30: De vuelta a Belfast
Me sacaron del Massachusetts General Hospital en camilla y crucé de Boston a Logan en una ambulancia privada con las ventanillas tintadas. Me sentía como si fuera el puto Howard Hughes.
Me metieron en un vuelo en primera clase del puente aéreo de Delta Air Lines del aeropuerto de Boston al de La Guardia de Nueva York.
En La Guardia me recibió un chófer del FBI con una silla de ruedas.
Del aeropuerto de La Guardia al J. F. Kennedy. Sala de espera de primera clase. Y en un Concorde del aeropuerto JFK al de Heathrow.
¡Dios, sí que querían librarse rápido de mí! Se trajeran lo que se trajesen entre manos, seguro que era algo que estaba caliente, caliente, caliente. Y hablando de caliente. Canapés y champán, caviar ruso con sus acompañamientos tradicionales (blinis, claras y yemas de huevo picadas, cebollino y cebolla blanca y roja picada); pechuga de pollo campero con trufas negras, foie-gras, col de Milán; langosta y pasteles de patata machacada con azafrán y espinacas y un toque de bloody Mary; surtido de quesos con Stilton, chêvre y pecorino con vinagre balsámico, galletas, nueces, orejones y bayas; una caja de bombones hechos a mano; té y vino de Oporto; un dulce de mango y gratín de almendras.
Salimos de Nueva York a las cinco de la tarde. El chorro a reacción era potente y cruzamos el Atlántico en tres horas clavadas.
Me pasé el tiempo pensando en Bill O’Rourke. Debía de haber refinado y molido la abrina él mismo. Quizás todo este tiempo había ido arrastrando la depresión consigo.
¿Suicidio?
Si tuviera que pasar el tiempo que fuera en la cama de William McFarlane y desayunar en Dunmurry, West Belfast, puede que también hubiera llegado al límite. ¿Suicidio y después McFarlane falsifica una factura de American Express, envía el cadáver a un colega que dirige un almacén frigorífico y que finalmente lo corta en trozos y lo desecha?
Pudiera ser.
Desde luego que sería divertido llamar a McFarlane para interrogarlo.
Heathrow. Y desde allí el puente aéreo British Airways a Belfast. Todo tan rápido que te daba vueltas la cabeza. A las diez y media de la noche estaba metido en mi cama en Coronation Road. Hora de la Costa Este… Unas tres y media de la mañana GMT de lo más razonables.
Vodka y aspirina.
Dormí como un leño.
Me desperté medio grogui y me miré en el espejo. Menudo cuadro. Cortes, moratones. Dolor de costillas. Necesitaba algún analgésico.
Todavía con la bata puesta, salí a la calle, miré debajo del BMW y me fui al quiosco de prensa. «¡Las fuerzas del SAS[21] reconquistan Georgia del Sur!». O variaciones de ese estilo, aullaban los titulares de todos los periódicos.
Volvía a estar aquella chica descarada. Sonia. Tenía un piercing en la nariz. El pelo teñido de naranja.
—Philip K. Dick, Blade Runner —dije.
Me miró con profundo desprecio.
—¿Se refiere a Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
—¿Me refiero a eso?
—Sí, a eso.
—¿Tendrá una aspirina?
Levantó la mirada de su revista.
—¿Qué coño le ha pasado? —preguntó.
—El FBI me emborrachó y me estrelló el coche conmigo dentro para que no pudiera difundir la información comprometido que tenía sobre los negocios sucios de John DeLorean.
—Esa es la mejor que he oído hoy. Una aspirina no le servirá de nada. Espere un minuto.
Se fue a la trastienda y volvió con una bolsa de plástico llena de píldoras blancas.
—¿Y esas qué son? —pregunté.
—Dos cada cuatro horas. Tenga cuidado con ellas. Son dosis bajas de diamorfina. Las han cortado con tiza, pero para usted servirán. En la calle valen cien papeles. Le dejo el paquete entero por cincuenta.
