11: Sin progresos
Una mañana lluviosa de abril en una ciudad de provincias al extremo de Europa. Un grupito de policías llevando a cabo una de las actividades más básicas de cualquier policía: ejecutar una orden de registro. Y aunque en todas partes poner en práctica las órdenes de registro es una actividad gobernada por un protocolo de lo más crepuscular, en ninguna parte esa tarea implica tantos follones como en Irlanda del Norte.
Tres Land Rover grises blindados avanzan por una carretera sombría hacia Dunmurry, un poblado gris degradado, desangelado, del norte de Belfast, salvado recientemente de la entropía perfecta por la DeLorean Motor Company, que se estableció allí precisamente con intención de resucitarlo.
En todo el resto de Eurasia y en esa primavera de 1982, los hombres trabajan en factorías, fabrican coches y otros bienes de consumo, cosechan el trigo y la cebada de invierno, se esfuerzan en las terrazas de los arrozales, de Shanghái a Swansea hay orden, trabajo y disciplina, y solo aquí, al límite del continente, hay guerra. Qué curioso.
Obtener la orden había resultado fácil porque el jefe hizo uso de su magia con los mandamases del pueblo. Nos reúne a Crabbie, a Matty y a mí con él de alto cargo y usa su mordacidad.
—Ya tenemos nuestra orden de registro y el okey de los jefes de la RUC y del Ejército. Así funciona el sistema, muchachos. Solo hace falta ser amable y humilde con los de arriba —dice, presentándonos esa sabiduría de toda la vida como si fuera el gran descubrimiento de su duro trabajo.
El inspector jefe Brennan, el sargento Burke y el inspector McCallister van en un Land Rover. En un segundo coche van media docena de reservistas de la policía con uniforme antidisturbios. En el tercero, Matty, Crabbie y yo.
Al pasar por los bulliciosos polígonos la gente nos daba la bienvenida lanzándonos botellas de leche llenas de orina desde los bloques de pisos y las azoteas de las casas. Y, desde luego, si era de noche o en momentos de particular tensión, las botellas de vodka rellenas de petróleo con mechas encendidas trazaban un arco hacia nosotros.
El convoy se detiene delante de un hostal situado al final de una serie de adosados. Los agentes de la reserva salen del segundo Land Rover y se despliegan para cubrir el perímetro. Nosotros bajamos del nuestro. Yo no llevo el uniforme antidisturbios completo, solo un simple traje azul y un chaquetón negro.
A Matty no le impresiona nada Dunmurry Country Inn, que tiene pinta de cuchitril indecente.
—¿Para qué se quedaría aquí O’Rourke? —pregunta.
Excelente cuestión que sin duda volverá a ser planteada muchas veces antes de acabar la investigación.
—Por aquí, chicos —anuncia el inspector jefe Brennan, y lo seguimos por el camino. El sargento Burke va junto a él como protección. El sargento McCallister espera en el Land Rover con la metralleta preparada.
Llamamos a la puerta.
Nos esperan.
La puerta se abre. La abre un individuo llamado Willy McFarlane y se queda allí plantado a tamaño natural y el doble de feo. Mide uno setenta y poco, con bigotes retorcidos, tupé planchado para tapar la calva y gafas oscuras de aviador. Viste chaqueta de sport de poliéster azul chillón sobre una camiseta amarilla de El hombre de los seis millones de dólares. Cicatrices de navajazos. Tatuaje carcelero. La camiseta mola.
—¿Buscan una habitación para instalarse, caballeros? —dice con una risita.
—Buscamos a Richard Coulter —le digo yo.
—El señor Coulter está en una comida benéfica, en Londres. También asistirá la princesa Diana —dice Willy McFarlane.
—¿Este local de negocio es de él? —pregunto.
—Uno de los muchos.
—¿Usted quién es?
Nos dice quién es.
—Tenemos una orden para registrar este local, señor McFarlane —le anuncia Brennan.
—A su disposición —dice McFarlane con otra risita más.
—Registradlo todo de arriba abajo y de abajo arriba. Yo haré unas cuantas preguntas aquí al señor McFarlane.
