20: La base del UDR
La prensa se tragó el cuento del «disparo accidental», pero que se lo tragaran los peritos de la compañía de seguros ya era otra historia; pero eso, gracias a Dios, no era asunto mío. El funeral se celebró un domingo en una capilla de la Iglesia calvinista escocesa, costa de Antrim arriba. La ceremonia me resultó ajena: oraciones, canto de salmos, nada sobre el muerto. Lluvia y salpicaduras del mar que azotaban las ventanas de la iglesia sin ningún adorno y sin ningún tipo de calefacción.
Un cura alto que se parecía a Raymond Massey dijo: «Quienquiera que habite al abrigo del Altísimo descansará en la sombra del Todopoderoso. Del Señor diré que Él es mi refugio y mi fortaleza, mi Dios en quien confío. Él te librará de la trampa del cazador y de las pestilencias mortíferas. No temerás el terror de la noche, ni la saeta que vuela en el día, ni la peste que acecha en la oscuridad, ni la plaga que destruye en mitad del día. Puede que a tu lado caigan mil, y otros diez mil a tu derecha, mas no llegará a ti. Tú todo lo observarás con tus ojos y contemplarás el castigo de los impíos».
Definitivamente, aquel era un Dios para mí, pero por desgracia no había funcionado lo suficiente en ese sentido al sargento Burke. Junto a la tumba, un comisario jefe de la división pronunció un elogio en el que mencionaba los años de abnegado servicio de Burke. Naturalmente, no hubo salvas sobre el féretro ni nada de eso. Esa clase de cosas se reservaban para los provos[16].
Los efectos secundarios de la muerte de Burke fueron inmediatos. No ascendieron al inspector jefe Brennan, pero para que los turnos funcionasen eficazmente necesitábamos un nuevo sargento. Alguien con cabeza para los detalles y que pudiera mantener el nivel del puesto. Comprendí que era mi oportunidad para promover el nombre de Crabbie. Si ahora lo ascendían a sargento provisional, ya no importaría cómo hiciera el examen con tal de que no fuera un desastre total. Presioné lo que pude en su favor, pero mi voz se quedó sola porque todos los demás querían poner a la comadreja de Kenny Dalziel, el de Administración, para que se encargara del grueso de los asuntos administrativos que todos los demás odiaban.
—Van a ascender a Dalziel —le dije a Crabbie después de la reunión.
Se quedó planchado.
—¿Qué he hecho mal?
—Nada. Lo siento mucho, colega. Es que no saben nada de nada. Quiero decir, es lógico que asciendan a un chupatintas como Dalziel y no a uno de los que salen a la calle de verdad, ya sabes, de los que resolvemos delitos.
Se terminó el día.
Empezó el siguiente.
Toda la semana pasó así.
Con lluvia y sin pistas.
El jueves supimos que el cadáver de Bill O’Rourke había sido devuelto a América. Le hicieron un funeral en Arlington con guardia de honor completa y plegado de bandera. Nos contaron que la hermana de su difunta esposa había aparecido de no se sabe dónde para reclamar la casa de Massachusetts y el apartamento de Florida. Pedí a la policía local que la interrogase y así lo hicieron, y un tal teniente Dawson me envió un sucinto fax para decirme que no había nada sospechoso.
Los días se alargaban. La fuerza de intervención de la Royal Navy continuaba su viaje hacia el sur. El sábado por la mañana un tipo enmascarado con una escopeta robó en el Northern Bank de la calle mayor de Carrickfergus y escapó con novecientas libras. Era una suma insignificante, no hubo ningún herido y yo no pensaba darle prioridad hasta que Brennan me convocó a su despacho.
—¿Cómo van sus progresos en el asunto del asesinato de O’Rourke?
—Más o menos igual que cuando hablamos la última…
—Entonces pónganse con este robo. Todo el equipo. Ya es hora de que empiece a dar el callo donde hay que hacerlo, Duffy.
Brennan había envejecido. Sus cabellos estaban pasando del gris al blanco y se había puesto fofo. Sabe Dios dónde estaría viviendo ahora. ¿Qué dificultades tenía? ¿El matrimonio? ¿Que no lo hubieran tenido en cuenta? ¿Otra cosa? Nunca lo sabría. Crabbie había estado en crisis con su mujer el año pasado y nunca dijo ni una palabra del tema.
