y el mismo aire que respiraba se había convertido para mí en una densa gelatina de tristes y obsesionantes pensamientos.
En aquellos momentos maldije más de una vez mi poquedad y mi ignorancia y el tener una madre que aún era más ignorante que yo. En las dificultades graves, el primer impulso es ir a una persona de más edad y más experta a pedir consejo. Pero yo no conocía a nadie que tuviera esas cualidades y pedir ayuda a mi madre hubiera sido como pedirla a uno de los niños que jugaban en el patio de casa. Por otra parte, no lograba penetrar en lo más hondo de su dolor, se me escapaban muchos detalles, pero poco a poco fui convenciéndome de que se atormentaba sobre todo por la idea de que todo lo que había dicho a Astarita había quedado escrito en los papeles de la Policía y se conservaba en los archivos, como perpetuo testimonio de su debilidad. Ciertas frases suyas me confirmaron en esta convicción. Así, pues, una de aquellas tardes le dije:
—Si te disgusta que hayan escrito cuanto dijiste a Astarita, él hace cualquier cosa por mí… Estoy segura de que, si se lo pido, hará desaparecer tu interrogatorio.
Me miró y preguntó con un tono singular:
—¿Qué te hace pensar eso?
—Tú mismo lo dijiste el otro día… Yo te dije que debías intentar olvidar y me contestaste que aunque tú olvidaras, la Policía no olvidaría.
—¿Y cómo harías para pedírselo?
—Es muy sencillo… Lo llamo por teléfono y voy al Ministerio.
Él no dijo ni sí, ni no. Yo insistí:
—¿Quieres que se lo pida?
—Por mí puedes hacerlo.
Salimos juntos y fuimos a telefonear. Pronto di con Astarita y le dije que tenía que hablar con él. Le pregunté si podía ir al Ministerio. Pero él, con un acento particular aunque balbuciente, replicó:
—O en tu casa o nada.
Comprendía que deseaba ser pagado por el favor que iba a pedirle y traté de evitarlo.
—En un café —propuse.
—O en tu casa o nada.
—Bien —dije entonces— en mi casa.
Y añadí que lo esperaba aquel mismo día, al anochecer.
—Sé lo que quiere —dije a Mino mientras volvíamos a casa—. Quiere hacer el amor conmigo, pero nadie ha podido obligar a una mujer a hacer el amor contra su deseo… Una vez me hizo pagar un rescate, cuando yo era aún una inexperta, pero ya no me lo hará más.
—Pero ¿por qué no quieres hacer el amor con él? —preguntó Mino distraídamente.
—Porque te amo a ti.
—Puede ser —dijo como al azar—, pero si no haces el amor con él, se negará a destruir los interrogatorios y entonces…
—Los destruirá, no lo dudes.
—Pero ¿y si no quisiera más que con esa condición?
Estábamos en la escalera. Me detuve y dije:
—Entonces haré lo que tú quieras.
Mino me cogió entonces por la cintura y dijo lentamente:
—Pues bien, lo que yo quiero es que hagas venir a Astarita y con el pretexto del amor lo lleves a tu cuarto… Yo lo esperaré detrás de la puerta y cuando entre lo mataré de un disparo… Después, lo meteremos debajo de la cama y el amor lo haremos nosotros durante toda la noche.
Por primera vez le brillaban los ojos, libres de la niebla opaca que se los había oscurecido durante todos aquellos días. Me asusté, porque me daba cuenta de que había una lógica en su propuesta y porque ya me esperaba desgracias cada vez mayores y más definitivas y aquel delito tenía todo el aspecto de poder ocurrir.
—Misericordia, Mino —exclamé—. No lo digas ni en broma.
—Ni en broma —repitió—. Es verdad, estaba bromeando.
Pensé que, al fin y al cabo, a lo mejor no había bromeado, pero me tranquilizó el pensamiento de que el revólver con el que hubiera podido actuar estaba descargado sin que él lo supiera.
—Cálmate —continué—. Astarita hará lo que yo quiera. Pero no vuelvas a hablar de ese modo, pues me has asustado.
—Ahora ya no vamos a poder ni bromear —dijo frívolamente mientras entrábamos en casa.
Cuando estuvimos en la sala noté que una repentina vacilación se había adueñado de él. Empezó a pasear de un lado para otro, con las manos en los bolsillos, como de costumbre. Pero con un movimiento diferente, más enérgico del habitual, y con una expresión en el semblante que parecía delatar una profunda y lúcida reflexión y no el acostumbrado disgusto o la apatía de siempre. Atribuí el cambio a la tranquilidad de saber que, sin duda muy pronto, los documentos comprometedores habrían sido destruidos y acogiendo una vez más la esperanza en el corazón, dije:
—Ya verás cómo todo sale bien.
Él se estremeció profundamente, me miró como si no me reconociera y repitió de un modo maquinal:
—Ya verás cómo todo sale bien.
Yo había enviado fuera de casa a mi madre con el pretexto de las compras para la cena. De pronto me sentí optimista. Pensé que realmente todo iría bien y quizá mucho mejor de lo que esperaba. Astarita haría lo que yo le pidiera, si no lo había hecho ya, y día a día Mino se alejaría de sus remordimientos, recobraría el gusto de vivir y empezaría a mirar de nuevo con confianza el futuro. Es un rasgo común a todos los hombres conformarse con sobrevivir en el tiempo de la desventura, pero cuando parece que el viento cambia, empiezan a tramar planes más lejanos y ambiciosos. Dos días antes me parecía que hubiera sido capaz de alejarme de Mino con tal de saber que era feliz, pero ahora que me hacía la ilusión de poder devolverle esa felicidad, no sólo no pensaba más en dejarlo, sino que estudiaba el modo de unirlo más a mí. Me impulsaba a maquinar estos planes no un cálculo de la inteligencia, sino un impulso oscuro de mi alma que siempre quiere esperar y no soporta mucho tiempo la mortificación y el dolor.
