4: Silueta de ametralladora

La radio del despertador se encendía con el Sports Talk de la Downtown Radio, que era un modo agradable y nada amenazador de empezar el día. La charla de esa mañana giraba en torno a las posibilidades de Irlanda del Norte en el mundial de fútbol de 1982. Como siempre, el tema había ido girando alrededor de George Best y si a sus treinta y cinco años le quedaría algo de fútbol en las venas. Lo último que yo había oído de Best era la notoria temporada que jugó en el Hibernian, en la que se hizo más famoso por aguantar bebiendo más que todo el equipo de rugby de Francia y seducir a la Miss Mundo y la Miss Universo del momento en un solo fin de semana.

Apagué la radio. Me hice café, me puse un polo negro de lana, vaqueros y mis botas Dr. Martens y me fui a la calle. Comprobé que no hubiera ninguna bomba lapa debajo del BMW, y no había ninguna. En ese mismo momento más o menos otros siete mil hombres y mujeres de la RUC hacían lo mismo. Uno o dos encontrarían la bomba y después de cagarse en los pantalones llamarían por teléfono a la brigada de artificieros agradeciendo a su buena estrella haberse atenido a la rutina de cada mañana.

Encendí la radio y fui oyendo a Brian Eno en el corto recorrido hasta el cuartel. Yo no era un gran fan de Eno, pero era o eso o las noticias, y la verdad es que no podía escuchar las noticias. Quién iba a poder, aparte de quienes anhelan el fin de los tiempos.

Pensé en Laura. No sabía qué hacer. ¿Estaba enamorado de ella? ¿Y eso cómo se sabía? Si se marchaba, dolería, haría daño. ¿Y eso era amor? ¿Cómo podía ser que yo tuviera treinta y dos años y no lo supiera? ¿Eso era normal? «Dios mío», me dije en voz baja. Treinta y dos años y la hondura emocional de un adolescente.

Tal vez fuera la situación, tal vez Irlanda del Norte te mantuviera paralizado, infantilizado, atrasado… Sí, echémosle la culpa a eso.

Hice un saludo con la cabeza a Ray en la garita de guardia y entré en la comisaría.

Como de costumbre, Matty llegó tarde, y antes de que nos pusiéramos en marcha el sargento Burke me dijo que la RUC de Newtownabbey necesitaba ayuda urgente para enfrentarse a unos disturbios en Rathcoole. Estaba en una dirección absolutamente opuesta, yo era inspector, no policía antidisturbios, y tenía mayor graduación que Burke, pero realmente no podías dejar de lado a unos hermanos policías necesitados, ¿verdad?

Con Matty mascullando cosas como «yo no firmé para esto» y «ahora mismo podía estar pescando», fuimos quemando goma por la A2 hasta llegar a ese delicioso círculo del infierno en hormigón que se conoce como las Viviendas Rathcoole.

—¿Qué tal la noche del viernes? —pregunté a Matty cuando terminó de rezongar.

—Ah, de lo más clásico, colega. Como no podía salir, cené a base de pescado, me bebí un paquete de seis de Special Brew y me hice una paja con un vídeo de Sapphire & Steel.

—¿En honor a David McCallum o a Joanna Lumley?

Matty alzó los ojos al cielo.

Llegamos a Rathcoole y nos encontramos con que no era más que una especie de semidisturbio que llevaba en marcha desde la noche anterior. Había unos treinta gamberros sobre el terreno que lanzaban piedras y cócteles molotov desde detrás de un autobús quemado, y tal vez otras dos docenas de camaradas que reforzaban su labor tirando botellas de leche llenas de gasolina desde las torres de pisos de las proximidades. Los policías, al mando de un tal comisario jefe Anderson, se mantenían bien protegidos para dejar que los rufianes se agotaran solos. Me presenté a Anderson mientras Matty se quedaba en el Rover leyendo un fanzine de los Cramps: Legion of the Cramped. Anderson me agradeció la presencia, pero dijo que no nos necesitaba.

