15: «Sir» Harry
Pasé con el coche por la portilla del ganado y subí por la pista que indicaba «Camino particular. Prohibido el paso».
—¿De qué va esto? —preguntó Tony apuntando por la ventanilla.
—Es un camino particular en terrenos privados.
—¿Y el IRA hizo todo este trayecto por terrenos privados solo para matar al marido de esa mujer? —preguntó Tony.
—Eso es lo que se supone que tenemos que creer.
—Bueno, he visto cosas más raras.
—Yo también.
La pista avanzaba entre curvas, subía una colina y bajaba hasta el valle en brumas. Tony suspiró.
—Bueno, ¿y cómo te van las cosas, Sean? La verdad es que no te he visto casi desde el hospital.
—Estoy bien. ¿Y qué me dices de ti? ¿Cómo está tu mujer? ¿Hay críos de camino?
—No, de momento no. Ella se muere de ganas, pero yo prefiero esperar hasta que estemos más asentados. No se pueden criar niños en un sitio como este… ¿Qué me dices de ti y de tu dama enfermera?
—Dama doctora. Se ha marchado. Al otro lado del canal.
—¿Al otro lado del canal? Bueno, no se le puede reprochar, ¿verdad?
—No. No se puede.
—Tengo la esperanza de hacer lo mismo en cosa de un año. Entonces podremos tener hijos, hipoteca, el paquete completo.
—¿Ya tienes solicitado el traslado?
—A la Metropolitana. De momento que quede entre nosotros. Aquí no hay futuro, Sean. Un chaval joven y brillante como tú también tendría que pensárselo. ¿Cuánto mides?
—Uno setenta y ocho.
—Está bien. O eso creo.
—¿Y si me pongo de puntillas?
—¿Qué te retiene aquí, Sean? —preguntó sin hacer caso de mis gracias.
—Quiero quedarme y tomar parte en la solución.
—Dios. Deben de estar echando algo en el agua o incluyendo mensajes subliminales en esos documentales sobre salud y seguridad.
Me reí, y cuando estábamos a punto de torcer para entrar en la granja de los McAlpine un hombre con una escopeta se nos acercó a toda prisa.
Puse el BMW en punto muerto y bajé la ventanilla.
Tony se llevó la mano al revólver reglamentario.
—¡Hey, ustedes! Esto es un camino particular —nos gritó el hombre.
—¡Baje la escopeta! —le grité yo.
—¡Ni lo sueñe! —me contestó con otro grito.
—¡Somos de la policía! ¡Abra la escopeta ahora mismo! —le rugí a aquel jodido.
Vaciló unos instantes pero no abrió la escopeta y continuó trotando hacia nosotros. Llevaba unas botas de agua verdes, pantalones caqui, camisa blanca, chaqueta de caza de tweed y gorra plana. Iba vestido al estilo de una generación anterior, pero no pasaría de los cuarenta ni una semana.
Nos bajamos del BMW, sacamos las armas y dejamos el coche entre él y nosotros.
—Primera vez que saco el revólver desde hace dos años —dijo Tony.
—Pues a mí un tipo me disparó con una escopeta la pasada semana —dije.
—Llevo ocho años en este trabajo y nadie me ha soltado un tiro nunca.
—A mí me han disparado media docena de veces.
—¿Y qué te dice eso sobre ti mismo?
—¿Qué te dice a ti?
—Me dice que no le gustas a la gente. Que los tratas de un modo equivocado.
—Gracias, colega.
El hombre siguió trotando por la pista hacia nosotros. Llevaba un par de sabuesos con él. Beagles, me fijé, no border collies, de modo que no era granjero o por lo menos ese día no trabajaba. Llegó al BMW casi sin aliento pero no en demasiado mal estado teniendo en cuenta la carrerita colina abajo. Tenía una mata de pelo gris, una cara alargada y angulosa y las mejillas coloradas. Ojos azules y medio bizcos, como si se pasase todo el tiempo libre leyendo y releyendo Country Life.
—Esto es propiedad privada y están ustedes invadiéndola —dijo.
—Somos de la policía —dije otra vez.
—Eso afirman —dijo, y después, tras una breve pausa, añadió—: Pero aunque lo fueran, siguen necesitando una orden judicial para entrar en mis tierras.
Tenía un acento un tanto peculiar. No era de Islandmagee, no era local. Sonaba como angloirlandés de los años treinta. Estaba claro que se había educado en un colegio caro, un colegio en el que te enseñaban a arrastrar las vocales.
—Estamos aquí para ver a la viuda de McAlpine —dije.
—Es una inquilina de mi propiedad y esto es una residencia particular. Preferiría que volvieran trayendo una orden judicial donde se indique la naturaleza exacta de su interés.
Lo ignoré y me giré hacia Tony.
—Esta es la influencia de la televisión norteamericana. Esta semana es la segunda vez que un payaso me dice que me busque una orden judicial. Las cosas no eran así en los viejos tiempos.
—Escuche, colega —Tony se aclaró la garganta—, no querrá usted tener problemas con nosotros. Estamos llevando a cabo investigaciones respecto a un asesinato. Podemos ir a cualquier parte que nos dé la gana.
