19: El jefe superior

Tenía la sensación de que acababa de cerrar los ojos cuando oí que algún retrasado tiraba piedrecitas contra la ventana de mi cuarto. Miré el reloj de la radio: 6:06 am. Maldita sea. Si era Cameron otra vez, salía y le metía un tiro a ese gordo de los cojones.

Abrí la cortina y miré al jardín delantero.

Era Matty con otro agente, y los dos con uniforme completo.

No pintaba bien.

Bajé las escaleras y les abrí la puerta.

—Llevo una hora llamándote por teléfono —dijo Matty. No solo llevaba el uniforme completo, sino que se había afeitado y de su cara había desaparecido su permanente sonrisa descarada.

—¿Tengo problemas?

—¿Qué?

—¿A quién he jodido ahora? ¿Al primer ministro? ¿Al obispo de Roma?

—No es cosa tuya, jefe. Es el sargento Burke.

—¿Qué pasa con él?

—Anoche se pegó un tiro por accidente. Muerto.

—¡Dios mío! ¿Estás seguro?

—Completamente seguro.

—Joder. ¿Cómo?

—Disparo accidental de su arma reglamentaria —dijo Matty como si lo leyera en un periódico.

Miré al otro agente.

El otro agente olía a iglesia y pastillas de menta para el aliento. Aparentaba tener unos catorce años.

—¿Se pegó un tiro? —pregunté a Matty en voz más baja.

—No sabría decirlo —replicó Matty.

Por supuesto, era dato bien conocido que la RUC tenía la tasa de suicidios más alta de cualquier policía de Europa, pero no te esperabas que alguno de tu parroquia perdiera la cabeza y se matara.

—Me vestiré, pasad, chicos. ¿Quién quiere café?

Preparé café y tostadas, y me afeité y saqué el uniforme de la bolsa de la tintorería.

Nos fuimos al local policial, donde reinaba un ambiente más negro que el jodido tono de la pintura negra mate.

Me topé con el inspector McCallister, que siempre estaba al corriente de todo.

—¿Qué pasó, Jim? —le pregunté.

Estaba pálido y el aliento le apestaba a café y whisky.

—El vecino oyó el tiro y llamó. Estaba de guardia, así que me tocó ir a mí. Fui con el agente Tory. Estaba en el cuarto de estar. Herida de bala en la sien.

—¿Tenía familia?

—Divorciado. Dos chicos ya crecidos.

—¿Suicidio, definitivamente?

—¡No levantes la voz, Duffy! Aquí esa palabra no se usa. Cuando los cabrones de Asuntos Internos vengan a hacer preguntas, todos diremos que Burke era un oficial de primera clase y que no tenía ningún puñetero problema, ¿de acuerdo?

Comprendí. El suicidio invalidaba cualquier posible póliza de seguro de vida, pero «disparo accidental de arma de fuego» era exactamente lo que…

—Queda todo entre nosotros, pues —le comenté en un tono más bajo.

—Los dos hijos están al otro lado del canal. Los padres han muerto. El hermano está en Sudáfrica. Aquí ya no tenía nada —dijo McCallister.

—Supongo que había estado bebiendo.

—Había estado bebiendo. Estoy seguro de que el nivel de alcohol en sangre reventará el gráfico. Pero esa no fue la madre del cordero.

Me hizo gesto de que fuera con él a su despacho. Cerró la puerta, me hizo sentar y me sirvió un poco de matarratas apestoso en un vaso de plástico.

—¿Cuál fue la madre del cordero? —pregunté.

—Había tres balas sobre la mesa de café del cuarto de estar.

—¿Las había sacado?

—Sí. Sacó tres, hizo girar el tambor, se apuntó a la cabeza y apretó el puto gatillo… Ya lo había hecho más de una vez. Por eso se le había largado la mujer.

—Dios bendito.

—Un puto imbécil, ¿no crees? Hacerle el trabajo al IRA.

—Sí. Pobre cabrón. ¿Por qué no iría a ver a Michael Pollock? —dije.

—¿Quién es ese?

—El loquero de la división.

McCallister me dirigió una mirada extraña. ¿Por qué sabía el nombre del loquero de la división? ¿Y por qué iba a querer alguien acudir a un desconocido para hablarle de sus problemas?

—¿Sabes por qué nos hemos puesto esto? —le pregunté señalando nuestros uniformes completos reglamentarios.

—El jefe superior viene de visita.

—Me estás tomando el pelo.

—No, no.

—¿El puto jefe superior?

—Cree que hay algo podrido en Dinamarca.

—Hay algo podrido en Dinamarca.

—Sí, bueno, tenemos que poner buena cara y tranquilizarle y decir que la RUC de Carrickfergus es una tripulación bien avenida.