Me preguntó si quería un café y me sirvió uno de un termo. Nos pusimos a hablar de la naturaleza de los disturbios, y Anderson aventuró la opinión de que la exclusión social era la causa principal, y yo sugerí que el aburrimiento era la enfermedad del hombre de finales del siglo XX. Las cosas iban de lo más fluido hasta que Anderson empezó a machacar con que «todo forma parte del plan del Señor» y decidí largarme disimuladamente.

—Si le parece a usted bien y no nos necesita, nos iremos, comisario —dije, y él me contestó que le parecía bien.

Pero cuando estuvimos otra vez a salvo dentro del Land Rover camino de las viviendas, nos alcanzó una garrafa-bomba de gasolina que nos lanzaron desde una planta baja. Explotó delante del parabrisas con un violento estruendo y tras ella llegó uno o dos segundos más tarde una ráfaga de ametralladora pesada que rebotó con fuerza en la carrocería blindada del Rover.

—¡Cristo bendito! —gritó Matty mientras yo pisaba a fondo el acelerador para escapar de la situación. Más fuego de ametralladora reventó la carretera a nuestras espaldas y sacudió las puertas traseras.

—¡Disparan contra nosotros! —chilló Matty.

—¡Ya lo sé!

Aplasté el embrague, volví a meter la tercera y aceleré para tomar una curva de la carretera. Eso nos puso a cien metros de la esquina y entonces hice girar el coche ciento ochenta grados con el freno de mano y un chirrido espectacular de los neumáticos. El fuego fundía las escobillas del parabrisas e iba ganando terreno hacia el bloque del motor. Si llegaba al depósito de gasolina…

Agarré el revólver de reglamento y el extintor.

—¿No irás a salir sin el chaleco antibalas, verdad? —me dijo Matty horrorizado.

—Comunica el incidente, pídele a Anderson que nos mande refuerzos y diles que vayan con cuidado —ladré mientras abría la puerta.

—¡No salgas ahí, Sean! ¡Eso es lo que quieren! ¡Es una emboscada!

—No lo es teniendo a la mitad de las fuerzas de policía justo arriba de la calle. Se han ido hace mucho. Dos ráfagas rápidas de ametralladora y esta noche en el pub serán los grandes héroes.

—¡Sean, por favor!

—¡Llama!

Salí del Land Rover, apunté con el revólver a los edificios bajos de alrededor, pero no había nadie. Con el revólver en una mano y el extintor en la otra, rocié de espuma el parabrisas y reduje fácilmente las llamas.

Volví a subirme al Land Rover a esperar los refuerzos. Estuvimos veinte minutos allí sentados, pero los chicos de Anderson ni aparecieron, de manera que le dije a Matty que ya informaríamos nosotros más tarde del incidente, que esa mañana teníamos un trabajo que hacer.

—A no ser, claro, que esto ofenda tu sensibilidad forense y te sientas obligado a volver al lugar del tiroteo para recoger los casquillos, trozos de garrafa u otras pruebas directas.

—¡Sí, por mis cojones! —dijo Matty, y volvimos a tomar la A2 en dirección norte. Por desgracia, la bomba de gasolina había quemado la goma de uno de los neumáticos y tuvimos que ir cojitrancos hasta la RUC de Carrickfergus a por otro Rover para sustituir al nuestro.

Aquel día estaba destinado a no arrancar nunca. Vi que Brennan estaba en su despacho con una expresión desagradable en su cara en otros tiempos atractiva. Intenté eludirlo deslizándome en la sala de reuniones mientras Matty firmaba la salida de un nuevo Land Rover, pero el maricón me vio y me llamó.

—Buenos días, inspector jefe, ¿qué hace usted aquí un sábado por la mañana? —dije.