Me pareció que, tal como estaban las cosas, no había para nosotros más que dos soluciones: o nos separábamos o nos ligábamos para toda la vida, y como no quería siquiera pensar en la primera alternativa, se me ocurrió preguntarme si no habría algún medio de precipitar la segunda. No me gusta mentir y creo que puedo contar entre mis escasas cualidades con una sinceridad a veces incluso excesiva. Si entonces mentí a Mino, se debe al hecho de que en aquel momento no me pareció mentir, sino, por el contrario, decir la verdad. Una verdad más verdadera que la verdad misma, una verdad según el alma y no de acuerdo con los hechos materiales. Por lo demás, no pensé nada; fue, a lo sumo, una especie de inspiración.
Mino estaba paseando como de costumbre de un lado para otro y yo estaba sentada a la cabecera de la mesa. De pronto le dije:
—Oye… Párate… Tengo que decirte una cosa.
—¿Qué?
—Hace tiempo que no me sentía bien… Días pasados fui al médico… Estoy encinta.
Se detuvo, me miró y repitió:
—¿Encinta?
—Sí… y estoy absolutamente segura de que has sido tú.
Mino era inteligente y aunque no pudiera intuir que yo estaba mintiendo, comprendió en seguida y perfectamente el objeto de mi anuncio. Cogió una silla, se sentó a mi lado, me acarició afectuosamente la cara y dijo:
—Supongo que ésta debería ser una razón más, la razón por excelencia, para hacerme olvidar lo sucedido y seguir adelante, ¿no es así?
—¿Qué quieres decir? —pregunté fingiendo no entenderlo.
—Voy a convertirme en padre de familia —prosiguió—. Lo que no quería hacer por amor a ti, tendré que hacerlo, como decís las mujeres, por esa criatura.
—Haz lo que quieras —dije encogiéndome de hombros—. Te lo he dicho porque es verdad, y nada más.
—Un hijo, al fin y al cabo —prosiguió con su tono reflexivo, como pensando en voz alta—, puede ser una razón de vida. Muchos, casi todos, no piden más. Un hijo es una buena justificación. Hasta se puede robar y matar por un hijo.
—Pero ¿quién te pide que robes ni que mates? —interrumpí, indignada—. Solamente te pido que estés contento… Si no lo estás, paciencia.
Me miró y volvió a acariciarme la mejilla con afecto:
—Si tú estás contenta, yo también lo estoy. ¿Estás contenta tú?
—Yo sí —repuse con firmeza y orgullo—. En primer lugar porque los niños me gustan y después porque lo tengo de ti.
Se echó a reír y dijo:
—Eres astuta tú…
—¿Por qué soy astuta? ¿Qué astucia hay en estar encinta?
—Ninguna… Pero tienes que reconocer que en este momento, en estas circunstancias, es un bonito golpe… Estoy encinta y por lo tanto…
—¿Por lo tanto…?
—Por lo tanto tienes que aceptar lo que has hecho —gritó de pronto con una voz muy fuerte poniéndose de pie y agitando los brazos—. ¡Tienes que vivir, vivir, vivir!
No es posible describir el tono de su voz. Experimenté una opresión atroz en el corazón y los ojos se me llenaron de lágrimas. Balbucí:
—Haz lo que quieras… Si quieres dejarme, déjame… Yo me iré de aquí.
Pareció arrepentirse de su brusquedad, se acercó a mí y me acarició otra vez diciendo:
—Perdóname… No hagas caso de lo que digo… Piensa en tu hijo y no te preocupes de mí.
Le cogí una mano y me la pasé por la cara bañándola con mis lágrimas y balbuciendo:
—Oh, Mino, ¿cómo puedo no preocuparme de ti?
Así permanecimos un rato en silencio. Él estaba de pie a mi lado, yo me apretaba su mano en la cara, la besaba y lloraba. Entonces oímos sonar el timbre de la puerta.
Mino se apartó de mí y me pareció que se ponía muy pálido, pero de momento no supe explicarme el motivo ni me preocupé de preguntárselo. Me levanté diciéndole:
—Vete… Aquí está Astarita… Pronto, sal.
Salió por la cocina, dejando la puerta entreabierta. Me enjugué apresuradamente los ojos, volví a poner en su sitio las sillas y fui al recibidor. Me sentía otra vez perfectamente tranquila y segura de mí misma, y en la oscuridad del recibidor llegué a pensar que podía decir a Astarita que me hallaba encinta. Así me dejaría en paz y si no quería hacerme por amor el favor que le pedía, lo haría por piedad.
Abrí la puerta y di un paso atrás. En vez de Astarita, en el umbral estaba Sonzogno.
Llevaba las manos en los bolsillos y al gesto, casi instintivo, que hice de intentar cerrar la puerta, él se opuso abriéndola del todo con un ligero empujón y entró. Yo lo seguí hasta la sala. Se situó junto a la mesa, en la parte que daba a la ventana. Como de costumbre, iba sin sombrero, y apenas entré, sentí sobre mí aquellos ojos fijos y obstinados. Cerré la puerta y pregunté, fingiendo indiferencia:
—¿Por qué has venido?
—Tú me has denunciado, ¿eh?
Me encogí de hombros y me senté al extremo de la mesa diciendo:
—Yo no te he denunciado.
—Te fuiste y bajaste a llamar a la Policía.
Me sentía tranquila. Si en aquel momento sentía algo, más bien era un movimiento de ira que de temor. Él no me imponía ningún temor. Por el contrario, me inspiraba una enorme cólera, lo mismo que todos los que, como él, me impedían ser feliz. Dije:
—Te dejé y me fui a la calle porque amo a otro y no quiero tener nada que ver contigo, pero no llamé a la Policía… Yo no soy una delatora… Los agentes vinieron por su cuenta… Buscaban a otro.