El hostal es pequeño. Habían juntado dos adosados en uno. Cuatro habitaciones para huéspedes. O’Rourke se había alojado en la habitación 4 y sabía que McCrabban le dedicaría una atención especial, pero le pedí que las mirara bien todas en busca de cualquier posible prueba. Dejo que Crabbie dirija el registro mientras yo tiro de la cuerda a McFarlane.
—Arriba y abajo. Nos vemos en la cocina de atrás —le dije.
La cocina de atrás.
Olor a manteca de cerdo y a Ajax. Papel matamoscas colgado de la pared. Ropa puesta a secar en un tendedero interior. Suelo de linóleo a cuadros: el tipo de suelo que se limpia fácilmente. La señora McFarlane, una mujer pequeña como un pajarito, prepara té tarareando en voz baja, contenta.
No le extrañan mucho los huéspedes raros ni los maderos con metralleta.
McFarlane se fuma un Benson. Relajado.
Pues vamos a desrelajar a ese jodido.
—¿Sabe por qué estamos aquí?
—No —dice tan campante.
—En noviembre pasado una cuenta del señor Coulter cargó setecientas libras a la tarjeta American Express de un norteamericano que se alojaba aquí. El señor Bill O’Rourke de Boston, Massachusetts —digo.
—¿Y eso qué?
—Sus tarifas son de veinte libras por noche y el hombre solo estuvo dos noches. No cuadran las cosas, ¿verdad?
William McFarlane ni se inmuta. Se frota por debajo del mentón con un puño grasiento.
—Esa factura la cargué yo. El señor Coulter no tiene nada que ver y le agradecería que no volviera usted a mencionar su nombre.
—¿Cargó usted la factura? ¿Lo admite?
—Sí. Me acuerdo de ese menda. Quería billetes irlandeses. Quería cambiar seiscientas libras nuestras por irlandesas. Se las agencié yo, y por lo legal, tengo que añadir, en el Ulster Bank de Belfast. De hecho creo que tengo el recibo aquí mismo.
Saca un papel del bolsillo del pantalón.
Qué jodido chiste. Es para partirse de risa. Sabía que íbamos a venir y por qué. Alguien le dio el soplo a su jefe y el jefe se lo sopló a él.
Cojo el recibo y lo leo.
Es exactamente lo que dice que es. Un recibo por seiscientas cincuenta libras irlandesas. Del Ulster Bank de Donegall Square, Belfast. Transacción fechada el 25 de noviembre de 1981.
Lo meto en una bolsa y me lo guardo en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Para qué quería ese dinero? —pregunto.
—No lo dijo.
—¿Solo se quedó aquí dos días y se marchó?
—Exacto.
—¿Dijo dónde se iba?
—No.
—¿Pagó la factura completa?
—Sí. Sin problema.
—¿Cuántos clientes más tenía?
—¿En aquel momento?
—Sí.
—Ninguno.
—Esto está bastante a desmano, ¿no? Un poco fuera de las rutas turísticas.
—Sí, supongo que sí.
—¿Cuántos clientes diría que tiene al mes?
—Bueno, eso depende.
—Por término medio.
—No sé. Una docena. Puede que más, puede que menos.
Hmmm.
La señora McFarlane me trae una taza grande de té, un Kit Kat y una publicación que se llama El Abstemio Mensual y cuyo titular de abril dice: «Hibernia arrasada por el demonio del gin». Le di las gracias.
—Cómase eso, cariño, está usted en los huesos y con cara de tener tanta hambre como para comerse la barba de Moisés —me dice.
Me bebo el té y enciendo un cigarrillo. McFarlane y yo nos miramos y no decimos nada. Leo el folleto de la señora McFarlane. Hay una bonita exégesis de las bodas de Caná que explica que Jesús no convirtió el agua en vino sino en un tipo de mosto de uva sin alcohol.
McCrabban baja las escaleras.
Sacude la cabeza.
Brennan y el sargento Burke aparecen de donde estuvieran. La señora McFarlane se ofrece para hacerles té. Brennan acepta. El sargento Burke sale fuera a fumarse un pitillo.
Dejo que McCrabban haga a McFarlane las mismas preguntas que yo ya le había planteado con objeto de constatar posibles contradicciones.