—¿Funcionan?
—Si no queda satisfecho, le reembolsaré el dinero, ¿le parece bien?
—Me parece bien. Y me llevaré una barrita Mars, un Irish News y el Daily Mail.
Me fui a casa, me tragué dos de las «dosis bajas de diamorfina» con el café y la barrita Mars. Hicieron un efecto inmediato. La magnitud del dolor disminuyó varios grados y tenía mejor la cabeza.
Cogí el teléfono de la mesa del vestíbulo y me lo llevé a la sala de estar arrastrando el cordón.
Me preparé una taza de té.
Me quedé mirando el teléfono con una creciente sensación de fastidio.
Era presumible que la misteriosa interlocutora telefónica supiera lo que me había pasado. Sabía lo que habían pegado detrás del espejo de la habitación número 4 del hostalucho de McFarlane y presumiblemente había sido demasiado cobarde como para ir por su cuenta a ver la caja de seguridad del banco. Sí, le otorgué el crédito de haber hecho mejor trabajo a la hora de registrar la pensión que mi propio equipo, pero no le concedí ninguno por haberme enviado a América a que me sacaran del cuerpo nueve clases de mierda distinta a patadas. ¿De dónde era esa chica? ¿Del MI5? ¿De la Special Branch, la Brigada Antifraude, Inteligencia Militar, MI6? ¿Importaba eso? Todo el asunto era de lo más barroco. Toda aquella situación era ridícula.
Que la jodan.
El té se me enfrió. Puse el Bitches Brew, de Miles Davis, el álbum para el que tuvo que entrenarse como un boxeador de primera para domeñar aquellas notas y soldar los riffs del rock con el jazz.
Me tomé otras dos pastillas.
Alguien llamó a la puerta con los nudillos.
Era Bobby Cameron. Llevaba una caja de cartón enorme. Allí podía haber cualquier cosa. Una bomba, la cabeza de un soplón…
—¿Sí?
—Tienes congelador, ¿verdad?
—Lo tengo.
—El mío ya está lleno. Te he traído un poco de carne —dijo.
Miré dentro de la caja. Estaba llena de filetes. Se la cogí de las manos, pero pesaba tanto que tuve que dejarla en el suelo.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —me preguntó.
—Accidente de coche —dije.
—Sí —asintió—, yo también tengo algún accidente de coche como ese cuando la parienta me pilla con una chavalita en el pub.
—No, en realidad fue un…
—Era una broma… He visto que tenías un BMW prestado. Di por hecho que tenías el tuyo en el taller. ¿Se porta bien?
—Sí.
Señaló los filetes.
—Son de la Comunidad Europea —volvió a explicar—. Angus de primera. Buen material. Mira dentro.
Abrí la caja. Allí podía haber hasta unos cincuenta filetes.
—¿Por qué me los das? —le pregunté.
—Bueno, tú tienes un congelador, ¿no?
—Sí.
—Pues es una especie de pequeño agradecimiento, en todo caso —explicó.
—¿Agradecimiento por qué?
—Por librarnos de la pájara negra sin mayores problemas. No sé qué le dirías, pero se ha marchado.
—En realidad no le dije nada. Se ha ido a la Universidad de Cambridge.
Me guiñó un ojo.
—Claro —dijo—. De todos modos, la cuestión es que se ha vuelto a su tierra del Bongo Bongo y que no se ha derramado sangre, así que todo el mundo gana. Ese es el trabajo de policía que me gusta.
Dio media vuelta, bajó el sendero y yo me quedé allí mirándolo con la caja de filetes junto a los pies.
No sentía más que odio por él, por aquella calle, por aquella ciudad, por todo el país entero si es que se le puede llamar así.
Cerré la puerta y le di una patada a la caja.
Llamé a la comisaría y pregunté por McCrabban.
—Sargento en funciones McCrabban —dijo.
—Soy yo, Crabbie. ¿Puedes reunirte conmigo en mi casa dentro de veinte minutos?
