24: Gente en invernaderos

Me sentía bien mientras bajaba por la carretera de la costa hacia Islandmagee. Aceleré el BMW hasta ciento diez y luego subí hasta unos estupendos ciento cuarenta y dos km/h. Saqué una cinta de mezclas y la metí en el reproductor.

La música de Plastic Bertrand me acompañó todo el camino a través de Carrick, Eden, Islandmagee.

La finca de sir Harry.

La verja del camino privado estaba cerrada y ahora había allí un hombre sentado en un escalón con una chaqueta de caza Barbour y una escopeta en la mano. Un viejales canoso, tipo guardabosques.

—Estos terrenos son privados —dijo con acento campesino.

—Soy de la policía —le dije.

—Entonces traerá una orden de registro —dijo.

—¿Necesito una orden para circular por este camino?

—Esto no es el camino real de Su Majestad. Todas esas granjas, hasta llegar al agua, son propiedad de sir Harry McAlpine —insistió el hombre.

—Déjeme pasar, colega, soy de la pasma. Ya he estado aquí antes.

—Eso dice usted. Pero tenemos que andar con cuidado. El año pasado tuvimos un asesinato aquí.

Me bajé del BMW, abrí la verja y le mostré mis credenciales.

—Si quiere usted pegarme un tiro, péguemelo, pero voy a ver a McAlpine.

El viejo cascarrabias asintió.

Quedaba fuera de sus competencias interrumpir el paso a un madero decidido.

Conduje hasta pasar por la granja de Emma.

No había rastro de ella.

Subí la pista de tierra hasta la casa grande.

La verja al final de ese camino también estaba cerrada, pero no tenía cadena, así que me bajé del coche y la abrí. Luego pasé la alambrada para el ganado con el coche y seguí por una entrada bordeada de palmeras.

El Rolls estaba aparcado delante.

Llamé al timbre. La señora Patton me abrió la puerta. Le enseñé mis credenciales.

—¿Se acuerda de mí, cariño?

—¿Qué quiere usted?

—Quiero hablar con Le Grand Fromage.

—Está en el invernadero. Iré a buscarlo.

—¿En el invernadero vacío? No se moleste, señora Patton, conozco el camino.

Crucé la casa y la cocina y salí al jardín de atrás.

Había habido unos pocos cambios: el jardín se veía más cuidado, más limpio. Había sacos de sustrato y abono y macetas de terracota vacías. Las finanzas de sir Harry debían de haberse estabilizado un tanto si podía permitirse tener un guarda abajo en el camino privado y remodelar el jardín de atrás.

Y allí estaba él con una camisa marrón raída y pantalones de pana marrones.

Llamé a la puerta del invernadero.

Se estaba metiendo un jersey por la cabeza. En cuanto la cabeza reapareció, se dio la vuelta, me vio y frunció el ceño.

Abrí la puerta y entré.

Hacía calor. En una esquina un humidificador pequeño iba lanzando vapor.

—¿Qué demonios hace usted aquí? —me preguntó sin intentar siquiera ocultar su desagrado, lo que sin duda no era nada irlandés aunque quizás sí anglo-irlandés.

Y no estaba tan claro por qué yo no le gustaba. Desde luego que todo el mundo odiaba a los maderos. En el mejor de los casos éramos unos vagos y unos mierdas, y en el peor, unos corruptos y unos sectarios… Pero por lo menos yo estaba intentando resolver el asesinato de su hermano, ¿no?

Me acerqué. Andaba enredando con una especie de orquídea y eso me hizo pensar… ajá, un auténtico horticultor, ¿eh?

—La última vez que estuve en este invernadero estaba completamente vacío —dije.

—Lo estoy renovando… ¿Y a usted qué puede importarle, de todas formas?

Los ojos se le salían de las órbitas. Tenía las mejillas coloradas. Eso y las botas de agua verdes y el acento. La verdad es que era un personaje de la vieja escuela. Descubrí que me estaba conmoviendo.

