9: Sangre en las huellas

Alguien me pasó una petaca de coñac «para ayudarnos a bajar la trampilla del desayuno». Yo solo había tomado un café, pero de todas formas le di un trago al frasco y lo pasé.

Subí andando a lo alto de la cuesta y fui dando paso al tráfico entrante. No llevaba propiamente uniforme. Ni camisa ni corbata, solo pantalones negros y una camiseta negra debajo de la chaqueta reflectante que ponía «Policía» en letras amarillas. Llevaba la gorra verde de uniforme y me movía nervioso con un subfusil Sterling cargado con un peine de veinticinco tiros. La misma arma que había usado para repeler el ataque de Coronation Road que me hizo ganar la medalla policial y la invitación a Buckingham Palace.

Jugueteaba con el subfusil para no tener que mirar para abajo y ver la carnicería. Cada uno se resarcía a su manera. Un guardia silbaba, otros dos hablaban de fútbol. Era su modo de evadirse del presente.

—Tenemos cosas mejores que hacer con nuestro tiempo que dirigir el tráfico —le iba gruñendo Matty a Crabbie porque sabía que a mí no me podía gruñir.

—Tú haz lo que te mandan y sanseacabó —le dijo Crabbie, y como buen presbiteriano libre rechazó el coñac y volvió a pasármelo a mí. Dije que no con la cabeza y eché a andar por la calzada hasta una vaca muerta que yacía en la cuneta. Muerta por el golpe de la onda expansiva o por un trozo de metralla perdido. Miré hacia abajo, al valle. Los focos del helicóptero recorrían el escenario entre la luz previa al alba, a pesar de que ya todo el mundo estaba localizado: los muertos, los moribundos, los supervivientes de milagro. Encendí un Marlboro y aspiré el humo del tabaco americano, tan bueno, seguro y fiable. Me reconfortó. Me senté en un tocón y me puse a mirar los potentes haces de luz incandescente de los focos del helicóptero Wessex mientras meditaba sobre los ladrillos y las piedras pulverizados, los tabiques de bovedilla derribados, los coches destrozados de arriba abajo. Observé los rotores aventar pavesas, fragmentos de papel y residuos que subían hacia el cielo en enormes espirales que giraban en sentido contrario a las agujas del reloj.

Eso también me reconfortó, me hizo sentir que algo, lo que fuera, se estaba haciendo. Así se me pasó media hora. Luego el amanecer hizo sentir su presencia en el paisaje y el helicóptero giró a la izquierda y voló de regreso a la base de Aldergrove de la RAF[8].

Ahora ya podía ver todo el desastre acaecido sobre la comisaría de la RUC de Ballycoley.

Era un cuartel de policía rural que solo tenía una pared delgada de ladrillo rodeando el perímetro, y por eso lo habían elegido los terroristas para atacar. El edificio principal había quedado arrasado y una estructura prefabricada de detrás había volado hasta mitad del monte más cercano. Muchas de las casas de alrededor estaban destrozadas, parte de una vía de tren, destripada, y una subestación eléctrica, aniquilada. Había sido una suerte que el número de bajas civiles no fuera mayor.

Desaparecido el Wessex, el valle gozaba de una relativa calma.

Los polis hablaban los unos con los otros, las radios resonaban, los generadores zumbaban y una excavadora amarilla gigantesca arañaba los escombros como un braquiosaurio acariciaría a su hijo muerto.

Volví junto a los otros agentes, nos fumamos unos pitillos e hicimos dar la vuelta a un camión de reparto de leche y le explicamos al desconcertado conductor lo que había pasado.

—Ha habido un incidente, de momento la carretera está cerrada, amigo, tendrá que buscar una ruta alternativa…

—¿Qué ha pasado?

—Explotó una bomba de madrugada en la comisaría de policía de allí.

—¿Algún muerto?

—Sí. Cuatro.

El camionero asintió y dio la vuelta a su vehículo. La RUC de Ballycoley estaba solo a seis millas de Carrickfergus, pero yo no conocía a ninguno de los fallecidos. Dos eran maderos, otro el conductor del coche bomba, y la cuarta, una civil, una viuda que vivía al otro lado de la calle y que al parecer había quedado destripada por los fragmentos de las ventanas de su dormitorio.

—¿Cuánto tiempo más tendremos que seguir aquí como unos idiotas, Sean? —me preguntó Matty con un bostezo.

Meneé la cabeza.

—Iré hasta allí y lo averiguaré —dije.

Bajé andando por la cuesta resbaladiza de estiércol hasta llegar al antiguo complejo policial.

