28: América
Por supuesto que ya había estado antes. En Nueva York, en el 78, cuando pasé dos semanas en el West Village con mi exnovia Gresha. Días felices. Era el Nueva York de los Ramones y de Serpico, de Tarde de perros y del CBGB, aquel club de música country y bluegrass y blues. El novio que Gresha tenía entonces era un retrasado al que para empezar no le sentó bien que me quedara allí y que me odió después de que me comiera la barrita Reggie que él tenía guardada en la nevera. «Me la traje del primer partido de los Yankees en casa, tío. No me van las posesiones materiales, tío, pero esta acabaría siendo pieza de colección algún día, tío». Cuando Gresha me folló en recuerdo de los viejos tiempos, no me sentí ni una pizca culpable.
Este viaje era a Boston. Autobús a Dublín. De Dublín a Shannon. De Shannon a Logan. Volé con Aer Lingus, ocupé asiento de fumadores y vi Fanny y Alexander, de Ingmar Bergman. Era tan larga que no había terminado del todo cuando tomamos tierra.
Todo el rollo americano-irlandés no se manifestó ni en el aeropuerto Logan ni en la oficina de Avis donde alquilé un enorme Buick del 71 marrón estilo cuadro hiperrealista de Robert Bechtle. Pasé la noche en un Holiday Inn de Revere, y al oír mi acento el recepcionista me preguntó si era australiano. A las diez en punto de esa noche andaba zapeando ocioso por los canales de la televisión cuando llamaron a la puerta. Era una prostituta procedente también de nuestra bonita isla y que me enviaba el encargado para que pudiéramos «alegrarnos mutuamente». Era una chica mofletuda del condado de Mayo, con un pelo negro que se había teñido de platino mal aconsejada por alguien. Me dijo que se había venido a América en 1979 después de ver al Papa celebrar una misa al aire libre en el Phoenix Park de Dublín. Le serví un vaso de Makers Mark del minibar y le pregunté su nombre. Me dijo que se llamaba Candy, cosa poco probable. Me preguntó si quería tener sexo con ella y le dije que estaba muy cansado porque acababa de llegar. Me dijo que un trabajillo rápido con la mano me garantizaría dormir bien toda la noche y solo me costaría diez dólares. Tenía unas manos grandes de campesina que parecía que podrían partir el cuello de una gallina sin mayor problema y le dije que gracias pero no, y le pagué cinco dólares por las molestias.
Me dio las gracias por la copa. Como había leído El guardián entre el centeno estaba preparado para ver aparecer al recepcionista o al encargado cinco minutos después para exigirme el pago completo del tiempo de su protegida, pero no apareció nadie ni nadie me molestó y dormí hasta las siete de la mañana siguiente.
Me afeité y me puse unos vaqueros negros, camisa blanca y chaqueta de sport negra.
Compré un mapa, cogí el Buick y me fui hacia el norte por la Route 1A en dirección a Newburyport. Antes de llegar al pueblo cogí una minidesviación para ver la casa de O’Rourke. Descubrí con sorpresa que en las semanas transcurridas desde que enviáramos el cuerpo del señor O’Rourke la casa había sido vaciada por completo, amueblada de nuevo con muebles alquilados y puesta a la venta. En la puerta de la calle había un cerrojo de combinación con el número de un agente inmobiliario que te enseñaba la casa.
Llamé a la agencia desde un teléfono de pago de la gasolinera y pregunté si podía verla esa mañana. ¿Qué tal le iría a las diez? Pregunté si es que tenía una cita antes, y la mujer me dijo que no. Le dije que a las diez me iría perfectamente.
Me fui hasta un sitio que se llamaba Village Pancake House, justo a la entrada de Ipswich. Pedí unas tortitas con nueces de pacana y eran excelentes.
La agente inmobiliaria era una mujer gruesa y burbujeante que se llamaba Buffy. Tenía el pelo rubio y rizado y un bronceado de lámpara y vestía un traje suelto azul claro que le hacía parecer miembro de algún culto.
Me enseñó el interior de la residencia de O’Rourke.
Mi corazonada sobre el mobiliario alquilado resultó ser correcta.
Todos los efectos del difunto señor O’Rourke habían sido sustituidos, y «la casa, fumigada», me tranquilizó Buffy.
—¿Qué pasó con el señor O’Rourke? —pregunté.
—Tengo oído que no se encontraba bien y se fue a su tierra de Irlanda para morir.