—¿Alguna vez ha cultivado regaliz americano aquí?

—¿Regaliz qué?

—Regaliz americano.

—Nunca lo había oído. ¿Qué hace usted aquí? ¿Ha venido a preguntarme por mi jardín?

—He ido a ver a John DeLorean.

—¿Y qué?

—El tipo de los coches. El tipo que va a sacar a Irlanda del Norte del abismo.

—Ya sé quién es.

—Naturalmente que lo sabe, Harry. Su fábrica está en un terreno suyo. Unos viejos eriales de Belfast que son ahora el meollo del proyecto de la regeneración de Irlanda.

Dejó el tiesto en el que trabajaba y se quitó los gruesos guantes de jardinero. Se aclaró la garganta.

—¿Y qué tiene eso que ver con nada exactamente? —preguntó.

—Su hermano era oficial del servicio de información del UDR. Gestionaba a una serie de confidentes. Uno de ellos le contó algo sobre un tipo que hacía preguntas y sacaba fotos de la fábrica de DeLorean. Fui a ver al señor DeLorean y me dijo que está permanentemente sometido a espionaje industrial, lo que entra dentro del juego normal, así que no hay problema. Pero verá, esa notita sobre Dunmurry fue la última que escribió su hermano en su agenda y el informador que le dio el soplo ha desaparecido. Y naturalmente, también tenemos que a su hermano lo asesinaron. Pensé que quizás todas esas incidencias tuvieran alguna conexión y pensé que tal vez usted supiera algo más del asunto.

—¿Qué está insinuando?

—No insinúo nada. Simplemente pensé que tal vez usted pudiera tener un enfoque de la cuestión que yo, como ajeno, no tendría.

—No me gusta mucho su tono, inspector —dijo sir Harry.

—Lo siento mucho. No había ningún tono, señor. No pretendía ofenderlo, se lo aseguro.

Aquello pareció ablandarlo un poco.

Aspiró por la nariz y me midió con la mirada.

—De modo que sigue investigando la muerte de Martin.

—Así es.

Asintió y soltó el aire lentamente.

—Entiendo, pues, que usted no cree que fuera un golpe del IRA al azar.

—Oh, no, todavía no he llegado tan lejos. Solo quiero analizar un poco esa conexión. Usted, DeLorean, el confidente de Martin…; quería ver adónde llegaba todo eso.

—Muy bien, igual puedo ayudarlo. Venga a casa y lo hablaremos tomando un té. ¿Tiene un poco de tiempo?

—Todo el tiempo del mundo.

—Aquel otro policía, el que se murió… odio hablar mal de los muertos, pero, bueno… no me inspiraba mucha confianza.

—No.

Fuimos a una biblioteca de la planta baja.

Estanterías repletas de libros viejos desde el suelo hasta el techo. Un sofá de cuero rígido pero desgastado por generaciones de uso y reparaciones, que lo habían hecho confortable. Unas pocas sillas modernas más, una mesa de roble, un atril de lectura y un agradable mirador con una vista hacia el este sobre la costa y el mar de Irlanda a solo unos pocos cientos de metros de los campos.

La señora Patton trajo el té.

Era un Darjeeling muy fuerte y demasiado espeso. Harry no pareció darse cuenta. Ahora estaba mucho más relajado.

—¿Entonces piensa usted que esto podría tener que ver con John DeLorean? —me preguntó, ansioso.

—Quizás. ¿Cuál es la naturaleza exacta de la relación entre usted y el señor DeLorean?

Se encogió de hombros.

—¡Relación! ¡Ja! Ese hombre es un manipulador. No se relaciona con las personas. Las utiliza.

—¿Y cómo lo conoció usted, para empezar?

