Epílogo: Patrulla a pie por el abismo

Imágenes de las guerras asimétricas del futuro: espirales de humo retorcidas suben de coches secuestrados, helicópteros del ejército revoloteando sobre una ciudad como mosquitos encima de un charco de agua, soldados y policías fuertemente armados caminando en hilera a ambos lados de una calle residencial…

Cae la noche.

El cielo tiene color de cerveza negra.

Los soldados llevan fusiles semiautomáticos con mira telescópica y visten protección blindada completa. Nosotros, los polis empotrados, llevamos chalecos antibalas y cargamos con subfusiles Sterling.

Vamos vigilando ventanas y tejados. Con amplio espacio entre cada efectivo para que una bomba o un lanzagranadas no nos mate a todos.

Cada cien metros se sustituye la primera línea. Cada doce pasos más o menos el hombre de cola da media vuelta y retrocede uno o dos pasos.

Hasta nosotros, los veteranos más curtidos, bombeamos adrenalina. La calle está llena de civiles y cualquiera de ellos podría ser el que vigila para un artificiero del IRA dispuesto a detonar una bomba lapa debajo de algún coche o escondida en alguna alcantarilla de la calzada. Podría haber asesinos invisibles que esperan detrás de puertas o ventanas con rifles de francotirador o granadas antitanque.

¿Para eso es para lo que se enrolaron esos reclutas? Los soldados ingleses que crecieron viendo Zulú y El día más largo.

Así van a ser las cosas de ahora en adelante.

Guerras en ciudades.

Guerras llenas de civiles por todas partes.

Comete un error y estarás muerto.

Comete otro tipo de error y saldrás los telediarios.

Vamos andando por el laberinto de casas adosadas de ladrillo rojo a los lados de Falls Road. Esta parte de Belfast Oeste arruinada por este conflicto endémico y la catástrofe económica y el culto a los mártires suicidas.

Socavones de bomba. Terrenos baldíos. Helicópteros que levantan polvo de piedras y ladrillos pulverizados.

Recuerda el ruido de las botas sobre los adoquines. Recuerda los ojos que te vigilan. Recuerda el miedo.

Recuerda lo que se ve: la escena de una emboscada famosa, los grafitos que proclaman «Muerte a los enemigos del IRA», una hoguera en medio de una calle.

En un cruce de caminos han encerrado a un gato en la jaula de un pájaro. Un soldado joven titubea y se vuelve a mirar a su oficial. Quiere salvar al gato pero todos los demás le dicen que no con la cabeza. Sería muy fácil que fuera una bomba trampa. Cosas como esas y aún peores se hicieron en el pasado.

La gente nos grita mientras vamos andando.

Otros hacen gestos de cortar gargantas.

Yo creía que mis días de patrullar a pie se habían terminado. El sudor ya me corre muslos abajo. Un crío que juega con una pelota de fútbol chutando contra el bordillo de la acera llama mi atención.

—Bang, bang, estás muerto —me dice moviendo los labios sin emitir sonido.

Simulo que me ha entrado una bala en la barriga y me sonríe.

Corazones y mentes.

Un corazón y una mente.

Las patrullas entran en Divis Drive.

Ya va estando oscuro. El sol se ha puesto detrás de Knockagh. Hace frío. Dicen que más tarde puede que nieve. Ahora estamos ya en el Reilig Bhaile an Mhuilinn, como lo llaman los republicanos. El cementerio de Mill Town para usted y para mí.

Ahí es donde el IRA entierra a sus muertos.

—Vamos a echar una ojeada por el cementerio, muchachos —dice el oficial al mando. Es un escocés de Edimburgo. Todavía un muchacho, en realidad. Recién salido de Sandhurst. Debe de tener veinte o veintiuno. Del tercer batallón del Regimiento Real de Escocia. Mi vida en las manos de un teniente novato que patrulla por una ciudad que no conoce en lo que debe de ser su primera o tal vez segunda patrulla de combate.

Cruzamos Falls Road en fila india.

El tráfico espera a que pasemos.