Le dije a Buffy que era muy buen jardinero y me mostró un invernadero totalmente vacío que había en el patio de atrás…; tan vacío como estaba el de sir Harry McAlpine.
Di las gracias a Buffy y a continuación cogí el coche para ir a la sede de VFW[20], los veteranos de guerras extranjeras. Quería hablar con los camaradas de O’Rourke y llevaba el rollo de quinientos dólares que había encontrado detrás del espejo para dejárselo como donativo a sus colegas veteranos. Aparqué delante del pequeño edificio de madera blanca y probé la puerta, pero estaba cerrada con llave.
Me fui a un Dunkin Donuts de la Route 1, pedí un café y una rosquilla de café y esperé a ver si aparecía algún veterano de los colegas de O’Rourke, pero no apareció nadie. Evidentemente, era demasiado temprano. Me comí la rosquilla de café, que era muy grande, y probé el café, que sabía como si lo hubieran filtrado a través de un tubo que hubieran usado antes para robar gasolina de los coches aparcados.
Volví a coger el coche, regresé de nuevo a la casa de O’Rourke y llamé al timbre de los vecinos de ambos lados. Los Brown no estaban en casa, pero la otra vecina, Donna Ferris, un ama de casa en la cuarentena, me dijo que Bill era un tipo asombroso. Un orgullo de hombre. Un vecino fantástico que sabía arreglarte prácticamente todo.
—No puede hacerse idea lo que tuvo que pasar cuando murió Jennifer. Ella sufría dolores terribles. Él intentó echarse todo a la espalda. A ese chico tendrían que haberle dado una medalla.
Le dije que darle le habían dado varias medallas, y para ella fue la primera noticia.
Le pregunté qué sabía de su trabajo para el gobierno y me dijo que él nunca hablaba de eso. Me dijo que estaba destrozada por la noticia de su muerte. Que era el hombre más honorable que conocía.
—Hoy en día la mayoría de la gente ni siquiera sabe qué significa la palabra «honorable» —dijo.
A la hora del almuerzo entré con el coche en Newburyport y busqué una oficina del Ten Cent Savings Bank. La sede central de la calle State no era la que acogía las cajas de seguridad privadas. Tuve que ir a la sucursal de la calle Jefferson, aunque eso ya lo sabía.
Me tomé un sándwich de queso caliente en el Fowles Diner y me encontré con una crítica de Fanny y Alexander en un Boston Globe viejo que alguien había dejado por allí. El crítico hablaba bien de la película, pero no decía qué pasaba al final.
Bajé andando hasta el pequeño puertecito y me fui paseando por un muelle que albergaba filas de barcos langosteros y botes de pesca. Una señora atractiva con un niño gritón me preguntó cómo se iba a McDonald’s. Le dije que yo también era forastero allí y la señora aventuró que venía de Allá Abajo.
—De Belfast —le dije, y me sonrió y me deseó un viaje agradable.
Encontré un pub irlandés que se llamaba Molly Malone. Era una embarazosa explosión de irlandesismo sentimental y kitsch. Gnomos de pega disputaban el espacio a las fotografías de los huelguistas de hambre muertos y marcos con titulares de prensa celebrando bombas infames. En la barra había una lata para recoger donativos para el IRA y detrás pósteres que decían cosas como «Muerte a la RUC» y «Muerte a los britanos». Ningún irlandés con un mínimo de amor propio tomaría nunca una copa en un sitio como aquel, y por eso estaba lleno hasta los topes.
Me fui a un bar de barrio que estaba al lado y pillé una botella de Sam Adams por un pavo cincuenta. Sabía que lo único que hacía era aplazar lo inevitable, de modo que me trasegué la priva y volví a salir.
La calle Jefferson.
La sucursal adjunta del Ten Cent Savings Bank era una estructura de hormigón marrón de una sola planta con todo el encanto estético de un refugio antinuclear. Pero quizás ese fuera su punto. Aquí tus cosas estarían a salvo incluso ante el advenimiento del apocalipsis.
Saqué mi llave y entré andando con descaro.
Había que pasar junto a un empleado sentado tras un cristal a prueba de balas.
Era un hombre calvo y delgado que se tapaba la calva con el pelo y llevaba un buen mostacho que le confería un profundo pozo de tristeza. Estaba leyendo El enigma de Parsifal, de Robert Ludlum.
