17: El hombre del tesoro
Desembarqué a la agente Sandra Pollock en la RUC de Larne y seguí a Carrickfergus en el BMW. En algún punto del condado de Antrim habían derribado un helicóptero Puma del ejército con un lanzagranadas o un misil tierra-aire y, como resultado, carreteras principales y caminos secundarios estaban inundados de soldados rabiosos en uniforme de faena verde deteniendo como idiotas uno de cada tres coches. Por supuesto, fui uno de los afortunados en ser detenido. Enseñé mi acreditación a la tropa pero ni caso. Dos de ellos me apuntaron con sus fusiles de asalto FN FAL mientras sus camaradas registraban el maletero.
—¿Qué es esto? —me preguntó un galés encabronado enseñándome una pistola de señales.
—Una pistola de señales.
—¿Para qué?
—Para lanzar señales.
La cosa podría haberse prolongado un rato, o al menos hasta que cualquiera de los camaradas del galés me pegase un tiro, pero en vez de eso decidieron dejarme pasar.
De vuelta en Carrick, los maderos andaban cachondeándose con una versión falsa del Belfast Telegraph que algún grupo republicano había impreso al estilo Samizdat. Uno de los titulares decía «Osos polares capturan a la fuerza de intervención en las Malvinas», lo que ni siquiera era correcto en sentido geográfico.
—Échale una mirada a esto, Duffy —dijo el sargento Quinn.
—Esto…, no, gracias, algunos tenemos trabajo —le dije con intención.
En la sala de reuniones del CID McCrabban tenía noticias. Después de incordiar un poco, el cónsul general de Estados Unidos en Belfast nos había mandado una segunda ficha del FBI, un poquito más larga, de Bill O’Rourke. Ya conocíamos casi todo el contenido. O’Rourke había trabajado toda la vida en el IRS. No había estado involucrado en ninguna actividad fraudulenta ni delictiva, y hasta donde el FBI había averiguado su única falta era aquella multa por exceso de velocidad de la que nos había hablado la policía local. La verdad es que el informe era bastante breve. Tres párrafos. Un par de faltas de ortografía. Venía firmado por un tal Anthony Grimm, agente especial. Pero algo había allí que no me sonaba del todo bien.
—Tal vez debíamos hablar con él —dije.
—¿Con quién?
—Con Grimm. A mí me suena a otro nombre falso.
—Tú y tus nombres falsos. ¿Todavía no estás contento? —me preguntó Crabbie.
—Está claro que hicieron lo mínimo indispensable. Quiero que vuelvas a contactar con el cónsul a ver si te chirría alguna otra cosa —le dije.
—En el consulado ya están hartos de nosotros —se quejó McCrabban.
—Seguro que vas a hacer todo lo que puedas —insistí.
Les conté a Matty y a él mis aventuras del día en Larne e Islandmagee. Mientras lo iban asimilando, les conté lo de la nota anónima y el versículo de la Biblia, la mujer misteriosa y su detención.
—Bien. ¿Qué pensáis vosotros entonces, muchachos? ¿Es algo o no es nada?
Matty no estaba impresionado. Según su experiencia, las mujeres eran capaces de cualquier clase de locura solo por metérsete en la cabeza, pero McCrabban se entusiasmó porque le gustaba cualquier cosa que tuviera que ver con exégesis bíblicas.
—¿Tomamos alguna cosita, chicos, queréis? —dije, y me fui a la cocina, preparé tres tazones de té, cogí unas galletas de chocolate y se lo llevé todo a los muchachos.
—¿Y qué? ¿Alguna onda cerebral? —pregunté.
—El enfoque McAlpine me suena cada vez más a maniobra para distraer la atención. Lo de la nota es un poco más interesante, pero no mucho. ¿La mujer? ¿Alguna que conociste en un pub que va tras de ti? Probablemente no sea relevante para nosotros en este caso particular, ¿no crees? —dijo Matty.
—¿Cuál es tu apuesta, Crabbie?
—Estoy de acuerdo con el joven Matty. En el enfoque McAlpine puede haber algo, pero es un algo que le corresponde a la RUC de Larne. O a la Special Branch. ¿Lo de la nota? Bueno, eso tengo que pensármelo. En Corintios hay cosas realmente buenas.
—¿Tendríamos que olvidarnos de lo de McAlpine?