Se acercó a mí, me cogió la cara entre dos dedos a la altura de las mejillas, y me la apretó con una fuerza terrible obligándome a abrir la boca y al mismo tiempo acercándosela a él.
—Da gracias a tu Dios por ser una mujer —dijo.
Seguía atenazándome el rostro, obligándome con dolor a hacer una mueca que debía de ser horrible y ridícula. Sentí un tremendo furor y de un salto me puse de pie, rechazándolo y gritando:
—¡Vete, imbécil!
Volvió a meterse las manos en los bolsillos y se acercó más mirándome con su habitual fijeza en los ojos. Volví a gritar:
—¡Eres un imbécil, con tus músculos, con tus ojitos azules y con tu cabeza rapada! ¡Vete, quítate de delante, cretino!
Pensé que era verdaderamente un imbécil al ver que no decía nada, con una ligera sonrisa en los labios sutiles y torcidos, las manos en los bolsillos, acercándose y mirándome fijamente. Corrí al otro extremo de la mesa, cogí una plancha de las más pesadas que usan las modistas, y grité:
—¡Vete, cretino, o te doy con esto en el hocico!
Vaciló un momento, deteniéndose. En el mismo instante, la puerta de la sala se abrió a mis espaldas y Astarita apareció en el umbral. Evidentemente, había encontrado abierta la puerta del piso y había entrado. Me volví hacia él y grité:
—Di a este individuo que se vaya… No sé qué quiere de mí… ¡Dile que se vaya!
No sé por qué, experimenté un gran placer al observar la elegancia del traje de Astarita. Llevaba un abrigo que parecía nuevo, cruzado por delante, gris. La camisa parecía de seda, con rayas rojas sobre fondo blanco. Una bella corbata gris plateada y con rayas de través, se introducía entre las solapas de su traje azul turquí. Me miró a mí, que todavía blandía la plancha, miró después a Sonzogno, y dijo con una voz tranquila:
—La señorita te dice que te vayas. Bueno, ¿qué esperas?
—La señorita y yo —replicó Sonzogno en voz muy baja— tenemos que hablar de algo… Será mejor que se vaya usted.
Al entrar, Astarita se había quitado el sombrero, un fieltro negro de bordes orlados de seda. Sin prisa lo dejó sobre la mesa y después fue hacia Sonzogno. Me asombró su actitud. Los ojos, habitualmente melancólicos y negros, parecían haberse iluminado con un centelleo combativo y la boca, grande, se estiraba y encogía en una risa de complacencia y desafío. Enseñando los dientes y martilleando las sílabas:
—Conque no quieres irte… Pues ya lo ves, yo te digo que te irás en seguida.
El otro sacudió la cabeza con una negativa, pero con gran asombro por mi parte, retrocedió un paso. Y entonces volvió a mí la idea de lo que era Sonzogno. Y tuve miedo, no por mí sino por Astarita, que lo provocaba con tan ingenua intrepidez. Sentí la misma angustia que, siendo niña, despertaba en mi ánimo en el circo la presencia de un pequeño domador que, con un látigo, hostigaba a un enorme león de dientes amenazadores. Hubiera querido gritar que aquel hombre era un asesino, un monstruo. Pero no tuve fuerza para hablar. Astarita repitió:
—Bien, ¿quieres irte? ¿Sí o no?
Sonzogno volvió a negar con la cabeza y dio otro paso atrás. Astarita avanzó. Estaban frente a frente, los dos de una altura casi igual.
—¿Quién eres? —preguntó Astarita sin dejar de sonreír socarronamente—. Tu nombre… y pronto.
Tampoco contestó Sonzogno.
—No quieres decirlo, ¿eh? —repitió Astarita con un tono casi voluptuoso, como si el silencio de Sonzogno le produjera placer—. No quieres decirlo, ni quieres irte, ¿no es así?
Esperó un momento y después levantó la mano y abofeteó a Sonzogno dos veces, primero en una mejilla y luego en la otra. Yo me llevé un puño a la boca y lo mordí. «Ahora lo mata» —pensé cerrando los ojos. Pero oí la voz de Astarita, que decía:
—Y ahora, desfila… ¡Rápido!
Cuando abrí otra vez los ojos vi que Astarita empujaba a Sonzogno hacia la puerta agarrándolo por la solapa. Sonzogno tenía las mejillas aún enrojecidas por las bofetadas, pero no parecía rebelarse. Se dejaba conducir, como si estuviera pensando en otra cosa. Astarita lo echó fuera de la estancia y después oí un portazo en la escalera y Astarita reapareció en el umbral.
—Pero ¿quién era? —preguntó quitándose maquinalmente la pelusa de la solapa del gabán y dirigiéndose una mirada como si temiera haber descompuesto su elegancia con aquel violento esfuerzo.
—Nunca he sabido su apellido… Sólo sé que se llama Carlo —mentí.
—Carlo —repitió con una risita y moviendo la cabeza.
Después vino a mi lado. Me había puesto al pie de la ventana y miraba a través de los cristales. Astarita me pasó un brazo por la cintura y me preguntó con una voz y una expresión ya cambiadas:
—¿Cómo te encuentras?
—Estoy bien —respondí sin mirarlo.
Él me miraba con fijeza y me ciñó a su cuerpo, con fuerza, sin decir nada. Lo rechacé con dulzura y añadí:
—Has sido muy amable conmigo. Te he llamado para pedirte otro favor.
—Vamos a ver —dijo.
No apartaba sus ojos de mí y no parecía escucharme.
—Aquel joven a quien interrogaste…
—¡Ah, sí! —repuso con una mueca—. Siempre el mismo… No es que haya sido un héroe…
Tuve curiosidad de saber la verdad sobre el interrogatorio de Mino.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Es que tuvo miedo? Astarita contestó moviendo la cabeza:
—Ignoro si tuvo miedo o si no lo tuvo, pero a la primera pregunta lo dijo todo… Si hubiera negado, no hubiese podido hacerle nada porque no había pruebas.