—Cumplo con mi deber, Duffy, con mi deber. ¿Qué progresos han hecho con lo de la víctima de asesinato? —murmuró poniendo los pies sobre la mesa. Llevaba zapatillas y una especie de batín y no se había afeitado. ¿Habría pasado allí la noche en secreto? ¿Es que había problemas en el frente doméstico? ¿Debía ofrecerle mi gran casa vacía de Coronation Road? Antes incluso de que en mi cerebro se dibujase un guión de La extraña pareja, me lo pensé mejor: era presbiteriano y sin duda consideraría mi ofrecimiento una especie de insulto a su orgullo.

—Un par de pistas prometedoras, inspector jefe. Tenemos a Aduanas e Inmigración haciéndonos una lista de nombres de los norteamericanos que entraron en Irlanda del Norte durante el último año y cruzaremos datos en busca de cualquiera que tenga el perfil demográfico correcto y sirviera en la Primera División de Infantería. Soy optimista y creo que muy pronto podremos identificar a nuestra víctima.

—Bien —dijo con un bostezo—. ¿Qué más?

—Encontramos un nombre en la maleta donde estaba encerrada la víctima. Tengo que decir que fue Matty el que encontró el nombre, hizo un buen trabajo policial. Era una etiqueta antigua con la dirección y vamos a seguir esa pista esta mañana.

—Excelente.

—Y si no le importa que se lo diga, inspector jefe, si busca un sitio donde quedarse, yo tengo una casa vacía grande en Coronation Road —le solté casi sin querer.

Brennan se miró las zapatillas, quitó los pies de encima de la libreta de notas y los ocultó bajo la mesa. Le jodió que hubiera deducido correctamente su situación hogareña. Brennan, desde luego, tenía presencia, era una especie de actor venido a menos, famoso en otro tiempo por su Claudio en el Old Vic y que ahora hacía anuncios de cerveza Harp en la televisión del Ulster.

—¿Sabe qué puede hacer por mí, Duffy?

—Qué, inspector jefe.

—Puede construir una puta máquina del tiempo, retroceder cinco segundos y cerrar ese jodido pico después de que yo dijera la palabra «excelente», ¿de acuerdo?

—Sí, inspector jefe.

—Y tiene un aspecto horrible. ¿Qué puñetas le pasa? ¿Gripe?

—No, inspector jefe, es que Matty y yo salimos en un Land Rover y nos tiraron una bomba de gasolina. Y tuve que bajarme y apagar el fuego.

—¿Que les tiraron una bomba de gasolina? ¿Ha hecho el informe?

—No, inspector jefe, todavía no.

—Pues asegúrese de hacerlo.

—Sí, inspector jefe.

—¿Ha leído la prensa esta mañana, Sean? —dijo con una voz menos punzante.

—No.

—¿Ha oído las noticias?

—No, inspector jefe.

—¡Pues tiene que estar al tanto de las últimas noticias, inspector!

—Sí, inspector jefe. ¿Ha pasado algo interesante?

—El general Galtieri ha decidido que su manifiesto particular, como todos los manifiestos de primera, tiene que soltárselo al mundo en un lodazal barrido por el viento y la lluvia y repleto de mierda de oveja.

—¿El general qué? ¿Qué pasa?

—Argentina ha invadido las islas Malvinas.

—¿Las islas Malvinas?

—Las islas Malvinas.

—La verdad es que sigo sin enterarme, inspector jefe.

—Están en el Atlántico Sur. Según el Mail, de momento ya han metido allí a diez mil soldados.

—Mierda.

—Sabe lo que eso significa para nosotros, ¿no? Thatcher no tendrá más remedio que reconquistarlas. O eso o dimitir. Así que enviará una flota para invadirlas. Sacarán tropas de todas partes. Me imagino que aquí perderemos media docena de regimientos.

—Eso nos va a dejar muy justitos.

Aproximadamente la mitad de las patrullas antiterroristas y de fronteras de Irlanda del Norte las realizaba el Ejército británico; para nosotros, la policía, no iba a ser fácil tapar los huecos.

—Es mal momento —dijo Brennan frotándose la cara—. El IRA[2] se está preparando para una campaña y justo cuando se alcen estaremos perdiendo efectivos. Puede que los próximos meses vayan a ser todavía más complicados de lo que pensábamos.