—No me parece que sea la mejor forma de usar nuestros recursos, Sean. El hecho de que quien mató a O’Rourke usara la maleta vieja de McAlpine que sacó del Ejército de Salvación no va a ninguna parte. Si hubiera utilizado una maleta vieja de la princesa Diana no perderíamos todo este tiempo en investigarla —dijo Crabbie con sobriedad.
—Conociendo a Sean, yo diría que seguro que la investigaba, el viejo perro salido —intervino Matty.
Los dos se alegraron de cerrar el capítulo de Emma McAlpine, al menos de momento. Me tomé una galleta de chocolate y nos pusimos a pensar en la nota, pero resultó imposible decidir si era alguien que jugaba con nosotros o no. De todas formas, lo anoté todo en la carpeta del caso por si acababa siendo significativo.
A nadie se le ocurrió ninguna otra cosa. Me fui a mi despacho y fingí trabajar, pero en realidad maté el tiempo pintando gafas y bigotes a todos los mamones que salían en el Daily Mail, y eso suma un montón de mamones.
Un golpecito en la puerta. Era McCrabban, sin chaqueta, mostrando una camisa amarilla con una corbata verde estampada.
—Pasa.
—Ha llamado Fallows, de la oficina del cónsul —dijo McCrabban—. Quieren que liberemos el cadáver de la morgue. Les gustaría enterrar a O’Rourke en el cementerio nacional de Arlington. Al parecer es algo importante. Un auténtico honor.
—No me fío de ese tío, Fallows. Algunas de sus respuestas no me dejaron del todo contento —dije.
—Me pareció un falso —asintió McCrabban.
—Tú crees que cualquiera que no se haya educado en la fe de la Iglesia presbiteriana libre es un falso. De todos modos, ¿puede ser que el consulado quiera dar carpetazo a este asunto? ¿Tú qué dices?
Normalmente, Crabbie entraba al trapo ante cualquier atisbo de conspiración, pero esta vez vi escepticismo en sus ojos. Sabía como sabía yo que las vías empezaban a cerrarse una tras otra. Toda aquella deriva hacia McAlpine había sido solo una tentativa de ocultar el hecho de que el caso entero avanzaba lentamente hacia una vía muerta.
—No lo sé, colega —masculló.
—Diles que podrán recoger el cadáver —dije.
—Vale.
Me comí una galleta, miré el mar, continué mi trabajo sobre el Mail.
Pasaba el tiempo.
Tal vez a alguien se le ocurriera algo en algún sitio. Otro golpecito en la puerta y Crabbie entró de nuevo.
—¿Y bien?
—He hablado con tu hombre, Fallows. No creo que sepa nada. No es más que un funcionario. Le dije que podrían embarcar el cuerpo para casa. Pareció quedar satisfecho —dijo Crabbie.
—Muy bien —bostecé—, lo escribiré todo mañana. Dile a Matty que podemos marcharnos a casa —dije.
—Me quedaré y lo redactaré yo. De todos modos, quiero estudiar para el examen de sargento —murmuró McCrabban.
—Como te apetezca, colega —dije, pero luego pensé que tendría que haber dicho—: Muchísimas gracias, Crabbie.
Salí a la calle, me subí el cuello del chaquetón.
Me metí en el BMW y logré llegar a casa de modo razonablemente rápido. Esta vez solo me paró una patrulla. Un puñado de fusileros gurka que estaban muy lejos de Nepal. Ninguno sabía hablar inglés.
Cuando por fin llegué a Coronation Road, la calle estaba llena de críos que jugaban al fútbol. Me dio pena interrumpir el partido, así que aparqué en Victoria Road e hice el resto del camino andando.
Cuando iba a entrar en casa, me vio Bobby Cameron desde la puerta.
—Eh, Duffy, necesito que me ayudes —dijo.
Bobby no era solo el comandante local de los paramilitares, sino también el hombre al que le debía la vida, porque hacía un año le pegó un tiro a un hombre que me estaba disparando. Sabía que estaba en deuda con él y eso le encantaba.
—¿Sí? —dije.
—Ven conmigo —murmuró.
—¿Dónde?
—Ven conmigo y ya está. Tenemos un problemilla.
—Dime de qué va la cosa.
—¡Tú ven!
—Hasta que no me lo digas, no.