Investigué el robo y naturalmente no encontré ningún testigo, pero nuestro instructor conocía a un informador que se llamaba Jackdaw que nos dio una buena información.
Un tipo llamado Gus Plant había pagado a todo el mundo una ronda en el Borough Arms el sábado por la noche y presumía delante de quien quisiera escucharle de que iba a comprarse un coche nuevo. Crabbie y yo conseguimos una orden de registro y fuimos a casa de Gus en el polígono de viviendas de Castlemara. Tenía el dinero robado debajo de la cama.
Lamentable.
Lo esposamos y su mujer no dejó de gritarle mientras nos lo llevábamos. Le había dicho que aquel era el primer sitio en que mirarían los polis, pero él no la quiso escuchar porque nunca escuchaba.
—La cárcel te vendrá estupendamente, colega. Cualquier cosa si puedes escaparte de esa cruz —le dije en la parte de atrás del Land Rover.
No era El misterio del cuarto amarillo, pero era un caso resuelto y eso nos quitaría al jefe de encima un par de días.
Llamé a Tony McIlroy y le pregunté por el asesinato de Dougherty.
Se quedó un momento desconcertado.
—Ese archivo lo pasamos a carpeta amarilla. No iba a ninguna parte —dijo.
—¿Interrogaste a la viuda?
—Sí. No me dijiste que era una tía tan guapa.
—¿Y qué?
—¿Y qué que?
—¿Cuál es tu impresión? ¿Tiene algo que ver con la muerte de Dougherty?
—No, joder.
—¿Eso es todo? ¿Un simple no? No tenía coartada.
—Ni móvil, ni arma, ni cojones[17], ni experiencia… Oye, tengo otra llamada, te llamo después.
No me llamó después.
Días.
Noches.
Lluvia por la ventana de la cocina. Narcisos delgados. Lilas frágiles. Gaviotas planeando de costado en el viento. Un vacío acromático en el cielo.
Cribé todo en busca de testigos, intenté concretar los últimos movimientos de Bill O’Rourke, pero nadie sabía nada. Nadie lo había visto después de marcharse de la Dunmurry Country Inn.
Una mañana el inspector jefe nos hizo ir a su despacho.
—Oíd, muchachos, voy a poner el nombre y el teléfono del psiquiatra de la división en el tablón de anuncios. Os sugiero que le digáis a todos que se procuren sus servicios. La botella no es la solución —dijo terminándose su whisky doble con cerveza.
Abril continuaba su marcha.
Pasamos el caso O’Rourke a un cartapacio amarillo, lo que significaba que seguía abierto pero no se trabajaba activamente en él.
Aquello representó una nueva derrota personal. Media docena de investigaciones de asesinato en la mochila y en ninguna había logrado una acusación con éxito.
Esta vez ni siquiera habíamos descubierto al autor.
Un hombre que llevaba luto por su esposa había venido a Irlanda de vacaciones y alguien lo había envenenado, habían descuartizado el cuerpo, lo habían congelado y lo habían tirado como si fuese basura.
—Es que da asco —le dije a Matty y a McCrabban tomándonos un whisky caliente en el Dobbins.
—Gajes del oficio, colega —dijo Crabbie con filosofía—. Acabarás loco si pretendes conseguir un porcentaje del cien por cien de aciertos.
En eso tenía razón, pero ¿no cabía también la posibilidad de que sencillamente yo no fuera un policía muy bueno? Quizás me faltase concentración o atención a los detalles, o tal vez no tuviera lo que hay que tener para ser un investigador realmente bueno.
Una mañana lluviosa y gélida de lunes recibimos un aviso de robo en el club de rugby de Woodburn Road. Habían robado los trofeos. Los ladrones habían entrado por una claraboya. Ninguno de nosotros estaba de humor para subirse al tejado del club de rugby con aquel tiempo, así que lo sorteamos con pajitas. Matty y yo sacamos las más cortas.