Pensé que todo había ocurrido como decía Mino. Una especie de ausencia repentina, como un hundimiento sin razón alguna, sin que se lo pidieran ni provocaran.
—Bueno —dije—, supongo que cuanto os dijo lo tendréis escrito… Yo querría que hicieras desaparecer todo lo que hayáis escrito.
Sonrió.
—Te manda él, ¿eh?
—No, soy yo —repliqué. Y juré con solemnidad:
—Que me muera ahora mismo si no es verdad.
—Todos querrían que desapareciesen los interrogatorios —dijo Astarita—. Los archivos de la Policía son su mala conciencia. Desaparecido el papel, desaparecido el remordimiento.
Me acordé de Mino y contesté:
—Ojalá fuera verdad, pero esta vez temo que te equivoques.
Me atrajo otra vez hacia él, mi vientre contra el suyo, y me preguntó turbado y balbuciente:
—¿Y tú qué me das a cambio?
—Nada —contesté con sencillez—. Esta vez, realmente nada.
—¿Y si yo me negara?
—Me causarías un gran dolor, porque quiero a ese hombre… y todo lo que le pasa a él es como si me pasara a mí.
—Pero me habías dicho que serías buena conmigo.
—Te lo dije, pero he cambiado de idea.
—¿Por qué?
—Pues… porque sí.
Me apretó de nuevo contra sí y tartamudeando con rapidez y hablándome al oído empezó a suplicarme que, por lo menos por última vez, complaciera su desesperado deseo. No puedo decir lo que me dijo porque, mezcladas con las súplicas, profería enormidades que no sabría escribir, de las que suelen decirse a las mujeres como yo y las que éstas dicen a sus amantes. Las enumeraba con no sé qué meticulosa y abundante precisión, pero sin la alegría desvergonzada que habitualmente acompaña a tales desahogos. Al contrario, lo hacía con una complacencia sombría, como un obsesionado.
He visto una vez a un loco homicida en el manicomio describir al enfermero las torturas a que lo someterían el día que cayera en sus manos, con el mismo tono, nada fanfarrón, escrupuloso y serio, con el que Astarita me susurraba sus obscenidades. En realidad, era su amor lo que me describía de aquel modo, un amor al mismo tiempo lujurioso y tétrico, que a otros hubiera podido parecer simple libido y que yo, en cambio, sabía profundo, completo y, en cierta manera, puro como cualquier otro. Como siempre, me causaba sobre todo compasión, porque en el fondo de aquellas enormidades sentía su soledad y su absoluta incapacidad para salir de ella. Dejé que se desahogara y después dije:
—No quería decírtelo, pero tú me obligas… Haz lo que creas conveniente, pero yo no puedo ser ya la de antes porque estoy encinta.
No pareció asombrarse; ni siquiera se desvió un segundo de su idea fija:
—Bien, ¿y eso qué tiene que ver?
Le había revelado mi estado más que nada para consolarlo de mi negativa. Pero mientras hablaba me di cuenta de que decía realmente lo que estaba pensando y que mis palabras procedían del corazón:
—Cuando me conociste quería casarme… y no fue culpa mía no poder hacerlo.
Seguía rodeándome la cintura con el brazo, pero ahora lo hacía con más flojedad. Esta vez se apartó del todo de mí y dijo:
—¡Maldito sea el día que te encontré!
—¿Por qué? Me has amado.
Escupió a un lado y repitió:
—¡Maldito sea el día que te encontré y maldito el día que nací!
No gritaba ni parecía expresar ningún sentimiento violento. Hablaba con calma y convicción.
—Tu amigo no tiene nada que temer. No se ha transcrito ningún interrogatorio ni se han tenido en cuenta sus informaciones… En los documentos sigue apareciendo nada más como un político peligroso… Adiós, Adriana.
Me había quedado junto a la ventana y le devolví el saludo mirándolo mientras se alejaba. Cogió el sombrero de encima de la mesa y salió sin volverse.
Inmediatamente se abrió la puerta que daba a la cocina y apareció Mino con el revólver en la mano. Lo miré atónita, vacía, sin decir nada.
—Estaba decidido a matar a Astarita —dijo sonriendo—. ¿Crees que me importaba de verdad que mi interrogatorio desapareciera?
—¿Y por qué no lo has hecho? —pregunté.
Mino movió la cabeza:
—Ha maldecido el día en que nació… Dejémosle maldecir unos años más.
Me daba cuenta de que había algo que me angustiaba, pero por muchos esfuerzos que hiciese, no lograba ver qué era.
—De todos modos —dije—, he obtenido lo que quería… En los documentos no aparece nada.
—Ya lo he oído —me interrumpió—. Lo he oído todo. Estaba detrás de la puerta entreabierta… También he visto que es un hombre valiente. Le ha soltado a Sonzogno dos bofetadas realmente magistrales… Hasta en el modo de dar bofetadas hay maneras y maneras y ésas han sido unas bofetadas de superior a inferior, de amo, o de quien se cree amo, a criado… ¡Y cómo las ha aguantado ese Sonzogno! ¡No ha respirado siquiera!
Se echó a reír y se volvió a meter el revólver en el bolsillo.
Me sentí un tanto desconcertada al oír aquel singular elogio de Astarita y pregunté insegura:
—¿Y qué crees que hará Sonzogno?
—¡Bah! ¿Quién sabe?
Había anochecido y la sala estaba sumida en una densa penumbra. Mino se inclinó sobre la mesa, encendió la lámpara de contrapeso y se hizo la oscuridad alrededor de la lámpara. Sobre la mesa estaban las gafas de mi madre y las cartas con las que hacía solitarios. Mino se sentó, cogió las cartas y las miró. Después dijo:
—¿Quieres que juguemos una partida hasta el momento de cenar?
—¡Qué idea! —exclamé—. ¿Una partida de cartas?
—Sí, a la brisca… Anda, ven.