Sonreí. En toda mi vida ninguna comisaría de la RUC de las que había visitado en el Ulster había resultado estar bien avenida. En las de al lado de la frontera las patologías eran una constante, un terror palpable de que en cualquier momento empezaran a llover cohetes libaneses desde algún prado en Eire; en las de Belfast te asustaban los alborotos o los ataques de mortero; en las más tranquilas y menos defendidas del campo podía ser cualquier cosa, desde una emboscada por parte de una unidad activa del IRA hasta un coche bomba aparcado en la calle. Y ningún madero se sentía nunca seguro ni en casa ni en el coche ni en el cine ni en un restaurante ni en ninguna parte. Jamás había tregua. Así que volarte los sesos parecía una escapatoria bastante razonable.

Y aunque Burke no fuera un tipo de lo más popular, sí que era un rostro familiar, y antes de que se convirtiera en un bebedor claramente excesivo era un poli más que decente.

Entré en la sala de reuniones principal. El ambiente, como el tiempo, era malo. Algunas reservistas lloraban.

No había nada que yo pudiera decir o hacer. Me fui al almacén de pruebas a ver si podía liberar un poco de hierba o unos pitillos, pero el agente de guardia era un meapilas que se llamaba Fredericks que no te pasaba ni una mierda fuera de lugar.

Volví a mi despacho junto a las ventanas y me hice con una taza de té y un cigarrillo.

McCrabban llamó a la puerta. También llevaba el uniforme de paseo.

—Una pena, ¿verdad? —dijo.

—Sí, una verdadera pena.

Crabbie parecía incómodo, iba a decir algo pero no se decidía, se disculpó y se marchó. ¿Quería pedirme que lo enchufara para la vacante de sargento? Probablemente, pero con aquellos presbiterianos nunca podías estar seguro.

Me quedé diez minutos mirando por la ventana, viendo los barcos traquetear arriba y abajo por las aguas sucias del estuario.

Otra llamada a la puerta y apareció el inspector jefe Brennan.

Uniforme completo y afeitado.

—Apaga ese pitillo, Duffy, el jefe superior ya está llegando. No sé qué habremos hecho para merecernos esto, pero aquí lo tenemos —dijo.

—Bueno, señor, en realidad no es por nosotros, es…

—En la próxima ronda de ascensos me iban a hacer comisario. No puedes tener a un inspector jefe al mando de un puesto como Carrick. Comisario, iban a ascenderme. Y ahora se acabó. El cabrón de Burke y sus jodidos juegos. Un mamón. Un pobre tonto mamón… ¿Tiene algo de beber, Duffy?

—Puede que tenga un poco de vodka debajo de…

—Mejor que no, Hermon es un puritano total. ¡Dios! ¡Menuda putada!

Salió del despacho para poder llorarle a algún otro.

Miré el reloj, y, en efecto, sobre las once apareció el jefe superior. Su helicóptero aterrizó en Barn Field y un convoy de tres Land Rovers policiales le condujo a la comisaría. No muy discreto, precisamente.

Aun así, Jack Hermon era un jefe superior bastante popular en la RUC. Había peleado con uñas y dientes contra Thatcher para conseguir mejores condiciones y mejor paga, había alentado el reclutamiento de policías católicos, se había deshecho de lo peor y más sectario de los tontos del culo protestantes y había terminado con el empleo de la tortura física y psicológica en el Centro de Detención de Castlereagh (contraproducente y nada fiable, decían los informes). La RUC seguía teniéndoselas que ver con agentes vagos, incompetentes y fanáticos, pero Hermon había hecho un trabajo decente en muy poco tiempo y por esos esfuerzos la reina le había nombrado caballero hacía poco.

Su aparición fue puro teatro.

En primer lugar entraron en la comisaría los escoltas, con aire de duros. Tipos grandotes con insignias y subfusiles.

Detrás, sir Jack con sus facciones familiares de campesino, cara de patata roja y figura regordeta. El uniforme le quedaba demasiado apretado.

El inspector jefe Brennan saludó.

Se estrecharon la mano y cambiaron unas palabras.

Brennan le presentó a los oficiales de mayor rango; en otras palabras, al inspector McCallister, a mí y al sargento Quinn.

Sir Jack nos dio la mano y le dijo a Brennan que convocara a todo el mundo («incluidas las puñeteras señoras del té») en la sala de reuniones de la planta baja.

Su charla no fueron más que lugares comunes y ni siquiera intentó lidiar con el titular «disparo accidental de arma de fuego». En vez de eso trató de: moral… la importancia de hablar de tus problemas con otras personas… optimismo… ahora las cosas tenían mala pinta, pero en realidad estábamos ganando la guerra contra el terrorismo…

Tal vez alguno de los reservistas quedara impresionado, pero nadie más.