Nos fuimos hasta Woodburn Road, trepamos por una escalera desvencijada, subimos al tejado y buscamos pruebas mientras la lluvia caía a chorros y uno de los vigilantes no dejaba de decir: «Ahí arriba no es seguro, vayan con cuidado».
Indagamos rastros de huellas y no encontramos nada. Una paloma le cagó a Matty en la espalda. Volvimos a bajar, apuntamos la descripción de los artículos desaparecidos y les dijimos que le daríamos publicidad. Nos tomamos una pinta a la que nos invitaron en el club, y cuando estábamos a punto de marcharnos a casa me di cuenta de que el club de rugby estaba justo al lado de la base del UDR de Carrickfergus.
El cuartel del UDR tenía incluso mejores defensas que la comisaría de policía. Una valla de siete metros de alto coronada con puntas de alambre de espino delante de un grueso muro antibombas de hormigón reforzado.
Era una edificación fea: utilitarista, gris, soviética. Nunca había estado dentro. Cualquiera pensaría que había una gran cooperación entre la policía y el UDR, el Ulster Defence Regiment, que era un regimiento del Ejército británico reclutado localmente, y que por tanto habría a menudo patrullas conjuntas RUC/UDR, pero en realidad operábamos en gran medida en mundos distintos. Rara vez compartíamos cuestiones de inteligencia, y lo que ellos hacían en la práctica, al margen de una patrulla ocasional o alguna operación en la frontera, era un misterio. Mucha bebida, mucho billar y mucho dardo, me imagino. Nosotros nos considerábamos un cuerpo de policía altamente profesional y moderno que operaba in extremis, mientras que el UDR era, como mucho, una respuesta a Los Disturbios motivada por el pánico. Los Disturbios eran su absoluta razón de ser, y si la guerra terminaba algún día, nosotros seguiríamos allí, pero ellos, presumiblemente, tendrían que disolverse. ¿Había buenos oficiales y soldados en el UDR? Desde luego que sí, pero ¿había también un montón de haraganes? Sí. Y fanáticos, lo más probable. En aquellos momentos la policía tenía una representación de católicos del veinte por ciento, cifra que se comparaba favorablemente con el cuarenta por ciento de la población de Irlanda del Norte que se declaraba católica romana en el censo. El UDR no hacía público su porcentaje de católicos, pero se rumoreaba que estaba por debajo del cinco por ciento. Bien es cierto que el IRA tenía como prioridad número uno matar miembros católicos del UDR, pero, incluso así, en el regimiento había algo más que un tufillo a sectarismo. Y no solo los periódicos nacionalistas de Belfast lo criticaban; también habían aparecido en los periódicos ingleses de gran circulación historias sobre la corrupción entre el UDR y grupos terroristas protestantes.
Estábamos todos del mismo lado, pero si alguna vez pretendíamos lograr cooperación por parte de la comunidad católica, los polis teníamos que mantenernos un tanto alejados de los militares.
—¿Adónde vas? —preguntó Matty.
—Nunca hemos investigado al capitán McAlpine, ¿verdad?
—Dios, ¿otra vez lo mismo? —dijo Matty.
—¿Se te ocurre algo mejor que hacer?
—No, la verdad es que no —contestó después de pensar uno o dos segundos.
Fuimos en el coche hasta el puesto de guardia fortificado y mostramos nuestra identificación. Un soldado con protección antibalas completa y un fusil de asalto en la mano nos lanzó una mirada de sospecha y nos hizo pasar con un gesto.
Aparcamos en la zona de visitantes y pasamos por otro control a la entrada de la base.
—¿Cuál es el motivo de su visita, caballeros? —nos preguntó el guardia, un joven de Derry grandote con barba negra.
—Tenemos que hablar con el oficial al mando sobre uno de sus hombres. Asunto confidencial —dije.
Aquello no le gustó, pero ¿qué podía hacer? Se suponía que todos jugábamos en el mismo equipo.
—Tienen suerte, muchachos. El coronel está dentro. Creo que está en la galería de tiro. Tendrán que dejar aquí las armas, caballeros. Dentro de la base solo se permite llevar armas de fuego al personal autorizado.
Dejamos las pistolas y nos indicaron el camino a la galería.