—Hace dos años empecé a oír rumores de que DeLorean buscaba invertir en Irlanda del Norte. Levantar una gran fábrica de coches para el deportivo que estaba diseñando. Un montón de puestos de trabajo. Y todo el tema vendría garantizado por la Oficina para Irlanda del Norte, que inyectaría cincuenta millones. Estaban desesperados por conseguir cualquier clase de inversión, lograr que dinero honrado y auténtico afluyera a Irlanda del Norte. Yo, no sé si lo sabe usted o no, he tenido últimamente algunos problemas financieros. Mi padre murió en el sesenta y nueve y todavía estoy pagando los impuestos de la herencia…, y eso no es una hipérbole, por cierto: es verdad que todavía los estoy pagando. Si hubiera muerto un año más tarde me hubiera regido la ley de los conservadores, pero, tuvo que morirse en 1969, cuando las tasas estaban por las nubes… De todas maneras, para abreviar la historia, Humphrey Atkins, el secretario de Estado, me pidió que, abra comillas, donara, cierre comillas, unos terrenos que tenía en Dunmurry para instalar una factoría. Y así lo hice y así es como conocí a DeLorean. Soy su casero.

Aquello confirmaba lo que ya sabía, pero no entendía cómo se relacionaba con la muerte de Martin ni con ninguna otra cosa.

—¿Quiere saber cuánto me paga por todos esos acres?

—¿Cuánto?

—Es que ni se lo podría usted creer. Ese hombre es un auténtico cáncer. Espero que Dios haga que los yanquis no lo descubran antes de comprar un millón de sus coches.

—Sí, yo…

—Y le diré algo más. ¿Ha estado alguna vez en su despacho? En la mesa tiene un cartel que dice «Genio trabajando». Genio trabajando, ¡y una mierda! Sabe usted quién está detrás del telón, ¿verdad? ¿Sabe quién es el verdadero mago de Oz?

—No.

—DeLorean ni siquiera diseñó el coche. Hizo un bocetito, una mierda de bocetito. Colin Chapman, ¿sabe quién es?

—El nombre me suena.

—¡Lotus! Los Lotus de carreras. El hombre que hizo los Lotus es Colin Chapman. Y Chapman es el auténtico diseñador del DeLorean, no John D. L., como a él le gusta que le llamen.

Yo conocía los coches deportivos Lotus de verlos en las películas de James Bond.

—El diseñador es Colin Chapman, el dinero sale del gobierno británico, la tierra la puse yo, los trabajadores son tipos que salen de la Harland & Wolff de Belfast; así que ¿qué hace DeLorean exactamente? Solo es la fachada. Nada más. Solo la fachada. No es más que la puta peluca y la puta sonrisa del millón de dólares.

—¿Y si falla la fachada?

Imitó el ruido de un avión que se estrella y chocó una mano contra la otra.

—Que Dios ayude a Irlanda del Norte si es así —añadió.

—Así que usted no tiene mucha relación con él.

—Solo cuando necesita algo.

—Hummm.

—Así que ¿cómo enlaza esto con el asesinato de Martin? —preguntó.

—Eso es lo que me gustaría a mí saber.

Nos tomamos el té y charlamos unos minutos más de esto y de aquello, pero en la conversación no surgió nada. O ese hombre no sabía nada o era también un mangante de primera.

Me terminé el té y me puse de pie y le tendí la mano.

—Siento mucho que medio arrancáramos con mal pie —dije.

—Por culpa mía, seguro. Tiendo a medirlos a todos ustedes por el mismo rasero… Si descubre algo sobre Martin, me lo hará saber, ¿verdad?

—Sí.

—Solo que…

—¿Sí?

Se le humedecieron los ojos.

—Solo que es mi hermano pequeño, y se supone que tienes que cuidar de tu hermano pequeño, ¿no?

—Supongo que sí.

Bajamos pensativos por el camino bordeado de palmeras.

Me subí al BMW.

McAlpine no había reaccionado al comentario sobre el árbol del regaliz americano. Y me pareció que se interesaba sinceramente por averiguar lo de la muerte de su hermano.

Su conexión con todo aquello puede que fuera tangencial.

Pero aquella anotación en el cuaderno de su hermano… Sería una coincidencia.

Y las coincidencias son el enemigo jurado de todos los investigadores de todas partes.