Obedecí. Me senté delante de él y cogí maquinalmente las cartas que me daba. Tenía la cabeza confusa y las manos me temblaban sin saber por qué. Empecé a jugar. Las figuras de la baraja me parecían tener un carácter maligno y poco tranquilizador: la sota de pique, negra, siniestra, con el ojo negro y una flor negra en la mano; la reina de corazones, lujuriosa, deshecha, encendida; el rey de cuadros, panzudo, frío, impasible, inhumano. Al jugar me parecía que entre nosotros había una apuesta muy importante, pero ignoraba cuál era. Me sentí mortalmente triste y de vez en cuando, sin dejar el juego, exhalaba un breve suspiro para comprobar si seguía el peso que me oprimía el pecho. Y me daba cuenta que no sólo no había desaparecido, sino que iba en aumento.
Minó ganó la primera partida y la segunda.
—Pero ¿qué te pasa? —me preguntó mientras barajaba—. Juegas realmente mal.
Dejé las cartas y exclamé:
—No me atormentes así, Mino… Verdaderamente no me encuentro en el estado de ánimo necesario para jugar.
—¿Por qué?
—No lo sé.
Me levanté y di unos pasos por la sala retorciéndome furtivamente las manos. Después propuse:
—Vamos a mi cuarto, ¿quieres?
—Vamos.
Pasamos al recibidor y allí, en la oscuridad, él me cogió por la cintura y me besó en el cuello. Entonces, quizá por primera vez en mi vida, me pareció considerar el amor como él lo consideraba: un medio para aturdirse y no pensar, ni más agradable ni más importante que cualquier otro medio. Le cogí la cabeza entre las manos y lo besé con furor. Y así, abrazados, entramos en mi cuarto. Estaba sumergido en la oscuridad, pero no lo noté. Un resplandor rojo como la sangre me llenaba los ojos y cada uno de nuestros gestos tenía el resplandor de una llama que flameara rápida y repentina escapando del incendio que nos abrasaba.
Hay momentos en los que parece que vamos con un sexto sentido difundido por todo el cuerpo y las tinieblas se nos hacen familiares como la luz del sol. Pero es una visión que no va más allá de los límites del contacto físico, y todo lo que yo podía ver eran nuestros dos cuerpos proyectados en la noche, como, por una negra resaca, los cuerpos de dos ahogados arrojados a un guijarral.
De pronto me encontré tendida en el lecho, con la luz de la lámpara reflejada en mi vientre desnudo. Apretaba los muslos, no sé si por frío o por vergüenza, y con ambas manos me cubría el regazo. Mino me contemplaba y dijo:
—Ahora tu vientre se hinchará… Se hinchará más cada mes y un día el dolor te obligará a abrir estas piernas que ahora cierras tan celosamente, y la cabeza del niño, ya con cabellos, se asomará, y tú lo empujarás a la luz y lo cogerán y te lo pondrán en los brazos… Y tú estarás contenta y habrá otro hombre en el mundo… Esperemos que no tenga que decir lo de Astarita.
—¿Qué?
—«Maldito sea el día que nací».
—Astarita es un desgraciado —repuse—, pero yo estoy segura de que mi hijo será feliz y afortunado.
Después me envolví en la colcha y creo que me adormecí. Pero el nombre de Astarita había despertado en mi ánimo el sentido de angustia que había experimentado después de su partida. De pronto oí una voz desconocida que me gritaba al oído, con fuerza: «Pam, pam», como cuando se quiere imitar el ruido de dos disparos de revólver, y de un salto me senté en la cama, con un vivísimo movimiento de susto y ansiedad. La lámpara seguía encendida. Bajé deprisa del lecho y fui a la puerta para asegurarme de que estaba bien cerrada. Pero tropecé con Mino que, completamente vestido, estaba de pie junto a la puerta, fumando. Confusa, volví al lecho y me senté al borde.
—¿Qué te parece? —pregunté—. ¿Qué hará Sonzogno?
Me miró y dijo:
—¿Cómo puedo saberlo?
—Yo lo conozco —dije logrando por fin traducir en palabras la angustia que me oprimía—. No quiere decir nada que se haya dejado empujar hasta la puerta sin decir palabra… Es capaz de matarlo… ¿Qué crees?
—Eso puede pasar.
—¿Crees que lo matará?
—No me extrañaría.
—Hay que avisarle —grité levantándome y empezando a vestirme—. Estoy segura de que lo matará… ¿Por qué no lo habré pensado antes?
Seguí vistiéndome lo más rápidamente posible sin dejar de hablar de mi miedo y mi presentimiento. Mino no decía nada, fumaba y paseaba a mi alrededor. Por último, le dije:
—Voy a casa de Astarita… A esta hora suele estar en su casa… Tú espérame aquí.
—Voy contigo.
No insistí. En el fondo me gustaba que me acompañara porque me sentía tan agitada que temía encontrarme mal. Me puse el abrigo y le dije:
—Tendremos que coger un taxi… ¡Pronto!
Mino se puso el gabán y salimos.
En la calle eché a andar aprisa, casi corriendo, y Mino me seguía, cogiéndome el brazo y alargando el paso. Al poco tiempo dimos con un taxi, subí apresuradamente y di la dirección de Astarita. Era una calle en el barrio de Prasti. Yo no había ido nunca, pero sabía que no estaba lejos del Palacio de Justicia.
El taxi empezó a correr y yo, como fuera de mí, me puse a seguir la carrera, inclinada hacia delante, mirando las calles por encima del hombro del conductor. De pronto oí a Mino hablar en voz baja como consigo mismo: «¿Qué puede ser? Una serpiente ha devorado a otra serpiente». Pero no le hice caso. Cuando estuvimos delante del Palacio de Justicia, hice parar al taxi, bajé y Mino pagó. Atravesamos corriendo los jardincillos por los paseos con gravilla, entre los bancos y árboles. La calle en la que vivía Astarita se me presentó de pronto ante los ojos, larga y recta como una espada, iluminada en toda su longitud por una hilera de grandes farolas blancas. Era una calle de edificios regulares y macizos, sin tiendas, y parecía desierta. Astarita tenía un número alto, debía de estar al final. Era tanta la tranquilidad de aquella calle que dije:
—Puede que todo haya sido una imaginación mía, pero tenía que hacerlo.