Recorrimos unos lúgubres pasillos de hormigón iluminados solo por unos fluorescentes que zumbaban lo suyo. No había ventanas ni más decoración que algunos carteles en la pared que advertían de los peligros de las bombas trampa, los ligues trampa y otros trucos del IRA.
Los carteles sobre los ligues trampa mostraban a una rubia atractiva que se llevaba a un soldadito confiado a una casa adosada con este pie: «¿Quién sabe qué te espera al otro lado de esa puerta?».
La galería de tiro estaba a un nivel inferior, subterránea.
Llamamos con los nudillos sobre el letrero de «Prohibida la entrada» y el jefe de cuartel abrió la puerta una rendija. Era un sargento que llevaba un subfusil. Le explicamos nuestro asunto con el coronel.
—Me temo que tendrán que esperar a que haya terminado el coronel Clavert. Necesitan un pase de cuartel para entrar y solo se lo pueden dar el coronel Clavert o el capitán Dunleavy. Y el capitán Dunleavy no está en la base en este momento.
Esperamos fuera, en unas incómodas sillas de plástico.
El sonido de las armas de fuego quedaba apagado y distante como en los sueños.
Por fin apareció el coronel. Llevaba uniforme de faena. Un hombre alto, con pelo negro azabache, bigote recortado y gafas grandes, redondas.
Resultó que era inglés, lo que fue toda una sorpresa. Presenté a Matty, me presenté yo y le expliqué por qué habíamos ido:
—Estamos investigando lo del asesinato del capitán McAlpine y queríamos hacerle unas cuantas preguntas sobre él.
—Me preguntaba cuándo aparecerían ustedes por aquí.
—¿Somos los primeros policías que vienen por aquí a preguntar por la muerte de McAlpine?
—Sí. Y ya ha pasado bastante tiempo, ¿no es cierto? Al pobre Martin lo liquidaron en diciembre. Acompáñenme al despacho.
El despacho era otro búnker sin ventanas.
Pintura verde lima brillante que tapaba las bovedillas. Una serie de cuadros de castillos enmarcados. Un escritorio grande de madera, fotos de la mujer y los niños, un péndulo de Newton. Todo resultaba artificial, como un decorado de cine.
El coronel Clavert nos ofreció té y cigarrillos. Aceptamos ambas cosas y un soldadito joven fue a prepararnos el té.
—¿Le gusta el cuartel? —pregunté por decir algo.
—¡Oh, sí! Es maravillosamente relajante. Un amigo mío de la guardia irlandesa que está en Bessbrook me mandó un alijo de AK-47 que se encontraron en un escondrijo lleno de armas. Los limpiamos y engrasamos y encontramos algo de munición. ¿Ha disparado alguna vez con uno? Trastos tremendos. ¡Pero divertidos! El sargento O’Hanlon resultó ser todo un maestro. El truco está en soltar ráfagas cortas. Todo automático es un desastre.
A mi izquierda vi que Matty ponía los ojos en blanco.
Volvió el soldado con té y galletas. Cuando se marchó, fui directo al grano.
—Así que, ¿el capitán McAlpine?
Clavert asintió.
—El cuarto hombre que perdimos desde que tomé el mando aquí. Una gran lástima. Un tipo de primera. Insustituible. Y menos con la chusma que, esto… —empezó a decir, y se cortó de inmediato cuando se dio cuenta de que estaba metiendo la pata.
Fue hasta un archivador y sacó una carpeta. Volvió a sentarse a la mesa, repasó el contenido, lo leyó y volvió a cerrar la carpeta.
—¿Puedo echarle un vistazo? —pregunté.
Clavert negó con la cabeza.
—Me temo que no. No tenemos acuerdos para compartir códigos con la RUC y este informe está marcado como secreto.
El coronel Clavert tenía una cara joven, jovial, ya lo creo, pero en ese momento puso una expresión ceñuda, irritada. Se acarició el bigote pero no pareció nada incómodo.
—Investigo el asesinato de ese hombre —dije.
—Por mucho que así sea, no puede ver este informe sin una autorización del secretario de Estado para Irlanda del Norte.