Me miró furibundo. La lluvia era ligera, pero los dos nos estábamos empapando.
—¡Muy bien! Cuando llegue el problema tú acuérdate solo de que intenté impedirlo y tú no quisiste mover el culo, joder —dijo.
—¿Qué problema?
—¡Demasiado tarde! Ya tuviste tu puta oportunidad, madero. ¡Tuviste tu puta oportunidad! —dijo enfadado.
Me metí en casa y cerré la puerta. Me quité el impermeable y lo dejé caer al suelo. Había sido un día psicológicamente agotador y estaba destrozado. Me preparé un gimlet de vodka y me arrellané delante de la tele. Vi Rockford Files. Era imposible que no te gustara eso de que Rockford la cagara todo el tiempo y viviera en la más pura penuria con su viejo en una caravana. Resultaba de lo más adecuado para un policía. Sonó el teléfono.
—Cuéntame lo de la chica y su coartada —me dijo Tony.
—No hay coartada. Dijo que estaba leyendo a George Eliot.
—¿Rebelión en la granja y todo eso?
—Te estás confundiendo con George Orwell.
—¿Dougherty había ido a verla?
—Había ido. Me dijo que estaba borracho y cabreado, no muy en sus cabales.
—¿Y eso era propio de él?
—Sí, creo que sí. Le pregunté si alguna vez había disparado con una pistola —dije.
—¿Y ella qué dijo?
—Dijo que no, pero que había disparado muchas veces con escopeta.
—¿Y quién no? ¿Qué piensas entonces? ¿Lo mató ella?
—¿A quién?
—A Dougherty.
—No lo sé.
—¿Le aplicaste el tercer grado?
—Sí.
—¿Y qué?
—No tengo ni idea.
—Dios. No eres de mucha ayuda, ¿eh?
—No.
—Supongo que entonces tendré que ir a verla yo también.
—Supongo que sí.
Tony decidió dejarlo así. Detectó un tono en mi voz que no le gustó del todo.
—¿Te encuentras bien, colega? Quiero decir, ¿estás bien? —preguntó con tono de hermano mayor.
—Sí, estoy bien.
Larga pausa.
—Cuando haya cruzado el charco puedo buscar una plaza para ti también, ¿sabes? —dijo.
—Gracias… pero tú ya sabes lo que opino.
—Piénsatelo un poquito. O sea, en realidad, quiero decir, este sitio está acabado, aquí no hay futuro. Especialmente para chicos brillantes como tú y yo.
—Seguro que sí, Tony, lo pensaré.
—Ya sé que no lo harás, pero deberías. Esa doctora amiga tuya. Hace lo que hay que hacer.
—Ya lo sé.
—¿Alguna mujer misteriosa más te ha dejado una felicitación?
—Hoy no.
—Si fuera algo serio te lo hubiera dicho sin más, no te hubiera dejado una nota tan críptica. Eso solo pasa en las películas.
—Estaba pensando exactamente lo mismo.
El tiempo se detuvo uno o dos segundos.
—No dejes que el trabajo te pueda, ¿vale?
—Vale.
—Pues cuídate.
—Me cuidaré.
Colgó. Me preparé otro gimlet de vodka, bajé las luces y puse Wish You Were Here, de Pink Floyd. Avancé la aguja hasta Shine On You Crazy Diamond, la canción sobre la depresión mental de Syd Barrett, y puse el tocadiscos en repetición. Llamé a la RUC de Carrick y pregunté por el agente McCrabban.
—McCrabban al habla —dijo.
—¡Cristo bendito! ¿Todavía estás ahí?
—No deberías tomar el nombre de Dios en vano. Y sí, todavía estoy aquí.
—¿Y qué haces, Crabbie, estudiar?
—Sí. Saqué los viejos libros de derecho. Todo está tranquilo, aunque los de Inteligencia han pasado por aquí para prepararse por si hay problemas en Belfast.
—Más te vale salir de ahí antes de que te pesquen para el servicio antidisturbios.
—No me importaría ir a antidisturbios. Doble paga por horas y peligrosidad. La pasta nos vendría bien.
—Pues procura no pedir extras por triplicado o ese mierdecilla de Dalziel se te echará encima.
—También he estado trabajando en el caso —dijo sin mucho entusiasmo.
—¿Y se te han ocurrido ideas?