No hay ninguna.
Nos tomamos nuestros tés y adoptamos esa falsa cortesía eduardina de Belfast que envuelve la ciudad como un gas venenoso. Finalmente aparece Matty con sus cuadernos de huellas dactilares y sus muestras forenses.
—¿Lo has hecho todo ya, colega?
—Sí —dice. Lleva algo en la mano. Me lo enseña. Es de la despensa. Un envase de pollo tikka con fideos.
—Bien hecho —le digo.
Quizás los ojos de McFarlane hayan dejado traslucir un destello de preocupación.
Subo a la habitación 4 y digo a Crabbie que venga conmigo.
Empapelado de chintz en la escalera, alfombra delgada color naranja, fotos de Belfast que parecen postales enmarcadas. También un cierto olor: avinagrado y rancio.
Me paro en el último escalón.
—¿Qué hacía O’Rourke alojado en un sitio como este?
—Solo se quedó dos noches —contesta Crabbie encogiéndose de hombros.
—Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué en Dunmurry? Nadie visita Dunmurry.
—Alguien debe de venir, porque si no… no tendrían un hostal —dice Crabbie.
—Piensa un poco, colega, está claro que este sitio es un truco para blanquear dinero.
Cruzamos el rellano hasta la habitación número 4.
Típico dormitorio de adosado de Belfast: pequeño, húmedo, deprimente, con una cama pasada de moda cubierta con muchas capas de mantas de lana que pica. También: una ventana con cristales granulados que no se abre; una cómoda clásica enorme con un gran espejo fijo encima; un buró de olmo y una silla de plástico al lado de la ventana; pared empapelada con flores de lis de épocas pasadas; grabados sepia de la Irlanda de 1920 en las paredes. Y aquel olor: moho, vinagre, productos de limpieza baratos. Miro debajo de la cama y examino la cómoda a la antigua que es una verdadera monstruosidad, la madera teñida para que parezca caoba pero que en realidad es pino. Los cajones están vacíos y al espejo le vendría bien que le pasaran un trapo.
Examino el buró, pero allí tampoco hay nada y volvemos a mirar la cómoda. Hay unas marcas de uso raras en la alfombra y un problema gordo de humedad creciente en dos de las paredes.
—Nosotros tampoco encontramos nada —dice Crabbie.
—McFarlane dice que quería moneda irlandesa. Que por eso había una factura tan grande —le digo a Crabbie.
—¿Así que se fue a la República?
—Podría ser.
—Tal vez lo asesinaron allí.
—¿Y cómo acabó aquí el cadáver?
—Hay mil maneras. Tiran la maleta en cualquier camión, en uno de basuras que vaya al norte.
—No saldremos de esta tan fácilmente —dije sacudiendo la cabeza—. La maleta procedía de aquí y el cadáver se encontró aquí. El problema es nuestro.
Echamos una última mirada alrededor.
—¿De qué crees que son esas marcas en la alfombra? —pregunto a Crabbie.
Se encoge de hombros.
—¿Será ahí donde la gente da la patada a la silla cuando se cuelgan de la lámpara?
Nos volvemos abajo. Brennan me mira.
—¿Y bien?
—Y bien, ¿qué?
—¿Cuándo partimos de este real trono de mierda, de esta trama maldita?
—Nos iremos cuando crea que hemos acabado —digo.
—Algunos de estos hombres ya se han pasado de horas, Duffy.
—Yo no le pedí que los trajera.
—Es un barrio peliagudo.
—Todos los barrios son peliagudos.
Brennan saca una pipa del bolsillo de la gabardina y se pone a cargarla.
—¿Cuánto tiempo, Duffy? —insiste.
—Deme cinco minutos más. Miremos al menos si el maricón este tiene un invernadero… Matty, ¡ven conmigo!
Cruzamos por la cocina y entramos en el lavadero, donde hay más ropa colgada a secar y cubos de carbón apilados hasta arriba y un baño viejo.
El sargento Burke está apoyado en una pared y vomita.
—¿Te encuentras mal, colega? —le pregunto.
—¿Has encontrado algún pelo del perro, Duffy? —pregunta él.
