21: Quinces

Matty empezó a renegar sobre otro «puñetero viajecito inútil a Islandmagee», así que lo deposité en la comisaría y me fui hasta la tienda de Bentham a buscar más tabaco. Cogí una cajetilla de Marlboro del estante. No estaba Jeff, así que la que atendía el local era su hija Sonia, una colegiala de sexto todavía con el uniforme del colegio. Mascaba chicle y leía una cosa que se llamaba Interzone Magazine.

—¿Dónde está tu papi? —le pregunté.

—No sé —dijo sin levantar la vista.

—¿Te ocupas tú de la tienda?

—Eso parece, ¿no?

—¿Alguna novedad?

La chica dejó la revista y me miró.

—Philip K. Dick ha muerto.

—¿Quién es ese? —pregunté.

Lanzó un suspiro teatral.

—Son dos libras por los cigarrillos.

—Tu papi me hace el descuento de policía —dije con una sonrisa.

—Pues entonces mi papi es un tonto retrasado, ¿no cree? Prácticamente la única persona que tienes la garantía de que no te va a pegar un tiro es un madero. Serán dos libras por los cigarrillos, y si no le gusta, a tomar por el culo.

Pagué las dos libras y estaba a punto de arrancar hacia Islandmagee cuando oí el informe de un incidente: una pelea de dos borrachos delante del hospital de Taylor’s Avenue. No era trabajo para un detective, pero estaba en mi zona, así que le dije al operador que me ocuparía del asunto. Dos minutos después había llegado. Conocía a los dos individuos. Jimmy McConkey era instalador en Harland & Wolff hasta que lo despidieron, y Charlie Blair, ingeniero hidráulico en la ICI hasta que cerró.

—Qué vergüenza. ¿Qué estáis haciendo, muchachos, se os ha ido la pelota a estas horas del día? —les pregunté.

Charlie intentó darme un puñetazo, y cuando estaba desequilibrado Jimmy lo tiró al suelo de un empujón.

Metí a los dos en la parte de atrás del Land Rover con no pocas dificultades y los llevé a sus casas con sus sufridas esposas; vivían en el polígono Victoria, donde las mujeres estaban aprovechando un auténtico cameo del sol para tender la ropa en las cuerdas y hablar por encima de las vallas. Los hombres se comportaron bien cuando se bajaron. Habíamos pasado del mundo adolescente masculino de empujones y puñetazos al universo femenino de la colada y la charla, el orden. Hoy ya no habría más travesuras.

No tenía mucho sentido dar parte del incidente. No había sido nada. Solo otra escenita triste en la gran ópera de miseria que nos rodeaba.

Me volví al Land Rover y enfilé hacia Islandmagee de un humor de perros. Había una verja cerrando la carretera particular. Tenía una cadena puesta y no podía romperla sin meterme en problemas, así que aparqué el Land Rover y eché a andar hacia el cottage de la señora McAlpine con las cosas de Martin metidas en una bolsa de Adidas.

Cora me ladró para dar cumplido aviso a la señora McAlpine.

Abrió la puerta con precaución.

Tenía sangre en las manos.

—Hola —dije.

—Qué tal.

—¿Eso es sangre?

—Sí.

—¿Qué está haciendo? —pregunté.

—Todo este preguntar… preguntar… preguntar resulta muy cansado.

—Malas costumbres de policía.

—Estoy matando una oveja, si tiene que saberlo —dijo.

—¿Puedo entrar?

—De acuerdo.

Hoy tenía el pelo más rojo. Más rizado. Me pregunté si se lo habría teñido o si sería una reacción a los rayos del sol y a estar al aire libre. También se la veía más saludable, más rubicunda. Nunca la describirías como rubensiana, pero había cogido un poco de peso y le sentaba bien. Tal vez por fin estuviera superando la muerte de Martin. Ocupándose un poco más de sí misma.

Entré en la casa con el petate verde del ejército.

—¿Le importa si termino con esto?

—En absoluto.

Fuimos al «lavadero» en la parte de atrás de la granja, donde yacía el cadáver de una oveja despatarrado sobre una mesa de madera. Se puso a trocearla e ir sacando diversas piezas de carne.

—Eso le puede durar para bastante tiempo. ¿Tiene congelador?

—Harry tiene.

—La ayudaré a llevarlo hasta allí, aunque se supone que tengo que mantenerme alejado de su cuñado. Me he llevado un buen rapapolvo a cuenta de eso. Y del jefe superior, nada menos.

—Dios mío —dijo entre risas—. Supongo que sus relaciones masónicas son lo único que le queda en su arsenal.

Cortó unas tiras largas de carne fibrosa junto al hueso, recortó la grasa y la echó en una caja que ponía «manteca».

Sobre el hueso, el machete sonaba zac. En la carne y la grasa, zug.

