27: Misa mayor

Coronation Road era la última calle del Gran Belfast antes de la zona rural y el campo que había detrás de ella parecía ya otro mundo. Una marina. Una zona mixta. Una Zona Desmilitarizada. Me puse una espiga de cebada en la boca y escuché el batiburrillo de música de radios y tocadiscos, e incluso procedente de la parte más alta del camino un gaitero practicando escalas. Las pintadas de la buhardilla decían «Dios salve a la reina» y «Aquí no hay papa», pero en aquel anochecer de abril en particular Coronation Road no pertenecía ni a la reina ni al papa, sino a una chica judía de Brooklyn llamada Barbra Streisand. El actual número uno del Reino Unido en ese momento, el álbum Memories, resonaba con poca potencia en varios altavoces de alta fidelidad, la mayoría repitiendo la canción del título, pero uno de ellos prefería el melancólico corte de Streisand a dúo con Neil Diamond: Don’t Bring Me Flowers. Puede que estuviéramos endulzando en exceso las natillas teoréticas, pero a mí me parecía que aquellos himnos eran gritos de ayuda desesperados de la población femenina de Coronation Road. La voz de mezzosoprano de Streisand expresando lo que ellas no podían expresar desde sus cárceles conyugales: anhelos de viajes por el mundo y de carreteras sin explorar, y por encima de todo de sus hombres, que en algún momento fueron animados y graciosos y se habían vuelto unos personajes agotados y deprimidos por el desempleo y la enfermedad y la bebida.

Tenía hambre. No había comido por hacer un acto de contrición. Esa noche tenía que recibir el sacramento de la penitencia y salir para América en estado de gracia.

Ya estaba anocheciendo y los colores parecían de otra latitud: la cebada de un amarillo descarado, el cielo de un rojo siciliano épico. Pasé andando junto a dos niños que jugaban al escondite detrás de un coche quemado. Aquel campo se había convertido en un vertedero donde arrojar los vehículos reventados por las bombas, y aquellas masas deformadas y retorcidas de acero y aluminio poseían una belleza extraña, amenazadora. Toqué el lateral de un Reliant Robin reventado completamente por la fuerza apocalíptica del explosivo plástico. Un crío se llevó el dedo a los labios. Asentí. No te delataré, hijo.

Llegué a la calle y saludé a mis dos vecinas de adosado, la señora Campbell y la señora Bridewell, mientras Barbra llevaba su versión de Memory a un clímax emotivo casi histriónico y las señoras se acariciaban las mejillas. El cielo, la canción, la lágrima: el momento hería con tanta precisión que comprendí que aquello arañaría el iris de los ojos de mi mente durante décadas. Si el Señor me daba vida…

Miré debajo del BMW y me fui a la iglesia.

La venganza es el hermanastro tonto de la justicia. Eso lo entendía. Llevaba ocho meses viviendo con ese pensamiento. Desde aquella noche en las orillas del lago de Como. Lo que había hecho entonces era un delito, y era también un pecado. A nadie le importó lo del delito, pero esta noche pensaba confesar el pecado. El acto en sí y el sentimiento de satisfacción que experimentaba cuando pensaba en lo que había hecho.

Aparqué el coche y me bajé.

La capilla era antigua y apenas usada, toda cubierta de musgo y hiedra amarilla. Quedaba ahora a la sombra de la central eléctrica de Kilroot. Solo en el Ulster era posible que un trozo tan encantador de costa como aquel hubiera sido maldecido con semejante monstruosidad de estilo soviético. «Kilroot» deriva del irlandés Cill Ruaidh, que significa «iglesia de los pelirrojos». Los pelirrojos eran los celtas de la zona, y se suponía que la parroquia de Kilroot se había fundado en el año 422 después de Cristo, lo que significaba una generación antes de la llegada en misión de san Patricio. En aquel tiempo, el Ulster, y naturalmente toda Irlanda, era una tierra de paganos, amantes de la poesía, guerreros, reinos tribales. No habían cambiado mucho las cosas.

El padre O’Hare solo tenía veintidós años. Era nueve años más joven que yo, pero era un cura a la antigua. Desafiando al Vaticano II, y a beneficio de los otros cinco parroquianos de más edad, celebró la misa en latín.

Sus palabras antiguas nos reconfortaron.

Cuando hubo terminado el oficio, me fui al confesionario.

El padre O’Hare acompañó a la anciana señora McCawley a su coche y volvió a la capilla.

Ocupó su lado del confesionario.

Se acercó a la rejilla de separación.

Ahora solo me protegía la celosía de madera labrada.

—Bendígame, padre, porque he pecado —le dije—. Hace casi un año que no me confieso.