—¿Has vuelto de una sola pieza?
—No exactamente.
Llegó en su Land Rover Defender fumando una pipa y con cara de preocupación.
—¿Quieres unos filetes? —le pregunté enseñándole la caja.
—¿Son robados?
—Sí. Me los dio uno del UDA —dije.
—Pues no, gracias —dijo meneando la cabeza.
Fuimos a la sala de estar. Preparé té y puse algo de Alessandro Scarlatti para calmarme los nervios. Se lo conté todo. Le conté lo de las fotos, y los polis y el accidente de coche. Le conté que O’Rourke era del Tesoro. Le dije que el FBI y el Tesoro estaban planeando algún golpe contra DeLorean y O’Rourke era parte del equipo que estaba reuniendo información.
La expresión agria, sin sorpresas, impávida de Crabbie no se modificó.
—¿Quieres oír mi teoría? —le pregunté.
—Adelante —dijo.
—La DeLorean Motor Company es un puto desastre. DeLorean ha ido llevando una contabilidad fraudulenta para ocultar ese hecho. Los agentes del Tesoro americanos se le echan encima. Uno de ellos es un agente de calle con mucha experiencia que se llama O’Rourke y al que mandan a Irlanda a husmear en busca de información local. Llega a Irlanda, hace fotos de DeLorean reunido con provos o paramilitares o lo que sea. Se vuelve a América y las guarda en un sitio seguro. Y luego vuelve aquí. Empieza a sentirse solo. No para de llover. No tiene hijos, no tiene mujer, se pregunta qué cojones está haciendo con su vida. Está en Irlanda. La vieja patria. Donde hay disturbios día tras día y un dieciocho por ciento de paro y las cosas están más jodidas de lo que nadie se puede imaginar. ¿Y ahora resulta que su trabajo es destruir la DeLorean Motor Company? La única compañía que proporciona trabajo en la industria en este país patético. Echa de menos a su mujer. Se pasó dos años ayudándola a plantar batalla. La vio morir, quizás incluso al final la ayudó a morir…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Crabbie.
—O’Rourke era ingeniero químico. Sabía de farmacología. Plantó regaliz americano en la terraza de su condominio de Florida.
—¿Se fabricó él mismo la abrina?
—Eso exigiría cierta habilidad. Pero O’Rourke era hombre de habilidades.
—¿Y entonces qué pasó?
—Está sentado en aquella habitación del hotelucho de Dunmurry. Su mujer ha muerto, sus amigos están viejos o se mueren. Llueve y hace un día miserable y no consigue ver qué puto sentido tiene. Se traga una de las píldoras de abrina que porta consigo para alguna emergencia como esa.
—¿Y no deja una nota de suicidio? ¿Ni una explicación?
—Quizás dejase una nota y McFarlane la destruyó. Quizás O’Rourke tuviera una corazonada sobre ese bastardo ladrón y por eso pegó el material con esparadrapo detrás del espejo. ¿Quién sabe? El caso es que McFarlane se lo encuentra muerto y revisa su equipaje, y descubre que es un puto agente federal y le entra el pánico y llama a un par de tipos que andan en el negocio de la carne y se llevan el cuerpo y lo arrojan a un congelador hasta que a McFarlane se le ocurra qué hacer con él. Entretanto, el estúpido y codicioso de McFarlane falsifica la firma de O’Rourke en una factura para extorsionar a American Express.
—¿Y el cuerpo?
—El tiempo sigue su curso. O bien la pasma se le viene encima o McFarlane no consigue ver el beneficio de guardar al señor O’Rourke en un congelador para toda la vida, así que pide a sus colegas que despiecen el cuerpo y metan al pobre tipo en un contenedor. Lo hacen para evitarnos a nosotros y dejar a su jefe, ese Richard Coulter con tantas conexiones, al margen.
Crabbie se terminó el té y apoyó la espalda en la butaca.