—Entonces, esto…, déjeme explicarle por qué he venido hoy. Estuve en la base del UDR de Carrickfergus y me pidieron que le trajera unas cosas de Martin. Las tengo ahí en esa bolsa.

—No tenía por qué.

—No es molestia. Un sitio interesante esa base del UDR. Bastante deprimente.

—No se decide. No fui nunca.

—Pues como le digo, bastante deprimente. Y trabajo duro, además, me imagino —dije.

Cortó la cabeza de la oveja con una sierra y la colocó en un tupperware. Luego me miró.

—¿Adónde quiere llegar, inspector?

—¿Martin le habló alguna vez de su trabajo?

—Alguna.

—Era oficial de Inteligencia. ¿Lo sabía?

—Claro.

—¿Le habló alguna vez de cosas concretas?

—Casi nunca. Era muy discreto.

—¿Alguna vez mencionó el nombre Woodbine o habló de Dunmurry o de la fábrica DeLorean?

—No que yo recuerde.

—¿Está segura?

—Si lo hizo, no se me quedó.

Terminó de despedazar al viejo animal y la ayudé a envasar la carne. Nos lavamos y nos fuimos a la casa.

—Hoy he estado cocinando. ¿Quiere un quince mientras pongo a hervir el agua?

—Suena delicioso.

—Pues espere a probarlos. Mi madre llevaba la panadería.

—¿Su madre pasó a mejor vida?

—Pues sí, pasó a mejor vida en la Costa del Sol —dijo con una carcajada. Se apartó un mechón rebelde de la cara. Me pilló mirándola. Me mantuvo la mirada un segundo más de lo que hubiera debido.

—Hace siglos que no tomo un quince. ¿Cómo los hace?

—Bueno —se rio—, cuando digo cocinando es un poco de farol, ¿no? La harina solo se usa para enrollarlos sobre la encimera.

—¿Y cómo lo hace?

—Son muy fáciles. Quince galletas integrales machacadas, quince nueces picadas muy finas, quince cerezas al marrasquino, quince malvaviscos de colores, una lata de leche condensada, harina y coco rallado. Se mezcla todo menos el coco. Se amasa hasta hacer una bola. Se divide la bola en dos y se hacen dos rollos gruesos.

—¿Y luego qué?

—Se espolvorea una tabla de cortar con harina y el coco.

—Y hay algo de una nevera, ¿no es cierto?

Sonrió.

—Se pasan los rollos por la harina y el coco y luego se envuelve cada uno bien apretado con film de plástico y se meten dos horas a enfriar. No puede ser más fácil. Mi ingrediente secreto son unos Smarties o, para la amiga de Harry, M&M, que son su equivalente americano.

—¿Los quinces son también para Harry?

—Hay que tener contento al casero, ¿no cree?

—Supongo que sí.

—Son para una amiga suya. Una señora americana.

—¿Una americana rica? ¿Una novia en ciernes?

—No le pregunté.

Me tendió una bandeja con los pasteles.

—Tengo que advertirle —dijo—. Son muy dulces.

Probé uno y desde luego eran demasiado dulce para mi circulación. Te daban dolor de cabeza. Emma volvió al cabo de un minuto con el té.

—Delicioso —dije.

Sonrió. Dio un sorbo al té. No comió.

Miró la bolsa llena de efectos de Martin y, tras una pausa, dijo:

—¿Podría ponerla en el armario de debajo de la escalera, por favor? No quiero tener que mirarla en estos momentos.

—Olvidé que me había contado que tiró todas las cosas de Martin. Lo siento. No tendría que haberle traído esto.

—No importa.

Puse la bolsa en el armario y me quedé allí, haciéndome el torpe.

—Bueno, supongo que entonces me iré yendo.

—Sí.

Me aclaré la garganta.

—¿Le van bien las cosas? —pregunté.

—¿A qué se refiere?

—Económicamente, ya sabe.

—Sí. Vendí doce corderos de esta primavera y con eso liquidé algunas de las deudas, y se supone que a final de mes recibiré el dinero de la indemnización. Aunque, claro, eso es lo que llevan diciendo desde enero.

—¿Se quedará aquí cuando le llegue el dinero?

—No puedo permitirme ir a ningún otro sitio, ¿o sí?

—¿A España, con sus padres?

—¿A aquel sitio? Aquello es el país de los muertos vivientes. No, gracias. ¿En qué iba a ocupar el tiempo?

—¿En qué ocupa su tiempo aquí?

—Esa es la cuestión.

Silencio.

Me quedé mirando una gotera que se abría paso a través del brezo del techo hasta el suelo del cuarto de estar.

—Muy bien, entonces, supongo que ahora… esto…

—Sí, inspector Duffy, supongo que es eso —me dijo.

Salí fuera.

Vuelta a Carrick en el Land Rover.

Salpicaduras del mar a lo largo de la ribera del estuario.

