22: He visto cosas que vosotros no os creeríais

Dos de la mañana: un grupo de borrachos baja por las calles cantando: «¡Somos, somos, somos los chicos de Billy! ¡Somos, somos, somos los chicos de Billy! Estamos hasta el cuello de sangre feniana y vamos a ir por más. Somos los chicos de Billy, los de Billy, sí».

Esa noche no había modo de dormir.

Me fui a la planta baja, cogí una enciclopedia, empecé a leerla y me puse un tazón de cereales.

Me tomé un café, me puse los vaqueros, un jersey y unas deportivas, cogí el impermeable y me fui a dar un paseo por la urbanización. Cogí mi radio Sony Walkman nueva y sintonicé el servicio de noticias de la BBC.

Nubes negras. Lluvia. Aguanieve en lo alto de la meseta.

Bombas por Belfast Oeste y Derry.

Ataques con lanzagranadas a comisarías de policía a lo largo de la frontera.

Noticias de guerra.

La otra guerra.

En el Atlántico Sur.

Me fui andando hasta la ría y me senté en la playa.

Contemplé los aviones que volaban en ambas direcciones en el Trans-At.

Cogí frío.

A las seis me fui a la comisaría.

Brennan ya estaba allí y leía los periódicos en la sala de reuniones. No se había afeitado. Se le veía descuidado. No tenía sentido preguntarle qué cojones le estaba pasando, pero me apetecía hablar con alguien. Llamé a la puerta y la abrió.

—Buenos días, señor, ¿puedo traerle un café o algo?

—No puede, Duffy. Pero ¿sabe lo que puede hacer por mí?

—¿Qué?

—Dejarme en paz y quitarse de en medio.

—A sus órdenes.

Cerré la puerta otra vez.

Tal vez podría hablar con McCrabban cuando viniera.

Me fui a la máquina de café, me saqué un café-choco, me arrastré hasta el despacho, puse los pies encima de la mesa y miré el mar.

El sol se iba extendiendo por encima del condado de Down. Era un día claro y fresco y en el horizonte se veía nítidamente la larga línea azul de Escocia. El tipo que intentaba vender el chivo pasó sin la cabra. Un emprendedor con una historia de éxito.

Se abrió la puerta.

Brennan entró afeitándose con una máquina eléctrica.

—¿Qué hace usted aquí a estas horas, por cierto? —preguntó.

—No podía dormir. Salí a dar un paseo y acabé aquí.

—¿Qué sabe de Epicuro?

—¿Es de un crucigrama?

—Es algo que oí en, esto, una reunión. Pensé: se lo preguntaré a Duffy. Es un tipo que sabe cosas.

—Ateniense. Enseñaba en un sitio llamado El Jardín.

—Resúmamelo en pocas palabras.

—Decía que o bien no había dioses o que no se preocupaban de nosotros. La ambición es un empeño inútil. Dentro de mil años nadie se acordará de nosotros. Lo único que tenemos es el amor y la amistad, así que vive el placer donde logres encontrarlo.

El inspector jefe Brennan cerró los ojos y se balanceó un poco.

—¿Y usted se cree eso?

—No he pensado demasiado en ello.

—¿Y en qué ha pensado?

—Humm.

—El asesinato de O’Rourke, por ejemplo. ¿Ha pensado en eso?

—Últimamente no, lo pasamos a la carpeta amarilla, lo que significa que estamos en una especie de punto muerto.

—¿Qué es lo que tienen?

—Hemos determinado el nombre de la víctima y cómo murió.

—¿Y?

—Para serle sincero, eso es prácticamente todo, inspector jefe. Unas cuantas pistas falsas por el camino. Levantó una mano.

—Sus progresos, Duffy, ¿qué progresos han hecho desde el último informe?

—Ningún progreso real.

—Eso pensaba. ¿Eso es lo que hacen todos ustedes aquí? ¿Quedarse sentados tomando té y ocultándome la verdad? Muy bien, bueno, pues olvídense y a otra cosa, para poder usar los fondos del CID en otra cosa.