En el aire había un olor dulzón a pólvora, serrín, sangre y al gasóleo que perdía el generador portátil. Ahora que ya habían terminado las labores de rescate, la zona estaba llena de agentes de policía criminal con sus monos blancos que buscaban restos y hacían fotografías.

Encontré al oficial al cargo de la investigación y me presenté.

—Inspector Duffy, RUC de Carrick —dije.

—Comisario jefe McClure, Servicio Especial —dijo, y me tendió la mano. Se la estreché. Su apretón era todavía más flojo que el mío. Los dos estábamos agotados. Era un tipo canoso con bigote gris y cejas negras. Unos cincuenta. Parecía ser zurdo y fumaba un puro pequeño.

—¿Estaba usted allí arriba dirigiendo el tráfico? —preguntó con un ligero acento escocés.

—Sí.

—¿Y ponen a un inspector de policía a ocuparse del puñetero tráfico? ¿Dónde puñetas vamos a llegar?

—Supongo que andan un poco cortos. Al parecer las unidades del Ejército que iban a desplegar en East Antrim han sido enviadas a las Malvinas —dije.

—Jodidas Malvinas —escupió—. Jodidas ovejas. Allí es lo único que hay. Lo sé, he estado. Policía militar. ¿No será usted el Duffy del que siempre está hablando Tony McIlroy, verdad? —preguntó McClure.

—¿Tony habla de mí?

—Dice que tendríamos que reclutarlo para los Servicios Oficiales, dice que es muy bueno.

—Muy amable de su parte.

—Yo no aguanto a ese tipo. Demasiado fantasma.

—Cuando llegamos anoche, nos dijo alguien que se trataba de una nueva técnica del IRA, ¿es eso? —pregunté para cambiar de tema.

—Oh, sí. Venga a ver.

Levantó el cordón que decía «RUC: No pasar» y fui tras él por todo el recinto de la antigua comisaría. Me enseñó hasta dónde habían metido el camión tras derribar la barrera para hacerlo explotar dentro.

—Es una técnica nueva y muy impresionante —me dijo—. Tendremos que reevaluar la seguridad de todas nuestras instalaciones en el Ulster. Al parecer, al tipo que conducía el camión lo obligaron. El IRA tenía a su familia como rehenes y le dijeron que si no llevaba el vehículo derecho al patio de la comisaría los mataban a todos. En cuanto rompió la barrera, otro comando del IRA hizo explotar el camión por control remoto. Como ve, era una bomba grande. Quinientos kilos, quizás.

—¿Había visto usted alguna cosa de este tipo antes?

—Una vez. Dos ya conforman un modelo. Un nuevo sistema francamente devastador. Entre nosotros, inspector, los de arriba sacarán el látigo.

—Apuesto a que sí. Hasta la última comisaría de policía será vulnerable.

—Sí.

—¿Y qué hay del tipo que conducía el camión? ¿También era poli?

—No. El chófer de una furgoneta del pan. Católico. Repartía a los maderos, así que lo llamaban «colaboracionista». Reparte pan para ganarse la vida y es un colaborador. Este es el mundo en el que vivimos, inspector.

Caminamos entre las ruinas humeantes y el comisario jefe recogió los restos retorcidos de un volante.

—Mire esto —dijo enseñándome la circunferencia de plástico fundida y retorcida hasta parecer un espagueti esculpido de un modo sorprendente. Me fijé en que de la circunferencia colgaba un aro de metal deformado.

—No se fiaron del todo de él, ¿verdad? —dije señalando el aro de metal.

—¿Por qué lo dice?

—Al pobre cabrón lo esposaron al volante.

Davey miró el volante y asintió. Ahora el sol quemaba entre las nubes bajas. Bostecé. Había sido una larga noche.

—Escuche, señor, me preguntaba si no podrían relevar a mi grupo del servicio de tráfico, esta mañana tengo una entrevista en el consulado de Estados Unidos y…

—Sí, sí, ahórreme los detalles. Usted y sus chicos pueden marcharse. ¿Cuántos hombres del CID[9] están con usted?

—Solo dos.

—Bien. Pues deje a los otros. No puedo permitirme prescindir de un hombre aquí abajo.

—Gracias, señor.

Volví a subir la cuesta, vi a Matty y a Crabbie y les sonreí. Señalé a Matty con el dedo.

—Puedes irte a la cama —dije.

—Vale, colega.

Señalé a Crabbie.

—Tú puedes venir conmigo —le dije.

Algunos de los otros maderos de Carrickfergus me miraron expectantes.

Negué con la cabeza.

—Lo siento, chicos, a vosotros os necesitan aquí por lo que pueda pasar. Lo siento de veras —dije.