—¿Por qué? ¿Por qué es tan secreto? ¿Estaba en un escuadrón de la muerte o algo así? ¿Andaba por ahí matando tipos sospechosos de ser del IRA en plena puta noche? —dije en un arranque tonto de frustración del que me arrepentí inmediatamente.
—No se ponga tan dramático, inspector —suspiró Clavert—, no es nada de eso… Y si fuera algo de eso, ¿cree que seguiría teniendo el informe en una carpetita de cartulina en mi despacho?
—Entonces ¿de qué se trata? —pregunté.
Encendió otro cigarrillo y no dijo nada. Sonrió y meneó la cabeza. No solo aquel cabrón estaba entorpeciendo la investigación, sino que me estaba dejando en evidencia delante de Matty.
—Se trata de una investigación de asesinato —volví a decir.
—Sí, inspector, pero le aseguro que no hay nada incorrecto. Nosotros hicimos nuestra propia investigación sobre la muerte del capitán McAlpine. Fue un típico asesinato al azar del IRA. Nada más.
—¿Qué? ¿Quién realizó esa investigación suya?
—La policía militar, claro está.
—¿La policía militar? Entiendo. ¿Y nos pasaron ustedes sus conclusiones?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque fue una investigación interna.
—Por esto es por lo que el IRA va a ganar, porque la puta mano izquierda no sabe lo que hace la puta mano derecha —mascullé.
—No me gusta ese modo de hablar. Demuestra una mala actitud —dijo el coronel.
Di unos golpecitos en la mesa.
—Escuche, colega, no me hará falta ir al secretario de Estado para Irlanda del Norte. Estoy investigando el asesinato de un ciudadano estadounidense. La muerte del capitán McAlpine no es más que un anexo a la investigación principal. El cónsul general ha preguntado por teléfono sobre el caso y su jefe es el embajador de Estados Unidos en la corte de Saint James. En estos momentos tenemos en marcha ese asuntillo en las islas Malvinas, puede que haya oído hablar de él, y el gobierno de Su Majestad hace cuanto puede para tener contentos a los jodidos yanquis, de manera que si esta tarde recibe una llamada en su despacho, no será del secretario de Estado de Irlanda del Norte de los cojones, sino que será de la jodida primera ministra, y le prometo que no estará muy contenta con usted.
La tenue sonrisa de superioridad del coronel Clavert se evaporó.
—Muy bien. Puedo dejar que lea esto, pero no puedo permitirle tomar notas, fotocopiarlo ni sacarlo de este despacho —suspiró, y me pasó la carpeta por encima de la mesa antes de continuar—: Comprenderá mis precauciones si le digo que el capitán McAlpine era el oficial de inteligencia de nuestro distrito. Se ocupaba de nuestros confidentes.
Comprendí. El UDR tenía su propia red de informadores y McAlpine era el encargado de pagarles y comprobar sus informaciones. Por supuesto, la RUC tenía su propia lista de informadores completamente al margen, y se rumoreaba que también el MI5 tenía también su propia red. Un soplón bueno de verdad podía llevarse tres cheques en pago de una misma información.
Leí con atención el documento. Era un material de poco interés sobre depósitos de armas, sospechosos de pertenecer al IRA, sospechosos de ser de la UVF, sospechosos de traficar con drogas. Los pagos eran pequeños: cincuenta libras, cien libras. Nada interesante. Se lo pasé a Matty. Vi que tampoco a él le impresionó. Volví a leerlo solo por asegurarme, y entonces me fijé en una cosa. La penúltima entrada, como de una semana antes del asesinato de McAlpine, era sobre un confidente, de nombre en clave Woodbine, que «había visto a un tipo sospechoso merodeando por el aparcamiento de la fábrica DeLorean de Dunmurry». Por esa información, McAlpine había pagado a Woodbine la imponente suma de veinte libras. Señalé a Matty la palabra Dunmurry y asintió.
—¿Quién es Woodbine? —pregunté devolviéndole la carpeta.
—Un momento —dijo el coronel Clavert. Fue al archivador y abrió otra carpeta—. Woodbine, déjeme ver, Waverly, Winston, Woodbine. Ah, sí, un pájaro que se llama Douggie Preston.
—¿Dirección? —pregunté.
—Drumhill Road, 11, Carrickfergus.