Las cajas de seguridad, presumiblemente, estaban en una habitación a su derecha tras una puerta blindada de metal.
—Número de llave —me dijo el hombre.
—Veintisiete —dije yo.
—Déjeme verla, por favor —dijo el hombre.
Saqué la llave y la pasé por debajo del vidrio de seguridad. Examinó la llave, buscó algo en un cuaderno y me la devolvió.
—¿Tiene alguna identificación, señor O’Rourke?
Deslicé el permiso de conducir de O’Rourke por debajo del cristal. Tenía preparada una historia: que el señor O’Rourke había fallecido y yo era su yerno y estaba tasando la herencia; o eso o que era un policía que investigaba esa herencia. Todavía no había decidido del todo qué historia utilizar, pero no hizo falta ninguna de las dos. El guardia asintió con la cabeza y me devolvió el carné, y aunque O’Rourke y yo no nos parecíamos en nada, presionó un botón que abría la puerta interior.
Entré en la sala contigua, que era una especie de antecámara. Había un guarda de seguridad armado sentado en un taburete y contemplando el espacio vacío. Era un blanco grandote, de unos treinta años, con toda la pinta de saber arreglárselas solo. Había un monitor de televisión encima de su cabeza.
—Buenos días —dijo con gran cordialidad.
—Buenos días —le respondí.
Las cajas estaban detrás de una puerta blindada.
—¿Paso por aquí? —pregunté.
—Sí. Tómese el tiempo que quiera —dijo—. Pero cerramos a las cuatro.
—Gracias —le dije.
—Le abriré paso con el zumbador y le cerraré dentro, pero le iré echando un ojo por el monitor. Cuando quiera salir, llame a la puerta con un solo golpe. Le oiré.
—Vale.
Abrió la puerta blindada y, tras entrar en la sala, esperé hasta que hubo cerrado la puerta de nuevo. Había un centenar de cajas de seguridad en dos filas. En el centro de la sala había una mesa de roble.
Me fui a la caja 27, metí la llave y la giré.
Saqué de allí una caja larga de metal y la puse sobre la mesa.
Abrí la caja.
Dentro había un sobre marrón.
Abrí el sobre.
Fotografías. Una docena de 8 x 10. Blanco y negro, sacadas con teleobjetivo.
Todas eran sobre el mismo tema.
Un grupo de cuatro hombres de mediana edad celebrando algún tipo de reunión en un restaurante. Había fotografías de los hombres entrando en el restaurante, fotografías de los hombres sentados junto a la ventana y fotos de ellos saliendo a la calle.
Uno de aquellos hombres, inconfundible, era John DeLorean.
Contemplé las fotografías cinco minutos para confirmar que estaba en lo cierto, aunque no había posibilidad alguna de equivocación. No tenía ninguna pista de quiénes eran los otros hombres, ni estaba seguro de dónde se habían hecho las fotos. El único coche visible era un Volkswagen Escarabajo, y esos los hay por todo el mundo occidental.
Volví a guardar las fotos en el sobre y me lo metí bajo el brazo.
Cerré la caja alargada vacía, la metí en su hueco y eché la llave.
Llamé a la puerta con los nudillos.
El guarda me abrió la puerta y apretó el zumbador para dejarme salir.
La luz del sol me sobresaltó.
¿Qué hacer ahora?
Ahora solo se podía hacer una cosa. Descubrir quiénes eran aquellos hombres. ¿Con quién estaba reunido DeLorean y por qué O’Rourke había sacado fotografías de la reunión? ¿Y por qué guardaba las fotografías en una caja de seguridad? ¿Y quién cojones era en realidad O’Rourke?
Dios, pero ¿qué demonios pasaba allí?
¿Debería llevarle aquello a los polis locales o al FBI? Tal vez. Pero tendría que pensármelo. Pensármelo, buscar una cabina de teléfono, tal vez llamar a Crabbie, aclarar todo aquello.
Me dirigí al coche, que estaba en el aparcamiento de detrás de la calle State.
Decidí que iría en coche hasta el local de los VFW, les daría los quinientos dólares y tal vez intentase hablar con alguno de los camaradas de O’Rourke. ¿Y si no fuera un inspector de la IRS retirado? ¿Y si después de retirarse se había enfrascado en una nueva profesión? ¿Detective privado o algo así? Tal vez alguien lo supiera.
Me subí al Buick ysalí de Newburyport por la 1A. Cuando me había alejado más o menos una milla vi unas luces que destelleaban detrás de mí.