—Resolvimos el robo del banco.

—Necesitamos más de lo mismo. Resultados.

Estaba buscando camorra de puro aburrido. Pero yo no tenía ninguna gana de contestar. ¿Qué me importaba a mí el caso O’Rourke o cualquier otro?

—Usted es el jefe. Si quiere, lo pasaré de la carpeta amarilla a la de casos sin resolver.

—El jefe soy yo, que no se le olvide. Y ahora lárguese a casa y eche una cabezada y vuelva a una hora decente.

—Sí, señor.

En casita. Sofá. Unas cabezaditas. Taza de té y barritas de chocolate Mars y el clásico Star Trek, episodio «Arena». Ya lo conocen. Kirk fabrica pólvora para matar al tipo del traje de goma.

Sonó el timbre de la puerta. Bobby Cameron con una botella de Glenlivet. Me la ofreció.

—Se cayó de un camión por detrás —dijo—. Sin rencores, ¿eh?

—¿Respecto a qué?

—A la mujer de arriba de la calle. Algunas veces los muchachos se me ponen un tanto alborotados. Están sentados todo el día sin nada que hacer, el tablero de dardos se ha roto, llueve demasiado para volar los palomos y, antes de que te des cuenta, tenemos la caída de Saigón en Coronation Road.

—No sé de quién estás hablando.

Torció el gesto, asintió y se marchó hacia la calle. Ya en la verja se volvió.

—Ahora te cuidarás bien, ¿eh Duffy?

No podría decir si aquello era una amenaza, un aviso o ninguna de las dos cosas.

—Lo procuraré —dije.

—Tú me gustas, Duffy. Te mataremos el último.

—¡Salud!

Decidí pasar del trabajo por completo y llamé a una agente de la reserva muy pizpireta que se llamaba Clare Purdy para ver si quería ir conmigo al cine. Me dijo que sí y me la llevé al ABC de Belfast para ver Blade Runner. Éramos las únicas dos personas de la sala. Cuando salimos llovía, estaba oscuro, habían puesto una bomba en algún sitio y la calle estaba llena de humo y de soldados: era como si la película se hubiera hecho realidad. Nos llevó una hora pasar los controles y la lluvia. Intenté que Clare se viniera a Coronation Road conmigo, pero era una auténtica friqui de Jesús y la peli le había afectado mentalmente y solo quería irse a su casa y acostarse. La dejé en un cottage de Knocknagullah y luego pasé una noche tranquila con un pollo Lo Mein, vodka con lima y un rápido guiño a Helen Mirren en una vieja entrevista con Michael Parkinson hablando de las escenas de desnudo en Calígula.

Al día siguiente pregunté a Crabbie y a Matty si habíamos hecho progresos en algún frente. Cuando los dos me dijeron que no, yo les dije que el jefe quería que diéramos carpetazo al caso O’Rourke.

—¿Y tú estás dispuesto a dejarlo? —me preguntó McCrabban en tono escéptico.

—Ordenes son órdenes —dije—. Como solía decir mi querida abuela: «si alguien se caga en tus patatas fritas, tendrás que comer los aros de cebolla».

—¿Qué? —preguntó McCrabban.

—¿Y entonces en qué trabajamos? —preguntó Matty.

—En casos de robo. Hurto de coches. Cualquier cosa —dije yo.

Si los dos me hubieran puesto pegas, me habría ido a discutir con el jefe, pero ninguno me montó una bronca, así que ahí quedó todo. La investigación del asesinato de O’Rourke se suspendía por tiempo indefinido.

Borré la pizarra, junté los materiales que había en la sala de reuniones y los metí en una carpeta de anillas que coloqué en el archivador de mi despacho. McCrabban me vigilaba por el rabillo del ojo.

—Si el jefe te pregunta algo, dile que el caso está archivado —dije.

—Se lo diré.

Cruzamos una mirada y esa mirada decía que sabía perfectamente que yo era demasiado burro y cabezota para dejar las cosas así.