—Es posible —dijo—. ¿Y cómo te las vas a arreglar para probar una cosa así? McFarlane ya es un veterano. Ya puedes golpearle con un trozo de manguera que no hablará.
—Igual sí que habla. ¿De qué lo estamos acusando? ¿De deshacerse de un cuerpo? ¿De ocultar pruebas? ¿Y eso qué supone? ¿Un año? ¿Seis meses? Si se declara culpable, podría estar fuera a las diez semanas.
—Tal vez no quiera ir a la cárcel de ninguna de las maneras. Tal vez tenga la impresión de que si pasa en chirona un tiempo un poco largo le entrarán los temblores.
—Quizás.
Crabbie miró la bolsa de píldoras que estaba sobre la mesa de café.
Dio unos tragos al té y se echó hacia atrás en la butaca.
—Tienes la cara hecha un cristo, Sean.
—Sí, me dieron una buena somanta, de eso no hay duda.
—Te dije que no fueses.
—Me lo dijiste, sí.
—Este caso estaba lleno de señales de alarma por todas partes.
—Así es.
—Los dos tendremos que aprender a interpretar mejor esas señales, ¿no crees?
—Suenas igual que el inspector jefe, colega.
—Ahora tengo un par de críos. Tengo que pensar en el futuro.
No dije nada.
Esa nada duró un buen rato.
Incluso después de dos años con él, me era imposible saber en qué demonios estaría pensando. ¿Oprobio? ¿Irritación? ¿Qué?
Finalmente, soltó un suspiro.
—Demasiado profundo para gente como nosotros —dijo—. Demasiado profundo.
—Ya lo sé, Crabbie —dije yo.
—Necesitas descansar, Sean —dijo poniéndose de pie—. No creo que debamos tomar declaración a McFarlane formalmente. Todavía no. Haré una escapadita al hostalucho a ver si allí me cuentan algo. Iré con mucho… mucho cuidado.
Me puse de pie también y le tendí la mano.
—Siento mucho todo esto, Crabbie. Como tú dices, tendríamos que aprender a descifrar mejor los arcanos.
—Y la próxima vez, escúchame —dijo estrechándome la mano.
Lo saludé con la mano en alto al arrancar el coche. Tenía por allí una lata de Harp y me metí otras dos pastillas de las blancas.
Me sentaban bien.
Llamé a Emma.
—Hey, soy yo —dije.
—¿Has vuelto? ¿Me has traído un regalo de la Tierra de los Libres?
—Se me olvidó.
—Lo decía en broma. No quiero regalos.
—Me han dado una caja de filetes enorme que nadie quiere.
—¿Filetes?
—Sí.
—Me los quedo.
—¿Tienes congelador? Es una caja grande.
—Yo no, pero Harry tiene uno.
—Entonces, vale. Te veré dentro de media hora… No te asustes, pero, verás, tuve un pequeño accidente de coche, estoy ligeramente magullado.
—¡Oh Dios mío!, ¿pero estás bien?
—Estoy bien. No tendría que habértelo mencionado.
—¿Puedes conducir?
—¡Sí! Estoy perfectamente. Mira, te veré dentro de muy poco, ¿vale?
—Vale.
Colgué y me pregunté si de verdad debería conducir todo aquel trayecto hasta Islandmagee.
Bueno, pronto lo descubriríamos.
Me vestí sin muchas dificultades y salí en busca del BMW.
Llevaba unos vaqueros y un jersey negro ajustado. En el hospital me habían afeitado la cabeza para ponerme unas grapas. El conjunto me daba un aspecto de matón paramilitar.
Para completar la cosa subí al piso de arriba, eché mano del 38 y me lo embutí en la cintura.
—Pareces talmente un idiota —le dije a mi rostro en el espejo.
Mantuve el BMW a una marcha razonable hasta llegar a Islandmagee.
El camino privado a las tierras de sir Harry tenía ahora un gorila distinto haciendo guardia. Un chico de orejas grandes, mejillas rojas y un sombrero de caza rojo que llevaba puesto hacia atrás.