Antes de que se produjera un motín policial me llevé a Matty y a McCrabban al Land Rover más próximo y nos largamos. En la parte alta de los montes las brasas de la explosión habían incendiado los tojos. Una línea de llamas serpenteaba camino de la cima del monte. Avisamos a la brigada de bomberos y seguimos adelante: Ballyclare, Ballyeaston, Ballynure, Ballylagan y finalmente Carrickfergus. Dejamos a Matty en su casa en Woodburn Road. Su madre nos invitó a una taza de té pero tuvimos que decir que no.

McCrabban y yo llegamos a la comisaría, nos afeitamos, nos echamos agua por la cara, pillamos un café instantáneo y nos pusimos camisa y corbata.

Cuando salíamos, nos vio el jefe.

—A ver, ¿qué están haciendo aquí? Muevan rápido el culo, hay una reunión en el consulado americano de Belfast a las nueve. No pierdan más el tiempo, Duffy. No nos dejen mal.

—Justo íbamos para allá, señor. Nos tuvieron vigilando el tráfico por una emergencia en Ballycoley.

—Es lo que tiene el servicio. Todos a cubierta. La tragedia fue allí. Dos hermanos del cuerpo muertos. No se me estará usted quejando, ¿verdad, Duffy?

—No, señor.

—Bien, pues no se me queden ahí con la boca abierta, ¡váyanse ya!

Entramos en la M5 a toda marcha, incluso pusimos la sirena para poder llegar a la cita a tiempo y «no dejar mal a la comisaría». De todos modos, llegamos diez minutos tarde.

Un ujier nos condujo a una sala de reuniones muy ceremoniosa con araña en el techo, empapelado William Morris y grandes fotografías del presidente Reagan, el vicepresidente Bush y el secretario de Estado Alexander Haig. Había una mesa de roble ovalada y encerada y una docena de sillas de roble de respaldo recto y aspecto incómodo sobre una gruesa alfombra roja.

Llegó una secretaria para tomar notas, una chiquita agradable de piel blanca y ojos verdes, seguida de un individuo huesudo con pinta evidente de diplomático. Andaría por los treinta, cadavérico, flaco, de ojos castaños, cabeza ligeramente deforme. Llevaba una chaqueta de tweed, camisa rosa y corbata negra. Y un maletín que puso sobre la mesa delante de él.

Lancé a Crabbie una mirada con la que le decía que quería que él llevara la reunión y asintió con un gesto.

—Inspector Duffy, agente McCrabban —dijo.

—James Fallows, Departamento de Estado de los Estados Unidos. ¿Alguno de ustedes quiere un té o un café, caballeros? —preguntó Fallows con una agradable voz de barítono.

—Un café estaría muy bien —dije—. Con leche, dos de azúcar.

—Yo prefiero té, sin leche y sin azúcar —dijo McCrabban. La secretaria dejó el bloc de papel amarillo y salió del cuarto sin decir una palabra.

—He oído lo de la bomba de esta mañana. Lo siento mucho —dijo Fallows.

—Gracias —contestó Crabbie en nombre de ambos.

—En las noticias decían que ha habido tres muertos —continuó Fallows.

—Cuatro. Cuatro muertes confirmadas en el lugar de los hechos. Dos policías muertos, otros dos gravemente heridos. El conductor del camión murió en la explosión y también una civil en una casa de al lado —dije.

—Ah, sí, pero el conductor del camión sería un terrorista, sin duda —dijo Fallows con una fina sonrisa que no me gustó demasiado.

—En este momento no lo sabemos —dijo McCrabban.

La secretaria volvió con las tazas y un plato de galletas americanas. Di un sorbo a mi café, sorprendentemente bueno, y un mordisco a una galleta.

En el aire empezó a sonar Aaron Copeland, no sé de dónde.

—Entonces, vayamos al asunto. Según parece, ha sido asesinado un compatriota nuestro llamado William O’Rourke.

—Sí.

—¿Y están completamente seguros de que es un asesinato?

—Estamos seguros —dijo Crabbie.

—¿Envenenado?

—Envenenado, sí.

Abrió su portafolios y miró las notas que tenía delante.

—Nunca había oído hablar de esa «abrina». Es rara, ¿no?

—Muy rara. De hecho, una de las cosas que queríamos preguntarle a usted era si nos podría conseguir alguna información sobre las conexiones del señor O’Rourke con la horticultura. ¿Tenía un invernadero, cultivaba plantas exóticas, tenía algún pariente dedicado a esa clase de actividad? —preguntó Crabbie.

—No tenía conocimiento de que vinieran ustedes a solicitarnos ayuda para su investigación —dijo Fallows.