Después tomamos té y galletas y una tarta de zanahoria que había hecho la propia Carol.

Se suponía que teníamos que alternar con el jefe superior y sentirnos con libertad de preguntarle lo que fuera. Matty, McCrabban y yo nos refugiamos junto a la fotocopiadora procurando no llamar su atención. No nos sirvió de nada. Al cabo de uno o dos minutos vino directamente a por mí. Crabbie y Matty huyeron como un ñu al ver una leona.

—Volved aquí —susurré.

—Esto es cosa tuya, colega —silbó Matty antes de escaparse al retrete.

Hermon me tendió otra vez la mano. Ahora se había puesto los guantes de cuero, preparado para marcharse.

—¿Usted es Duffy, verdad? —preguntó sir Jack.

—Sí, señor.

—Quería hablar con usted antes de irme.

—¿Conmigo personalmente?

—Sí.

—Mmm, si quiere podemos ir a mi despacho.

—Le sigo.

Nos fuimos a mi despacho y cerré la puerta.

No se sentó ni hizo comentarios sobre las vistas al mar.

—Me han llamado dos veces para hablarme de usted en dos semanas. Dos llamadas sobre un modesto inspector. Debe de ser usted alguien muy especial, ¿eh?

—No, señor, yo…

—¿Tiene la menor idea de lo ocupado que estoy siempre, Duffy?

—Me imagino que muy…

—Puede jurarlo. Y déjeme decirle otra cosa, joven. No me asusta dar la cara por mis hombres.

—Es lo que siempre he oído.

—¿Ian Paisley? Ian Paisley no me asusta. Yo mismo arresté en persona a ese bocazas. Para un hombre de verdad los políticos de esta desgraciada tierra ignorante y abandonada de Dios son puros demagogos.

—Sí, señor.

—Pero cuando recibo llamadas para quejarse de la conducta de uno de mis oficiales, cuando me llaman directamente a mí, tengo que interesarme, ¿no cree?

—Sí, señor.

—El cónsul general de Estados Unidos en Belfast me llamó y me dijo que uno de mis oficiales trataba de intimidar a uno de sus funcionarios. ¿Sabe usted quién era ese oficial?

—Señor, le aseguro a usted que yo…

—Y luego recibo una llamada de Ian Paisley, nuestro muy honorable diputado Ian Paisley, que me dice que a uno de sus más viejos amigos, un tal sir Harry McAlpine, también le estaba tocando los cojones un joven inspector de lo más descarado. ¿Se imagina usted quién era ese inspector?

—Señor, si me deja explicarle…

Hermon se me acercó y tuve un zoom sobre su rostro arrugado, con aquel alegre y barato bronceado mallorquín, aquellos ojos cansados, enfadados, inyectados en sangre.

—He mirado su historial personal, Duffy. ¡La reina le ha dado a usted una medalla, y encima es católico! Supongo que se cree que eso le hace inmune. Supongo que se cree Clint Eastwood. Supongo que cree que puede hacer lo que le dé la gana.

—En absoluto, señor, pero si pudiera…

—Déjeme explicarle cómo funciona este lugar, Duffy. Es una sociedad tribal. Clanes. Señores de la guerra. ¿Cree que vivimos en 1982? Vivimos en 1582. No puede ir por ahí tocándole las plumas a los grandes caciques. ¿Me explico?

—Caciques, plumas, nada de tocar, señor.

—¿Se burla de mí, hijo?

—¡No, señor!

—Bien. Porque me necesita. Y si tengo que respaldarle frente a ellos, necesito saber que nuestros jefes de Londres me respaldarán a mí.

—Por supuesto, señor.

Sir Harry McAlpine es un chanchullero, y muy negociante. Tiene tierras aquí y allá. En estos momentos goza del favor de Stormont. Tiene amigos influyentes y tiene mano en el ministerio.

Sí, y también es un gran cabrón farolero hipotecado hasta las cejas y, como dice su cuñada, tan pobre como un ratón de iglesia. Eso no se lo dije.

Hermon me miró, me sostuvo la mirada y esperó a que yo la apartara primero, pero no pensaba darle esa satisfacción a aquel bastardo. Puede que él llegara en helicóptero, puede que anoche hubiera estado al teléfono con la señora Thatcher, pero el aliento le olía a salchichas de Cookstown.

Hizo un gesto con la cabeza y finalmente fue él quien apartó la mirada. Observó mi despacho por primera vez, quedó impresionado por la vista de la ventana y quizás por su desorden nada presbiteriano.

—Entonces —dijo tras una pausa—, ¿dónde guarda el whisky bueno?