—No, no pueden —dijo aquel tipo negando con la cabeza—. El asesinado era mi hermano pequeño y ya he visto la eficacia o más bien la ineficacia de sus procedimientos. La RUC no me ha impresionado por su competencia durante estos últimos meses.
—¿Es usted hermano de Dougherty? —pregunté.
—¿Quién es Dougherty? Estoy hablando de Martin McAlpine, el capitán Martin McAlpine, mi hermano.
—No, señor, no estamos investigando ese asesinato. No como tal. Andamos husmeando en la muerte del inspector Dougherty, que fue asesinado anoche en Larne. Queríamos hacerle unas cuantas preguntas a la señora McAlpine.
—¿Pero a santo de qué? —preguntó el hombre.
—De eso nos gustaría hablar con ella, señor —insistí.
—No permitiré que molesten a Emma. Ya ha recibido visitas de supuestos policías que vinieron a verla esta semana con varias misiones imposibles. Supongo que salió su nombre en alguna de esas computadoras de ustedes… Bueno, déjeme decirle algo, joven, no estoy dispuesto a permitirlo. Todo esto la ha incomodado mucho. Es una mujer fuerte, pero toda esta tontería le está pasando factura. No tendrían por qué meterse ustedes en la vida de los demás, señores.
—Mire, señor, nuestra misión es investigar el asesinato del inspector Dougherty y sabemos con certeza que estuvo aquí recientemente para ver a la señora McAlpine. Hemos de averiguar de qué hablaron y por eso queremos hacer unas preguntas a la señora McAlpine, y usted no puede hacer nada al respecto, caballero —le dije con autoridad.
Las mejillas se le enrojecieron y soltó un gruñidito como el de una cerda hozando en busca de trufas. Rebuscó en uno de los bolsillos de su chaqueta de caza y sacó una libretita y un lápiz.
—¿Y cómo se llama usted, agente? —me preguntó.
—Inspector Sean Duffy, RUC de Carrickfergus.
—¿Y usted? —le preguntó a Tony.
—Inspector jefe Antony McIlroy, Special Branch.
—Bien —dijo apuntando los nombres en su libretita—. Los dos tendrán noticias de mis consejeros legales.
—Lo estoy deseando —dijo Tony, y luego continuó—: ¿Podríamos preguntarle cómo se llama usted, señor?
—Soy sir Harry McAlpine —anunció, como si se supusiera que eso nos haría caer de rodillas o hacer una genuflexión o algo así.
—Estupendo, ahora si tiene la amabilidad de hacerse a un lado, iremos a hacer nuestro trabajo —dijo Tony.
Se apartó. Volvimos a subir al BMW.
—Vigile a los perros —dije, y giré la llave de contacto.
—Un cretino bastante gracioso —dijo Tony.
—Yo voy a contarte algo gracioso —empecé.
—Qué.
—El tipo deja que dos hombres armados vayan a casa de su cuñada solo un par de meses después de que al marido, su hermano, lo mataran a tiros un par de hombres armados en una motocicleta.
—Le dijimos que éramos de la policía —protestó Tony.
—Sí, se lo dijimos, pero después no nos pidió que le enseñáramos las credenciales ni estaba sorprendido de vernos, ¿verdad?
—Lo que significa…
—Sabía que éramos de la policía y sabía que íbamos a venir.
—¿Por culpa de Dougherty?
—Por culpa de Dougherty.
—Y entonces ¿por qué andar jodiéndonos?
—Porque quería presentarse, quería que supiéramos que Emma McAlpine era hermana política de sir Harry McAlpine.
—¿Y eso de qué le sirve?
—Quería meternos el miedo en el cuerpo.
—Pues no le funcionó porque ninguno de los dos habíamos oído hablar de él.
—Tengo la nefasta impresión de que ahora oiremos hablar de él, ¿sabes?
Tony asintió y nos metimos en el ya conocido corral de McAlpine.
Cora estaba encadenada debajo de un tejadillo pero enseguida empezó a ladrar y a lanzarnos mordiscos.
—Un perro simpático —dijo Tony.
—Siempre hace eso cuando no se dedica a destrozarte la garganta o contemplar tan tranquila cómo dos terroristas matan a su amo.
Nos bajamos del coche y cruzamos el corral embarrado.
Por allí andaban las gallinas picoteando migas y el gallo del corral nos miró altanero desde uno de los postes de la valla. En la puerta de entrada había una nota: «Voy a buscar sal. Vuelvo enseguida».
La despegué y se la enseñé a Tony, que era un poco corto de vista.
—¿Crees que lo dice en sentido literal? —preguntó Tony.
—¿Qué otra cosa puede querer decir?
—No lo sé. Podría ser un eufemismo campesino que signifique algo.
Tony miró el reloj. Todo aquello había sido muy divertido. Pero era un hombre ocupado y tenía cosas que hacer. Mi tiempo no importaba, pero el suyo era valioso.
—Supongo que deberíamos esperarla —dije.
—Sí —contestó Tony en tono dudoso.
—Hablando de notas… esto, en tu larga e historiada carrera, ¿alguna vez te mandó alguien una nota anónima sobre un caso?