—¿Eso está cargado? —le pregunté mirando su escopeta del 12.
—Sí, está cargada, así que mejor te las piras, compadre. Estas tierras son privadas —dijo.
—Yo soy de la pasma, colega, ¡abre esa puta verja!
Movió el culo y me abrió la verja.
Metí el coche y tomé el camino hacia la casa de Emma.
Empezaba a llover.
Aparqué el coche. Saqué la caja de los filetes de la maleta. Había llenado hasta arriba el compartimento de congelación de mi nevera, pero todavía quedaban treinta o cuarenta de aquellos cabrones más.
Me llevé la caja a la puerta delantera mientras las gallinas me picoteaban por los pies y Cora no paraba de ladrarme. Los apoyé encima del pilón de gasóleo de la calefacción central.
Emma abrió la puerta.
—Hola —dijo, y añadió—: ¡Oh, madre mía!
—No soy una vista bonita, ¿verdad?
—Para nada.
—¿Dónde quieres que te deje esto?
Echó una mirada al interior de la caja.
—Esto es un montón de carne —dijo—. Haré dos para cenar esta noche y dejaremos el resto en el congelador de Harry.
Daba por hecho que me quedaría a cenar y de repente se sintió incómoda por eso. Se le ruborizaron las mejillas y aquello la hizo todavía más hermosa.
—Es decir, si no tienes otros planes, o trabajo, o…
—Me encantaría quedarme a cenar. Y no tengo trabajo esta semana. Oficialmente todavía sigo de permiso.
—Siéntate, deja esas cosas en la mesa de la cocina.
Llevé los filetes a la cocina y luego volví con ella a la sala de estar.
—¿Te preparo una copa? —preguntó.
—Un buen vaso de cualquier cosa que no sea ese brebaje casero tuyo.
—¿Johnny Walker etiqueta negra?
—Ese iría de perlas.
Me sirvió un vaso.
—Gracias —dije, y le di unos traguitos.
—Siéntate ahí, Sean. Voy a marinar esos filetes en ajo y vino tinto.
—Suena muy bien.
Me bebí el Johnny Walker y me quedé contemplando el sol, que se dirigía a Magheramorne al lado oeste del estuario de Larne. Volvió con un vaso de Johnny Walker para ella. Se arrebujó a mi lado en el sofá.
Llevaba puesto un jersey de lana suave y unos vaqueros azules desteñidos, y el pelo atado detrás.
Me gustó tenerla tan cerca de mí.
Era un momento delicioso.
—Bueno, ¿y qué te pasó? ¿Ibas conduciendo por el lado de la carretera equivocado? —preguntó.
Le solté unas cuantas trolas y se las tragó. Y luego, como me sentía culpable por eso, le conté parte del rollo de mi viaje anterior a Nueva York. Se rio con la historia del bar de Reggie Jackson, pero no había oído hablar de Los Ramones ni de los New York Dolls o siquiera de Blondie, y juré que aquello lo arreglaría yo.
—¿Cómo te gusta la carne? —preguntó levantándose.
—Llámame remilgado, pero no me entusiasma poco hecha —dije.
—¿Medio te va bien? —preguntó.
—Seguro… ¿Cuánto tiempo tardará?
—Veinticinco minutos.
Me levanté.
—¿No tienes nevera de ninguna clase? —pregunté.
—De ninguna.
—Bueno, pues no quiero que se estropeen. Subiré el resto de la caja a casa de Harry. Lo único que me preocupa es que la señora Patton me eche mal de ojo.
—Oh, no seas tonto, es inofensiva. Bueno, ha sobrevivido a dos maridos, pero no está ni aquí ni allí, y ni siquiera tendrás que pasar por la casa. Harry tiene una caseta para poner los faisanes a curar y allí hay un congelador grande. Mételos dentro.
—¿Dónde está?
—Basta con que pases por la verja, tuerzas a la izquierda y sigas la pared cosa de cien metros para que la veas.