Lluvia sobre el coche. Su comportamiento no había sido demasiado estimulante. De hecho, al final se había conducido con visible frialdad, y sin embargo no podía dejar de tener la impresión de que allí algo bullía bajo la superficie.

Busco la cena en un chino para llevar. Hierba en la caseta de atrás.

Me fumé el canuto en la caseta con la puerta abierta y la lluvia colocándose dentro.

Entré en casa, puse Age of Plastic, de The Buggies, que me había llevado por dos peniques de un mercadillo. Me preparé un vodka y zumo con lima. Bebí y escuché. Era un álbum malísimo.

Vi las noticias de la tele: incidentes por todo el Ulster: amenazas de bomba y servicios de tren y autobuses interrumpidos, fuego incendiario en el almacén de madera Door Store, un policía tiroteado en Enniskillen, un funcionario de prisiones gravemente herido por una bomba lapa en Strabane. Vi las Últimas Palabras en la UTV[18]: un risueño evangelista de pelo largo insistió en que Dios era misericordioso y justo y cuidaba de su rebaño.

Medianoche. Hacía tanto frío que encendí la estufa de parafina.

Sonó el teléfono. Me levanté de la cama, me envolví en el edredón, tropecé en la manta y casi me caigo de cabeza por las escaleras. Me di con la cabeza en la pared lateral. Me caía sangre por la nariz. El teléfono seguía sonando. Nunca cojas el teléfono después de las doce, Duffy, tonto del culo.

Lo cogí.

—Sí, ¿qué pasa ahora?

—No es usted el investigador que creí que era.

La voz de la nota. La pibita inglesa.

—¿Y cómo es eso? —dije.

Silencio.

—Soy la que le dejó la nota.

—Sí, ya lo sé. Se le distingue. No tenemos muchas chavalitas inglesas por aquí, ¿sabe?

—Lo supongo.

—¿Quién se la llevó de la comisaría de policía de Whitehead? ¿Un par de camaradas?

No me contestó.

—Escuche, cariñito, no tiene gracia ni es divertida. No sé si es una espía, una reportera o una estudiante, una graciosa que quiere causar problemas, no sé lo que es exactamente, pero tómela con otro, ¿vale? Es suficiente, me dan ganas de suprimir mi nombre de la guía de teléfonos.

—Tal vez debería.

—Sí, pero sería una lástima, soy el único Duffy que hay en Carrick —dije.

Más silencio. Estaba cansado de aquello.

—¿Para qué cojones me anda llamando? ¿Por qué no me dice sin más de una puñetera vez lo que tiene, si es que en realidad tiene algo?

—Necesito alguien que sea bueno. Y pensé que usted lo era. Me he informado. Leí aquellos artículos sobre usted, pero no es bueno.

—¿No soy bueno? Si casi te pesqué, cacho boba.

—Casi no es nunca suficiente.

—Si te estabas cagando, cariño, admítelo. Si te trincó una patrulla de carretera, y esos tíos no encontrarían a un gordo en una convención de Santa Claus. Debes de haberte quedado muy sorprendida.

—Más sorprendido debió de quedarse usted al ver que ya no estaba.

—Menudo puntazo. Se la diste con queso a un pobre guardia rural interino de veinte años. Vaya puntazo. ¡Me dejas de lo más impresionado!

—¿Y mi nota?

—¿Tu nota? ¡Al carajo la nota! Estamos demasiado ocupados lidiando con una guerra civil para mierdas como esa. No tenemos tiempo para notitas ni jueguecitos. Si quieres, prueba con el departamento de policía de San Francisco y pásales notitas sobre el asesino del Zodíaco o cuéntales el cuento del destapador a los de la poli de South Yorkshire.

—Puede que tenga razón. No tendría que haber intentado dirigirlo. Le puse un examen y no aprobó. Di por hecho que si yo pude encontrar la prueba, también sería capaz de encontrarla usted.

—¿Qué prueba?

—Ese no es mi trabajo. Intentaba ayudarle a usted, Duffy. Quería pincharle, no tener que dárselo todo masticado.

—Démelo masticado.

—No, tenía usted razón. No tendría que haber dicho nada. Si lo descubría, lo más probable es que le hubiera puesto las cosas peor. Disculpe que le haya molestado, Duffy.

—¿Quién es usted?

—Ya sabe quién soy.

—La verdad es que no.

—Entonces no hay dudas de que no es el investigador que creí que era.

—No soy el que todos creen que soy. Solo soy un poli aplicado, ni mejor ni peor que cualquier otro.

—Ahora ya lo veo.

—Mire, cariño, es tarde, estoy cansado, háganos un favor a los dos y no vuelva a llamar, coño.

—No llamaré.

—Bien.

Colgó. Siguió sonando el tono del auricular y luego empezó a hacer tuc… tuc… tuc. Volví a poner el auricular en el soporte. Y ya estaba demasiado harto de todo aquello para llamar siquiera a la Special Branch y decirles que me pincharan la línea.