Pasamos tres o cuatro de aquellos edificios y otras tantas bocacalles y después Mino dijo con voz tranquila:
—Pero debe de haber sucedido algo… Mira.
Levanté los ojos y, a no mucha distancia, vi un grupo de gente delante de uno de aquellos portales. Una hilera de personas se alineaba al borde de la acera y miraba a lo alto, hacia el cielo oscuro. Estuve inmediatamente segura de que aquél era el portal de Astarita. Eché a correr y me pareció que Mino también corría.
—¿Qué es? ¿Qué ha pasado? —pregunté jadeante a los primeros del grupo que se estrujaba frente al portal.
—No se sabe bien —contestó el individuo al que me había dirigido, un muchachote rubio, sin sombrero ni abrigo, que sujetaba por el manillar una bicicleta—. Alguien que se ha tirado por el hueco de la escalera… o lo han tirado… Los guardias han subido al tejado y andan buscando a otro.
A fuerza de codazos me abrí paso, entré en el portal, que era espacioso y bien iluminado y estaba lleno de gente. Una escalera blanca con el pasamanos de hierro forjado subía en amplia curva por encima de todas las cabezas. Cuando avanzaba, casi impelida por mi impulso interno, pude ver por encima de todos los hombros allí agolpados un espacio libre del pavimento, debajo de la escalera. Una pilastra redonda de mármol blanco sostenía una figura de bronce dorado, alada y desnuda, con un brazo en alto que sostenía una antorcha de vidrio opaco con una bombilla dentro. Precisamente debajo de la pilastra, una sábana cubría en el suelo un cuerpo humano. Todos miraban a un mismo lado y yo también miré y vi que miraban un pie calzado de negro que asomaba por el borde de la sábana. En aquel momento varias voces empezaron a gritar imperiosamente: «¡Atrás! ¡Fuera, fuera! ¡Atrás!», y me sentí empujada con violencia, junto con los demás, hasta la calle. Los dos grandes batientes del portal se cerraron inmediatamente.
Con voz apagada dije a alguien que estaba detrás de mí:
—Mino, vamos a casa.
Al mismo tiempo me volví. Y vi una cara desconocida que me miraba con extrañeza. La gente, después de haber protestado a gritos y de haber golpeado en vano el portal cerrado, se desparramaba por la calle haciendo comentarios. Otros llegaban de todas partes corriendo; dos coches y un ciclista se habían detenido a preguntar. Me puse a dar vueltas con creciente ansiedad por entre el gentío, mirando una a una todas aquellas caras, sin atreverme a decir nada. A veces, unas nucas y unas espaldas me parecían las de Mino y cuando lograba meterme dentro de los grupos veía solamente caras desconocidas que me miraban con sorpresa. La gente se agolpaba aún delante del portal. Sabían que allí había un cadáver y todavía esperaban verlo. Permanecían apretados, con caras pacientes y serias, como cuando se hace cola a la puerta de un teatro. Yo seguía dando vueltas y de pronto me di cuenta de que ya los había visto a todos y que las caras empezaban a repetirse.
En uno de los grupos me pareció oír el nombre de Astarita y me di cuenta de que no me importaba ya nada y que mi angustia se centraba ahora en Mino. Por fin me convencí de que ya no estaba allí. Debía de haberse alejado mientras yo iba hacia el portal. No sé por qué pensé que debería haber esperado aquella huida y me sorprendió no haberlo pensado antes. Reuní todas mis fuerzas y me arrastré hasta la plaza, tomé un taxi y di la dirección de mi casa. Pensaba que Mino podía haberme perdido y que habría vuelto a casa. Pero estaba casi segura de que no era así.
No estaba en casa ni vino por la noche ni el día siguiente. Permanecí encerrada en mi cuarto, dominada por un malestar ansioso tan profundo que me temblaba todo el cuerpo. Pero no tenía fiebre; era como si viviera fuera de mí misma, en un aire anormal y excesivo en el que cada visión, cada rumor o cada contacto me hacían daño y me hacían desfallecer. Nada podía distraerme del pensamiento de Mino, ni siquiera las detalladas descripciones del nuevo delito de Sonzogno que llenaban todos los periódicos que mi madre me había traído.
El crimen llevaba la señal inconfundible de Sonzogno. Tal vez habían luchado un momento en el rellano, delante de la puerta del piso de Astarita, y después Sonzogno había lanzado a Astarita contra el pasamanos y lo había levantado arrojándolo por el hueco de la escalera. Esta crueldad era excesivamente expresiva: ningún otro que no fuera Sonzogno habría pensado en matar a un hombre de aquella manera. Pero, como he dicho, yo no tenía más que un pensamiento y ni siquiera consiguieron interesarme las noticias que contaban que más tarde, a altas horas de la noche, Sonzogno había sido muerto a balazos mientras escapaba por los tejados como un gato.
Sentía una especie de náusea por cualquier ocupación, cualquier distracción o simplemente cualquier pensamiento que no se refiriera a Mino, y al mismo tiempo, pensar en Mino me llenaba de angustia incontenible. Dos o tres veces pensé en Astarita y, recordando su amor por mí y su melancolía, experimenté un fuerte sentimiento impotente de piedad por él y me dije que si no me hubiera sentido tan ansiosa por Mino, habría rezado por su alma a la que nunca había sonreído una luz y que había sido separada del cuerpo de aquella manera tan prematura y tan inhumana.