—No solo ideas. Acabo de hablar con tu hombre. El tipo del FBI. El agente especial Anthony Grimm.
—¿Cómo? —dije como un idiota.
—Las zonas horarias. Van cinco horas por detrás.
—Ah, claro.
—Nada nuevo sobre O’Rourke. Héroe de guerra. Se adaptó bien a la vida civil. Buen funcionario. Tenía otro par de multas por exceso de velocidad que no constaban en la ficha. Treinta años en el IRS.
—¿Algo conflictivo? ¿Alguna vez inspeccionó al tipo equivocado?
—Nada conflictivo. Era inspector del IRS de nivel medio. No tenía que perseguir a nadie ni por qué hacerse enemigos.
—¿Cómo era ese Grimm? ¿Tono de voz raro, evasivo, o algo así?
—Nada que me llamara la atención. Parecía contento de hablar conmigo. Rompía la rutina. Me pareció un tanto aburrido con su trabajo.
No era lo que yo había esperado.
—Hubo una cosa… —dijo McCrabban.
—Sí, dime.
—Bueno, cuando llamé al número del FBI en Virginia y pedí hablar con el agente especial Anthony Grimm, me pusieron en espera y luego la operadora dijo que me comunicaba con el servicio secreto.
—¿El servicio secreto? ¡Mierda! ¿De qué va todo esto? ¿Esos no son los que protegen al presidente?
—Le pregunté a Grimm y se echó a reír, y me dijo que no era todo tan dramático como parecía. Acababan de asignarle al departamento de protección de papel moneda del Tesoro americano. Dijo que era el puesto más aburrido que existe en todo el FBI. Hasta más aburrido que preparar hojas de datos sobre inspectores del IRS muertos. En realidad no creo que eso signifique nada, pero pensé que te gustaría saberlo.
—Sí, vale, lo anotaré. Siempre y cuando te sonara legal.
—Me sonó legal.
—Vale. Bien. Entonces, ¿dónde estamos ahora, Crabbie?
—Creo que podemos descartar cualquier cosa del pasado de O’Rourke. Era un ciudadano modelo. Pagaba sus impuestos, no tenía antecedentes, cuidaba de su mujer.
—No pensaba que fuera a ser un asesino en serie, era un hombre muy tranquilo, se cuidaba de lo suyo —dije poniendo acento de Yorkshire.
—Para ya, Sean. No es ningún destapador. La verdad es que lo siento por ese tipo. La parienta se le muere y se toma unas putas vacaciones en Irlanda para matar la pena, y cuando está aquí un cabrón lo liquida. A mí me parece que todo es producto del azar.
—Del azar excepto por el hecho de que a) lo envenenaron y b) el asesino descuartizó el cuerpo, lo tuvo congelado durante un tiempo no determinado y luego lo metió en una maleta. Me parece que eso no responde al tipo de delito normal que se tuerce que tú propones, ¿verdad Crabbie?
—No.
—Y luego tenemos todas las maniobras de distracción, como tú dices. Las mujeres y la nota, el trato con la viuda McAlpine… —dije, y di un gran trago a mi gimlet de vodka.
—Bah, colega, esa nota es una broma, y nunca creí que la conexión con McAlpine nos llevara a ninguna parte.
—Tendrías que haberme dicho eso antes de que fuera dos veces a Islandmagee —dije.
—Tú eres el inspector y yo el agente raso.
—Muy bien, Crabbie, gracias. Y ahora vete a casa, ¿vale?
—Sí. Vale, adiós, Sean.
—Mantén la calma y conduce con cuidado.
—Lo haré.
Colgué y rebusqué en la estantería mi Biblia del rey Jacobo. Me preparé otra pinta de vodka con lima y puse Radio Albania. Una perorata de cinco minutos contra Ronald Reagan y las maldades del capitalismo norteamericano. Otra diatriba sobre la Unión Soviética y la decadencia del régimen de Breznev. Alabanzas solo para Pol Pot, auténtico amigo de los trabajadores de Camboya.
Ya era medianoche y solo le había dado dos sorbitos a mi nuevo vodka gimlet cuando alguien empezó a aporrear la puerta de la calle.
—¿Pero es que nunca se va a acabar esta locura? —dije precipitándome por el vestíbulo.
Abrí la puerta y era Bobby Cameron, que había venido con toda una cuadrilla de linchamiento.