Dimos las gracias al coronel, apagamos los cigarrillos y cuando estábamos a punto de marcharnos preguntó si íbamos a interrogar a la viuda de McAlpine en el curso de nuestra investigación.
—Puede que sí —dije—. ¿Por qué?
—Porque todavía no se ha llevado las cosas de Martin y ya llevan aquí cuatro meses.
—¿Qué cosas?
—Las de su taquilla. El uniforme. Un par de botas de instrucción. Y un poco de dinero. Y un palo de criquet, nada menos. La he llamado varias veces para decírselo.
—Bueno, podemos llevárselas nosotros —y miré a Matty.
Cuando salimos en coche de la base del UDR, llovía a cántaros.
—Supongo que ahora vamos a ir a Islandmagee, ¿no?
—Primero vamos a probar con el señor Preston.
Drumhill Road estaba en el polígono de viviendas irónicamente llamado Tierra del Sol, uno de los peores de Carrick. Adosados de ladrillo rojo y bovedillas, llenos sobre todo de refugiados de Belfast en paro. Montones de niños que corrían descalzos, coches incendiados, carritos de supermercado y desechos por todas partes. Aquello era territorio RHC —Red Hand Command, el comando de la Mano Roja—, una escisión especialmente violenta y sanguinaria de una UDA ligeramente más responsable.
Preston vivía en el adosado del final. En el jardín delantero había un bote de remos destrozado, una pila de muebles viejos, lo que parecía un motor de avión y una niña pequeña como de cuatro años con un vestido sucio que jugaba sola con una Barbie sin cabeza.
—Así que así vive la otra mitad —murmuró Matty.
Llamé al timbre, y cuando vi que no funcionaba, di con los nudillos.
—¿Quién es? —preguntó una mujer desde dentro.
—La policía —dije.
—Ya se lo he dicho. No vendemos ácido. Nunca vendimos ni nunca venderemos.
—No venimos por eso.
—¿Y qué quieren?
—Buscamos a Douggie.
Abrió la puerta. Andaba por los cuarenta y tantos pero aparentaba setenta. Pelo gris, le faltaban dientes, camino de la gordura. Tenía los dedos manchados de nicotina.
—¿Lo han encontrado? —preguntó.
—Lo estamos buscando —dijo Matty.
La mujer sacudió la cabeza tristemente.
—Sí, como hacemos todos —dijo.
—¿Cuánto hace que ha desaparecido? —pregunté.
—Desde noviembre.
—¿No ha sabido nada?
—No.
—¿Vivía en casa?
—Sí.
—¿Tenía novia o algo así?
—Ninguna fija. Era un chico tímido este Douggie.
Tiempo pretérito. Sabía que estaba muerto.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio alguien?
—Estuvo en la North Gate el 27 de noviembre tomándose una copita; dijo que se iba a casa a ver el billar. Fue la última vez que supimos algo de él.
Apunté la información en la libreta.
—¿Se lo han cargado, verdad? —preguntó.
—No tengo ni idea.
—Sí, se lo han cargado. Dios sabe por qué. Era un buen chico este Douggie, un chico muy bueno.
—¿Tenía trabajo?
—No. Estuvo en Shorts un año. Era un mecánico muy bien preparado, pero lo despidieron. Intentó entrar en la fábrica de DeLorean en Dunmurry, pero no necesitaban a nadie. Volvió varias veces para ver si lo cogían, pero el trabajo escasea, ¿no es cierto?
—Desde luego que sí —dijo Matty.
—Dunmurry, ¿eh?
—Sí, pero había diez solicitantes para cada trabajo. El pequeño Douggie no tuvo suerte.
—¿Conocía a alguien allí?
—No. Una lástima.
—¿Ha habido algún extraño circulando por aquí? ¿Alguien vino a preguntar por él?
—No.
Nos quedamos de pie en el porche mientras la niña que estaba en el jardín empezó a hacer ruido de explosiones a nuestra espalda. Matty intentó unas cuantas vías de aproximación más, pero la señora no dijo nada.
—Bueno, si nos enteramos de algo, nos pondremos en contacto, seguro —dije.
—Gracias —dijo, y añadió—: Era un buen chico.