Así pasé todo aquel primer día, toda la noche y todo el día siguiente y la noche que siguió. Estaba echada en la cama o sentada en la butaca a los pies del lecho. Apretaba fuertemente entre las manos una chaqueta de Mino que había encontrado en el perchero y de vez en cuando la besaba con pasión o la mordía para frenar mi inquietud. Y cuando mi madre me obligó a comer algo, manejaba el cubierto con una mano y con la otra seguía apretando convulsivamente la chaqueta. Mi madre quiso meterme en cama la segunda noche y yo me dejé desnudar pasivamente. Pero cuando quiso quitarme la chaqueta de las manos dejé escapar un grito agudísimo y mi madre se asustó mucho. Ella no sabía nada, pero más o menos había comprendido que mi desesperación se debía a la ausencia de Mino.
El tercer día conseguí hacerme una idea a la que me aferré tenazmente toda la mañana aunque, oscuramente, sintiera su falta de fundamento. Pensé que Mino se habría asustado al saber que yo estaba encinta, que habría querido sustraerse a las obligaciones que imponía mi estado y que seguramente habría ido a su casa, en provincias. Era una fea suposición, pero prefería imaginarlo cobarde antes de aceptar otras hipótesis que no podía menos de formularme acerca de su fuga. Eran hipótesis tristísimas que me parecían sugeridas por las circunstancias que habían acompañado su desaparición.
Aquel mismo día, a eso de las doce, mi madre entró en mi cuarto y puso una carta sobre mi cama. Reconocí la letra de Mino y no pude reprimir un movimiento de júbilo. Esperé que mi madre hubiera salido y que mi turbación hubiese pasado. Después abrí la carta y leí:
Queridísima Adriana,
cuando recibas esta carta ya habré muerto. Cuando he abierto el revólver y he visto que estaba descargado, he comprendido que habías sido tú y he pensado en ti con gran afecto. ¡Pobre Adriana! Tú no conoces las armas y no sabías que había una bala en el cañón. Y el hecho de que no lo hayas descubierto me ha confirmado en mi propósito. Además, hay muchas maneras de matarse —como ya te dije—, no puedo aceptar lo que he hecho. Estos últimos días me he dado cuenta de que te amo, pero si fuera lógico debería odiarte; porque todo lo que odio en mí y me ha sido revelado en mi interrogatorio, lo eres tú en sumo grado. En realidad, en aquel momento cayó el personaje que debería haber sido y fui sólo el hombre que soy. No hubo ni cobardía ni traición; sólo una misteriosa interrupción de la voluntad. Quizá no tan misteriosa, pero esto me llevaría demasiado lejos. Baste decir que, al matarme, vuelvo a dejar las cosas en el orden que deben tener.
No temas, no te odio; por el contrario, te quiero tanto que sólo pensar en ti me basta para reconciliarme con la vida. Si hubiera sido posible, habría vivido, me habría casado contigo y hubiéramos sido, como tú dices a menudo, muy felices juntos. Pero no es posible.
He pensado en el hijo que va a nacer y he escrito en este sentido dos cartas, una a mi familia y otra a un abogado amigo mío. En fin de cuentas, son buena gente y aunque no podamos hacernos ilusiones acerca de sus sentimientos para contigo, estoy convencido de que cumplirán con su deber. En el caso improbable de que se negaran, no debes vacilar en acudir a la ley. Ese abogado amigo mío irá a verte y puedes fiarte de él.
Piensa alguna vez en mí. Un abrazo de tu Mino.
P. D. El nombre de mi amigo abogado es Francesco Lauro. Su dirección: calle Cola di Rienzo, 3.
Leída la carta, me eché en cama, oculté mi cabeza entre sábanas y lloré a más no poder. No puedo decir cuánto tiempo lloré. Cada vez que me parecía acabar, una amarga y violenta herida, un desgarrón, se producía en mi pecho y estallaba en nuevos sollozos. No gritaba, aunque tenía ganas, porque temía llamar la atención de mi madre. Lloraba en silencio y sentía que era la última vez que lloraría en mi vida. Lloraba a Mino, a mí misma, a todo mi pasado y todo mi porvenir.
Por fin, sin dejar de llorar, me levanté, y aturdida, mareada, con los ojos nublados por las lágrimas, me vestí apresuradamente. Me lavé los ojos con agua fría, me maquillé lo mejor que pude la cara roja e hinchada y salí a escondidas, sin avisar a mi madre.
Corrí a la comisaría del barrio y pedí ser recibida inmediatamente por el comisario. Escuchó mi historia y dijo con aire escéptico:
—Realmente, no tenemos ninguna noticia… Verás como lo ha pensado mejor.
Yo deseaba que tuviera razón. Pero al mismo tiempo, no sé por qué razón, sentí una gran irritación contra él.
—Usted habla así porque no lo conoce —dije con aspereza—. Cree que todos son como usted.
—Pero, en resumen —dijo—, ¿lo quieres vivo o muerto?
—¡Quiero que viva! —grité—. Quiero que viva, pero tengo miedo a que haya muerto…
Pensó un momento y por fin dijo:
—Cálmate… Cuando escribió esa carta tal vez quería matarse de veras, pero después puede haberse arrepentido… Es humano… A todos puede sucedemos.
—Sí, es humano —balbucí sin saber qué estaba diciendo.
—De todos modos, vuelve esta tarde —concluyó—. Esta tarde podré decirte algo más.
Desde la comisaría fui a una iglesia. Era la misma iglesia en la que me habían bautizado y donde había recibido la confirmación y la primera comunión. Una iglesia muy antigua, larga y desnuda, con dos hileras de columnas de piedra tosca y un pavimento de lajas grises lleno de polvo. Pero al otro lado de las columnas, en la oscuridad de las naves laterales, se abrían unas capillas muy ricas y doradas, semejantes a grutas profundas llenas de tesoros. Una de aquellas capillas estaba dedicada a la Virgen. Me arrodillé en aquella oscuridad, sobre el suelo, ante la barandilla de bronce que cerraba la capilla. La Virgen estaba pintada en un gran cuadro oscuro, detrás de muchos jarrones llenos de flores. Tenía al niño en brazos, y a los pies, arrodillado y con las manos juntas, un santo con hábito de fraile en adoración. Me incliné hasta el suelo y golpeé con fuerza la frente en las lajas del pavimento.