Cruzamos las verjas del cementerio. Un sargento de la plaza mayor ya veterano le susurra algo al teniente. El oficial sonríe y asiente aceptando la sugerencia del sargento.

Miro a los otros dos policías que patrullan conmigo. Se encogen de hombros. Tampoco ellos tienen la menor idea de en qué andan los soldaditos.

La patrulla se dirige directamente a la zona republicana. Las tumbas de todos los hombres y mujeres del IRA muertos por Irlanda.

Llegamos al lugar de reposo final de Bobby Sands. El mártir de los mártires. El comandante del IRA encarcelado en la prisión de Long Kesh que murió tras sesenta y seis días de huelga de hambre.

El sargento se saca algo de un bolsillo de debajo de su chaqueta de kevlar y lo deja sobre la lápida de mármol.

Es un paquete de galletas integrales.

Los soldados se ríen.

Los otros policías y yo no.

Más tarde…

Voy en mi coche hacia Carrickfergus entre la lluvia. Entro en casa y me hago unas salchichas. Me sirvo un vaso de whisky Islay. Como y bebo y me adormilo delante de la tele.

De repente, la pantalla parpadea y se va la luz. Me quedo esperando, pero la luz no vuelve. Seguro que el IRA ha volado alguna línea de alta tensión o una subestación.

Me quedo sentado a oscuras tomándome mi whisky turboso, ahumado, punzante, casi dolorosamente bueno. Empiezo a aburrirme y pongo pilas a la radio de onda corta. Sintonizo Radio Albania, mi antigua favorita. Una música de piano dramática brama desde los altavoces estéreo. La música se termina bruscamente y un locutor con acento americano continúa con el boletín de noticias a mitad de frase: «… niveles de producción. El camarada Enver Hoxha se reúne con una delegación de los sóviets de trabajadores y les felicita por su incremento de tres cifras en la producción de acero».

Más tarde…

Cargo la estufa y me tumbo con un edredón mientras escucho los ruidos del exterior: bebés que chillan, críos que gritan, policías a toda velocidad por la carretera de arriba, helicópteros del ejército petardeando amenazadores sobre las aguas negras…

—¡No soporto esa cara tuya de borracho! —vocifera una mujer desde el adosado de atrás.

—¡Menos soporto yo la tuya! —responde un hombre.

Me tapo la cabeza con el cojín del sofá. Y entonces, por fin, hay silencio…

La tele revive con un zumbido a las siete de la mañana dando la noticia de que han detenido a John DeLorean por contrabando de cocaína. Al parecer DeLorean creía que podía vender una enorme cantidad de cocaína en Irlanda, lo que le serviría para rescatar su tambaleante fábrica de coches, pero resultó que todo el asunto era un montaje del FBI.

—Del puto efe, el puto be y el puto i.

Me siento más cerca del televisor.

La fábrica DeLorean de Belfast ha interrumpido su funcionamiento. Sus tres mil trabajadores son puestos en la calle de inmediato, con lo que la cifra de desempleo en Belfast sube al veinte por ciento.

Los hombres van saliendo por las verjas de la factoría con cara de desolación absoluta.

Un comentarista dice que eso significa el final de Irlanda del Norte como centro manufacturero.

—¡Y tal vez incluso el final de la propia provincia! —Muestra su acuerdo otro reportero.

Aparece en pantalla un tipo del sindicato y promete que habrá motines y manifestaciones. Esa mañana, más tarde, recibimos todos un mensaje de que se cancelan los permisos. Pero al final no llega a haber disturbios porque los sindicatos no tienen fuerza ni los trabajadores tampoco, y en este país el auténtico poder está en manos de los que tienen las armas.

La pequeña multitud plantada ante la fábrica de Dunmurry salmodia una y otra vez delante de las cámaras: «¡Queremos trabajo! ¡Queremos trabajo! ¡Queremos trabajo!»; pero al final hasta ellos tienen que refugiarse dentro porque la lluvia implacable de un gran frente tormentoso cuyo inexorable avance hacia el este se ha detenido sobre Belfast está ahora destinada a caer y caer sobre la ciudad durante mucho… mucho tiempo.