—Todo el tiempo, colega. Me pasa constantemente. De hecho, diría que recibo más soplos anónimos que de personas realmente dispuestas a identificarse. ¿Por qué, qué has recibido? Se te ve preocupado.
—Cierto personaje me dejó una nota con un versículo de la Biblia.
—Ah, mierda, ¿eso es todo? —se rio Tony—. Tendrías que ver la de gilipolleces que nos mandan a la Special Branch, cojones. Versículos de la Biblia, confidencias sobre quién puede o no puede ser agente soviético, o el Anticristo…, de todo, Sean. La semana pasada tuvimos a un chico que nos mandaron desde la RUC de Cliftonville, a quienes había convencido de que era «el verdadero Destripador de Yorkshire». Los polis de Cliftonville estaban convencidos de que querríamos interrogarlo.
—«Ahora vemos como en un espejo, confusamente», decía el versículo.
—Ese lo recuerdo. Es muy popular entre los chiflados. ¿Es del Apocalipsis?
—Corintios. La nota me la dejó una mujer. Quizás con acento inglés. Me dejó una nota en el cementerio Victoria y luego escapó en una moto.
Tony sacó el tabaco y me ofreció un cigarrillo. Nos fuimos hasta el muro de piedra y nos sentamos en él. Dos prados más allá había un caballo atado junto a un cobertizo desvencijado. Tres prados en la otra dirección se veía humo de chimenea que salía de una gran casa en lo alto de la colina, casi con toda seguridad la casa del señor de la finca. La lluvia, gracias a Dios, se había tomado un respiro momentáneo en su incansable guerra de guerrillas contra Irlanda.
—Sigue —dijo Tony.
—Di el parte y encontraron a la chica, la detuvieron y se la llevaron a la RUC de Whitehead. Se pasó unas horitas en un calabozo y luego al parecer se la llevaron un par de supuestos gorilas de la Special Branch. Uno era un tipo que se llamaba McClue, el nombre más falso que he oído en mi vida, y por supuesto cuando llamé a la Special Branch no había ningún McClue y nadie había mandado ir a recogerla a Whitehead.
—Se me ocurren varias cosas —dijo Tony frunciendo el ceño—. Primero, si hubieras dado tú con ella, ¿de qué la habrías acusado? ¿De dejarte un mensaje raro o de marcharse corriendo en su moto? ¿Qué clase de delito es ese? Te estarías buscando una puñetera demanda, colega. Segundo, ¿quién es? Seguro que no es una loca solitaria si un par de amigos suyos estuvieron dispuestos a hacerse pasar por agentes de la Special Branch e ir a buscarla.
—Bien, pues no es una loca.
—O tal vez puede ser una loca especialmente persuasiva. Ese tipo de cosas que haría un estudiante o algún paramilitar aburrido o…
—¿O qué?
—Ya sabes qué. Una sombra. Una jodida espía. Irlanda del Norte está a rebosar.
—¿MI5?
—MI5, inteligencia militar, MI6. O, como te digo, una loca, una estudiante, cualquiera de tus sin duda muchas amantes insatisfechas, una paramilitar aburrida que te toma por un incauto o una espía todavía más aburrida que también te toma por un incauto.
Sonó el busca de Tony. Lo cogió y examinó la luz roja que parpadeaba.
—Me buscan. ¿Crees que podría meterme en la casa de esa viuda McAlpine y usar su teléfono?
—¿Qué iba a pensar sir Harry? Probablemente nos esté vigilando con unos buenos prismáticos.
—Lo dudo. Apuesto a que está escribiendo una carta furiosa al secretario de Estado para Irlanda del Norte, que seguro que es un primo lejano de su abuelo.
Asentí y lancé un anillo de humo doble. El busca de Tony volvió a sonar.
—¡Que no me jodan! —dijo Tony—. No tendría que haberme marchado del puto escenario del crimen. ¿En qué coño estaba pensando?
—Tony, colega, vuélvete en el BMW, diles que estabas siguiendo una pista y manda a algún reservista a devolverme el coche. Yo esperaré a que aparezca la viuda de McAlpine.
—¿Puedo llevarme tu cacharro? —preguntó Tony.
—Claro.
—Normalmente no lo cogería, pero me adelantaré; además, tal vez no deberíamos andar mariconeando por el campo como unos Bob Hope y Bing Crosby.
—¿Bob Hope y Bing Crosby? Por Cristo bendito, Tony, necesitas ponerte al día, colega. ¿Has oído hablar de ese fenómeno del rock and roll que arrasa por el país?
—¿Estás seguro de que puedo llevarme el coche?
—¡Sí!
—Eres el mejor. ¿No tendrás problemas?
—Estaré perfectamente.
Trato cerrado. Tony me sacudió con fuerza la mano y se subió al BMW. Bajó la ventanilla.
—No te metas en problemas —dijo.
—Mejor di a los problemas que no se metan conmigo.
—Viudas jóvenes en granjas solitarias… —dijo con un suspiro, aceleró el BMW y forzó el embrague para arrancar en segunda con un ruido feo.