—¿Está en la parte de atrás donde el invernadero y todo lo demás?
Me dio unos golpecitos en la frente.
—¿Qué le pasa a tu cerebro? No, no necesitas pasar por la casa. En cuanto entres en la finca de Harry, gira a la izquierda, vete siguiendo y muro y… ¿Sabes lo que digo? Quédate aquí sentado, iré yo. En diez minutos estoy de vuelta.
—Iré yo —dije—. Es que he estado tomando pastillas. Necesito que me dé el aire.
—Lo llamaré por teléfono y le diré que vas a ir.
—No hace falta, no hace falta, estaré perfectamente. ¿Tienes una linterna?
Por supuesto que no estuve perfectamente. Prueben a transportar una caja de filetes cuesta arriba de noche bajo la lluvia andando sobre terrenos embarrados y con un perro ladrándote.
Llegué a la verja de Red Hall.
Tenía la cabeza confusa. ¿Me había dicho que siguiera el camino de entrada hasta la casa y luego girase a la izquierda o que girase a la izquierda en cuanto llegase allí?
—Creo que dijo por aquí —dije en voz alta.
Me dirigí hacia un grupo de árboles y vi un viejo cobertizo para secar troncos donde colgaban a madurar los faisanes durante cinco o seis días.
«Este debe de ser el sitio», pensé.
Tendría fácilmente más de cien años y estaba a la sombra de una pareja de sauces que mantendrían los faisanes cazados a unos convenientes doce grados durante todo el año.
La puerta no tenía cerrojo.
La abrí y entré. Palpé la pared en busca de un interruptor de la luz y lo encontré.
Había una buena docena de ganchos colgando del techo. No había ningún pájaro, pero sí un enorme congelador de carne contra la pared del fondo. Acarreé la caja de filetes hasta allí y la puse encima.
El congelador de carne tenía puesto un candado con cadena, pero el candado estaba abierto.
Levanté la tapa: completamente vacío.
Metí dentro la caja de filetes y cerré la tapa.
Arrojé el cartón vacío a un rincón y volví cruzando el curadero. Puse la mano sobre el interruptor de la luz.
Pero dudé con el dedo sobre el interruptor.
Seguí dudando.
Esperando a que las conexiones sinápticas formasen su trama.
Volví hasta el congelador y lo abrí.
Lo iluminé con la linterna. Al fondo del mueble había algo.
Un resto de piel humana.
Metí la mano en el bolsillo de la gabardina y encontré unos guantes de látex. Me los puse, me asomé al interior del congelador y tiré del trozo de piel. Estaba suelto. Lo miré por arriba y por abajo y vi que en el dorso había una «e» escrita con tinta azul ya borrosa. Procedía de un tatuaje que decía «No hay sacrificio demasiado grande».
Aquel era el congelador donde O’Rourke estuvo un tiempo encerrado después de que lo asesinaran.
Así que allí era donde Harry había mantenido el cadáver de O’Rourke antes de decidir librarse de él de una vez por todas. Probablemente lo hubiera hecho él mismo, lo de librarse de él, quiero decir.
Luego habría bajado a casa de Emma para preguntarle si tenía alguna maleta vieja por allí tirada y ella le diría que por supuesto. Y el tipo la revisó para asegurarse de que no contenía nada que pudiera dar pistas para llegar a él o a Emma y borró bien todas las huellas y desmembró el cadáver y se deshizo de la cabeza y de los brazos en la ciénaga y el torso, más grande, lo abandonó a millas y millas de distancia con la esperanza de que nunca jamás volviera a saber de él.
Salvo que no había comprobado la maleta tan perfectamente como debería haberlo hecho.
Y Emma, cuando la interrogamos, nos mintió y en cuanto nos marchamos lo llamó presa del pánico. Y él comprendió que íbamos a por él y le dijo a la viuda que mantuviese la calma. ¿Los polis? No te preocupes de los polis. Los polis no tienen nada. Y la chica mantuvo la calma. Y él también mantuvo la calma. Y los polis no encontraron nada.