Le confesé el pecado mortal de asesinato y los pecados veniales de orgullo, lujuria y adulterio. Confesé que no me arrepentía de lo que había hecho y le dije que volvería a hacerlo otra vez.

Me escuchó y no lo aprobó.

Estrictamente, no tendría que haberme dado la absolución hasta que hubiera explicado que me arrepentía de esos y de todos los demás pecados de mi vida pasada, pero el padre O’Hare no era quisquilloso y no podía permitirse ser demasiado duro con su minúscula parroquia.

Misereatur tui omnipotens Deus, et dismissis peccatis tuis, perducat te ad vitam ternam —dijo—. Indulgentiam, absolutionem, et remissionem peccatorum tuorum tribuat tibi omnipotens et misericors Dominus. Amen. Dominus noster Jesus Christus te absolvat: et ego auctoritate ipsus te absolvo ab omni vinculo excommunicationis (suspensionis), et interdicti, in quantum possum, et tu indiges. Deinde ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.

Fuera del confesionario estábamos en otro mundo y nos intercambiamos unas cuantas bromas desenfadadas.

—Hoy ha hecho un día estupendo, ¿verdad?

—Sí, ya lo creo que sí, padre, aunque me han dicho que mañana hará frío.

—¡Oh!, justo cuando mis rosas están brotando —dijo, y meneó la cabeza.

—Yo no lo veré. Estaré en Norteamérica.

—¿En Norteamérica? ¿De vacaciones?

—Algo parecido.

Cogí el coche y me fui a casa y, absuelto y en paz, llamé a McCrabban. Le conté lo del espejo y la nota y lo que planeaba hacer. Se quedó callado un buen rato.

—No hagas eso, Sean. Todo ese asunto apesta. Pásalo a los de arriba de la cadena de mando —dijo al fin.

—¿Por qué te hiciste policía, Crabbie? Por la verdad y la justicia, ¿correcto? Si lo pasamos a los de arriba, se lo quedarán los yanquis, o los ingleses. Y nunca sabremos la verdad. Nunca.

—Este es un juego que se juega a otro nivel, Sean. Un juego que hay que jugar con cuidado. Pásalo a los de arriba y habremos hecho nuestro trabajo.

—Sabes muy bien lo que ocurrirá, Crabbie. Se esfumará. Los americanos y los de arriba harán que se desvanezca y nunca averiguaremos qué pasó con el señor O’Rourke.

—Eso no lo sabes seguro, Sean.

—Tú lo has dicho, colega, todo este asunto apesta.

—Por lo menos díselo al jefe.

—El jefe es un hombre de la empresa, no habré salido de su despacho y ya estará llamando por teléfono al FBI.

Crabbie se quedó largo rato al teléfono, pensando. Sabía que estaba indeciso. Quería convencerme de que no lo hiciera, pero también él quería saber.

—Entonces, ¿cuál es tu plan?

—Descubrir qué escondía el señor O’Rourke en esa caja de seguridad y recuperar las pruebas. Fait accompli, colega. Sin interferencias de la Special Branch, los gorilas, el FBI ni nadie.

—¿Y luego qué?

—Según lo que encuentre, partiremos de ahí.

—Déjame ir contigo —dijo de repente.

Consideré la idea uno o dos segundos. Sería estupendo tenerlo conmigo, pero resultaría de lo más egoísta arrastrarlo conmigo al pozo negro y que nos cayera un marrón encima si todo se torcía.

—No, Crabbie, si esta mierda se acaba jodiendo, caerá mi cabeza, y solo la mía.

—¿Y qué puede torcerse?

—No lo sé.

—Por eso tendría que ir contigo. Te haré falta, Sean.

—Sí que me harás falta, Crabbie, pero no, no es necesario que empiecen a caerte encima críticas por este asunto. Sacaré las pruebas de esa caja y veré de qué se trata y luego hablaremos.

—Soy tu colega, Sean, debería estar para ayudarte.

Me sentí conmovido.

—Ya lo sé, Crabbie. Y por eso quiero mantenerte al margen. Tienes una familia de la que cuidar.

Después de otro largo intervalo de silencio, un McCrabban preocupado, confuso y dolido dijo:

—Vale.

—Gracias por ser tan comprensivo.

—¿Estás seguro de lo que haces?

—No.

—Cuídate, Sean.

—Lo haré.

Colgué el teléfono.

Coronation Road estaba tranquila. Me serví una pinta entera de vodka con lima. Puse las noticias de la UTV: un tiroteo en Crossmagien, una furgoneta sospechosa en Cookstown, un ataque incendiario en Lurgan…, nada demasiado serio. Subí a mi cuarto, hice la maleta y puse el despertador a las seis.