—¿Y para qué cree que estamos aquí? —pregunté.

—Me habían dado a entender que se trataba de una mera reunión formal.

—¿No se estará negando a ayudarnos en la investigación, no? —le pregunté incrédulo.

Crabbie y yo cruzamos una mirada.

—Por supuesto que no —aulló Fallows—. Recibirán completa y absoluta cooperación de la embajada de Estados Unidos en la corte de St. James.

—Eso es lo que esperábamos —dije—. Para empezar, la policía local de Newburyport parece tener dificultades para enviarnos por fax el permiso de conducir del señor O’Rourke. Al parecer, eso requiere otro nivel de autorización o algo. No estoy seguro de cuál es el obstáculo, pero me pregunto si podría usted…

El señor Fallows deslizó una carpeta de cartón sobre la mesa.

—Pueden quedarse con esto —dijo.

Contenía fotocopias del permiso de conducir y el pasaporte de Bill O’Rourke. Un tipo guapo, aquel Bill. Esbelto, bronceado, con pelo negro oscuro y solo unas ligeras canas en el lado izquierdo. Tenía una cara inteligente, firme, y ese algo impreciso que inspira respeto. Tal vez fuera por todo el horror que había experimentado en la Segunda Guerra Mundial.

—En todo el tiempo que llevo aquí nunca habíamos tenido un americano asesinado en Irlanda del Norte —dijo Fallows—. Es sorprendente, dado el nivel de violencia.

—Tiene que haber una primera vez para todo —dijo Crabbie.

—También necesitamos la vida laboral de sus empleadores y cualquier posible antecedente penal del FBI —añadí.

—Pide usted mucho.

—También sería necesario que un agente de la policía local investigara su casa y me informara de lo que descubra.

—Oh, eso no les gustará —bufó Fallows—. Es bastante impreciso. ¿Que les informe de qué?

—Necesitaría un informe completo de la casa…, de las casas, debería decir, de sus movimientos recientes en el banco, esa clase de cosas. La policía sabrá lo que tiene que hacer.

—Y también si tenía invernadero. Y necesitaríamos saber si en el invernadero tenía una planta que se llama regaliz americano —añadió McCrabban.

—¿Regaliz americano? —dijo Fallows sin poder aguantarnos del todo la mirada.

Lancé otra ojeada rápida a McCrabban. Ajá, también él lo había visto. Aquel mamón nos ocultaba algo.

—¿Eso de regaliz americano le suena de algo, verdad? —pregunté.

—No lo había oído en la vida —dijo Fallows meneando la cabeza.

—¿Está seguro?

—Completamente seguro. Nunca lo había oído hasta que lo mencionó usted.

—Su último puesto diplomático fue en Trinidad, ¿no es cierto? —dijo McCrabban.

—No. Seis años en Canadá y luego aquí. ¿Por qué?

—Por ninguna razón —sonreí y sacudí la cabeza.

Le lanzamos unas pocas preguntas más y no nos contestó nada de lo que queríamos. Nos aseguramos de que había recibido el mensaje sobre la cooperación de la policía de Massachusetts y del FBI y dijo que vería lo que podía hacer.

Cuando salimos de allí, pusimos una goma a la carpeta y nos fuimos en busca del Land Rover. La calle Queens era uno de los sitios por los que podías entrar en el centro de Belfast cruzando las barreras de seguridad de hierro levantadas a través de la calzada. Todos y cada uno de los peatones que entraban en Belfast eran cacheados y se les registraban los bultos como parte de los esfuerzos por impedir los atentados con bomba. Claro que nosotros, los maderos, nos limitábamos a exhibir nuestra identificación y pasábamos directos al principio de la cola.

—Putos polis —murmuró alguien en la cola a nuestra espalda.

—Sí —algún otro se mostró de acuerdo—. Se piensan que dirigen ellos este jodido mundo.

En cuanto cruzamos la barrera, le di una palmada en la espalda a McCrabban, algo que aquel protestante fóbico y grandote aborrecía.

—Fue una buena pregunta, colega, me pareció que lo del regaliz americano echó un poco para atrás a aquel flaquito de mierda, ¿eh?

—Puede que los policías locales americanos ya hayan encontrado algo en el invernadero de O’Rourke —dijo Crabbie encogiéndose al sentir que otro ser humano le tocaba.

—Puede ser, Crabbie, puede ser. Pero como dice Bobby Dylan, aquí pasa algo raro, lo noto en el aire.

—¿Una complicación?

—A Brennan no le va a gustar, pero sí, empieza a sonar a algo así, ¿no?