Un coche de la policía sin identificación.
¿Me habría pasado de velocidad?
Cualquiera sabía cuál era el límite por allí.
Detuve el Buick al borde de la carretera.
Bosques espesos a ambos lados del coche. Alguna que otra mancha de nieve en las zonas más profundas de la floresta. Bajé la ventanilla. Olía a agua salada y lodo de los pantanos.
Un hombre con gafas de sol, traje y corbata se bajó del patrullero sin distintivos que se detuvo detrás de mí. Traía una pistola en la mano. ¿Acaso los guardias de tráfico no tienen que ir siempre de uniforme?
—Baje del vehículo y ponga las manos sobre el capó.
Suspiré, me bajé del coche y apoyé las manos en el techo del Buick.
—¡Sepárelas! —chilló el hombre.
Separé las manos todo lo que pude.
Oí que se ponía detrás de mí.
—¿Iba demasiado deprisa, agente? —le pregunté.
—Deme su muñeca derecha y muévala muy despacio —dijo.
Puse la mano derecha a la espalda. Me colocó una esposa. Pidió que acercara la izquierda y la sujetó también.
—¿Cómo voy a poder enseñarle el permiso de conducir ahora? —dije.
—No nos hace ninguna falta, Duffy —dijo.
Tuve el tiempo justo de experimentar una pequeña oleada de pánico antes de que me golpeara en el cuello y cayera desplomado en el suelo.
No estaba inconsciente pero sí aturdido.
Dos hombres me arrastraban entre los árboles. Había un tercero con el ojo puesto en la carretera.
Cuando me tuvieron bien lejos de la carretera, uno de ellos me dio una patada en la cabeza. Otro me la dio en la barriga. Me quedé sin aire y me retorcí de puro dolor. De algún modo conseguí semiincorporarme, pero un tipo realmente grande y de largos brazos, un verdadero boxeador rápido y fuerte, me golpeó en las costillas dos veces en rápida sucesión.
El corazón se me desbocaba y veía puntos blancos delante de los ojos.
Me subió el vómito a la boca y noté que me lanzaban por un pequeño terraplén.
Un respiro momentáneo y, después, más golpes.
Sangre en los ojos.
Arañazos por toda la espalda.
Dolores por todas partes.
Todo rojo…
Todo negro…
Rostros.
—¡Cierra la puta boca, se recupera!
Venda sobre los ojos y luego me abren la boca, me la sujetan y me obligan a tragar bourbon.
Me atraganto, escupo, me echan más bourbon.
Un jodido clásico.
Casi me echo a reír.
Alguien me sujeta la cabeza con unas zarpas grasientas y se aseguran de que me trago la botella entera.
Ahora estaba asustado. Asustado y borracho. Podían matarme y hacer que pareciera un accidente.
—¡Hijos de puta! ¿De qué va esto? Soy poli.
Puñetazo en los riñones.
—No eres ningún puto poli. Eres un puto inglés, eres un puto bastardo de moreno y negra.
—Deja de hablarle —dijo otro hombre.
Me dieron un bofetón en la cara. Puñetazo en las tripas. El mamón me dio un puñetazo.
Manos que me aprietan la garganta.
Más priva.
Ya estaba más que ido.
Más allá del dolor. Al otro lado de la frontera. En plena oscuridad.
Vi cómo el mundo se borraba solo.
Me transportaban.
Estaba en el coche.
—Esta es una buena, tíos. Este es un trabajo de la vieja escuela —dije.
El motor cobró vida. El coche ya se movía. Deprisa.
La muerte golpeaba con sus pezuñas de hierro. Se acercaba. Con la lanza de Finn y el arco de Ossian. A la velocidad del pensamiento.
El coche chocó.
Un silencio exquisito.
Fuego.
Estaba en el techo del coche. Boca abajo.
Quería seguir allí tumbado.
No podía respirar. El asiento ardía. El cinturón de seguridad me tenía atrapado.
—¡Socorro! —dije débilmente.
—¡Socorro!
—¡Socorro!
Humo. Vómitos. Sin aire. Humo. Una elipsis. Vidrio que se rompe. Un brazo alrededor del cuello. Aire.
Dulce, hermoso aire.
—Santo Dios, hijo. ¿Se encuentra bien?
Respiré.
—¡Dios mío, sí que ha tenido suerte de que pasara! —dijo la voz.
—Suerte —dije yo.