La cuestión era: ¿por qué? La cuestión era: ¿qué estaba pasando?
Tenía que pensar.
Tenía que alejarme de allí y analizar aquella prueba y reflexionar al respecto.
Envolví bien el trozo de piel en el guante de látex doblado y me lo guardé en el bolsillo. Cerré la tapa del congelador y di media vuelta.
—¿Algo interesante ahí dentro? —preguntó Harry. Llevaba una Remington de bombeo.
—Nada. Solo vine a dejar unos filetes.
—Así que estaba abierto, pues. Normalmente lo cerramos con candado por si a los críos de por aquí se les ocurre venir a jugar al escondite —dijo en tono inexpresivo.
Su cara parecía una máscara. Una máscara amarillo pálido. La Remington tenía uno metido, apuntaba al suelo, a mis pies, pero no costaría nada de nada levantarla y apretar el gatillo.
Demonios, vaya sitio estupendo que tenía para meter el cadáver.
—Sí, he visto esos anuncios de información pública en la tele. Ese chiquito anda jugando al escondite. Lo encierran en el congelador. Grita mucho pero nadie le oye. Buena idea mantenerlo cerrado.
—Pero estaba abierto.
—Sí.
—Un descuido por mi parte.
—Nadie ha sufrido daños, colega. Solo he dejado unos filetes. Ahora me vuelvo a la casa. Emma tiene la cena en el fogón.
Me miró.
No sabía muy bien. Era imposible estar seguro de si había encontrado algo o no. ¿Había algo allí? ¿Lo habría repasado bien? ¿Si me dejaba marchar estaba firmando su sentencia de muerte?
—¿Qué lleva en el bolsillo? —dijo mirando un dedo de látex.
—Nada, un trozo de plástico, para no quemarme con el hielo al mover los filetes.
—¿Puedo verlo?
—¿Quiere ver un trozo de plástico?
—Sí.
—Tengo que irme, Harry. Se me hace tarde para la cena.
Él alzó la escopeta y yo agarré el 38 del cinturón.
Una escopeta y un 38.
Policías y ladrones.
Ojos azules / ojos verdes.
Todas esas dicotomías revoloteando juntas a la vez. Maravillosamente.
Le sonreí.
—Es un trocito de piel, Harry. El trocito de piel que faltaba en el tatuaje de Bill O’Rourke. La «e» final del lema «No hay sacrificio demasiado grande». Ni siquiera sabía que estaba ahí, ¿verdad?
Negó con la cabeza.
—¿Por qué lo mató, Harry?
—Yo no lo maté.
—¿Andaba hurgando en sus relaciones con DeLorean? Y hablando del tema, colega, ¿cómo son sus relaciones con DeLorean?
—Yo no lo maté.
—¿Quién lo hizo?
—Deme ese trozo de piel. Démelo.
—No creo que se lo dé —dije riendo.
—Le destrozaré las putas piernas antes de que pueda siquiera rozar el gatillo de ese juguetito —dijo.
—No, la cosa no irá así. Mire bien este 38. Está amartillado. El más ligero movimiento o ruido lo disparará, y le estoy apuntando directamente al corazón, viejo amigo. No sobrevivirá. Sí, tiene razón, con esa escopeta me volará la cabeza. Pero usted… la suya será una muerte fatal. El tiro le arrancará el corazón del pecho. La sangre de las arterias le inundará la cavidad del pecho. Se le encharcarán los pulmones. Se ahogará en su propia sangre. Como su hermano Martin. ¿Se lo imagina? No habrá ninguna luz blanca para usted, querido compañero. Nada de amigos que te despiden con la mano desde la otra orilla. Tendrá que luchar hasta exhalar el último aliento desesperado de vida.
Ahora se le veía aún más amarillo.
—¿Qué le pasó a O’Rourke, Harry? Cuéntemelo —dije en tono suave.
Sonrió.
—De acuerdo —dijo.