Miro a Matty, que menea la cabeza.
—Vete a buscar la petaca del inspector McCallister —le digo—. Dile que es para mí.
Asiente y vuelve a entrar en la casa.
—¿Todo en orden? —le pregunto a Burke.
—Estoy perfectamente. Estoy perfectamente. Me aprieta demasiado el cuello o algo así.
—¿Llamo a un sanitario?
—¡Estoy bien! —exclama.
Matty vuelve con el coñac de McCallister. Burke agarra el frasco y se traga la mitad. Se limpia la boca y asiente.
—Sabía que esto me arreglaría —dijo con una sonrisa poco simpática.
Vuelve dentro con paso poco firme. Una vez que desaparece, le digo a Matty en voz baja:
—Si no andamos con ojo, ese somos tú y yo dentro de unos años.
—Yo tengo la pesca, ¿tú qué tienes, compañero? —pregunta Matty.
—Pues…
—Deberías agenciarte una mascota. Las tortugas están bien. Son muy divertidas. Puedes pintarles cosas en la concha. Mi hermana quiere deshacerse de la suya. Veinte billetes. Tiene mucha personalidad.
—Una tortuga no es mi idea de…
—¡Eh, chaval! ¿La orden de registro incluye el jardín trasero? —le grita McFarlane a Matty desde la ventana de la cocina.
—Enséñele usted la orden, ¿quiere, agente McBride? Y dígale que si vuelve a llamarte chaval lo trincarás y te lo llevarás para hacerle una inspección de cavidades a fondo al muy jodido.
Matty enseña a McFarlane los papeles legales y me grita:
—¡Eh, inspector Duffy! ¡Me parece que hay alguien al que no le gusta que investiguemos su patio trasero!
—Sí, me pregunto qué nos vamos a encontrar —digo.
Lo que encontramos es un jardín trasero convertido en vertedero de desechos surtidos: camas viejas, neumáticos gastados, colchones… En muchos puntos las cañas y los helechos brotan a través de una maraña de hierbas. Contra el muro hay lo que parece una moto antigua; pero lo más importante: allí, en la esquina noroeste, hay un invernadero.
Abrimos la puerta y entramos. Está limpio, húmedo, bien cuidado y con todas las ventanas intactas. A lo largo de la vidriera que da al sur hay una docena de cajas con tiestos de tomateras de lo más saludables.
—Tomates —dice Matty.
Se pone los guantes de látex y empieza a escarbar en los tiestos por si hubiera alguna otra cosa sembrada, pero en uno tras otro no descubre más que tierra.
—Nada de nada —dice Matty.
—Mira esos sacos de fertilizante.
Allí tampoco hay nada. Nos quedamos ahí de pie mirando cómo se escurre la lluvia en complicados riachuelos por el tejado a treinta grados de inclinación.
Matty me mira.
—¿Tú también tienes esa sensación? —le pregunto.
—¿Cuál?
—La sensación de que se nos escapa algo.
—No.
—Entonces, ¿por qué te quedas mirándome?
—Acabo de fijarme en todos esos pelos grises que tienes encima de las orejas.
—Eres un retrasado.
Examino las plantas, pero Matty tiene razón: son tomateras auténticas y en los tiestos no hay secretos ocultos.
McFarlane se nos queja con una mueca a través del cristal antes de volver hacia la casa.
—Está mintiendo aunque no sé en qué, Matty, ¿en qué?
—No sé. A lo mejor es Lord Lucan el desaparecido. Igual le pegó un tiro a alguien una vez desde un montículo de hierba. ¿Nos vamos ya? El jefe se está cabreando —dice Matty.
Salgo del invernadero, trazo una visual de trescientos sesenta grados por el perímetro y, mira por dónde, entre el invernadero y el muro descubro una maceta sobre una pila de compost: de plástico rojo, arrojada allí con muchas prisas. No tiene ninguna planta, pero se ve claro que sí que la hubo en otro momento y tal vez quede algún residuo.
—¿Qué tenemos aquí?
—¿Qué es?
—Dame una bolsa, rápido —le digo.
Meto la maceta en una bolsa de plástico grande para protegerla de la lluvia.