Asentí.

—Y no quiera pensar lo que pasará si hay una debacle. Si Thatcher no recupera las islas.

—¿Y dimite?

—Dimite, el gobierno se derrumba y hay elecciones generales. Si ganan los laboristas, y ganarán, estamos listos, amigo… La partida se habrá acabado, joder.

Con Michael Foot, el partido laborista defendía una política de retirada unilateral de Irlanda, lo que significaba que retirarían a todos los soldados y funcionarios británicos. Por fin Irlanda quedaría unida bajo el mando de Dublín, lo que sería estupendo y genial de no ser porque el Ejército irlandés solo disponía de unos pocos batallones, y la idea de que estuvieran en condiciones de mantener la paz era como un chiste. Lo que significaría una guerra civil a gran escala con un millón de protestantes bien armados y ocupando un tejido geográfico bien tramado contra el resto de habitantes de la isla: cuatro millones de católicos. Habría un bonito baño de sangre hasta que llegasen los marines estadounidenses.

—No lo había pensado —dije.

—Mejor no pensarlo.

Cogió el ejemplar del Daily Mail. El titular era una sola palabra que gritaba: «¡Invasión!».

Me fijé en que el periódico era de fecha 3 de abril.

—¿Está seguro de que todo eso no es una especie del Día de los Inocentes con retraso?

—No es ninguna broma, Duffy, lo están diciendo en la BBC, en todos los periódicos, en todo el mundo.

—Vale.

—No hemos de ponernos nerviosos. Iremos viéndolo día a día.

—Sí, inspector jefe.

—Vuelva al trabajo. Salga de aquí y vuelva a centrarse en esa investigación de asesinato suya.

—Sí, inspector jefe.

Eché la silla para atrás y me puse de pie.

—Una cosa más, Duffy. «¿Una acompañante para un conquistador, quizás?» —dijo dando golpecitos con el lápiz sobre el crucigrama y luego chupando pensativo el extremo.

Era bastante fácil.

—Creo que se trata de un anagrama —dije.

—¿Un anagrama de qué?

—Cortés —dije, intentando dirigirlo hacia la solución, pero seguía sin pillarlo y además vi que sabía que yo sabía la respuesta.

—¡Dígamelo de una vez, Duffy! —dijo.

—Escort, inspector jefe.

—¿Qué? Ah, sí, «escort», naturalmente… Y ahora lárguese.

Cuando salía del despacho, vi a Matty luchando por sacar de su taquilla una bufanda de punto muy larga.

—Nada de bufandas. Acéptalo. Los tiempos de Tom Baker y el Dr. Who se acabaron, colega —le dije.

Fuerte lluvia por la A2.

Matty conducía el Land Rover.

Yo de escolta armado, literalmente: con una Winchester M12 de corredera sobre las rodillas por si acaso nos tendían una emboscada en alguna carretera secundaria.

Puse la casete de New Order en el reproductor. Se habían vuelto de lo más disco, pero no eran tan malos como pudiera pensarse.

—¿Has oído las noticias, Matty?

—¿Qué noticias?

—Pues tienes que estar al tanto de las últimas noticias, agente. Las Malvinas han sido invadidas.

—¿Las qué?

—Argentina ha invadido las islas Malvinas.

—¡Dios! ¿Y cuándo fue eso?

—Ayer.

—Primero los alemanes y ahora los putos argentinos.

—Me parece que estás pensando en las islas del Canal, amigo.

—¿Entonces dónde están las Malvinas?

—Pues digamos que en algún sitio por el sur, creo.

—Supongo que ahora los del Tottenham Spurs estarán jodidos, ¿verdad?

—¿Y eso por qué?

—Porque la mitad de la plantilla viene de la puñetera Argentina. Así que los quitarán del equipo.

—El inspector jefe quiere que pensemos en las consecuencias geopolíticas.

—Sí, la geopolítica es una cosa, pero el fútbol es el fútbol, ¿verdad? —dijo Matty poniendo las cosas en la perspectiva correcta.