Besando muchas veces la piedra, hice una cruz en el polvo e invoqué a la Virgen e hice de todo corazón un voto. Prometí no dejar que ningún hombre se me acercara jamás, ni siquiera Mino. El amor era la única cosa en el mundo que me importaba y me gustaba y creí que por la salvación de Mino no podía hacer mayor sacrificio. Después, aún inclinada y con la frente en el suelo, recé sin palabras y sin pensamientos, sólo con el ímpetu del corazón, y estuve rezando un largo rato. Y cuando me levanté tuve una especie de deslumbramiento, como si la tupida sombra que llenaba la capilla se quebrara de pronto, y entraba una repentina claridad que daba sobre la Virgen que me miraba con dulzura y bondad, pero me pareció que con la cabeza hacía una seña negativa, como diciéndome que no aceptaba mi oración. Fue cosa de un segundo. Después me encontré de pie junto a la barandilla al lado del altar. Más muerta que viva me santigüé y volví a casa.
Pasé el resto del día contando los minutos. Y al atardecer volví a la comisaría. El comisario me miró de un modo especial. Sentí que iba a desvanecerme y dije con un hilo de voz:
—Entonces, es verdad… Se ha matado.
El comisario cogió una fotografía de su mesa y me la tendió diciéndome:
—Un hombre no identificado se ha dado muerte en un hotel próximo a la estación… Mira a ver si es él.
Cogí la fotografía y lo reconocí inmediatamente. Lo habían fotografiado del pecho a la cabeza, al parecer echado en una cama. Desde la sien, en la que se había disparado el tiro, unos hilos de sangre negra le atravesaban la cara. Pero bajo la sangre el rostro tenía una expresión serena, como nunca se la había visto mientras vivía.
Dije con voz apagada que efectivamente era él y me levanté. El comisario quería hablar aún, quizá para consolarme, pero no le hice caso y salí sin volverme.
Volví a casa y esta vez me arrojé en brazos de mi madre, pero sin llorar. Sabía que estaba asombrada y no entendía nada, pero seguía siendo la única persona a la que podía confiarme. Se lo conté todo, el suicidio de Mino, nuestro amor y que estaba encinta. Pero no le dije que Sonzogno era el padre de mi hijo. También le hablé de mi voto y le aseguré que deseaba cambiar de vida y que volvería a hacer camisas junto con ella o iría a servir a alguna casa. Mi madre, después de haber intentado consolarme con una serie de frases estúpidas pero sinceras, dijo que no debía precipitar las cosas. Ahora había que ver qué iba a hacer la familia.
—Eso es algo que corresponde a mi hijo —contesté—, no a mí.
La mañana siguiente, inesperadamente, se presentaron los dos amigos de Mino, Tullio y Tommaso. También ellos habían recibido una carta de Mino en la que, después de anunciarles que pensaba matarse, les advertía lo que él llamaba su traición y les ponía en guardia contra sus consecuencias.
—No temáis —dije con aspereza—. Si tenéis miedo, podéis estar tranquilos… No os ocurrirá nada en absoluto.
Y les conté lo de Astarita y cómo éste, el único que sabía todo aquello, había muerto y que el interrogatorio no constaba por escrito y que ellos no habían sido denunciados. Me pareció que Tommaso estaba sinceramente apenado por la muerte de Mino, pero que el otro aún no había reaccionado del susto. Al cabo de un rato, Tullio dijo:
—Pero nos ha dejado en un buen lío. ¿Quién podrá en lo sucesivo fiarse de la Policía? Nunca se sabe… Ha sido una verdadera traición.
Y se frotó las manos, acabando como de costumbre en una risa descompuesta, como si la cosa fuera verdaderamente cómica.
Me levanté indignada y dije:
—¡Qué traición ni qué tonterías! Se ha matado… ¿Qué más queréis? Ninguno de vosotros habría tenido valor para hacer lo mismo… Y además os digo que no tenéis ningún mérito si no habéis traicionado, porque sois dos desgraciados, dos miserables, dos muertos de hambre, que nunca habéis tenido un céntimo, y las vuestras son unas familias de desgraciados, de pobretones, de miserables y si las cosas os van bien tendréis finalmente lo que no habéis tenido nunca y viviréis bien vosotros y vuestras familias… Pero él era rico, había nacido en una familia rica, era un señor, y si hacía lo que hacía era porque creía en ello y no porque esperara nada. Él tenía mucho que perder, al contrario de vosotros que podéis ganarlo todo. Deberíais avergonzaros de venir a hablarme de traición…
El pequeño Tullio abrió su enorme boca como para contestarme, pero el otro, que me había comprendido, lo detuvo con un gesto y me dijo:
—Usted tiene razón… Esté tranquila… Yo al menos pensaré siempre bien de Mino.
Parecía conmovido y sentí simpatía por él porque se veía que había querido de veras a Mino. Después me saludaron y se fueron.
Al quedarme sola, me sentí casi aliviada en mi dolor por todo lo que había dicho a aquellos dos individuos. Pensé en Mino y pensé en mi hijo. Pensé que iba a nacer de un asesino y una prostituta, pero a todos los hombres les puede suceder matar y a todas las mujeres darse por dinero, y lo que más importaba era que naciera bien y se criase sano y fuerte. Y decidí que si era varón lo llamaría Giacomo en recuerdo de Mino. Pero si era una hembra la llamaría Letizia porque quería que, a diferencia de mí, tuviese una vida alegre y feliz y estaba segura de que, con la ayuda de la familia de Mino, la tendría.
FIN DE «LA ROMANA»