Volvemos a entrar en la casa.
—¿Qué han encontrado? —pregunta el jefe.
—¡Pruebas, patrón! —dice Matty en un tono triunfal nada disimulado.
Miro a McFarlane. Tiene la cara sin expresión alguna.
Pero las quejas se han terminado, lo que solo puede ser una buena señal.
Doy las gracias a la señora McFarlane por su té y su hospitalidad.
Desfilamos hacia fuera.
Una multitud.
Manifestantes a la demanda. Tres docenas de jovenzuelos con chaquetas vaqueras.
Los agentes de la reserva se ponen nerviosos.
—¡RUC SS! —grita un chaval y los demás se apuntan al canto con pocas ganas. Alguno tira una piedra desde atrás.
—Hora de abrir la marcha, caballeros, esa basura de fenianos nos lo pondrán complicado de aquí a un par de minutos —dice Brennan.
Esa basura de fenianos.
La frase me impacta. Me produce una extraña sensación de disonancia externa por segunda vez en el día. ¿Cómo es que yo estoy de este lado de la fortaleza, del lado de los britanos? Entre los opresores, no entre los oprimidos.
—¡Hale, muchachos, vámonos! —dice el inspector jefe Brennan.
Nos metemos en los vehículos mientras un chaparrón de botellas, piedras y ladrillos cae sobre el techo del Land Rover.
Nos vamos directos a la autovía M2, la carretera de la costa y la comisaría de policía de Carrickfergus.
—¿Y ahora qué, jefe? —dice Matty.
—Coge un Land Rover y un conductor y lleva esta maceta al laboratorio. Quiero que la examinen los mejores expertos forenses de la científica y que te quedes con esos jodidos hasta que hayan terminado. Si encuentran cualquier resto del puto regaliz americano ahí nos bastará para ahorcar a McFarlane.
Matty recoge la maceta y sale disparado como Correcaminos.
El resto nos marchamos a casa.
El 113 de Coronation Road.
Pongo For Your Pleasure, de Roxy Music.
Frío un poco de beicon y cebolla.
Me tomo la cena y escucho las dos caras del LP que hacía siete u ocho años que no oía.
Cuando se acaba me pongo la gabardina y me voy andando a la comisaría para esperar a Matty. Aparece a las nueve.
—¿Buenas noticias?
Menea la cabeza.
—El único material orgánico que había en la maceta era una planta de tomates marchita.
—¿Estás seguro?
—Los muchachos estaban seguros al cien por cien. Una tomatera muerta. Nada más.
—¿Nada de regaliz americano ni ninguna otra cosa rara?
—Nada.
—Mierda.
—Lo siento, jefe.
—Gracias, Matty.
Nada de regaliz americano. Nada de abrina.
—¿Quieres que vayamos al pub de al lado? —le pregunto.
—¿Es una orden?
—No.
—Bueno, en ese caso prefiero no ir, si no te importa.
—Muy bien, ya te pillaré en otra ocasión. Yo sí que voy.
Me cuelo por la puerta de al lado y pido una pinta de Guiness y un whisky doble. Una pelirroja que se llama Kerry me pregunta si le pago una copa. Se pide un snakebite de grosella negra que según parece se elabora mezclando cerveza y sidra a partes iguales más un chorrito de grosella en un vaso de medio litro. Después de dos vasos está lista. Le cuento el chiste del mono y el pianista en el bar. Le parece buenísimo. Me pregunta cómo me gano la vida y le suelto que soy poli… Y ahí, amigo mío, se acabó todo. O es católica o siente ese odio estándar de mierda por la pasma. Me pide la cartera, pero solo saca un billete de veinte libras para un taxi, lo que, si te lo piensas, no está tan mal.
Pido un Bush doble para el camino, salgo y echo a andar hacia casa bajo la lluvia.
La cabeza me va a reventar. Me paro a mear junto a la iglesia presbiteriana y una anciana que está paseando su chucho me dice que soy una vergüenza para el género humano.
—Estoy de acuerdo con usted, cariño —le digo, pero cuando doy media vuelta para aguantar la bronca, allí no hay nadie en absoluto.